UNO

Waylander se tambaleó en la silla mientras el peso del cansancio y el dolor se apoderaban de él, imponiéndose sobre la furia. La sangre del corte que tenía en el hombro izquierdo le había corrido por el pecho y el vientre, pero ya había dejado de manar. La herida del costado, sin embargo, seguía sangrando. Se sentía mareado, y se apoyó en el pomo de la silla de montar, respirando profundamente.

La campesina estaba arrodillada junto al atacante muerto. Waylander oyó que decía algo, y observó mientras ella tomaba el puñal arrojadizo con las manos aún atadas y lo descargaba una y otra vez contra el rostro de aquel hombre. Waylander apartó la mirada; su visión se volvía borrosa.

Quince años atrás habría dado caza a los hombres y habría salido de la lucha sin sufrir un rasguño. Ahora sentía el dolor en las heridas y, una vez desvanecida la ira, se sentía vacío y carente de emoción. Desmontó cuidadosamente. Sus piernas estuvieron a punto de ceder, pero se aferró al pomo de la silla y dejó que lo sostuviese el caballo gris. La irritación que le causaba su debilidad le dio algo de energía, suficiente para alcanzar las alforjas, sacar una pequeña bolsa de lino azul y dirigirse a una roca cercana. Los dedos le temblaban mientras intentaba abrir la bolsa, y se quedó sentado en silencio durante unos instantes, controlando la respiración. Entonces se aflojó la capa y la dejó caer a su espalda, sobre la roca. La joven se le acercó, con la cara y el pelo oscuro salpicados de sangre. Waylander sacó el cuchillo de caza y cortó las cuerdas que le ataban las muñecas, mostrando la piel sangrante y en carne viva bajo las ligaduras.

Por dos veces intentó enfundar la hoja, pero la visión se le nublaba y optó por dejar el cuchillo a un lado, en la roca. La joven miró con atención las manchas sanguinolentas del rasgado jubón de cuero.

—Estás herido —dijo.

Waylander asintió. Se desató el cinturón y tiró con la mano derecha, intentando quitarse el jubón por encima de la cabeza, pero no le quedaban fuerzas. La joven se acercó rápidamente y acabó de sacarle la prenda. Quedaron a la vista dos heridas: un corte superficial, que iba desde el hombro izquierdo hasta la clavícula, y una incisión profunda en el costado izquierdo, que lo atravesaba por completo y salía por la espalda. Las dos heridas estaban tapadas con musgo, pero seguían rezumando sangre. Waylander hurgó en la bolsa de lino en busca de una aguja curva para suturar, pero mientras sus dedos la alcanzaban la oscuridad cayó sobre él.

Cuando abrió los ojos de nuevo se preguntó por qué la aguja era tan resplandeciente y por qué parecía flotar delante de él; entonces se dio cuenta de que estaba contemplando la media luna en el cielo despejado. La capa estaba extendida sobre él, cubriéndolo, y bajo su cabeza, una manta doblada hacía las veces de almohada. Una hoguera ardía cerca, y podía aspirar el olor de la madera quemándose. El dolor estalló en su costado cuando intentó moverse, con fuertes punzadas que recorrieron la carne torturada. Se recostó de nuevo.

La joven se colocó a su lado y le apartó el cabello de la frente sudorosa.

Waylander cerró los ojos y se durmió de nuevo, flotando en un mar de sueños. Una criatura gigantesca con rostro de lobo apareció ante él, y disparó dos flechas de ballesta en la boca de la bestia. Apareció otra. Desarmado, saltó sobre ella y aferró con las manos la garganta de la criatura; ésta tembló y cambió, convirtiéndose en una esbelta mujer cuyo cuello se retorció mientras se lo apretaba con las manos. Waylander lanzó un grito de dolor y miró a su alrededor; la primera bestia también había cambiado y ahora tenía la forma de un niño, que yacía muerto en un prado cubierto de flores. Waylander se miró las manos; estaban cubiertas de sangre, que corrió por sus brazos y llegó hasta su pecho y su cuello, y finalmente cubrió su cara y entró en su boca, ahogándolo. Escupió la sangre mientras luchaba por respirar; se tambaleó hasta un arroyo cercano y se arrojó en él, intentando lavar la sangre que le cubría la cara y el cuerpo.

Un hombre estaba sentado en la orilla.

—¡Ayúdame! —gritó Waylander.

—No puedo —contestó el hombre. Se puso en pie y se alejó, mientras Waylander contemplaba las astas de dos flechas que salían de la espalda del desconocido.

Los terribles sueños prosiguieron; sueños de sangre y de muerte.

Cuando se despertó aún estaba oscuro, pero se sentía mejor. Primero giró hacia la derecha y luego se sentó, moviéndose con cuidado para no hacer saltar los puntos. Sintió un aguijonazo de dolor en la herida del costado y soltó un gruñido.

—¿Te sientes mejor? —preguntó la joven.

