Waylander atravesaba las frías aguas dando brazadas largas y perezosas. Sentía cómo el sol comenzaba a calentarle la espalda, y se sumergió; atravesó un banco de peces plateados que se dispersaron a su paso. Giró y se volteó bajo el agua, y una sensación de dicha se apoderó de él. Allí abajo había silencio y, casi, satisfacción. Se relajó y dejó que su cuerpo ascendiese. Rompió la superficie e inspiró profundamente; agitó la cabeza para apartar el pelo que le cubría los ojos y sacudirse el agua, y dirigió la mirada a la bahía.
Frente a él, en el puerto, una docena de barcos descargaba mercancías. En la bahía, anclados a mayor profundidad, otros veinte aguardaban su turno para amarrar. Veintiocho de aquellos barcos navegaban bajo la bandera del árbol. Eran sus barcos.
A Waylander le parecía increíble que alguien como él, con tan escaso conocimiento de las sutilezas del comercio, hubiera llegado a ser tan escandalosamente rico. Por mucho que llegase a gastar, o incluso regalar, más oro llegaba a sus arcas. Matze Chai y otros mercaderes habían invertido bien el dinero que les confió. E incluso sus propios negocios habían dado frutos.
«Es ridículo», pensó, mientras flotaba en el agua. Había perdido la cuenta del número de barcos que poseía. Alrededor de trescientos, quizá. Además estaban las minas de esmeraldas, diamantes, rubíes, oro y plata, diseminadas desde el interior de Ventria hasta las montañas vagrianas orientales.
Se volvió y contempló el palacio de mármol blanco. Había encargado su construcción seis años atrás, tras una conversación con un joven arquitecto que hablaba apasionadamente sobre el irresistible desafío que implicaba su construcción, y su sueño de crear una maravilla.
«¿Por qué tenemos que pensar siempre en construir sobre el suelo? —argumentaba—. ¿Qué hay de maravilloso en ello? Una gran edificación debería dejar sin palabras al observador».
Tras tres años de construcción, el Palacio Blanco había llegado a ser realmente una maravilla, aunque el joven arquitecto no había vivido para verlo terminado. Era un noble de la casa Kilraiz, y una noche había sido apuñalado mortalmente por los asesinos de una casa rival. Así era la vida entre la nobleza de Káidor.
Waylander nadó hasta la playa y alcanzó las blancas arenas. Omri, el mayordomo, dejó su asiento bajo un olivo y se acercó con una toalla de lino, que le extendió sobre los hombros.
—¿Ha sido un baño agradable, mi señor? —preguntó Omri.
—Refrescante. Al menos ya estoy listo para afrontar los asuntos del día.
—La Dama solicita una audiencia, mi señor. Cuando dispongáis de tiempo.
Waylander miró con atención al anciano.
—¿Hay algo que te incomode, Omri?
—¿Estáis al tanto de que es una mística?
—No, pero no me sorprende. He conocido a muchos sacerdotes que poseían el Talento.
—Me resulta perturbador —admitió Omri—. Casi tengo la sensación de que puede leer mis pensamientos.
—¿Es que son tan terribles? —preguntó Waylander, sonriendo.
—Ocasionalmente, mi señor —contestó Omri con seriedad—. Pero ésa no es la cuestión. Se trata de que son mis pensamientos, no de otros.
—Estoy de acuerdo con eso. ¿Qué otros asuntos requieren mi atención?
—Hemos recibido un mensaje de Aric. Dice que llegará en diez días, y nos hará una visita mientras hace un alto en su viaje al Palacio de Invierno.
—Eso es que necesita dinero —dijo Waylander.
—Eso me temo, mi señor.
Ya seco, Waylander caminó hasta la sombra del olivo y se vistió con un jubón de seda negra y unas calzas de cuero blando. Cogió las botas y contempló de nuevo la bahía.
—¿Ha dicho la Dama para qué deseaba verme?
—No, mi señor. Pero me ha hablado de vuestro combate con los saqueadores.
Waylander percibió la nota de crítica en la voz del anciano.
—Hace un día demasiado bueno para andar con reproches, Omri.
—Os arriesgáis demasiado, mi señor. Y se trata de riesgos innecesarios. Aquí tenemos treinta guardias y una docena de guardabosques duros de pelar. Podríais haberlos enviado tras los bandidos.
—Es cierto. Pero yo estaba más cerca.
—Y os aburríais —añadió el anciano—. Siempre cabalgáis por los campos cuando estáis aburrido. He llegado a la conclusión de que no disfrutáis siendo rico. Debo decir que eso resulta difícil de entender.
—El aburrimiento es algo terrible —convino Waylander—. Ha caído sobre mí durante estos años en que la riqueza y el tedio han llegado a ser compañeros habituales. Cuando se es rico no hay mucho por lo que esforzarse. Cualquier placer que desee está al alcance de la mano.
—Es obvio que no todos, mi señor. De otro modo no estaríais tan hastiado.
Waylander se echó a reír.
—Eso es cierto. Pero ya hemos tenido bastante introspección por hoy, amigo mío. ¿Qué otras noticias hay?
—Dos servidores de la casa Bakard fueron asesinados en Carlis hace un par de días, presumiblemente por hombres a sueldo de la casa Kilraiz. Hay mucha tensión en la ciudad. Vanis, el comerciante, ha solicitado que se le aumente el crédito; alega que ha perdido dos barcos en una tormenta y no es capaz de afrontar los pagos en el plazo previsto. Además… —Omri sacó un pliego de pergamino del bolsillo de su túnica gris y lo examinó—… Mendyr Syn, el cirujano, ha preguntado si sería posible contratar a tres aprendices más para que lo ayuden; costaría seis monedas de plata al mes. No hay camas libres en el hospital y ha estado trabajando quince horas al día, intentando ayudar a los enfermos.
