Waylander dejó atado al caballo cerca del lago y se desplazó cautelosamente entre los carromatos abandonados, examinando las huellas. La caravana había llegado a aquel lugar y los viajeros habían alineado los carros a un lado, probablemente con la intención de dejar descansar a los caballos. Algunas de las huellas que se observaban en el barro pertenecían a pies pequeños, y muchas de ellas indicaban que quienes las habían dejado corrían hacia la orilla cercana. Un par de botas y un jubón amarillo estaban colocados sobre una roca, por lo que, sin duda, al menos uno de los carreteros se estaba preparando para ir a nadar. El terreno estaba demasiado pisoteado para que Waylander pudiera saber con certeza lo que había sucedido después, excepto que muchos adultos habían caminado juntos hacia el lago. Salpicaduras rojizas manchaban los troncos de los árboles cercanos, y grandes manchas de sangre, en la hierba, dejaban pocas dudas de lo que había ocurrido a continuación. Los miembros del grupo habían sido masacrados por enormes criaturas cuyos pies con forma de garra habían dejado profundas huellas en el suelo.
La misma hierba habría sido otro misterio, si no recordara lo que había relatado Kaisumu sobre el frío intenso que acompañaba a la llegada de la niebla. La temperatura glacial había acabado con las plantas a ras del suelo.
Waylander avanzó con precaución por el escenario de la matanza, examinando las huellas de los jinetes que habían aparecido posteriormente en la escena. Veinte caballos, quizá treinta, habían entrado en el bosque, y después habían partido, todos en la misma dirección. Por todo el lugar se veían pájaros muertos, docenas de ellos. También halló el cadáver de un zorro semioculto entre los arbustos, al norte de los carros. Ninguno de los animales mostraba marca alguna.
Waylander se adentró más en el bosque, siguiendo la pista de las aves muertas y la hierba congelada, hasta que llegó a lo que parecía ser el origen del rastro. Se trataba de un círculo perfecto, de unos treinta pies de diámetro. Waylander caminó alrededor, intentado hacerse una idea lo más exacta posible de lo que había ocurrido. Una niebla helada se había formado en el círculo y después se había desplazado hacia el oeste como llevada por un fuerte viento. Todo lo que se había atravesado en su camino había muerto, incluidos los arrieros y sus familias.
Pero ¿dónde estaban los restos de los cadáveres? ¿Los huesos? ¿Las ropas desgarradas?
Dejó el rastro, dirigiéndose hacia los carromatos, y se detuvo para examinar con más atención una zona en que los arbustos habían sido aplastados y arrancados del suelo. La sangre encharcaba la tierra en el lugar donde había sido arrastrado uno de los caballos, y Waylander encontró más huellas de garras. Una de las criaturas había matado al animal y se había apartado de la senda, adentrándose más en el bosque. Pero el rastro de sangre se interrumpía de forma abrupta. Waylander se agachó y pasó los dedos por la tierra. El caballo había sido arrastrado hasta aquel punto y daba la impresión de que justo allí había salido flotando. No había sido devorado en el lugar. Ni siquiera un demonio de diez pies de alto podía haber consumido un caballo entero, y no había señales de que ninguna otra criatura hubiese participado en el festín. Pero no había manchas, ni huesos, entrañas o cualquier otro despojo.
Waylander se puso en pie de nuevo y observó los alrededores. Todas las huellas de zarpas, a partir de aquel punto, iban en la misma dirección: el lago. Los demonios, tras masacrar a los arrieros y a los animales de tiro, habían regresado al lugar donde él se encontraba en aquel momento y se habían desvanecido. Por increíble que pareciese, no había otra explicación: habían vuelto adonde quisiera que fuese el lugar del que habían llegado, llevándose a las víctimas.
La luz comenzaba a menguar. Waylander regresó al lugar en que esperaba su caballo, y montó.
Para empezar, ¿qué había hecho que se materializasen los demonios? Con toda seguridad, que apareciesen junto a la caravana no había sido fruto del azar. Por lo que Waylander sabía, se habían producido dos ataques: el sufrido por Matze Chai y sus hombres y el que había caído sobre los desdichados arrieros. Los dos grupos estaban formados por un gran número de hombres y caballos.
O, desde otro punto de vista, por una cantidad enorme de comida.
Waylander tiró de las riendas para alejarse del bosque, y cabalgó junto a la orilla del lago. No había sucedido nada semejante en todos los años que llevaba en Káidor. ¿Por qué precisamente entonces?
El sol comenzó a esconderse tras los picos de las montañas mientras caballo y jinete se alejaban del lago, en dirección a las distantes ruinas. Waylander sintió cómo crecía la inquietud en su interior. Desenfundó la ballesta y colocó dos flechas, listas para disparar.
Yu Yu Liang se había asustado cuando su espada comenzó a resplandecer. En aquel momento, una hora más tarde, habría dado todo lo que poseía por estar simplemente asustado. La luna y las estrellas habían quedado cubiertas por las nubes, y la única luz existente era la que emanaba de la hoja que sostenía en las manos. Llegaban sonidos apagados desde más allá de los muros en ruinas, en todas las direcciones. El sudor cayó sobre los ojos de Yu Yu mientras intentaba ver más allá de los montones de escombros. Había intentado despertar a Kaisumu en dos ocasiones, la segunda de ellas enérgicamente, pero había tenido el mismo éxito que si hubiera querido despertar a un cadáver.
La boca de Yu Yu estaba seca. Oyó un roce en el terreno pedregoso, a la izquierda, y giró hacia aquel lugar levantando la espada. Bajo su brillo alcanzó a ver una sombra oscura que desapareció tras las rocas. Un gruñido grave surgió de algún lugar, cerca de él, y el sonido levantó ecos en el aire nocturno.
Yu Yu estaba petrificado. Le empezaron a temblar las manos, y aferró la empuñadura de la espada con tanta fuerza que casi dejó de sentir los dedos.
—Son perros salvajes —musitó—. Buscan despojos. No hay nada que temer.
Pero no conseguía convencerse de que unos perros salvajes hubieran hecho brillar la espada del rainí.
Se quitó el sudor de los ojos con una mano temblorosa y volvió la mirada hacia los caballos. Estaban amarrados junto a las ruinas. La yegua gris se agitaba, aterrorizada, con los ojos desmesuradamente abiertos y las orejas dobladas, pegadas al cráneo. El bayo de Kaisumu pateaba el suelo con nerviosismo. Desde donde se encontraba, Yu Yu alcanzaba a ver la línea de las colinas y el barranco por el que había descendido apenas unas horas antes. Si corría hacia la yegua y salía al galope, podría desandar el camino y estar lejos de las condenadas ruinas en cuestión de momentos.
La idea fue como un trago de agua fresca en la garganta de un hombre sediento.
