Cabalgaron un rato en silencio, y Kiva observó la adusta expresión del rostro del Hombre Gris. Se daba cuenta de que estaba enojado pero, incluso así, marchaba atento al terreno circundante, siempre alerta y precavido. Las nubes oscurecieron el sol y comenzó a caer una lluvia fina. Kiva se subió la capucha y se ajustó la capa nueva.
La lluvia cesó tan repentinamente como había comenzado, y un rayo de sol atravesó como una lanza un hueco entre las nubes. El Hombre Gris desvió su montura hacia una pequeña elevación y se detuvo en lo alto. Kiva cabalgó hasta su lado.
—¿Cómo están tus heridas? —le preguntó.
—Casi curadas.
—¿En tan poco tiempo? No creo.
Él se encogió de hombros y, satisfecho al comprobar que no había peligro a la vista, hizo que el caballo siguiese el camino.
Durante toda la tarde marcharon a un ritmo constante, y acabaron por entrar de nuevo en el bosque. Una hora antes del anochecer, el Hombre Gris dio con un lugar adecuado para acampar, a orillas de un arroyo, y allí encendió una hoguera.
—¿Estás enfadado con los del pueblo por haberte mentido? —preguntó Kiva.
Las llamas crecían sobre las ramas secas. Waylander miró a Kiva.
—No. Estoy enfadado por su estupidez. ¿Has escuchado nuestra conversación?
Ella asintió. La expresión del rostro del Hombre Gris se suavizó ligeramente.
—Eres una chica astuta, Kiva. Me recuerdas a mi hija.
—¿Vive contigo?
—No. Está muy lejos, en otro país. Hace años que no la veo. Ahora está casada con un viejo amigo mío y tienen dos hijos; es lo último que supe de ella.
—Tienes nietos.
—En cierto modo. Es mi hija adoptiva.
—¿Tienes hijos propios?
Waylander guardó silencio durante unos instantes. A la luz de las llamas, Kiva pudo ver una expresión de tristeza en la mirada del hombre.
—Tuve hijos, pero… murieron —respondió—. Veamos qué comida nos ha preparado la esposa de Jonan.
Se puso en pie lentamente y se dirigió adonde estaban las alforjas. Regresó con un trozo de jamón y unas rebanadas de pan. Comieron en silencio. Kiva reunió más leña y alimentó la hoguera. Las nubes habían cubierto el cielo otra vez, pero la noche no era demasiado fría.
El Hombre Gris se quitó el jubón.
—Ya va siendo hora de quitar estas suturas.
—Las heridas no pueden estar curadas —lo reconvino Kiva con severidad—. Los puntos deben mantenerse diez días como mínimo. Mi tío…
—Era un hombre sabio —terminó de decir el Hombre Gris—. Pero compruébalo tú misma.
Kiva se le acercó y examinó las heridas. Tenía razón; la piel estaba curada y ya se había formado el tejido cicatricial. Cogió un cuchillo de caza, cortó con cuidado los puntos de sutura y los sacó limpiamente de la piel, uno a uno.
—Nunca había oído hablar de nadie que se curase tan deprisa —le dijo mientras él se vestía de nuevo—. ¿Has hecho magia?
—No. Pero una vez me curó un monstruo. Eso me cambió.
—¿Un monstruo?
Él sonrió.
—Sí. Un monstruo. De siete pies de alto, con un solo ojo en el centro de la frente; un ojo con dos pupilas.
—Me tomas el pelo —le recriminó.
El Hombre Gris negó con la cabeza.
—Te aseguro que no bromeo. Se llamaba Kai y se trataba de un fenómeno de la naturaleza; un hombre bestia. Yo estaba al borde de la muerte y él extendió las manos sobre mí; todas mis heridas se cerraron y me curé en lo que tarda en latir el corazón. Desde entonces, jamás he estado enfermo; ni resfriados en invierno, ni fiebres ni infecciones. Creo que hasta el tiempo pasa más lentamente para mí, porque a mi edad debería estar pasando los días en un cómodo sillón con una manta sobre las piernas. Un buen tipo, ese Kai.
—¿Qué fue de él?
Waylander se encogió de hombros.
—Lo ignoro. Quizá sea feliz en algún lugar. Quizá esté muerto.
—Has tenido una vida interesante —dijo Kiva.
—¿Qué edad tienes? —le preguntó.
—Diecisiete años.
—Secuestrada por salteadores y arrastrada a los bosques. Dentro de algunos años contarás la historia a alguien y te dirá: «Has tenido una vida interesante». ¿Qué le contestarías?
Kiva sonrió.
—Diré que estoy de acuerdo, y me tendrá envidia.
Waylander soltó una carcajada llena de buen humor.
—Me caes bien, Kiva —dijo. Después echó más leña al fuego, se tendió y se cubrió con la manta.
—Tú también me caes bien, Hombre Gris —le contestó.
Él no respondió, y ella se dio cuenta de que se había quedado dormido. Lo miró a la luz de las llamas; era fuerte y tenía el rostro de un guerrero. Aun así, no detectó en él la menor señal de crueldad.
Kiva también se echó a dormir, y se despertó justo cuando amanecía. El Hombre Gris ya se había levantado. Estaba sentado junto al arroyo, lavándose la cara. Después, usando el cuchillo de caza, se afeitó la barba, en parte negra y en parte canosa, que comenzaba a crecerle en el mentón y las mejillas.
—¿Has dormido bien? —preguntó él, cuando regresó hasta la hoguera.
—Sí —contestó—. Sin sueños. Ha sido un descanso estupendo.
El hombre parecía mucho más joven una vez afeitado; aparentaría poco menos de cuarenta años. Kiva se preguntó cuántos tendría en realidad. ¿Cuarenta y cinco? ¿Cincuenta y cinco? Era imposible que fuese mucho mayor.
—Llegaremos a tu poblado a mediodía —dijo.
Kiva se estremeció al recordar a las mujeres asesinadas.
