Los primeros bandoleros regresaron cautelosamente hasta los restos agonizantes de la fogata, temerosos de que el rainí vestido de gris pudiera estar escondido en las cercanías, preparado para surgir de repente y quitarles la vida con su espada extrañamente curvada. Habían visto el cuerpo de Rukar sajado desde el hombro hasta la ingle, y cómo se desparramaban sus entrañas, y no tenían la menor intención de compartir semejante destino.
Tras asegurarse de que el espadachín se había marchado, uno de los hombres reunió una brazada de leña y la arrojó en el fuego. Las llamas se elevaron de nuevo, iluminando los alrededores.
—¿Qué le ha pasado a Yu Yu? —preguntó otro de los hombres, oteando en busca de signos de lucha.
—Habrá huido —contestó un tercero—. No hay sangre.
Durante la siguiente hora, nueve hombres se reunieron alrededor del fuego. Faltaban tres, que probablemente seguían escondidos en los alrededores. El frío se hizo más intenso, y una bruma poco espesa había comenzado a formarse a ras del suelo, arrastrándose como una serpiente pálida.
—¿Dónde te habías escondido, Kym? —preguntó alguien.
—He encontrado unos muros semiderruidos y me he agazapado detrás de uno.
—Yo también —dijo otro hombre—. Debió de haber un gran asentamiento por aquí, hace tiempo.
—Era una ciudad —dijo Kym, un individuo bajito con el pelo de color arena y dientes de conejo—. Recuerdo que mi abuelo contaba historias sobre ella. Buenas historias. Monstruos y demonios. Maravillas. Mi hermano y yo nos acostábamos y lo escuchábamos; nos daba mucho miedo —el hombre se echó a reír—. Entonces no podíamos dormir y mi madre reñía a mi abuelo, por asustarnos. A la noche siguiente, volvía a contamos más.
—Entonces, ¿qué era este lugar? —quiso saber Bragi, un hombre de hombros encorvados con espeso cabello negro.
—Se llamaba Guanador, creo —respondió Kym—. El abuelo nos dijo que hubo una gran guerra y que la ciudad fue destruida por completo.
—¿De dónde venían los monstruos? —preguntó otro hombre.
Kym se encogió de hombros.
—Había magos. Tenían enormes sabuesos negros con dientes de acero. También estaban los hombres oso, de ocho pies de alto y garras como sables.
—¿Y cómo los vencieron? —preguntó Bragi.
—Ni idea. Sólo es un cuento.
—No me gustan esas historias. No tienen sentido. ¿Quién se supone que los derrotó, en cualquier caso?
—¡No lo sé! Ojalá no os hubiera dicho nada.
La niebla se iba espesando y comenzaba a rodear el campamento.
—Hace frío —se quejó Bragi. Cogió una manta y se la echó por los hombros.
—Siempre estás quejándote —dijo un tipo robusto, de cráneo afeitado y barba espesa.
—Que te den, Canja.
—Bragi tiene razón —dijo otro de los hombres—. Hace un frío espantoso. Debe de ser la niebla. Parece hielo.
El hombre se levantó, reunió más leña y la arrojó a las llamas. Todos se sentaron más cerca y se arrebujaron en las mantas.
—Es peor que en invierno —dijo Kym.
Olvidaron el frío un instante después, cuando un grito espantoso rasgó el silencio de la noche. Kym lanzó un juramento y desenvainó la espada. Canja se levantó, puñal en mano, y escrutó más allá del fuego. La niebla era tan espesa que no se veía a más de un par de pasos.
—Es el rainí —dijo—. Está ahí fuera.
Canja se adentró en la niebla. Kym no le quitó la vista de encima. Empezó a sonar un ruido extraño. Los hombres cruzaron sus miradas y todos se pusieron en pie.
—¿Qué demonios es eso? —susurró uno. Sonaba como si estuvieran arañando en el suelo rocoso, justo más allá de donde alcanzaba la vista.
La niebla se hizo más espesa aún y fluyó hasta la hoguera; ésta siseó y crepitó. Entonces oyeron un sonido escalofriante, seguido de un gruñido. Kym miró a su alrededor y alcanzó a ver cómo Canja volvía tambaleándose hacia ellos; la sangre brotaba de un enorme agujero en mitad de su pecho. Tenía la boca abierta, pero no emitía sonido alguno. De repente, un borrón blanco rodeó la cabeza del moribundo y se la arrancó del cuerpo. Bragi dio media vuelta y echó a correr en dirección opuesta; pero apenas había dado unos pasos cuando una gran figura blanca pareció materializarse de entre la niebla, y un brazo rematado en una garra se agitó ante él. La cara de Bragi se cubrió de sangre, como rociada por un surtidor. Más garras rozaron su vientre y lo empujaron.
Kym gritó y retrocedió hacia el fuego, cogió una rama encendida y la agitó frente a sí.
—¡Atrás! —gritó—. ¡Vete!
Algo frío le rodeó el tobillo. Miró hacia abajo y vio lo que parecía una serpiente albina que se le enroscaba en la bota. Saltó hacia atrás, aterrizó directamente en la hoguera y las llamas le quemaron las piernas. El dolor fue terrible, pero incluso a pesar de él alcanzó a ver cómo unas formas blancas, enormes, se le acercaban desde todas las direcciones.
Soltó la rama. Desenvainó la daga y la apuntó directamente hacia su cuello. Cerró los ojos y empujó, justo contra la yugular.
Algo lo golpeó en la espalda y cayó sobre el fuego. Mientras la sangre borboteaba, sintió cómo unos dientes afilados se hundían en su costado.
Finalmente, la niebla se cerró sobre él.
Kaisumu estaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas y la espalda apoyada contra un árbol. No dormía; se encontraba en un trance de meditación que usaba para revitalizar sus cansados músculos. Le había llevado varios minutos alcanzar aquel estado, ya que Yu Yu Liang roncaba sonoramente a su lado. Era una irritación constante, que le recordaba a un insecto que zumbase ante su cara en un día de verano.
Los muchos años de entrenamiento le habían venido bien; calmándose, apartó cualquier pensamiento sobre Yu Yu y afinó la concentración. Una vez conseguida, la liberó en un relámpago de vacío, manteniendo ante sí la imagen de una flor azul, brillante y etérea sobre un fondo sin límites de espacio negro en el que no había ni estrellas. Lentamente, muy lentamente, comenzó a recitar mentalmente el mantra de los rainíes. Trece palabras dispuestas como una canción infantil.
Mar y estrella; yo soy los dos. Mis alas rotas y puedo volar.
La calma de Kaisumu aumentaba con cada repetición. Su mente se expandía, y sentía la sangre fluir por las venas y la tensión desaparecer de su cuerpo. Una hora de aquel ejercicio, cada día, bastaba para reducir a casi nada su necesidad de dormir.
Pero aquella noche había algo que perturbaba su trance. No era el durmiente Yu Yu a su lado; ni siquiera el frío creciente. Kaisumu estaba acostumbrado a tolerar el frío y el calor extremos. Luchó por mantener el trance, pero éste se desvanecía. Era extremadamente consciente de la espada enfundada a su lado; parecía vibrar suavemente bajo sus dedos.
Abrió los ojos y observó el campamento. La noche se había vuelto más fría aún, y una niebla surgía entre los árboles. Uno de los caballos relinchó, asustado. Kaisumu respiró profundamente y miró la espada. El guardamanos ovalado de bronce estaba resplandeciendo. El rainí colocó su delgada mano en la empuñadura forrada de cuero y sacó la espada de su funda laqueada en negro. La hoja brillaba con una luz azulada, tan potente que contemplarla directamente resultaba doloroso. Se puso en pie y vio que la espada de Yu Yu Liang también brillaba.
De repente se oyó gritar a uno de los centinelas. Kaisumu se echó a la espalda la vaina de la espada, corrió a través del campamento y llegó a la parte trasera del carro de las provisiones. No había nadie. Pero la niebla se estaba elevando de nuevo y Kaisumu oyó un crujido que provenía de ella. Se agachó y examinó el suelo. Sus dedos rozaron algo húmedo. A la brillante luz que desprendía la espada vio que se trataba de sangre.
—¡Alerta! —gritó—. ¡Despertad!