Entonces, su mirada cayó sobre el cuerpo sentado de Kaisumu. Tenía el rostro sereno, como siempre. Yu Yu lanzó un sonoro juramento, sintiendo la irritación crecer en su interior.
—Sólo un idiota saldría a cazar demonios —dijo con voz ahogada.
La luz de la luna atravesó un claro entre las nubes e iluminó la ciudad fantasma de Kuan Hador. Yu Yu vio, en la repentina claridad, varias formas oscuras que corrían a esconderse entre los escombros. Antes de que pudiera enfocar la mirada, el claro se cerró y la oscuridad cayó de nuevo. Yu Yu se pasó la lengua por los labios y retrocedió hasta situarse de nuevo junto a Kaisumu.
—¡Despierta! —gritó, al tiempo que daba una patada al espadachín.
La luna apareció otra vez. Y otra vez se dispersaron las formas oscuras. Pero en aquella ocasión se hallaban más cerca. Yu Yu se frotó las palmas sudorosas en las perneras de las calzas y volvió a empuñar la espada, inclinándola a izquierda y derecha para relajar los músculos de los hombros.
—¡Soy Yu Yu Liang! —gritó—. ¡Soy un gran espadachín y no le tengo miedo a nada!
—Puedo oler tu miedo —le llegó una voz sibilante.
Yu Yu saltó hacia atrás, tropezó con el resto de un muro y cayó sobre él. Se las apañó para volver a ponerse en pie y, justo en aquel instante, una gran figura negra se precipitó sobre él; unas enormes fauces abiertas, con largos colmillos chasqueantes. Yu Yu golpeó con la espada, que acertó de lleno en el cuello de la bestia, atravesó carne y hueso y salió por el otro lado, disparando un surtidor de sangre. El cuerpo muerto de la criatura siguió su movimiento y chocó contra Yu Yu, quien cayó pesadamente. Yu Yu rodó y volvió a levantarse. Un vapor neblinoso comenzó a rezumar del cadáver que tenía a los pies, y un hedor insoportable llenó el aire.
Otras cinco bestias surgieron de las ruinas, avanzaron entre las piedras y formaron un círculo alrededor de Yu Yu. Éste vio que se trataba de una especie de sabuesos, de un tipo que no había visto nunca. Los hombros de las bestias eran terriblemente musculosos, y las cabezas, enormes. Los cinco pares de ojos se hallaban clavados en él, y percibió una feroz inteligencia en las siniestras miradas.
La yegua gris reculó bruscamente, se liberó de sus ataduras y saltó el muro. El bayo la siguió, y los dos animales huyeron al galope en dirección a las colinas. Los enormes sabuesos hicieron caso omiso de los caballos.
La extraña voz sonó de nuevo, y Yu Yu se dio cuenta de que procedía de algún lugar dentro de su cabeza.
—Tu orden ha caído muy bajo desde los tiempos de la Gran Batalla. A mis hermanos les encantará saber de vuestra decadencia. Los poderosos riai nor, que una vez fueron leones, son hoy monos asustadizos con espadas que brillan.
—Muéstrate —dijo Yu Yu—, y este mono separará tu puta cabeza de tus putos hombros.
—¿No puedes verme? Mejor que mejor.
—Él no. Pero yo sí que te veo, engendro de las tinieblas —dijo la voz de Kaisumu.
El menudo rainí se levantó, se situó junto a Yu Yu y habló de nuevo.
—Esconderte entre las sombras no te librará mucho tiempo.
Yu Yu echó una ojeada hacia Kaisumu y vio que éste miraba hacia el muro oriental. Entrecerró los ojos, intentando descubrir a la figura que hablaba, pero no vio nada.
Los sabuesos demoníacos comenzaron a moverse, pero Kaisumu no desenvainó aún la espada.
—Ya veo que aún quedan leones en este mundo —dijo la voz—. Pero hasta los leones pueden morir.
Los sabuesos atacaron. La espada de Kaisumu relampagueó a izquierda y derecha. Dos de las bestias cayeron, estrellándose contra las piedras. Una tercera saltó sobre Yu Yu y le clavó los colmillos en el hombro. Yu Yu lanzó un grito de dolor, pero hundió la espada en el vientre de la bestia, que abrió las mandíbulas, agonizante, y emitió un aullido feroz. Yu Yu liberó la espada y la dejó caer contra el cráneo del sabueso; la hoja atravesó el hueso y se quedó atascada. Yu Yu intentó liberarla, desesperadamente, mientras las dos bestias restantes se lanzaban sobre él. La espada de Kaisumu segó el cuello de la primera, pero la otra apuntaba ya a la garganta de Yu Yu.
Una saeta negra pareció materializarse en la cabeza de la criatura. Otra más le atravesó el cuello, y el sabueso cayó a los pies de Yu Yu. Éste liberó al fin la espada, y giró sobre sí mismo justo a tiempo de ver cómo el Hombre Gris, en su caballo plateado, bajaba la ballesta que sostenía.
—Es hora de irse —dijo el Hombre Gris, señalando hacia el este.
Una niebla espesa se estaba extendiendo a través de la antigua ciudad, semejante a un muro de vapor que se dirigía lentamente hacia donde se encontraban los tres hombres. El Hombre Gris hizo dar la vuelta a su corcel y se alejó al galope; Yu Yu y Kaisumu lo siguieron. El dolor en el hombro de Yu Yu se intensificaba, y comenzó a sentir cómo fluía la sangre de la herida y le bajaba por el brazo. A pesar de ello siguió corriendo a toda velocidad. A lo lejos vio al Hombre Gris, aún cabalgando.
—¡Así te parta un rayo, desertor! —gritó Yu Yu.
Miró hacia atrás y pudo ver cómo se acercaba la niebla, avanzando más rápidamente de lo que él podía correr. Kaisumu volvió la mirada, a su vez. Yu Yu tropezó y estuvo a punto de caer. Kaisumu lo sujetó por un brazo.
—Sólo un poco más —dijo Kaisumu.
—No… podemos… dejarlos atrás.
Kaisumu no dijo nada, y los dos hombres prosiguieron su carrera en la oscuridad. Yu Yu oyó unos relinchos y, al levantar la mirada, vio al Hombre Gris que volvía cabalgando, llevando de las riendas a la yegua y al bayo. Kaisumu ayudó a montar a Yu Yu, tras lo cual subió a su caballo.
La niebla se hallaba ya muy cerca, y Yu Yu pudo oír los salvajes sonidos que salían del interior. La yegua gris no necesitaba que la espoleasen; arrancó a toda velocidad mientras Yu Yu se aferraba al pomo de la silla. El animal resoplaba pesadamente cuando alcanzaron la base de las colinas, pero el pánico multiplicaba sus fuerzas y no se detuvo mientras ascendían por la escarpada ladera.