—Ahí no hay nada para mí. Vivía con mi hermano y su esposa; ambos han muerto y la granja está quemada.
—¿Y qué harás?
—Volver a Carlis y buscar trabajo.
—¿Tienes alguna habilidad especial? ¿Algún oficio?
—No, pero puedo aprender.
—Puedo emplearte en mi casa —dijo él.
—No voy a ser tu querida, Hombre Gris.
Waylander sonrió con buen humor.
—¿Te he pedido que seas mi querida?
—No, pero… ¿por qué otro motivo ibas a llevarme a tu palacio?
—¿No tienes mejor opinión de ti misma? —replicó él—. Eres inteligente y valiente. También creo que eres digna de confianza y serás leal. Tengo ciento treinta criados en mi casa, que en ocasiones llegan a atender hasta a cincuenta huéspedes. Y hay que ayudar en las cocinas. Te pagaría dos monedas de plata al mes; tendrías una habitación para ti sola y un día libre a la semana. Piénsalo.
—Acepto.
—Que así sea, pues.
—¿Por qué tienes tantos invitados?
—Mi casa, o mi palacio, como lo llamas, aloja varias bibliotecas, un hospital y un museo. Acuden eruditos de todo Káidor para trabajar allí. Además, en la torre sur tengo un anexo al que acuden médicos y estudiosos para analizar las hierbas medicinales y sus usos; y hay tres salas habilitadas para atender a los enfermos.
Kiva guardó silencio durante un rato; luego levantó la vista.
—Lo siento —dijo.
—No tienes por qué disculparte. Eres una joven atractiva y puedo comprender que temieses por mi parte algún tipo de avance indeseado. No me conoces; ¿por qué habrías de confiar en mí?
—Confío en ti. ¿Puedo hacerte una pregunta?
—Por supuesto.
—Si tienes un palacio, ¿por qué llevas ropas tan viejas? ¿Y por qué cabalgas a solas para proteger las tierras? Piensa en todo lo que podrías perder.
—¿Perder?
—Todas tus riquezas.
—Las riquezas son poca cosa, Kiva; no más que un grano de arena. Parecen mucho a quienes carecen de ellas. Hablabas de mi palacio. No es mío. Lo construí y vivo en él; sí. Pero un día moriré y el palacio tendrá otro dueño. Y después morirá. Y así una y otra vez. Lo único que un hombre posee es su vida. Puede tener cosas en sus manos, durante un tiempo; pero si son de piedra o de metal probablemente lo sobrevivirán y pasarán a ser posesión de otro durante algún tiempo igual de breve. Si se trata de ropas, quizá las sobreviva; si tiene suerte. Mira a tu alrededor, a las colinas y los árboles; según la ley de Káidor, son míos. ¿Crees que a los árboles les importa que me considere su dueño? ¿O a las colinas? Esas mismas colinas ya se calentaban al sol cuando el primero de mis antepasados recorría la tierra. Esas colinas seguirán cubiertas de hierba cuando el último hombre se convierta en polvo.
—Ya veo —dijo Kiva—, pero con todas tus riquezas podrías tener lo que quisieras durante el resto de tu vida. Cualquier placer, cualquier diversión estaría a tu disposición.
—No hay bastante oro en el mundo para comprar lo que quiero.
—¿Y qué es?
—Tener la conciencia tranquila —respondió, dando por zanjada la conversación—. Y ahora, ¿deseas que nos acerquemos por el poblado para que nos encarguemos de enterrar a tu hermano?
—No. No quiero pasar por allí.
—Entonces, apretemos el paso. Habremos llegado a mi casa cuando oscurezca.
Pasaron una colina y emprendieron el lento descenso hacia una amplia llanura. Había ruinas por todas partes, hasta tan lejos como alcanzaba la vista. Kiva tiró de las riendas y contempló el paisaje. En algunos lugares había poco más que piedras blancas; en otros aún podían distinguirse las formas de edificios. Hacia el oeste, junto a un precipicio de granito, se veían los restos de dos altas torres, derruidas por la base y extendidas como si fuesen árboles caídos.
—¿Qué era este lugar? —preguntó.
El Hombre Gris pasó la mirada por las minas.
—Una antigua ciudad llamada Kuan Hador. Nadie sabe quiénes la construyeron ni por qué fue destruida. Su historia se pierde entre las nieblas del tiempo. —Miró a Kiva y sonrió—. Supongo que sus habitantes pensaron en su día que los árboles y las colinas les pertenecían.
Continuaron descendiendo hasta el valle. Kiva percibió una neblina que parecía arrastrarse entre las ruinas, hacia el oeste.
—Hablando de nieblas —dijo, señalándoselo a su acompañante.
Waylander detuvo el caballo y miró hacia el oeste. Kiva lo alcanzó y se puso a su lado.
—¿Por qué cargas la ballesta? —preguntó, mientras las manos del hombre sacaban dos flechas y tensaban las cuerdas del arma negra.
—La costumbre —respondió.
Pero su expresión se tornó adusta y en sus ojos apareció una mirada cautelosa. Hizo avanzar al caballo hacia el sudeste, alejándose de la niebla.
Kiva lo siguió, girándose en la silla para vigilar las ruinas.
—Qué extraño. La niebla ha desaparecido.
El hombre miró hacia atrás. Entonces descargó el arma y guardó de nuevo las flechas en el pequeño carcaj que llevaba al cinto. Se dio cuenta de que ella lo miraba.
—No me gusta este lugar —dijo Kiva—. Tengo la impresión de que es… peligroso.
—Tienes buenos instintos —respondió él.
Matze Chai apartó las cortinillas de seda pintada de su palanquín y miró las montañas sin disimular el resentimiento. La luz del sol se filtraba entre las nubes y resplandecía en las cumbres cubiertas de nieve. El anciano suspiró y dejó caer las cortinas. Cuando lo hizo, sus oscuros ojos almendrados se fijaron en el dorso de su delgada mano, contemplando otra vez las manchas marrones que la edad había esparcido sobre la seca piel.
