Matze Chai durmió sin soñar, y se despertó sintiéndose como nuevo y lleno de energía. Los aposentos que le habían asignado estaban decorados con excelente gusto; los suaves tonos pastel con que se habían pintado las paredes conjuntaban deliciosamente. Obras de arte de los más famosos y solicitados artistas chiatze adornaban los muros, y los visillos de seda estampada filtraban la luz matutina y permitían a Matze Chai apreciar la belleza del amanecer sin que la dureza del resplandor solar hiriese sus delicados ojos.
El mobiliario era exquisito, chapado en oro; la cama era amplia y sólida bajo el baldaquín cubierto de sedas. Incluso el orinal que había bajo la cama, que Matze había usado tres veces durante la noche, tenía adornos dorados. Tal elegancia hacía casi por sí sola que el viaje mereciese la pena. Matze Chai sacudió la campanilla de oro que estaba junto al lecho. La puerta se abrió y entró un criado, un joven al que Matze empleaba desde hacía un par de años y cuyo nombre no recordaba.
El criado le ofreció un vaso de agua fresca, pero Matze Chai lo rechazó. El joven salió de la habitación, para regresar de inmediato portando un tazón de cerámica lleno de agua tibia aromatizada. Matze Chai se sentó y el criado retiró las cortinas. El viejo mercader se relajó mientras el joven lo ayudaba a quitarse la ropa de dormir, y dejó vagabundear sus pensamientos mientras el criado le limpiaba y secaba cuidadosamente la piel. El joven abrió entonces un tarro de ungüento perfumado.
—No demasiado —indicó Matze Chai.
El sirviente no respondió, ya que Matze no permitía ningún tipo de conversación a una hora tan temprana del día, y se limitó a extender suavemente el ungüento por la seca piel de los hombros y brazos de Matze Chai. A continuación, el criado retiró las horquillas de marfil que recogían el cabello de Matze, y se lo aceitó y peinó con habilidad antes de disponerlo en un moño, que sujetó con largas agujas, también de marfil.
Otro criado entró con una bandeja que contenía una pequeña tetera y una taza de porcelana. Dejó la bandeja junto a la cama y se acercó a un amplio vestidor, del que tomó una espesa bata de seda dorada, bordada con pájaros dorados y azules. Matze Chai se levantó y separó los brazos. El criado le colocó la bata y le ajustó la parte superior, cerrando los broches a la altura del pecho de Matze. Rodeó la cintura de su señor con un cinto y lo ató, tras lo cual retrocedió haciendo una reverencia.
—Tomaré la infusión en la terraza —dijo Matze Chai.
De inmediato, el primero de los sirvientes se dirigió a abrir las cortinas. El segundo se acercó con un sombrero de ala ancha de paja trenzada artísticamente.
Matze Chai salió al exterior, se sentó frente a una mesa de madera y reclinó la espalda contra un gran cojín bordado. El aire era fresco, y Matze Chai notó el aroma salino. Sin embargo, la luz ya era demasiado brillante y poco agradable, de modo que hizo un gesto hacia el criado que sostenía el sombrero, que se aproximó velozmente y se lo colocó en la cabeza, inclinándolo lo justo para que la sombra cubriese el rostro de su señor, antes de atar las cintas que se lo sujetaban a la barbilla.
El suelo de piedra del balcón se notaba frío bajo los pies. El mercader dirigió la mirada a los criados y señaló hacia abajo. Un momento después, uno de los hombres estaba arrodillado, colocándole unas zapatillas forradas de piel.
Matze Chai bebió un trago de infusión y decidió que todo estaba bien en el mundo aquel día. Sacudió la mano para despedir a los criados y permaneció sentado en silencio a la luz de la mañana. La brisa era fresca; el cielo estaba despejado y completamente azul.
Oyó un movimiento cerca, y un pequeño atisbo de irritación enturbió su tranquilidad. Liu, el joven capitán de su guardia personal, se colocó ante él y se inclinó profundamente sin decir nada, esperando a que su señor le concediese permiso para hablar.
—¿Y bien? —inquirió Matze Chai.
—El señor del lugar solicita una reunión, mi señor. Omri, su mayordomo, ha indicado que puede acudir de inmediato.
Matze Chai volvió a recostarse contra el cojín. Para ser un gaiyín de ojos redondos, los modales de Waylander eran perfectos.
—Dile al criado que estaré profundamente honrado de recibir a mi viejo amigo —dijo.
Liu hizo otra reverencia, pero no se retiró de inmediato. Matze Chai se sintió irritado de nuevo, pero no dio muestras de ello; se limitó a mirar interrogativamente al joven soldado.
—Un asunto más, mi señor —dijo Liu—, que quizá deberíais conocer. Anoche hubo un intento de asesinato dirigido contra vuestro amigo. En el baile. Lo atacaron dos hombres armados con puñales.
Matze Chai asintió casi imperceptiblemente y ordenó al soldado que se retirase. Se preguntó si había habido algún tiempo en el que alguien no intentase asesinar a Waylander. Cualquiera pensaría que a aquellas alturas ya habrían aprendido.
Miró su taza vacía y quiso ordenar a un criado que se la llenase de nuevo; entonces recordó que los había hecho retirarse. La campanilla dorada estaba al otro lado de la habitación, junto a la cama. Suspiró y, mirando a su alrededor para asegurarse de que nadie podía verlo, se llenó la taza. Después, sonrió. Servirse a sí mismo había sido bastante emocionante. Pero no era civilizado, se reconvino. Aun así, aquello le devolvió el buen humor, y aguardó pacientemente a Waylander, que llegó poco después acompañado por otro criado. El sirviente retiró la tetera y la taza vacía y se marchó sin decir una palabra. Matze Chai se levantó e hizo una profunda reverencia a su cliente, que respondió de igual forma. Ambos se sentaron.
—Me alegro de verte, amigo mío —dijo Waylander—. Me he enterado de que tu viaje no ha estado exento de percances.
—No ha sido, por desgracia, tan aburrido como habría preferido —concedió Matze.
Waylander rió.
—No has cambiado, Matze Chai —dijo—, y no puedo dejar de decirte cuánto me agrada eso. —Su expresión risueña desapareció, y prosiguió—. Te pido disculpas por haberte obligado a realizar este viaje, pero necesitaba verte.
—Vas a dejar Káidor.
—En efecto.
—¿Y adonde irás ahora? ¿A Ventria?
Waylander negó con la cabeza.
—Voy a cruzar el océano oriental.
—¿El océano? Pero ¿por qué? Allá no hay nada, excepto el fin del mundo. Es donde las estrellas se sumergen en las aguas. No hay tierras ni civilización. E incluso si hubiese tierra, sería un yermo. Tus riquezas no servirían de nada allá.
—No sirven de nada aquí, Matze Chai.
El anciano mercader suspiró.
—Nunca te ha gustado ser rico, Dakeyras. Ése es el motivo, de alguna forma que aún no alcanzo a comprender, por el que eres rico: no te preocupa serlo. ¿Qué es, entonces, lo que deseas?
—Ojalá pudiera responder a eso —dijo Waylander—. Todo lo que puedo decir es que esta vida no es para mí. No tengo paladar para disfrutarla.
—¿Qué deseas que haga?
—Gestionas la sexta parte de mis asuntos, y ya eres el depositario de dos quintas partes de mi capital. Te daré cartas para todos aquellos mercaderes con los que tengo tratos, en las que los informaré de que, hasta que reciban nuevas instrucciones por mi parte, eres mi representante. También haré constar que, si pasados cinco años no hay noticias mías, todas mis posesiones pasarán a ser de tu propiedad.
Matze Chai quedó horrorizado al pensar en ello, e intentó asimilar el significado de la oferta que le hacía Waylander. Ya era rico, pero si aquello se llevara a término, se convertiría automáticamente en el hombre más rico de todo Chiatze. ¿Qué metas le quedarían por alcanzar, después de aquello?
—No puedo aceptarlo —dijo—. Te ruego que lo reconsideres.
—Si no lo quieres, siempre puedes regalarlo —dijo Waylander—. Pero sea cual sea tu elección pienso embarcarme y alejarme de aquí para no volver.
—¿De verdad eres tan infeliz, viejo amigo?
—¿Harás lo que te pido?
Matze Chai suspiró de nuevo.
—Lo haré —respondió.
Waylander se puso en pie y sonrió.
—Les diré a tus criados que te preparen otra tetera. Ya deberían haber traído más.
—Estoy atendido por cretinos —admitió Matze Chai—. Pero si no les diera trabajo, su estupidez los llevaría a morir de hambre en las calles.
Después de que Waylander se marchase, Matze Chai dejó vagar sus pensamientos. Hacía tiempo que había dejado de sorprenderse por el hecho de haber tomado afecto a su cliente gaiyín. Cuando Waylander había acudido a él, muchos años atrás, Matze había sentido simple curiosidad. Aquella curiosidad lo había llevado a consultar un oráculo. Matze se había sentado en la alfombra de seda, en el centro del santuario del templo, y había observado cómo el anciano sacerdote lanzaba los huesos.
—¿Ese hombre me pondrá en peligro?
—No, si no lo traicionáis.
—¿Es malvado?
—Todos los hombres llevan maldad en su interior, Matze Chai. La pregunta es ambigua.
—Entonces, ¿qué podéis decirme de él?
—Es alguien que nunca estará satisfecho, pues su deseo más profundo es inalcanzable. En cualquier caso se enriquecerá, y os hará rico a vos también. ¿Es eso suficiente para vos, comerciante?
—¿Cuál es ese deseo inalcanzable?
—Muy profundamente, en su corazón, más allá de su pensamiento consciente, siente el deseo desesperado de librar a los suyos del terror y de la muerte. Ese deseo oculto lo guía, lo obliga a buscar el peligro y a enfrentarse al poder de otros hombres.
—¿Por qué es inalcanzable?
—Su familia ya murió, en una orgía sin sentido de lujuria y depravación.
—Pero sin duda ya sabe que los suyos han muerto.
—Por supuesto. Como os decía, se trata de un deseo inconsciente. Una parte de su espíritu nunca ha aceptado que llegó demasiado tarde para salvarlos.
—Pero ¿me hará rico?
—Oh, sí, Matze Chai. Mucho más rico de lo que jamás soñasteis. Pero no olvidéis agradecer esas riquezas cuando las tengáis ante vos.
—Estoy seguro de que así será.
Omri esperaba en el pasillo, fuera de las dependencias de Matze Chai. Cuando Waylander apareció lo saludó con una inclinación.
—Aric desea veros, mi señor. Viene acompañado del mago, Eldicar Manushan —dijo—. He hecho que les sirvan un refrigerio en la sala del roble.
—Lo esperaba —dijo Waylander, con una expresión fría en el rostro.
Los dos hombres caminaron por el pasillo y subieron una serie de escaleras.
—Hemos retirado los cadáveres, mi señor. Emrin ha dispuesto un carromato para llevarlos a Carlis. Preparará un informe para el jefe de la guardia, pero creo que habrá una investigación oficial. Imagino que el incidente es la comidilla del día en Carlis. Uno de los jóvenes iba a casarse la semana próxima. Incluso habíais recibido una invitación para la ceremonia.
—Lo sé. Hablé con él anoche, pero me temo que no estaba de humor para escuchar.
—Fue un suceso terrible —dijo Omri—. ¿Por qué lo hicieron? ¿Qué tenían que ganar?
—Ellos no tenían nada que ganar. Los envió Vanis.
—Es una desgracia. Deberíamos informar al oficial de la guardia. Quizá podríais presentar cargos contra Vanis.
—No será necesario —respondió Waylander—. Estoy seguro de que Aric tiene algún plan para resolver esta situación.
—Un plan en el que, sin duda, habrá dinero de por medio.
—Sin duda.
Siguieron caminando en silencio hasta llegar a un amplio corredor de techo abovedado, en el nivel superior. Cuando llegaron ante las puertas de roble, Omri dio un paso atrás.
—He de decir, mi señor —dijo en voz baja—, que no me siento a gusto en presencia del mago. Hay algo perturbador en ese hombre.
—Confío en tu buen juicio, Omri. Lo tendré en cuenta.
Waylander empujó las puertas y entró en la sala del roble. La estancia, de paredes cubiertas de madera, tenía forma octogonal. La decoraban armas poco comunes, procedentes de muchos lugares: un hacha de guerra y varios arcos de caza de Vagria; alabardas y cimitarras de Ventria; espadas anchas, puñales y escudos de Angostin, que competían con alfanjes, lanzas, picas y ballestas. Alrededor de la sala se hallaban dispuestos cuatro soportes para armaduras, que sostenían cascos ornamentados, petos y escudos. El mobiliario constaba de doce sillones y tres sofás acolchados dispuestos sobre alfombras chiatze de seda trenzada a mano. La sala se hallaba iluminada por la luz del sol, que entraba a través de los ventanales rematados en arcos que daban al este.
Aric esperaba sentado en un sillón junto a un ventanal, con los pies apoyados en una mesa baja. Frente a él se encontraba Eldicar Manushan, el mago, con el paje rubio a su lado. Ninguno de los hombres se levantó cuando Waylander entró en la sala, pero Aric saludó con la mano y mostró una amplia sonrisa.
