Waylander se quedó mirando cómo el duque y sus soldados se alejaban del palacio al galope; después regresó a la terraza. La luz resultaba incómodamente brillante para sus ojos cansados, pero la brisa que llegaba desde la bahía lo hacía sentirse mejor. Omri se reunió con él y Waylander le dio instrucciones. El canoso mayordomo hizo una reverencia y se alejó.
Waylander bajó por los escalones, pasó junto a la cascada, atravesó el pequeño jardín entre las rocas y llegó hasta su austero alojamiento. La puerta estaba entornada. Se detuvo junto al umbral y cerró los ojos. Tuvo una sensación de calma y no percibió peligro alguno, de modo que acabó de abrir la puerta y entró. Ustarte, la sacerdotisa, aguardaba sentada en el centro de la sala, con las manos enguantadas reposando en el regazo. El cuello de su túnica de seda roja estaba abotonado hasta la barbilla, como era habitual.
La mujer se levantó al verlo entrar.
—Os ruego que disculpéis mi impertinencia al invadir vuestros aposentos —dijo, inclinando la cabeza.
—Sois bienvenida, Dama.
—¿Por qué habéis dicho a Eldicar Manushan que nos habíamos marchado?
—Sabéis por qué.
—Cierto —admitió la mujer—. Pero ¿cómo sabíais que es un enemigo?
Waylander hizo caso omiso de la pregunta, pasó ante la mujer y se sirvió un vaso de agua.
—Habladme de él.
—No lo conozco personalmente, pero conozco a sus amos. Se trata de un ipsissimus, un poderoso hechicero. Llevo notando las emanaciones de su poder desde hace algún tiempo. Ha cruzado el portal por dos motivos. En primer lugar, para establecer alianzas en este mundo; en segundo lugar, para romper el Gran Hechizo, el sortilegio que impide a sus ejércitos la entrada en este mundo.
—¿Se trata de un rey, o algo así?
—No; es un simple servidor del Consejo de los Siete. Pero creedme, eso lo convierte en alguien mucho más poderoso que la mayoría de los reyes de este mundo. ¿Os habéis dado cuenta de que sabía que estabais mintiendo?
—Por supuesto.
—Entonces, ¿por qué lo habéis hecho?
De nuevo, Waylander pasó por alto la pregunta.
—¿Sois lo bastante fuerte como para oponeros a sus poderes?
—No. No directamente.
—Entonces, vuestros acompañantes y vos deberíais abandonar el palacio. Encontrad algún lugar donde ocultaros, o volved al lugar de donde vinisteis.
—No puedo marcharme ahora.
Waylander tomó la jarra y salió al exterior, derramó el agua tibia sobre las plantas y llenó de nuevo la jarra con agua de la cascada. Cuando volvió a la estancia ofreció un trago a la sacerdotisa, que negó con la cabeza. Waylander llenó de nuevo su copa.
—¿Qué es lo que ofrece Eldicar Manushan a sus aliados potenciales? —preguntó.
—¿Habéis observado atentamente a Aric?
—Parece más esbelto y en forma.
—¿Más joven, quizá?
—Ya veo lo que queréis decir —respondió Waylander—. ¿Es un cambio real o se trata de una falsa impresión?
—Es completamente real, Hombre Gris. Es posible que algunos servidores de Aric hayan tenido que morir para lograrlo, pero es real. Los Siete dominaron hace mucho tiempo el arte de la regeneración, al igual que dominaron el terrible arte de la fusión.
—Si mato al mago, ¿serviría para ayudaros a mantener cerrado el portal?
—Es posible. Pero no podéis matarlo.
—No hay nadie a quien no pueda matar, Dama. Es mi maldición.
—Conozco vuestros talentos, Hombre Gris, pero sé muy bien lo que he dicho: Eldicar Manushan no puede ser asesinado. Podéis atravesarle el corazón con una flecha, o cortarle la cabeza, y aun así no morirá. Si le cortáis los brazos, le volverán a crecer. Los Siete, y aquéllos que los sirven, son inmortales y virtualmente invulnerables.
—¿Virtualmente?
—El uso de los sortilegios es peligroso. Convocar a demonios del tercer nivel conlleva pocos peligros; una vez encamados sólo existen para devorar. Pero la invocación de ciertos demonios del primer y el segundo nivel es extremadamente peligrosa. Esos demonios han de cobrarse una vida. Si no tienen éxito contra la víctima deseada, se vuelven contra el mago que los haya invocado. Si Eldicar Manushan invoca a un demonio del primer nivel y el demonio ve frustrado su objetivo, Eldicar será arrastrado al reino de Anharat, donde probablemente lo descuartizarán.
