Chardyn era un sacerdote de la Fuente que había alcanzado gran renombre por sus encendidos sermones. Su personalidad magnética y su voz atronadora podían llenar cualquier recinto y atraer hacia la Fuente a una hueste de conversos. Era un orador incomparable que, en cualquier mundo en el que existiera la justicia, ya habría sido nombrado abad muchos años antes. Pero, a pesar de las impresionantes capacidades que poseía, un pequeño inconveniente había frenado su carrera. Un detalle irrelevante que empleaban contra él los hombres de miras estrechas.
No creía en la Fuente.
Había creído al principio, dos decenios antes, cuando eligió la carrera sacerdotal lleno de juventud y ardor. Oh, sí; en aquella época creía. Mantuvo firme su fe durante la guerra y la enfermedad; durante la pobreza y el hambre. Cuando su madre cayó enferma viajó a su casa, sabiendo que sus rezos harían que la Fuente la sanase. Llegó a los dominios familiares y corrió junto al lecho, e invocó la bendición la Fuente para que tocara a su madre con Su mano sanadora. Entonces ordenó que se organizase un festejo aquella misma noche, para que todos dieran las gracias por el milagro que estaba a punto de suceder.
La madre de Chardyn murió justo antes de la puesta del sol, tosiendo sangre y entre grandes dolores. Chardyn se sentó junto a ella y contempló el rostro del cadáver. Después, bajó las escaleras hasta la sala donde los criados disponían los cubiertos en las mesas en las que tendría lugar el banquete. En un arrebato de furia, Chardyn volcó las mesas y desparramó platos y bandejas. Los criados huyeron.
Chardyn corrió hacia la noche y gritó de rabia bajo las estrellas.
Se quedó para esperar al entierro, e incluso ofició la ceremonia del Viaje de las Almas ante la tumba donde el cadáver de la mujer descansaría junto al de su marido y los otros dos hijos que habían muerto de pequeños. Tras ello, viajó hasta el monasterio de Nicolan, regido por su antiguo profesor, el abad Parali. El anciano le dio la bienvenida con un abrazo y un beso en la mejilla.
—Lamento tu pérdida, hijo mío —le dijo el abad.
—Llamé a la Fuente, pero no me respondió.
—A veces no lo hace. O, de hacerlo, responde de maneras que pueden no ser las que deseamos. Pero, al fin y al cabo, somos Sus servidores; no es Ella quien nos sirve.
—He perdido la fe —dijo Chardyn.
—Has visto la muerte antes —le recordó Parali—. Has visto cómo morían recién nacidos. Has enterrado a hijos junto a sus padres. ¿Cómo es que tu fe permaneció firme antes, tras esos terribles sucesos?
—Esta vez era mi madre. La Fuente debió salvarla.
—Todos nacemos, vivimos durante un breve tiempo y morimos —dijo Parali—. Así es la vida. Yo conocí bien a tu madre. Era una buena mujer, y estoy seguro de que ahora habita en el Paraíso. Debes estar agradecido por su vida y por su amor.
—¿Agradecido? —estalló Chardyn—. Organicé una fiesta para dar las gracias a la Fuente por la recuperación de mi madre. Quedé como un idiota. Pero no seré un idiota durante más tiempo. Si la Fuente existe, la maldigo, y no quiero tener nada más que ver con Ella.
—¿Abandonarás el sacerdocio?
—Sí.
—Entonces rezaré para que encuentres paz y felicidad.
Chardyn pasó un año trabajando en una granja. Era un trabajo extraordinariamente duro y muy mal pagado, y comenzó a echar de menos los pequeños lujos que había dado por sentados cuando era sacerdote; la cómoda vida en el templo, la comida abundante, los momentos de meditación silenciosa…
Una noche, tras haber pasado un largo día segando y atando gavillas para almacenar para el invierno, Chardyn se había sentado junto al resto de los labradores y había escuchado la charla alrededor de la hoguera. Eran gentes sencillas, y antes de comer la carne asada habían agradecido a la Fuente la buena cosecha recogida. El año anterior, tras una mala temporada, habían dado las gracias por seguir con vida. En aquel momento, Chardyn se dio cuenta de que la religión era lo que los jugadores profesionales llamaban «una jugada segura». En tiempos de prosperidad se dan gracias a la Fuente; en tiempos adversos se dan gracias a la Fuente. Cuando alguien sobrevivía a una plaga, era a causa de la intervención divina. Si alguien moría en la misma plaga, ascendía a los cielos. ¡Loada sea la Fuente! La fe, a pesar de ser una estupidez de desmesuradas proporciones, parecía dejar a la gente feliz y satisfecha. ¿Por qué, entonces, debería seguir trabajando en una granja, cuando podía aumentar el nivel de felicidad y satisfacción en el mundo predicando la fe? Desde luego, el nivel de su propia felicidad y satisfacción aumentaría cuando volviese a habitar una residencia lujosa, atendido por hábiles criados.
De modo que regaló sus ropas de faena, atravesó Káidor y consiguió un puesto en un pequeño templo del centro de Carlis. Sus sermones triplicaron la congregación en cuestión de semanas. Dos años después, las arcas rebosaban de donativos y se habían trazado los planos de un nuevo templo, dos veces mayor que el antiguo. Tres años más tarde, ni siquiera el nuevo templo alcanzaba a dar cabida a las masas que acudían a escuchar a Chardyn.
Las alabanzas de su congregación contrastaban en gran medida con la escasa consideración en que las autoridades eclesiásticas tenían a Chardyn. Parali se lo había hecho notar, pero era algo que no le dolía excesivamente. Ahora, Chardyn vivía en un gran caserón repleto de criados. Incluso se las había apañado para dedicar una suma considerable a satisfacer su afición por las comidas delicadas, los vinos caros y las mujeres de piel tersa.
A decir verdad, era tan feliz como un hombre podía llegar a serlo. O, más bien, lo había sido hasta aquella mañana, cuando se habían presentado los jinetes del duque y habían solicitado su presencia en una expedición cuyo objetivo era exorcizar los demonios que habitaban las viejas ruinas del valle. Chardyn no tenía experiencia con los demonios; tampoco deseaba adquirirla. Sin embargo, no habría sido muy inteligente rechazar la convocatoria del duque, de modo que había reunido algunos pergaminos que versaban sobre el asunto de los exorcismos y se había unido a los jinetes.
El sol calentaba increíblemente mientras la compañía cabalgaba desde las colinas, en dirección al valle. Más adelante, Chardyn podía ver al duque y a sus ayudantes, junto a Aric y el mago Eldicar Manushan. Los seguían cincuenta arqueros, una veintena de lanceros con pesadas armaduras y cincuenta caballeros armados con largos sables.
Chardyn sacó un rollo de pergamino de la silla de montar en cuanto alcanzaron el terreno llano y comenzó a leerlo con atención, intentando memorizar los hechizos que contenía. Era demasiado complicado y lo dejó aparte. El segundo de los rollos disertaba sobre el uso del agua bendita y, dado que carecía de ella, también lo devolvió a la silla de montar. El tercer texto trataba de la imposición de manos sobre el cuerpo de un poseso que sufriera ataques. Chardyn resistió la tentación de maldecir, rasgar el pergamino y tirarlo al suelo.
