NUEVE

Waylander siguió caminando hasta quedar fuera de la vista del rainí; después se sentó en uno de los bancos tapizados de terciopelo que había en el pasillo. Había sentido un alivio abrumador al descubrir que Matze Chai había sobrevivido, y apenas podía contener el temblor de las manos. Apoyó la espalda contra la pared y respiró profundamente varias veces. La muerte de Omri y Mendyr Syn lo había entristecido sobremanera, pero no hacía tanto tiempo que los conocía. Matze Chai había formado parte de su vida durante treinta años, y había sido un apoyo firme con el que siempre había podido contar. Sin embargo, hasta aquel día no se había dado cuenta realmente de cuánto apreciaba al anciano.

Pero tras el alivio llegó una furia más intensa, y un resentimiento frío y terrible dirigido hacia los hombres arrogantes y crueles capaces de desplegar tal horror sobre víctimas inocentes. Sabía que, en última instancia, una guerra no era nunca algo tan sencillo como el enfrentamiento entre el bien y el mal. Las guerras las iniciaban hombres hambrientos de poder; hombres a quienes no preocupaban las víctimas como Omri o Mendyr Syn. Aquellos hombres vivían por la fama y las satisfacciones inútiles y vacuas que la acompañaban. «Alguien como Omri vale más que diez mil de esos asesinos», pensó.

Tras haber recuperado la compostura, Waylander echó a andar a paso rápido y subió de dos en dos los escalones que llevaban a la torre norte; no refrenó el paso hasta que llegó al primer nivel. Las estanterías habían sido arrancadas de las paredes, y por el suelo se desparramaban pergaminos, manuscritos y libros encuadernados en piel. Se arrodilló y puso la mano en la alfombra; estaba húmeda y fría. A la izquierda vio, en el suelo, dos grandes manchas de unos ocho pies de largo. Alrededor de las manchas había salpicaduras de sangre. Daba la impresión de que los acólitos de Ustarte se habían defendido bien.

Pasó cuidadosamente entre los restos hasta la siguiente escalera y prosiguió el ascenso. Al doblar la esquina se encontró con el cuerpo de un enorme lobo de pelaje dorado, con el vientre abierto y los ojos entrecerrados. El cuerpo se estremeció al acercarse Waylander, y el ser intentó levantar la cabeza. Después, con una última sacudida, cayó muerto.

Waylander pasó por encima del cadáver de la bestia y encontró dos cuerpos más; dos acólitos de Ustarte. Waylander se esforzó por recordar sus nombres. El primero era Prial, quien yacía de espaldas con el pecho desgarrado y las costillas abiertas. El otro estaba un poco más lejos y mostraba enormes marcas de garras en la espalda; la parte baja de la columna vertebral había sido arrancada del cuerpo.

Waylander se detuvo. La puerta que daba a los aposentos de Ustarte había sido arrancada de las bisagras. Waylander cruzó la entrada y escudriñó la habitación. Los muebles estaban aplastados; la alfombra que cubría el suelo estaba desgarrada, y había sangre esparcida por el suelo y las paredes. No había la menor señal de Ustarte. Waylander se acercó a la ventana y vio que goteaba sangre del alféizar. Se asomó y miró. Había una terraza dos pisos más abajo, con un rastro de sangre en la balaustrada.

Volvió sobre sus pasos y llegó a la escalera. El cuerpo del lobo de piel dorada se había desvanecido; en su lugar yacía el cadáver del tercer acólito.

Waylander volvió al exterior del palacio, donde Emrin esperaba lleno de ansiedad.

—El palacio está limpio —dijo Waylander—. Di a los criados que pueden regresar a sus habitaciones.

—Sí, mi señor. Pero pocos siguen aquí; casi todos se han ido a Carlis. Los que se han quedado están aterrorizados.

—No los culpo. Envía hombres a recoger los cadáveres de la cocina y de la torre norte. Y asigna tareas a los criados; que se mantengan ocupados. Diles que se les pagará un mes extra de sueldo en compensación por lo que han pasado esta noche.

—Lo haré, mi señor. Lo agradecerán. ¿Habéis encontrado a la sacerdotisa?

—Ella y los suyos están muertos. —Waylander miró al sargento a los ojos—. Ahora que Omri no está con nosotros necesito a alguien que gobierne esto. El trabajo es tuyo; te doblaré el sueldo.

—Gracias, mi señor.

—No me las des. Es una dura tarea y tendrás la oportunidad de ganarte la paga. ¿Han salido ya los carromatos?

—Sí, mi señor. También he enviado jinetes al hospital de Carlis, donde estaban trabajando dos de los ayudantes de Mendyr Syn. Llegarán aquí con tiempo suficiente para ayudar a cuidar a los heridos.

Waylander se acercó al lugar donde reposaba Yu Yu Liang, sentado con la espalda apoyada en un árbol. Kiva estaba a su lado, todavía rodeando con un brazo los hombros del pequeño paje. El chico miró a Waylander y sonrió nervioso.

—¿Te asustaste mucho? —preguntó Waylander al muchacho.

—Sí, mi señor. ¿Está a salvo mi tío?

—Lo estaba cuando me despedí de él. —Waylander volvió su atención a Yu Yu—. ¿Cómo estás?

—Pensando en volver a hacerme picapedrero —respondió Yu Yu—. Me gustaría tirar esta jodida espada al mar y volver a casa.

—Puedes hacerlo —dijo Waylander—. Eres un hombre libre.

—Más tarde, quizá —dijo Yu Yu—, pero antes hemos de encontrar a los Hombres de Barro.

La mayoría de los criados se mostraba reticente a entrar de nuevo en el palacio, pero después de que los más animosos cruzaran las puertas, los siguieron prácticamente todos los demás. Quince de ellos se unieron a la treintena que había abandonado al Hombre Gris y se dirigía hacia Carlis.

Waylander cruzó la sala de banquetes y encontró a Kaisumu sentado, con las piernas cruzadas, en el centro de la terraza. El rainí tenía los brazos extendidos y la cabeza inclinada. Waylander rodeó al hombre silenciosamente para no perturbarlo durante su meditación.

El sol estaba ya alto, y el cielo resplandecía azul sobre la miríada de colores de las flores de las terrazas ajardinadas. El perfume de las rosas invadía el aire y hacía que los sucesos de la noche anterior no pareciesen más que un sueño. Waylander caminó hacia sus aposentos. La puerta estaba abierta y en el marco se veía una mancha carmesí.