—Parece un punto débil del que se puede sacar partido —dijo Waylander.
—Se podría hacer. Pero ése es el motivo por el que Eldicar Manushan lleva consigo a ese niño. Se trata de su loachái, su familiar. Eldicar conjura sus hechizos a través del chiquillo y, si algo sale mal, será el chico quien morirá.
Waylander maldijo en voz baja, cruzó la sala y se dejó caer en el sillón cercano al centro, repentinamente cansado. Ustarte se sentó frente a él.
—¿Puede leer las mentes tan bien como vos? —preguntó el Hombre Gris.
—No lo creo.
—Pero sabe que yo mentía acerca de vuestra marcha.
Ustarte asintió.
—Puede haberlo percibido. Como ya he dicho, se trata de un ipsissimus y su poder es muy grande. Pero no es ilimitado, aunque puede convocar demonios, crear ilusiones ópticas, devolver la juventud y la fuerza, y regenerarse si es herido.
La sacerdotisa calló y miró a Waylander con atención.
—Percibo vuestra confusión —dijo al fin—. ¿Qué ocurre?
—El niño. Es evidente que adora a su tío, y también parece que Eldicar le tiene cariño. Es difícil creer que ese muchacho sea una simple herramienta.
—¿Y por eso tenéis dudas sobre si el ipsissimus es realmente malvado? Lo comprendo, Hombre Gris. Los humanos sois criaturas tan maravillosas. Sois capaces de dar muestras de un amor y una compasión sobrecogedoramente inspiradores, y de un odio tan potente y vil que oscurecería el sol. Lo que os resulta tan difícil de aceptar es que ambos extremos están presentes en cada uno de vosotros. Al contemplar las obras de los malvados os decís que deben de ser monstruos inhumanos, ya que aceptar que son simples personas como las demás amenazaría los fundamentos de vuestra existencia. Pero ¿no podéis ver que sois un ejemplo de este hecho, Hombre Gris? En vuestro odio y vuestras ansias de venganza os convertisteis en aquello que perseguíais: un ser salvaje e indiferente, cruel e insensible al sufrimiento. ¿Cuán lejos habríais podido llegar de no haberos encontrado con Dardalion, el sacerdote, y haber sido tocado por su pureza de espíritu? Eldicar Manushan no es un monstruo; es un hombre. Puede reír y alegrarse; puede abrazar al chiquillo y sentir amor por él. Y puede ordenar sin pesar alguno la muerte de miles de personas. Puede torturar, matar, violar y mutilar, y nada de ello le afectará.
»Sí. Eldicar puede amar al chiquillo, pero ama aún más el poder. Los sortilegios de Eldicar Manushan son poderosos, pero cuando los realiza a través del loachái lo son más aún. El niño es un vehículo, una fuente de energía espiritual inagotable.
—¿Estáis segura de ello?
—Percibo la energía de ambos, la del ipsissimus y la del loachái. Cuando trabajan unidas son terriblemente poderosas. —Ustarte se levantó—. Pero ahora debéis cabalgar junto al duque.
—Creo que me quedaré aquí y dormiré un rato —dijo Waylander—. Junto al duque cabalga un centenar de hombres; no me necesita.
—Él no, pero sí Kaisumu. Eldicar Manushan teme a la espada resplandeciente; le gustaría ver muerto al rainí, e intentará que así sea. Kaisumu os necesita, Waylander.
—No es mi lucha —respondió él, aunque sabía, mientras decía aquellas palabras, que no podría abandonar a Kaisumu a su suerte.
—Sí, Waylander; claro que es vuestra lucha. Siempre lo ha sido —dijo la sacerdotisa mientras se dirigía hacia la puerta.
—¿Qué quiere decir eso?
—Ha llegado el momento de convertirse en héroes —respondió Ustarte—. Incluso para los guerreros sombríos que una vez fueron tocados por el mal.
Waylander miró a la mujer mientras cruzaba el umbral y cerraba la puerta tras de sí. Maldijo entre dientes, se puso en pie y se dirigió hacia la armería. Una vez allí, sacó una pesada bolsa de un arcón, la depositó en una encimera y la abrió. Del interior de la bolsa sacó un jubón de cuero negro con hombreras, reforzado con una malla de acero también negra. Volvió al arcón y tomó otros dos paquetes alargados y un cinturón del que colgaban dos vainas vacías.