Continuó cabalgando mientras escuchaba la charla de los hombres que lo rodeaban. Se los veía nerviosos y asustados, emociones que él mismo comenzaba a compartir al oír los comentarios sobre los carreteros masacrados y el ataque que habían sufrido el Hombre Gris y sus compañeros chiatze.
Un lancero se puso a su lado.
—Me alegro de que estéis junto a nosotros, mi señor —dijo—. Os he oído hablar. Sois un hombre bendecido por la Fuente y un verdadero santo.
—Gracias, hijo mío —dijo Chardyn.
El lancero se quitó el casco e inclinó la cabeza. Chardyn se acercó y colocó la mano sobre los cabellos del hombre.
—Que la Fuente te bendiga y te guarde de todo mal.
Otros soldados comenzaron a agruparse alrededor del sacerdote, pero éste los alejó con un gesto.
—Tranquilos, hijos míos. Esperemos a haber alcanzado nuestro destino.
El sacerdote sonrió con bonhomía, irradiando una confianza que estaba lejos de sentir.
Chardyn no había visitado nunca las ruinas de Kuan Hador y se sorprendió ante la enorme extensión de terreno que cubrían. El duque guió a los jinetes hasta el interior de la antigua ciudad y desmontó; los soldados hicieron lo mismo. Montaron una estacada y ataron a los caballos mientras los arqueros tomaban posiciones alrededor del campamento. Chardyn se acercó al lugar en el que el duque conversaba con Aric, Eldicar Manushan y un guerrero chiatze bajo y delgado vestido de gris.
—Aquí fue donde tuvo lugar el último ataque —dijo el duque. Se quitó el casco y se pasó la mano por los cabellos negros y grises.
—¿Podéis sentir algún rastro de maldad aquí? —preguntó a Chardyn. El sacerdote negó con la cabeza.
—Sólo el calor excesivo, mi señor.
—¿Y vos, mago? ¿Percibís algo?
—Percibir el mal no es mi fuerte, mi señor —dijo Eldicar Manushan, mientras observaba a Chardyn.
El sacerdote captó la mirada del mago y vio diversión en sus ojos. Algo cercano a la burla, pensó. Eldicar se volvió y se dirigió al pequeño guerrero chiatze.
—¿Resplandece vuestra espada? —preguntó.
El chiatze desenvaino en parte la espada y acto seguido la introdujo de nuevo en la funda.
—No. No aún.
—Quizá deberíais avanzar entre las ruinas —dijo el mago—. Ver si hay señales del mal en alguna parte.
—Permanezcamos juntos por ahora —dijo el duque—. No sé cuán rápidamente puede formarse la niebla, pero sé que las criaturas que había en su interior mataron a los arrieros en cuestión de segundos.
Eldicar Manushan hizo una reverencia.
—Como deseéis, mi señor.
El sonido de un caballo al galope llegó hasta el grupo. Chardyn se volvió y vio cómo el Hombre Gris guiaba su montura a través del valle. Oyó a Aric maldecir en voz baja, y se dio cuenta de que la expresión burlona se había desvanecido del rostro de Eldicar Manushan. Chardyn sintió cómo mejoraba su humor. En una ocasión había solicitado al Hombre Gris un donativo para el nuevo templo y había recibido mil monedas de oro, que ni siquiera llegaron acompañadas por una petición de que el nombre del Hombre Gris fuese añadido al cuadro de honor, o de que la mesa del altar le fuese dedicada.
—Que la Fuente os bendiga, mi señor —le había dicho el sacerdote.
—Esperemos que no —había sido la respuesta del Hombre Gris—. A aquéllos de mis amigos a quienes bendijo, hace tiempo que les llegó la muerte.
—¿No sois creyente, mi señor?
—El sol seguirá saliendo, crea o no.
—Entonces, ¿por qué habéis donado mil monedas de oro?
—Me gustan vuestros sermones, sacerdote. Son inspirados e invitan a reflexionar, y en ellos se pide a la gente que haga el bien y que sea amable y compasiva. Exista la Fuente o no, son valores que merece la pena predicar.
—Estoy de acuerdo con eso, mi señor. Pero, ya puestos, ¿por qué no dos mil monedas?
El Hombre Gris sonrió.
—¿Por qué no quinientas?
Chardyn le devolvió la sonrisa.
—Las mil monedas bastan, mi señor. Sólo bromeaba.
El Hombre Gris desmontó, ató el caballo y caminó hacia el pequeño grupo. Chardyn notó que se movía con una ligereza que traslucía confianza y poder. El Hombre Gris vestía una cota de malla negra que le cubría los hombros, sobre un jubón de cuero negro, y calzas y botas. Dos espadas cortas pendían de su cintura y, colgada del hombro, llevaba una ballesta de doble tiro. No había en él la menor muestra de metal brillante, e incluso la cota de malla estaba tintada de negro. A pesar de que Chardyn había escogido la vía del sacerdocio, provenía de una familia de militares. Ningún soldado, por lo que sabía, pagaría lo más mínimo para que su armadura fuera oscurecida. Al contrario, la mayoría prefería resplandecer en el campo de batalla, pero los ropajes del Hombre Gris destacaban por el extremo opuesto. Chardyn echó una ojeada al caballo gris y vio que los estribos, las bridas e incluso las correas que sujetaban la silla de montar habían sido oscurecidos.
«Interesante», pensó.
El Hombre Gris saludó al sacerdote con una inclinación de cabeza y se inclinó cortésmente ante el duque.
—No habíamos solicitado vuestra compañía —dijo el duque—, pero os agradecemos que os hayáis tomado la molestia de uniros a nosotros.
Si el Hombre Gris percibió la sutil reprimenda, no dio señal de ello. Se limitó a observar la línea de arqueros.
—Si aparece la niebla, se los tragará —dijo—. Tienen que agruparse más. También hay que darles instrucciones de disparar sin demora en cuanto avisten un sabueso negro. Su mordedura porta un veneno letal.
—Mis hombres han sido bien entrenados —dijo Aric—. Pueden cuidarse de sí mismos.
El Hombre Gris se encogió de hombros.
—Como gustéis.
Waylander tocó ligeramente el hombro del guerrero chiatze y éste lo siguió al interior de las ruinas, donde se sentaron a hablar.
—Es un hombre arrogante —se quejó Aric.
—Con muchos motivos para serlo —puntualizó Chardyn.
—¿Qué significa eso?
—Exactamente lo que he dicho, mi señor. Es un hombre poderoso, y no sólo por sus riquezas. Podéis verlo en cada uno de sus gestos y movimientos. Ese hombre, como mi padre habría dicho, es ceniza peligrosa.
El duque soltó una carcajada.
—Hacía mucho tiempo que no oía esa expresión, pero creo que estoy de acuerdo.