En el interior, la sacerdotisa Ustarte yacía desnuda en una esquina. El pelaje que la cubría estaba manchado de sangre procedente de numerosas heridas que tenía en los costados, los brazos y las piernas. Waylander se arrodilló a su lado; estaba inconsciente. La recostó sobre la espalda y examinó las heridas. La mayoría eran profundas, y Waylander extrajo de su bolsillo el cristal azulado y examinó a través de él los tajos de la carne de la mujer. No vio señales de los gusanos carnívoros.

Waylander tomó el botiquín y sacó de él una aguja curva, con la que comenzó a coser las heridas del costado de la sacerdotisa. Los ojos de ésta se abrieron, lo observaron y se volvieron a cerrar. Waylander continuó su tarea. El pelo de su cuerpo no era suave como el de un gato; era más bien áspero y espeso, y los músculos que cubría se notaban llenos de fuerza. De hecho, Ustarte debía de ser mucho más fuerte que lo que daba a entender su delicada figura; lo confirmó el hecho de que, cuando Waylander la quiso levantar para llevarla a una cama, resultó ser tan pesada como dos hombres grandes. Waylander, incapaz de moverla con seguridad, cogió una almohada y unas mantas y las dejó a mano. Con unos trapos viejos limpió la sangre que empapaba el suelo, se lavó las manos, colocó la almohada bajo la cabeza de la sacerdotisa y la cubrió después con las mantas. Al acabar, salió del edificio, cerró la puerta y caminó hasta la cascada. Se desvistió y se introdujo bajo las frías aguas.

Después de refrescarse volvió a sus aposentos, se puso ropas limpias y regresó al lado de la sacerdotisa. Ésta seguía pálida y respiraba agitadamente. Abrió los ojos e intentó hablar; el esfuerzo hizo que su rostro se crispase de dolor.

—No habléis —dijo Waylander suavemente—. Descansad. Os traeré un poco de agua.

Waylander llenó una copa, levantó la cabeza de la mujer y le acercó el agua a los labios. Bebió un trago y se recostó de nuevo.

—Dormid —dijo él—. Nadie os hará daño ahora.

Mientras lo decía se dio cuenta de que, en realidad, no era quién para garantizar nada; pero las palabras ya habían salido antes de que pudiera detenerlas.

Waylander salió al exterior y se sentó en los escalones de la entrada. Los pescadores faenaban en la bahía y las blancas estelas de los botes brillaban a la luz del sol. Se recostó contra la puerta.

Eldicar Manushan había sido destrozado mientras luchaban contra los demonios de las ruinas. No parecía posible que al mismo tiempo hubiera invocado a los monstruos que asaltaron el palacio. Waylander analizó el ataque; había habido tres víctimas directas: Mendyr Syn, Yu Yu Liang y Ustarte. Dado que Yu Yu y su espada rainí se hallaban en el edificio del hospital, era posible que la muerte del médico fuera sólo una trágica coincidencia. La ira se reflejó de nuevo en el rostro de Waylander; la vida estaba llena de aquel tipo de tragedias sin sentido.

Tanya, su primera esposa, así como sus tres hijos, habían muerto porque un grupo de salteadores había decidido viajar hacia el sudeste en vez de al sudoeste. Por casualidad, él había escogido aquel día para salir a cazar, en vez de quedarse en casa a reparar la valla que rodeaba los pastos.

—No hay tiempo para compadecerse —dijo en voz alta, y apartó la escena de su cabeza.

No le importaba en absoluto si Káidor ascendía o caía. La guerra era un hecho gris de la vida; un hecho que él no era capaz de cambiar. Pero el enemigo había llevado la muerte a su casa, y aquello era algo que sí que le importaba. Los demonios habían quedado sueltos en el interior de su palacio. Omri había sido un hombre gentil y amable, y unas garras lo habían partido en dos. Mendyr Syn había dedicado su vida al cuidado de los demás, y lo último que llegó a ver fue cómo eran despedazados sus pacientes.

Hasta aquel momento, la guerra no había sido asunto de Waylander.

Ahora lo era.

Apoyó la cabeza en el marco de la puerta y cerró los ojos. La luz del sol le calentaba el rostro y una brisa suave le acarició la piel. Casi se había dormido cuando oyó pasos en los escalones. Abrió los ojos de golpe y desenfundó un puñal arrojadizo.

Por las escaleras se acercaba Kiva, llevando una bandeja con comida. Waylander se puso en pie y se quedó en el umbral, bloqueando el paso.

—Emrin me ha encargado que te traiga el desayuno —dijo la joven.

—¿Fuiste tú quien lanzó el cuchillo contra la bestia? —preguntó él.

—Sí. ¿Cómo lo sabes?

—Lo vi en el suelo. ¿Dónde apuntaste?

—A un ojo.

—¿Acertaste?

—Sí. Se hundió hasta la empuñadura.

—Excelente. —Waylander la miró con atención—. Quiero que hagas una cosa por mí.

—Claro.

—Y quiero que la hagas discretamente. Nadie debe enterarse. Nadie en absoluto.

—Puedes confiar en mí, Hombre Gris. Te debo la vida.

—Ve a la torre norte, a la habitación de la sacerdotisa Ustarte. Que no te vea nadie. Coge ropas y guantes; sobre todo, no olvides los guantes. Mételo todo en una bolsa y vuelve aquí.

—¿Aún está viva?

Waylander dio un paso atrás, al interior de sus aposentos, e hizo una señal a Kiva para que lo siguiera. Kiva se detuvo un instante en el umbral y alcanzó a ver a la dormida sacerdotisa. Tenía un brazo fuera de las mantas, Kiva se acercó y examinó con atención la piel cubierta de pelo y las afiladas uñas en las que terminaban los dedos de la mujer. Retrocedió bruscamente.

—¡Por los cielos! ¿Quién es?

—Una persona malherida —dijo Waylander suavemente—. Nadie ha de saber que ha sobrevivido al ataque. ¿Está claro?

—¿Es un demonio?

—No sé lo que es, Kiva, pero sé que no es maligna. ¿Confiarás en mí en este asunto?

—Confío en ti, Hombre Gris. ¿Vivirá?

—No hay forma de saberlo. Las heridas son profundas y puede que tenga hemorragias internas. Pero haré lo que pueda.

Ustarte abrió los ojos. Durante un instante su visión era borrosa; después pudo enfocarla en el techo. Tenía la boca seca y empezó a ser consciente del dolor, que creció desde un hormigueo molesto hasta convertirse en aguijonazos de fuego en los costados y la espalda. Gruñó.