Omri plegó de nuevo el pergamino y lo devolvió a su bolsillo, antes de continuar.
—Ah, sí. Y… eh… la dama Lalitia os invita a acudir a su fiesta de cumpleaños, dentro de tres días.
Waylander se sentó a la sombra, observando a los pescadores que desplegaban sus redes en la bahía.
—Reclama la deuda de Vanis —dijo—. Es la tercera vez en un año que busca una excusa para no pagar, y sus pérdidas no le han impedido comprar tres caballos de carreras ni ampliar sus fincas orientales. Aumenta los fondos para Mendyr Syn, y dile que debería haber solicitado nuevos ayudantes mucho antes. Y envía un mensaje a la dama Lalitia; dile que estaré encantado de acudir a su fiesta. Compra un colgante de diamantes en Calicar y haz que le sea entregado ese día.
—Así se hará, mi señor. Con vuestro permiso, me gustaría señalar un par de detalles. En primer lugar, Vanis tiene muchos amigos en la casa Kilraiz. Ejecutar su deuda podría llevarlo a la bancarrota, y eso se podría interpretar como un desaire a dicha casa.
—Si tiene tantos amigos —contestó Waylander—, que le cubran las deudas. ¿Cuál es el segundo detalle?
—Quizá me falle la memoria, pero ¿no es éste el tercer cumpleaños de la dama Lalitia en los últimos quince meses?
Waylander se echó a reír.
—Tienes razón —contestó—. Que sea un colgante pequeño.
—De acuerdo, mi señor. Por cierto, la joven que vino con vos ha sido puesta al cargo de Norda. ¿Deseáis que reciba algún trato especial?
—Que sea algo flexible con ella al principio; ha sufrido mucho. Es una muchacha fuerte, pero aun así, hace poco presenció el asesinato de su familia, la trataron cruelmente y estuvo a punto de morir. Sería asombroso que no sufriera secuelas de algún tipo. Obsérvala atentamente y préstale algo de apoyo. Si pasado un tiempo no resulta ser una buena trabajadora, despídela.
—Bien, mi señor. Por último, ¿qué mensaje he de enviar a la Dama chiatze?
—No le envíes ningún mensaje, Omri. Iré a verla personalmente.
—Sí, mi señor. ¿Sería descortés preguntarle cuánto tiempo piensa permanecer aquí con sus sirvientes?
—Me interesa más saber por qué ha venido, y cómo.
—¿Cómo, mi señor?
—Una sacerdotisa con ropajes de seda bordada, acompañada de tres sirvientes, aparece en nuestras puertas. ¿Y el carruaje? ¿Y los caballos? ¿De dónde vienen? Seguro que no se alojan en Carlis.
—Es evidente que vinieron andando desde alguna parte —dijo Omri.
—Y se les pegó muy poco polvo a las ropas, y no mostraban señales de cansancio.
Omri hizo el gesto del Cuerno Protector.
—Descortés o no, mi señor, estaré profundamente agradecido cuando se me comunique la fecha de su partida.
—No creo que debamos temer nada, Omri. No percibo maldad en ella.
—Me alegro de oírlo, mi señor. Pero algunos de nosotros no podemos elegir lo que nos asusta y lo que no. Siempre he sido un hombre temeroso. Desconozco el motivo.
Waylander puso la mano en el hombro del anciano.
—Eres una persona amable, y un buen hombre —dijo—. Te preocupas por las personas y por su bienestar. Eso es poco habitual.
Omri pareció avergonzado.
—Me habría gustado ser más… ¿viril, podría decir? Fui una gran decepción para mi padre.
—La mayoría de nosotros lo somos —respondió Waylander—. Si mi padre hubiera visto lo que he hecho con mi vida, probablemente se habría consumido de vergüenza. Pero ellos no están aquí. Nosotros vivimos ahora, Omri. Y ahora eres un mayordomo, apreciado y respetado, e incluso querido, por aquéllos que están a tus órdenes. Debería ser suficiente.
—Quizá. Pero vos también sois apreciado y respetado por aquéllos que os sirven. ¿Es suficiente para vos?
Waylander sonrió compungido, pero no respondió. Se alejó del olivo y comenzó a subir los escalones que conducían a la torre norte.
Unos minutos más tarde alcanzó el final de la escalera de caracol que daba a la mayor de las bibliotecas. La sala había sido diseñada originalmente para servir de alojamiento, pero a medida que crecía la colección de libros y pergaminos antiguos creció la necesidad de espacio para almacenarlos. En aquel momento había también cinco bibliotecas más pequeñas dentro del palacio, además de la del gran museo de la torre sur.
Waylander empujó la puerta, entró en la sala y saludó con una inclinación a la delgada mujer que estaba sentada ante la gran mesa ovalada, con pergaminos extendidos a su alrededor. Se descubrió maravillándose, una vez más, ante la belleza de la sacerdotisa, el color dorado de su piel lisa y los finos rasgos chiatze. Incluso el cráneo rasurado contribuía a enfatizar su exquisito aspecto. La mujer parecía casi demasiado frágil para soportar el peso de las pesadas túnicas de sedas rojas y doradas que cubrían su cuerpo.
—¿Qué estudiáis, Dama? —preguntó Waylander.
La mujer levantó la mirada. Sus ojos rasgados no poseían el color castaño oscuro habitual en los chiatze; eran más bien dorados, con motas azuladas. Eran unos ojos desconcertantes, que parecían penetrar profundamente en los recodos del alma de aquéllos a quienes observaban.