Cuidadosamente, desenvolvió las dos espadas cortas. Cada una tenía un guardamanos curvado de hierro negro, cubierto de púas oscuras. Las hojas aceitadas destellaban al reflejar la luz. Waylander cogió un paño y las limpió cuidadosamente, evitando tocar los afiladísimos bordes. Se ciñó el cinturón y enfundó las espadas.
Del respaldo de un sillón colgaba un tahalí con puñales arrojadizos. Lo tomó, sacó las seis hojas y las afiló antes de devolverlas a su lugar. Se puso el jubón de cota de malla y se pasó el tahalí por encima de la cabeza. Por último, tomó la pequeña ballesta doble y un carcaj con veinte flechas.
Salió de sus aposentos y subió por los escalones hasta la planta superior, dirigiéndose hacia los establos.
«¿Aprenderás algún día?», se preguntó.
Yu Yu Liang se despertó bañado por la luz del sol, que atravesaba la ventana rematada en arco y hacía resplandecer la blanca colcha de la cama. Sintió una punzada de pesar y suspiró. El hombro lo torturaba terriblemente, aunque no podía recordar el motivo, pero la intensidad del dolor le dejó bien claro que estaba de vuelta en el mundo de la carne. Una sensación abrumadora cayó sobre él, al tiempo que el brillo del sol y el sonido de la brisa lo alejaban de la exquisita armonía de la inconsciencia que había llegado a apreciar tanto. Una figura surgió ante él; un rostro delgado y ascético, de nariz larga y ganchuda.
—¿Cómo te sientes? —preguntó el hombre.
El sonido de la voz fue una molestia más, y Yu Yu sintió desvanecerse la dicha de los años pasados con Quin Chong. La pregunta se repitió.
—Vuelvo a ser de carne —respondió Yu Yu—. Es un incordio.
—¿Carne? Hablaba de tu herida, joven.
—¿Mi herida?
—En el hombro. Una mordedura. Te trajeron el Caballero y tu compañero chiatze. Estabas malherido, joven. Has estado inconsciente las últimas catorce horas.
—¿Horas?
Yu Yu cerró los ojos. No entendía nada; en sus viajes había contemplado el nacimiento de mundos y la caída de estrellas. Grandes imperios se levantaron sobre las nieblas del salvajismo antes de ser anegados por los océanos. Fue consciente de un dolor sordo que palpitaba en su hombro izquierdo.
—¿Por qué he vuelto? —preguntó.
El hombre lo contempló con expresión preocupada.
—Anoche te mordió una bestia demoníaca —dijo—, pero la herida está ya limpia; te estás recuperando bien. Soy Mendyr Syn, el médico.
Y te encuentras en el palacio de Dakeyras, el Caballero.
Mordido la noche anterior.
Yu Yu lanzó un gemido al intentar sentarse. Al momento, la mano de Mendyr Syn lo sujetó por el hombro sano.
—Quédate acostado o se te saltarán los puntos.
—No. Quiero sentarme —refunfuñó Yu Yu.
Mendyr Syn desplazó la mano al bíceps de Yu Yu, para ayudarlo.
—Esto no es muy inteligente, joven. Estás muy débil.
El médico colocó las almohadas tras el herido, y Yu Yu se inclinó hacia él.
—¿Dónde está Kaisumu?
—Ha partido con el duque y sus hombres. Volverá pronto; estoy seguro. ¿Cómo notas la herida?
—Me duele.
Mendyr Syn llenó una copa con agua fresca y la acercó a los labios de Yu Yu. El agua le supo a gloria mientras bajaba por su reseca garganta. Yu Yu apoyó la cabeza contra la almohada, cerró los ojos de nuevo y volvió a dormirse, sin sueños esta vez. Cuando se despertó, la luz del sol ya no caía en la cama, pero aún brillaba contra la pared del fondo.
La habitación estaba vacía, y Yu Yu se encontraba sediento de nuevo. Retiró las mantas e intentó sacar las piernas de la cama.
—Quédate donde estás —dijo una voz—. No estás en condiciones de levantarte.
Otra figura apareció ante él. Yu Yu levantó la mirada hasta el rostro del hombre y se fijó en la nariz hinchada y los ojos enrojecidos. Se trataba del rubio sargento de la guardia que lo había abordado muchos años atrás. Todo era muy confuso.
—¿Qué quieres? —preguntó el hombre.
—Un poco de agua.