Al momento apareció una figura a su lado. Alguien le levantó la cabeza y le apoyó una copa de agua en los labios. Bebió un ligero trago, permitiendo que el fresco líquido se abriese camino por su garganta. Notó cómo un remolino parecía formársele en el vientre, pero consiguió contenerlo. «No debo cambiar ahora», pensó, con una sombra de pánico. Miró el rostro del Hombre Gris y leyó instintivamente sus pensamientos; estaba preocupado por ella.

—Viviré —susurró—. Si no… me convierto en bestia.

La sacerdotisa captó una imagen en la mente del hombre; un lobo dorado moribundo en las escaleras de la biblioteca. El pesar cayó sobre ella y unas lágrimas asomaron en sus ojos.

—Murieron por mí —dijo en voz baja.

—Así es —contestó Waylander.

Las lágrimas corrieron desde los ojos de la mujer, que empezó a sollozar. Notó cómo las manos de él se apoyaban en sus hombros.

—¡Tranquilizaos, Ustarte! Haréis que salten los puntos. Ya habrá tiempo para los lamentos, más tarde.

—Confiaban en mí —replicó la mujer—. Los traicioné.

—No traicionasteis a nadie. Vos no convocasteis a los demonios.

—Podía haber abierto un portal que los llevase a un lugar seguro.

—Me estoy enfadando, Ustarte —dijo Waylander, pero el contacto de la mano que se posaba sobre ella lo desmentía—. No hay nadie que no desee cambiar algún detalle del pasado si pudiera hacerlo, para evitar un dolor o una tragedia. Todos cometemos errores; es el amargo juego de la vida. Vuestra gente os siguió porque os quería y creía en vos. Vos intentabais evitar un mal mayor. Es cierto que murieron para salvaros, y lo hicieron voluntariamente. Lo que ahora os corresponde es evitar que su sacrificio haya sido en vano, sobreviviendo tal como esperaban. ¿Me oís?

—Os oigo, Hombre Gris. Pero hemos perdido. El portal se abrirá y regresará la maldad de Kuan Hador.

—Quizá. Quizá no. Aún estamos vivos. He tenido muchos enemigos, Ustarte; enemigos poderosos. Algunos guiaban naciones; otros, ejércitos; otros, demonios. Todos han muerto y yo sigo vivo. Y mientras viva no me daré por vencido.

Ustarte cerró los ojos e intentó dominar el dolor. Sintió cómo le apartaban las mantas. El Hombre Gris observaba las heridas.

—Estáis sanando bien —dijo—. ¿Por qué es peligroso el cambio?

—Mi tamaño aumenta. Las heridas se abrirían. Si veis que ocurre, debéis… matarme. Entonces no sería Ustarte, y aquello en lo que me convertiría podría… atacaros, cegado por el dolor. ¿Lo entendéis?

—Lo entiendo. Ahora, descansad.

Aquél habría sido un buen consejo para un ser humano; pero Ustarte sabía que, si no permanecía consciente, el remolino se formaría de nuevo en su interior y tendría lugar la metamorfosis. Permaneció tendida, muy quieta. Sus pensamientos comenzaron a ir a la deriva; en algún momento casi perdió la concentración. Vio de nuevo, en la mente, los corrales de cría, y volvió a sentir el miedo terrible que había conocido cuando era una chiquilla asustada, arrebatada de su hogar y arrojada al horror interminable de los corrales. Los cuchillos afilados que abrían su carne; los líquidos tóxicos introducidos a la fuerza en su garganta y que cada vez que vomitaba volvían a acercarle a los labios. Sortilegios más afilados aún que los cuchillos, más calientes que el fuego, más fríos que el hielo.

Entonces llegó el día infausto en el que su frágil cuerpo fue mezclado con el de la bestia; la rabia y el pánico que ésta sufría la abrumaban mientras las partículas de la carne del ser se unían a la humana. El dolor fue indescriptible y todos sus músculos se hincharon y acalambraron. La niña que era se había hundido en un mar de oscuridad, pero regresó a la superficie conservando la individualidad a pesar del rugir de la bestia en su mente. Al notar su presencia, la bestia se calmó.

Aquello fue seguido de sueños extraños. Se vio corriendo a cuatro patas, con los grandes miembros impulsándola a través del campo a increíble velocidad. Se vio cayendo sobre la espalda de un venado; sintió cómo los colmillos se clavaban en el cuello del animal y lo arrastraban; recordó la sangre cálida llenando su boca. Casi se perdió en el recuerdo sangriento, pero alcanzó a mantener viva la pequeña chispa que era Ustarte.

Recordó el día en que escuchó las voces.

—Este nuevo kraloz no es adecuado, mi señor. Duerme veinte horas y cuando se despierta se muestra confundido. Los músculos de las piernas tiemblan a menudo, y a veces sufre espasmos.

—Matadlo —dijo una voz dura y fría.

—Así se hará, mi señor.

La idea de morir llenó de energía a Ustarte, y su espíritu afloró desde las oscuras profundidades del cuerpo bestial. Sintió de nuevo el tirón de la carne y el poder de los músculos de sus miembros. Abrió los ojos y se irguió, intentando hablar. Un rugido bajo y gutural le salió de la garganta. Las garras golpearon los barrotes de hierro de la jaula. Un hombre vestido con una túnica verde pasó un palo entre los barrotes, y algo afilado y brillante se hundió en su carne. Sintió fuego en los costados.

Supo, instintivamente, que se trataba de veneno. Cómo pudo sobrevivir era algo que seguía siendo un misterio para ella. Sólo podía suponer que la fusión con la bestia la había dotado de una capacidad imprevista y había mejorado su sistema de forma que su organismo pudo aceptar el veneno, alterarlo y asimilarlo.

Permaneció sentada sobre los cuartos traseros y esperó, en silencio, hasta que el veneno desapareció y se hizo inocuo. Ahora podía captar los pensamientos de los tres hombres que estaban en la sala. Uno estaba esperando para irse a casa, con su familia. Otro pensaba en la comida que se había saltado. El tercero planeaba un asesinato.

Mientras comenzaba a leer el pensamiento del hombre, notó que éste le cerraba el paso a su mente. El hombre lanzó, a través de los barrotes, un conjuro que flotó alrededor del cuerpo bestial y lo golpeó como un látigo de fuego. Se retorció ante aquel nuevo dolor.

Estaba tan desesperada por escapar que se sumergió de nuevo en el cuerpo de la bestia, dándole el control. Rugió y saltó dentro de la jaula, golpeando los barrotes con las garras, hasta que por fin consiguió doblarlos. El dolor aumentó y Ustarte intentó alzarse de nuevo, como si pretendiera atravesar la bestia y abrirse camino fuera de la carne torturada.