—Buenos días, amigo mío —dijo—. Me alegro de que hayáis encontrado algo de tiempo para reuniros con nosotros.
—Habéis madrugado, Aric —respondió Waylander—. Siempre había creído que entre los nobles se consideraba poco civilizado levantarse antes del mediodía, excepto para ir de caza.
—En efecto —asintió Aric—. Pero tenemos asuntos urgentes que tratar.
Waylander se sentó y cruzó las piernas. La puerta se abrió y entró Omri, portando una bandeja en la que había una gran tetera de plata y tres tazas. Los tres hombres permanecieron en silencio mientras Omri llenaba las tazas. Cuando se retiró, Waylander bebió un trago. Se trataba de una infusión de manzanilla endulzada con miel, y cerró los ojos, paladeándola. Después miró a Aric. El noble hacía lo posible por parecer relajado, pero se notaba la tensión en su interior. Waylander dirigió la mirada hacia el mago, sin percibir en él señales de incomodidad. Eldicar Manushan bebía tranquilamente la infusión, aparentemente perdido en sus pensamientos. La mirada de Waylander captó la del pequeño paje, quien le sonrió nerviosamente.
El silencio fue en aumento, y Waylander no hizo intento alguno de romperlo.
—Lo que ocurrió anoche fue muy desafortunado —dijo Aric finalmente—. Los dos jóvenes eran estimados, y ninguno de ellos se había metido nunca en líos.
Waylander esperó.
—Uno de ellos, Parellis, es… era primo en segundo grado del duque. De hecho, tengo entendido que el duque había accedido a ser el padrino de boda de Parellis. Fue uno de los motivos por los que decidió instalar la corte invernal en Carlis. Podréis ver cuáles son las complicaciones que comienzan a presentarse.
—No —dijo Waylander.
Aric pareció desconcertado durante unos instantes. Luego, sonrió forzadamente.
—Habéis matado a un pariente del gobernante de Káidor.
—He matado a dos asesinos. ¿Es algo que vaya en contra de la ley de Carlis?
—No; por supuesto. Además, la primera de las muertes tuvo lugar ante cientos de testigos. No hay problemas por ahí. Pero la segunda… Bien —dijo, extendiendo las manos—; nadie la vio. Me he enterado de que sólo había un arma, una espada ceremonial que pertenecía a Parellis. Eso podría indicar que le arrebatasteis el arma y lo matasteis con ella. De ser así se podría argumentar que matasteis a un hombre desarmado. Lo cual, según la ley, es un asesinato.
—Está bien —respondió Waylander tranquilamente—. La investigación establecerá los hechos y se juzgarán. Acataré eso.
—Podría no ser tan sencillo —dijo Aric—. El duque no es un hombre tolerante. Si ambos jóvenes hubiesen muerto en el salón de baile, creo que hasta él se vería obligado a aceptar los hechos. Pero me temo que los parientes de Parellis intentarán hacer que os arresten.
Waylander le dirigió una sonrisa.
—¿Amenos que…?
—Bueno; aquí es donde puedo serviros de ayuda, mi querido amigo. Como uno de los nobles que dirigen la casa Kilraiz y como juez principal de Carlis, puedo mediar entre ambas partes. Sugeriría ofrecer algún tipo de indemnización a la desconsolada familia, como un gesto de pesar por el incidente. Digamos… veinte mil coronas de oro para la madre de los jóvenes, y la cancelación de las deudas de su tío, el apenado Vanis. De este modo, el asunto podría quedar zanjado antes de la llegada del duque.
—Me siento emocionado ante el trabajo que estáis dispuesto a tomaros por mi bien —dijo Waylander—. Os estoy profundamente agradecido.
—Oh, no tiene importancia. Los amigos están para eso.
—Aun así. Bien; dejémoslo en treinta mil coronas de oro para la madre. Sé que tiene otros dos hijos más jóvenes, y que la familia no es tan acomodada como antes.
—¿Y Vanis?
—La deuda se cancelará en su totalidad —respondió Waylander—. Se trata de una nimiedad.
Se levantó e hizo una pequeña reverencia a Aric.
—Y ahora, amigo mío —prosiguió—, debéis excusarme. Por mucho que disfrute de vuestra compañía, tengo algunos asuntos urgentes que atender.
—Por supuesto, por supuesto —asintió Aric, levantándose y ofreciéndole la mano.
Waylander se la estrechó, dirigió una inclinación al mago y abandonó la estancia.
Cuando se cerró la puerta, la sonrisa de Aric se desvaneció.
—Bueno; ha sido fácil —dijo secamente.
—¿Habríais preferido que fuese difícil? —preguntó Eldicar.
—Me habría gustado verlo agitarse un poco, al menos. No hay nada que me revuelva el estómago tanto como un campesino rico. Me ofende estar obligado a tratar con él. En los viejos tiempos lo habrían desposeído de sus bienes, y su riqueza habría ido a las manos de quienes entienden la naturaleza y el uso del poder.
—Me doy cuenta de cuánto os irrita tener que acudir a este hombre —dijo el mago— y rogarle las sobras de su mesa.
—¿Cómo os atrevéis? —espetó Aric.
Eldicar se echó a reír.
—Vamos, vamos, amigo mío. ¿De qué otro modo puede describirse? Durante los cinco últimos años, este rico campesino ha pagado vuestras deudas de juego, vuestras hipotecas, las facturas de los sastres y todo aquello que os ha permitido vivir tal como debe vivir un noble. Pero ¿lo hizo porque sí? ¿Fue a vuestra casa diciendo: «Querido Aric, he oído decir que vuestra fortuna se disipa; permitid que me haga cargo de vuestras deudas»? No; no fue así. Vos acudisteis a él.
—¡Le arrendé tierras! —estalló Aric—. Fue un acuerdo de negocios.
—Cierto; negocios. ¿Y todo el dinero que os ha dado desde entonces? Incluyendo las cinco mil coronas que le pedisteis ayer noche.
—¡Esto es intolerable! Cuidado, Eldicar. Mi paciencia no es infinita.
—Ni la mía —dijo Eldicar con tono sibilante—. ¿He de solicitar la devolución del regalo que os hice?
Aric parpadeó, boquiabierto. Se dejó caer pesadamente en el sillón.
—Oh, vamos, Eldicar, no es necesario que discutamos. No pretendía ser irrespetuoso.
El mago se inclinó hacia delante.
—Entonces recordad esto, Aric. Sois mío. Os puedo usar, os puedo recompensar y puedo deshacerme de vos si me apetece. Decidme que lo habéis entendido.
—Lo he entendido. Lo siento.
—Así me gusta. Y ahora, decidme lo que habéis observado durante nuestro encuentro con el Hombre Gris.
—¿Observar? ¿Qué había que observar? Ha entrado, ha aceptado mis demandas y se ha marchado.
—No sólo ha aceptado. Ha elevado la cantidad pedida.
—Lo sé. La enormidad de su fortuna es legendaria. El dinero no significa nada para él, obviamente.
—No infravaloréis a este hombre —dijo Eldicar.
—No lo comprendo. He venido a desplumarlo como a un pollo y ni siquiera ha ofrecido resistencia.
—El juego no ha terminado. Acabáis de ver a un hombre capaz de disimular su furia increíblemente bien. Su único desliz ha sido mostrar su desprecio elevando la suma de la extorsión. Este Hombre Gris es temible, y aún no estoy listo para tenerlo como enemigo. Así que, cuando el juego avance, os guardaréis de actuar.
—¿Cuando el juego avance?
Eldicar Manushan sonrió.
—Pronto vendréis a verme y me traeréis noticias; entonces hablaremos de nuevo. Pero de momento me gustaría explorar este palacio. Me gusta. Creo que me acomodará bien.
Se levantó del sillón, tomó la mano del pequeño paje y salió de la sala.
Había quien creía que el gordo Vanis, el mercader, era incapaz de arrepentirse de nada. Siempre animoso, le gustaba explayarse sobre la estupidez de quienes insistían en recordar errores pasados, preocuparse por ellos y analizarlos desde todos los ángulos. «No se puede cambiar el pasado —decía—. Hay que aprender de los errores y seguir adelante».
Pero en aquel momento se veía obligado a reconocer, para sus adentros, la existencia de un pequeño remordimiento, e incluso pesar, por la muerte de los idiotas de sus dos sobrinos. El sentimiento se había aliviado ligeramente por la noticia que le había llevado Aric: sus deudas habían sido canceladas y una pequeña fortuna llegaría pronto a las manos de Parla, su hermana. El dinero pasaría de inmediato a las manos de Vanis, ya que Parla era aún más estúpida que sus fenecidos hijos.
Los pensamientos acerca del oro, y de lo que podría hacer con él, llenaron su mente y sumergieron la punzada de pesar bajo la cascada de placeres que anticipaba. Quizá ahora podría atraer el interés de Lalitia, la cortesana. Por algún motivo, hasta el momento, la mujer había rechazado todos sus intentos de aproximación.
Vanis levantó su considerable mole del sillón, caminó hasta el ventanal y miró a los guardias que patrullaban el muro que rodeaba la mansión. Abrió las puertas y salió a la terraza. Las estrellas brillaban en el cielo despejado, y la luna, en cuarto menguante, asomaba justo sobre las copas de los árboles. Era una noche excelente; el tiempo era cálido pero no bochornoso. Dos perros guardianes cruzaron trotando el sendero pavimentado de la entrada y desaparecieron entre unos matorrales. Las feroces criaturas lo hicieron estremecerse y confiar en que las puertas de la planta baja estuviesen bien cerradas. No tenía el menor deseo de encontrarse a una de aquellas bestias recorriendo los pasillos en plena noche.
La verja de entrada estaba cerrada y asegurada con una cadena, y Vanis se relajó considerablemente.
A pesar de su disgusto por el análisis, se descubrió pensando en los errores que había cometido durante los últimos meses. No se había tomado muy en serio al Hombre Gris, convencido de que no osaría ponerse duro en lo relativo a las deudas. A fin de cuentas, Vanis estaba estrechamente emparentado con la casa Kilraiz, y el Hombre Gris, un extranjero, necesitaría todos los amigos que pudiese encontrar si quería llevar a buen término sus negocios en Carlis. Aquel error de cálculo por parte de Vanis había costado caro. Debería haberse dado cuenta de que el asunto no podría resolverse tan fácilmente cuando los préstamos habían sido acordados ante el gremio de comerciantes, con las condiciones de pago escritas y selladas ante testigos.
Regresó al interior y bebió una copa de fuego lentriano, un licor ambarino más potente que el mejor de los vinos.
No era culpa suya que los dos jóvenes hubiesen muerto. Si el Hombre Gris no hubiera tratado de arruinarlo, nada de aquello habría sucedido. La culpa era del Hombre Gris.
Vanis se sirvió otra copa y se acercó a la ventana que daba al oeste. Desde allí podía ver el palacio del Hombre Gris, a lo lejos, sobre la bahía, resplandeciente a la luz de la luna. Salió de nuevo a la terraza y comprobó que los guardias estaban en sus puestos. Un ballestero se hallaba sentado entre las ramas de un roble, vigilando el muro del jardín. Por debajo patrullaban dos guardias, y Vanis vio a uno de los sabuesos negros caminando por el terreno descubierto. El comerciante volvió a la sala y se dejó caer en un sillón, dejando al lado la botella de fuego lentriano.
Aric se había burlado de la insistencia de Vanis por contratar guardaespaldas.
—Es un comerciante como vos, Vanis —le había dicho—. ¿Creéis que se arriesgará contratando asesinos para atacaros? Si uno fuese capturado y dijera su nombre, podría perderlo todo. Confiscaríamos su palacio y cualquier fortuna que hubiera en él. Por los cielos, hasta merecería la pena que realmente contratase a un asesino.
—Para vos es fácil decirlo, Aric. ¿Os habéis enterado de cómo dio caza a los bandidos que atacaron sus tierras? Se dice que eran treinta y que los mató a todos.
—Tonterías —se burló Aric—. No fueron más de una docena, y estoy seguro de que el Hombre Gris tenía a sus guardias junto a él. No es más que un embuste que se ha hecho circular para aumentar su reputación.
—Un embuste, ¿eh? Supongo que también es mentira que mató a Joma de un solo golpe y que acuchilló a Parellis con su propia espada. Por lo que sé, ni siquiera se esforzó.
—Dos críos estúpidos. Por todos los dioses, Vanis, yo podría haber hecho lo mismo. ¿Cómo es posible que se os ocurriera emplear a semejantes idiotas?
—Fue un error —reconoció Vanis—. Pensé que planearían sorprenderlo fuera del palacio. ¡No imaginé que fuesen a intentarlo en pleno baile, ante cientos de testigos!
—Bueno; de cualquier modo, ya está hecho —dijo Aric con tranquilidad—. El Hombre Gris ha cedido sin discutir. Ni siquiera ha elevado el tono de voz. ¿Habéis pensado en lo que haréis con las quince mil coronas de Parla?
—Treinta mil —corrigió Vanis.
—Restando mi comisión, por supuesto.
—Hay quien podría pensar que vuestra comisión es excesiva, amigo mío —dijo Vanis, esforzándose por controlar la ira.
Aric se echó a reír.