Algo se movió más allá de la niebla. Kaisumu entrevió una figura blanca de aspecto colosal, que desapareció un instante después. La niebla llegó hasta sus piernas. Kaisumu sintió un contacto helado en la piel y retrocedió instintivamente. Golpeó hacia abajo con la espada. En cuanto ésta tocó la niebla, un relámpago azulado destelló en el aire, crujiendo y siseando. Un gruñido profundo y furioso sonó cerca del espadachín. Kaisumu saltó hacia atrás, apuntando con la espada hacia la niebla. Otro relámpago azul surgió de la hoja, y un trueno resonó por todo el campamento.
Otro guardia gritó, en algún lugar hacia la izquierda. Kaisumu echó una ojeada a su espalda y vio a Yu Yu Liang golpeando y dando tajos a la niebla; más relámpagos azules saltaban de su espada. El guardia estaba caído, cerca de la linde del bosque. Algo blanco lo sujetaba de un pie y lo arrastraba, alejándolo del campamento. Kaisumu atravesó el claro corriendo mientras el guardia gritaba con toda la fuerza de sus pulmones. Cuando Kaisumu llegó a su lado alcanzó a ver lo que parecía la cola de un gran gusano blanco, enroscada alrededor del tobillo del hombre. Dio un tajo, cortando profundamente la carne albina. Yu Yu Liang llegó a su lado y, lanzando un grito, golpeó al gusano con la espada. El guardia, liberado, se arrastró rápidamente hacia la relativa seguridad del campamento. El gusano desapareció entre la niebla.
Yu Yu lanzó otro grito de batalla y se lanzó a perseguirlo. Kaisumu estiró el brazo izquierdo y agarró el cuello del jubón de piel de lobo de Yu Yu, arrojándolo hacia atrás. Las piernas de Yu Yu se elevaron y el chiatze cayó al suelo pesadamente.
—Quédate a mi lado —dijo Kaisumu.
—¡Te habría bastado con decírmelo! —gruñó Yu Yu, sacudiéndose el polvo de la espalda.
Kaisumu volvió al centro del campamento. Los guardias y los porteadores se habían reunido allí y echaban miradas asustadas hacia la niebla, escuchando con silencioso terror los extraños sonidos, chasquidos y golpeteos que se producían fuera de su visión.
La niebla se arremolinó. Kaisumu cortó con la espada. Destelló otro relámpago azulado y se oyeron aullidos salvajes de dolor más allá del velo. Yu Yu apareció junto a él.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó, aún enarbolando la espada.
Kaisumu hizo caso omiso. Dos de los caballos relincharon y quedaron en silencio bruscamente.
—¡Quédate aquí! Mantén la niebla a raya —dijo Kaisumu, mientras giraba y corría a través del claro.
La niebla se abrió ante él, y algo se movió a su izquierda. Kaisumu se desplazó hacia la derecha, saltó, giró y cayó de pie en un único movimiento. Un enorme brazo terminado en una garra avanzó directo hacia su rostro. Kaisumu se balanceó hacia atrás y lanzó la espada centelleante directamente hacia el miembro. Se oyó un aullido de dolor y, durante un segundo, Kaisumu alcanzó a ver un rostro monstruoso, de ojos rojos y colmillos curvados. Luego desapareció, ocultándose en la niebla.
El cielo comenzaba a clarear y la niebla fue desapareciendo, retrocediendo hacia los árboles.
Poco después, el sol había salido sobre las montañas y el claro estaba en calma. Dos de los caballos habían muerto destripados. No había la menor señal del centinela desaparecido. A medida que la luz del día cubría la escena, el resplandor de la hoja de Kaisumu fue apagándose hasta recuperar su aspecto habitual de acero bruñido.
En el suelo, el brazo cortado seguía retorciéndose. Cuando un rayo de sol lo tocó, la piel comenzó a ampollarse y volverse negra, y se cayó a trozos hasta que sólo quedó hueso gris que comenzó a humear, apestando el aire.
Kaisumu caminó por el claro. Yu Yu se le unió.
—Fuesen lo que fuesen —dijo Yu Yu alegremente—, no tenían nada que hacer contra dos rainíes.
Matze Chai descorrió la lona de la puerta de su tienda y salió al exterior.
—¿Qué significaba todo ese jaleo? —preguntó.
—Nos han atacado —contestó Kaisumu en voz baja—. Un hombre ha muerto, y hemos perdido dos caballos.
—¿Han atacado? ¿Han vuelto los bandidos?
—No; no eran bandidos. Creo que deberíamos marchamos de aquí.
Y deprisa.
—Como deseéis, rainí.
Matze Chai comenzó a volverse, y entonces se fijó en Yu Yu Liang.
—¿Y quién es este… este individuo?
—Soy Yu Yu Liang. Y he ayudado a luchar contra los demonios.
Yu Yu levantó la espada y sacó pecho.
—Cuando han venido los demonios, saltábamos y cortábamos… —comenzó a explicar, emocionado.
—¡Basta! —dijo Matze Chai, alzando la mano—. Quédate ahí y no digas nada.
Yu Yu se interrumpió y Matze Chai se dirigió a Kaisumu.
—Vos y yo continuaremos esta conversación en mi palanquín, después de que nos hayamos puesto en camino.
El mercader dirigió una mirada malévola a Yu Yu y desapareció en el interior de la tienda.
Kaisumu se alejó. Yu Yu corrió tras él.
—No sabía que estas espadas pudieran brillar así.
—Yo tampoco.
—Oh. Creía que podrías explicármelo. Bueno; creo que formamos un buen equipo, ¿eh?
Kaisumu se preguntó durante un momento si habría cometido algún pecado gravísimo en una vida anterior y Yu Yu era el castigo que estaba recibiendo. Miró una vez más al rostro barbudo del hombre y se alejó sin decir palabra.
—Buen equipo —oyó decir a Yu Yu, a su espalda.
Kaisumu recorrió el campamento sin dar con resto alguno del brazo cortado, pero en la linde del bosque encontró huellas de pies con cuatro dedos acabados en uñas afiladas. Liu, el joven capitán de la guardia, se le acercó. Los ojos del hombre seguían asustados y de vez en cuando volvía hacia el bosque una mirada temerosa.
—He oído que vuestro discípulo decía que eran demonios.
—No es mi discípulo.
—Disculpadme entonces. Pero ¿creéis que se trataba de demonios?
—Nunca he visto un demonio —dijo Kaisumu suavemente—. Pero es algo de lo que podemos hablar por el camino, lejos de estos bosques.
—Sí; desde luego. Fuesen lo que fuesen, hemos tenido suerte de que vuestro… vuestro amigo estuviera aquí para echamos una mano con su espada relampagueante.
—No es mi amigo —respondió Kaisumu—. Pero sí; ha sido una suerte.
Matze Chai iba sentado en el palanquín, con las cortinas de seda cerradas.
—¿Creéis que eran demonios? —preguntó al espadachín.
—No se me ocurre otra alternativa. A uno le corté el brazo, y ardió a la luz del sol como si estuviese en un horno.
—Nunca había oído hablar de demonios en esta parte del mundo pero, en cualquier caso, mis conocimientos sobre Káidor son limitados. Mi cliente no dijo nada de ellos cuando me invitó a venir.
Matze Chai guardó silencio. En una ocasión había contratado a un brujo para que invocase a un demonio con el que deshacerse de un comerciante rival. El comerciante había sido encontrado a la mañana siguiente con la cabeza vuelta del revés. Matze Chai no había llegado a saber si realmente había intervenido en ello algo sobrenatural o el brujo se había limitado a contratar a un asesino. El mismo brujo había sido empalado dos años después, tras un intento de golpe contra el emperador gothir. Se dijo que un demonio cornudo había aparecido en palacio y había matado a varios guardias. Podría ser, meditó Matze, que alguno de sus muchos enemigos hubiese contratado a un hechicero para que enviase a aquellas criaturas de la niebla para matarlo, pero descartó el pensamiento casi de inmediato. El centinela asesinado estaba lejos del centro del campamento y de su tienda, y también los caballos destripados. Sería lógico que un hechizo dirigido contra él hubiera estado concentrado en el lugar donde se encontraba. Así pues, se trataba de un incidente casual, pero aun así era inquietante.
—Liu me ha dicho que vuestra espada resplandecía como la luna llena. Nunca he oído hablar de algo así. ¿Son mágicas las espadas de los rainíes?
—Nunca pensé que lo fuesen —respondió Kaisumu.
—¿Se os ocurre alguna explicación?