Aquel instante fue la clave que le salvó la vida.

La bestia retrocedió y el espíritu de Ustarte se elevó. El cuerpo cayó al suelo de la jaula, temblando y cambiando.

Cuando se despertó estaba acostada en una cama. Su cuerpo ya no era el de la bestia, pero tampoco era humano. Los hombros y el torso estaban cubiertos de un pelaje espeso y rayado, y unas uñas retráctiles asomaban en el extremo de los dedos.

—Eres un misterio para mí, niña —dijo una voz.

Ustarte volvió la cara y vio al tercero de los hombres sentado junto al lecho. Era maravillosamente atractivo; sus cabellos eran dorados, y sus ojos, de un profundo azul. La mirada era la misma que mostraría un pariente cariñoso, pensó ella. Pero no había amabilidad en aquellos ojos.

—Pero aprenderemos a resolver ese misterio —concluyó el hechicero.

Dos días después la llevaron a un palacio de las montañas que hacía las veces de prisión. Era allí donde residían las otras mutaciones, los hombres bestias y las criaturas que habían resultado de experimentos fallidos. Había una serpiente con el rostro de un niño, dentro de una jaula de malla de alambre, a la que alimentaban con ratas vivas. La criatura no era capaz de hablar, pero por las noches cantaba con voz fuerte y clara. El sonido desgarró el alma de Ustarte durante los cinco años que pasó prisionera en aquel lugar atroz.

Su cuerpo fue objeto de actos innombrables; a cambio, aprendió a matar y a alimentarse. Durante dos años se negó a matar a un ser humano, y durante esos dos años, Deresh Karany, el brujo de cabellos dorados, la castigó dolorosamente. Al final, la tortura quebró la resistencia de Ustarte, y aprendió a obedecer. La primera vida humana que arrebató fue la de una joven; la segunda, la de un hombre fuerte que sólo tenía un brazo. Después aprendió a olvidar los rostros de sus víctimas. Deresh Karany la obligaba a cambiar, y una vez en su forma de bestia podía ser dirigida contra cualquier humano indefenso. Los enormes colmillos y las terribles garras atravesaban carne, arrancaban miembros, hacían correr sangre y aplastaban huesos.

Había llegado a ser un buen kraloz, obediente y digno de confianza. Ni una sola vez, en ninguna de sus dos formas, se volvió contra sus captores. Obedecía instantáneamente sin emitir siquiera un gruñido. Y día tras día se mostraban más satisfechos de ella. Pensaban que la habían domado; lo leía en sus mentes. Nunca, desde que había descubierto sus otros poderes, le había dicho a nadie que los tuviera. Ustarte ocultaba su talento cuidadosamente, aunque sabía que Deresh Karany era capaz de sentirlo. Una vez se había acercado a ella con un puñal en la mano, pensando claramente: «Voy a clavarte esto en la garganta».

—Buenos días, mi señor —había dicho ella.

—Buenos días, Ustarte. —El hombre se sentó a su lado—. Estoy muy orgulloso de ti.

«¡Voy a matarte!».

—Gracias, mi señor. ¿Para qué me habíais llamado?

Deresh había sonreído y enfundado el puñal.

—Las criaturas de este lugar son únicas, pero la capacidad de cambiar de forma es extraña incluso entre ellas. ¿Qué es lo que sientes cuando pasas de una forma a otra?

—Es doloroso, mi señor.

—¿Cuál de las dos formas es más placentera?

—Ninguna lo es, mi señor. En ésta, la más parecida a la humana, encuentro cierta satisfacción en el estudio, y disfruto contemplando el cielo. En forma de kraloz me llenan el poder y la fuerza, y el sabor de la carne.

—Sí —asintió el hombre—; la bestia no entiende de abstracciones. ¿Cómo puedes controlarla?

—No puedo controlarla por completo, mi señor. La bestia es salvaje y feroz. Me obedece porque sabe que puedo hacerla desaparecer, pero busca constantemente la forma de imponerse.

—¿El espíritu del tigre sigue vivo?

—Eso creo.

—Interesante.

El hombre guardó silencio y pareció perderse en sus pensamientos. Después la miró a los ojos.

—Cuando estabas en la ciudad sentí como si tocases mi mente. ¿Lo recuerdas?

Ustarte había estado esperando aquel momento y sabía que era peligroso mentir totalmente.

—Sí, mi señor. Fue algo muy extraño. Parecía como si estuviese flotando en sueños. De repente oí voces, aunque sabía que no se trataba de sonidos reales.

—¿Y eso te sucede a menudo?

—No, mi señor.

—Si ocurre de nuevo, házmelo saber.

—Lo haré, mi señor.

—Lo estás haciendo muy bien, Ustarte. Estamos orgullosos de ti.

—Gracias, mi señor. Nada me complace más.

Un día, mientras daba un paseo en su forma semihumana, vio que la pequeña entrada trasera estaba abierta. Permaneció junto al umbral, observando el sendero que se dirigía al bosque. Dejó volar su mente, percibió a los guardianes de las cercanías y leyó sus pensamientos. Habían dejado la puerta abierta a propósito, para ponerla a prueba. Se concentró y forzó su capacidad; había cinco guardias más, ocultos tras las rocas, unos cuantos pasos más allá de la puerta. Estaban armados con lanzas y con una red reforzada.

Ustarte se volvió y caminó hacia el patio de ejercicios.

Según pasaban los meses, confiaban en ella más y más. Se acostumbró a ayudar en el enfrenamiento de otros como ella. Cuando llegó Prial, entró en la prisión encadenado y en forma de lobo, sacudiéndose y lanzando dentelladas a los guardias. Ustarte lo sondeó y sintió la rabia y el terror.

Tranquilízate —susurró en la mente de la bestia—. Sé paciente; nuestra hora está a punto de llegar.

Waylander se quedó sentado junto a la dormida sacerdotisa durante un rato. Ustarte respiraba con tranquilidad, pero una capa de sudor le cubría el rostro, y tenía fiebre. Waylander fue hasta la cocina, llenó una palangana con agua fría y volvió junto a la mujer. Cogió un paño, lo humedeció y lo puso en la frente de la sacerdotisa, que se estremeció y abrió los ojos.

—Sienta bien —susurró, y se durmió de nuevo.

Waylander se levantó del suelo y se estiró. De repente se quedó inmóvil, escuchando atentamente. Caminó en silencio hasta la ventana y cerró los postigos, tras lo cual salió al exterior y cerró la puerta a sus espaldas.