—Estaba leyendo esto —respondió, tocando con una mano enguantada un viejo rollo de pergamino desgastado—. Me han dicho que se trata de la quinta copia de los aforismos de un escritor llamado Missael. Fue uno de los más extraordinarios hombres de la Nueva Orden, los que siguieron a la destrucción de las razas antiguas. Hay quien cree que sus versos contienen profecías que se interpretarán en el futuro —sonrió al decir aquello—. Pero las palabras son tan ambiguas que algunos de los versos pueden significar prácticamente cualquier cosa.
—Entonces, ¿para qué estudiarlos?
—¿Para qué estudiamos cualquier cosa? —replicó la mujer—. Para obtener más conocimiento y, con él, mayor comprensión. Missael explicaba cómo fue destruido el viejo mundo por la lujuria, la codicia, el miedo y el odio. ¿Ha aprendido algo la humanidad de esa destrucción?
—La humanidad no tiene un solo par de ojos —dijo Waylander—. Un millón de ojos ve mucho y asimila muy poco.
—Ah, sois un filósofo.
—Pero no muy bueno.
—A juzgar por vuestras palabras, no creéis que la humanidad pueda mejorar, ni desarrollarse y evolucionar hacia algo más perfecto.
—Los individuos pueden evolucionar y cambiar, Dama. Es algo que he comprobado. Pero reunid un gran grupo y, en cuestión de momentos, tendréis una masa vociferante, asesina y destructora. No; no creo que la humanidad pueda cambiar.
—Eso puede ser cierto —respondió ella—, pero deja un regusto de desesperación. No puedo aprobar semejante filosofía. Pero sentaos, por favor.
Waylander cogió una silla y se sentó frente a la mujer.
—Vuestro rescate de la muchacha, Kiva, habla bien de vos —dijo ella con voz suave, casi musical.
—Al principio no me di cuenta de que habían tomado una cautiva.
—Incluso así. Ahora, ella tendrá una vida y un destino que, de otro modo, le habrían sido sustraídos. ¿Quién sabe las metas que podrá alcanzar, Waylander?
—Ese no es un nombre que emplee actualmente. Y, desde luego, no es un nombre por el que se me conozca en Káidor.
—Nadie lo oirá de mis labios. Pero decidme, ¿por qué cabalgasteis tras los bandidos?
—Atacaron mis tierras y a mi gente. ¿Qué otro motivo necesitaba?
—Quizá necesitabais demostraros que seguís siendo el hombre que fuisteis. Quizá, más allá del exterior curtido de un hombre que ha visto mucho mundo, sentisteis el dolor y la pérdida de vuestros campesinos, y decidisteis que esos hombres malvados no volverían a ser, nunca jamás, la causa de semejante desesperación. O quizá pensabais en vuestra primera esposa, Tanya, y en que no estuvisteis allí cuando los saqueadores los asesinaron, a ella y a vuestros hijos.
—Habéis pedido verme, Dama —la voz de Waylander se endureció—. Vuestro mensajero ha dicho que se trataba de un asunto importante.
La mujer suspiró y miró de nuevo a los ojos de Waylander. Cuando habló, su voz era más baja, con cierto tono de arrepentimiento.
—Lamento haberos causado dolor, Hombre Gris. Perdonadme.
—Vamos dejar esto claro entre nosotros —respondió él con frialdad—. Intento mantener mi dolor en un lugar privado. No siempre lo consigo. Y habéis abierto una ventana a ese lugar. Consideraré sumamente cortés por vuestra parte que no la volváis a abrir.
—Tenéis mi palabra —respondió ella. Después permaneció sentada en silencio, sosteniendo con sus ojos dorados la mirada del hombre. Al cabo de un largo rato, volvió a hablar—. A veces me resulta difícil, Hombre Gris. Poco hay que permanezca oculto para mí. Cuando trato a alguien por primera vez, lo veo todo. Su vida, sus recuerdos, sus angustias y sus dolores; todo se expone ante mí. Intento cerrarme a los miles de imágenes y emociones, pero me resulta doloroso y agotador. De modo que finalmente lo absorbo todo. Es por ello por lo que evito a las multitudes; estar rodeada de muchas personas es como caer bajo una avalancha de emociones rugientes. Así pues, dejadme decir de nuevo que lamento haberos ofendido. Siempre habéis sido amable conmigo y con mis seguidores.
Waylander extendió las manos.
—Está olvidado —respondió.
—Es muy generoso por vuestra parte.
—Y ¿cuál es el asunto del que queríais hablarme?
La mujer apartó la mirada.
—Es algo que no me resulta fácil —dijo—, porque necesito que me perdonéis por segunda vez.
—Acabo de decir que…
—No. No se trata de mis palabras anteriores. Al venir aquí os he expuesto a ciertos peligros. Mis seguidores y yo estamos siendo perseguidos. Es posible, aunque espero que no, que seamos encontrados. Me considero obligada a informaros de ello, y a ofrecerme sinceramente a abandonar este lugar de inmediato, si así lo deseáis.
—¿Habéis quebrantado alguna ley chiatze?
—No; no somos fugitivos. Somos buscadores de conocimientos.
—Entonces, ¿quién os persigue? Y ¿por qué?
—Tened paciencia conmigo, Hombre Gris, mientras intento explicar por qué no os lo puedo decir. Como ya os he demostrado, conozco vuestros pensamientos y recuerdos. Surgen de vos como los rayos del sol y, al igual que ellos, cubren estas tierras. Cualquier pensamiento humano actúa así; el mundo está inundado por ellos. Más allá de este palacio hay mentes que sintonizan con esos pensamientos, y cierta resonancia los ha llevado hasta mí. Si os dijera los nombres de aquéllos que me persiguen, pasarían a ser parte de vuestros pensamientos. Y el mero hecho de que pensarais en ellos alertaría a quienes me buscan para matarme.
Waylander sonrió.
—Ya que no pretendo comprender los motivos de los magos, será mejor que hablemos de otra cosa —dijo—. ¿Por qué habéis venido aquí?