—Los rituales de los rainíes son muy antiguos. Cada espada se bendice varias veces y es sometida a ciento cuarenta y cuatro sortilegios. El hierro original es bendecido antes de fundirse. El acero también se bendice. El sacerdote herrero templa la hoja con su propia sangre después de tres días de ayuno y rezos. Por último, se lleva ante el altar del templo de Ri Ashón, y todos los monjes se reúnen en el lugar sagrado para dar a la espada un nombre y una bendición final. Las espadas de los rainíes son únicas. Se desconoce el origen de la mayoría de los sortilegios, y algunos se realizan en un lenguaje que ya no comprende nadie, ni siquiera los sacerdotes que los recitan.
Matze Chai permaneció en silencio mientras Kaisumu hablaba. Había sido la parrafada más larga que había oído jamás de los labios del normalmente lacónico espadachín.
—No soy ningún experto en asuntos militares —dijo Matze, por último—, pero tengo la impresión de que las espadas de los rainíes fueron creadas originalmente para un propósito diferente del de, simplemente, combatir a los espadachines enemigos. ¿Por qué, si no, podrían mostrar semejantes propiedades mágicas cuando se acercaron los demonios?
—Estoy de acuerdo —aceptó Kaisumu—. Es un asunto sobre el que meditaré más adelante.
—Entre tanto, ¿podríais explicarme la presencia del zoquete ruidoso vestido con esa apestosa piel de lobo?
—Es un picapedrero —respondió el rainí, con el rostro impávido.
—¿Nos ha ayudado un destripaterrones?
Kaisumu asintió.
—Con una espada rainí robada.
—¿Cómo es posible que haya acabado aquí, con nosotros?
—Era uno de los bandidos que nos atacaron. Fui hasta su campamento. Los demás huyeron, pero él se mantuvo frente a mí.
—¿Y por qué no lo matasteis?
—Por la espada.
—¿Lo temisteis? —preguntó Matze Chai, tan sorprendido que olvidó los modales durante un instante.
Kaisumu no se mostró ofendido por el comentario.
—No; no lo temí. Cuando un rainí muere, su espada muere con él. La espada vibra, se agrieta y se hace pedazos. Todas las espadas están enlazadas al alma de su portador, y viajan con él al más allá.
—Entonces, quizá se la robó a un guerrero vivo, que todavía está persiguiéndolo.
—No. Yu Yu no mintió cuando dijo que la tomó de las manos de un rainí muerto; yo lo habría sabido. Creo que la espada lo escogió. También creo que fue la que lo guió hasta estas tierras y, después, hasta nuestro campamento.
—¿Creéis que las espadas tienen conciencia propia?
—No puedo explicároslo, Matze Chai. Yo tuve que pasar por cinco años de estudios intensivos antes de comenzar a entender el concepto. Dejadme decir esto, a modo de explicación: Os habéis preguntado desde que nos conocimos por qué he aceptado esta misión. Acudisteis a mí porque os habían dicho que era el mejor. Pero no esperabais que accediese a realizar un viaje fuera de las fronteras de Chiatze. ¿Cierto?
—Así es —reconoció Matze Chai.
—Tenía otras ofertas que considerar. Tal como se me enseñó, acudí al lugar sagrado y me senté, con la espada en el regazo, para meditar y pedir la guía del Divino. Entonces, cuando mi mente se había liberado de cualquier deseo egoísta, evalué las ofertas. Cuando me reuní con vos sentí que la espada emanaba calidez entre mis manos. Entonces supe que tenía que viajar hacia Káidor.
—¿Acaso la espada anhela el peligro?
—Quizá. Pero lo que creo es que se limita a mostrar al rainí el camino que lo acercará al Divino.
—¿Y ese camino os lleva inevitablemente a enfrentaros al mal?
—Sí —dijo Kaisumu.
—No es un pensamiento tranquilizador —dijo Matze Chai, decidiendo que no deseaba recibir más explicaciones. Odiaba la agitación, y en aquel viaje ya había padecido demasiados incidentes. Ahora, por lo que parecía, la mera presencia de Kaisumu garantizaba más aventuras.
Apartando de su mente los pensamientos sobre demonios y espadas, cerró los ojos y visualizó su jardín y sus árboles en flor. La imagen lo tranquilizó.
Se oyó un estruendo en el exterior del palanquín. El picapedrero iba cantando a voz en grito, con una voz horrorosa y discordante. Matze Chai abrió los ojos. La canción sonaba a un dialecto del norte de Chiatze, y hablaba de los atributos físicos de una mujer de vida alegre. Una pequeña punzada de dolor comenzó a formarse tras el ojo izquierdo de Matze Chai.
Kaisumu hizo sonar la campanilla y el palanquín se detuvo suavemente. El rainí abrió la portezuela y descendió. La canción se detuvo.
Matze Chai alcanzó a oír las protestas de aquel bruto.
—¡Pero si la siguiente estrofa es más divertida aún!
Lalitia era una mujer que no se sorprendía fácilmente. A los catorce años ya había aprendido todo lo que había que saber sobre los hombres, y su capacidad de asombro se había agotado mucho tiempo atrás. Huérfana, y viviendo en las calles de la capital desde los ocho años, había aprendido a robar, a mendigar, a huir y a esconderse. Dormía en la arena junto a los pilones del embarcadero, y en ocasiones se había acurrucado en la oscuridad mientras veía cómo los degolladores arrastraban a sus víctimas hasta el borde antes de acuchillarlas, y luego arrojaban los cadáveres a las olas. Había escuchado cómo hacían sus ofertas las putas baratas de las tabernas, y había observado cómo desaparecían con los clientes en la oscuridad. En muchas ocasiones había estado cerca cuando los oficiales de la guardia hacían una ronda para cobrar los sobornos de las mujeres, antes de tomarlas por turnos y pasar un rato gratis con ellas.
La chiquilla pelirroja había aprendido rápidamente. A los doce años encabezaba un grupo de pequeños carteristas que actuaba en la plaza del mercado, y pagaba la décima parte de las ganancias a los guardias para asegurarse de que no se molestarían en atraparlos. Durante dos años, Lalitia, apodada entonces «la golfilla roja», ahorró las ganancias de sus hurtos, escondiendo el dinero donde nadie podría encontrarlo. Pasaba los ratos libres agazapada en la entrada de los callejones, observando a los ricos disfrutar de sus comidas en las tabernas más lujosas, tomando nota de la forma en que las damas se movían y hablaban, la lánguida gracia con la que se comportaban, el leve aire de aburrimiento que adoptaban cuando estaban en compañía masculina… La espalda siempre erguida; los movimientos, lentos, suaves y seguros. Tenían una piel cremosamente blanca, nunca tostada y, de hecho, jamás tocada por el sol. En verano lucían sombreros de ala ancha de la que colgaban velos. La golfilla roja miraba; absorbía los movimientos, almacenándolos cuidadosamente en los recodos de su memoria.
A los catorce años se le acabó la suerte. Mientras escapaba de un comerciante al que había cortado hábilmente la bolsa, resbaló con una fruta podrida y se estrelló contra los adoquines. El comerciante la alcanzó y la sujetó hasta que llegaron los soldados de la guardia, quienes se la llevaron.
—Esta vez no podremos ayudarte, Roja —dijo uno de ellos—. Has robado a Vanis, y es un tipo importante.
El magistrado la condenó a doce años. Pasó tres de ellos en una mazmorra infestada de ratas antes de ser convocada, un día, por el oficial al cargo de la prisión, un joven capitán llamado Aric. Era un hombre delgado de ojos fríos; incluso se podía considerar que era vagamente atractivo, a su manera.
—Esta mañana te he visto caminar junto al muro del fondo —dijo a la joven de diecisiete años—. No tienes ademanes de plebeya.
La Roja había estado dedicando su hora diaria de paseo a practicar los movimientos que había observado realizar a las damas de clase alta. No contestó a las palabras del capitán.
—Acércate más; deja que te vea —dijo el hombre.
Ella retrocedió. Él se acercó y luego dio un paso atrás.
—Tienes piojos —dijo.
—Así es —contestó ella, con voz ronca—. Y pulgas. Creo que el baño de mis aposentos se ha estropeado. Quizá podrías ordenar a un criado que lo arregle.
El capitán rió entre dientes.
—Por supuesto, mi dama. Deberíais habérmelo hecho saber antes.
—Lo habría hecho —dijo la Roja, adoptando una pose lánguida—, pero otras obligaciones reclamaron mi atención.