Un poco más arriba, el Hombre Gris se detuvo, hizo dar la vuelta a su montura y contempló el valle.
La niebla había alcanzado la base de la ladera, pero no pasó de allí. Yu Yu se balanceó en la silla, sintió cómo la mano de Kaisumu lo agarraba del brazo, y se desmayó.
Mendyr Syn, el cirujano, un hombre alto vestido con una toga azul, reemplazó la cataplasma que cubría el hombro del inconsciente chiatze y suspiró.
—Nunca había visto una herida como ésta —dijo a Waylander—. Parece una simple mordedura, pero la carne sigue separándose en vez de cicatrizar. Ahora está peor que cuando lo trajisteis.
—Lo veo —contestó Waylander—. ¿Qué puedes hacer?
El hombre se encogió de hombros, se acercó a una jofaina y comenzó a lavarse las manos.
—He limpiado la herida con lorassium, que habitualmente resulta eficaz contra cualquier infección, pero la sangre no se coagula. De no saber que es imposible, diría que lo que sea que haya en la herida sigue comiéndose la carne.
—Entonces, ¿se está muriendo?
—Me temo que así es. Su corazón late, pero su cuerpo está perdiendo peso. Quizá no pase de esta noche. A decir verdad, ya debería estar muerto, pero es un tipo duro.
El cirujano se secó las manos con una toalla limpia y contempló el rostro ceniciento de Yu Yu Liang.
—¿Decís que fue un sabueso lo que lo mordió?
—Sí.
—Espero que lo hayan matado.
—Así ha sido.
—Lo único que puedo aventurar es que había algún tipo de veneno en la mordedura. Quizá el animal había comido algo y tenía restos ponzoñosos entre los dientes.
El cirujano se rascó el puente de la nariz y se sentó junto al moribundo.
—No puedo hacer nada por él —añadió, con una nota de exasperación en la voz.
—Me quedaré a velarlo —dijo Waylander—. Vete a descansar un poco. Pareces agotado.
Mendyr Syn asintió y levantó la mirada.
—Lo siento —dijo—. Habéis sido extremadamente generoso ayudándome en mi investigación, y mi única oportunidad de devolveros el favor ha sido un fracaso.
—No necesitas devolverme ningún favor. Has ayudado a muchos que lo necesitaban.
El cirujano se puso en pie cuando la puerta se abrió y Ustarte, la sacerdotisa, entró en la habitación, seguida de Kaisumu. La mujer saludó a Waylander y a Mendyr Syn con sendas inclinaciones de cabeza.
—Os ruego que disculpéis esta intrusión —dijo, mirando a los ojos azules del cirujano—, pero he pensado que puedo ser de alguna ayuda. No obstante, no deseo ofenderos.
—No soy un hombre arrogante —respondió Mendyr Syn—. Si hay algo que podáis hacer por este hombre, os quedaré profundamente agradecido.
—Sois muy amable —dijo Ustarte.
La sacerdotisa se acercó al herido. Con una mano enguantada levantó la cataplasma y examinó la herida.
—Necesitaré un plato de metal —dijo—, y más luz.
Mendyr Syn salió unos instantes de la habitación, regresó con una palangana de cobre y otra lámpara y colocó ambos objetos junto al lecho.
—Quizá sea tarde para salvarlo —continuó la sacerdotisa—. Mucho depende de la fuerza del cuerpo y del espíritu de este hombre.
Ustarte introdujo la mano en el bolsillo delantero de su túnica de seda roja y sacó un disco de cristal azul, de unas tres pulgadas de diámetro, insertado en una montura de oro.
—Acercad una silla y sentaos junto a mí —dijo a Mendyr Syn.
El médico siguió las indicaciones. Ustarte se inclinó y pasó la mano sobre el recipiente de cobre. De éste surgieron unas llamas que siguieron ardiendo sin combustible alguno. La sacerdotisa alargó el cristal a Mendyr Syn.
—Observad la herida a través de este objeto —le pidió.
Mendyr Syn se acercó el cristal a los ojos y retrocedió de un salto.
—¡Por Missael! ¿Qué magia es ésta?
—Una de la peor especie —respondió Ustarte—. Ha sido mordido por un kraloz. Éste es el resultado.
Waylander se acercó.
—¿Puedo mirar?
Mendyr Syn le entregó el cristal. Waylander se acercó al herido y miró a través del artefacto. Pudo ver cómo docenas de gusanos luminosos devoraban la carne, y cómo sus cuerpos engordaban mientras se alimentaban. Ustarte se sacó una aguja larga y fina del bolsillo de la túnica y se la ofreció a Mendyr Syn.
—Usad esto —le instruyó—. Atravesad los gusanos por el centro, uno a uno, y dejadlos caer en el fuego.
La sacerdotisa se levantó y se dirigió a Waylander.
—La menor herida producida por los dientes o las garras de un kraloz suele ser fatal. Por la herida se esparcen unos huevos diminutos, de los que salen los gusanos que habéis visto.
—¿Quitarle los gusanos le dará alguna oportunidad? —preguntó Waylander.
—Es un principio —respondió la mujer—. Cuando la herida haya sido limpiada mostraré a Mendyr Syn cómo preparar un emplasto para destruir cualquier huevo que aún permanezca en la mordedura. Pero debéis tener en cuenta, de todas formas, que es posible que algunos de los gusanos se hayan introducido profundamente en el cuerpo del hombre y sigan devorándolo desde el interior. Puede que despierte; puede que no. Si despierta, puede haberse quedado ciego. O haberse vuelto loco.
—Parecéis tener grandes conocimientos sobre el enemigo al que nos hemos enfrentado —dijo Waylander.
—Demasiados. Y demasiado pocos. Hablaremos después, cuando termine con Mendyr Syn.
—Estaremos fuera, en la terraza.
Waylander se inclinó ante la sacerdotisa y abandonó la habitación. Kaisumu fue tras él, y los dos hombres recorrieron el pasillo que llevaba a la gran terraza ajardinada que se levantaba frente a la bahía. La noche había sido despejada, y la ligera claridad que precedía al amanecer despuntaba en el horizonte. Waylander se acercó a la balaustrada de mármol y contempló las aguas relucientes.
—¿Descubristeis algo durante el trance? —preguntó a Kaisumu.
—Nada —reconoció el rainí.
—Pero seguís convencido de que el espíritu de un rainí muerto se manifestó ante vuestro amigo.
—Así es.
—No acabo de entenderlo. ¿Por qué un rainí muerto se pondría en contacto con un antiguo jornalero y no con uno de los suyos?
—Es una pregunta que yo también me planteo.
Waylander miró al espadachín.
—¿Os incomoda?