—En parte, porque estáis aquí —respondió la mujer, sencillamente. Después guardó silencio.
—¿Y la otra parte?
—Eso es más complicado.
Waylander no pudo evitar una carcajada.
—¿Más complicado que unos enemigos mágicos que pueden leer los pensamientos a gran distancia? Hace un día radiante; el viento es fresco y el cielo está azul. Acabo de refrescarme nadando. Tengo la mente despejada. Hablad, Dama.
—Este mundo no es el único, Hombre Gris.
—Lo sé. Existen otras tierras.
—No me refiero a eso. Vivimos en Káidor. Pero existen otros Káidors, un número infinito de ellos. Al igual que existe un infinito número de Drenáis. Muchos tienen historias idénticas; muchos, diferentes. En algunos, Waylander el asesino mató al rey de Drenai y esa tierra fue arrasada por las fuerzas vagrianas. En otros, mató al rey pero vencieron los drenai. Hubo otros en los que no llegó a matar al rey, y no hubo guerra. ¿Me seguís?
El buen humor de Waylander había desaparecido.
—Yo maté al rey. Por dinero. Eso es algo difícil de olvidar. Pero sucedió; no puedo cambiarlo. Nadie puede cambiar eso.
—Sucedió aquí —dijo suavemente la mujer—. Pero existen otros mundos. Un número infinito de ellos. En algún lugar, en este momento, en la inmensidad del espacio, hay otra mujer que habla con un hombre alto. La escena es exactamente igual que ésta, salvo que, quizá, la mujer lleva una túnica azul en vez de dorada. El hombre puede llevar barba, o vestir de modo diferente. Pero ella sigue siendo yo, y él sigue siendo vos.
Y la tierra en la que hablan se llama Káidor.
Waylander inspiró profundamente.
—Él no es yo. Yo soy yo.
—Estoy segura de que él está diciendo exactamente eso.
—Y tiene razón —contestó Waylander—. Y puede que esté a punto de preguntar adonde lleva esta conversación. ¿Qué importa si existen dos Waylanders, o doscientos, si nunca se conocerán?
—Ésa es una buena pregunta. Yo he visto algunos de esos mundos. En la mayoría de ellos, no importa cuáles sean las consecuencias, el hombre conocido como Waylander tiene un papel que desempeñar.
—No en este mundo, Dama. Ya no.
—Eso ya se verá. ¿Deseáis que nos marchemos?
—Pensaré en ello —contestó, mientras se ponía en pie.
—Muy amable por vuestra parte. Ah, hay otra pequeña cuestión… —¿Sí?
—¿No le preguntasteis a Kiva cómo cazó las palomas torcaces que os cocinó?
—No —respondió, con una sonrisa irónica—. Tenía otras cosas en la cabeza.
—Por supuesto. Usó vuestra ballesta. Falló el primer tiro, pero acertó los tres siguientes. El último de ellos, al vuelo.
—Impresionante.
—He pensado que os interesaría.
Waylander se detuvo antes de abandonar la estancia.
—En todos vuestros estudios, ¿habéis encontrado alguna vez algo referente a las minas del oeste?
—¿Por qué lo preguntáis?
—Estuve en ellas ayer. Y… no me gustó la sensación que tuve en ese lugar. He pasado por allí en muchas ocasiones, pero esta vez había algo diferente.
—¿Sentisteis peligro?
—Sentí miedo —dijo, y sonrió—. Y lo único que vi fue una niebla.
—Sé que las minas tienen varios siglos de antigüedad —dijo la mujer—. Quizá sentisteis el espíritu de alguien muerto hace mucho. Pero estad seguro de que si hallo algo interesante os lo haré saber, Hombre Gris.
—Probablemente no será nada. Pero hacía demasiado calor para que hubiera niebla, y parecía moverse en contra de la brisa. Si la muchacha no hubiera estado conmigo, habría investigado el fenómeno. No me gustan los misterios.
Tras decir aquello, Waylander dio media vuelta y se marchó.
Cuando el Hombre Gris salió de la biblioteca, una pequeña puerta se abrió y un hombre delgado, de hombros encorvados, entró por ella y se acercó a la sacerdotisa. Llevaba la cabeza afeitada, al igual que ella, y vestía una túnica de lana blanca que le caía hasta los tobillos. También llevaba unos guantes blancos, a juego con la túnica, y unas botas de fino cuero gris. Sus ojos castaños dirigieron una mirada nerviosa hacia la puerta de salida.
—No me gusta ese hombre —dijo—. Es un salvaje como los demás.
—Te equivocas, Prial —respondió la sacerdotisa—. Se parece en algunas cosas, pero carece de crueldad.
—Es un asesino.
—Cierto; es un asesino —aceptó ella—. Y se ha dado cuenta de que estabas detrás de la puerta.
—¿Cómo ha podido notarlo? Apenas me he permitido ni respirar.
—Lo ha notado. Tiene un talento inconsciente para estas cosas. Creo que gracias a ello ha sobrevivido tanto tiempo.
—Y aun así, ¿no supo que uno de los atacantes estaba escondido en un árbol, encima de él?
La sacerdotisa sonrió.
—No; no lo supo. Pero había armado la ballesta minutos antes, y ya la tenía preparada cuando el hombre saltó. Como te he dicho, es un talento inconsciente.
—Durante un momento he pensado que ibais a decírselo todo —dijo Prial.
La sacerdotisa negó con la cabeza.
—Aún espero que no sea necesario. Quizá no nos encuentren antes de que realicemos nuestra misión.
—¿Eso creéis?
—Eso es lo que deseo creer.
—Lo mismo que yo, mi señora. Pero queda poco tiempo, y aún no hemos encontrado la forma. Habré consultado unos doscientos libros, y Menias y Corvidal han hecho otro tanto; pero aún queda más de un millar por estudiar. ¿Habéis pensado que esta gente ha podido olvidar desde hace mucho tiempo la verdad sobre Kuan Hador?