—Yo no la había oído nunca, mi señor —dijo Aric—. No parece tener mucho sentido.
—Viene de una vieja historia —dijo el duque—. Había una vez un forajido llamado Karinal Bezán. Un tipo peligroso que había matado a muchísima gente, la mayoría en combate singular. Fue arrestado y sentenciado a morir en la hoguera. Cuando el verdugo se adelantó para introducir la antorcha en la pira, Karinal consiguió liberar un brazo, agarró al verdugo y lo sostuvo junto a sí, de modo que los dos hombres ardieron mientras los gritos del verdugo y las carcajadas de Karinal se oían por encima del fragor de las llamas. Poco tiempo después, la frase «puedes quemarlo, pero camina con cuidado alrededor de las cenizas» se usó para describir a los hombres de cierto tipo. Nuestro amigo es precisamente alguien de ese estilo. Pensándolo bien, os sugiero que acerquéis a vuestros hombres al campamento y hagáis que corra la voz sobre sus advertencias en cuanto a los sabuesos negros.
—Sí, mi señor —respondió Aric, luchando por contener la ira.
El duque se levantó y se estiró.
—Y vos —dijo al sacerdote— deberíais caminar entre los hombres y darles la bendición de la Fuente. Están muy nerviosos y servirá para fortalecerles el ánimo.
«Y ¿quién me lo fortalecerá a mí?», pensó Chardyn.
Kaisumu escuchó en silencio mientras Waylander le relataba su conversación con la sacerdotisa. El rainí tamborileaba con los dedos en la empuñadura de la espada.
—No hay pruebas de que él sea el enemigo. Si las hubiera, lo mataría.
—Ustarte dice que no es posible matarlo.
—¿Creéis eso?
Waylander se encogió de hombros.
—Me cuesta creer que pueda sobrevivir con una flecha atravesándole el corazón, pero es un mago y tiene poderes que no alcanzo a comprender.
Kaisumu miró a su alrededor y vio a los arqueros situarse en sus nuevas posiciones.
—Si viene la niebla, muchos morirán aquí —dijo en voz baja.
Waylander asintió y observó cómo Chardyn, el sacerdote, caminaba entre los soldados y administraba bendiciones.
—¿Creéis que Eldicar Manushan planea matarnos a todos?
—No sé lo que planea —respondió Waylander—, pero Ustarte dijo que intenta reclutar aliados, de modo que quizá no quiera muertos.
Kaisumu miró con atención a los oscuros ojos de Waylander.
—¿Por qué estáis aquí, Hombre Gris? —preguntó.
—En alguna parte había de estar.
—Eso es cierto.
—¿Y que hay de vos, rainí? ¿Qué hace que deseéis luchar contra los demonios?
—No tengo el menor deseo de luchar contra nada —dijo Kaisumu—. Cuando era joven quería ser un gran espadachín. Fama y riquezas —sonrió—. Era como Yu Yu. Quería que la gente se inclinase a mi paso.
—¿Y ahora no?
—Esas son ideas de juventud. El orgullo lo es todo; la posición es algo por lo que luchar. Pero es algo vacío y carente de sentido; es efímero. Como la hoja del roble: «Miradme; soy la hoja más verde; la más grande; la más exquisita. Ninguna de las otras hojas se me puede comparar en majestad». Pero llega el otoño y luego el invierno y caen todas las hojas: las grandes y verdes, y las pequeñas y apagadas.
—Eso lo entiendo —dijo Waylander—, pero también es un argumento en contra de esperar aquí para combatir a los demonios. ¿Qué diferencia hay si luchamos o huimos? ¿Si vencemos o somos derrotados?
—La fama es fugaz —respondió Kaisumu—, pero el amor y el odio son eternos. Puede que yo sea una pequeña hoja en el viento de la historia, pero me enfrentaré al mal donde quiera que lo encuentre sin reparar en el coste. El demonio que mate no caerá sobre el hogar de un campesino ni matará a su familia. El bandido que caiga bajo mi espada no volverá a asaltar ni a matar ni a saquear. Si mi muerte sirve para evitar el dolor y la angustia a una única alma, es un precio que vale la pena pagar.
Chardyn trepó por las rocas y los escombros y se acercó a ellos.
—¿Queréis la bendición? —preguntó.
Waylander negó con la cabeza, pero Kaisumu se puso en pie y se inclinó. Chardyn posó la mano en la cabeza del rainí.
—Que la Fuente te proteja y guarde de todo mal —susurró.
Kaisumu le dio las gracias y volvió a sentarse.
—¿Puedo acompañaros? —dijo Chardyn. Waylander lo invitó a sentarse con un gesto.
—¿Pensáis que vendrán los demonios? —preguntó el sacerdote.
—¿Tenéis algún hechizo preparado por si aparecen? —dijo Waylander.
—No —reconoció Chardyn, sonriendo sin humor—. Mis conocimientos sobre demonios y exorcismos son… cómo diría yo… extremadamente limitados.
—Aprecio vuestra sinceridad —dijo Waylander—. Sin embargo, si no podéis luchar contra ellos, deberíais marcharos. Si vienen, éste no será lugar para un hombre desarmado.
—No puedo marcharme —respondió Chardyn—, aunque estaría encantado de seguir vuestro consejo. Mi presencia ayuda a los hombres —volvió a sonreír, aunque Waylander podía ver el miedo en sus ojos—. Y, quizá, si llegan los demonios, podría lanzar uno de mis sermones sobre ellos.
—Si surge la niebla, quedaos cerca de nosotros, sacerdote —dijo Waylander.
—Ése es un consejo que sí pienso seguir.
Permanecieron sentados en silencio durante un rato, hasta que Eldicar Manushan se acercó a ellos. El mago se detuvo frente a Waylander.
—¿Os importaría acompañarme un rato? —preguntó.
—¿Por qué no?
Waylander se puso en pie lentamente. El mago caminó entre los escombros hasta que estuvieron a cierta distancia de los demás.
—Creo que me habéis interpretado mal —dijo—. No soy malvado ni deseo que sufráis daño.
—Me alegra que me digáis eso —respondió Waylander—. Me ahorrará muchas noches en vela a causa de la preocupación.
Eldicar Manushan soltó una carcajada repleta de genuino buen humor.
—Me caéis bien, Hombre Gris. De verdad. Y no hay necesidad de que seamos enemigos. Puedo ofreceros la realización de vuestros deseos más profundos; es algo a lo que alcanza mi poder.
—Creo que no —dijo Waylander—. No tengo ningún deseo de volver a ser joven.
El mago pareció asombrado durante un momento.
—Normalmente me costaría creer eso —dijo por fin—, pero me parece que no es éste el caso. ¿Tan infeliz es vuestra vida que anheláis su final?
Waylander no hizo caso de la pregunta.
—¿Por qué deseáis mi amistad?