—Sí. También estoy avergonzado por haber puesto a Yu Yu en semejante peligro.
—Él decidió permanecer a vuestro lado —recalcó Waylander—. Podía haber escapado.
—Cierto. Y me resulta sorprendente que no lo hiciese.
—¿Vos habríais huido?
—No. Pero yo soy rainí.
—Lo que he visto esta noche ha sido a un hombre asustado, con una espada brillante entre las manos, luchando contra los demonios para proteger a un amigo. ¿Qué diríais de alguien así?
Kaisumu sonrió e inclinó la cabeza.
—Diría que tiene el corazón de un rainí —contestó, simplemente.
Ambos hombres permanecieron sentados en silencio durante otra hora, cada uno perdido en sus propios pensamientos. El cielo fue clareando poco a poco, y el canto de los pájaros se extendió por el lugar. Waylander se recostó en su asiento, sintiendo el peso de la fatiga; cerró los ojos y dormitó. Los sueños se presentaron de inmediato, y soñó con remolinos de brillantes colores que se estrechaban a su alrededor.
Se despertó bruscamente cuando la sacerdotisa salió a la terraza.
—¿Ha muerto? —preguntó.
—No. Creo que se recuperará.
—Entonces, ¿habéis eliminado todos esos… huevos?
—Hemos tenido ayuda —respondió Ustarte, y se sentó junto al hombre—. Su alma estaba protegida y he sentido un poder que emanaba de él.
—Quin Chong —dijo Kaisumu en voz baja.
Ustarte miró al rainí.
—Desconozco el nombre del espíritu. No he podido comunicarme con él.
—Era Quin Chong —afirmó Kaisumu—. Las leyendas dicen que fue el primero de los rainíes. Anoche se apareció ante Yu Yu, en las ruinas. Pero no ante mí —añadió apesadumbrado.
—Ni ante mí —dijo la mujer—. ¿Qué podéis contarme sobre él?
—Muy poco. Sus auténticas hazañas se pierden en un revoltijo de fábulas, cuentos exagerados e invenciones. Según la historia que se lea se descubrirá que se enfrentó a dragones, a dioses malignos o a gusanos monstruosos que vivían bajo tierra. Tenía una espada de fuego llamada Pien’chi, y se lo conocía como el Alfarero.
—¿Dicen las leyendas cómo murió?
—Sí. De una docena de formas diferentes. Por el fuego; por la espada; ahogado en el mar. Una de las historias dice que entró caminando al submundo para rescatar a su amada y que nunca regresó. Otra dice que le crecieron alas y desapareció en los cielos. Otra más dice que los dioses acudieron en el instante de su muerte y lo convirtieron en una montaña que se alzaría siempre, para vigilar a su gente.
Ustarte guardó silencio durante un rato. Después comentó:
—Quizá Yu Yu pueda contamos más, cuando despierte.
—Me gustaría saber más sobre esos kraloz —intervino Waylander—. ¿Qué son?
—Son criaturas artificiales. Una especie de sabuesos nacidos de la magia negra. Son poderosos, mucho, y las armas normales no pueden dañarlos… —miró a Waylander a los ojos y sonrió—… salvo que les acierten en la cabeza o en el cuello. Como ya sabéis, su mordedura conlleva una muerte dolorosa. Siempre los guía un bezha, un domador.
—Pude echar un vistazo al de esa jauría —dijo Kaisumu—, pero sólo le vi los ojos.
—Seguramente vestía una capa de oscuridad —le respondió Ustarte—. Son completamente negras y no reflejan luz alguna. En la noche no hay ojo que pueda distinguirlas.
—¿Por qué están aquí? —preguntó Waylander.
—Son la avanzadilla de dos terribles enemigos. Mis acólitos y yo intentábamos evitar su llegada, pero hemos fracasado.
—¿Qué enemigos son ésos?
—Los demonios de Anharat… y los brujos de Kuan Hador.
—He leído algo sobre las leyendas de Anharat —dijo Kaisumu—. El Señor de los Demonios. Decían que fue expulsado del mundo tras una guerra. Creo que tenía un hermano que ayudó a la humanidad.
—El hermano se llamaba Emsharas —confirmó Ustarte—, y es cierto que se puso de parte de los humanos. Grandes fueron los héroes que lucharon contra Anharat. Hombres poderosos, de gran rectitud y coraje. Ésos fueron los hombres de Kuan Hador.
—No lo entiendo —dijo Kaisumu—. Si esos hombres eran héroes, ¿por qué hemos de temer su regreso?
—Los hombres nunca aprenden las lecciones del pasado. Es su maldición. Los míos y yo hemos intentado descubrir pruebas de la gran guerra. Lo que hemos encontrado indica que no hubo una guerra, sino dos. La primera, que podríamos llamar la guerra de los Demonios, trajo desolación y horrores sin límite. Sólo cuando Emsharas vino en auxilio de los humanos comenzó a cambiar la marea, pero esa ayuda trajo consigo la simiente de la caída de Kuan Hador. Para poder derrotar al enemigo, Emsharas, el demonio rebelde, instruyó a los señores de Kuan Hador en los arcanos secretos de la magia de la fusión. Crearon guerreros más poderosos uniéndolos a animales salvajes; panteras y leones; lobos y osos. Y vencieron. Las legiones de demonios de Anharat fueron expulsadas del mundo y Kuan Hador fue la salvadora de la humanidad.
—¿Cómo se volvieron malignos? —preguntó Kaisumu.
—Acercándose paso a paso a la oscuridad —respondió la sacerdotisa—. Durante algún tiempo, el mundo conoció la paz y la tranquilidad, bajo la benévola tutela de la ciudad. La gente de Kuan Hador estaba orgullosa de lo que había conseguido, pero el precio había sido elevado. Pidieron al resto de las naciones que los ayudasen a soportar el coste, y grandes cantidades de oro y plata fueron enviadas a la ciudad. Cuando al año siguiente pidieron más, algunos de los reinos se negaron. Los orgullosos señores de Kuan Hador decidieron que tal rechazo era una afrenta a los salvadores del mundo y enviaron ejércitos contra esas naciones; Kuan Hador pasó del gobierno justo a la tiranía. Habían salvado a la humanidad y, por tanto, se habían ganado el derecho a mandar sobre ella. O así lo creyeron. Los reinos que osaron enfrentarse fueron considerados traidores y fueron aplastados sin piedad por los kriaz nor, las legiones de guerreros fundidos con animales.