—No es posible que se haya olvidado todo —respondió Ustarte—. Incluso el nombre sigue siendo similar. Hemos encontrado referencias a demonios y monstruos, y a héroes que los combatieron. Fragmentos, sobre todo, pero en algún lugar ha de haber una pista.
—¿Cuándo comenzará a abrirse la puerta?
—Será cuestión de días, más que de semanas. Pero las criaturas de niebla ya están aquí. El Hombre Gris ha sentido su malignidad.
—Y ahora comenzarán las muertes —dijo Prial, con tristeza.
—Así es —aceptó—. Pero hemos de continuar la búsqueda con esperanza en nuestros corazones.
—Estoy perdiendo la esperanza muy deprisa, Ustarte. ¿Cuántos mundos veremos caer antes de reconocer que somos demasiado débiles para salvarlos?
La sacerdotisa suspiró y se puso en pie. La pesada seda de sus ropajes emitía un sonido susurrante mientras ella se movía.
—Este mundo derrotó a los enemigos hace tres siglos. Los obligó a retirarse tras el portal. A pesar del poder de su brujería, y de los aliados que los acompañaban, tuvieron que retroceder. Ni siquiera los kriaz nor pudieron salvarlos.
—Hace cinco años que buscamos, y no hemos encontrado nada. —Prial no miró a los ojos de la sacerdotisa—. Ahora tenemos unos pocos días, como mucho. Luego, enviarán al ipsissimus, y él percibirá nuestra presencia.
—Ya está aquí —dijo la mujer en voz baja. Prial se estremeció.
—¿Lo habéis visto?
—Hay un hechizo de sombra a su alrededor. No puedo verlo. Pero puedo sentir su poder. Está cerca.
—Entonces hemos de huir mientras aún tengamos la posibilidad.
—Aún no sabe que estamos aquí, Prial. Todavía conservo algo de poder. Sé cómo esconder nuestra presencia.
Prial se adelantó, tomó la mano enguantada de la sacerdotisa y acercó los labios.
—Lo sé, mi señora. Pero no podéis enfrentaros a un ipsissimus. Si aún no ha dado con nosotros es porque todavía no nos busca. Cuando nos encuentre, nos matará.
Prial comenzó a temblar, y ella sintió cómo los dedos enguantados del hombre apretaban su mano con más fuerza. Lo observó con atención y vio cómo inspiraba profundamente.
—Estoy tranquilo —dijo el hombre—. De verdad.
Luego, se alejó de ella, avergonzado por su exhibición de debilidad.
—Estas ropas me irritan —se quejó.
Prial se abrió la túnica y la echó hacia atrás, descubriendo los hombros. Ustarte se le acercó y le pasó los dedos por el espeso pelaje gris que le cubría la espalda. Él cerró los ojos y gruñó agradecido, mientras su terror se disipaba.
Pero volvería. Ella lo sabía.
Kiva estaba nerviosa, y algo más que irritada, mientras recorría los extraños edificios que había hecho construir el Hombre Gris. A pesar de las indicaciones de Norda se había perdido ya en dos ocasiones en el laberinto de pasillos y escaleras, y había salido a un nivel inferior sólo para descubrir que el edificio que buscaba se encontraba una planta más arriba y hacia la derecha. Subió por una serie de escalones de piedra, atajando por un jardín, y llegó por fin a la entrada. Se detuvo durante un momento, sorprendida por lo que veía. La morada del Hombre Gris estaba construida en el acantilado, y la fachada de piedra se había labrado de forma que se confundía con la roca natural que había a su alrededor. Aquello la hacía prácticamente invisible desde el lado del palacio que daba a la bahía. El aspecto era austero y poco atractivo; no parecía en absoluto el hogar de un hombre rico.
La incomodidad de Kiva creció. Le había dicho al Hombre Gris que no sería su querida, pero ahora, un día después, él la había llamado a sus aposentos. Su irritación se apagó al tiempo que crecía en ella una sensación de abatimiento. Durante cierto tiempo, aquel día, se había permitido creer que podría ser feliz allí. Norda le había caído bien, y las otras jóvenes del grupo la habían tratado amistosamente. Todas hablaban bien del viejo Omri, y el ambiente general era de buen humor.
—Oh. Bien. Mejor quitárselo de encima —dijo para sí. Se adelantó y llamó a la puerta.
El Hombre Gris abrió. Estaba vestido igual que cuando lo había visto por primera vez: calzas oscuras, botas de montar y un jubón de piel fina. No llevaba anillos ni cadenas de oro, y las ropas carecían de broches y bordados. Le hizo una seña para que entrase, se echó a un lado y caminó hacia la estancia principal. Se trataba de una sala rectangular con dos sillones y una vieja alfombra. No había estanterías ni armarios, y la chimenea carecía de adornos; sólo había al lado una pila de leña y un atizador ennegrecido. El Hombre Gris cruzó la sala y desapareció por una puerta situada en el otro extremo. Kiva lo siguió, esperando ver un dormitorio. Su irritación creció de nuevo.
Al cruzar la puerta se detuvo, sorprendida. No era un dormitorio. A la izquierda, una pared de treinta pies, cubierta con paneles de madera, exhibía numerosas armas. Arcos; ballestas; flechas de guerra chiatze; espadas; cuchillos de todo tipo, algunos cortos, otros largos y otros de doble filo. En la pared derecha, seis lámparas lanzaban sombras oscilantes sobre varios bastidores de madera que contenían extraños equipos. Había una serie de dianas colocadas en distintos puntos de la sala: unas redondas, otras hechas a base de paja y cubiertas de ropas viejas que les daban aspecto de figuras humanas.