—También habrá quien piense que, como juez principal de Carlis, debería investigar por qué dos jóvenes de comportamiento ejemplar hasta ese día emprendieron semejante acción. ¿Vos también lo pensáis?
—Os habéis explicado perfectamente —masculló Vanis—. Quince mil.
La conversación había dejado un mal sabor en la boca de Vanis que aún duraba en aquel momento, transcurridas varias horas.
Terminó la tercera copa de fuego lentriano y se puso en pie. Cruzó la sala con paso ligeramente inestable, abrió la puerta que conducía al dormitorio y se tambaleó hasta la cama. Se quitó la túnica y las babuchas y se dejó caer pesadamente sobre el colchón. La cabeza le daba vueltas. Se recostó en la almohada y bostezó.
Una figura envuelta en sombras se deslizó junto a la cama.
—Tus sobrinos te están esperando —dijo en voz muy baja.
Tres horas después del amanecer, un criado llevó una bandeja con pan recién horneado y queso fresco a la habitación de Vanis. Golpeó la puerta suavemente, pero no hubo respuesta desde el interior, de modo que golpeó con más fuerza. El sirviente pensó que su señor estaría profundamente dormido y regresó a las cocinas. Media hora después lo intentó de nuevo. La puerta aún estaba cerrada, y del interior no salía ningún sonido. Informó al mayordomo, quien, con un duplicado de la llave, abrió la puerta.
El comerciante Vanis yacía de espaldas sobre las sábanas cubiertas de sangre, con la garganta cortada y un pequeño cuchillo curvado en la mano derecha.
Antes de una hora, Aric, el juez principal, se había personado en el lugar, acompañado por Eldicar Manushan, dos oficiales de la guardia y un joven médico. El mago ordenó a su joven paje que esperase fuera.
—No es algo que deba contemplar un chiquillo —le dijo.
El muchacho asintió y permaneció fuera, con la espalda apoyada en la pared.
—Parece muy claro —dijo el médico, apartándose del cadáver—. Se cortó la garganta y tardó muy poco en morir. El cuchillo está muy afilado, como podréis ver. Tiene un único corte; un tajo profundo que seccionó la yugular.
—Es extraño que se quitase la túnica antes, ¿no creéis? —comentó Eldicar Manushan, y señaló la prenda que había al pie de la cama.
—¿Qué tiene de extraño? —preguntó Aric—. Se había metido en la cama.
—Para morir —dijo el mago—. No para dormir. Eso quiere decir que sabía que su cadáver iba a ser encontrado. Estudiémoslo, caballeros. Vanis no era un hombre apuesto. Calvo, monstruosamente gordo, y feo más allá de toda descripción. Y aun así se desviste, se acuesta sobre las sábanas de raso y se asegura de que lo encuentren en la más vergonzosa de las posturas. Cualquiera diría que podría haberse dejado la ropa puesta. Ahora prestemos atención a la herida: muy desagradable y dolorosa. Hace falta mucho coraje por parte de un hombre para abrirse la garganta. Habría sido igual de eficaz cortarse las venas de la muñeca.
—Sí, sí —dijo el médico—. Eso es muy interesante. Pero lo que tenemos aquí es un hombre muerto en una habitación cerrada con llave, y con el instrumento que causó la muerte en su propia mano. Nunca podremos saber en qué pensaba en el momento de morir. Tengo entendido que sus queridos sobrinos murieron hace dos días. Evidentemente, estaba trastornado por el dolor.
Eldicar Manushan soltó una carcajada, cuyo sonido contrastó horriblemente con la escena sangrienta de la habitación.
—¿Trastornado? Seguro que sí, porque estaba tan aterrorizado ante la idea de que lo asesinasen que rodeó la casa de guardias y perros. Entonces, una vez a salvo, se corta la garganta. Estoy de acuerdo en que ésa es la conducta de una persona trastornada.
—¿Creéis que lo han matado, mi señor? —dijo el médico, en un tono glacial.
El mago se aproximó al ventanal y echó una ojeada al terreno, bajo el balcón. Después se volvió y siguió hablando.
—Si fue asesinado, joven, debe de haberlo hecho un hombre que puede desplazarse en el mayor de los silencios a través de una barrera de guardias y perros feroces, trepar por un muro, cometer el crimen y marcharse sin ser visto ni oído.
—Precisamente —dijo el médico. Se volvió hacia Aric—. Enviaré el carromato de la funeraria, mi señor, y redactaré un informe.
Dicho aquello, el joven hizo una reverencia ante Aric, dedicó una seca inclinación de cabeza a Eldicar Manushan y abandonó la habitación.
Aric contempló el cuerpo grotescamente abotargado que yacía en la cama y se dirigió a los dos oficiales de la guardia.
—Interrogad a los criados y a los guardias. Averiguad si alguien vio u oyó algo desacostumbrado, no importa cuán intrascendente le pareciera en el momento.
Los hombres saludaron y salieron. Eldicar Manushan se alejó de la ventana y cerró la puerta del dormitorio.
—¿Queréis saber lo que ha ocurrido realmente? —preguntó.
—Se suicidó —respondió Aric—. Nadie pudo llegar hasta él.
—Vamos a preguntárselo.
Eldicar caminó hasta el lecho y apoyó la mano en la frente del comerciante muerto.
—Escúchame —susurró—. Regresa desde el Vacío y entra una vez más en esta cáscara en ruinas. Regresa al mundo del dolor. Regresa al mundo de la luz.
El cuerpo hinchado se estremeció y un ruido ahogado salió de su garganta. El cadáver comenzó a temblar violentamente. Eldicar introdujo los dedos en la boca del hombre y sacó de ella un pequeño pergamino enrollado. Un aliento siseante salió empujado por los pulmones del muerto, y restos de sangre burbujearon en la herida del cuello.
—Habla, Vanis —ordenó Eldicar.
La voz del cadáver sonó como un graznido.
—Hombre… Gris…
El cadáver se retorció, con los brazos y las piernas temblando. Eldicar Manushan dio dos palmadas.
—Regresa al abismo —dijo.
Todos los movimientos cesaron.
El mago miró a Aric, cuyo rostro había palidecido, y a continuación cogió el pergamino húmedo que había sacado de la garganta del comerciante. Lo desplegó y extendió en la mesilla.
—¿Qué es eso? —dijo Aric en un susurro. Se sacó un pañuelo perfumado del bolsillo y se lo sostuvo bajo la nariz.
—Parece el contrato del préstamo que el Hombre Gris renunció a cobrar. Describe todos los compromisos aceptados por Vanis en cuanto al pago. —Eldicar rió de nuevo—. Cualquiera diría que Vanis fue obligado a comerse sus palabras antes de morir.
—¡Haré que lo detengan!
—No seáis idiota. Os dije que el juego no había terminado. ¿Qué pruebas tenéis contra él? ¿Aduciréis que el muerto dijo su nombre? No quiero que se arme revuelo. Pronto se producirán grandes acontecimientos, Aric. El amanecer de una nueva era. Este asunto está zanjado. Como ha dicho el médico, Vanis se quitó la vida en un arrebato de terrible dolor.
—¿Cómo pudo hacerlo el Hombre Gris? Los guardias, los perros…
—¿Qué sabemos de él?
—Muy poco. Llegó hace unos años, desde el sur. Tenía intereses comerciales en la mayoría de las ciudades importantes: Gothir, Chiatze, Drenan, Ventria… Posee una gran flota de buques mercantes.
—¿Y nadie sabe de dónde procede?
—Nada con certeza. Lalitia goza de sus atenciones, pero cuando hablan, él nunca menciona su pasado. Ella cree que ha sido soldado, aunque no sabe en qué ejército, y él muestra un gran conocimiento de todos los países con los que tiene negocios.
—¿Esposa? ¿Hijos? —preguntó Eldicar.
—No. Lalitia dice que en una ocasión mencionó a una mujer que murió. Pero lleva ya más de un año acostándose con Lalitia y ella no ha podido sacarle aún ninguna información útil.
—Entonces, me temo que seguirá siendo un misterio —dijo el mago—. Porque, dentro de pocos días, el Hombre Gris habrá abandonado este mundo. Junto a muchos otros.
Poco antes del amanecer, un bote de remos guiado por un hombre de cabello rubio, cubierto con un sayo rojo que lucía una serpiente enroscada bordada, el emblema de Vanis, se acercó hasta la playa que se extendía bajo el palacio de Waylander. El hombre saltó del bote antes de llegar a la orilla, y lo dejó libre para que se lo llevase la marea. Después subió los escalones que conducían a las terrazas ajardinadas. Mientras se acercaba a los aposentos del Hombre Gris se quitó un bonete negro, junto a lo que resultó ser una peluca rubia.
Waylander cruzó la entrada, guardó el bonete en un cajón oculto en el fondo de un armario y se quitó el sayo, que arrojó a la pila de leña, junto a la chimenea. Cogió un trozo de yesca y encendió el fuego.
Estaba de mal humor, y una sensación de culpabilidad caía poco a poco sobre él, aunque no alcanzaba a entender el motivo. Vanis merecía morir. Era un embustero, un tramposo y un criminal, y había empujado a la muerte a dos jóvenes inocentes.
«En cualquier sociedad civilizada lo habrían juzgado y condenado», se dijo. Entonces, ¿a qué se debía aquella sensación de culpa? La pregunta lo incomodaba.
Quizá fuese, se dijo, por lo fácil que había resultado. Entró en una pequeña cocina y se sirvió un vaso de agua, que bebió de un trago. En efecto, había sido fácil. Vanis había sido tacaño hasta el fin, y había contratado guardias baratos, dejando que uno de sus criados se encargase de las negociaciones. No había ningún capitán de la guardia; los hombres se habían reclutado uno a uno en las tabernas y el puerto, y se les había dicho que patrullasen la finca. En la oscuridad, Waylander, vestido como los guardias, había saltado el muro exterior y había trepado al roble que crecía a veinte pies de la mansión. Allí se había quedado sentado, completamente a la vista, con la ballesta en la mano y mirando el muro. Uno tras otro, los demás guardias pasaron bajo él, y en ocasiones lo saludaron con un gesto. El encargado de los perros también había sido contratado de forma independiente, y para que los perros no atacasen a los guardias hizo una ronda por la finca, haciendo que los animales olfateasen a todos los individuos vestidos con el sayo rojo. Cuando el hombre llegó hasta el roble, Waylander descendió, charló con él y acarició la cabeza de los perros, que le olfatearon las botas y desde aquel momento dejaron de prestarle atención.
A partir de entonces, todo había sido extremadamente sencillo. Waylander esperó subido al roble hasta bien entrada la noche; entonces trepó por la pared de la casa, se escondió en el dormitorio y esperó pacientemente tras los cortinajes de terciopelo, junto al lecho.
No hizo sufrir a Vanis. La muerte había sido rápida: un movimiento que deslizó la hoja a través de la yugular del comerciante. Vanis no tuvo tiempo de emitir sonido alguno, y cayó de espaldas en la cama, cubriendo de sangre las sábanas de raso. A modo de rúbrica, Waylander introdujo el contrato incumplido en la garganta del mercader. Volvió a la terraza, esperó a que pasaran los guardias y bajó al jardín.
Cuando salió de la finca recorrió las calles desiertas de Carlis, subió al bote de remos que había dejado amarrado en el puerto y cruzó la bahía.
Fue ya en el bote cuando el peso de la culpabilidad cayó sobre él. Al principio no se había percatado de dicha emoción, y confundió la incomodidad con el malestar que había estado agobiándolo durante los últimos meses; la vaga insatisfacción que le producía la vida de riqueza y abundancia. Pero era algo más.
Cierto; Vanis merecía morir. Pero al matarlo, Waylander había regresado durante unos momentos al tipo de vida que tiempo atrás lo había cubierto de vergüenza y desprecio: los días oscuros en que se le conocía como Waylander el Destructor, el asesino a sueldo. En aquel instante supo por qué se sentía culpable. La acción le había recordado a aquel hombre inocente, desarmado, cuyo asesinato a manos de Waylander desató una guerra terrible que terminó con la muerte de millares de personas.
Intentó convencerse de que no había comparación posible entre la muerte del rey de Drenai y la de un comerciante criminal.
Waylander salió desnudo a la luz del amanecer y caminó por la terraza hasta una pequeña cascada que borboteaba sobre las rocas. Cruzó a nado el pequeño estanque formado al pie de la cascada y se irguió bajo la caída de agua, con la vana esperanza de que ésta pudiera lavar la amargura de sus recuerdos. Nadie podía cambiar el pasado; lo sabía. De ser posible, habría cabalgado hasta la pequeña granja y habría salvado a Tanya y a los niños del ataque de los bandidos. En sus pesadillas aún la veía atada en la cama con la herida sangrante en el vientre. En realidad, ella había muerto mucho antes de que la encontrase, pero en sus sueños vivía aún, y gritaba pidiendo ayuda. La sangre de Tanya fluía por el suelo, subía por las paredes y cubría el techo, desde donde caía como una lluvia carmesí. «¡Sálvame!», gritaba. Y él arañaba las cuerdas empapadas de sangre, incapaz de deshacer los nudos. Siempre se despertaba temblando y con el cuerpo bañado en sudor.
El agua de la cascada resbalaba sobre él, fría y estimulante, limpiándole la sangre seca de las manos.