—Mirad a vuestro alrededor —dijo Eldicar, señalando con un gesto hacia los soldados—. Hombres asustados, insignificantes, maleables. El mundo está lleno de gente como ésa. Viven para ser conquistados y gobernados. Mirad cómo se esconden tras las viejas ruinas, rezando para conservar sus miserables vidas después de esta noche. Si fuesen animales, serían ovejas. Vos, por otro lado, sois un depredador; un ser superior.
—¿Igual que vos? —preguntó Waylander.
—Siempre he odiado la falsa modestia. Sí; como yo. Vos sois rico y por tanto poderoso, en este mundo. Podéis serle útil a Kuan Hador.
Waylander rió entre dientes y echó una ojeada a las ruinas que los rodeaban.
—Esto —afirmó— es Kuan Hador.
—Fue destruida aquí —replicó Eldicar Manushan—, pero ésta no es más que una realidad. Kuan Hador es eterna y prevalecerá. Este mundo fue nuestro una vez y lo será de nuevo. Cuando eso suceda, gozar de nuestra amistad sería lo mejor para vos, Dakeyras.
—Si eso ocurre.
—Ocurrirá. Habrá un baño de sangre y muchas muertes, pero ocurrirá.
—Creo que éste es el momento en el que os corresponde explicar cuáles serían las consecuencias si decido rechazar vuestra amistad —señaló Waylander.
Eldicar Manushan sacudió la cabeza.
—No necesitáis oír amenazas, Hombre Gris. Como he dicho antes, sois un depredador. También sois bastante inteligente. Lo único que os diré es que consideréis mi oferta.
Eldicar Manushan cruzó las manos tras la espalda y echó a andar hacia el duque y sus oficiales.
La tarde había sido bochornosa y húmeda, y pesadas nubes de tormenta habían ocultado el sol. Elfons, duque de Káidor, se esforzaba por parecer relajado. Un poco más lejos, hacia el oeste, el Hombre Gris se hallaba tendido en el suelo, aparentemente dormido. El espadachín chiatze permanecía sentado con las piernas cruzadas y los ojos cerrados. Chardyn paseaba arriba y abajo sin descanso, deteniéndose de vez en cuando para echar una ojeada hacia las ruinas.
Los hombres parecían algo más tranquilos a ojos de Elfons, que sabía que, en el mejor de los casos, eran de ánimo frágil. Al igual que él mismo, los soldados no habían luchado nunca contra demonios.
—¿Nuestras espadas serán capaces de cortar la carne de los demonios? —había preguntado a Eldicar Manushan. El mago extendió las manos en un gesto de ignorancia.
—Se dice que la piel de un demonio es semejante al cuero curtido, mi señor. Pero existen muchas clases de demonios.
—¿Creéis que vendrán?
—Si aparecen, será tras la puesta de sol —respondió Eldicar Manushan.
El duque se puso en pie y se acercó al sacerdote, que seguía paseando. El hombre parecía asustado, lo que no resultaba muy alentador. Los sacerdotes siempre deberían aparentar serenidad.
—He oído decir que vuestro templo rebosa de creyentes —dijo el duque—. Me gustaría asistir a una de vuestras ceremonias.
—Es muy amable por vuestra parte, mi señor. Y sí; es cierto que la fe aumenta poderosamente en Carlis.
—La religión es algo bueno; mantiene satisfechos a los pobres.
—¿Creéis que ése es su único propósito? —preguntó Chardyn, sonriendo.
El duque se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? Nunca he sido testigo de un milagro, ni la Fuente se ha dirigido a mí. Al fin y al cabo, soy ante todo un soldado; tiendo a creer en aquello que puedo ver y tocar. No me sobra mucho tiempo para dedicarlo a la fe.
—¿Nunca habéis rezado?
El duque soltó una risita.
—Una vez estaba rodeado por salvajes de Zharn y se me rompió la espada. En aquel momento recé; podéis creerlo.
—Es evidente que vuestras oraciones fueron escuchadas, ya que estáis aquí.
—Salté sobre ellos y clavé la hoja quebrada en la garganta del primero que se puso a mi alcance. Mientras los otros se acercaban, mis hombres se reagruparon, cargaron sobre ellos y los dispersaron… Así que será mejor que me habléis de vuestra fe. ¿De dónde procede?
Chardyn miró a la lejanía.
—Comprendí la verdad sobre la Fuente hace muchos años —dijo en voz baja—. Nada de lo que he visto desde entonces me ha hecho cambiar de opinión.
—Ha de ser reconfortante tener fe en tiempos como éstos —dijo el duque. Entonces vio que el Hombre Gris acababa de despertarse—. Sólo un viejo soldado sería capaz de echar una siesta antes de la batalla —dijo con una sonrisa.
El Hombre Gris se acercó.
—Si vienen, no será una batalla muy larga —dijo.
El duque hizo un gesto de asentimiento.
—¿Estáis pensando en el hielo? Vi los pájaros muertos en el bosque; estaban congelados. Espero que nuestros arqueros puedan despachar a unos cuantos enemigos antes de que lleguen hasta nosotros. Después… si la Fuente nos acompaña —añadió, mirando de reojo a Chardyn—, acabaremos la faena con las espadas.
—Es bueno tener un plan —dijo el Hombre Gris.
—¿No os parece bien?
El Hombre Gris se encogió de hombros.
—Las huellas que rastreé pertenecían a criaturas mayores que un oso. Olvidad durante un momento que se trata de demonios, mi señor. Si veinte osos atacasen este campamento, ¿a cuántos podrían derribar los arqueros? Y ¿cuántos podrían caer bajo las espadas?
—Entiendo lo que queréis decir, pero vos debéis comprenderme a mí. Soy el señor de estas tierras y mi obligación es proteger a sus habitantes. No tengo otra alternativa que hacer frente a este enemigo y esperar que la fuerza y el valor hagan que el día sea nuestro.
El Hombre Gris dirigió la mirada hacia las montañas que se alzaban al oeste.
—Lo sabremos pronto —dijo, contemplando cómo el sol comenzaba a ocultarse tras las cumbres.
Mientras la oscuridad se extendía por el valle, un pequeño punto brillante centelleó tras una columna de piedra derribada. El polvo se arremolinó a su alrededor, atrayendo la humedad del aire. Poco a poco fue tomando forma, como si partículas de tierra, aire y agua se mezclasen con la chispa de fuego. Un cuerpo alto y delgado empezó a materializarse, desnudo bajo la luz de la luna. La piel, moteada al principio, se volvió escamosa y gris, mientras extendía los brazos y un manto flotante de oscuridad cubría la figura. La boca sin labios se abrió y aspiró el aire, llenando los pulmones recién formados.
Niaharzz había despertado y era consciente del aire cálido que lo rodeaba, de la tierra blanda bajo los pies, del manto sedoso sobre la desnuda piel gris de los hombros. La membrana que le cubría los ojos retrocedió. Parpadeó. Durante un instante no pudo moverse a causa de la exquisita alegría que le proporcionaba la existencia material, haciendo que le flaqueasen las piernas.