El comerciante chiatze tomó una caja pequeña de madera tallada y sacó de ella un tubo de loción perfumada. Se la extendió cuidadosamente por las manos, tras lo cual se tendió de nuevo entre los cojines y cerró los ojos.
Matze Chai no odiaba las montañas. Odiar algo equivaldría a dejarse llevar por la pasión; y la pasión, consideraba, era propia de las mentes sin civilizar. Aborrecía lo que representaban las montañas, lo que los filósofos habían bautizado como «los espejos de la mortalidad». Las cumbres eran eternas; nunca cambiaban, y cuando un hombre las contemplaba, exponía a la luz su naturaleza efímera y la debilidad de su carne. Y era débil, pensaba, según veía acercarse su septuagésimo cumpleaños con una mezcla de inquietud y aprensión.
Se inclinó hacia delante y descorrió un panel de la pared, revelando un espejo rectangular. Matze Chai contempló su reflejo. El cabello ralo, aplastado sobre el cráneo y trenzado en la nuca, había sido negro en su juventud; pero ahora, la delgada línea plateada de las raíces significaba que pronto tendría que aplicarse el tinte de nuevo. Su delgado rostro no mostraba muchas arrugas, pero la piel de la garganta estaba caída, y ni siquiera el ancho cuello de su ropaje escarlata y dorado podría seguir disimulándolo mucho tiempo.
El palanquín se inclinó a la derecha cuando uno de los ocho porteadores, agotado tras seis horas de marcha, tropezó con una piedra suelta. Matze Chai se irguió y sacudió una campanilla dorada sujeta a un panel labrado, junto a la ventana. El palanquín se detuvo suavemente y fue bajado hasta el suelo.
Kaisumu, el rainí, abrió la puerta. El menudo guerrero extendió la mano; Matze Chai se apoyó en ella y salió, arrastrando tras sí la larga túnica de bordada seda amarilla. Se volvió para mirar por detrás del palanquín. Los seis soldados de su guardia personal permanecían en silencio sobre sus monturas. Más allá, el segundo equipo de porteadores bajó de uno de los tres carromatos. Vestidos con libreas rojinegras, los ocho hombres se adelantaron para reemplazar al cansado primer equipo, que retrocedió en silencio hasta el carromato.
Otro sirviente corrió hacia el palanquín, portando una copa de plata. Se inclinó ante Matze Chai y le ofreció el vino. El comerciante tomó la copa y bebió de ella.
—¿Cuánto falta? —preguntó al hombre.
—El capitán Liu dice que acamparemos al pie de las montañas, mi señor. El explorador ha encontrado un lugar apropiado; dice que está a una hora de aquí.
Matze Chai tomó otro trago y devolvió al sirviente la copa casi llena. Entró de nuevo en el palanquín y se sentó entre los cojines.
—Uníos a mí, Kaisumu —dijo.
El guerrero asintió. Se sacó la espada envainada del fajín de su larga túnica gris, entró y se sentó frente al comerciante. Los ocho porteadores sujetaron las barras almohadilladas y las elevaron hasta la cintura. A una orden del jefe porteador acabaron de levantarlas y se las apoyaron en los hombros. Dentro del palanquín, Matze Chai dejó escapar un suspiro de satisfacción. Había entrenado bien a los dos equipos, teniendo en cuenta cada detalle. Por regla general, viajar en palanquín no era muy distinto de navegar en un barquito por un mar encrespado. La cabina se balanceaba de un lado a otro y, tras unos minutos, cualquier viajero de constitución delicada comenzaba a sentirse mareado. Aquello no les ocurría a quienes viajaban con Matze Chai. Sus equipos los formaban ocho hombres de igual estatura, que se entrenaban en Namib varias horas al día. Estaban bien pagados y bien alimentados; eran trabajadores jóvenes y robustos, hombres con escasa imaginación pero mucha fuerza.
Matze Chai se recostó en los cojines y miró al hombre delgado de pelo oscuro que estaba sentado frente a él. Kaisumu guardaba silencio, con la espada curvada de tres pies de largo apoyada en el regazo; sus negros ojos le devolvían la mirada. El comerciante había acabado por tomar cariño al pequeño espadachín, ya que raras veces hablaba y de él emanaba una sensación de calma. Nunca daba muestras de nerviosismo.
—¿Cómo es posible que no seáis rico? —preguntó Matze Chai.
—Definid la riqueza —respondió Kaisumu con un rostro, como siempre, carente de expresión.
—La capacidad de adquirir cualquier cosa que se desee, en cualquier momento que se desee.
—Entonces soy rico. Lo único que deseo es algo de comida y agua, todos los días. Y puedo pagar por ello.
Matze Chai sonrió.
—Permitidme que replantee la pregunta. ¿Cómo es posible que vuestras renombradas habilidades no os hayan proporcionado aún cantidades ingentes de oro y riquezas?
—El oro no me interesa.
Matze Chai ya lo sabía. Aquél era el motivo por el que Kaisumu era el rainí más valioso de todo el territorio de Chiatze. Todo el mundo sabía que su espada no podía ser comprada, y que jamás traicionaría al hombre que contratase sus servicios. Era algo desconcertante, también, ya que entre los chiatze la nobleza y la lealtad siempre tenían un precio, y se consideraba perfectamente aceptable que los soldados y guardaespaldas como Kaisumu cambiaran de alianza si se les hacía una oferta mejor. La intriga y la traición eran algo intrínseco al estilo de vida chiatze; entre los políticos de todas las razas, en realidad. Aquello hacía aún más curioso el que Kaisumu fuese apreciado entre los traicioneros nobles a causa de su honradez. Ninguno se reía a sus espaldas ni se burlaba de su «estupidez». A pesar de que su conducta resaltaba, en brillantes colores, la carencia de moral de los demás. «Qué raza más extraña somos», pensó Matze Chai.