Salió del agua y se sentó en un banco de mármol, donde dejó que el sol lo secase. Se dijo que un hombre siempre podía hallar excusas para sus actos, intentando dar sentido a cualquier estupidez o flaqueza de espíritu. Pero en última instancia, todas las acciones eran responsabilidad de quien las realizaba, y él tendría que responder de las suyas en el Tribunal de las Almas.
«¿Qué dirás? —se preguntó—. ¿Cuáles serán tus excusas?».
Era cierto que si los bandidos no hubiesen asesinado a su familia, Dakeyras no se habría convertido en Waylander. De no haberse convertido en Waylander no habría quitado la vida al rey de Drenai. De ser así, tal vez no habría tenido lugar la terrible guerra contra Vagria. Cientos de aldeas y ciudades no habrían ardido, y millares de personas no habrían muerto.
La culpa se mezcló con el arrepentimiento mientras permanecía sentado al sol. Ahora le parecía increíble haber sido en algún momento un lugareño de Drenai, enamorado de una tierna mujer, que no deseaba nada más que criar una familia en una granja que pudiera considerar suya. Apenas podía recordar siquiera los sueños y deseos de aquel hombre. De una cosa estaba seguro: el joven Dakeyras jamás se habría disfrazado y acercado al lecho de un hombre desarmado para degollarlo.
Waylander se estremeció al pensarlo.
Durante los primeros años se había esforzado por rehacer su vida, muchas veces. Se había permitido interesarse por otra mujer, Danyal, y juntos habían criado a dos huérfanas, Miriel y Krylla. Tras la guerra con Vagria había construido una choza en las montañas y había retomado la vida del pacífico Dakeyras, un hombre de familia. Casi había llegado a ser feliz. Después de que Danyal muriese en un accidente había seguido criando a las niñas él solo. Krylla se casó con un joven y la pareja se marchó a una tierra lejana, para construir una granja y comenzar su propia familia.
Entonces llegó más muerte a las montañas. Dakeyras no tenía la menor idea de por qué Karnak, el entonces gobernante de Drenai, querría mandar asesinos tras él. No tenía sentido. Hasta que descubrió que el hijo de Karnak había causado inadvertidamente la muerte de Krylla, mientras la perseguía borracho. Aterrorizado ante la idea de que Waylander buscase venganza, Karnak había decidido adelantarse a los acontecimientos. Envió asesinos para matarlo. Fallaron. Murieron. Y los días de sangre y muerte regresaron.
Tiempo después, Waylander se mudó a la lejana ciudad de Gothir, en Namib, e intentó rehacer su vida una vez más. Y una vez más fue seguido por asesinos. Dejó que lo siguieran hasta los bosques cercanos a la ciudad, mató a tres y capturó al cuarto. En lugar de matarlo hizo un trato con él. Karnak había ofrecido una fortuna por la cabeza de Waylander; serviría como prueba de la muerte del Destructor su famosa ballesta doble. Uno de los asesinos muertos se parecía ligeramente a Waylander, de modo que cortó la cabeza del cadáver y la metió en un saco. A continuación entregó su ballesta al superviviente.
—Esto te convertirá en un hombre rico —le dijo—. ¿Cerramos el trato?
El hombre aceptó, regresó a Drenan y cobró la recompensa. Durante un tiempo, la calavera y la ballesta se exhibieron en el museo de mármol.
Waylander viajó de nuevo a países lejanos, y por último escogió el reino de Káidor e intentó sumergirse en una vida de riqueza y bienestar.
Pero ahora, una vez más, había vuelto el asesino. No por necesidad sino por orgullo.
No era un pensamiento agradable.
«Quizá —pensó—, cuando dentro de diez días llegue el barco y emprenda el viaje a través del océano, pueda encontrar una vida ausente de violencia. Un mundo sin personas, un vasto territorio de altas montañas y arroyos de aguas claras. Quizá podré estar tranquilo allí».
Muy profundamente, en su interior, casi pudo oír una risa burlona.
«Siempre serás Waylander el Destructor. Está en tu naturaleza».
Ustarte, la sacerdotisa, estaba de pie junto a la ventana. A lo lejos, por debajo, podía ver al Hombre Gris, sentado junto a la cascada. Incluso a tal distancia podía sentir su pesar. Se volvió hacia el interior. Los tres acólitos aguardaban en silencio, sentados ante la mesa. Ustarte podía sentir los pensamientos que agitaban sus mentes, y la intensidad de sus emociones. Prial era el más asustado, porque era el que tenía más imaginación; estaba recordando la jaula y los látigos ardientes, y su corazón latía con fuerza.
El poderoso e inquietante Menias también sentía temor, pero en su caso estaba mezclado con ira y frustración. Odiaba a los amos con todo su ser, y soñaba con el día en que pudiera realizar la metamorfosis, saltar sobre ellos y arrancarles la carne de los huesos. No había querido escapar a través del portal; al contrario, había instado a sus acompañantes a quedarse y luchar.
Corvidal era el más sereno de los tres, pero también era el más satisfecho. Todo lo que deseaba era permanecer en compañía de Ustarte. La sacerdotisa sentía su amor y, aunque no podía corresponderlo de la forma que él deseaba, se alegraba de haber podido liberarlo de las cadenas del odio que aún atenazaban a Menias. El hecho de que el amor pudiera vencer al odio daba esperanzas a la sacerdotisa.
—¿Nos vamos? —preguntó Prial.
—Aún no.
—Pero hemos fracasado —dijo Menias, el más bajo y robusto de los tres—. Deberíamos regresar a casa, buscar a los demás supervivientes y continuar la lucha.
Ustarte se aproximó a la mesa; su pesado manto de seda roja emitió un sonido runruneante mientras caminaba. El delgado Corvidal se levantó y le apartó una silla. Ella lo miró a los ojos oscuros y le sonrió con agradecimiento antes de sentarse. Pensó en cómo podría decirle a Menias que ninguno de los demás había sobrevivido, que ella había sentido sus muertes, una a una, al otro lado del portal.
—No puedo dejar a esta gente sola ante el destino que la aguarda.
Permanecieron sentados en silencio, hasta que Prial habló.
—Las puertas se están abriendo de nuevo. Ya han visto a los asesinos de la niebla. Pronto los seguirán los kriaz nor. Las insignificantes armas de este mundo no los van a detener, Ustarte. No tengo el menor deseo de contemplar los horrores que vendrán.
—Aun así, los habitantes de este mundo los derrotaron hace trescientos años —dijo ella.
—En aquel tiempo tenían armas poderosas —dijo Menias.
Ustarte sintió la frustración y la furia en él.
—¿Dónde obtuvieron el conocimiento que les permitió fabricar esas armas? —replicó—. Y ¿dónde están esas armas ahora?
—¿Cómo saberlo? —dijo Corvidal—. Las leyendas hablan de dioses fabulosos, demonios y héroes. No hay historias fiables sobre esa época en este mundo. Sólo fábulas.
—Pero hay pistas —dijo Ustarte—. Todas las leyendas mencionan una guerra entre dioses. Esto indica que hubo alguna discordia en Kuan Hador, y que al menos algunos se pusieron de parte de los humanos. ¿Cómo, si no, habrían podido éstos crear las espadas de luz? ¿Cómo habrían podido vencer, si no? Es cierto que hemos fracasado en nuestro intento de evitar la apertura de las puertas, y tampoco hemos podido descubrir qué ocurrió con las armas que usaron los hombres para vencer en la primera guerra. Pero debemos continuar.
—Es demasiado tarde para este mundo, Ustarte —dijo Prial—. Creo que deberíais usar el poder que os queda para abrir otro portal.
Ustarte meditó aquellas palabras y después negó con la cabeza.
—Usaré el poder que me queda para ayudar a los que pueden enfrentarse al enemigo. No voy a huir.
—¿Y quién luchará? —preguntó Menias—. ¿Quién se enfrentará a los kriaz nor? ¿El duque y sus soldados? Los matarán a todos, o algo peor: los capturarán y los utilizarán para crear Mezclados. Seducirán a otros nobles con promesas de riqueza o una vida más larga, o puestos de poder en el nuevo orden. Los humanos se corrompen con facilidad.
—Creo que el Hombre Gris luchará —respondió Ustarte.
—¿Un hombre? —dijo Menias, asombrado—. ¿Arriesgamos la vida por vuestra fe en un solo hombre?
—Habrá más de uno —dijo Ustarte—. Existe otra pista que enlaza las leyendas. Todas las historias hablan del retomo de los héroes. Murieron, pero la gente cree que volverán cuando esta tierra los necesite de nuevo. Creo que aquéllos que ayudaron a la humanidad utilizaron Mezclados, frutos de la fusión, y cuando el mal regrese, sus descendientes tendrán el poder para combatirlo.
—Con el debido respeto, mi señora —intervino Corvidal—, eso es una esperanza, no un hecho. No existe el menor rastro de evidencia que sostenga semejante hipótesis.
—Se trata de algo más que una esperanza, Corvidal. Sabemos cuál es el poder de la fusión, porque existimos gracias a él. También sabemos que, según nuestras reglas, nadie con quien se haya realizado la fusión puede engendrar hijos, lo que impide que nazcan criaturas que puedan controlar su propio destino. Pero creo que los Antiguos no obedecieron y permitieron que sus aliados humanos traspasaran sus dones de generación en generación. Puedo verlo a nuestro alrededor. Chamanes nadir que pueden mezclar hombres y lobos para crear criaturas temibles; sacerdotes que pueden hacer volar el espíritu y cuyos poderes curan enfermedades. Sabemos, por nuestros estudios, que la humanidad carecía de estas capacidades antes de la llegada de los Antiguos. Los Antiguos se las otorgaron a algunos miembros de esta raza, y dijeron a sus aliados que en los tiempos venideros, cuando regresase el mal, estos poderes saldrían de nuevo a la luz. De ahí proceden las leyendas sobre el retorno de los héroes. Puedo sentirlo en el Hombre Gris.
—No es más que un asesino —dijo Prial, despectivamente.
—Es más que eso. Ese hombre posee nobleza de espíritu y un poder que no se da entre los hombres corrientes.
—No estoy convencido —dijo Prial—. En este asunto estoy de parte de Corvidal. Estáis arriesgando nuestras vidas basándoos en una vana esperanza.
Ustarte asintió, al darse cuenta de que los tres estaban de acuerdo.
—Abriré un portal para que podáis marcharos —dijo con tristeza.
—¿Y vos? —preguntó Corvidal.
—Me quedo aquí.
—Entonces, nos quedaremos con vos, mi señora.
Menias y Prial cruzaron la mirada. Prial habló.
—Permaneceré aquí hasta la llegada de los kriaz nor. Pero no deseo perder la vida inútilmente.
—¿Y tú, Menias? —preguntó la sacerdotisa.
Menias encogió los poderosos hombros.
—Donde estéis, mi señora, ahí estaré yo.
Yu Yu Liang carraspeó y escupió hacia el mar. Se sentía abatido. Tenía la impresión de que su afán de convertirse en héroe no estaba dando los frutos esperados. Cuando trabajaba en la cantera recibía algunas monedas al final de cada semana; dinero que podía gastar en comida, alcohol, techo y mujeres. Siempre tenía bastante comida, nunca bastantes mujeres y, a menudo, demasiado alcohol. Pero si volvía la vista atrás se daba cuenta de que no era una vida tan mala como parecía mientras se dedicaba a ello.
Cogió una piedra plana y la lanzó contra las olas. La piedra rebotó una vez, voló veinte pies y desapareció bajo la superficie.
Suspiró. Ahora tenía una espada afilada, nada de dinero y nada de mujeres, y estaba sentado bajo el sol de una tierra extranjera preguntándose para qué había viajado tan lejos. Nunca había tenido intención de abandonar las tierras de Chiatze. Su primer pensamiento había sido dirigirse a las montañas del oeste y unirse a unos bandoleros. Entonces se había tropezado con aquel campo de batalla y el rainí muerto. Recordó el momento en que había visto la espada por primera vez. Destacaba sobre el suelo, junto a un arbusto. El sol se reflejaba en la hoja mientras Yu Yu registraba el cadáver. El rainí no llevaba dinero, y Yu Yu se puso en pie y caminó hacia la espada. Era hermosa, con la hoja resplandeciente y la larga empuñadura para dos manos envuelta en tiras de cuero finamente trenzado. El pomo era de plata, labrada con el dibujo de una flor de las montañas. La alzó.
Entonces olvidó su propósito original y decidió ir hacia el nordeste, con el deseo repentino de ver tierras lejanas. Había sido algo extraño; ahora, sentado al sol en la bahía de Carlis, no podía recordar por qué había llegado a parecerle una buena idea.
Dos días después tuvo lugar un suceso más misterioso aún. Se encontró con un mercader que viajaba en un carro, acompañado por dos hermosas hijas y un hijo con pinta de retrasado. Una rueda se había salido del eje y el grupo se hallaba sentado al borde del camino. En su nueva vida de bandido fuera de la ley, Yu Yu debería haber tomado el oro del hombre y haber forzado a las muchachas, para abandonar la escena más rico y relajado. De hecho, aquél era su plan inicial, y se aproximó al grupo adoptando lo que consideró que sería una expresión amenazadora. Luego, para mostrar su intención, aferró la empuñadura de la espada, dispuesto a desenvainarla y aterrorizar a sus víctimas.