Eldicar Manushan y Beric, el pequeño paje, cruzaban el jardín de la terraza y caminaban hacia él. El mago vestía una túnica de seda azul pálida y llevaba las piernas desnudas y los pies descalzos. El paje vestía un taparrabos y llevaba dos toallas por los hombros.

—Buenos días, Dakeyras —dijo el mago con una amplia sonrisa.

—Buenos días a vos también. ¿Adonde os dirigís?

—Vamos a la playa. A Beric le encanta.

El paje miró a su tío y sonrió.

—El agua está muy fría —dijo.

—Habéis tomado la senda equivocada —dijo Waylander—. Volved hasta el rosal amarillo y girad a la derecha. La escalera que veréis os llevará directamente a la playa.

Eldicar Manushan contempló las paredes talladas en la roca de los aposentos de Waylander.

—Me he enterado de que vivís aquí —dijo—. Sois un hombre curioso. Construís un hermoso palacio y habitáis una caverna en la pared del acantilado. ¿A qué es debido?

—A veces me pregunto lo mismo —dijo Waylander.

—¿Podemos ir a la playa, tío? —interrumpió el chico—. Empieza a hacer calor.

—Baja tú primero, Beric. Ahora iré contigo.

—No tardes —dijo el pequeño, y se fue corriendo por el sendero.

Eldicar Manushan se sentó en una roca a la sombra de un árbol.

—Los jóvenes tienen tanta energía… —dijo.

—E inocencia —añadió Waylander.

—Cierto; y es triste cuando se acaba. No me he equivocado de camino, Dakeyras. Quería hablar con vos.

—Aquí me tenéis; hablad.

—Lamento la muerte de los vuestros, y quiero que sepáis que no fue por mi causa.

—Sólo una lamentable coincidencia —dijo Waylander.

Eldicar suspiró.

—No os mentiré. Mi gente selló una alianza con… otro grupo poderoso. Son cosas que se hacen en la guerra. Lo que quiero decir es que yo no introduje las bestias en vuestro palacio.

—¿Qué buscáis aquí? —preguntó Waylander—. Estas tierras no son especialmente ricas.

—Quizá no, pero son nuestras. Mi gente reinó aquí una vez. Fuimos expulsados provisionalmente por la fuerza de las armas; nos retiramos. Pero ahora hemos vuelto. No hay nada especialmente maligno en ello; es algo humano, simplemente. Queremos lo que es nuestro por derecho y estamos dispuestos a luchar por ello. La cuestión es si esta lucha os incumbe. No sois nativo de Káidor. Tenéis un gran palacio, criados y la libertad que otorga la riqueza; eso es algo que no cambiará. Sois un hombre poderoso y peligroso, pero que estéis con nosotros o contra nosotros es algo que no supondrá mucha diferencia en cuanto al resultado.

—Entonces, ¿por qué os preocupa tanto obtener mi amistad?

—En parte porque os aprecio —el mago sonrió—, y en parte porque matasteis al bezha; no hay muchos hombres que puedan hacer algo así. La nuestra no es una causa injusta, Dakeyras. Ésta fue nuestra tierra, y es muy humano luchar por lo que uno cree que es justo. ¿Estáis de acuerdo?

Waylander se encogió de hombros.

—También se dice que esta tierra estuvo cubierta por el mar en otro tiempo. ¿Es propiedad del mar? Los hombres poseen aquello que son lo bastante fuertes para retener. Si podéis tomar estas tierras, tomadlas. Pero pensaré en lo que habéis dicho.

—No tardéis mucho tiempo en pensarlo —aconsejó Eldicar Manushan.

El mago se volvió dispuesto a seguir al paje, pero se detuvo y encaró a Waylander.

—¿Habéis encontrado el cadáver de la sacerdotisa?

—Encontré el cadáver de una criatura inhumana —respondió Waylander.

Eldicar Manushan asintió en silencio; luego añadió:

—Era una Mezclada. Un experimento fallido, lleno de odio y amargura. Mi señor, Deresh Karany, dedicó mucho tiempo y esfuerzo a su entrenamiento, pero ella lo traicionó.

—¿Envió él a los demonios?

Eldicar hizo un gesto de ignorancia.

—Soy sólo un sirviente y no conozco los planes de mi señor.

El mago se alejó en dirección a la playa. Waylander siguió sentado en el exterior durante un rato. Él mismo era un cazador, entrenado para acechar y matar a su presa. Aquella situación era algo más sutil e infinitamente más peligrosa. Y ahora parecía haber otro participante involucrado, alguien que no se había mostrado aún.

¿Quién era Deresh Karany?

Durante los días siguientes, la vida en el palacio retomó una apariencia de normalidad. Los criados seguían nerviosos y muchos habían comprado a los vendedores de Carlis amuletos protectores que colgaban en las puertas de las habitaciones o llevaban al cuello. El templo se llenaba a diario de nuevos conversos, ansiosos por recibir la bendición de Chardyn y los otros sacerdotes.

El mismo Chardyn dedicaba varias horas al día a leer pergaminos e intentar aprender, lo mejor que podía, antiguos hechizos de los que se decía que eran útiles contra la posesión y otras manifestaciones demoníacas. También había sacado un cofre adornado que escondía bajo el altar, y de él había tomado dos objetos: un anillo de oro con una piedra carneliana engarzada y un talismán que colgaba de una gargantilla. Se decía que ambos objetos habían sido bendecidos por el gran Dardalion, el primer abad de los Treinta. «Eres un hipócrita», se dijo mientras se ceñía la gargantilla al cuello.

En el hospital del palacio agonizaban muchos soldados, a pesar del cristal azul que Waylander había entregado a los dos médicos; ninguno de ellos era tan diestro como Mendyr Syn. Pero otros sobrevivieron, y el duque los visitaba a diario e intentaba animarlos. Había garantizado a los tullidos que recibirían una buena pensión y tierras cerca de la capital.

Durante aquel tiempo, Waylander se dejó ver raras veces, y la mayoría de los visitantes del palacio eran recibidos por Emrin, que los informaba de que el Caballero no se hallaba en la residencia.

En el Palacio de Invierno, al otro lado de la bahía, el duque comenzó los preparativos de una fiesta para celebrar la victoria. Los señores de Káidor, Panagyn, de la casa Rishell; Ruall, de la casa Loras; y Shastar, de la casa Bakard, habían llegado a Carlis, y se les dieron suntuosos alojamientos en tres de las torres. Aric de Kilraiz ocupaba la cuarta. Se enviaron invitaciones para la fiesta a todos los jefes de las familias nobles menores, así como a algunos de los hacendados más poderosos, incluido el Hombre Gris.