Kaisumu había cerrado los ojos y respiraba profundamente. Matze Chai lo observó con atención. Con poco más de cinco pies de altura y los hombros ligeramente curvados, el hombre se asemejaba más a un estudioso o a un sacerdote. La cara alargada y la boca ligeramente curvada hacia abajo le conferían una expresión melancólica. Era un rostro que no se salía de lo normal; ni hermoso ni feo. El único signo distintivo era una pequeña marca de nacimiento de color amoratado que tenía sobre la ceja izquierda.
Kaisumu abrió los ojos y bostezó.
—¿Habéis visitado alguna vez las tierras de Káidor? —preguntó el comerciante.
—No.
—Son gente poco civilizada, y su lenguaje resulta desagradable a los oídos y al cerebro. Es gutural y burdo. Nada musical; en modo alguno. ¿Habláis alguna lengua extranjera?
—Unas pocas —respondió Kaisumu.
—Los habitantes de este lugar son vástagos de dos imperios: Drenai y Angostin. Los dos idiomas tienen la misma base.
Matze Chai apenas había comenzado a esbozar la historia del lugar cuando el palanquín se detuvo bruscamente. Kaisumu abrió la portezuela y saltó ágilmente al exterior. Matze hizo sonar la campanilla y el palanquín fue apoyado sobre las piedras del camino con poca suavidad, cosa que lo irritó. Salió dispuesto a amonestar a los porteadores, pero entonces vio al grupo de hombres armados que bloqueaban el sendero. Los examinó. Se trataba de once guerreros, armados con espadas y lanzas; dos de ellos sostenían arcos.
Matze Chai echó una ojeada a sus seis guardias, que habían adelantado los caballos. Estaban visiblemente nerviosos, lo que aumentó su irritación. Se suponía que eran luchadores. Les pagaba para que fueran luchadores.
Levantándose un poco la túnica amarilla para evitar que arrastrase por la tierra, Matze Chai se dirigió hacia los hombres armados.
—Buenos días tengáis —dijo—. ¿Por qué habéis detenido mi palanquín?
Un hombre barbudo se adelantó. Era alto y de hombros anchos, y empuñaba una gran espada. Dos cuchillos largos y curvados permanecían enfundados, colgando de su cinturón.
—Esta es una senda de peaje, ojos rasgados. Nadie pasa sin pagar.
—¿Y cuál es el precio? —preguntó Matze Chai.
—¿Para un extranjero rico como tú? Veinte monedas de oro.
Hubo movimiento a ambos lados del camino cuando unos doce hombres, o tal vez más, surgieron de detrás de las rocas.
—El peaje resulta excesivo —contestó Matze Chai. Se giró hacia Kaisumu y le habló en chiatze—. ¿Qué opináis? Son ladrones, está claro, y nos superan en número.
—¿Deseáis pagar?
—¿Creéis realmente que se conformarán con veinte monedas de oro?
—No. Cuando accedamos a sus demandas, pedirán más.
—Entonces no quiero pagar.
—Volved a vuestro palanquín —dijo Kaisumu con suavidad—. Yo despejaré el sendero.
Matze Chai se dirigió de nuevo al barbudo cabecilla.
—Os sugiero —dijo— que os apartéis del camino. Este hombre es Kaisumu, el rainí más temido en todo Chiatze. Y en este momento os encontráis a apenas unos instantes de estar muertos.
El hombre se echó a reír.
—Puede que sea quien dices, ojos rasgados. Pero, para mí, no es más que otro enano de color de vómito listo para despachar.
—Me temo que cometéis un error. Pero, al fin y al cabo, todo acto conlleva unas consecuencias, y todo hombre ha de tener el coraje de afrontarlas.
Hizo una brusca reverencia, que para un chiatze habría resultado insultante, y dio la vuelta y caminó lentamente hacia el palanquín. Echó una ojeada a su espalda y vio a Kaisumu caminar hacia el cabecilla de los bandidos. Dos de ellos se separaron del grupo y se situaron al lado del hombre barbudo. Durante un momento, Matze Chai se preguntó si realmente había tomado la decisión más inteligente; Kaisumu parecía muy pequeño e inofensivo al lado del poder bruto que emanaba del ladrón de ojos redondos y sus hombres.
La espada del jefe se elevó. La hoja de Kaisumu relampagueó en el aire.
Un instante después, cuando cuatro de los bandidos estaban muertos y los demás se dispersaban y huían entre las rocas, Kaisumu limpió la espada con un paño y volvió hasta el palanquín. Su respiración seguía siendo tranquila; su expresión, impávida. Parecía, como siempre, sereno y en paz. El corazón de Matze Chai latía salvajemente, pero luchó por mantener la expresión serena. Kaisumu se había movido a una velocidad inhumana, cortando, sajando y dando vueltas como un bailarín en medio del grupo de asaltantes. Mientras tanto, los seis guardias cargaron contra el segundo grupo de bandidos y aquéllos, también, corrieron a ponerse a cubierto. En suma, el resultado había sido satisfactorio, y justificaba el dinero invertido en contratar a los guardias.
—¿Creéis que volverán? —preguntó a Kaisumu.
—Quizá.
Kaisumu se encogió de hombros. Después guardó silencio, esperando nuevas órdenes. Matze Chai llamó a un sirviente y preguntó a Kaisumu si quería tomar con él una copa de vino aguado. El espadachín rehusó. Matze Chai se llevó una copa a los labios con intención de tomar un trago; vació casi la mitad.
—Lo habéis hecho bien, rainí —dijo al fin.
—Deberíamos marcharnos de aquí —fue la respuesta de Kaisumu.
—Completamente de acuerdo.
La cabina del palanquín se le antojó un refugio a Matze Chai cuando se acomodó de nuevo entre los cojines. Sacudió ligeramente la campanilla para indicar a los porteadores que se pusieran en marcha y cerró los ojos. Se sentía a salvo, seguro y casi inmortal. Abrió los ojos y miró por la ventanilla; contempló los últimos rayos del sol poniente, que resplandecían sobre la cima de las montañas. Se irguió ligeramente y cerró las cortinillas; su buen humor se había evaporado.