»Ése fue el comienzo de la segunda guerra, la que hoy es conocida como “la gran guerra”. Al principio fueron hombres contra hombres, y aunque Kuan Hador era poderosa, se trataba de una ciudad estado y sus recursos tenían un límite. En aquel tiempo Emsharas ya había abandonado este mundo, pero sus descendientes ayudaron a los reinos rebeldes. Lentamente, las legiones de kriaz nor fueron obligadas a retroceder. Desesperados, los gobernantes de Kuan Hador se aliaron con Anharat, y se abrieron portales que dieron paso a los guerreros demoníacos y les permitieron regresar al mundo.
Ustarte guardó silencio y contempló la bahía.
—Pero fueron derrotados —afirmó Kaisumu.
—Sí. En efecto. Los rebeldes crearon sus propias legiones, los riai nor, hombres de corazón noble y gran valor que portaban espadas de poder. Los rainíes son los últimos rescoldos de aquella poderosa orden.
Y me temo, Kaisumu, que de todos ellos sólo vos habéis llegado hasta aquí. Donde una vez se alzaron legiones, ahora sólo quedan un guerrero auténtico y un campesino con una espada.
Ustarte suspiró y prosiguió su narración.
—La gran guerra acabó aquí y los supervivientes de Kuan Hador se retiraron a otro mundo, a través de un portal. La ciudad fue destruida por el fuego, y un hechicero, o quizá un grupo de ellos, desplegó sortilegios poderosos sobre el portal y lo selló para impedir el regreso del enemigo. Esos sortilegios han resistido el paso de los siglos, pero ahora están disipándose. El portal se volverá a abrir pronto, y legiones de kriaz nor invadirán estas tierras. En estos momentos, el portal oscila, y sólo pueden cruzarlo unos pocos, en ciertas ocasiones. Los hechiceros que en su día protegieron la entrada han muerto tiempo ha, como han muerto los riai nor originales. No queda poder en este mundo que pueda derrotar al enemigo si ataca con toda su fuerza. Por ello he intentado reconstruir el hechizo original y ejecutarlo de nuevo, pero no logro hallar pistas que me lo permitan. Existen acertijos, versos y leyendas dispersos, pero nada de ello resulta de utilidad. He depositado mi última esperanza en Yu Yu y el espíritu de Quin Chong.
La sacerdotisa se volvió hacia Kaisumu.
—Parece que las espadas rainíes conservan su magia. ¿Por qué no han acudido, entonces, más de los vuestros?
—Muy pocos siguen la antigua vía —respondió Kaisumu con tristeza—. La mayoría de los rainíes prestan sus servicios como guardaespaldas a sueldo e intentan hacerse ricos. No siguen el camino de la espada, ni mucho menos viajan a tierras extranjeras.
—¿Qué hay de vos, Hombre Gris? ¿Lucharéis contra los amos de los demonios?
—¿Por qué debería? —contestó, con la voz llena de amargura—. Sólo es otra guerra. Sólo otro grupo de hombres codiciosos que intentan conseguir algo que no les pertenece. Y sólo lo conservarán mientras sean suficientemente fuertes para hacer frente al siguiente grupo de hombres codiciosos que desee arrebatárselo.
—Ésta es diferente. Si vencen, el mundo conocerá la naturaleza auténtica del terror. Los niños serán arrancados de los brazos de sus madres para ser fundidos con bestias, o serán despojados de sus órganos para prolongar la vida de sus amos. Miles de personas serán descuartizadas en nombre de las artes arcanas, y la magia de la peor especie será algo habitual.
Cuando Waylander respondió, su voz fue gélida.
—Durante las guerras vagrianas, los recién nacidos eran arrancados de los brazos de sus madres y se les aplastaba la cabeza contra el muro más cercano. Los niños eran masacrados por millares, así como los hombres. Las mujeres eran violadas y mutiladas. Todo esto fue llevado a cabo por hombres. A una madre desesperada le da exactamente igual que sus hijos hayan sido destrozados por la magia o por las armas. No, Dama; ya he sobrepasado mi cupo de guerras.
—Entonces, consideradlo una batalla contra el mal —insistió la mujer.
—Miradme —dijo Waylander—. ¿Porto una espada resplandeciente? Conocéis mi vida, Dama. ¿Os parece que soy un guerrero de la luz?
—No. También habéis caminado por la senda del mal, lo que os proporciona una excelente comprensión de su naturaleza. Lo superasteis. Luchasteis contra la oscuridad y devolvisteis la esperanza a la gente de Drenai cuando recuperasteis la armadura de bronce. Ahora es un mal mayor el que se está preparando.
—¿Cómo sabéis tanto sobre este mal? —preguntó a la mujer.
—Porque nací de él —fue la respuesta.
La sacerdotisa elevó las manos enguantadas hasta el cuello de su túnica y soltó los broches que la cerraban. Separó de un tirón las sedas y las dejó caer en la terraza. La luz de la mañana bañó el esbelto cuerpo y destacó el pelaje listado, dorado y negro, que le cubría la piel. Los dos hombres se irguieron mientras la mujer se quitaba uno de los guantes y alzaba la mano. El pelaje terminaba a la altura del codo, pero los dedos eran antinatural y extrañamente cortos. La mujer flexionó la muñeca, y largas uñas plateadas surgieron de sendas vainas en la punta de sus dedos.
—Soy una Mezclada, Hombre Gris. Un experimento fallido. Se intentaba fabricar un nuevo tipo de kraloz, una máquina de matar de gran fuerza y velocidad. Pero, en lugar de eso, la magia que creó este cuerpo monstruoso también aumentó mi inteligencia. Estáis viendo el futuro de la humanidad. ¿Os parece hermoso?
Waylander no respondió. No había nada que pudiera decir. El rostro de la mujer era humano e increíblemente bello, pero su cuerpo era felino, de articulaciones retorcidas.
Kaisumu se acercó a la sacerdotisa desnuda y cogió la túnica del suelo. Ustarte sonrió agradecida y se cubrió con la prenda.
—Mis acólitos y yo vinimos a través de un portal. Varios de ellos murieron en el intento. Hemos venido para salvar este mundo. ¿Nos ayudaréis?
—No soy ningún general, Dama. Soy un asesino. No tengo ejércitos. ¿Queréis que cabalgue en solitario contra una horda de demonios? ¿Para qué? ¿Para conseguir honor y una muerte rápida?
—No iréis solo —dijo Kaisumu en voz baja.
—Siempre estoy solo —respondió Waylander, y abandonó la terraza.
Examinó atentamente la armadura. Ésta despedía brillantes destellos a la luz de la lámpara, como si hubiera sido forjada con luz de luna. El casco alado resplandecía, y pudo ver su reflejo en la visera cerrada. La cota de malla montada sobre la nuca era una artesanía increíblemente delicada, y la luz centelleaba en ella como si estuviese tejida con cientos de diamantes. La coraza había sido hermosamente decorada y adornada con runas que era incapaz de leer.
—Quedará excelente en vos, mi señor —dijo el armero. La voz despertó ecos en el alto techo abovedado.