Cuando se sintió suficientemente seguro de poder moverse estiró las piernas, subió al centro de la columna de piedra y miró a su alrededor. Vio a los humanos a unos treinta pasos, al este. Sacudió la cabeza y olfateó el aire; el olor de la carne le encogió el estómago, pero el poderoso aroma del miedo que emanaba de aquellas criaturas rosadas y pálidas lo hizo temblar de excitación. Abrió la boca instintivamente, mostrando los colmillos puntiagudos, y el recuerdo de un pasado glorioso lo inundó; mujeres temblorosas que exudaban el mareante perfume del terror; jóvenes con huesos tiernos de médula sabrosa.
Niaharzz refrenó su ansia y se ocultó tras la piedra.
En otro tiempo había sido un dios y había caminado sobre la tierra, alimentándose donde le placía. Ahora era un sirviente, y sólo podía comer cuando sus amos se lo permitían. Mientras éstos controlasen el portal debería someterse a sus designios.
Sin embargo, la comida era la comida…
Niaharzz ocultó la cabeza bajo la capucha de oscuridad, dejándola caer como un velo sobre su rostro. Después se desplazó hasta el lado más alejado de la columna de piedra y contempló al guerrero que portaba la brillante espada de la muerte. Estaba sentado en una roca, con aquella repugnante arma en las manos. Había otro humano cerca de él, alto y vestido de negro. Niaharzz lo observó; también era peligroso. Podía sentirlo, aunque de él no emanase ninguna magia.
Se dijo que no debería arriesgarse. En forma de espíritu, Niaharzz era inmortal. Pero una vez encarnado podía morir igual que aquellas primitivas criaturas.
«Mantente lejos de la espada —se dijo—. No dejes que te vean».
Se agachó y abrió la mano. Siete chispas de luz saltaron entre sus dedos y comenzaron a danzar y agitarse en las sombras tras la columna, dando forma a siete enormes sabuesos kraloz cuyas pesadas mandíbulas chorreaban veneno.
Niaharzz pensó en ordenarles atacar al espadachín, pero ya había visto cómo el hombre destruía a varias de sus preciosidades la noche anterior. No. Los gigantes de hielo podrían ocuparse del hombre; sus kraloz ya arriesgarían la vida para acabar con los humanos que portaban las armas de matar a distancia. Hizo un gesto a los sabuesos y éstos se deslizaron sigilosamente, manteniéndose en las sombras, y se acercaron en silencio a los arqueros.
La espada que Kaisumu tenía en el regazo había empezado a brillar. El rainí se subió a una roca y la sostuvo en alto.
—¡El enemigo se acerca! —gritó.
Los hombres se pusieron en pie apresuradamente; los soldados desenvainaron las espadas y los arqueros prepararon las flechas. Chardyn escrutaba las sombrías ruinas; de repente señaló hacia el oeste y gritó.
—¡Allí!
Uno de los monstruosos sabuesos cargaba ya contra los arqueros. Las flechas volaron a su alrededor, pero la mayoría no llegó a rozar siquiera la veloz forma oscura. Una de ellas golpeó el lomo de la bestia y rebotó sin dejar ni el rastro de un arañazo.
—¡Al cuello y a la cabeza! —gritó Waylander.
Otros seis sabuesos quedaron a la vista; todos se movían a una velocidad endiablada. La primera de las bestias alcanzó el muro semiderruidos tras el cual se alineaban los arqueros y superó el obstáculo de un solo salto. Los colmillos curvados se cerraron sobre el rostro de uno de los arqueros; el sonido de los huesos al romperse hizo que a Chardyn se le revolviese el estómago.
El caos envolvió al grupo de arqueros cuando el kraloz saltó sobre ellos.
—Mata a los sabuesos —dijo Waylander a Kaisumu—. Yo voy a por el guía.
Kaisumu corrió a través de las ruinas, con la espada relampagueando. El Hombre Gris desapareció entre las sombras.
Chardyn se quedó solo. Vio, a lo lejos, un muro de niebla que se acercaba arrastrándose por el valle.
El aroma de la sangre llenaba el aire e hizo que Niaharzz se estremeciese, hambriento.
«Aún no ha llegado el momento de comer —se dijo—. Más tarde, cuando los gigantes de hielo hayan terminado la matanza».
Esperaba tener la oportunidad de sacar con vida al menos a una de las víctimas y apartarla de la niebla antes de que se congelase. La carne debía deshacerse en la boca, fresca y jugosa, y no romperse en astillas heladas cuando se cerraban los colmillos.
Niaharzz se desplazó en silencio hasta el extremo de la columna rota y se aventuró a echar una ojeada. El pequeño guerrero de la espada reluciente había llegado hasta los arqueros, pero su camino estaba obstaculizado por cadáveres y hombres presas del pánico que intentaban huir. Incluso así había matado ya a dos de los sabuesos, maldito fuese. En cualquier caso, había caído más de una docena de arqueros; casi todos estaban muertos, pero dos gritaban aún.
Era un sonido delicioso; casi le gustaba tanto como comer. Niaharzz distinguía las diversas emociones; los distintos grados de terror, desde el miedo que agarrotaba el estómago hasta el puro pánico que aflojaba el vientre. Parpadeó confuso y conmocionado; entre todos los grados del miedo destacaba una sensación sutilmente diferente. Poderosa, sí, pero desagradable a los sentidos… Sabía que era algo que había percibido antes, miles de años atrás, en los últimos tiempos en los que caminó de noche por aquellas tierras. Niaharzz se concentró en aquella emoción, separándola del resto de las que le llegaban de la masacre.
Entonces la identificó.
Se trataba de rabia. Pero no la rabia hirviente y desmesurada de un hombre en combate. No; aquélla era algo frío, controlado… y cercano.
Niaharzz no se movió.
Había un hombre cerca de él. ¡Muy cerca! Supuso que se trataba del hombre alto al que había visto antes de pie junto al espadachín. El miedo tocó el corazón de Niaharzz. No era una sensación completamente desagradable, ya que lo hacía más consciente de su realidad física. Volvió la cabeza muy, muy lentamente.
El hombre se hallaba a unos veinte pasos a su derecha; escrutaba las sombras y se acercaba poco a poco adonde se hallaba Niaharzz.
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que Niaharzz había sentido cómo sus dientes se hundían en carne viva y la sangre cálida corría por su garganta. Se envolvió bien en la capa de oscuridad y se concentró; sus pies se separaron del suelo y flotó silenciosamente en las sombras.
El hombre avanzó unos pasos más junto a un muro caído volvió a girar. Ahora daba la espalda a Niaharzz. El bezha descendió sobre el hombre con los brazos extendidos.
—Es hora de morir —musitó Waylander.
Niaharzz apenas había alcanzado a asimilar las palabras del hombre cuando éste giró en redondo, con la mano derecha extendida. Algo oscuro saltó del arma que empuñaba.
No había tiempo para escapar de la prisión de carne; ni siquiera para gritar ante el injusto y cruel destino.
La flecha golpeó la frente de Niaharzz y le atravesó el cerebro.