Una hora después había arreglado la rueda y estaba escoltando al mercader hasta el pueblo al que se dirigía, unas seis millas al este. En recompensa recibió una buena comida, un beso en la mejilla de cada una de las muchachas y una pequeña bolsa con provisiones de la esposa del mercader. Se dijo que era demasiado estúpido para ser ladrón, y reanudó su camino.
Y ahora aquella estupidez lo había llevado hasta Káidor, una tierra donde un individuo de rasgos chiatze destacaba como… como… Se esforzó por encontrar un símil, pero lo único que se le ocurrió fue «como un grano en el culo de una puta». No sonaba muy digno y decidió olvidarse de las comparaciones. Sin embargo era una idea a la que debía prestar atención. ¿Cómo podía un guerrero chiatze hacerse ladrón en un territorio en el que sería identificado al instante allá donde fuese? No tenía sentido.
En aquel momento, una joven rubia llegó a la playa. Para sorpresa de Yu Yu, comenzó a quitarse las ropas. Una vez desnuda, corrió por la arena y se sumergió en el agua. Asomó de nuevo a la superficie y se puso a nadar, dando lentas brazadas, aproximándose al lugar donde se encontraba Yu Yu. Chorreando, echó la cabeza hacia atrás y se pasó las manos por el cabello mojado.
—¿Por qué no nadas? —le dijo—. ¿No tienes calor ahí sentado, envuelto en piel de lobo?
Yu Yu reconoció que así era. La joven se echó a reír y se alejó nadando hacia aguas más profundas.
Yu Yu se despojó de la ropa a toda velocidad, saltó al agua y se dio una panzada bastante dolorosa. No tanto, sin embargo, como lo que ocurrió a continuación: se hundió como una piedra. Agitó los brazos salvajemente, intentando alcanzar la superficie. Logró sacar la cabeza del agua e inspirar una bocanada de aire. Flotó brevemente, pero al espirar desapareció de nuevo bajo las frías olas.
El pánico lo invadió. Algo lo agarró por el pelo y lo izó. Se debatió y llegó a la superficie una vez más.
—Inspira profundamente y contén el aliento —ordenó la joven.
Yu Yu obedeció y se mantuvo flotando junto a ella.
—Es el aire de los pulmones lo que te mantiene a flote.
Yu Yu se relajó un poco, más tranquilo al tenerla al lado. Lo que decía era cierto; mientras tuviese aire en los pulmones no se hundiría.
—Vuélvete —dijo la joven—. Te ayudaré.
Yu Yu sintió los brazos de la mujer sosteniéndolo por la espalda, y se dejó guiar agradecido. Echó una ojeada a la derecha y se encontró contemplando un par de pechos perfectos. El aire escapó de sus pulmones y se hundió de nuevo. Los brazos de la joven tiraron de él hasta la superficie. Yu Yu tosió.
—¿Qué tipo de idiota se tira al agua sin saber nadar? —preguntó la joven.
—Me llamo Yu Yu Liang —se las apañó para responder.
—Bueno, Yu Yu Liang. Voy a enseñarte.
Los siguientes minutos fueron deliciosos. La joven le enseñaba a dar unas brazadas rudimentarias que le sirvieron para sostenerse por sí mismo. El sol le calentaba la espalda; el agua le refrescaba el cuerpo. Por último, lo guió hacia las aguas menos profundas de la orilla. Yu Yu la admiró mientras nadaba hacia la zona donde había dejado la ropa. Luego la siguió.
La mujer trepó por las rocas hasta llegar a una pequeña cascada cercana a la playa, donde se limpió la sal. Yu Yu estaba asombrado ante la belleza de la mujer. Trepó a su vez y se lavó también. Ambos regresaron a la playa y ella se sentó en una roca, para dejarse secar por el sol.
—Has venido con Matze Chai —dijo ella.
—Soy… guardaespaldas —dijo Yu Yu.
La excitación que le causaba la desnudez de la mujer lo hizo sentirse mareado. Sus conocimientos de la lengua de los ojos redondos, no muy buenos de por sí, prácticamente lo abandonaron.
—Espero que pelees mejor de lo que nadas —dijo la joven.
—Soy un gran luchador. Me he enfrentado a demonios. No temo a nada.
—Me llamo Norda. Trabajo en el palacio. Todos los criados hemos oído las historias sobre los demonios de la niebla. ¿Son ciertas? ¿No se trataba de simples bandidos?
—Eran demonios —dijo Yu Yu—. Le corté el brazo a uno y se puso a arder. Entonces… desapareció. No quedó nada. Yo lo hice.
—¿De verdad?
Yu Yu suspiró.
—No. Kaisumu cortó el brazo. Pero habría podido hacerlo yo si hubiera estado más cerca.
—Me caes bien, Yu Yu Liang —dijo ella, con una sonrisa.
La joven se puso en pie, se vistió y se alejó por las piedras, en dirección al sendero.
—Tú también me caes bien —le dijo Yu Yu.
La joven se volvió, agitó la mano para despedirse y se marchó.
Yu Yu permaneció sentado un rato, hasta que comenzó a tener hambre. Se vistió, se colgó del cinto la espada envainada y caminó de regreso al palacio. «Quizá —pensó— la vida en Káidor no sea tan desagradable».
Kaisumu se hallaba sentado en la terraza de su habitación. Estaba dibujando el contorno de los acantilados y la ciudad que se alzaba al otro extremo de la bahía. Levantó la vista cuando entró Yu Yu.
—Ha sido estupendo —dijo éste—. Ha nadado con una chica. Era guapísima, con el pelo dorado y tetas como melones. Hermosas tetas. Soy un gran nadador.
—Lo he visto —dijo Kaisumu—. Sin embargo, ten en cuenta que si quieres ser un rainí has de dejar a un lado los deseos carnales y concentrarte en el espíritu, y guiarlo hasta la auténtica humildad.
Yu Yu pensó en ello y decidió que Kaisumu bromeaba. No acababa de entender dónde estaba la gracia, pero rió por cortesía.
—Tengo hambre —dijo.
Elfons, el duque de Káidor, detuvo su corcel ante la cuesta que bajaba hasta los pastos de la llanura de Eiden. Junto a él cabalgaban sus ayudantes y su guardia personal de cuarenta lanceros. A sus cincuenta y un años, Elfons encontraba agotador el largo viaje desde la capital. Había sido un hombre de gran fuerza física, pero últimamente lo acosaban dolores agudos en las articulaciones, especialmente en codos, rodillas y tobillos, que en aquel momento tenía hinchados y doloridos. Tenía la esperanza de que el viaje desde el frío y la humedad de la capital hasta el clima más cálido de Carlis aliviase el problema, pero de momento no había notado un gran cambio. En ocasiones también sentía dificultades al respirar.
Miró a sus espaldas, hacia la caravana que formaban cinco carruajes pesados, el primero de los cuales llevaba a su esposa acompañada de sus tres damas de honor. Niallad, su hijo quinceañero, cabalgaba junto al grupo, con el sol reflejado en su armadura nueva. Elfons suspiró y espoleó al caballo para que continuase.
El clima había sido benigno durante el paso de las montañas, pero a medida que bajaban hacia la llanura aumentaba la temperatura. El calor resultó agradable al principio, después de haber soportado los fríos vientos de las alturas, pero poco a poco iba haciéndose intolerable. El sudor corría por el rostro del duque, que se quitó de la cabeza el casco de hierro repujado en oro y se echó hacia atrás la capucha de la cota de malla, descubriendo sus cabellos canosos.
Lares, un ayudante calvo y delgado, cabalgaba junto al duque.
—Hace un calor poco habitual, mi señor —dijo.
El asistente destapó una cantimplora de cuero, humedeció un pañuelo bordado y se lo alcanzó a Elfons. El duque se lo pasó por la cara y por la barba salpicada de canas. La brisa le refrescó la piel, y se despojó de la pesada capa roja, que alargó a Lares.
A lo lejos, por delante de ellos, Elfons alcanzó a ver cómo los carromatos de una caravana de mercaderes entraban en el espeso bosque que bordeaba el gran lago de Cefaris. Su humor empeoró. Habían avistado la caravana por primera vez aquella mañana; apenas una nube de polvo en el horizonte. Habían ido dándole alcance poco a poco, y ahora se hallaba apenas a media milla por delante de su grupo. Elfons confiaba en llegar al lago, quitarse la armadura y nadar en las frías aguas, y no le hacía gracia la idea de compartirlo con varias docenas de arrieros. Como siempre, el joven Lares sintonizaba con los pensamientos de su amo.
—Puedo adelantarme y exigirles que se vayan, mi señor —dijo.
Elfons se sintió tentado, pero decidió dejarlo correr. Los arrieros tendrían tanto calor como él, y el lago era de todos. Sería suficiente que el duque y sus seguidores se detuviesen cerca y aguardasen pacientemente; el otro grupo entendería el mensaje y se apresuraría. Pero aun así, ello significaría que durante el resto del día estarían tragando el polvo que levantaba la caravana.
Elfons dio unas palmadas en el cuello de su montura.
—Estás cansado, Osir —le dijo al caballo—, y me temo que ya no soy tan ligero como antaño.
El caballo bufó y sacudió la cabeza.
El duque espoleó ligeramente los flancos del animal y prosiguieron el largo descenso. Una nube solitaria se colocó momentáneamente entre ellos y el sol, y Elfons pudo disfrutar de unos instantes de alivio del calor.
La nube se desvaneció. El lago ya estaba cerca, y Elfons vació hasta la última gota de agua de la cantimplora. Se giró en la silla para ver cómo los carruajes seguían bajando, lenta y cuidadosamente. La rata era un pedregal, y de no manejarse con habilidad, un carromato podía deslizarse y acabar hecho astillas al final de la pendiente.
Aldania, su esposa, agitó la mano, y él le sonrió. Cuando ella le devolvió la sonrisa pareció rejuvenecida a pesar de sus cabellos plateados, pensó el duque, y se le antojó infinitamente apetecible. Llevaban juntos veintidós años y aún se maravillaba de la increíble fortuna que había tenido al conseguirla. Era la única hija de Orien, el penúltimo rey de Drenai, y se había visto obligada a abandonar su tierra durante la guerra contra Vagria. En aquel tiempo, Elfons no era más que un caballero, y la había conocido en Gulgothir, capital de Gothir. En circunstancias normales, el romance entre una princesa y un caballero no habría tenido futuro. Pero cuando el rey Niallad, el hermano de la princesa, murió asesinado y el imperio de Drenai estaba arruinándose, pocos se interesaron en cortejarla. Después de la guerra se instauró la república y el número de pretendientes disminuyó más aún. El nuevo gobernante, el gigantesco Karnak, había dado a entender sin dejar lugar a dudas que Aldania no sería bien recibida si volvía a su tierra natal. Fue entonces cuando Elfons se ganó el corazón y la mano de la antigua princesa y la llevó a Káidor, donde habían pasado ya veintidós dichosos años.
Al pensar en la suerte que había tenido, Elfons olvidó el calor abrasador y las articulaciones doloridas, y cabalgó durante un rato perdido en recuerdos de los años pasados junto a Aldania. Había sido para él todo lo que pudo desear: una amiga, una amante y una sabia consejera en las épocas de crisis. Sólo había un aspecto en el que no se sentía satisfecho por completo: la educación de su hijo. De hecho, era el único asunto que había provocado discusiones entre ellos. Aldania adoraba al joven Niallad y se negaba a escuchar palabra alguna en contra suya.
Elfons también adoraba al muchacho, pero estaba preocupado por él; era demasiado timorato. El duque se giró en la silla y miró a sus espaldas. Niallad lo saludó; Elfons sonrió y le devolvió el saludo. Pensó que si pudiera retroceder en el tiempo haría estrangular a aquel condenado cuentacuentos al que Niallad había conocido cuando tenía seis años, y que había relatado al muchacho la historia completa de la muerte de su tío, el rey de Drenai. Niallad había sufrido pesadillas durante meses, convencido de que el malvado Waylander lo perseguía. A lo largo de aquel verano el chico entraba temblando en la habitación de sus padres, casi todas las noches, y se metía con ellos en la cama.
Al final, Elfons convocó al embajador de Drenai, un hombre agradable con numerosos hijos. El embajador tuvo una charla con Niallad y le explicó cómo dieron caza al terrible Waylander y cómo lo decapitaron. La cabeza fue llevada a Drenan, donde una vez despellejada, había sido expuesta en el museo, junto a la tristemente famosa ballesta del asesino.
Las pesadillas cesaron durante cierto tiempo. Pero entonces llegaron noticias de la desaparición de la ballesta y del asesinato de Karnak, el gobernante de Drenai.
Incluso ahora, nueve años después, Niallad era incapaz de viajar sin guardaespaldas. Odiaba las multitudes y trataba de evitar cualquier reunión medianamente numerosa siempre que podía. En las recepciones oficiales a las que Elfons lo obligaba a asistir, el joven permanecía junto a su padre, con los ojos muy abiertos, asustados, y una capa de sudor en el rostro. Nadie lo mencionaba, por supuesto, pero todos se daban cuenta.