—No la deseo —dijo Waylander.
Se apartó y caminó por un largo y sinuoso pasillo. Giró a la izquierda, luego a la derecha, abrió una puerta y entró en otra sala.
—Probadla —insistió el armero, retirando el casco alado de su soporte para ofrecérselo.
Waylander no respondió. Irritado, dio media vuelta y volvió a cruzar la puerta, entrando de nuevo en el largo pasillo en sombras. Caminó. El pasillo se torcía continuamente y pronto perdió todo sentido de la orientación. Llegó ante una escalera y subió sin detenerse. Al llegar a lo alto se sentó, agotado. Había una. Puerta ante él, pero se sentía reticente ante la idea de cruzarla; sabía por instinto lo que iba a encontrar tras ella, pero no había otro lugar adonde ir. Suspiró, la abrió y contempló la armadura.
—¿Por qué la rechazáis? —dijo el armero.
—Porque no soy digno de usarla.
—Nadie lo es.
La escena se desvaneció y Waylander se encontró sentado ante una tumultuosa corriente. El cielo era azul y luminoso; el agua, fresca y atrayente. Unió las manos y bebió del riachuelo; después volvió a sentarse, apoyando los hombros contra el tronco de un sauce llorón cuyas ramas colgaban a su alrededor. Era un lugar sereno y deseó poder permanecer allí para siempre.
—El mal conlleva un precio —dijo una voz.
Miró a la derecha. Desde el otro lado de las ramas lo contemplaba un hombre de mirada fría que tenía el rostro y las manos cubiertos de sangre. El hombre se arrodilló junto a la corriente para lavarse, pero la sangre, en lugar de desaparecer, hizo que el arroyo se tornase carmesí. El agua comenzó a burbujear y de ella se elevó vapor; las ramas del sauce se oscurecieron y perdieron las hojas. El árbol crujió. Waylander se apartó de él y vio cómo caía la corteza y se desparramaban hordas de insectos que corretearon por la madera podrida.
—¿Por qué haces eso? —preguntó Waylander al hombre.
—Es mi naturaleza.
—El mal conlleva un precio —dijo Waylander.
Dio un paso al frente. Un puñal apareció en su mano y lo clavó en la garganta del hombre con un solo movimiento. La sangre salió a borbotones de la herida, y el hombre cayó. El cuerpo desapareció. Waylander permaneció de pie, inmóvil. Tenía las manos cubiertas de sangre. Se acercó al riachuelo para lavarse, y la corriente se volvió carmesí y comenzó a burbujear.
—¿Por qué haces eso? —preguntó una voz.
Waylander se volvió, sorprendido, y vio a un hombre bajo el sauce moribundo.
—Es mi naturaleza —contestó, y vio cómo aparecía un puñal en la mano del recién llegado…
Waylander se despertó sobresaltado. Se levantó del sillón y salió a la luz del día. Había dormido menos de dos horas y se sentía desorientado. Bajó hasta la playa y descubrió a Omri, que lo esperaba con un pequeño montón de toallas cuidadosamente plegadas, una jarra de agua fresca y una copa, todo ello dispuesto sobre una pequeña mesa de madera.
—No tenéis buen aspecto, mi señor —dijo el criado—. Quizá debierais olvidar el baño e ir a comer algo.
Waylander desoyó el comentario, se desvistió, se zambulló en las frías aguas y comenzó a nadar. El ejercicio lo despejó, pero no pudo quitarse de encima el mal humor que le habían dejado los sueños. Giró y nadó de vuelta a la playa. Una vez en la orilla se dirigió a la pequeña cascada y se lavó la sal y la arena del cuerpo. Omri se le acercó y le tendió una toalla.
—He hecho traer ropas limpias mientras nadabais, mi señor.
Waylander se secó y se vistió con una camisa de seda blanca y unas calzas de cuero.
—Gracias, amigo mío —dijo al mayordomo.
Omri sonrió y llenó una copa de agua. Waylander bebió.
Norda bajaba los escalones a la carrera; se acercó e hizo una reverencia al Hombre Gris.
—Se aproxima un gran grupo de jinetes, mi señor —dijo—. Hay caballeros, lanceros y arqueros. Aric cabalga al frente. Emrin cree que el duque viene con él.
—Gracias, Norda —dijo Omri—. Iremos en un momento.
La joven hizo otra reverencia y regresó al palacio. Omri miró a su patrón.
—¿Tenemos problemas, mi señor?
—Vamos a averiguarlo —respondió el Hombre Gris, mientras se calzaba las botas.
—¿Puedo sugeriros que os afeitéis primero, mi señor? —ofreció Omri.
Waylander se pasó una mano por el mentón, que lucía un comienzo de barba entrecana.
—No conviene hacer esperar al duque —dijo, sonriendo.
Los dos hombres subieron los escalones que llevaban a la terraza.
—Mendyr Syn me ha pedido que os diga que el guerrero chiatze duerme ahora tranquilamente. Su corazón late más acompasado y la herida está sanando.
—Me alegro. Es un hombre valeroso.
—¿Puedo preguntaros cómo se hirió?
Waylander miró al hombre y vio el miedo en sus ojos.
—Lo mordió un perro enorme.
—Entiendo. Entre los criados corre un rumor sobre una masacre en los bosques cercanos al lago. Parece ser que el duque pasó por el lugar, y ahora vuelve allí con una compañía de soldados para investigar.
—¿Eso es todo lo que dicen los criados?
—No, mi señor. También dicen que hay demonios en estas tierras. ¿Es cierto?
—Sí —respondió Waylander—. Es cierto.
Omri se llevó la mano al pecho e hizo un gesto para invocar protección, pero no preguntó nada más.
—¿Te has encontrado alguna vez con el duque? —preguntó Waylander.
—Sí, mi señor. En tres ocasiones.
—Háblame de él.
—Es un hombre poderoso, físicamente y de espíritu. También es un buen gobernante: es justo y no se deja guiar por los caprichos. Pertenecía originalmente a la casa Kilraiz, pero renunció a dirigirla al convertirse en duque, como es la costumbre, y el título pasó a Aric. Se casó con una princesa de Drenai y tiene varios hijos, pero sólo uno es varón. Se dice que su matrimonio es feliz.
—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que oí las palabras «princesa de Drenai» —dijo Waylander—. No hay reyes en Drenan, ahora.
—No, mi señor; ahora no —convino Omri—. Aldania, la esposa del duque, era la hija del rey Niallad. El rey murió a manos de un abyecto asesino justo antes de las guerras vagrianas. Se dice que, tras la guerra, el déspota Karnak se negó a permitir que la princesa volviese a casa. Confiscó todas sus posesiones y decretó su destierro. Entonces, ella se casó con Elfons y vino a Káidor.