Aric llamó a un guardia y le ordenó que la devolviese a su celda. Una hora después, dos soldados fueron a buscarla y la llevaron desde el bloque de la prisión hasta un ala privada, donde la introdujeron en una sala de baños. En ella se encontró con una bañera de bronce llena hasta el borde de agua perfumada. Dos prisioneras esperaban al lado. Los guardias le ordenaron que se desnudara, y ella se deshizo de los harapos que la cubrían y se metió en la bañera. Una de las mujeres vertió agua caliente sobre los grasientos cabellos rojos, y comenzó a frotárselos con un jabón perfumado. La otra mujer comenzó a restregarle la piel. La sensación era exquisita, y la Roja cerró los ojos, relajándose.
Cuando terminó el baño y tuvo los cabellos secos y peinados, le pusieron un batín verde de satén translúcido. La mayor de las mujeres habló.
—No te acostumbres demasiado a esto, querida —susurró—. Ninguna de las muchachas dura más de una semana. El alcaide se aburre con facilidad.
La Roja duró un año, y a los dieciocho quedó en libertad. Al principio, Aric se divirtió con ella. Después comenzó a enseñarle los secretos más esotéricos del comportamiento de la nobleza. Tuvo que ganarse duramente el indulto, ya que los apetitos carnales de Aric eran muy variados y, en ocasiones, dolorosos. A cambio de la libertad, la Roja accedió a convertirse en juguete para los hombres a los que Aric necesitaba impresionar, o los rivales de los que quería aprovecharse, o los enemigos a los que pretendía destruir. En los años que siguieron, Lalitia, a la que ya no llamaban Roja, descubrió que los hombres solían estar demasiado ansiosos por revelar sus secretos. Daba la impresión de que el deseo sexual aflojaba por igual lenguas y cerebros. Hombres de cerebro brillante se convertían en niños ansiosos por complacer. Secretos guardados durante largo tiempo salían a la luz con el deseo que tenían de impresionarla con su habilidad y su ingenio. Estúpidos.
A su manera, Aric había sido bueno con ella, y le había permitido quedarse con los regalos que aquellos hombres le ofrecían. En pocos años, Lalitia estaba cerca de ser rica. Aric, incluso, llegó a darle su bendición cuando ella contrajo matrimonio con el mercader Kendar. Su marido murió en menos de un año, y Lalitia rebosó de alegría: había alcanzado la vida que siempre había deseado y las riquezas de Kendar deberían ser suficientes para mantenerla durante dos vidas enteras. Excepto por el detalle de que las riquezas de Kendar eran ficticias. Cuando murió, estaba ahogado por deudas ingentes y, una vez más, Lalitia debió recurrir a su ingenio y sus encantos para sobrevivir.
Su segundo esposo tuvo la descortesía de no morirse con presteza, a pesar de que ya pasaba de los setenta años cuando se casaron. Aquello la llevó a la necesidad de tomar acciones drásticas. Consideró la posibilidad de envenenarlo, pero descartó la idea. Se trataba de un hombre amable y gentil. Lalitia empezó a darle de comer una dieta especiada con hierbas poderosamente afrodisíacas. Cuando por fin falleció, el médico al que llamaron para certificar la muerte aseguró que jamás se había encontrado un cadáver con aspecto más feliz.
Lalitia era ahora verdaderamente rica.
Y volvió a ser pobre a una velocidad increíble. Realizó una serie de inversiones en empresas comerciales, todas las cuales se fueron al traste. Compró tierras confiando en que su valor aumentaría. Se depreciaron.
Un día, su modista le envió un mensaje en que le advertía que no le confeccionaría más vestidos hasta que le hubiese pagado todas las facturas pendientes. Lalitia quedó asombrada al darse cuenta de que no tenía fondos para cubrir la deuda.
Se puso en contacto con Aric, quien volvió a hacer uso de sus servicios.
Ahora, a la edad de treinta y cinco años, tenía recursos, una buena casa en Carlis y un amante tan rico que probablemente podría comprar todo Káidor y no notaría el gasto.
Recostándose en la almohada forrada de satén, Lalitia contempló al hombre alto y de fuertes músculos que estaba de pie junto a la ventana.
—¿Te he dado las gracias por el collar de diamantes, Hombre Gris? —preguntó.
—Desde luego que sí —dijo él—. Muy elocuentemente. Pero dime, ¿por qué no deseas asistir al banquete que voy a celebrar?
—No me he sentido muy bien últimamente. Creo que sería mejor que guardase algo de reposo.
—Hace un rato me ha parecido que estabas muy bien —dijo él con sequedad.
—Eso se debe a que eres un amante exquisito. ¿Dónde aprendiste esas habilidades?
El hombre no respondió, pero se volvió para mirar por la ventana. Los halagos resbalaban por su piel como el agua por la pizarra.
—¿Me amas? —preguntó ella—. ¿Aunque sólo sea un poco?
—Te tengo aprecio.
—Entonces, ¿por qué no me cuentas nada sobre ti? Has estado conmigo más de dos años y ni siquiera conozco tu auténtico nombre.
El Hombre Gris dirigió hacia ella sus ojos oscuros.
—Yo tampoco conozco el tuyo —respondió—. No importa. Debo irme.
—Ten cuidado —dijo ella de repente, sorprendiéndose a sí misma.
Él la miró con atención.
—¿De qué?
Lalitia se puso nerviosa.
—Se dicen cosas en la ciudad… Tienes enemigos —concluyó, sin convicción.
—¿Vanis, el mercader? Sí, lo sé.
—Podría… Quizá contrate a alguien para que te mate.
—Podría ser. ¿Estás segura de que no quieres asistir al banquete?
Lalitia asintió. Como siempre, el Caballero salió de la habitación sin despedirse. La puerta se cerró tras él.
«¡Estúpida! ¡Estúpida!», se dijo. Había oído decir a Aric que Vanis estaba planeando el asesinato. Con su acreedor muerto, Vanis podría evitar la bancarrota. Aric la había advertido de que no dijera nada. «Sería un acontecimiento sorprendente —había dicho—. El rico campesino asesinado en su propio palacio. Un suceso memorable, osaría decir».
Al principio, Lalitia se había enojado al pensar que se acabarían los regalos. Pero sabía, después de dos años, que no tenía la menor esperanza de que el Hombre Gris se casara con ella. Y también sabía que él había estado visitando a una cortesana en el sur de la ciudad. Pronto dejaría de acudir a ella. Pero en el transcurso del día no había podido dejar de pensar en que él moriría.
Aric siempre se había portado bien, pero Lalitia no ignoraba que, si lo traicionaba, no dudaría un instante en ordenar que la matasen. Y ahora casi se había arriesgado a ello. Había estado a punto de decirle al Hombre Gris que los asesinos estaban esperándolo.
—No lo amo —dijo en voz baja.
Lalitia nunca había amado a nadie, y se preguntó por qué habría deseado salvarlo. En parte, se figuró, porque él nunca había intentado hacerla de su propiedad. Pagaba por el placer que le daba; nunca era cruel ni despectivo; no pretendía juzgarla ni dominarla. Jamás había intentado cuestionar su forma de vida ni darle consejos.
Se levantó del lecho y caminó desnuda hasta la ventana donde él había permanecido momentos antes. Lo observó mientras se alejaba en el caballo gris plateado, en dirección a las puertas de la ciudad, y el peso de la tristeza cayó sobre ella.
Aric se había referido a él como «el rico campesino», pero aquel hombre no tenía nada de campesino. Irradiaba poder y determinación. Había algo indómito en él. Algo implacable.
Lalitia sonrió de repente.
—No creo que puedan matarte, Hombre Gris —susurró.
El decir aquellas palabras, y la forma en que se animó al pronunciarlas, la sorprendió.
La vida, al parecer, aún guardaba para ella alguna capacidad de asombro.
Kiva nunca había servido en una reunión de la nobleza, aunque de niña había contemplado los elaborados carruajes de los ricos y había entrevisto a las damas envueltas en sus sedas y sus satenes cuando acudían a tales acontecimientos. Ahora estaba junto a la pared occidental del gran salón, sosteniendo una bandeja de plata que contenía una selección de pastelillos delicadamente elaborados, unos rellenos de queso y otros de carnes especiadas. Era una de los cuarenta sirvientes que circulaban entre el par de centenares de invitados del Hombre Gris.