Elfons devolvió la atención al camino. Casi habían llegado al final de la pendiente. Entrecerró los ojos y examinó la orilla del lago, junto al bosque, un cuarto de milla más adelante. No había nadie nadando ni refrescándose, y pensó que era extraño. Probablemente, los carreteros habían seguido su camino. Pensó que aquellos arrieros eran gente dura, sobre todo si tenía en cuenta que además viajaban con mujeres y niños. Cualquiera podría pensar que habrían agradecido un baño fresco. Quizá se habían dado cuenta de que el duque cabalgaba tras ellos y habían preferido no detenerse, pero deseó que aquél no fuese el motivo.
Lares se puso junto a él y ordenó que saliese una avanzadilla. Veinte hombres rebasaron al duque y cabalgaron al frente, para inspeccionar la linde del bosque. Por desgracia, se trataba de una precaución necesaria. En los dos últimos años se habían producido tres atentados contra la vida del duque. Así funcionaban las cosas en Angostin; un hombre sólo mantenía el poder mientras la fuerza y la astucia le permitiesen conservarlo. «Y la suerte», añadió Elfons para sus adentros. Las cuatro grandes casas de Káidor mantenían ahora una inestable tregua, pero a menudo surgían disputas que no era raro que se resolviesen en combate. El año anterior, Panagyn, de la casa Rishell, había librado una guerra breve pero sangrienta contra Ruall de Loras y Aric de Kilraiz. Hubo tres batallas, ninguna decisiva; pero Panagyn había perdido un ojo en la tercera, y los dos hermanos de Ruall habían muerto en la segunda. Shastar de Bakard, la menor de las casas, acababa de romper su alianza con Panagyn y se había alineado con Ruall y Aric, por lo que cabía esperar un nuevo brote de hostilidades. Elfons creía que aquél era el motivo por el que Panagyn había enviado asesinos contra él. Las leyes de Angostin dictaban que las fuerzas del duque no podían tomar parte en las disputas entre casas. No obstante, si el duque moría, sus tres mil soldados podrían unirse a Panagyn; era un hombre que, pese a ser brutal, luchaba junto a sus soldados y era apreciado por las tropas. Con aquellos hombres de su lado, Panagyn podría ganar una guerra civil y proclamarse duque.
«Tendré que matar a Panagyn más tarde o más temprano —pensó Elfons—, porque si acaba conmigo, mi hijo estará muerto ese mismo día». El temor ante semejante desenlace cayó sobre el duque como una losa. Niallad no estaba preparado para gobernar; quizá no llegase a estarlo nunca. Tal pensamiento lo hizo estremecerse. Levantó la vista hacia el cielo y lanzó un ruego silencioso a la Fuente. «Dame sólo otros cinco años. En ese tiempo, Niallad deberá cambiar».
El duque tiró de las riendas mientras sus caballeros se desplegaban y entraban en el bosque. Salieron apenas un momento después y regresaron al galope adonde esperaba la caravana. El capitán, un joven soldado llamado Korsa, detuvo su montara ante Elfons.
—Es una masacre, mi señor —dijo sin preámbulos, olvidándose de saludar.
Elfons reparó en la palidez del rostro del hombre.
—¿Una masacre? ¿De qué estás hablando?
—Están todos muertos, mi señor. Es una carnicería.
Elfons espoleó al caballo; sus cuarenta lanceros fueron tras él.
Los carros se hallaban agrupados bajo los árboles, a unos cincuenta pies de la orilla del lago, pero no había ni rastro de los caballos. La sangre se esparcía por todas partes, salpicando los troncos y empapando el suelo. Elfons desenvainó la espada y contempló la escena. Lares y Korsa desmontaron; los demás caballeros permanecieron nerviosos sobre sus monturas, armas en mano, esperando órdenes.
Un viento frío sopló desde el lago y un escalofrío recorrió a Elfons, quien desmontó y caminó hacia la orilla. Sorprendentemente, había hielo en la superficie, pero se estaba fundiendo con rapidez. Recogió un trozo en la palma de la mano y sintió crujir el barro bajo los pies mientras se movía. Envainó la espada y regresó al lugar donde Lares y Korsa examinaban las huellas alrededor de un carromato volcado. La sangre embadurnaba la madera destrozada y un rastro sanguinolento se alejaba del carromato, semejante a una baba carmesí que hubiera dejado un gusano gigantesco, y se adentraba en el bosque. Algunos arbustos habían sido arrancados de raíz.
Elfons se dirigió a uno de los soldados.
—Vuelve a la caravana y diles que no se acerquen aquí —dijo.
El hombre mostró una expresión agradecida, hizo dar la vuelta a su caballo y se alejó del lugar.
Por todas partes había hielo fundiéndose. El duque examinó el suelo. Todo estaba revuelto y embrollado, pero había una huella bien clara justo al lado del carromato. Parecía la pisada de un oso, aunque más alargada y estrecha, y rematada por cuatro dedos terminados en uñas afiladas.
Algo había caído sobre los cuarenta arrieros y sus familias y, en apenas unos instantes, había matado a personas y caballos, y arrastrado los cadáveres al interior del bosque. Era imposible que hubiera ocurrido sin que se produjese ruido alguno. Deberían haberse oído gritos de miedo y dolor. Pero a apenas unos cientos de yardas, Elfons no había oído nada. Y ¿cómo podía haberse formado el hielo con el calor agobiante de aquel día?
Elfons siguió la pista sangrienta. Pájaros muertos aparecían aquí y allá, con las plumas congeladas.
Lares cruzó el terreno cubierto de sangre. El joven temblaba.
—¿Qué ordenáis, mi señor?
—Si bordeamos el lago por el lado norte, ¿cuándo llegaremos a Carlis?
—Al anochecer, mi señor.
—Entonces, eso haremos.
—No puedo comprender por qué no hemos oído nada. Hemos estado todo el tiempo cerca del bosque.
—Aquí ha intervenido la brujería —dijo el duque, haciendo un gesto de protección contra los hechizos—. En cuanto mi familia esté a salvo en Carlis, volveremos acompañados por parte de las fuerzas de Aric y un sacerdote de la Fuente. Cualquier malignidad que resida aquí será destruida. Lo juro.
Aún era temprano cuando Waylander se presentó en la biblioteca de la torre norte y subió por la escalera de caracol de hierro forjado que llevaba a la sección de textos antiguos de la tercera planta. Los tres acólitos de Ustarte, la sacerdotisa, se hallaban sentados ante la mesa central, examinando libros y rollos de pergamino. No levantaron la vista cuando entró.
Pensó que eran hombres extraños. El calor iba en aumento en el interior de la sala, a pesar del espesor de las paredes de piedra de la torre, pero aun así permanecían cubiertos por sus pesadas vestiduras ribeteadas de verde, con pañuelos de seda en torno al cuello y las manos enfundadas en guantes grises. Waylander cruzó la sala actuando como si no estuvieran allí, pero sintió la mirada de los hombres clavada en la espalda. Se permitió una ligera sonrisa; nunca había caído muy bien a los sacerdotes.
Waylander se detuvo y examinó las estanterías. Almacenaban más de tres mil documentos; antiquísimos libros encuadernados en piel, pergaminos desvaídos e incluso tablillas de barro y piedra. Algunos estaban más allá de cualquier esperanza de ser descifrados, pero aun así atraían a estudiosos que acudían de todo Angostin y hasta de lugares tan lejanos como Ventria.
La búsqueda habría resultado mucho más fácil si Cashpir, el anciano bibliotecario, no hubiera estado en cama preso de la fiebre. El conocimiento que aquel hombre poseía de la biblioteca era asombroso, y Waylander había reunido gracias a él la mayoría de aquellos valiosos volúmenes. Trató de rememorar el día en que había leído acerca de las espadas resplandecientes. Fuera tronaba una tormenta y el cielo se hallaba oscuro y encapotado. Se había sentado en el lugar que ahora ocupaban los sacerdotes, para leer a la luz de una lámpara. Durante tres días había estado dando vueltas a su mente, en busca de cualquier fragmento de recuerdo.
Dirigió la mirada a la ventana abierta, a la que se le habían puesto nuevas contraventanas de madera. Y entonces le llegó el recuerdo.
Las viejas contraventanas no ajustaban bien, y el agua había calado y salpicado en los estantes cercanos, con riesgo de dañar los documentos almacenados en ellos. Waylander y Cashpir habían llevado a la mesa algunos de los pergaminos; la referencia estaba en alguno de aquéllos, que había hojeado para pasar el rato.
La zona de las estanterías más cercana a la ventana seguía vacía, y Waylander cruzó la sala hasta el pequeño despacho que ocupaba Cashpir. El lugar era un completo desorden, con pergaminos esparcidos por todas partes, y apenas se podía ver la superficie del escritorio bajo los libros y rollos acumulados. Cashpir tenía una mente excepcional, pero su talento para la organización era nulo.
Waylander rodeó el escritorio, se sentó y hurgó entre los pergaminos, intentando recordar cuál de ellos había atraído su atención el día de la tormenta. Uno de los textos hablaba de criaturas monstruosas, híbridos de hombre y bestia. El propio Waylander había sido perseguido por tales criaturas veinte años atrás, enviadas por un chamán nadir.
Examinó los rollos uno por uno y fue amontonándolos en el suelo, a sus pies. Por último alzó un pergamino amarillento, que reconoció de inmediato. La tinta se había difuminado demasiado en algunos lugares, y una sección tenía manchas producidas por el moho; Cashpir había tratado la parte que se conservaba en buenas condiciones con una solución preservadora creada por él mismo. Waylander regresó a la biblioteca con el pergamino y se dirigió a la ventana. A la luz del sol leyó las primeras líneas.
De las glorias de la antigua Kuan Hador no quedan ya más que ruinas, inhóspitas y deformadas, testimonio de la fútil arrogancia del hombre. No hay señales de los reyes divinos, ni los guerreros de la niebla arrojan sombras cuando cae la dura luz del sol. La historia de la ciudad se ha desvanecido de los recuerdos del mundo, y lo mismo ha ocurrido con los relatos sobre sus héroes y villanos. Todo lo que queda son unas pocas leyendas transmitidas oralmente; cuentos confusos que hablan de criaturas de fuego y hielo, y de guerreros que portaban espadas de luz resplandeciente e hicieron frente a criaturas demoníacas con forma en parte de hombre, en parte de bestia.
Tras acercarse a las ruinas, el visitante puede comprender el nacimiento de tales leyendas. Hay estatuas caídas que parecen tener cabeza de lobo y cuerpo humano. Hay restos de grandes arcadas construidas, al parecer, sin propósito alguno. Una arcada, bautizada por el historiador Ventáculo como la Locura de Hador, había sido esculpida en una escarpadura del acantilado de granito. Es una pieza extremadamente curiosa, ya que si se examina atentamente se puede observar que los pictogramas tallados en la cara interior de los pilares del arco se desvanecen en la roca; pareciera que el acantilado creció sobre ellos como si fuera musgo.
He copiado por separado algunos de los pictogramas, y otros estudiosos han dedicado decenios al intento de descifrar el complejo idioma en el que fueron escritos, pero el éxito nos ha sido esquivo. Lo que sí es evidente es que Kuan Hador fue algo único en el mundo antiguo. Los métodos arquitectónicos, la habilidad de sus artesanos, no parecen existir ya en lugar alguno. Los restos de las construcciones que aún se sostienen están ennegrecidos por el fuego, lo que indica que de algún modo la ciudad fue destruida por una gran conflagración, resultado quizá de una guerra contra civilizaciones vecinas. Se han recuperado muy pocos artefactos en Kuan Hador, aunque el rey de Saimilia cuenta entre sus posesiones con un espejo de plata que nunca se empaña y que, según afirma, fue recogido de este lugar.
Waylander hizo una pausa en la lectura. A continuación seguían una serie de descripciones de la exploración del lugar y un esquema del plano de la ciudad. Aburrido por la exposición académica, Waylander ojeó por encima el texto hasta que llegó a los párrafos finales.
Como suele ocurrir con la caída de las civilizaciones, muchos relatos afirman que la de ésta fue debida a sus infamias. Los nómadas que habitan los territorios que una vez fueron dominios de Kuan Hador hablan de sacrificios humanos e invocaciones demoníacas. No hay duda de que la ciudad fue residencia de grandes magos. Sospecho, basándome en las estatuas y en los pocos pictogramas que hemos alcanzado a descifrar, que los gobernantes de Kuan Hador alcanzaron cierto dominio del arte vil de los hechizos de fusión. Es muy probable que muchos ejemplos recientes de esta práctica abominable, que se dan entre los nadir y otros pueblos bárbaros, sean legados de Kuan Hador.
Existen varias de las leyendas referidas a la caída de Kuan Hador. La más extendida habla del retorno de las espadas resplandecientes. Entre los nómadas de Varnii, lejanamente emparentados con los chiatze, los chamanes recitan una serie de versos mal rimados en las fiestas estacionales. Las estrofas primera y última rezan:
No busquéis a los Hombres de Barro que en la noche estrellada yacen enterrados.
Sus espadas de luz reposan al lado y de la luz se esconden, los ojos cerrados.
La muerte espera a los Hombres de Barro que forman en filas de blanco fantasmal y así seguirán hasta el terrible día en el que se alcen para la lucha final.