Los dos hombres llegaron al vestíbulo del palacio. Waylander pudo ver hombres y caballos esperando a la luz del día, más allá del portalón doble. Ordenó a Omri que preparase un refrigerio para los jinetes y entró en la sala de recepción. Aric esperaba allí, vestido con casco y coraza. Eldicar Manushan, el mago de barba negra, estaba de pie junto a la pared del fondo, con el pequeño paje a su lado. Un joven vestido con ropas de montar oscuras y una cota de malla permanecía cerca de él. Había algo que le resultaba familiar en el rostro del joven, y Waylander sintió un nudo de tensión en el vientre al darse cuenta del motivo: se trataba del nieto de Orien y sobrino de Niallad, el rey de Drenai. Waylander creyó ver durante un instante los torturados rasgos del monarca moribundo.
Apartó a un lado los recuerdos y concentró la atención en el hombre corpulento que estaba sentado en el ancho sillón de cuero. El duque tenía un cuerpo poderoso, de anchas espaldas y musculosos antebrazos. Observó a Waylander, sosteniendo con sus ojos fríos la oscura mirada del Hombre Gris.
Waylander hizo una reverencia ante el hombre sentado.
—Os deseo buenos días, mi señor, y os doy la bienvenida a mi casa.
El duque inclinó la cabeza cortésmente, e hizo una seña a Waylander para que se sentara frente a él.
—Anteayer —dijo el duque—, unos cuarenta arrieros y sus familias fueron asesinados a menos de dos horas a caballo de aquí.
—Lo sé —dijo Waylander—. Ayer cabalgué hasta el lugar.
—Entonces, os habréis percatado de que los asesinos eran… ¿cómo lo diría? No eran de este mundo.
Waylander asintió.
—Fueron demonios. Serían unos treinta. Caminaban erguidos, y la distancia entre los pasos indica que el menor de ellos mediría unos ocho pies de alto.
—Tengo la intención de hallar su cubil y destruirlos —dijo el duque.
—No lo encontraréis, mi señor.
—Y eso, ¿por qué?
—Seguí las huellas. Los demonios aparecieron en un círculo a unos doscientos pasos de los carromatos. Después desaparecieron en otro círculo, llevándose consigo los cadáveres.
—Ah. —Eldicar Manushan se aproximó—, entonces se trata de una manifestación de tercer nivel. Ha debido de conjurarse un poderoso sortilegio en aquella zona.
—¿Os habíais encontrado antes con semejantes hechizos? —preguntó el duque.
—Lamentablemente sí, mi señor. Se los conoce como conjuros de portal.
—¿Qué es eso de tercer nivel? —dijo Waylander.
Eldicar Manushan se giró hacia él.
—Según indican los textos de los Antiguos, existen tres niveles de conjuros de portal. El tercer nivel se abre hacia el mundo de Anharat y sus demonios, pero sólo sirve para convocar a bestias sin inteligencia, como aquéllas que habéis descrito. El segundo nivel permite, según se dice, invocar individualmente a poderosos demonios, los cuales pueden dirigirse contra enemigos determinados.
—¿Y el primer nivel? —preguntó el duque.
—Un hechizo de primer nivel podría invocar a los demonios que acompañan a Anharat… o incluso al propio Anharat.
—No entiendo gran cosa de la magia y sus usos —intervino el duque—. Siempre me ha sonado a jerga incomprensible. Pero un conjuro de tercer nivel fue lo que trajo a esos demonios. ¿Cierto?
—Así es, mi señor.
—¿Y cómo se hacen?
Eldicar Manushan extendió las manos.
—De nuevo, mi señor, lo único que tenemos son las palabras de los Antiguos, según las recogen los textos sagrados. Hace miles de años, hombres y demonios vivían en este mundo. Los demonios siguieron a un gran dios brujo llamado Anharat. Hubo una guerra y Anharat fue derrotado. Sus seguidores y él fueron expulsados de la Tierra y desaparecieron en otra dimensión. Esta región, que ahora prospera bajo vuestro gobierno, fue crucial en la derrota de Anharat. En aquel tiempo se llamaba Kuan Hador, y sus gentes estaban versadas en la magia. Cuando Anharat y sus legiones fueron expulsados, en Kuan Hador comenzó una era de iluminación. Sin embargo, Anharat aún tenía seguidores entre las tribus salvajes, y éstas se reunieron para destruir Kuan Hador, masacrando a sus habitantes y empujando al mundo a una nueva era de oscuridad y desolación.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo el duque—. Siempre me han gustado las buenas historias, pero os agradecería que saltaseis unos cuantos siglos y me dijeseis algo sobre los demonios que han atacado a los arrieros.
—Por supuesto, mi señor. Os pido disculpas —dijo Eldicar Manushan—. Creo que uno de los hechizos que se usaron en la batalla original contra Kuan Hador ha sido reactivado de algún modo, lo que ha abierto un portal de tercer nivel. Puede que lo haya conjurado un hechicero, o que se haya renovado a causa de un suceso natural; un relámpago, por ejemplo, que haya caído en un altar de piedra en el que se lanzase el conjuro.
—¿Podéis revertir el conjuro?
—Si pudiéramos encontrar el origen, mi señor, creo que podría.
El duque volvió su atención hacia Waylander.
—Me han dicho que un grupo de amigos vuestros fue atacado recientemente por estos demonios, pero que dos miembros del grupo poseían espadas mágicas que hicieron retirarse a las bestias. ¿Es eso cierto?
—Así lo tengo entendido —respondió Waylander.
—Me gustaría ver a esos hombres.
—Uno se encuentra gravemente herido, mi señor —dijo Waylander—. Haré llamar al otro.
Un sirviente fue con el recado y, poco después, Kaisumu entró en la sala. Hizo una reverencia ante el duque y otra ante Waylander, y quedó en silencio, con el rostro inexpresivo.
—Sería de gran ayuda, mi señor —dijo Eldicar Manushan—, si pudiera examinar la espada. Quizá podría identificar los conjuros que se realizaron en ella.
—Dadle vuestra espada —dijo el duque.
—Ningún hombre puede tocar la espada de un rainí —dijo Kaisumu, con voz tranquila—, excepto aquél para quien ha sido forjada.
—Sí; sí. Yo también creo firmemente en las tradiciones. Pero se trata de circunstancias excepcionales. Prestádsela.
—No puedo.
—Esto no tiene sentido —dijo el duque, sin levantar la voz—. Puedo llamar a cincuenta hombres. Entre todos os quitarían la espada.
—Muchos morirían —respondió Kaisumu con serenidad.
El duque se inclinó hacia delante.
—¿Me estáis amenazando?
Waylander se puso en pie y se colocó entre el duque y Kaisumu.