El Hombre Gris se dirigió a una mesa de trabajo, de la cual tomó su ballesta. La cargó con dos flechas y la llevó hasta donde esperaba Kiva. Entonces señaló una diana redonda situada a unos veinte pies.
—Dispara dos flechas al centro —dijo.
Kiva levantó el brazo, sujetó la empuñadura y colocó los dedos en los dos gatillos de bronce. Tal como había descubierto cuando había disparado a las palomas torcaces, la parte delantera del anua era pesada, y al apretar los gatillos, la ballesta se desviaba ligeramente hacia abajo. Teniéndolo en cuenta, disparó las dos flechas. Ambas cruzaron la sala y se clavaron en el pequeño círculo rojo del centro de la diana.
El Hombre Gris no dijo nada. Tomó el arma, caminó hasta la diana y recuperó las flechas. Dejó la ballesta en la mesa y cogió dos puñales arrojadizos. Éstos tenían hojas romboidales de unas cuatro pulgadas de largo. Carecían de empuñadura, pero se habían tallado muescas en el metal para facilitar el agarre.
—Cógelo con cuidado —le dijo a Kiva, mientras le alcanzaba uno de los puñales—. Está muy afilado.
Kiva sostuvo el puñal cautelosamente. Era más pesado de lo que aparentaba.
—No es sólo una cuestión de dirección y velocidad —siguió hablando Waylander—. También cuenta el giro. La hoja ha de alcanzar el blanco con la punta por delante.
Señaló a uno de los muñecos de paja.
—Dale a ése.
—¿Dónde?
—En el cuello.
Kiva alzó la mano y sacudió el brazo hacia delante. El puñal golpeó al muñeco en la zona del cuello con la parte de la empuñadura, rebotó y cayó al suelo.
—Ya veo a qué te refieres —dijo—. ¿Puedo probar otra vez?
Waylander le alcanzó el segundo puñal. En aquella ocasión, la hoja se clavó profundamente en la barbilla del hombre de paja.
—¡Por los pelos! —exclamó Kiva.
—No está mal. Tienes buena puntería y una coordinación excelente. Eso es raro.
—¿En una mujer, quieres decir?
—En cualquiera —respondió él.
Fue hasta el blanco de paja y sacó el puñal, recogió el otro del suelo y volvió al lado de la joven.
—Ponte de espaldas a la diana —dijo. Kiva lo hizo. El Hombre Gris le alcanzó uno de los cuchillos y siguió instruyendo—. Cuando te lo diga, gira y lanza. Apunta al pecho.
Dio un paso atrás y ordenó.
—¡Ahora!
Kiva se giró y la hoja atravesó el aire, rebotó en el hombro del muñeco y golpeó la pared del fondo, haciendo saltar chispas de la piedra.
—Otra vez —dijo el Hombre Gris, pasándole el segundo puñal.
En aquella ocasión, el puñal se clavó. Otra vez en el hombro, pero no muy lejos del pecho.
—¿Por qué hacemos esto? —preguntó Kiva.
—Porque podemos —respondió el Hombre Gris, sonriente—. Tienes talento para esto. Con un poco de entrenamiento, llegarás a ser excepcional.
—Si deseara pasarme la vida lanzando cuchillos —replicó la joven.
—Me dijiste que no tenías ningún oficio, pero que estabas dispuesta a aprender. Los tiradores hábiles pueden ganarse bien la vida en las ferias y fiestas. Ni un hombre entre cien podría haber cazado tres palomas torcaces con cuatro tiros, usando un arma con la que no estuviera familiarizado. Ni uno entre mil podría haberlo conseguido sin un mínimo de entrenamiento. Por decirlo brevemente, tú, igual que yo, tienes una capacidad natural. El cuerpo y la mente funcionan en armonía. El cálculo de la distancia, el equilibrio del peso, la potencia al lanzar… Todo requiere una atención precisa. A algunos les lleva una vida conseguirlo. Otros lo dominan en un momento.
—Pero he fallado el pecho del muñeco. Dos veces.
—Inténtalo de nuevo.
Kiva lo hizo. El puñal se clavó en la diana.
—Justo atravesando el corazón —dijo Waylander—. Confía en mí. Con un poco de entrenamiento puedes ser la mejor.
—No estoy segura de querer ser hábil con las armas —fue la respuesta de Kiva—. Me asquean los guerreros; su jactancia, su arrogancia y su crueldad.
El Hombre Gris desclavó los puñales del blanco, fue hasta la mesa y los limpió cuidadosamente. Después los enfundó en sendas vainas de cuero negro, y se dirigió a Kiva de nuevo.
—Yo fui labrador, hace mucho tiempo. Vivía con una mujer a la que adoraba. Teníamos tres hijos: un niño de siete años y dos niñas. Un día, mientras yo estaba de caza, un grupo de hombres llegó hasta la granja. Diecinueve hombres; mercenarios que buscaban algo que hacer entre guerra y guerra.
Waylander guardó silencio durante un rato. Después prosiguió.
—Pocas veces hablo de esto, Kiva, pero hoy lo tengo fresco en la mente —inspiró profundamente—. Esos hombres ataron a mi Tanya a una cama y después, bastante tiempo después, la mataron. También mataron a los niños. Después se fueron.
»Cuando me marché, esa mañana, oía las risas en el aire. Mi mujer y mi hijo estaban jugando en el prado; las niñas dormían en sus cunas. Cuando volví, todo era silencio y había sangre en las paredes. Yo también desprecio a los guerreros y su crueldad.
El rostro del Hombre Gris estaba terriblemente tranquilo y no daba señales de las espantosas emociones que Kiva adivinaba rugiendo bajo la superficie.
—Y por eso te convertiste en cazador de hombres —dijo, finalmente.
El Hombre Gris no hizo caso de la pregunta.