El cadáver desapareció al instante; la capa negra quedó flotando en el aire, tan ligera como una brizna de hierba. Waylander estiró el brazo y la cogió.
Entre las ruinas, los cuatro kraloz restantes estaban rodeados de llamas y sus cuerpos se encogieron hasta no ser más que destellos de luz sobre las piedras. Centellearon durante unos instantes y, finalmente, desaparecieron.
La capa que Waylander sostenía en las manos parecía insustancial y daba la impresión de deslizársele entre los dedos como si fuese líquida. Al examinarla, la sensación fue extraña y peculiar; la mirada parecía desviarse de ella y enfocarse en los brazos que la sostenían o en las rocas de detrás, pero no parecía ser capaz de concentrarse en la prenda misma.
—¡Viene la niebla! —gritó Chardyn.
Waylander miró hacia el oeste y vio el blanco muro que se dirigía hacia el grupo. Enrolló la capa rápidamente y se la colgó del cinturón antes de unirse al temeroso grupo de soldados.
—¡Arqueros, mantened la posición! —ordenó el duque. Desenvainó la espada y se colocó junto a sus hombres.
Eldicar Manushan se separó del grupo y trepó a una gran roca mientras la niebla seguía arrastrándose. El mago alzó el brazo derecho, lo extendió al frente, con la palma apuntando hacia la niebla, y entonó una salmodia con voz vibrante. El avance de la niebla se hizo más lento.
Kaisumu se situó junto a Waylander, empuñando la centelleante espada. Waylander miró al pequeño guerrero; tenía un aspecto absolutamente tranquilo. El sacerdote Chardyn se colocó entre ambos hombres.
—¿No deberíais estar rezando? —preguntó Waylander. Chardyn sonrió forzadamente.
—De algún modo, no parece ser una noche para hipocresías —respondió.
La temperatura descendía conforme la niebla se acercaba más y más. Eldicar Manushan seguía recitando conjuros, y su voz resonaba con confianza y poder. Aric había desenvainado la espada y permanecía junto al duque y sus soldados. Los arqueros supervivientes habían colocado flechas en los arcos y aguardaban en tensión.
La niebla se detuvo del todo poco antes de alcanzar al mago, pero seguía desplazándose lentamente por los lados. Aun así, no dejó de recitar hasta que pareció sentir un tirón y estuvo a punto de perder el equilibrio sobre la roca. La niebla cayó sobre él en un instante, y Waylander vio cómo una forma imponente se alzaba ante el mago, y una garra se levantaba, le golpeaba el pecho y le arrancaba el brazo en un único movimiento. Después, la niebla se cerró a su alrededor y desapareció.
—Pues sí que es útil la magia —masculló Waylander.
Kaisumu dio un paso hacia la niebla; la espada reluciente la tocó y brotó un relámpago azulado. Una inmensa figura blanca se irguió ante el menudo rainí; Waylander disparó una saeta contra el ojo de la criatura. Ésta dio un paso atrás; Kaisumu lanzó un tajo al pecho de la bestia y, girando en redondo, un corte de revés que la decapitó mientras caía.
Las piedras se estaban cubriendo de escarcha y la niebla seguía avanzando. Waylander y Chardyn se pusieron junto a Kaisumu. Los rodeó el sonido de los gritos humanos y el crujir de los huesos que se quebraban, conforme las bestias de hielo caían sobre los soldados de Káidor.
Una serpiente blanca se deslizó a los pies de Waylander, que golpeó hacia abajo con la espada pero apenas arañó la piel del achatado cráneo. Kaisumu segó con su hoja el cuello de la serpiente y en el movimiento tocó el arma de su compañero. Un fuego azul cubrió la espada de Waylander, y la niebla retrocedió. Durante un momento, Waylander observó su espada reluciente.
—¡La magia puede compartirse! —dijo—. ¡Tenemos una oportunidad!
Miró a Kaisumu.
—Hemos de llegar hasta el duque.
Kaisumu comprendió la situación al instante, y los dos hombres, seguidos por el sacerdote, atravesaron corriendo la niebla en dirección al sonido de la batalla. Kaisumu golpeó a otra de las criaturas y saltó a un muro bajo. El duque y algunos de los soldados luchaban valerosamente; Kaisumu saltó y tocó con su espada la del duque, que un segundo después brillaba como el fuego. La niebla retrocedió un poco más, y el chiatze avanzó entre los soldados, cargando sus armas con magia azul.
La voz apagada de Eldicar Manushan se oyó a través de la niebla, salmodiando de nuevo. El cántico sonaba cada vez más fuerte y la niebla comenzó a replegarse, retirándose de los supervivientes y encogiéndose cada vez más hasta quedar reducida a una nube del tamaño de una roca grande.
Eldicar Manushan apareció tras los escombros, sin dejar de entonar sus conjuros. Levantó el brazo derecho y la burbuja de niebla flotó hacia él. El mago la lanzó hacia lo alto, sonó un trueno y una luz brillante lo cubrió todo.
La niebla había desaparecido.
Waylander enfundó la espada y lanzó al mago una mirada severa. El hombre no tenía señales de heridas, a pesar de que la túnica estaba desgarrada a la altura del pecho y le faltaba la manga derecha. Ni siquiera había sangre en los ropajes.
El duque dio un paso al frente, se quitó el casco cubierto de escarcha y lo dejó caer al suelo.
—Bien hecho, mago —dijo—. Creí que habíais muerto.
—Tan sólo me han hecho caer, mi señor.
—¿Han sido destruidos?
—No regresarán a este lugar. He cerrado el portal.
—Os debemos mucho, Eldicar —dijo el duque, dando una palmada en la espalda del hombre.
El duque miró a su alrededor y vio los cuerpos esparcidos. Habían muerto treinta hombres, y doce más estaban heridos.
—Pero nos hemos librado por muy poco. ¡Maldición! —añadió.
El resplandor de la espada que sostenía fue desapareciendo, hasta que el brillo pasó a ser el normal del acero bajo la luz de la luna.
—Tenéis mi gratitud, chiatze —dijo a Kaisumu—, aunque habría estado bien conocer este truco un poco antes.
—Yo mismo lo desconocía —respondió el rainí.
El duque se alejó y caminó entre los heridos, para ocuparse de que los atendiesen. Waylander se acercó a Eldicar Manushan.
—Durante un momento he creído que os habían matado —le dijo.
—Sí; eso pareció.
—También me ha parecido ver que vuestro brazo había sido arrancado, pero ahora me doy cuenta de que sólo era la manga.
—He tenido suerte —dijo Eldicar—. Y vos también. Habéis matado a un bezha, lo que no es poca cosa, Hombre Gris. ¿Cómo lo habéis hecho?
Waylander sonrió con frialdad.
—Un día os lo mostraré —respondió.
Eldicar Manushan rió entre dientes.
—Esperemos que no —dijo. Entonces la sonrisa se desvaneció—. Quizá debamos hablar más tarde.
El mago saludó con una inclinación y se alejó para ayudar a Chardyn a atender a los heridos.