La transcripción completa se puede consultar en el apéndice quinto. El historiador Ventáculo ha escrito un interesante ensayo sobre esta canción, en el que sostiene que se trata de una metáfora sobre la muerte y la resurrección de los valerosos, un sistema de creencias habitual entre los pueblos guerreros.
Waylander depositó el pergamino en el lugar que le correspondía en los estantes y abandonó la biblioteca. Unos minutos más tarde salió a la terraza central, en el exterior de la sala de banquetes. Kaisumu esperaba allí, apoyado en la balaustrada, contemplando la bahía. Waylander se acercó a él, y el espadachín giró e hizo una reverencia. Waylander devolvió el saludo.
—He encontrado algo —dijo—. Leyendas sobre una ciudad que se alzó hace mucho tiempo en estas tierras. Al parecer fue destruida por guerreros que portaban espadas resplandecientes.
—Una ciudad de demonios —dijo Kaisumu.
—Eso se dice.
—Están regresando.
—Eso quizá sea suponer demasiado —contestó Waylander—. La ciudad cayó hace unos trescientos años. El pergamino que he estado estudiando fue escrito hace apenas un centenar. Para convencerme necesito algo más que un ataque sufrido por un mercader y sus guardias.
—Yo también he encontrado un pergamino —dijo Kaisumu—. Habla de nómadas que evitan las ruinas porque sus leyendas los advierten de que no todos los demonios fueron abatidos; algunos escaparon a otro mundo a través de un portal, y un día volverán.
—Sigue siendo una prueba dudosa.
—Quizá —asintió Kaisumu—. Pero cuando veo a los pájaros volar hacía el sur sé que se acerca el invierno. No es necesario que se trate de aves muy grandes, Hombre Gris.
Waylander sonrió.
—Supongamos que estáis en lo cierto y que los demonios de Kuan Hador van a regresar. ¿Qué plan proponéis?
—No tengo ningún plan. Lucharé contra ellos. Soy un rainí.
—Matze Chai dice que creéis que vuestra espada os condujo hasta aquí.
—No es una creencia, Hombre Gris; es una certeza. Y ahora que estoy aquí sé que es lo correcto. ¿A qué distancia están las ruinas de este palacio?
—A menos de un día a caballo.
—¿Me prestaríais uno?
—Haré algo mejor —dijo Waylander—. Os guiaré yo mismo.
Si había algo en la vida que era indudable para Yu Yu Liang era que una onza dorada de buena suerte iba seguida invariablemente de varias libras de mala suerte. Y por regla general, en su experiencia, caían sobre él desde gran altura. O, como decía su madre, «cuando el desfile del emperador ha pasado, los que recogen los excrementos de los caballos no tardan mucho en llegar».
La rubia Norda había abandonado la cama de Yu Yu poco tiempo atrás, y él se sentía más feliz de lo que había llegado a serlo en muchos meses, aun a pesar de la crítica inicial de la mujer. «Esto no es una carrera», le había dicho mientras él se aferraba a ella. Yu Yu se había detenido un momento, con el corazón latiéndole salvajemente, y se las había arreglado para hablar entre jadeos.
—¿Una carrera?
—Ve despacio. Tenemos mucho tiempo.
Si Nashda, el dios tullido de los jornaleros, hubiera aparecido en la habitación y le hubiera ofrecido la inmortalidad, la perspectiva no habría sido más seductora. Para empezar, aquella hermosa mujer estaba acostada bajo él, con las bronceadas piernas en tomo a su cintura. Para seguir, no había tras la puerta una cola de impacientes picapedreros gritándole que se diese prisa. Para continuar, por lo que él sabía, aquella gloriosa criatura no le iba a pedir dinero. Lo cual era una suerte, ya que no lo tenía. Y ahora le decía que tenían todo el tiempo del mundo… ¿Podría el cielo ser más placentero?
Siguió el consejo de la mujer. Había muchos placeres nuevos por descubrir, y algún que otro obstáculo que superar. Besar a una mujer que aún conservaba todos los dientes era algo sorprendentemente agradable. Casi tanto como el hecho de que no hubiese un reloj de arena junto al lecho, indicando que el tiempo se acababa rápidamente.
Si la vida podía ser mejor que aquello, Yu Yu Liang no sabía cómo.
Las primeras señales de que había que pagar un precio por tal placer llegaron justo después de que la mujer se marchase, cuando se puso la camisa de lana cruda. Sintió punzadas de dolor en los arañazos de la espalda. Norda también le había mordido la oreja, lo que en su momento había resultado excitante, pero el dolor que sentía ahora en el mordisco comenzaba a incomodarlo.
A pesar de todo, Yu Yu abandonaba la habitación silbando una alegre melodía cuando se encontró de repente con tres de los guardias del Hombre Gris.
El primero de ellos, un individuo bajo y fornido de pelo rubio muy rizado, lo observaba con malevolencia.
—Has cometido un grave error, pequeño cerdo de ojos rasgados —dijo—. ¿Piensas que puedes llegar aquí y robamos nuestras mujeres?
En el pueblo de Yu Yu había un templo de la Fuente, y muchos de los niños asistían a clases allí. Ninguno tenía un deseo especial de aprender la lengua de los ojos redondos, pero los sacerdotes repartían dos comidas diarias y, aunque sólo fuera por aquel motivo, merecía la pena dedicar algo de tiempo al estudio. Yu Yu aprendió con rapidez, pero había perdido práctica desde entonces, por lo que necesitaba algo de tiempo para descifrar las frases complejas. Aparentemente había cometido un error de algún tipo y estaba siendo acusado de robar el cerdo de una mujer. Miró directamente al rostro del hombre y vio odio en él; luego miró a los hombres que lo acompañaban. Ambos lo observaban con los ojos entrecerrados.
—Bien; ahora vas a aprender una lección —prosiguió el primer hombre—. Te vamos a enseñar que sólo debes enredarte con gente de tu clase. ¿Entiendes, amarillo?
A pesar de que no sabía nada sobre el robo del cerdo, Yu Yu entendió a la perfección de qué tipo de lección estaban hablando.
—Te he preguntado que si entiendes…
La expresión de odio en el rostro del hombre cambió repentinamente a la de sorpresa, y luego quedó vacía por completo, cuando el puño izquierdo de Yu Yu lo golpeó como un ariete justo en el centro de la cara. El hombre ya estaba inconsciente cuando el puño derecho de Yu Yu siguió al izquierdo. El guardia cayó pesadamente, con la sangre manándole de la nariz. El segundo de los guardias atacó. Yu Yu le dio un cabezazo en pleno rostro, seguido de un rodillazo en la entrepierna. El guardia emitió un grito ahogado y se inclinó hacia el chiatze. Yu Yu lo apartó y lo remató con un gancho en la mandíbula. Giró y se enfrentó al tercer guardia.
—¿Tú también das lecciones? —preguntó.
El hombre negó vehementemente con la cabeza.
—Yo ni siquiera quería estar aquí —dijo—. No ha sido idea mía.
—Yo no robo cerdos —dijo Yu Yu.
A continuación echó a andar por el pasillo; su buen humor se había esfumado. Había docenas de guardias en el palacio del Hombre Gris, y cuando volvieran a por él aparecerían sin duda en gran número. En el mejor de los casos, la cosa acabaría en una buena paliza.
Yu Yu ya había sufrido otras palizas; sabía cuál sería el efecto de que una lluvia de puñetazos y patadas cayera sobre él. En la última ocasión, haría algo más de un año, no había muerto por poco. Le habían roto varias costillas, y una de ellas le había atravesado un pulmón. Tardó meses en recuperarse, y fueron meses llenos de penurias. Al ser incapaz de trabajar, se había visto obligado a mendigar comida. Por último había decidido viajar al templo de la Fuente; algunos de los sacerdotes aún se acordaban de él y lo recibieron afectuosamente. Remendaron sus huesos rotos y le dieron de comer. Cuando recuperó las fuerzas regresó al lugar donde había sufrido el ataque. Buscó, uno por uno, a los ocho hombres que habían intervenido, y les devolvió la paliza con creces. El último de ellos había sido el más difícil. Shi Da medía seis pies y medio de alto; era muy musculoso y extremadamente duro. Habían sido las patadas de Shi Da las que le habían partido las costillas. Yu Yu había meditado mucho sobre la forma de enfrentarse a Shi Da; era una cuestión de honor y tenía que desafiarlo, pero el momento y la forma de hacerlo tenían que ser exactamente los adecuados.
De modo que había entrado tras Shi Da en la taberna de Chong, y lo había golpeado en la cabeza con una pesada barra de hierro. Mientras Shi Da se desplomaba, Yu Yu alcanzó a golpearlo dos veces más. Shi Da cayó de rodillas, apenas consciente.
—Te desafío a un combate de hombre a hombre —dijo Yu Yu, muy dignamente—. ¿Aceptas?
Un gruñido de incomprensión salió de la garganta del gigante.
—Tomaré eso como un sí —dijo Yu Yu, y dio a Shi Da una patada en la mandíbula.
El gigante cayó pesadamente, pero poco a poco se irguió de nuevo. Alcanzó a ponerse de rodillas y, sorprendentemente, continuó hasta quedar en pie. El pánico invadió a Yu Yu, que levantó la barra y comenzó a golpear el rostro de Shi Da, sin detenerse hasta que éste cayó de lado y se estrelló contra el suelo.
Aliviado, Yu Yu se sintió magnánimo y se limitó a patear al hombre inconsciente unas cuantas veces. Aquello fue un error. Debería haberlo machacado hasta matarlo, porque en cuando Shi Da recuperó la consciencia juró que arrancaría el corazón del pecho de Yu Yu y lo arrojaría a los perros.
Aquel día, Yu Yu decidió hacerse bandolero y vivir en las montañas.
Ahora, en tierra extraña, se había hecho con más enemigos. Y seguía sin saber por qué. Con algo más de tiempo para pensar en las palabras del hombre y traducirlas, Yu Yu se dio cuenta de que lo había llamado cerdo de ojos rasgados y de que el problema no era, de hecho, nada relacionado con un animal robado, sino que tenía que ver con que se hubiera acostado con la joven rubia. A Yu Yu le pareció bastante peculiar que la forma de sus ojos chiatze, o el color dorado de su piel, pudieran ser un impedimento para tener relaciones con una mujer de Káidor. Y ¿por qué debería estar interesado en emparejarse con alguien de su propia clase? Era un misterio. Yu Yu había sido picapedrero durante nueve años, y en todo aquel tiempo no había conocido a ningún otro al que pudiera considerar siquiera remotamente atractivo.
Excepto Pan Jian.
En realidad, se trataba de la única mujer que había conocido que se dedicase a aquel oficio. Pan Jian era un monstruoso ejemplar del sexo femenino, con enormes brazos y un rostro redondo y plano bajo el cual colgaban enormes papadas, un par de las cuales lucían grandes verrugas. En cierta ocasión, borracho y agotado, le había hecho proposiciones.
—Échame algún piropo —había respondido ella— y me lo pensaré.
Yu Yu la contempló con mirada vidriosa, en busca de alguna muestra de feminidad.
—Tienes bonitas orejas —dijo al fin.
Pan Jian se echó a reír.
—Eso servirá —contestó, tras lo cual se revolcaron un rato en una zanja.
Pan Jian fue despedida un par de días después por discutir con el capataz. Había sido una discusión breve: el capataz dijo que había visto vacas con traseros más pequeños y atractivos que el de Pan Jian y ella le rompió la mandíbula.
Mientras subía por las escaleras que llevaban al nivel superior, Yu Yu se encontró recordándola con cariño. Aunque practicar el sexo con ella había sido algo parecido a cabalgar sobre un hipopótamo untado de grasa, había resultado divertido, y Pan Jian mostró una ternura inesperada. Al acabar, ella había hablado de su vida, de sus esperanzas y sueños. La noche era agradable, corría una suave brisa y la luna brillaba. Pan Jian mencionó su deseo de instalarse en algún lugar cerca del gran río y montar un negocio, recoger juncos y trenzar sombreros y cestos. Tenía las manos grandes como palas y resultaba difícil imaginárselas fabricando artículos de delicada artesanía, pero Yu Yu no dijo nada.
—Y quiero un perro —añadió ella—. Uno de esos perritos como los que tiene el magistrado. Uno blanco.
—Son muy caros —dijo Yu Yu.
—Pero son tan bonitos…
La voz de ella era susurrante y, por un momento, a la luz de la luna, su rostro no le parecía tan feo como antes.
—¿Has tenido perro alguna vez? —preguntó Yu Yu.
—Sí. Una perra mestiza. Muy cariñosa. Me seguía a todas partes. Un buen animal, con grandes ojos castaños.
—¿Murió?
—Sí. ¿Recuerdas aquel horrible invierno de hace cuatro años? ¿La hambruna?
Yu Yu se estremeció. Lo recordaba muy bien; hubo miles de muertos por la falta de alimentos.
—Tuve que comérmela —terminó diciendo Pan Jian.
Yu Yu asintió, comprensivo.
—¿Sabía bien?
—Bastante bien —respondió Pan Jian—. Aunque estaba un poco correosa.
Levantó una enorme pierna y señaló la bota de piel.
—Ésta era ella —dijo, y acarició el borde—. Me hice estas botas para no olvidarla.