Los asistentes permanecían expectantes, ya que aquéllos que habían contemplado los asombrosos talentos de Eldicar Manushan habían corrido la voz. Y el mago había prometido a todos los invitados una noche que no olvidarían.

A poca distancia al oeste de los alojamientos del Hombre Gris había una pequeña cornisa, oculta a la vista desde el palacio por un saliente rocoso. En ella se disponían varios bancos de madera en torno a un gran tocón pulido. El Hombre Gris estaba recostado en uno de los bancos. A su derecha estaba sentada Ustarte, vestida con una túnica de seda verde. El rostro de la sacerdotisa aún estaba pálido, y sus ojos reflejaban preocupación y dolor. En otro banco, frente al Hombre Gris, estaban sentados Yu Yu Liang y Kaisumu.

El hombro de Yu Yu se estaba curando rápidamente, pero en aquel momento, el chiatze habría preferido seguir en la cama del hospital. Ustarte lo había interrogado sobre sus experiencias con los espíritus de los riai nor originales, pero a Yu Yu le costaba recordar. Gran parte de lo que le habían dicho estaba más allá de su entendimiento, en cualquier caso, y no lo había comprendido ni tan siquiera mientras se lo explicaba el espíritu de Quin Chong. La tensión se palpaba en el aire. El Hombre Gris parecía relajado, recostado en el banco y apoyado en un codo, pero su expresión era adusta mientras contemplaba el rostro de Yu Yu. Era desconcertante. La sacerdotisa se mostraba decepcionada, y la única persona que parecía tranquila era Kaisumu. Yu Yu se preguntó si aquella calma no sería solamente una fachada.

—Lo siento —dijo en chiatze—. Recuerdo que se me acercó el hombre alto. Recuerdo que me llamó pria shaz, lo que Kaisumu dice que significa «portador de la luz». Después me tomó de la mano y volamos alto, sobre las nubes y bajo las estrellas. Y me hablaba todo el tiempo. Creía que me acordaba de todo, pero el recuerdo comenzó a desvanecerse cuando me desperté. A veces recuerdo alguna cosa, como cuando supe que la magia de las espadas podía transmitirse. Pero la mayor parte se ha perdido.

El Hombre Gris puso los pies en el suelo y se sentó.

—Cuando hablamos fuera del palacio —dijo—, me dijiste que teníamos que encontrar a los Hombres de Barro. ¿Recuerdas?

—Sí. Los Hombres de Barro. Me acuerdo de eso.

—¿Quiénes son?

—Esperan en la Sala de la Cúpula. Eso fue lo que me dijo. Esperan al portador de la luz.

—¿Dónde está la Sala de la Cúpula?

—No lo sé. Me cuesta recordar.

Yu Yu se agitó, nervioso. Kaisumu le puso una mano en el brazo.

—Cálmate, Yu Yu. Todo irá bien.

—No sé cómo —balbuceó Yu Yu—. Soy un idiota.

—Eres el elegido; el pria shaz. Por eso estás aquí —dijo Kaisumu—. Así que siéntate tranquilamente y permítenos que intentemos descubrir la verdad. ¿De acuerdo?

Yu Yu se echó hacia atrás y cerró los ojos.

—De acuerdo. Pero se me está vaciando la cabeza. Puedo notar cómo desaparece todo.

—Volverá. Quin Chong te dijo que tenías que encontrar a los Hombres de Barro, que se hallan en un lugar llamado Sala de la Cúpula. Dijo que esos Hombres de Barro esperaban al portador de la luz. ¿Viste a los Hombres de Barro mientras viajabas con Quin Chong?

—¡Sí! Sí; los vi. Fue después de una gran batalla. Había miles de guerreros como tú, Kaisumu. Algunos vestidos de gris; otros, de blanco; otros, de rojo. Estaban de rodillas y rezaban en el campo de batalla, y luego echaron algo a suertes. Algunos guerreros se apartaron de los demás y fueron hacia las colinas. Quin Chong iba con ellos. Quin Chong estaba con ellos y estaba conmigo al mismo tiempo. Y dijo: «Éstos son los Hombres de Barro».

—Eso está bien —dijo Kaisumu—. ¿Qué más te dijo Quin Chong?

—Dijo que tenía que encontrarlos. En la Sala de la Cúpula. Entonces volamos otra vez sobre colinas y valles, y atravesamos una bahía. Nos sentamos en un tronco y me habló de su vida. Me preguntó por la mía. Le dije que picaba piedra y cavaba zanjas y cimientos, y dijo que era un oficio honorable. Que, por cierto, lo es, pues sin cimientos no se puede…

—Cierto, cierto —dijo Kaisumu, ligeramente irritado—. Pero volvamos a los Hombres de Barro. ¿Volvió a hablar de ellos?

—No; creo que no.

El Hombre Gris se inclinó hacia delante.

—Cuando echaron suertes, ¿cuántos de ellos fueron hacia las colinas con Quin Chong?

—Un par de centenares, creo —respondió Yu Yu.

—Y el hombre negro —dijo Ustarte.

Yu Yu parpadeó sorprendido y miró a la sacerdotisa.

—¿Cómo lo sabéis? Casi lo había olvidado yo mismo.

—Mis heridas pueden haber disminuido mis talentos, pero no los han eliminado por completo —contestó—. Háblanos de él.

—Creo que era un brujo. Tenía la piel muy oscura, y era alto y robusto. Vestía una túnica azul y empuñaba un bastón largo, curvado en el extremo. Al menos me dio la impresión de que era un brujo. Estaba emparentado con alguien famoso; era el nieto o el bisnieto de alguien. Algo así.

—¿Emsharas? —apuntó Ustarte.

—¡Eso es! —dijo Yu Yu—. El nieto de Emsharas, que también era brujo.

—Era mucho más que un brujo —dijo Ustarte—. Era un señor de los demonios. Según dice la leyenda, se rebeló contra su hermano Anharat y ayudó a los hombres de Kuan Hador en la primera guerra contra los demonios, que fueron derrotados y expulsados de esta dimensión gracias a la ayuda de Emsharas. Eso fue en los tiempos en que Kuan Hador era un símbolo de pureza y valor. Cuando Kuan Hador se dejó invadir por el mal y dio comienzo la segunda guerra, los descendientes de Emsharas se alzaron en armas contra el imperio. Hubo muchas batallas, y se desconoce cuál fue el destino de la estirpe de Emsharas.

—No parece que estemos más cerca de la solución del misterio —dijo Kaisumu.

—Yo creo que sí —señaló el Hombre Gris. Se volvió hacia Yu Yu—. La última batalla que viste, ¿tuvo lugar en Kuan Hador?