Waylander se quedó un rato allí, de pie. La temperatura había vuelto a ascender, pero aún quedaba hielo en el suelo. Al final dio la vuelta y caminó hasta el lugar donde descansaba Kaisumu. El pequeño chiatze estaba enfundando la espada.
—¿Creéis que se han marchado definitivamente? —preguntó el rainí.
—Quizá; y quizá no.
—¿Habéis visto caer al mago?
—Sí.
—Estaba prácticamente partido en dos.
—Lo sé.
—Entonces, la sacerdotisa tenía razón. No es posible matarlo.
—Eso parece —asintió Waylander.
Se sentó en los restos de un muro, repentinamente cansado. Aric, ya despojado de su armadura, se unió a los dos hombres y ofreció a Waylander una cantimplora. Waylander la aceptó, bebió un largo trago y se la alargó a Kaisumu, que declinó el ofrecimiento.
—No había visto nunca nada semejante —dijo Aric—. Creí que era nuestro fin. Desde luego, lo habría sido sin esa espada vuestra, rainí. Os lo agradezco.
Kaisumu hizo una pequeña reverencia. Un poco más lejos un hombre gritaba de dolor; el sonido se fue apagando y cesó bruscamente. Aric miró en aquella dirección.
—La victoria ha costado cara —dijo.
—Suele ser así —asintió Waylander, y se puso en pie—. Vuelvo a casa. Enviaré unos carromatos para recoger a los heridos. Los que hayan sido mordidos por los sabuesos necesitarán cuidado especial. Cualquiera que pueda cabalgar debería ponerse ya en marcha; me ocuparé de que Mendyr Syn esté aguardándolos.
Se alejó del campo de batalla y recogió su montura. Kaisumu lo siguió y ambos cabalgaron alejándose de las ruinas.
Las nubes pasaban ante la luna cuando los dos jinetes alcanzaron la cuesta, y ambos la subieron con cuidado y sin hablar. El cielo se despejó durante el tiempo que tardaron en llegar a la cima, pero siguieron cabalgando en silencio. Waylander estaba sumido en sus pensamientos. Si los demonios habían sido convocados por Eldicar Manushan, ¿por qué había ayudado a derrotarlos? Y si aquellos demonios eran sus criaturas, ¿por qué lo habían atacado? Algo no encajaba, y a Waylander lo irritaba no ser capaz de averiguar qué era. Repasó en su cabeza los sucesos de la noche: Eldicar en pie en la roca, su voz resonante y repleta de confianza; la niebla se detenía e incluso comenzaba a retroceder. Entonces Eldicar se había tambaleado; la confianza se desvaneció y el hechizo pareció evaporarse. Unas garras habían caído sobre el mago. Sólo el descubrimiento accidental del poder de la espada de Kaisumu había salvado al duque y sus hombres.
Dos horas más tarde, sin haber llegado a ninguna conclusión, Waylander guió a su caballo fuera de los árboles y avanzó por el sendero que llevaba al palacio. Faltaba poco para el amanecer, y vio un centenar de personas apiñadas fuera del doble portón de la entrada. Se habían encendido antorchas, y los guardias, guiados por Emrin, se habían colocado entre el palacio y la multitud. Muchos de los soldados tenían la espada desenvainada.
Emrin salió corriendo del grupo cuando vio a los jinetes que se aproximaban.
—¿Qué ocurre? —preguntó Waylander.
—Unos demonios han atacado el palacio, mi señor —contestó Emrin—. Han muerto dos hombres y han desaparecido diecinueve personas más, incluidos el médico, la sacerdotisa extranjera y sus seguidores, y vuestro amigo Matze Chai. Los demonios nos han atacado en las cocinas y han matado a Omri y a uno de los guardaespaldas del duque, creo que al llamado Naren.
—¿Y el hijo del duque?
—Se encuentra bien, mi señor. Yu Yu y yo hemos matado a uno de los demonios; entonces la niebla se ha retirado al interior del palacio. Hemos permanecido en las cocinas durante un tiempo; se oían muchos gritos. —Emrin inspiró profundamente y apartó la vista—. No fui a investigar, mi señor —volvió a mirar a Waylander, esperando una reconvención.
—¿Cuándo habéis abandonado las cocinas?
—Hará cosa de una hora. Cuando la espada de Yu Yu ha dejado de brillar, hemos salido por la sala de banquetes. No hemos visto nada, excepto que había hielo en las paredes del pasillo. Al llegar hasta aquí nos hemos encontrado con lo que estáis viendo: muchos de los criados y huéspedes se han marchado. Hay algunos más fuera, en la playa; alrededor de cuarenta.
—¿Habéis llegado hasta aquí atravesando el palacio?
—Sí, mi señor.
—Hace falta valor para eso, Emrin. ¿Habéis visto alguna señal de la niebla?
—No, mi señor. Pero tampoco nos hemos detenido a investigar. He atravesado la sala de banquetes para salir por la terraza, pero no me he detenido hasta alcanzar la playa.
—¿Cuántos de los sirvientes de Matze Chai han desaparecido?
—Diez, mi señor, según dice el capitán de su guardia.
—Traedlo.
Emrin hizo una reverencia y se abrió camino entre la multitud. Waylander vio a Kiva, sentada cerca de los árboles. El paje estaba dormido con la cabeza apoyada en el regazo de la joven.
Un momento después llegaba Emrin, acompañado del capitán chiatze. El hombre hizo una profunda reverencia a Waylander y a Kaisumu.
—Habladme del ataque —dijo Waylander.
El hombre miró a Kaisumu y se puso a hablar apresuradamente en chiatze. El rainí se volvió hacia Waylander.
—El capitán lamenta que su dominio de la lengua de Káidor no sea suficiente para explicaros los hechos en detalle. Os solicita que me permitáis traducir sus palabras.
—Podéis explicármelo vos mismo —dijo Waylander, en excelente chiatze. El capitán se inclinó más profundamente aún.
—Me llamo Liu, noble señor, y tengo el honor de comandar a los soldados de Matze Chai. Para mi profunda vergüenza he de reconocer que no he sido capaz de alcanzar a mi señor en el momento del peligro.
Estaba durmiendo, noble señor, cuando un grito me ha despertado. Me he levantado, me he puesto la túnica y he abierto la puerta para averiguar cuál era la causa del grito. Al principio no podía ver nada, pero sentía el frío. Sabía lo que era, mi señor, porque ya había atacado nuestro campamento. Me he puesto la coraza, he tomado la espada y he intentado llegar a los aposentos de mi señor, pero la niebla ya estaba allí y llenaba el pasillo. Ha venido a por mí y… he echado a correr, noble señor. Oía que otras puertas se abrían, y oía… oía… —El hombre guardó silencio unos instantes; después continuó—: Oía a la gente siendo asesinada. No he mirado atrás; no podía salvarlos.
Waylander dio las gracias al hombre. Después, descolgó la ballesta de su cinto y cargó dos flechas. Sin decir una palabra caminó hacia el doble portón. Emrin maldijo en voz baja y lo siguió, empuñando la espada. Waylander se detuvo en la entrada y miró a Emrin.