Jamás en su vida había visto tanto raso ni tantas joyas: pulseras de oro con piedras preciosas incrustadas; pendientes que centelleaban a la luz de las antorchas; vestidos y túnicas bordados con perlas y plata; tiaras relumbrantes, e incluso calzado decorado con rubíes, esmeraldas y diamantes.
Un joven aristócrata y su acompañante se detuvieron frente a ella. El hombre vestía una capa corta ribeteada de piel de marta, sobre un jubón de raso rojo con bordados de hilo dorado. Se acercó y tomó un pastelillo.
—Son estupendos. Deberías probarlos, querida —dijo a la mujer.
—Tomaré un poquito del tuyo —contestó ella.
Su vestido de satén blanco pareció susurrar cuando se movió para acercarse al hombre. Él sonrió y sostuvo una pequeña porción con los dientes. La mujer se echó a reír, se inclinó hacia él y tomó el bocado, para concluir con un beso.
Kiva permaneció erguida, sabiendo que resultaba invisible para la pareja. Era una sensación curiosa. Ni una vez le dirigieron la mirada, y se perdieron entre el gentío sin haberse percatado en absoluto de su presencia. Más invitados iban y venían; algunos se detenían para coger un pastelillo y otros pasaban de largo hacia la pista de baile. Cuando se vació la bandeja, Kiva salió de la estancia, caminando junto a la pared, y bajó la estrecha escalera que llevaba hacia las cocinas.
Norda estaba allí, llenando copas de vino.
—¿Cuándo aparecerá el Hombre Gris? —preguntó Kiva.
—Más tarde.
—Pero se trata de su fiesta.
—Ya está aquí —dijo Norda—. ¿No te has fijado en que hay un movimiento constante de gente hacia la sala pequeña del fondo?
Kiva lo había notado, pero no se había parado a pensar en ello. Emrin, el joven sargento, se había situado junto a la puerta de aquella estancia, y Kiva había tomado la determinación de que no la sorprendiese mirándolo. No deseaba darle ningún motivo para que renovase su interés por ella.
—La mayoría de los nobles y comerciantes que están aquí hoy acuden en busca de algún tipo de favor por parte del Caballero —prosiguió Norda—. Así que, durante las tres primeras horas, se queda en la sala del nogal y los recibe. Omri está a su lado y toma nota de las peticiones.
—Cuánta gente pidiendo favores —dijo Kiva—. Deben de apreciarlo mucho.
La risa de Norda se elevó en la cocina.
—Idiota —dijo, y cogió su bandeja y desapareció por las escaleras.
Kiva se sentía confusa; miró a su alrededor y vio sonreír a las otras mujeres. Avergonzada, aunque sin saber por qué, llenó su bandeja y volvió al gran salón.
Veinte músicos tocaban ahora una pieza rápida y vivaz, y los bailarines giraban en el suelo pulido. Hacía calor, pero las amplias puertas que daban a la terraza estaban abiertas, y una fresca brisa marina se filtraba en la sala.
El baile continuó durante otra hora, y el ambiente estaba lleno de los sonidos de la música y las risas. Los brazos de Kiva notaban el cansancio de las horas que llevaba sosteniendo la bandeja. Poca gente comía ya. Norda se deslizó junto a ella.
—Ya va siendo hora de dejar la bandeja y tomar un trago —dijo.
Kiva la siguió por las escaleras.
—¿Por qué me has llamado idiota? —preguntó, mientras la rubia llenaba un par de vasos de vino.
—No lo aprecian —contestó—. En realidad, todos ellos lo odian.
—Pero ¿por qué, si les concede favores?
—Precisamente por eso. ¿No sabes nada sobre la nobleza?
—Está claro que no.
Norda interrumpió su trabajo.
—Es extranjero y es inmensamente rico. Lo envidian, y la envidia va seguida por el odio. No importa lo que haga; siempre lo odiarán. El año pasado hubo una mala cosecha en el este, y el Hombre Gris envió doscientas toneladas de trigo para que fuese repartido entre los hambrientos. Una buena acción, ¿verdad?
—Por supuesto.
—Bien. Pues esa buena acción evitó que subiese el precio del trigo, lo que redujo los beneficios que habrían podido obtener los nobles y los mercaderes. ¿Crees que le dieron las gracias? —Norda sonrió—. Ya aprenderás, Kiva. Los nobles son una raza aparte.
La sonrisa de Norda se volvió más fría.
—Si alguien estuviera en llamas, un noble no las apagaría ni meándole encima —concluyó.
—No conozco a ninguno —dijo Kiva.
—Y es mejor que sigas así. No traen nada, excepto problemas, a la gente como nosotras. Ahora, será mejor que volvamos al trabajo.
Kiva regresó a la gran sala llevando una bandeja con bebidas, y comenzó a moverse entre la multitud. Los músicos habían hecho una pausa para tomar un refrigerio, y la mayoría de los nobles se habían reunido en pequeños grupos. Había charlas y risas, y el humor general parecía agradable. Aún no había señales del Hombre Gris, pero Kiva vio al único noble que era capaz de reconocer: Aric, de la casa Kilraiz. Resplandeciente en una túnica de seda listada de gris y negro bordada con hilo de plata, estaba de pie cerca de la terraza, hablando con la joven a la que Kiva había visto antes comer un pastelillo de la boca de su anterior acompañante. Ambos reían, y Kiva vio cómo Aric susurraba algo al oído de la mujer. Se trataba de un hombre atractivo, delgado y elegante; de rasgos finos, aunque con una nariz un poco larga, en opinión de Kiva. Parecía más joven de lo que Kiva recordaba, y su cabello era uniformemente oscuro, aunque creía recordar que tenía algunas canas cuando había pasado por el poblado donde ella vivía, un año atrás. Además, el rostro del hombre le había parecido más hinchado.
«Probablemente se ha teñido el pelo y ha perdido algo de peso», pensó.
Justo detrás de la pareja había un hombre de barba negra, alto, de hombros anchos y ojos hundidos. Vestía una túnica de terciopelo azul oscuro que le llegaba a la altura de los tobillos, y sostenía con la mano derecha un báculo repujado de plata en un extremo. El hombre permanecía en silencio, sujetando la mano de un muchacho de cabello rubio de unos ocho años de edad. Kiva se acercó hasta ellos. El hombre de barba negra se apartó de las sombras del dintel de la terraza, y Kiva sintió su mirada sobre ella. Se sorprendió, pues ya se había acostumbrado a ser invisible para toda aquella gente. Los ojos del hombre eran oscuros.
—¿Una bebida, mi señor? —dijo Kiva.
El hombre asintió. Su cara era ancha, y parecía más ancha aún tras la espesa barba negra. Soltó la mano del niño y tomó una copa de cristal llena de vino tinto.
—Prefiero el blanco —dijo en voz baja.
Entonces sonrió a Kiva y sostuvo la copa. De inmediato, el color pareció huir del líquido, que se tornó primero escarlata y después rosado, hasta que, por fin, quedó tan claro como el agua. Kiva parpadeó. El hombre soltó una risita y paladeó el vino.
—Excelente —dijo.
Kiva volvió la mirada al chico. Los brillantes ojos azules de éste se encontraron con los de ella, y el muchacho sonrió tímidamente.
—¿Deseáis que traiga algo para vuestro hijo? —preguntó Kiva al hombre barbudo.
—Es mi sobrino y mi paje —respondió con una sonrisa, mientras revolvía el pelo del niño—. Y sí, sería un detalle muy amable.
—Tenemos refrescos de manzana, pera y melocotón —se volvió hacia el muchacho—. ¿Cuál prefieres?
El chico levantó la mirada hacia el hombre barbudo, que se dirigió a Kiva.
—Es muy tímido, pero sé que le gusta el zumo de pera. Permíteme que te sostenga la bandeja mientras vas a buscarlo.
Al instante, la bandeja se desprendió de las manos de Kiva y flotó en el aire, antes de aterrizar suavemente en una mesa baja. Kiva aplaudió encantada, y el muchacho sonrió.
—Venid aquí, amigo mío —se oyó decir a Aric—. Deberíais reservar vuestros trucos para aquéllos que sabrán apreciarlos mejor.
Kiva se dirigió discretamente hacia las escaleras, llenó una copa de zumo de pera fresco y volvió a la sala. El chico aceptó la copa con una sonrisa de agradecimiento y dio un trago al contenido.