Acamparon una hora después, y Matze Chai permaneció sentado en el palanquín mientras los sirvientes descargaban de los vagones los enseres necesarios para la noche, montaban su cama chapada en oro y la cubrían con las sábanas de satén y el grueso edredón de plumas. Tras ello, clavaron los postes y montaron la tienda de seda azul y dorada; extendieron en el suelo una lona negra y, sobre ésta, desenrollaron su alfombra de seda favorita. Por último sacaron sus dos sillones preferidos, ambos con incrustaciones de oro y tapizados de terciopelo, y los colocaron a la entrada de la tienda. El campamento estaba casi terminado de montar cuando Matze Chai bajó del palanquín. Sus dieciséis porteadores estaban sentados alrededor de dos hogueras cercanas a un afloramiento rocoso; dos de los seis guardias se habían dispuesto como centinelas y patrullaban el perímetro, y su cocinero se ajetreaba preparando una cena ligera de arroz especiado y pescado seco.
Matze Chai cruzó el campamento hasta la tienda y se hundió, agradecido, en uno de los sillones. Estaba cansado de vivir como un nómada fronterizo a merced de los elementos, y estaba deseando que terminase el viaje. Seis semanas de aquella dura existencia le habían quitado casi toda la energía.
Kaisumu estaba cerca, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, y con un trozo de pergamino sujeto a una tabla apoyado en las rodillas. Dibujaba un árbol con un trozo de carbón vegetal afilado. Matze Chai observó al espadachín. Todos los días, al atardecer, sacaba su carpeta de cuero del carromato de equipajes, cogía un trozo de pergamino limpio y dibujaba durante alrededor de una hora. Matze Chai había notado que normalmente se trataba de árboles o plantas.
Matze Chai tenía gran cantidad de cuadros en su casa, firmados por algunos de los más famosos maestros de Chiatze. Kaisumu tenía talento, si bien no era excepcional. Sus composiciones carecían, en opinión de Matze Chai, de la armonía del vacío. El trabajo de Kaisumu tenía demasiada pasión. El arte debía ser sereno, despojado de emociones humanas. Austero y sencillo, debía evocar un estado de meditación. A pesar de todo, decidió, debería intentar adquirir alguno de los dibujos al final del viaje. No hacerlo sería descortés.
Uno de los sirvientes le llevó una copa de infusión aromática y, como la temperatura estaba bajando, extendió una capa ribeteada de piel sobre las delgadas rodillas de Matze Chai. Dos de los porteadores llevaron un brasero de hierro al interior de la tienda, sujeto con unas pértigas de madera, y lo depositaron en una lámina de peltre dispuesta para evitar que los rescoldos dañasen las caras alfombras.
El incidente con los bandidos había resultado ser una experiencia que le había elevado el espíritu. Mientras que las montañas hablaban en silencio de la naturaleza fugaz del hombre, el peligro súbito había hecho recordar a Matze Chai cuánto disfrutaba de la vida. Le había hecho ser consciente de la dulzura del aire que respiraba y de la sensación de la seda sobre su piel. Incluso la infusión que estaba tomando le resultaba ahora increíblemente exquisita al paladar.
A pesar de las incomodidades del viaje, Matze Chai se vio obligado a reconocer que en aquel momento se sentía mucho mejor de lo que se había sentido en años. Envolviéndose con la capa ribeteada en piel, se recostó y se descubrió pensando en Waylander. Habían pasado seis años desde la última vez que se habían encontrado, allá en Namib. En aquel momento, Matze Chai acababa de regresar de Drenan, donde, siguiendo las instrucciones de Waylander, había comprado una calavera en la Gran Biblioteca. Tras aquello, Waylander había vendido sus posesiones y había viajado hacia el nordeste, en busca de una nueva tierra y una nueva vida.
«Igual que un alma en pena», pensó Matze Chai. Pero, en aquel momento, Waylander era un hombre con una misión que jamás podría completarse; una búsqueda nacida del dolor y la desesperación. Al principio, Matze Chai creía que Waylander pretendía redimirse de sus pecados del pasado. Pero aquello sólo era cierto en parte. No; lo que buscaba el Hombre Gris era un imposible.
Un búho ululó en las cercanías, rompiendo su concentración.
Kaisumu terminó su dibujo y lo guardó en la carpeta de cuero. Matze Chai le indicó con una seña que se sentase en el otro sillón.
—Se me acaba de ocurrir —dijo— que si los otros bandidos no hubieran caído presas del pánico y hubieran echado a correr, quizá podrían haberos superado.
—Estoy de acuerdo.
—O, si mis guardias no hubieran atacado al segundo grupo en aquel instante, podrían haber alcanzado el palanquín y haber acabado conmigo.
—Podría haber ocurrido —convino el espadachín.
—Pero ¿no pensasteis que era una posibilidad?
—No pensé en ello en absoluto —respondió Kaisumu.
Matze Chai reprimió una sonrisa, pero permitió que lo recorriese una sensación de cálida satisfacción. La compañía de Kaisumu le resultaba deliciosa. Era el conversador ideal. No era efusivo ni charlatán, ni hacía preguntas interminables. Era, a decir verdad, la armonía personificada. Ambos permanecieron sentados durante un rato; luego, les llevaron la comida y comieron en silencio.
Al final de la cena, Matze Chai se levantó de su asiento.
—Debo dormir —dijo.
Kaisumu se puso en pie, se colocó la espada envainada en la faja que sujetaba su túnica y se alejó del campamento. El capitán de los guardias, un joven llamado Liu, se acercó a su amo e hizo una profunda reverencia.
—¿Puedo preguntar, mi señor, adonde va el rainí?
—Supongo que busca rastros de los bandidos, por si acaso han pensado en seguimos —le contestó Matze Chai.