El sargento llenó una copa y se sentó al borde de la cama, para ofrecer la bebida a Yu Yu. Éste la cogió con la mano derecha y bebió con avidez.
—Gracias.
Yu Yu hizo un esfuerzo para pensar. En su cabeza bailaban numerosas escenas, como un montón de perlas sin hilo que las ordenase. Cerró los ojos e intentó organizar sus pensamientos, lenta y cuidadosamente. Había dejado las tierras de Chiatze después de pelearse con Shi Da. Después había conocido a los bandoleros y, más tarde, a Kaisumu. Los dos habían llegado a… Las ideas se dispersaron durante un momento; luego recordó el palacio y al misterioso Hombre Gris. Abrió los ojos de nuevo.
—¿Dónde está mi espada?
—No vas a necesitar la espada durante una temporada —dijo el sargento—. Pero ahí está, apoyada en la pared.
—Alcánzamela, por favor.
—No faltaba más.
—No toques nada más que la funda —advirtió Yu Yu.
El guarda tomó el arma y la dejó al alcance del herido. Después regresó a su asiento, junto a la puerta.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó Yu Yu.
—El Caballero me ha ordenado vigilar —dijo, y sonrió—. Es evidente que cree que tienes enemigos.
—¿Eres uno de ellos?
El hombre suspiró.
—Sí. Seré sincero contigo: no me gustas, amarillo. Pero soy leal al Caballero. Me trata bien, y yo a cambio obedezco sus órdenes. Absolutamente. Poco me importa si vives o mueres, pero ninguno de tus otros enemigos se te acercará mientras yo viva.
Yu Yu sonrió.
—Te deseo que vivas mucho tiempo —dijo.
—¿Es cierto que fuisteis atacados por sabuesos demoníacos?
Los recuerdos dispersos de Yu Yu fueron regresando; las ruinas y la luz de la luna; los sabuesos negros que se movían sigilosamente entre las sombras.
—Es cierto.
—¿Qué aspecto tenían?
—Hacían que los lobos pareciesen cochinillos —respondió Yu Yu, estremeciéndose.
—¿Estabas asustado?
—Aterrorizado, más bien… Por cierto, ¿cómo está tu nariz?
—Me duele. —El sargento se encogió de hombros—. Debería haber recordado el consejo de mi padre: «Si vas a luchar, lucha; no hables». Pegas duro, amarillo.
—Me llamo Yu Yu.
—Y yo Emrin.
—Me alegro de conocerte.
—No te alegres demasiado. Tengo intención de devolverte el golpe tan pronto como estés en forma.
Yu Yu sonrió y volvió a quedarse dormido. Cuando despertó ya era de noche; Emrin había encendido una lámpara y la había colgado de la pared del fondo. El soldado echaba una cabezada, recostado en la silla. Yu Yu estaba hambriento y recorrió la habitación con la mirada, en busca de algo comestible; no había nada. Movió las piernas con cuidado, se sentó en el borde de la cama y, usando la espada como bastón, se puso en pie lentamente. Sintió las piernas vacilantes.
Emrin se despertó.
—¿Qué crees que estás haciendo?
—Voy a buscar comida —respondió Yu Yu.
—La cocina está dos plantas más abajo; no llegarás nunca. Espera un poco; una de las muchachas traerá algo de comer dentro de una hora.
—No me gusta estar aquí tumbado —dijo Yu Yu—. No me gusta estar… débil.
De repente, las piernas se le aflojaron y cayó sobre la cama. Lanzó una maldición en chiatze.
—Está bien —dijo Emrin—. Te ayudaré. Pero no puedes pasearte desnudo por el palacio.
Emrin cruzó la habitación, recogió las ropas de Yu Yu y las llevó hasta la cama. Yu Yu se las arregló para ponerse las calzas y Emrin lo ayudó con las botas de piel de lobo. No había forma de que Yu Yu pudiera levantar el brazo herido para ponerse el jubón, de modo que fue hasta la puerta a pecho descubierto, ayudado por Emrin.
—Eres más duro de lo que pareces, amarillo —dijo el guardia.
—Y tú no eres tan fuerte como pareces, Nariz Rota —replicó Yu Yu.
Emrin rió entre dientes y abrió la puerta. Poco a poco se abrieron camino por el pasillo, dirigiéndose hacia las escaleras.
Unos minutos después de que se fueran, una esfera de luz brillante se materializó ante la puerta del dormitorio de Yu Yu. De ella emanaba un aire frío, y una capa de escarcha cubrió la alfombra. La esfera se hinchó y se fue convirtiendo en una niebla blanca y helada que se arremolinó y creció hasta ocupar todo el espacio, del suelo al techo.