—Siempre he descubierto —dijo—, en circunstancias como ésta, que existe una sutil diferencia entre una amenaza y una promesa. He leído acerca de las espadas de los rainíes. Éstas tienen un vínculo indisoluble con los guerreros que las empuñan. Cuando un guerrero muere, la espada se agrieta y ennegrece. Podría ocurrir lo mismo si se permite que Eldicar Manushan la tome. Si ocurre algo así, habremos perdido una de las dos únicas armas que han demostrado servir para luchar contra los demonios.
El duque se levantó del sillón y se acercó al espadachín.
—¿Creéis que vuestra espada puede volverse inservible si la maneja otra persona?
—Es más que una creencia —respondió Kaisumu—; es una certeza. Lo he visto. Hace tres años, un rainí se rindió ante su adversario y le ofreció la espada. La hoja se hizo añicos en el instante en que el otro hombre tocó la empuñadura.
—Si eso es cierto —intervino Aric—, ¿cómo es posible que tu acompañante porte una espada así? No es rainí, ni la espada fue forjada para él.
—La espada lo escogió.
Aric se echó a reír.
—Entonces ha de ser una espada más voluble que la tuya. Enviemos a alguien a buscarla para que Eldicar pueda examinarla.
—No —cortó Kaisumu—. La espada pertenece ahora a Yu Yu Liang. Es mi discípulo y, dado que está inconsciente, hablo en su nombre. La espada no será examinada ni tocada. Por nadie.
—Esto no nos lleva a ningún sitio —dijo el duque—. No deseo emplear la fuerza.
Miró a Kaisumu y prosiguió.
—Y, desde luego, no tengo la menor intención de causar la muerte de un valeroso guerrero ni la destrucción de un arma tan poderosa. Cabalgaremos para encontrar el origen de la magia que trajo a los demonios. ¿Deseáis acompañamos y ayudamos con vuestra espada?
—Por supuesto.
El duque se dirigió a Waylander.
—Os agradecería que mi hijo Niallad y sus guardaespaldas pudiesen gozar de vuestra hospitalidad.
El sonido de aquel nombre golpeó a Waylander como una puñalada, pero su expresión permaneció impasible, e hizo una inclinación.
—Será un placer, mi señor.
—Pero, padre, deseo cabalgar contigo —protestó el joven.
—Sería estúpido que nos arriesgáramos a la vez mi heredero y yo —dijo el duque—. Aún no conocemos la naturaleza del enemigo. No, hijo mío; te quedarás aquí. Gaspir y Naren permanecerán contigo. Estarás a salvo.
El joven bajó la cabeza con expresión abatida. Eldicar Manushan se acercó a él.
—Quizá pudierais ser tan amable de permitir que Beric, mi paje, se quede con vos. Es un buen muchacho, pero se pone algo nervioso cuando nos separamos.
Niallad observó al pequeño paje y le dirigió una sonrisa.
—¿Sabes nadar, Beric? —le preguntó.
—No, mi señor —contestó el chiquillo—. Pero me gusta sentarme junto al agua.
—Entonces bajaremos a la playa mientras nuestros mayores llevan a cabo sus tareas de hombres.
El sarcasmo flotó pesadamente en el ambiente, y Waylander vio cómo el duque enrojecía, abochornado.
—Es hora de partir —dijo éste.
Mientras los hombres salían de la sala, Eldicar Manushan se detuvo junto a Waylander.
—El chiatze sufrió una mordedura, según tengo entendido. ¿Cómo está la herida?
—Sanando.
—Es extraño; semejantes heridas suelen resultar fatales. Debéis de tener a vuestro servicio a un médico excepcional.
—Así es. Encontró unos gusanos traslúcidos en la herida, algo rarísimo.
—Es un hombre inteligente. ¿También es mago?
—No creo que lo sea. Usó un artilugio antiguo, un cristal azul. Gracias a él pudo ver la infección.
—¡Ah! He oído hablar de esos… artefactos. No son fáciles de encontrar.
—Eso tengo entendido.
Eldicar Manushan guardó silencio durante unos instantes. Después siguió hablando.
—Aric me ha informado de que actualmente reside en el palacio una sacerdotisa. Se dice que tiene el talento de la visión profunda. Me gustaría mucho conocerla.
—Por desgracia nos dejó ayer —dijo Waylander—. Creo que ha regresado a las tierras de Chiatze.
—Cuánto lo lamento.
—¿Hay tiburones, tío? —interrumpió el pequeño paje, tirando de la túnica de Eldicar.
Waylander miró el rostro del paje y vio en él el amor y la confianza que tenía en el mago. Eldicar Manushan se arrodilló frente al chiquillo.
—¿Tiburones, Beric?
—En la bahía. Niallad desea nadar.
—No; no hay tiburones.
El chiquillo sonrió y Eldicar le dio un abrazo.
—Ya se lo había dicho yo —dijo Niallad mientras cruzaba la sala—. Prefieren las aguas más frías y profundas.
Dos soldados entraron en la sala; eran hombres duros de expresión adusta. Niallad sonrió al verlos.
—Son Gaspir y Naren, mis guardaespaldas —los presentó—. No hay mejores luchadores en todo Káidor.
—¿Peligra vuestra vida? —preguntó Waylander.
—Siempre —respondió el joven—. La maldición de mi familia es morir a manos de asesinos. Mi tío fue el rey de Drenai, ¿lo sabíais?
Waylander asintió.
—Lo mató cobardemente un traidor —prosiguió Niallad—. Asaeteado por la espalda mientras rezaba.
—Rezar puede resultar una actividad peligrosa —dijo Eldicar Manushan.
El joven lo miró con resentimiento.
—Un asesinato no es cosa de broma —dijo.
—No bromeaba, joven señor —respondió Eldicar.
El mago hizo una reverencia y salió de la sala. Niallad lo observó mientras se iba.
—Yo no seré asesinado —le dijo a Waylander—. Gaspir y Naren se encargarán de ello.
—Así lo haremos, mi señor —dijo Gaspir, el más alto de los dos guardaespaldas. A continuación preguntó a Waylander—: ¿Cuál es la playa más segura?
—Haré que os la muestre Omri, mi mayordomo, y que os proporcione toallas y bebidas frescas.
—Muy amable por vuestra parte —dijo Gaspir.
—¿Cuándo volverá el tío Eldicar? —preguntó el paje.
—No lo sé, chico —respondió Waylander—, pero puede que sea después de que oscurezca.
—¿Dónde me quedaré? No me gusta la oscuridad.
—Haré que te preparen una habitación y que pongan luces, y que alguien te acompañe hasta que vuelva tu tío.
—¿Puede venir Kiva? —preguntó el chiquillo—. Me cae bien.
—Irá Kiva —prometió Waylander.