Aric tomó del brazo al hombre barbudo y lo guió hasta el centro de la sala. Un soplo de brisa atravesó el portalón de la terraza. Kiva suspiró aliviada, porque el calor comenzaba a sofocarla. No se trataba tan sólo de la cálida noche veraniega; había que añadir las lámparas llameantes y los cientos de cuerpos que ocupaban el salón; el resultado era un bochorno casi intolerable.
En el centro de la sala, Aric había ordenado a dos criados que acercasen una mesa. Saltó sobre ella y alzó las manos.
—Amigos míos —anunció—, con vuestra venia, me he tomado la libertad de organizar un pequeño entretenimiento que os complacerá.
Os ruego que deis una calurosa bienvenida a Eldicar Manushan, que acaba de llegar desde nuestra comarca de Angostin.
Tras aquellas palabras se inclinó, y el hombre barbudo tomó su mano y subió a la mesa. Los nobles y sus señoras aplaudieron cortésmente. Aric descendió de la mesa y Eldicar Manushan miró hacia su público.
—Hace un poco de calor, estimado público —dijo—. Puedo ver que algunas de las damas se sienten débiles, y sus codos están a punto de arder por el uso excesivo de los abanicos. Así pues, permitidme que comience con un pequeño ajuste del clima.
Dejó el báculo a sus pies y juntó las manos; las alzó, separó los dedos y abrió los brazos. Algo que a Kiva le pareció una neblina blanca flotó desde las palmas de las manos del hombre y ascendió por el aire.
Eldicar hizo un gesto circular con una mano, y la niebla formó una esfera que comenzó a crecer. Con otro gesto la hizo flotar sobre la sala, hasta un grupo de damas que se abanicaban. Tan pronto como la esfera estuvo sobre ellas, cambiaron de expresión y emitieron gorjeos de placer. La esfera se dividió en dos: una parte permaneció sobre las mujeres y la otra osciló en el aire y flotó hacia otro grupo. Cada vez que se detenía se dividía, aunque ninguna de las esferas disminuía de tamaño.
La gente que estaba bajo las esferas comenzó a aplaudir, mientras que aquéllos a quienes aún no habían alcanzado se mostraban intrigados. Kiva observó cómo uno de los globos se movía suavemente hacia ella. A medida que se acercaba sintió el frescor, como si una brisa estuviese circulando por la sala. Era algo refrescante y estimulante a la vez. En pocos instantes hubo esferas por todo el salón, y la temperatura había descendido considerablemente.
Todas las conversaciones cesaron. Eldicar Manushan bajó los brazos.
—Ahora —dijo—, puede comenzar el espectáculo. Pero en primer lugar, amigos, permitidme que agradezca vuestra bienvenida. Es gratificante en extremo ver tal gracia, belleza y educación tan lejos de casa.
Hizo una reverencia y los presentes aplaudieron con entusiasmo tales cumplidos.
—También —prosiguió— deseo agradecer a Aric su cortesía y generosidad al invitarme a compartir su hogar durante mi estancia en Káidor.
Hubo nuevos aplausos.
—Y ahora, un pequeño entretenimiento para vuestra diversión. Lo que estáis a punto de ver son sólo ilusiones ópticas. No os pueden tocar. No os pueden ver. De modo que os ruego que no os alarméis. Ni siquiera cuando os deis cuenta de que… ¡un gran oso negro se alza entre vosotros! —dijo, y señaló teatralmente hacia la pared oeste.
Una figura enorme se irguió allí, y emitió un rugido que helaba la sangre. Los más cercanos al terrible animal gritaron y retrocedieron. Un momento después se puso a cuatro patas y se dividió en una docena de piezas, que se acercaron a la pista de baile. Kiva pudo ver que se trataba de doce conejos negros. Las risas recorrieron el salón, siendo las más ruidosas las de aquéllos que más se habían aterrorizado segundos antes. Eldicar Manushan dio una palmada y los conejos se convirtieron en mirlos, que echaron a volar y desaparecieron por el portalón de la terraza.
Apareció un león. Hubo cierto revuelo, pero la gente ya no se asustó realmente. El león se elevó sobre los cuartos traseros y sacudió las zarpas al tiempo que gruñía amenazadoramente. Después se dedicó a pasear por la sala. Pasó junto a una joven, que extendió la mano y descubrió que atravesaba el cuerpo de la fiera. El león se giró hacia la joven y lanzó un rugido. Ella no pudo reprimir un grito, pero en aquel instante el león se sacudió y se transformó en una bandada de palomas que se pusieron a revolotear por la estancia.
La concurrencia solicitó nuevas sorpresas, pero Eldicar Manushan se limitó a hacer una reverencia.
—He prometido a Aric que reservaré algunos trucos para la fiesta del duque, que tendrá lugar dentro de ocho días en el Palacio de Invierno. Mi obligación, hoy, se limitaba a abrir vuestro apetito. Os agradezco vuestra aprobación.
Eldicar se inclinó de nuevo, y recibió un sonoro aplauso. Bajó de la mesa, recogió el báculo y caminó hacia donde aguardaban Kiva y el muchacho. Cogió otra copa y la hizo girar entre las manos antes de beber un trago. Entonces miró a Kiva.
—¿Te ha gustado el espectáculo? —preguntó.
—Desde luego. Lamentaré no estar presente en la fiesta del duque. —Miró hacia el muchacho—. ¿Cómo se llama vuestro paje?
—Beric. Es un buen chico, y os agradezco vuestra amabilidad con él.
Tomó la mano de Kiva entre las suyas y la besó. En aquel momento se produjo una ligera agitación en el extremo más alejado de la estancia: el Hombre Gris hacía su entrada. Las mujeres más cercanas sonrieron e hicieron pequeñas reverencias a las que él respondió, y tras intercambiar algunos saludos se dirigió hacia el centro de la sala.
Kiva lo observó y se sintió impresionada por la naturalidad y la confianza con que trataba a los huéspedes. Se distinguía entre todo el mundo por la ausencia de ornato. No lucía joyas de ningún tipo, ni llevaba bordados dorados o plateados en sus sencillos ropajes. Pero aun así, hasta en la última pulgada de su aspecto había algo que lo destacaba como el señor del lugar. A su alrededor, el resto de los hombres presentes no parecían más que extravagantes pavos reales.
El Hombre Gris se fue desplazando de un grupo a otro y por fin llegó hasta el extremo de la sala, donde Kiva estaba aún sosteniendo la bandeja. Aric y Eldicar Manushan se adelantaron y lo saludaron.
—Lamento haberme perdido vuestro número —dijo el Hombre Gris al mago.
—Soy yo quien debe disculparse, mi señor —respondió Eldicar, inclinándose—. Habría deseado no comenzar mientras no estabais presente. Sin embargo, podréis ver algo incluso más espectacular en la fiesta del duque.
La música sonó de nuevo y los bailarines ocuparon la pista. Algunos de los huéspedes se acercaron al Hombre Gris. Kiva no pudo oír el resto de la conversación, pero observó el rostro del anfitrión mientras le hablaban. Se mostraba atento, aunque en sus ojos había una mirada ligeramente distraída, y a Kiva le dio la impresión de que no disfrutaba realmente del festejo.
Un joven noble que se acercaba al Hombre Gris captó la atención de Kiva. Parecía tenso y había gotas de sudor en su frente, a pesar de la fresca brisa que todavía fluía desde las esferas del mago. Entonces, Kiva se fijó en otro hombre que se separaba de uno de los grupos cercanos y también comenzaba a desplazarse en dirección al Hombre Gris. Los movimientos del segundo eran furtivos, y los latidos del corazón de Kiva se aceleraron.
El Hombre Gris estaba hablando con una joven vestida de rojo cuando el primero de los hombres llegó a su lado. Kiva vio un destello metálico en la mano del hombre. Antes de que pudiera gritar una advertencia, el Hombre Gris giró en redondo y bloqueó con el brazo izquierdo el movimiento del puñal, al tiempo que golpeaba con la mano derecha el cuello del asesino. El hombre emitió un gruñido ahogado y cayó de rodillas; el puñal rebotó en el suelo. El segundo hombre embistió a la carrera, puñal en mano, pero tropezó con la mujer del vestido rojo mientras ésta retrocedía intentando alejarse de la escena. El asesino la empujó a un lado y la mujer cayó al suelo. La música se había detenido y los presentes contemplaban asombrados al hombre del puñal. Kiva vio cómo Emrin, el guardia, corría hacia el asesino, pero el Hombre Gris le hizo una señal para que permaneciese atrás. El asesino se quedó erguido, apuntando con el puñal hacia su presunta víctima.