Un sonido reptante surgió del interior de la niebla, y tras éste emergieron dos gigantescas criaturas lampiñas del color de los huesos secos. Una de ellas se agachó, entró en la habitación y golpeó brutalmente la cama con uno de sus enormes brazos; la cama se estrelló contra la pared y se hizo pedazos. La otra bajó la cabeza y sus diminutos ojos rojizos observaron malévolamente el pasillo. Una tercera bestia apareció entre la niebla: una serpiente de escamas blancas y cabeza larga y achatada. La cabeza se balanceó sobre la alfombra, husmeando el aire por las hendiduras del hocico. Entonces se deslizó sinuosamente por el pasillo, dirigiéndose hacia las escaleras.
La niebla se replegó tras las otras dos bestias y flotó por el pasillo, siguiendo a la serpiente.
La cocina tendría unos cincuenta pies de largo por veinte de ancho, y en ella se veían unos grandes hornos de hierro con la encimera de piedra. La pared norte estaba cubierta de estantes donde se apilaban montones de platos, jarras y vasos. Había cinco armarios enormes, esmeradamente construidos y con puertas acristaladas, que contenían copas y fuentes de cristal tallado. Bajo los estantes había aparadores llenos de utensilios de cocina y cuberterías. La gran sala tenía dos puertas principales: una en la pared oriental, que daba a las escaleras y a la torre sur, y otra que se abría a una escalera curvada que terminaba en la sala de banquetes principal.
No había ventanas y, a pesar de que la mayor parte del calor de los hornos escapaba por una serie de chimeneas ocultas, la cocina podía llegar a resultar insoportablemente calurosa cuando se preparaban grandes cantidades de comida y docenas de criados trajinaban en su interior.
Incluso en aquel momento, cuando los criados estaban durmiendo y sólo había dos lámparas encendidas, la sala retenía buena parte del calor producido durante la preparación de las cenas, haría apenas un par de horas. Kiva fue hasta un cajón y sacó de él un cuchillo; después abrió la puerta de la despensa y tomó un trozo de pan crujiente, un tajo de jamón asado a la miel y un plato con mantequilla, y colocó todo ello en la enorme encimera de mármol.
—Eso es un cuchillo de carne —dijo Norda, riéndose—. ¿No tienes modales, granjera?
Kiva le sacó la lengua y siguió cortando rebanadas de pan.
—Un cuchillo es un cuchillo —dijo—. Si está afilado, cortará el pan.
Norda hizo girar los ojos en un cómico gesto de falso horror.
—Hay cuchillos para el pescado, para el pan, para la carne, para trinchar, para pelar, para las frutas y para el queso. Tendrás que aprender cuáles son si quieres servir las mesas en los banquetes del Caballero.
Kiva no le hizo caso; levantó la tapa que cubría la mantequilla y cortó un trozo, que extendió por el pan.
—Ah, sí —dijo Norda—. También hay cuchillos para la mantequilla.
—Menudo desperdicio de metal —se burló Kiva.
Norda se rió de nuevo.
—Los cuchillos son como los hombres: cada uno sirve para una cosa. Algunos son buenos cazadores, algunos son buenos amantes…
—¡Chist! ¡Delante del chiquillo no!
Norda no pudo evitar otra carcajada.
—Está dormido. Así son los niños; primero quieren jugar y luego tienen hambre. Y en el tiempo que tardas en traerlos a la cocina y prepararles algo de comer se quedan dormidos y te quedas plantada con una montaña de comida.
Norda miró al chiquillo rubio, dormido en un banco con la cabeza apoyada en el brazo.
—Qué encanto —susurró—. Un día volverá locas a las muchachas; se nota. Esos ojos azules derretirán el corazón más duro. Las chicas se quitarán la ropa en menos tiempo del que tú tardas en decir «cuchillo».
—Quizá no sea así —dijo Kiva—. Quizá se enamore de una mujer, se case con ella y forme una buena familia.
—Cierto —asintió Norda—. Quizá se vuelva aburrido.
—¡Oh, eres incorregible!
Kiva cortó una loncha de jamón, la colocó entre dos rebanadas de pan y dio un mordisco.
—¡Qué vergüenza! —rió Norda—. Y, por cierto, tienes mantequilla en la cara.
Kiva se limpió con el dorso de la mano y lamió la mantequilla.