Yu Yu sonrió, recordando el momento. Aquello era lo que pasaba siempre con las mujeres, pensó. No importaba lo duras que parecieran; en el fondo, todas eran unas sentimentales.
Yu Yu llegó al vestíbulo principal y vio al Hombre Gris y a Kaisumu dirigirse al exterior. Corrió tras ellos.
—¿Vamos a algún sitio? —preguntó.
—¿Sabes cabalgar? —dijo el Hombre Gris.
—Soy un gran jinete.
—¿Has montado alguna vez en un caballo? —intervino Kaisumu.
—No.
El Hombre Gris se echó a reír. Era una risa amistosa, sin rastro de burla.
—Tengo una yegua gris famosa por su mansedumbre y su naturaleza tranquila. Servirá para enseñarte a cabalgar.
—¿Adonde vamos? —volvió a preguntar Yu Yu.
—A cazar demonios —respondió Kaisumu.
—Justo lo que necesitaba para redondear el día.
Cabalgaron durante varias horas. Al principio, Yu Yu se sentía cómodo en la silla de montar. Resultaba emocionante estar tan alto respecto al suelo. Hasta que llegaron a una zona de terreno inclinado y los caballos apretaron el paso. Entonces, Yu Yu comenzó a balancearse en la silla, y el movimiento resultaba doloroso. El Hombre Gris retrocedió, desmontó y le ajustó los estribos, que estaban demasiado altos.
—Al principio no es fácil adaptarse al ritmo del trote —dijo—, pero te acostumbrarás.
A Yu Yu no le pareció que la costumbre llegase demasiado pronto. Al cabo de dos horas tenía las posaderas irritadas y doloridas.
En vez de encaminarse directamente a las ruinas, el Hombre Gris los guió hasta unas elevaciones desde las que se podía contemplar la llanura de Eiden. Desde allí, el observador podía hacerse una idea de la disposición original de Kuan Hador; las alturas y depresiones mostraban el lugar donde una vez se habían elevado las robustas murallas. Desde aquella altura se podían ver, incluso, las líneas de las calles, delimitadas por los muros de los edificios en ruinas. A lo lejos, hacia al este, donde la ciudad limitaba con los acantilados de granito, se observaban los restos de dos torres circulares. Una de ellas parecía haber sido cortada por la mitad, y enormes piedras se desparramaban por el suelo en más de doscientos pies a la redonda.
Las ruinas cubrían una vasta extensión y parecían desvanecerse en la distancia.
—Aquí hubo una vez una ciudad inmensa —dijo Kaisumu—. Nunca había visto nada parecido.
—Se llamaba Kuan Hador —dijo el Hombre Gris—. Según algunos historiadores, llegó a tener más de doscientos mil habitantes.
—¿Qué les ocurrió? —preguntó Yu Yu.
—Nadie lo sabe. Muchas de las ruinas muestran daños causados por fuego; es muy probable que la ciudad cayera durante una guerra.
Kaisumu desenvainó parcialmente la espada. El acero brilló a la luz del sol, pero sin el centelleo azulado que había aparecido la noche del ataque de los demonios.
—La ciudad parece pacífica ahora —dijo Yu Yu.
El Hombre Gris espoleó a su montura y comenzó a descender por la pendiente. Los caballos avanzaron lenta y cuidadosamente por la senda pedregosa. Yu Yu, quien cerraba la marcha, comenzó a sentir cada vez más calor, se desprendió del jubón de piel de lobo e intentó colgarlo del pomo de la silla. La piel se sacudió a causa del viento, lo que asustó a la yegua gris. Ésta reculó, se salió de la senda y enfiló directamente por la pronunciada pendiente contigua. De inmediato comenzó a resbalar.
—¡Haz que mantenga la cabeza erguida! —gritó el Hombre Gris.
Yu Yu siguió sus instrucciones lo mejor que pudo, pero se deslizaban cada vez a más velocidad. La yegua luchó por mantener el equilibrio en la resbaladiza ladera hasta que, asustada, echó a correr. Yu Yu tiraba de las riendas desesperadamente, muerto de miedo, mientras seguían bajando envueltos por una nube de polvo. En dos ocasiones había estado a punto de caer mientras la yegua daba bandazos. Soltó las riendas y se aferró al pomo de la silla.
Por último, la yegua se detuvo, y permaneció erguida sobre las patas temblorosas, resoplando por los ollares. Yu Yu le acarició el cuello suavemente y recuperó las riendas. Cuando se despejó la nube de polvo vio que habían alcanzado el valle. Se giró en la silla y vio en lo alto al Hombre Gris y a Kaisumu, que todavía descendían poco a poco por la senda. El corazón de Yu Yu golpeaba salvajemente dentro de su pecho, y se sentía ligeramente mareado.
Unos minutos después, el Hombre Gris llegó a su lado.
—Ahora deberías desmontar y dejar que la yegua descanse —dijo.
Yu Yu asintió, intentó moverse y soltó un gruñido.
—No puedo. No me funcionan las piernas; parece como si las tuviese clavadas a la silla.
—Debes de haber tensado los músculos en exceso —dijo el Hombre Gris—. Es un problema normal cuando se cabalga por primera vez.
Desmontó y se colocó junto a Yu Yu.
—Déjate caer; yo te sostendré.
Yu Yu gruñó de nuevo y se inclinó hacia la izquierda. El Hombre Gris lo sujetó por el brazo y lo ayudó a bajar. Una vez con los pies en el suelo, Yu Yu se sintió un poco mejor, pero le costaba caminar. Se masajeó los músculos torturados y sonrió nerviosamente al Hombre Gris.
—Mi ropa la ha asustado.
—No es una mala montura —dijo el Hombre Gris—, pero hoy debe de ser tu día de suerte. Si se hubiese caído rodando, podrías haberte aplastado el vientre con el pomo de la silla.
Kaisumu se acercó hasta ellos, con el jubón de Yu Yu en la mano.
—¿Has visto mi cabalgada? —dijo éste.
El rainí asintió.
—Impresionante —dijo.
Descabalgó y volvió a desenvainar la espada hasta la mitad, para observar la hoja. Seguía teniendo el aspecto acerado de siempre, sin el menor rastro de brillo sobrenatural.
—Quizá se han ido —dijo Yu Yu, esperanzado.
—Ya veremos.
Tras atar a los caballos, el Hombre Gris y Kaisumu se adentraron a explorar las ruinas. Yu Yu, con los músculos de las piernas todavía temblorosos, se quedó observando los restos de una gran mansión, y después se sentó en un muro derruido. Hacía calor, y los acontecimientos del día, con el sexo, la pelea y el desenfrenado descenso por la ladera, habían agotado prácticamente toda su energía. Bostezó y miró a su alrededor, en busca de sus acompañantes. El Hombre Gris se hallaba al este, trepando por un montón de ruinas. No había señales de Kaisumu.
Yu Yu se quitó el cinturón que sostenía la espada y se recostó en un lugar sombreado. Dobló la capa para hacerse una almohada, y se dispuso a sestear un rato.
Se despertó sobresaltado cuando Kaisumu trepó al muro. Yu Yu se sintió extrañamente desorientado. Se puso en pie y echó una ojeada a las ruinas.
—¿Dónde está? —preguntó.
—El Hombre Gris ha ido hacia el este, a caballo, para explorar el bosque.
—No, el Hombre Gris no. El hombre de la túnica dorada.
Yu Yu caminó hacia la muralla y contempló el valle.
—Estabas soñando —dijo Kaisumu.
—Eso creo —asintió Yu Yu—. Ese hombre me estaba haciendo preguntas y yo no tenía las respuestas.
Kaisumu sacó el tapón de un odre y bebió un trago de agua. Después se lo pasó a Yu Yu.
—Entonces, ¿no hay demonios?
—No. Pero aquí hay algo. Puedo sentirlo.
—¿Algo… maligno? —preguntó Yu Yu, nervioso.
—No estoy seguro. Es como un susurro en mi espíritu.
Kaisumu se sentó en silencio, con los ojos cerrados. Yu Yu bebió de nuevo, y se dio cuenta de que el sol se estaba poniendo. Pronto anochecería, y no tenía el menor deseo de quedarse junto a las ruinas cuando la luz desapareciese.
—En cualquier caso, ¿por qué quieres encontrar a esos demonios? —preguntó al rainí.
Kaisumu torció el gesto y abrió sus ojos oscuros.
—No vuelvas a molestarme cuando estoy meditando —dijo con serenidad—. Resulta doloroso.
Yu Yu pidió disculpas, sintiéndose estúpido.
—No importa; no lo sabías —dijo Kaisumu—. Pero, respondiendo a tu pregunta, no deseo encontrar a los demonios. Soy rainí. Hice un juramento; di mi palabra de enfrentarme al mal allá donde me encontrase con él. Ése es el camino del rainí. Aquello a lo que nos enfrentamos en el campamento de Matze Chai era maligno; de eso no había duda. Y por eso mi espada me ha guiado hasta este lugar.
Observó con atención a Yu Yu. Entonces añadió:
—Y por eso estás aquí, también tú.
—Yo no quiero enfrentarme al mal —protestó Yu Yu—. Yo quiero ser rico y feliz.
—Creía que tu deseo era pasear por las plazas del mercado y que la gente te señalase y mencionase tu nombre con orgullo.
—Eso también.
—Ese respeto hay que ganárselo, Yu Yu. ¿Eras un buen picapedrero?
—Era el mejor de los…
—De acuerdo, de acuerdo —interrumpió Kaisumu—. Ahora, piensa bien en lo que te he preguntado y responde seriamente.
—Era bueno —dijo Yu Yu—. Trabajaba duro. El capataz me apreciaba. En las épocas difíciles, cuando no había trabajo para todos, a mí me elegían. No era vago.
—¿Te respetaban?
—Sí. Y también me pagaban. ¿Quién me pagará por ser un héroe y luchar contra los demonios?
—La recompensa es más valiosa que una montaña de oro, Yu Yu.
Y más hermosa que las gemas más exquisitas. No podrás tocarla ni guardarla, pero alimentará tu corazón y tu espíritu.
—No alimentará el cuerpo, ¿verdad?
—No; el cuerpo no —reconoció Kaisumu—. Pero piensa. Recuerda cómo te sentiste cuando luchamos contra los demonios en el campamento de Matze Chai, cuando salió el sol y se disipó la niebla. ¿Recuerdas cómo estabas henchido de orgullo, tras haberte mantenido firme y haber sobrevivido?
—Eso estuvo bien —asintió Yu Yu—. Casi tan bien como hacer el amor con Norda.
Kaisumu suspiró.
Yu Yu caminó hasta el límite del muro derruido.
—No veo al Hombre Gris. ¿Por qué se ha ido solo?
—Es un hombre solitario —respondió Kaisumu—. Trabaja mejor sin compañía.
El sol comenzaba a desaparecer tras los picos occidentales.
—Bueno; espero que vuelva pronto. No quiero pasar la noche aquí.
Yu Yu recogió la capa, la sacudió y se la echó por los hombros.
—Por cierto —añadió—. ¿Qué es un pria shaz?
Una expresión de sorpresa cubrió el rostro de Kaisumu.
—¿Dónde has oído esa palabra?
—La usaba el hombre dorado de mi sueño. Me preguntaba que si era un pria shaz.
—¿Y nunca la habías oído?
—Creo que no —dijo Yu Yu, al tiempo que se encogía de hombros.
—¿Qué más decía?
—No me acuerdo. Es todo muy confuso, ahora.
—Intenta recordar —insistió Kaisumu.
Yu Yu se sentó y se mesó la barba.
—Me hacía muchas preguntas, y yo no conocía la respuesta a ninguna de ellas. Había algo sobre las estrellas, pero no recuerdo exactamente qué. Oh… Me dijo su nombre… Quin algo…
—¿Quin Chong?
—Sí. ¿Cómo lo sabías?
—Ya te lo explicaré. Continúa con el sueño.
—Le contestaba que sólo era un picapedrero, y que no sabía de qué estaba hablando. Entonces él decía: «Eres el pria shaz». Y después me has despertado. ¿Qué es un pria shaz?
—Un portador de la luz —dijo Kaisumu—. Me buscaba a mí. Ése debe de ser el motivo por el que la espada me ha traído aquí. Tengo que entrar en contacto con ese espíritu por mí mismo. He de ponerme en trance. Tú serás mi guardián.
—¿Guardián? ¿Qué pasará si vienen los demonios? Te despertarás, ¿verdad?
—Depende de cuán profundo sea el trance. Ahora, no vuelvas a hablar.
Kaisumu inclinó la cabeza y cerró los ojos.
Los últimos rayos del sol brillaron tras las montañas, y la oscuridad se extendió sobre la llanura de Eiden.
Yu Yu, abatido, se sentó en el muro roto y deseó estar de nuevo en el país de Chiatze, con un buen pico en las manos y una cantera esperando a que le sacara la piedra. En aquel momento deseó no haber encontrado jamás la espada del rainí, y haberse quedado a hacer frente a la ira del gigante Shi Da.
—No me has traído más que problemas —dijo, mirando a la espada que reposaba en su regazo.
Entonces lanzó un juramento.
Un pálido brillo azul comenzaba a desprenderse de la hoja.