—Sí.

—¿En qué dirección marchaban los Hombres de Barro?

—Sur… Sudoeste, quizá.

—Actualmente, casi toda esa zona está cubierta de bosques —dijo el Hombre Gris—. Abarcan una vasta extensión en dirección a Kumtar. ¿Recuerdas algún punto de referencia destacado?

Yu Yu negó con la cabeza.

—Sólo un montón de colinas.

—Hemos de explorar el lugar —dijo el Hombre Gris.

Ustarte emitió un leve gemido, echó la cabeza hacia atrás y la apoyó contra el respaldo del banco. El Hombre Gris se situó a su lado.

—Ayúdame —dijo a Kaisumu.

Juntos, con gran esfuerzo, levantaron a la sacerdotisa, la llevaron hasta los alojamientos del Hombre Gris y la tendieron en el lecho. Ustarte abrió los ojos.

—Necesito… un pequeño… descanso —musitó.

Los dos hombres la dejaron a solas y volvieron hasta donde esperaba Yu Yu.

—¿Cómo tienes la herida? —le preguntó Waylander.

—Mejor.

—¿Puedes cabalgar?

—Por supuesto. Soy un gran jinete.

—Kaisumu y tú deberíais ir hasta las ruinas y, desde allí, dirigiros hacia el sur.

—¿Qué buscamos? —preguntó Yu Yu.

—Cualquier cosa que te resulte familiar. Los Hombres de Barro marcharon en aquella dirección después de la batalla. ¿Fueron muy lejos? ¿Caminaron más de un día, por ejemplo? ¿Acamparon en algún momento?

—No; creo que no. Creo que las colinas estaban cerca de la ciudad en llamas.

—Entonces deberíais encontrar esas colinas. Me reuniré con vosotros dentro de uno o dos días.

Kaisumu se acercó al Hombre Gris.

—¿Qué ocurrirá si vuelven los demonios? No habrá ninguna espada que os proteja.

—Hay que enfrentarse a los problemas uno por uno, amigo mío —respondió el Hombre Gris—. Emrin os proporcionará monturas y provisiones para una semana. No le digáis a nadie adonde vais.

Aric de Kilraiz pasó entre los guardias de la entrada y guió a Eldicar Manushan hasta los alojamientos del fondo, donde otro guardia tomó cortésmente la daga de empuñadura enjoyada de Aric. Panagyn de Rishell reposaba en un sillón, con los pies en la mesa. Era un individuo grande y feo con el pelo canoso, una gran nariz y un parche plateado en el ojo izquierdo; de manera curiosa, mejoraba un poco su aspecto.

—Saludos, primo —dijo amigablemente Aric—. ¿Ya estás cómodamente instalado?

—Tan cómodamente como puede estarlo un hombre sentado en la fortaleza de su enemigo.

—Siempre tan suspicaz, primo; no vas a morir aquí. Permíteme que te presente a mi amigo Eldicar Manushan.

El mago hizo una reverencia.

—Encantado de conoceros, mi señor.

—El placer es vuestro —gruñó Panagyn. Bajó los pies de la mesa—. Si intentas conseguir una alianza con la casa Rishell, Aric, ya puedes irte olvidando. Fuiste tú quien animó a traicionarme a ese renegado de Shastar. Si no hubiera cambiado de bando, yo habría podido matar a Ruall, al igual que despaché a sus hermanos.

—Eso es cierto —dijo Aric—. Y no te equivocas; yo convencí a Shastar para que te traicionase.

—¡Lo reconoces, perro!

—Así es. —Aric se sentó frente al asombrado noble—, pero eso pertenece al pasado. Ahora tenemos ganancias mucho mayores al alcance de la mano. Hemos luchado entre nosotros por el control de territorios en Káidor. Grandes extensiones de un país pequeño. Pero imagina durante un momento que conquistásemos las tierras de Chiatze y Gothir. Y más allá. Drenan, Vagria, Lentria… Imagina que llegásemos a ser los reyes de grandes imperios.

Panagyn rió entre dientes, burlón.

—Oh, sí, primo. Y podríamos sobrevolar nuestros imperios a lomos de cerdos con alas. Creo que al llegar he visto uno de ésos planeando delante de la ventana.

—No puedo culparte por ser incrédulo, Panagyn —replicó Aric—. E incluso pienso darte otra oportunidad para burlarte. No sólo gobernaremos esos imperios, sino que será para siempre. Seremos inmortales como los dioses.

Aric guardó silencio durante un momento; después sonrió.

—¿No haces más chistes?

—No, pero me encantaría probar lo que sea que evidentemente acabas de beber.

Aric se echó a reír.

—¿Qué tal tienes el ojo?

—Duele, Aric. ¿Cómo crees que lo tengo? Una flecha me lo atravesó, y tuve que sacar a la vez el asta y el ojo.

—Entonces, quizá sería de ayuda una pequeña demostración.

Aric se volvió a Eldicar Manushan y le hizo una seña. El mago levantó un brazo, y del extremo de los dedos surgió una llama azul, que quedó flotando en el aire y remolineó hasta convertirse en una pequeña bola brillante.

—¿Qué es esto? —preguntó Panagyn.

De repente, la bola cruzó la habitación a toda velocidad y atravesó el parche plateado. Panagyn cayó hacia atrás con un gemido, maldijo y tanteó en busca de su puñal.

—No es necesario —dijo Eldicar Manushan—. Tranquilizaos y esperad a que pase el dolor. El resultado os sorprenderá, mi señor. La molestia debería estar mitigándose ahora mismo. ¿Qué sentís?

—Un picor en la cuenca —musitó Panagyn—. Parece como si algo se hubiera metido dentro.

—Y así ha sido —dijo Eldicar—. Retirad el parche.

Panagyn lo hizo así y mostró los párpados cosidos entre sí con finos puntos. Eldicar Manushan los tocó con el índice; la sutura cayó, junto con la piel seca, y el músculo se llenó con nueva vida.

—Abrid el ojo —ordenó el mago. Panagyn obedeció y soltó una exclamación.

—¡Por los cielos! Veo de nuevo. Es un milagro.

—No. Sólo es magia —replicó Eldicar, y miró con atención—. Y aún no ha acabado de coger color. El iris de vuestro ojo derecho es algo más oscuro.

—Dioses, qué me importa el color. El dolor ha pasado y tengo dos ojos.

Panagyn se levantó, caminó hacia el balcón y contempló la bahía. Después se encaró con los dos hombres.

—¿Cómo habéis hecho esto?