—Lo que intento decirte es que siempre habrá hombres malvados, al igual que siempre habrá hombres amables y compasivos. No deberías tener eso en cuenta al decidir si desarrollas tu talento. El mundo es un lugar violento y salvaje. Pero podría ser mucho peor si sólo los malvados se dedicaran a practicar el uso de las armas.
—¿Tu esposa era hábil con las armas?
—No. Y antes de que lo preguntes, no habría supuesto diferencia alguna el que hubiera sido la mejor arquera de la comarca. Diecinueve asesinos la habrían superado, y el resultado habría sido el mismo.
—¿Fuiste tras ellos, Hombre Gris?
—Sí. Me llevó muchos años, y en ese tiempo algunos de ellos cometieron más crímenes. Otros se casaron, se asentaron y formaron sus propias familias. Pero los encontré a todos.
La sala quedó súbitamente en silencio. Kiva contempló al Hombre Gris. Su mirada parecía muy lejana, y en su rostro había una expresión de tristeza infinita. En aquel momento, Kiva comprendió el motivo por el que vivía en un hogar lúgubre y sombrío, apartado del reluciente mármol blanco del palacio. El Hombre Gris no tenía hogar, pues el lugar donde estaba su corazón había sido destruido mucho tiempo atrás.
Kiva miró los blancos de paja y las armas alineadas en las paredes. Al volverse tropezó con la mirada del hombre.
—No deseo aprender estas habilidades —le dijo—. Lamento decepcionarte.
—Hace mucho tiempo que la gente dejó de decepcionarme, Kiva Taliana —contestó, con una amarga sonrisa—. Pero déjame que te pregunte una cosa. ¿Cómo te sentiste cuando mataste al capitán de los saqueadores?
—No quiero hablar de ello.
—Te comprendo.
—¿Sí? Has sido un asesino durante tanto tiempo que no estoy segura de que me comprendas de verdad.
Kiva enrojeció al darse cuenta, de repente, de lo que acababa de decir.
—Siento que pueda sonar irrespetuosa, Hombre Gris. No lo pretendía. Me salvaste la vida y ésa es una deuda que tendré siempre contigo. Lo que quiero decir es que no deseo volver a experimentar la sensación que tuve cuando maté a Camran. Lo que hice fue innecesario; ya estaba muriéndose. Me limité a infligir un poco más de dolor. De haber tenido tiempo para pensarlo, simplemente me habría alejado de él. Lo que me hace daño y me enfurece es que, durante unos instantes, permití que me contagiara la inmundicia de su maldad. Me convertí en él. ¿Lo entiendes?
La sonrisa del Hombre Gris fue triste.
—Yo aprendí eso mucho antes de que hubieses nacido, Kiva, y respeto tu opinión. Ahora, será mejor que vuelvas a tus quehaceres.
Yu Yu Liang no se sentía feliz. A poca distancia, la docena de supervivientes seguía discutiendo acaloradamente, y Yu Yu se esforzaba por enterarse de lo que decían. Aún no comprendía demasiado bien la lengua de los ojos redondos, y muchas de las frases se le escapaban antes de que sus oídos las captasen por completo y su cerebro las interpretase. Se concentró intensamente, ya que sabía que más tarde o más temprano un dedo acusador se levantaría y apuntaría hacia él.
Sentado en una piedra, con una espada robada en el regazo, el hombre que en otro tiempo había sido picapedrero hacía lo que podía para parecer silenciosamente feroz, como el guerrero que simulaba ser. Yu Yu llevaba apenas tres días con aquel grupo. En aquel tiempo había oído incontables promesas de boca de Rukar, el cabecilla, ahora cadáver, que hablaba sobre la vida de los salteadores y las riquezas que obtendrían a costa de los mercaderes. Sin embargo, Rukar había sido partido por la mitad por aquel rainí, y Yu Yu había corrido más que nunca en sus veintitrés años de vida para huir de las espadas del grupo de jinetes a la carga.
Si era sincero, sentía una punzada de orgullo ante el hecho de que hubiera sido un chiatze quien había ahuyentado a los bandidos; un auténtico rainí. No un farsante con una espada robada. Yu Yu se estremeció. Hacían falta seis años de entrenamiento antes de que un rainí pudiera empuñar una espada templada en sangre, y cinco años más de estudios antes de que se le permitiera combatir. Pero sólo los que alcanzaban la máxima habilidad estaban autorizados a llevar los ropajes grises y el fajín negro que vestía el hombre que había matado a Rukar. Tan pronto como Yu Yu lo vio, comenzó a desplazarse sigilosamente hacia la retaguardia del grupo, y fue el primero en salir corriendo cuando los jinetes se lanzaron al ataque.
Lo cierto era que Rukar era hombre muerto desde el instante en que el rainí había caminado hacia él.
—Un pequeño espadachín —dijo alguien— y todos corristeis como conejos asustados.
Yu Yu entendió la palabra «conejos», y comprendió que llegaba el momento de la verdad.
—No me di cuenta de que tú te quedaste a hacerle frente —contestó otro hombre.
—El jaleo se me llevó por delante —replicó el primero—. Era como estar en mitad de una estampida. Si no hubiera corrido, me habríais pisoteado hasta matarme.
—Yo creía que teníamos a nuestro propio rainí chiatze —dijo una tercera voz—. Por los huevos de Shemak, ¿dónde estaba cuando nos hacía falta?
«Ya viene», pensó miserablemente Yu Yu. Giró su rostro barbado hacia la docena de hombres y frunció el ceño.
—Bueno; pasó corriendo a mi lado como si tuviera los calzones en llamas —comentó alguien. Una oleada de risas salió del grupo.
Yu Yu se puso en pie lentamente. Su espada lanzó destellos mientras él giraba a izquierda y derecha en lo que era, esperaba, un gesto amenazador. Clavó la espada en el suelo, en un gesto teatral, y se irguió por completo.