—Demasiado buena para desperdiciarla —dijo, riendo— ante la expresión de disgusto de Norda. —Anda, enséñame esa maravillosa colección de cuchillos.
Norda se acercó a un cajón de pino y reunió dos puñados de cuchillos con mango de hueso, que dispuso en la mesa frente a Kiva. Variaban desde los de ocho pulgadas de largo y terriblemente afilados hasta los de dos pulgadas con la punta redondeada. Uno estaba curvado como un sable y rematado en dos puntas.
—¿Para qué es éste? —preguntó Kiva.
—Para el queso. Primero se corta un trozo; después se da la vuelta a la hoja y se pincha con las dos puntas.
—Son muy bonitos —dijo Kiva, examinando los ornamentados mangos de hueso.
La puerta del extremo de la cocina se abrió, y Kiva vio entrar a Emrin, que sostenía a Yu Yu Liang. El rostro del chiatze estaba gris de agotamiento, pero se iluminó con una amplia sonrisa cuando vio a Norda. Emrin no estaba tan contento, y sus labios dibujaban una línea adusta.
—¡Ah, el día mejora por momentos! —dijo Yu Yu—. ¡Dos hermosas mujeres y algo de comer!
Emrin soltó el brazo de Yu Yu y éste trastabilló, manteniendo el equilibrio a duras penas gracias a la espada enfundada que le servía de bastón. Emrin se acercó a la gran mesa, sacó el cuchillo de caza y se cortó unos trozos de jamón. Norda corrió al lado de Yu Yu y lo ayudó a llegar hasta la mesa.
—Mis dos hombres favoritos —dijo.
—Tienes demasiados favoritos —espetó Emrin.
Norda se volvió hacia Kiva y le guiñó un ojo.
—Se ha peleado por mí, ¿sabes? ¿Verdad que es muy galante por su parte?
—No me he peleado por ti —dijo Emrin—. Me he peleado por tu culpa. Hay una pequeña diferencia.
—¿Verdad que está atractivo con sus heridas de guerra? —prosiguió Norda—. Esos ojos oscuros; esa nariz grande e hinchada…
—¡Ya basta, Norda! —ordenó Kiva.
Rodeó la mesa y apoyó la mano en el brazo de Emrin.
—Yo, por mi parte, estoy orgullosa de ti.
—¿Por qué? —preguntó Norda—. ¿Por haber estrellado la nariz contra el puño de Yu Yu?
—¡Oh, cállate! —protestó Kiva—. Hoy se ha pasado el día vigilando a Yu Yu, y ahora acaba de ayudarlo a llegar a la cocina. Hace falta ser todo un hombre para dejar de lado el rencor y hacer lo correcto.
—Cierto; es un buen hombre —dijo Yu Yu—. Me cae bien. A todo el mundo le cae bien. ¿Podemos comer ahora?
—¡Estás temblando! —dijo Norda—. ¡No deberías haberte levantado, tonto!
Un soplo de aire frío entró por la puerta del fondo. Kiva corrió hasta la puerta, la empujó y cerró el pestillo, mientras Norda recogía una frazada y cubría con ella los hombros de Yu Yu.
—No me había dado cuenta de que aquí hacía tanto frío —dijo Emrin.
Norda no le hizo caso y continuó trajinando alrededor del hombre herido, sirviéndole comida y zumo. Emrin se alejó de la mesa. Podía oír sonidos que procedían de las escaleras, más allá de la otra puerta, y se acercó a ella. La puerta se abrió en el momento en que la alcanzaba; el anciano Omri entró, seguido de dos guerreros y un joven. Omri saludó a Emrin con una inclinación de cabeza, y acto seguido ordenó a Kiva que sirviera algo de comer a Niallad y sus guardaespaldas.
El hijo del duque se detuvo junto al chiquillo dormido y le sonrió.
—Creo que lo hemos agotado en la playa —dijo.
Kiva cortó una docena de lonchas gruesas de jamón, las repartió en tres fuentes y se las ofreció a los recién llegados, quienes se sentaron a la mesa y se pusieron a comer. El joven noble le dio las gracias, pero los guardaespaldas se limitaron a atacar la comida. Uno de ellos, el más alto, un hombre de barba espesa y profundos ojos marrones, observó la espada de Yu Yu, que reposaba en la mesa. La empuñadura era negra y carente de adornos, al igual que la funda lacada.
—No me parece nada especial —dijo, estirando la mano hacia ella.
—No la toques —dijo Yu Yu.
—O si no, ¿qué? —espetó el hombre agresivamente, sin detener el movimiento la su mano.