—Tardaría un siglo en explicarlo, mi señor —respondió el mago—. Pero el principio es sencillo: vuestro cuerpo se ha regenerado. Arreglar ojos es bastante fácil; para los huesos hace falta más práctica. Si, por ejemplo, hubierais perdido un brazo, harían falta varias semanas y una docena de hechizos para que volviese a crecer. Pero ahora, si gustáis, observad detenidamente a vuestro primo.

—Es bueno ser capaz de observar algo detenidamente —dijo Panagyn—. ¿Qué he de mirar?

—¿Os parece que tiene buen aspecto?

—¿Queréis decir, aparte de haberse teñido el pelo y la barba?

—No es tinte, mi señor —dijo Eldicar Manushan—. Hice que rejuveneciera diez años, más o menos. Tiene el cuerpo de un hombre de treinta y pocos, y podrá seguir así durante un siglo. Quizá más.

—Por los dioses, es cierto que parece más joven —susurró asombrado Panagyn—. ¿Podéis hacer lo mismo conmigo?

—Por supuesto.

—¿Y qué queréis a cambio? ¿El alma de mi primogénito? —Panagyn rió, pero en sus ojos no había humor.

—No soy un demonio, Panagyn. Soy un hombre como vos. Lo único que pido es vuestra amistad… y vuestra lealtad.

—¿Y eso me convertirá en rey?

—A su debido tiempo. Tengo un ejército esperando para invadir estas tierras, y no deseo que tenga que luchar tan pronto como llegue. Es mucho mejor entrar en un territorio amistoso que sirva de base para expandirse. Vos tenéis unos tres mil guerreros. Aric puede reunir unos cuatro mil. No deseo combatir tan pronto.

—¿De dónde vendrá ese ejército? ¿De las tierras de Chiatze?

—No. Se abrirá un portal a unas treinta millas de aquí y un millar de mis hombres lo atravesará. Se tardará cierto tiempo en reunir todo el ejército. Quizá un año; quizá más. Pero en cuanto hayamos establecido una base podremos conquistar las tierras de Chiatze y más allá. El reino antiguo será restablecido, y vuestra recompensa será mayor de lo que podéis soñar.

—¿Qué hay de los otros? Me refiero al duque, a Shastar y a Ruall —quiso saber Panagyn—. ¿Se unirán a nuestra aventura?

—Por desgracia, no —respondió Eldicar Manushan—. El duque es un hombre carente de ambición y deseos de conquista. Shastar y Ruall le son leales y seguirán sus órdenes. No. Al principio, el país de Káidor tendrá que repartirse entre vuestro primo y vos.

—¿Los demás morirán, entonces?

—Me temo que sí. ¿Eso os causa algún inconveniente, mi señor?

—Todo el mundo muere —dijo Panagyn, sonriendo.

—No todo el mundo —señaló Aric.

Muchos de los criados no pudieron conciliar el sueño durante las noches que siguieron al ataque al palacio. Solos en sus habitaciones, encendían lámparas al anochecer y rezaban. Si lograban dormirse, su sueño era ligero y el mero roce del viento contra las cortinas era suficiente para hacer que se despertaran cubiertos de sudor. No le ocurría así a Kiva, que dormía más profundamente que nunca, sin sueños intranquilos, y se despertaba descansada y llena de energía.

Y sabía por qué. Cuando llegaron los demonios no se había acurrucado en una esquina, sino que había tomado un arma y la había usado. Se había asustado, sí, pero el miedo no la había paralizado. Recordó a su tío y rememoró el rostro del hombre cuando se sentaban a la orilla del río.

—La gente dice que el orgullo es un pecado. No hagas caso; el orgullo es vital. No el orgullo excesivo, naturalmente. Ése es sólo estupidez arrogante. Lo que importa es estar orgulloso de uno mismo; de no haber hecho nada mezquino, malicioso, desagradable o cruel. De no haber cedido al mal, no importa lo que cueste. Sé orgullosa, muchacha, y mantén la frente alta.

—¿Así es como has vivido siempre, tío?

—No; no siempre. Por eso sé lo importante que es.

Kiva sonrió al recordar la escena, sentada junto al lecho de la sacerdotisa. Ustarte dormía pacíficamente. Kiva oyó entrar al Hombre Gris y levantó la vista. El hombre se había vestido completamente de negro. Hizo una señal a la joven y ésta lo siguió hasta la armería.

—Ustarte está en peligro —dijo el Hombre Gris.

—Parece que se está recuperando.

—No me refiero a sus heridas. Tiene enemigos y temo que vendrán pronto a por ella.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó Kiva.

—¿Qué quieres hacer?

—No te entiendo.

—Puedes elegir entre dos caminos, Kiva. Uno lleva a los escalones que van al palacio y a tu habitación; el otro, a lugares donde quizá no quieras adentrarte.

El Hombre Gris señaló un banco cercano. Encima había unas calzas de cuero y un jubón de caza con las hombreras reforzadas. Junto a las ropas había un cinturón con un puñal de mango de hueso.

—¿Eso es para mí?

—Sólo si lo quieres.

—¿Qué quieres decir, Hombre Gris? Habla claro.

—Necesito que alguien acompañe a Ustarte a un lugar más seguro. Ha de ser alguien valeroso e inteligente; alguien que no se deje llevar por el pánico si se topa con enemigos. No te pido que lo hagas, Kiva; no tengo ningún derecho a pedírtelo. Si decides volver a tu habitación, no pensaré mal de ti.

—¿Cuál es ese lugar más seguro?

—Está a un día a caballo de aquí. —El Hombre Gris se acercó a la joven—. Piénsalo un rato. Estaré con Ustarte.

Kiva se quedó a solas en la armería. Se acercó al banco y pasó la mano por el jubón. El cuero era suave. Desenvainó el puñal y lo sopesó; era de doble filo y estaba perfectamente equilibrado. La asaltaron pensamientos contradictorios. Por un lado, debía la vida al Hombre Gris, y era una deuda que no podía dejar a un lado. Por otro, le gustaba vivir en el palacio. Por muy orgullosa que estuviera de haber hecho frente al demonio, no deseaba enfrentarse a otros peligros. Había tenido suerte de salir con vida del ataque al poblado; Camran podía haberla matado sin más. Y su suerte había mejorado tras la aparición del Hombre Gris. Pero ¿no habría un límite para la cantidad de suerte que podía tener alguien? Kiva tuvo la sensación de que podía sobrepasar ese límite si aceptaba escoltar a la sacerdotisa.

—¿Qué hago, tío? —susurró.

Su pariente muerto no respondió, pero Kiva recordó una frase que repetía a menudo.

«En caso de duda, haz lo correcto, muchacha».