—¿Ordeno que lo acompañen algunos de los hombres, mi señor?
—No creo que los necesite.
—Bien, mi señor —dijo Liu. Se inclinó una vez más y comenzó a alejarse.
—Hoy has actuado bien, Liu —dijo Matze Chai—. Se lo comentaré a tu padre cuando regresemos.
—Gracias, mi señor.
—Estabas asustado, creo, ¿no es cierto? Antes de que comenzase la lucha.
—Así es, mi señor. ¿Lo dejé ver?
—Me temo que así fue. Intenta controlar algo mejor tu expresión si vuelve a ocurrir algún incidente parecido.
A primera vista, el palacio del Hombre Gris sorprendió y decepcionó a Kiva. Cuando llegaron ya había oscurecido. Habían cabalgado lentamente por una senda de tierra a través del espeso bosque, y salieron a campo abierto frente a una zona de pastos bien cuidados, atravesada por una ancha avenida empedrada. No había fuentes ni estatuas. Dos alabarderos patrullaban la fachada de un edificio bajo y alargado con aspecto de almacén, de alrededor de doscientos pies de largo. Había pocas ventanas a la vista, y no estaban iluminadas. La única luz que Kiva pudo ver provenía de cuatro grandes fanales de brasas que colgaban en la amplia entrada sostenida por columnas de mármol. Mientras el Hombre Gris encabezaba la marcha hacia el edificio, a Kiva se le pasó por la cabeza que parecía un mausoleo.
Las negras puertas se abrieron y dos jóvenes salieron corriendo a recibirlos. Ambos vestían libreas de color gris. Cansada, Kiva desmontó. Los sirvientes se llevaron los caballos, y el Hombre Gris le hizo una seña, invitándola a seguirlo al interior. Un anciano los estaba esperando; era alto, ligeramente encorvado, con el pelo blanco y el rostro alargado. También vestía de gris, con una túnica de buena lana que le llegaba hasta los tobillos. Lucía en un hombro la imagen de un árbol, bellamente bordada con raso negro. Hizo una reverencia al Hombre Gris.
—Parecéis cansado, mi señor —dijo con voz profunda—. Haré que os preparen un baño caliente.
—Gracias, Omri. Esta joven se unirá al personal. Prepárale una habitación.
—Por supuesto, mi señor.
Sin una palabra de despedida, el Hombre Gris se alejó con paso firme, cruzando el largo vestíbulo cubierto de mármol. No había hablado mucho desde que habían dejado las ruinas, y Kiva llegó a preguntarse si había dicho o hecho algo que lo hubiera podido molestar. Se sintió confusa e insegura y miró a su alrededor, a los tapices de terciopelo, las alfombras ornamentadas y las paredes adornadas con cuadros.
—Sígueme, muchacha —dijo Omri.
—Tengo un nombre —contestó, con una ligera irritación en la voz.
Omri se detuvo, y se volvió lentamente. Kiva esperó una respuesta iracunda, pero el hombre se limitó a sonreír.
—Mis disculpas, joven. Por supuesto que lo tienes. No hagamos un secreto de ello; te ruego que lo compartas conmigo.
—Me llamo Kiva.
—Bien, ha sido un problema fácil de resolver, Kiva. Y ahora, ¿me acompañarás?
—Sí.
—Bien.
El anciano cruzó el vestíbulo y giró a la derecha, hacia un amplio corredor que terminaba en una escalera ancha que descendía hacia las sombras. Kiva se detuvo en lo alto. No le apetecía pasar la noche en aquel edificio bajo y feo, pero ¿bajar a los sótanos? Se preguntó qué tipo de hombre gastaría sus riquezas en construir una morada escarbada bajo tierra.
Omri se encontraba ya algo por delante de ella y Kiva descendió rápidamente por los escalones alfombrados. El edificio tenía un aspecto oscuro y lúgubre; algunas lámparas dispuestas espaciadamente lanzaban sombras siniestras en los muros. Al cabo de unos minutos, Kiva se sintió perdida sin remedio dentro de un laberinto sombrío.
—¿Cómo puedes vivir aquí? —preguntó a Omri. Su voz levantó ecos en el lóbrego pasillo—. Es un lugar atroz.
Omri rió, claramente divertido. Era un sonido agradable y ella sintió que el anciano empezaba a caerle bien.
—Son sorprendentes las cosas a las que podemos acostumbrarnos —contestó.
Cruzaron una serie de puertas antes de que Omri tomase una lámpara del muro y se detuviera ante una puerta estrecha. Levantó un pestillo y entró. Kiva lo siguió. Omri avanzó hasta el centro de la pequeña habitación, tomó una vela de la mesa y la acercó a la llama de la lámpara. Una vez prendida la colocó en un candelabro de bronce con forma de flor. Kiva miró a su alrededor. Había una cama pegada a la pared; un mueble sencillo, sin adornos y de madera de pino. Al lado, una cómoda, sobre la que había otra vela en su candelabro. Unas cortinas pesadas cubrían la pared más alejada.
—Descansa un poco —dijo Omri—. Mañana temprano enviaré a alguien para que te ponga al tanto de tus obligaciones.
—¿Qué es lo que haces aquí? —preguntó Kiva, con la voz atropellada por la angustia que le causaba la idea de quedarse sola allí.
—Soy Omri, el mayordomo. ¿Te encuentras bien? Estás temblando.
Kiva, haciendo un gran esfuerzo, logró sonreír.
—Estoy bien. De verdad.
Omri se detuvo y se pasó la mano por el pelo canoso.
—Sé que él persiguió y mató a los hombres que atacaron tu poblado; y que tú fuiste capturada y te trataron… mal. Pero ésta es una buena casa, Kiva. Aquí estás a salvo.
—¿Cómo puedes saber todo lo que ha pasado?
—Entre nuestros invitados hay una sacerdotisa chiatze. Puede ver a gran distancia.
—¿Practica la magia?