—Bien —dijo el Hombre Gris—. ¿Vas a intentar ganarte el sueldo?
—¡Hago esto por el honor de la casa Kilraiz! —gritó el joven noble, y saltó hacia delante.
El Hombre Gris se desplazó a un lado, desvió el brazo armado y zancadilleó al atacante, que cayó cuan largo era sobre el suelo de piedra. Fue un duro golpe, pero el joven rodó y se puso de rodillas. El Hombre Gris se adelantó y le arrancó el puñal de la mano de una patada. El joven se puso en pie y echó a correr en dirección a la terraza.
—Dejadlo ir —ordenó a Emrin y a los otros dos guardias que se le habían unido.
El Hombre Gris volvió la atención al primero de los asesinos y se agachó junto al cuerpo caído. La vejiga del hombre había liberado su contenido y ensuciado las caras calzas grises que vestía. Sus ojos abiertos miraban hacia el techo sin ver. El Hombre Gris se irguió y se dirigió a Emrin.
—Llevaos el cadáver —dijo, y salió de la estancia.
—Un hombre poco corriente —dijo Eldicar Manushan.
Kiva se recuperó de la impresión y miró al pequeño Beric, que contemplaba el cadáver con los ojos muy abiertos.
—No pasa nada —le dijo, arrodillándose y poniendo las manos en los hombros del muchacho—. El peligro ha pasado.
—¿Se pondrá bien? —preguntó Beric con voz temblorosa—. Está muy quieto.
—Se ocuparán de él —aseguró Kiva—. Quizá deberías salir de aquí.
—Me lo llevaré —dijo Eldicar—. Tenéis mi agradecimiento, una vez más.
El mago cogió de la mano al muchacho y desaparecieron entre la gente.
Los músicos, no muy seguros de qué hacer, se pusieron a tocar de nuevo. Pero la música se fue apagando sin que nadie se moviese. Los nobles comenzaron a alejarse. En cuestión de minutos, la gran sala quedó desierta, y Kiva y los demás criados retiraron vasos, jarras y platos, antes de volver con trapos y cubos y ponerse a limpiar. Cuando terminaron, no quedaba la menor señal de que cientos de huéspedes hubieran cenado y bailado allí.
Mientras fregaba platos y cubiertos, Kiva escuchó a las otras criadas, que comentaban el intento de asesinato. Supo que los dos jóvenes eran sobrinos de Vanis, el comerciante, pero nadie tenía idea del motivo por el que habían intentado matar al Caballero. Las mujeres comentaban la suerte que había tenido el Caballero, y lo afortunado de que su primer golpe hubiera acabado con el asesino.
Kiva volvió a su habitación cuando despuntaba el amanecer. Estaba agotada, pero su mente se agitaba dando vueltas a los acontecimientos de la noche y se sentó un rato en el balcón, contemplando cómo la dorada luz del sol se extendía sobre las aguas de la bahía.
Se preguntó cómo habría adivinado el Hombre Gris que se hallaba en peligro. Con el ruido y la música, era imposible que hubiese oído moverse tras él al atacante, pero aun así, había bloqueado el golpe con el brazo mientras giraba. Sus movimientos habían sido tranquilos y suaves. Rememoró la escena y se estremeció. En la mente de Kiva no cabía la menor duda de que el golpe mortal que había alcanzado el cuello del joven no había sido cuestión de suerte, a diferencia de lo que creían las otras criadas. Había sido lanzado fríamente y con intención de matar, en un movimiento sencillo fruto de muchos años de práctica.
—¿Qué eres, Hombre Gris? —musitó.
Cuando Waylander abandonó la gran sala bajó al pasillo del segundo nivel que llevaba a la torre sur. Dobló la primera esquina, apartó una cortina de terciopelo y empujó la moldura de uno de los paneles que cubrían la pared. Se oyó un débil crujido y el panel se abrió. Waylander se introdujo por la abertura, lo empujó hasta su posición original para cerrarlo y se detuvo en la casi total oscuridad. Entonces, sin vacilación, comenzó a descender por los invisibles escalones. Estaba lleno de ira, y no hizo el menor intento de reprimirla. Conocía a los dos hombres que lo habían atacado. Había hablado con ellos en varias ocasiones cuando los había encontrado en compañía de su tío, el comerciante Vanis. No eran muy inteligentes, pero tampoco estúpidos. Se trataba, a todos los efectos, de dos agradables jóvenes nobles con toda una vida de posibilidades por delante.
Y sin embargo, uno de ellos aguardaba en una sala oscura a que alguien fuera a recoger su cadáver y lo metiese en un frío agujero para que alimentase a los gusanos. Y su sombra vagaría por el Vacío, asustada y solitaria. El otro estaba fuera, en la noche, meditando su próximo movimiento y, probablemente, no se daba cuenta de que se enfrentaba a la muerte.
Waylander bajó los escalones, contándolos mientras avanzaba. Había ciento catorce, tallados en la roca, y al llegar al centésimo distinguió el leve reflejo de la luna en el muro.
Se detuvo brevemente junto al seto que disimulaba la entrada inferior del pasadizo, y luego se abrió paso entre las rocas hasta llegar a un sendero. El cielo estaba despejado y la noche era cálida. Miró hacia arriba, a los ventanales de la terraza del gran salón. Todavía quedaban algunas personas, pero se irían pronto.
Igual que él.
Al día siguiente se iba a reunir con Matze Chai e iba a revelarle sus planes. Sabía que el chiatze se horrorizaría, y el pensamiento lo hizo sonreír brevemente. Matze Chai era una de las pocas personas en las que confiaba y que le caían bien. El mercader había llegado poco antes de la reunión. Waylander había encargado a Omri la tarea de mostrar a Matze Chai el grupo de habitaciones que se le había asignado, y transmitirle sus disculpas por no haberlo recibido en persona. Omri había vuelto del recado nervioso y enojado.
—¿El alojamiento ha sido de su gusto? —había preguntado Waylander.
—Ha dicho que podría servir —respondió Omri—. Después ha ordenado a uno de sus criados que recorriese la habitación pasando la mano por todas partes, con un guante blanco, para comprobar si había polvo en las estanterías.
Waylander se echó a reír.
—Ese es Matze Chai.
—No me ha parecido divertido, mi señor. De hecho, ha sido sumamente irritante. Otros criados han abierto la cama y han examinado las sábanas de raso en busca de insectos, mientras otros se dedicaban a limpiar y perfumar el dormitorio. Durante todo el tiempo, vuestro amigo ha permanecido sentado en la terraza sin dirigirme la palabra. Me daba las instrucciones a través del capitán de su guardia. Me dijisteis que Matze Chai hablaba perfectamente nuestro idioma, pero no me ha dicho ni una sola palabra. Ha sido muy descortés. Me gustaría que hubieseis estado allí, mi señor. Quizá habría actuado de forma más civilizada.
—¿No te cae bien? —dijo Waylander.
—No, mi señor.
—Créeme, Omri: cuando lo conozcas mejor, realmente lo detestarás.
—¿Qué es, si puedo preguntaros, lo que a vos os gusta de él?
—Es una pregunta que suelo hacerme —respondió Waylander, sonriendo.
—No lo dudo, mi señor, pero disculpadme si os digo que eso no es una respuesta.
—Lo único que conseguiría si te diera una respuesta extensa sería confundirte más, amigo mío. Pero voy a decirte algo. Sólo hay una cosa de la que estoy seguro en lo que respecta a Matze Chai: que su nombre no es Matze Chai. Creo que es de baja cuna, y que ha escalado hasta su posición actual desde los niveles más bajos de la sociedad chiatze, reinventándose a sí mismo en cada etapa.
—¿Queréis decir que es un farsante?
—No; muy al contrario. Matze Chai es, en cierto modo, una obra de arte viviente. Ha transformado al hombre que tomó como base de partida en un noble chiatze impecable. Dudo que ni siquiera él mismo se permita recordar sus orígenes.
Waylander caminó a la luz de la luna, dirigiéndose a sus alojamientos. Se detuvo junto al borde del acantilado y contempló el mar. La luna se reflejaba en él; la imagen brillaba sobre las oscuras olas. Waylander permaneció en silencio mientras la brisa marina refrescaba su rostro, y deseó haber tenido el mismo éxito que Matze Chai a la hora de transformar su identidad.