—¿Alguien piensa que tengo miedo?
Hizo la pregunta en voz baja. Después, señaló repentinamente con el índice al hombre que estaba más cerca, que resbaló hacia atrás sorprendido por lo súbito del gesto, y bramó.
—¿Tú, acaso? —giró y señaló a otro—. ¿O tú?
Nadie habló. Yu Yu respiró hondo, sintiéndose repentinamente relajado.
—¡Yo soy Yu Yu Liang! —bramó—. ¡Temido desde el río Rojo hasta las orillas del mar de Jian! ¡Os voy a matar a todos!
Vio cómo mudaban los rostros de la sorpresa al temor. Era muy satisfactorio. Uno de los hombres se levantó y salió corriendo hacia el sur. Inmediatamente, otros lo siguieron, dejando tras ellos sus escasas posesiones. Yu Yu se echó a reír y sacudió los brazos.
—¡Conejos! —les gritó, mientras se alejaban.
Creyó que los hombres se detendrían tras alejarse un poco, pero siguieron corriendo. Pensó, extrañado, que no podía haberlos aterrorizado tanto. «Habrá sido el reflejo del fuego en los músculos de mis brazos y hombros», aventuró, bajando la vista y apretando los puños. Diez años de manejar el pico le habían esculpido un torso robusto. «Esta vida de guerrero no es tan dura, la verdad. Faroles y bravatas pueden lograr maravillas».
Pero, aun así, la reacción había sido desmedida. Miró a lo lejos, buscando señales del regreso de los bandidos.
—¡Soy Yu Yu Liang! —gritó de nuevo, con voz ronca.
Se echó a reír y se volvió para recoger su espada.
De pie ante el fuego, silencioso, estaba el pequeño espadachín de vestiduras grises.
Yu Yu creyó que se le paraba el corazón. Dio un paso hacia atrás, y su talón pisó la hoguera. Lanzó un juramento y cayó hacia delante. Buscó a tientas la espada, la desclavó de un tirón al encontrarla y la enarboló furiosamente, lanzando un grito de guerra. Habría resultado impresionante de no habérsele estrangulado la voz.
El rainí permanecía inmóvil, observándolo. Ni siquiera había desenvainado su espada. Yu Yu, sosteniendo aún la espada frente a sí, lo contempló con más atención.
—Soy Yu Yu Liang… —comenzó a decir, ahora en chiatze.
—Sí. Lo he oído —dijo el espadachín—. ¿Eres zurdo?
—¿Zurdo? —repitió Yu Yu, confuso—. No.
—Entonces estás sosteniendo mal la espada —comentó el rainí.
Pasó al lado de Yu Yu y miró con atención hacia el sur.
—¿Vas a luchar conmigo? —preguntó Yu Yu.
—¿Lo deseas?
—¿No has venido aquí para eso?
—No. He venido a averiguar si los bandidos estaban planeando otro ataque. Es evidente que no. ¿Dónde encontraste esa espada?
—Ha pertenecido a mi familia durante generaciones —dijo Yu Yu.
—¿Puedo verla?
Yu Yu estuvo a punto de dársela. De repente dio un salto hacia atrás y volvió a agitar la espada.
—¡Intentabas engañarme! —gritó—. ¡Muy astuto!
El rainí negó con la cabeza.
—No pretendía engañarte —dijo en voz baja—. Hasta la vista —se despidió, y comenzó a alejarse.
—¡Espera!
El rainí se detuvo y miró hacia atrás. Yu Yu siguió hablando.
—La encontré tras una batalla y me quedé con ella. A su propietario no pareció importarle; la mayor parte de su cabeza había desaparecido.
—Estás muy lejos de casa, Yu Yu Liang. ¿Tu meta era ser un bandido?
—No. Quiero ser un héroe. Un gran luchador. Quiero caminar por las calles y que la gente me señale y diga: «Por ahí va…».
—Sí, sí. Yu Yu Liang. Bueno; todos los viajes comienzan con un simple paso, y al menos ya has aprendido a jactarte. Pero ahora te sugiero que vengas conmigo.
Dicho aquello, echó a andar de nuevo. Yu Yu enfundó la espada y se la colgó del hombro. A continuación, cogió el macuto que contenía sus magras pertenencias y corrió para alcanzar al rainí.
Durante un rato, el hombre no habló. Yu Yu caminaba a su lado. Tras una hora de marcha el rainí se detuvo.
—Tras esos árboles está el campamento de mi señor, el comerciante Matze Chai.
Yu Yu asintió y esperó. El rainí siguió hablando.
—Si alguien te reconoce, ¿qué quieres que digamos?
Yu Yu lo pensó durante unos instantes.
—Que soy tu discípulo y que vas a enseñarme a ser un gran héroe.
—¿Eres idiota?
—No; soy picapedrero.
El rainí lo miró y suspiró.
—¿Por qué viniste a estas tierras?
—No estoy seguro. Estaba mirando hacia el oeste cuando encontré la espada, y decidí dar la vuelta hacia el nordeste.
Yu Yu se sintió incómodo bajo la mirada escrutadora del hombre, y el silencio creció. Finalmente dijo:
—Bueno. ¿Qué piensas?
—Hablaremos por la mañana —dijo Kaisumu—. Hay mucho en qué pensar.
—Entonces, ¿soy tu discípulo?
—No eres mi discípulo. Si alguien te reconoce, dirás la verdad. Dirás que no eres un bandido y que simplemente viajabas con ellos.
—¿Por qué viajaba con ellos?
—¿Qué?
—Si me preguntan…
El rainí inspiró profundamente.
—Háblales de tu deseo de ser famoso —dijo, y echó a andar hacia las hogueras.