—Haz lo que dice, Gaspir —intervino el joven noble—. A fin de cuentas, es su espada.
—Sí, mi señor —dijo Gaspir, mirando con rencor a Yu Yu—. De todas formas, sólo son estupideces. ¡Espadas mágicas!
Beric, el chiquillo, se despertó y se incorporó. Parpadeó y se estiró y, de repente, lanzó un grito. Kiva siguió su mirada y vio cómo una niebla blanca se arremolinaba al pie de la puerta del fondo. Yu Yu lo vio y maldijo en voz baja. Dejó escapar un gruñido de dolor mientras alcanzaba la espada y la desenvainaba. La hoja resplandecía con un fulgor azulado. Yu Yu intentó mantenerse en pie, pero cayó contra la mesa.
—¿Qué ocurre? —gritó Omri, pálido de miedo.
—Los demonios… están aquí —dijo Yu Yu, irguiéndose de nuevo. La sangre comenzó a empaparle el vendaje del hombro.
Omri retrocedió para alejarse de la niebla, en dirección a la puerta por la que había entrado momentos antes. Emrin vio que el anciano temblaba de forma incontrolable.
—Aguanta, amigo mío —susurró.
—Hemos de salir de aquí —dijo Omri.
La niebla se expandía claramente, y la temperatura bajaba cada vez más deprisa. Gaspir y Naren se alejaron de la mesa empuñando las armas. Kiva tomó un largo cuchillo de trinchar y lo sopesó; después lo equilibró en la mano.
—¡Tenemos que huir! —gritó Omri, con voz estrangulada.
Emrin se giró hacia el anciano, que ya corria hacia la otra puerta. Emrin estaba a punto de ir tras él cuando se fijó en que un débil y oscilante hilo de niebla se escurría bajo la puerta que Omri estaba a punto de alcanzar.
—¡No, Omri! ¡La niebla…! —gritó.
Pero ya era demasiado tarde. Omri tiró del pestillo; la puerta se abrió bruscamente y la niebla envolvió al anciano. Un enorme brazo rematado en una garra golpeó como un latigazo, le aplastó los huesos y lanzó un surtidor carmesí que salpicó toda la mesa. Un segundo golpe rompió el cráneo del mayordomo en mil pedazos.
Emrin se lanzó contra la puerta, la cerró de un empujón y corrió el pestillo antes incluso de que el cuerpo de Omri golpease el suelo. Sonó un crujido atronador, y uno de los paneles de la puerta se hizo astillas. Emrin desenvaino la espada y retrocedió hasta el centro de la cocina.
Se oyó otro golpe en la segunda puerta. Yu Yu dio un paso al frente, pero cayó. Emrin lo agarró por el brazo y lo puso en pie de un tirón. Beric, el pequeño paje, había dejado de gritar y permanecía acurrucado en el banco. Kiva fue hacia él, pero cuando llegó a su lado, el chiquillo se escurrió y corrió hacia donde esperaba el resto del grupo. El joven Niallad desenvaino la daga y apoyó una mano en el hombro del chico.
—Ten valor, Beric. Te protegeremos —dijo, pero su voz sonaba temerosa y le temblaban las manos.
El paje se agachó y se acurrucó bajo la mesa. Norda ya estaba ahí, con el rostro escondido entre las manos.
La niebla helada serpenteó por el suelo de piedra. La puerta de la derecha cedió, y un muro de niebla penetró en la cocina. La espada de Yu Yu se alzó y desprendió un relámpago azulado que atravesó la niebla, rebotando y crujiendo. Un terrible grito de dolor salió del interior del velo helado.
—¡Levanta la espada! —dijo Yu Yu a Emrin.
Éste obedeció, y Yu Yu tocó con su hoja la espada del sargento. Instantáneamente, el fuego azulado fluyó de una espada a la otra.
—¡Vosotros también! —gritó a Gaspir y a Naren.
Las espadas de éstos brillaron a su vez. Yu Yu lanzó una orden.
—No durará mucho. ¡Atacad ya!
Los tres guerreros dudaron durante un instante. Entonces, Emrin cargó contra la niebla, sajándola con la espada. Saltaron más relámpagos y la niebla comenzó a retroceder. Gaspir y Naren se le unieron. Una inmensa figura blanca se destacó entre la niebla y se lanzó contra el barbudo Gaspir, levantándolo del suelo. Naren cayó presa del pánico e intentó huir; pero, en el instante en que se giraba, la bestia extendió el brazo; Kiva vio cómo se arqueaba el cuerpo del guardaespaldas cuando las uñas de una garra le entraron por la espalda y asomaron por el pecho. La sangre borboteó de la boca del hombre moribundo.