Miró las dos lunas, la de luz nítida, en lo alto, y el reflejo que se fragmentaba sobre las olas. En aquel momento recordó las palabras de un adivino.
—Cuando cierras los ojos y piensas en tu hijo, ¿qué es lo que ves?
—Contemplo su rostro moribundo. Yace en el prado y hay flores primaverales alrededor de su cabeza.
—No conocerás la felicidad hasta que mires más allá de ese rostro —le había dicho aquel anciano.
En aquel momento le habían parecido unas palabras carentes de sentido, y seguían sin tenerlo ahora. El chico había sido asesinado; estaba muerto y enterrado. Waylander nunca sería capaz de mirar más allá de aquel rostro, aunque el vidente le había dicho que lo imaginase en alguna especie de paraíso espiritual sobre las estrellas.
Waylander inspiró profundamente y prosiguió su camino por el sendero del acantilado. Más adelante había una serie de terrazas cubiertas de flores, delimitadas por setos. Waylander detuvo su paso.
—Sal, muchacho —dijo con tono de cansancio.
El joven noble salió de detrás de un arbusto. En la mano blandía una espada corta con empuñadura dorada. Un arma ceremonial ligera, que se llevaba en actos oficiales.
—¿No has aprendido nada de la muerte de tu hermano? —preguntó Waylander.
—¿Lo has matado?
—Así es; lo he matado —dijo Waylander fríamente—. Le he aplastado la garganta y ha muerto ahogado en el suelo. Y mientras moría se ha meado encima. Eso es lo que sucede. Ésa es la realidad. Se ha ido, y ¿por qué?
—Por honor —respondió el joven—. Por el honor de la familia.
—¿Dónde tienes los sesos? Presté dinero a tu tío y, cuando no pudo pagar, le presté más aún. Se lo presté porque me hizo promesas que luego no cumplió. ¿Quién se ha deshonrado? Ahora, tu hermano ha muerto para intentar evitar la ruina de ese gordo de Vanis, pero un hombre tan estúpido irá a la ruina antes o después. —Waylander se acercó más al joven—. No quiero matarte, chico. La última vez que nos vimos me hablaste de tu compromiso con una joven a la que adoras. Hablabas de amor y de vivir en una casa junto al mar. Piénsalo. Si te marchas ahora me olvidaré del asunto. De lo contrario, ten por seguro que vas a acabar muerto, porque no doy segundas oportunidades a mis enemigos.
Waylander miró al joven a los ojos y vio en ellos el miedo y el orgullo.
—Amo a Sania —dijo—, pero el lugar del que hablaba pertenece, o mejor dicho, pertenecía a mi tío. Sin él, no tengo nada que ofrecerle.
—Entonces te lo daré como regalo de boda —dijo Waylander, aunque mientras lo decía sabía cuál iba a ser el desenlace inevitable.
La ira asomó en los ojos del noble.
—¡Soy de la casa Kilraiz! —gritó—. ¡No necesito tu compasión, campesino!
El joven saltó hacia delante con la espada en alto. Waylander se enfrentó a él, levantó el brazo izquierdo y bloqueó el codo del noble, al tiempo que con la mano derecha le sujetaba la muñeca y retorcía el brazo armado. El joven gritó y la espada escapó de su mano. Waylander lo empujó y tomó el arma caída. Mientras intentaba levantarse, el noble sintió la punta acerada contra la garganta.
—No me mates —rogó.
Una gran tristeza inundó a Waylander al mirar a los asustados ojos azules. Tomó aliento.
—Demasiado tarde —dijo.
La hoja atravesó la yugular y la sangre brotó de la vena sajada cuando el noble cayó hacia atrás y se retorció en el suelo. Waylander soltó el arma, le dio la espalda al hombre agonizante y anduvo los últimos pasos que lo separaban de sus alojamientos.
Había otro hombre esperando, sentado en silencio en el suelo, con las piernas cruzadas. Vestía ropas de color gris claro, y una larga espada chiatze, envainada, descansaba en su regazo. Era un hombre menudo, de hombros redondeados y rostro delgado. Levantó la vista cuando Waylander se acercó.
—Sois duro —dijo.
—Eso dicen —respondió Waylander secamente—. ¿Qué queréis?
El chiatze se puso en pie y se encajó la espada envainada en el fajín negro.
—Matze Chai volverá pronto a su casa. Yo deseo quedarme en Káidor. Me ha dicho que es posible que necesitéis los servicios de un rainí. Ahora veo que no.
—¿Por qué queréis quedaros aquí? ¿No hay trabajo suficiente en Chiatze?
—Hay un misterio que debo resolver —respondió el rainí.
Waylander se encogió de hombros.
—Sois bienvenido mientras deseéis permanecer aquí —dijo—. Si habéis llegado con Matze Chai, ya tendréis alojamiento. Pero no tengo trabajo para un espadachín.
—Sois muy amable, Hombre Gris —el rainí suspiró—. Debo advertiros, sin embargo, que llevo un… una carga.
En aquel instante, en el sendero, tras los dos hombres, sonó un grito de sorpresa. Waylander se volvió. Un chiatze barbudo y fornido apareció a la carrera, portando una larga espada curvada. Vestía unos bastos ropajes de piel de lobo.
—¡Hay un cadáver! —gritó—. En el sendero. ¡Le han cortado la garganta!
Escrutó los arbustos de alrededor.
—Hay asesinos —añadió—. Pueden estar en cualquier sitio. Deberíamos ir al interior. ¡Llamad a los guardias!
—Éste —dijo el rainí— es Yu Yu Liang. La carga de la que hablaba.
—Hemos luchado juntos contra los demonios —dijo Yu Yu.
Waylander miró al rainí.
—¿Demonios?
El hombre asintió.
—Eso es parte del misterio.
—Venid conmigo —dijo Waylander. Pasó junto al hombre y abrió la puerta de sus aposentos.
Poco después estaban sentados junto a la chimenea, en la habitación iluminada por el resplandor del fuego. Yu Yu Liang estaba sentado en la alfombra; los otros dos hombres ocupaban los únicos sillones que había en la sala.
—El dueño del lugar debería daros mejores aposentos —dijo Yu Yu a Waylander—. He paseado por el palacio. Hay plata y oro, y seda y terciopelo. Seguro que es un rico bastardo tacaño.
—Este hombre es el dueño del lugar —le dijo el rainí en chiatze.
Yu Yu paseó la mirada por las paredes desnudas y sonrió.
—Y yo soy el emperador del mundo.
—Habéis hablado de demonios —interrumpió Waylander.
El rainí describió el ataque, concisamente y sin dramatizar. Habló de la aparición de la niebla y de las extrañas criaturas que caminaban en su interior. Waylander escuchaba atentamente.
—¡El brazo! ¡Háblale del brazo! —dijo Yu Yu.
—Le corté el brazo a una de las criaturas. La piel era pálida, de un blanco grisáceo. Cuando la luz del sol lo tocó, comenzó a arder. En unos instantes se había desvanecido por completo.
—Nunca he oído hablar de criaturas semejantes en Káidor —dijo Waylander—, ni de ataques como el que habéis narrado. Recuerdo haber leído algo sobre espadas de luz brillante. No recuerdo en qué libro, pero ha de estar en la biblioteca de la torre norte. Lo buscaré mañana.
Waylander miró al rainí a los ojos.
—¿Cómo os llamáis, espadachín?
—Kaisumu.
—He oído hablar de vos. Bienvenido a mi casa.
Kaisumu hizo una inclinación, sin decir nada.
—Hace poco vi una niebla como la que habéis descrito —prosiguió Waylander—. Tuve la sensación de que había algo maligno en ella. Hablaremos sobre el misterio más adelante, cuando haya consultado la biblioteca.
Kaisumu se levantó. Yu Yu se puso en pie a su lado y le tiró de la manga de la túnica.
—¿Qué hay de los asesinos? —preguntó.
—El hombre muerto era el asesino —respondió Kaisumu.
—Oh.
Kaisumu suspiró y se inclinó de nuevo ante Waylander.
—Diré a los guardias que retiren el cadáver.
Waylander asintió y se marchó en dirección contraria a los dos hombres, hasta desaparecer en otra habitación, en la parte trasera del edificio.