—No sé si es magia. No preparó hechizo alguno; simplemente, cerró los ojos. Pero reconozco que es algo que supera mi comprensión. Ahora será mejor que descanses.
Kiva oyó el eco de los pasos que se alejaban por el pasillo. Quizá estuviera a salvo, ciertamente, pero no tenía intención de permanecer en aquel lugar ni un segundo más de lo necesario. Nunca había tenido miedo de la oscuridad, pero allí, en aquel palacio subterráneo, se descubrió contemplando la vela y lastimeramente agradecida por la lucecita temblorosa.
Se hallaba agotada tras cabalgar todo el día. Se quitó la capa y la colgó del respaldo de una silla; después se desvistió. La cama era cómoda; el colchón, firme. Las sábanas estaban limpias y la almohada era blanda y mullida. Kiva cerró los ojos y se sumió en un sueño agitado. Vio de nuevo al Hombre Gris saliendo del bosque para enfrentarse a sus captores; pero en aquella ocasión, cuando acudió al rescate, su rostro carecía por completo de color. La tomó por el brazo, la arrastró hasta un gran agujero abierto en el suelo y la arrojó a su interior. Kiva gritó y se despertó, con el corazón desbocado. La vela se había agotado, dejando la habitación en la más completa oscuridad. Se levantó de la cama y se abrió paso a tientas hasta la puerta. La abrió y vio a lo lejos, en el pasillo, una lámpara todavía encendida. Cogió la vela que había sobre el armario y la encendió en la lámpara. Entonces regresó a su cuarto, reprochándose el miedo que sentía.
—En la vida —le había dicho su tío en cierta ocasión— hay dos tipos de personas: las que huyen de lo que las asusta y las que lo afrontan. El miedo es un cobarde. Si das la vuelta y huyes, se convierte en un bravucón terrible que te golpeará hasta arrastrarte por el suelo. Pero si te enfrentas a él, se encogerá y no será más que un insecto que zumba en el aire.
Armándose de valor, apagó la vela, se metió en la cama y se cubrió con las mantas. «No voy a rendirme al miedo a la oscuridad —se dijo—. No me asustaré, tío».
Cuando volvió a dormirse su sueño fue tranquilo y, al despertar, observó que una débil luz se esparcía por la habitación. Se sentó y se dio cuenta de que la luz llegaba desde una rendija, entre las cortinas de la pared del fondo. Se levantó de la cama, cruzó la habitación y descorrió las cortinas. La luz del sol la rodeó y se dio cuenta de que estaba contemplando la esplendorosamente azul bahía de Carlis, con los reflejos del sol naciente centelleando en las olas. Ante ella, las gaviotas descendían y nadaban. Asombrada, Kiva abrió las puertas de cristal enmarcadas en madera y salió a un pequeño balcón. Alrededor de ella, a diferentes niveles, había balcones similares; unos más grandes, otros más pequeños, pero todos con vistas a la belleza de la bahía.
No estaba bajo tierra en modo alguno. El palacio de mármol blanco del Hombre Gris estaba construido en la ladera de un acantilado, y ella había entrado por la parte alta, desde donde no había sido capaz de apreciar su magnificencia.
Kiva miró hacia abajo. Más allá de su balcón se extendían jardines en terrazas, y senderos y escaleras que llevaban hasta la playa lejana, donde un muelle de madera se adentraba en el mar. Tenía amarrada una docena de barcas de pesca con las velas arriadas. Volvió la mirada al palacio y alcanzó a ver sendas torres levantadas al norte y al sur; dos grandes edificaciones, cada una con sus propias terrazas.
Por todas partes había jardineros trabajando en los numerosos parterres; algunos retiraban las plantas muertas; otros barrían las hojas caídas de los senderos y las metían en costales que llevaban a la espalda. Algunos más plantaban flores nuevas o podaban los rosales.
Kiva se hallaba tan absorta ante la belleza de la escena que no oyó la suave llamada a su puerta, ni el sonido del picaporte cuando lo abrieron.
—Creo que deberías entrar y vestirte —dijo una voz.
Kiva se volvió y vio a una joven de pelo rubio trenzado que llevaba un montón de ropas bien dobladas. La muchacha sonrió.
—Los sacerdotes podrían verte, y entonces, ¿qué sería de sus votos?
—¿Sacerdotes? —preguntó Kiva. Regresó al interior de la habitación y aceptó las ropas que le tendía la joven.
—Visitantes de Chiatze. Están estudiando algunos libros antiguos que guarda el Caballero en la biblioteca de la torre norte.
Kiva sacó de la pila de ropa una blusa de algodón blanco, la sacudió y se la puso por encima de la cabeza. El tejido era suave, como una brisa de verano sobre la piel. Se estremeció agradablemente ante la sensación; después se puso una larga falda gris. Había también un cinturón de piel plateada, con una brillante hebilla de plata.
—¿Estas ropas son mías? —preguntó.
—Sí.
—Son estupendas.
Kiva se subió la mano hasta el hombro derecho y tocó el árbol bordado en la blusa.
—¿Qué representa?
—Es el símbolo del señor.
—¿El Hombre Gris?
—En público lo llamamos Caballero, ya que no es un gran señor, y por otro lado es demasiado poderoso para ser un simple hacendado o un comerciante. Omri dice que anoche llegasteis juntos. ¿Te has acostado con él?
Kiva se escandalizó.
—No; nada de eso. Y esa pregunta me parece una grosería.
La joven se echó a reír.
—La vida es muy diferente aquí, Kiva. Hablamos con libertad y pensamos de igual modo, excepto delante de los invitados del Caballero. Es un hombre muy poco corriente. Ninguna de nosotras recibe golpes, y no usa a las jóvenes como sus esclavas personales.
—Entonces, quizá me guste esto —respondió Kiva—. ¿Cómo te llamas?
—Norda. Y tú trabajarás en mi grupo, en la torre norte. ¿Tienes hambre?
—Mucha.