Emrin lanzó una estocada contra el vientre de la bestia y alzó la espada en un solo movimiento, cortando hasta el pecho. La criatura bramó de dolor, soltó el cuerpo de Naren y se enfrentó a su atacante. Kiva extendió el brazo; el cuchillo voló a través de la sala y se clavó profundamente en un ojo de la bestia cuando ésta se alzaba ante Emrin. Yu Yu avanzó en aquel instante y lanzó un tajo con la espada rainí. Ésta penetró profundamente en el blanco cuello de la criatura, cortando carne y hueso. La bestia trastabilló y dio un golpe a la mesa, tirándola.
La niebla retrocedió, se deslizó por el suelo y desapareció por la puerta más alejada.
La temperatura de la sala comenzó a elevarse. Gaspir se puso en pie y empuñó la espada, que había dejado de brillar. Un débil resplandor azul permanecía en la hoja de Yu Yu, pero ya se estaba desvaneciendo. Yu Yu cayó de rodillas y respiró entrecortadamente; la herida de su hombro había vuelto a abrirse y la sangre fluía a través del vendaje, empapándole el pecho desnudo. Emrin se acercó a él.
—Aguanta, amarillo —dijo—. Deja que te ayude.
Yu Yu, sin fuerzas, se apoyó contra Emrin. Kiva y Norda ayudaron al sargento a levantar al chiatze y lo sentaron junto a la mesa.
—Esas cosas… ¿se han ido? —preguntó Niallad, escrutando las escaleras en sombras.
—La espada ha dejado de brillar —dijo Kiva—. Creo que se han ido. Pero pueden volver.
El joven noble la miró y forzó una sonrisa.
—Has hecho un lanzamiento magnífico —dijo—. Rara vez he visto un cuchillo de trinchar mejor usado.
Kiva no respondió. Se agachó junto al cuerpo sin vida del anciano Omri. Era un buen hombre; no merecía acabar así.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Gaspir—. ¿Nos vamos o nos quedamos?
—Nos quedamos… un rato —dijo Yu Yu—. Aquí nos podemos defender. Sólo… dos entradas.
—Estoy de acuerdo —dijo Gaspir—. A decir verdad, no se me ocurre nada que me pueda hacer subir por ninguna de esas escaleras.
Mientras hablaba, se oyó el eco inquietante de un grito, a lo lejos. Después, otro más.
—Hay gente que muere ahí arriba —dijo Emrin—. ¡Debemos ayudarla!
—Mi tarea es proteger al hijo del duque —respondió Gaspir—. Pero si quieres subir a la carga por esas escaleras, hazlo…
El hombre barbudo observó al casi inconsciente Yu Yu antes de seguir hablando.
—Creo que sin la magia de esa espada no durarás ni diez segundos.
—He de ir —afirmó Emrin, y empezó a dirigirse hacia la puerta. Kiva lo interrumpió.
—¡No!
—¡Es mi deber! ¡Soy el sargento de la guardia!
Kiva rodeó la mesa y se acercó a él.
—Escúchame, Emrin. Eres un hombre valiente; todos lo hemos visto. Pero con Yu Yu tan malherido no tenemos la menor posibilidad de defendemos sin ti. Debes quedarte aquí. El Hombre Gris te ordenó proteger a Yu Yu y no puedes hacerlo si desapareces escaleras arriba.
Sonaron más gritos por encima de ellos. Emrin permaneció ante la puerta en sombras.
—Confía en mí —susurró Kiva, cogiéndolo del brazo.
El rostro del hombre tenía una expresión hechizada mientras los gritos seguían resonando en las plantas superiores.
—No puedes ayudarlos —insistió Kiva. Entonces se dirigió a Gaspir—. Tenemos que atrancar las puertas. Moved los armarios del fondo y apoyadlos contra aquella entrada. Emrin y yo bloquearemos ésta.
—No recibo órdenes de criadas —espetó Gaspir.
—No era una orden —dijo Kiva, reprimiendo la ira—, y os pido disculpas si ha sonado como tal. Pero hay que bloquear las puertas, y hace falta alguien fuerte que pueda mover esos armarios.
—Haz lo que dice —intervino Niallad—. Yo te ayudaré.
—Será mejor que os apresuréis —advirtió Kiva—. La espada de Yu Yu está empezando a brillar otra vez.