—No vengas. Te necesitan aquí —dijo—. Envía diez carromatos a las viejas ruinas y asegúrate de que cargan vendajes y una buena provisión de agua fresca. Los hombres del duque también han sufrido bajas luchando contra los demonios.
Waylander empujó las puertas y se adentró en la oscuridad que se extendía tras ellas. Kaisumu fue tras él.
El Hombre Gris caminó por los desiertos pasillos durante más de una hora, empujó las puertas entreabiertas y subió y bajó las escaleras que llevaban a los salones y a los almacenes. No intentaba moverse sigilosamente, y Kaisumu tuvo la impresión de que su compañero estaba irritado por la ausencia de monstruos. Su ira, aunque bajo control, resultaba evidente en cada uno de sus movimientos.
Por fin alcanzaron las grandes cocinas. El cuerpo de Omri yacía en un charco de sangre congelada, junto al de Naren, el guardaespaldas. El Hombre Gris se arrodilló junto al anciano sirviente.
—Merecías algo mejor que esto —dijo.
El rostro de Omri estaba congelado en una expresión de horror, y tenía los ojos abiertos de par en par. El Hombre Gris permaneció un rato junto al cadáver.
—Era un hombre temeroso —dijo a Kaisumu—. Odiaba la violencia; lo aterrorizaba. Pero era una persona excelente cuando llegaba el momento de mostrar amabilidad y compasión. Mucho habría que cabalgar para encontrar a alguien que pudiera decir una sola palabra en contra de él.
—Los hombres así son escasos —dijo Kaisumu—. Vos lo valorabais. Eso es bueno.
—Lo valoraba, por supuesto. No existiría la civilización sin personas como Omri. Se preocupan por los demás y, en su preocupación, crean cosas buenas. Fue Omri quien me rogó que permitiera a Mendyr Syn crear el hospital. Antes de eso, Omri reunió fondos para crear dos escuelas en Carlis. Pasó su vida trabajando por el bienestar ajeno. Y ésta ha sido su recompensa: ser destripado por una bestia sin cerebro.
El Hombre Gris soltó una maldición. Después se puso en pie y examinó la sala. En el suelo entablado se veía una gran mancha, como si se hubiera derramado aceite por la madera. Tendría unos ocho pies de largo y era todo lo que quedaba de la criatura que había matado a Omri. Junto a la mancha había un largo cuchillo de trinchar. La hoja estaba cubierta de herrumbre y el mango de hueso parecía haber sido alcanzado por las llamas.
Los dos hombres abandonaron el lugar y ascendieron hasta el primer nivel de la torre sur, donde se hallaban las salas del hospital de Mendyr Syn. Algunas de las camas de la primera sala habían sido volcadas y había sangre en el suelo. La habitación estaba fría aún, y no había ningún cadáver. Siguieron hasta el segundo nivel y se encontraron con un caos aún mayor; la sangre salpicaba las paredes y el techo, y muchas de las camas estaban aplastadas.
Kaisumu señaló una de las camas, situada junto al ventanal del fondo; en ella yacía un cuerpo intacto. El Hombre Gris cruzó la sala y se detuvo junto al lecho. Su ocupante, una mujer anciana con las manos cruzadas sobre el pecho, estaba muerta. Waylander la examinó; el rigor mortis comenzaba a extenderse.
—No lleva muerta más de unas horas —dijo Kaisumu—. Posiblemente desde ayer por la tarde.
—Así es —asintió el Hombre Gris. Observó las aplastadas camas de alrededor y las paredes que chorreaban sangre.
—Una vez entré en las ruinas de una casa destrozada por un terremoto —dijo Kaisumu—. Todo estaba aplastado, pero un huevo permanecía intacto en el interior de una taza rota.
—Es evidente que a los demonios no les interesan los cadáveres, a menos que sean los que ellos mismos han matado. Aquí había más de treinta personas, además de Mendyr Syn y sus tres ayudantes. Treinta almas se precipitaron gritando en el Vacío.
El tercer nivel, la biblioteca médica, no mostraba daño alguno. La puerta del despacho de Mendyr Syn estaba abierta; había una gran cantidad de pergaminos desparramados por las dos mesas. El Hombre Gris examinó la sala y encontró el cristal azul de Ustarte bajo una pila de legajos. Se lo guardó en el bolsillo, salió del cuarto y subió las escaleras que llevaban a los aposentos de los invitados. Las alfombras que cubrían pasillo estaban húmedas; las paredes, frías.
El Hombre Gris abrió la puerta que daba a las habitaciones de Matze Chai y caminó hasta el dormitorio sobre las alfombras de seda chiatze. Las primeras luces del amanecer se filtraban a través de las cortinas. Kaisumu vio al Hombre Gris relajarse por primera vez desde que había comenzado la búsqueda, y oyó cómo reía entre dientes.
Matze Chai abrió los ojos y bostezó. Miró hacia la mesilla, junto a la cama.
—¿Dónde está mi desayuno? —preguntó.
—Hoy se servirá un poco más tarde —dijo el Hombre Gris.
—¿Dakeyras? ¿Qué ocurre?
Matze Chai se sentó y el gorro de dormir azul claro se le cayó, dejando a la vista la redecilla cuidadosamente tejida que sujetaba sus cabellos aceitados.
—Lamento mucho interrumpir tu descanso, querido amigo —dijo el Hombre Gris—, pero temía por tu vida. Anoche, unos demonios asaltaron el palacio, y mucha gente ha sido asesinada. Te dejaré a solas y enviaré a tus criados.
—Eres muy amable —dijo Matze Chai.
El Hombre Gris abandonó la estancia. Kaisumu se inclinó ante Matze Chai y también salió.
—Es un milagro que esté vivo —dijo Kaisumu.
—Y es un gran alivio —replicó el Hombre Gris—. Matze Chai es un buen amigo; quizá mi único amigo. Es incorruptible y leal. Habría sido una gran desgracia para mí que estuviera entre los muertos.
—Pero ¿cómo es posible que haya sobrevivido? —preguntó Kaisumu.
El Hombre Gris se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? Matze Chai siempre toma un bebedizo para conciliar el sueño. Quizá reduce los latidos de su corazón y los demonios no lo percibieron. O quizá, ya que esas criaturas comen carne, se fueron a buscar cuerpos con más sustancia. Puede que Matze sea un hombre excelente, pero queda muy poca grasa sobre esos viejos huesos.
—Me alegra ver que vuestro humor ha mejorado un poco —dijo Kaisumu.
—No demasiado —contestó el Hombre Gris—. Volved a la entrada, si sois tan amable. Decidle a Emrin que envíe a los criados de Matze. —¿Adonde vais vos?
—A la torre norte.
—Aún no la hemos explorado. ¿Creéis que es seguro ir solo?
—Los demonios se han marchado; puedo sentirlo.
El Hombre Gris retiró las saetas de la ballesta, la devolvió a la funda que colgaba de su costado y salió sin decir una palabra más.