—Pues vamos a desayunar algo. Hoy tendrás que aprender muchas cosas. El palacio parece una conejera y la mayoría de los criados nuevos se pierden.
Unos minutos después, tras lo que a Kiva se le antojó un recorrido desconcertante a través de un sinfín de pasillos y varios tramos de escaleras, las dos jóvenes llegaron a una amplia terraza pavimentada. Una larga mesa de desayunos estaba cubierta de un sinnúmero de bandejas repletas de carnes asadas, verduras, pescado ahumado, quesos y frutas. En un extremo había pan recién horneado, y jarras con agua y zumos en el opuesto. Kiva siguió el ejemplo de Norda y cogió un plato, que llenó con pan, un trozo de mantequilla y algo de pescado ahumado. Después caminaron hasta una mesa dispuesta junto a la pared de la terraza y se sentaron a comer.
—¿Por qué me has preguntado si me había acostado con el Hombre Gris?
—¡El Caballero! —corrigió Norda.
—Eso, el Caballero.
—Aquí entre las criadas reina la armonía. El Caballero no tiene favoritas, ni tampoco Omri. Si el Caballero se hubiera acostado contigo, eso podría haber sido una fuente de discordias. A muchas de las mujeres jóvenes les gustaría… encandilarlo.
—Es un hombre sorprendentemente atractivo, pero es demasiado mayor —dijo Kiva.
Norda rió de nuevo.
—La edad no tiene mucho que ver con él —replicó—. Es atractivo, fuerte… e inmensamente rico. La mujer que atrape su corazón no volverá a necesitar nada más, ni siquiera aunque viva diez vidas.
—Teniendo en cuenta lo que dices, resulta sorprendente que no haya tomado esposa.
—Oh, ha tenido muchas. —Norda se acercó un poco, y dijo en voz baja—: A cambio de oro.
—¿Paga por los placeres? —preguntó Kiva, estupefacta.
—Siempre. ¿No es asombroso? La mayoría de las mujeres de aquí correrían hasta su dormitorio al menor gesto suyo. Y aun así, envía un carruaje para que le traigan putas de la ciudad. Oh, vienen exquisitamente vestidas y adornadas con joyas, pero son putas de todas formas. Durante el último año su favorita ha sido una tal Lalitia, una zorra pelirroja de la capital.
La cara de Norda enrojeció, y Kiva vio una fría mirada en los ojos azules.
—Es evidente que no te cae bien.
—A nadie le cae bien Lalitia. Va arriba y abajo en un carruaje dorado, con sirvientes con libreas a los que trata fatal. Se dice que azota a sus doncellas simplemente porque le apetece. Es una criatura vil.
—¿Qué ve en ella, entonces? —quiso saber Kiva.
Norda soltó una carcajada.
—Descuida; lo entenderás cuando la veas. Por mucho que me cueste, hasta yo tengo que reconocer que es increíblemente hermosa.
—Creía que al Caballero se le daba mucho mejor juzgar a la gente.
—No sabes mucho de los hombres, ¿verdad? —dijo Norda, sonriendo—. Cuando Lalitia pasea, se puede oír el ruido de las mandíbulas al golpear el suelo. Hombres fuertes, hombres sabios, estudiantes e incluso sacerdotes caen bajo el hechizo de sus encantos. Ven lo que quieren ver. Las mujeres, al contrario, ven lo que es: una arpía. Y no es tan joven como aparenta. Yo diría que está más cerca de los cuarenta que de los veinticinco que dice tener.
Habían comenzado a aparecer otros criados, que cogían su desayuno y buscaban un lugar donde sentarse a comer. Un joven vestido con una cota de malla gris se acercó a ellas. Se quitó el casco y dirigió una sonrisa a Norda.
—Buenos días —dijo—. ¿Querrías presentarme a nuestra recién llegada?
Norda sonrió a su vez.
—Kiva, te presento a Emrin, el sargento de la guardia. Cree que es más guapo de lo que es realmente, y hará todo cuanto esté en su mano para que lo acompañes a la cama. Es, tristemente, su naturaleza; no lo juzgues con demasiada severidad.
Kiva echó una ojeada al hombre. Tenía una cara redondeada y agradable, y ojos azules. Su cabello era rubio claro, corto y muy rizado. Emrin tendió la mano y Kiva se la estrechó.
—No te creas nada de lo que Norda te cuente sobre mí —dijo—. Tengo un alma realmente delicada y busco la pareja perfecta para mi corazón.
—Seguramente la encontrarás en la primera ocasión en que mires un espejo —respondió Kiva, sonriendo.
—Me temo que, lamentablemente, es cierto —replicó Emrin con seductora sinceridad. Besó la mano de Kiva y volvió su atención hacia Norda—. No olvides explicarle a tu nueva amiga lo buen amante que soy.
—Así lo haré —dijo Norda, y miró hacia Kiva—. Fueron los diez mejores segundos que he experimentado jamás.
Las dos mujeres se echaron a reír.
—Creo que debo irme —dijo Emrin—, mientras aún me quede un poco de dignidad.
—Demasiado tarde —replicó Kiva.
El hombre sonrió y se marchó.
—Muy hábil —dijo Norda—. Ahora te perseguirá con mayor interés, si cabe.
—No es que me apetezca especialmente.
—No lo descartes tan deprisa. Tal como dice, es realmente bueno en la cama. No es el mejor que he conocido, pero es más que aceptable.
Kiva rió de nuevo, y Norda con ella.
—¿Quién es el mejor, entonces?
Supo que había sido una pregunta inadecuada tan pronto como habló. El buen humor se desvaneció del rostro de Norda.
—Lo siento —susurró Kiva.
—No te preocupes —fue la respuesta de Norda. Puso la mano en el hombro de Kiva y cambió de tema—. Terminemos el desayuno; hay muchas cosas que hacer. Hoy llegarán nuevos visitantes, y uno de ellos es de Chiatze. Créeme, no existe otra raza más quisquillosa.