—Un poco. Gracias por la ayuda.

Ella se echó a reír.

—¿Qué es lo que te parece tan divertido?

—¿Has cabalgado tras trece hombres que te han hecho esas heridas, todo para rescatarme, y tú me das las gracias? Eres un hombre extraño. ¿Tienes hambre?

Se dio cuenta de que así era. De hecho, se sentía famélico. La joven cogió un palo y empujó fuera de la hoguera tres grandes bolas de barro. Rompió la primera con un golpe seco y se arrodilló para observar el contenido. Levantó la vista hacia él y sonrió. Waylander pensó que era una bonita sonrisa.

—¿Qué tienes ahí? —preguntó.

—Palomas torcaces. Las cacé ayer. Son un poco pequeñas, pero no hay nada más para comer. Mi tío me enseñó a asarlas en barro, aunque hacía años que no las preparaba así.

—¿Ayer? ¿Cuánto tiempo he dormido?

—Tres días.

Comprobó con satisfacción que la paloma estaba hecha y rompió las otras dos bolas de barro. El olor de la carne asada se esparció por el aire, y Waylander se sintió casi enfermo a causa del hambre. Ambos esperaron con impaciencia a que las aves se enfriasen lo suficiente, y luego las devoraron. Su sabor era fuerte; su textura, no muy diferente a la de la carne de vaca.

—¿Quién es Tanya? —preguntó la joven. Él la miró con frialdad.

—¿De qué conoces ese nombre?

—Lo gritabas en sueños.

Waylander no respondió inmediatamente, y ella no lo presionó. La joven se echó una frazada por encima de los hombros y se dedicó a alimentar la hoguera

—Era mi esposa —dijo él, tras un largo silencio—. Murió. Su tumba está muy lejos de aquí.

—¿La querías mucho?

—Sí. Mucho. Eres demasiado curiosa.

—¿De qué otra forma puede alguien averiguar lo que desea saber?

—No puedo discutirte eso.

Ella estaba a punto de decir algo más, pero él levantó la mano.

—Dejemos las preguntas sobre ese tema —dijo.

—Como desees, mi señor.

—No soy tu señor; sólo soy un simple hacendado.

—¿Qué edad tienes? Tienes el pelo blanco y arrugas en la cara, pero te mueves como un joven.

—¿Cómo te llamas? —preguntó él, a su vez.

—Kiva Taliana.

—Soy viejo, Kiva Taliana. Más viejo que el pecado.

—Entonces, ¿cómo pudiste matar a esos hombres? Eran jóvenes, fuertes y feroces como diablos.

Waylander se sintió repentinamente cansado, de nuevo. Ella se inquietó.

—Debes beber mucha agua —dijo—. Mi tío me lo enseñó: si pierdes sangre, bebe mucha agua.

—Tu tío era un hombre sabio. ¿También fue él quien te enseñó a usar el codo como arma?

—Sí. Me enseñó muchas cosas. Ninguna fue demasiado útil cuando llegaron los bandidos.

Cogió una cantimplora de la silla de montar que estaba en el suelo, a su lado, y se la tendió a Waylander. Él la tomó y bebió un largo trago antes de responder.

—No estés tan segura. Tú estás viva; los demás, no. Te mantuviste tranquila y usaste la cabeza.

—Tuve suerte —contestó, con una nota de ira en la voz.

—Sí; desde luego. Pero plantaste la semilla del miedo en el corazón del jefe; por eso no te mató de inmediato.

—No lo comprendo.

—Le dijiste que el Hombre Gris iba a venir.

—¿Estabas ahí?

—Estaba ahí cuando le contó al sargento lo que habías dicho. Estaba a punto de atacarlos cuando el sargento te agarró por el pelo y te llevó a rastras hacia la hoguera; eso me dejó en mala posición. Si no hubieras aplastado la nariz de aquel hombre no habría podido llegar a tiempo para ayudarte. En definitiva, es cierto que tuviste suerte; pero hiciste el mejor uso posible de ella.

—No te vi ni te oí.

—Ellos tampoco.

Dando el tema por zanjado, se volvió y se echó a dormir.

Cuando despertó, la joven estaba acurrucada a su lado y dormía plácidamente. Era agradable estar cerca de otro ser humano, y se dio cuenta de que había estado solo durante mucho tiempo. Se apartó con cuidado de ella, se levantó y se puso las botas. Cuando se movió, unos cuervos se apartaron de los cadáveres y echaron a volar, graznando estridentemente. El ruido despertó a Kiva, que se sentó y le dedicó una sonrisa antes de levantarse y dirigirse tras las rocas cercanas. Waylander ensilló dos de los caballos que ella había atado; el esfuerzo le causó una punzada de dolor en las heridas.

Todavía estaba furioso consigo a causa de la herida del hombro. Debería haber previsto que el jefe mercenario cubriría la retaguardia del grupo, pero habían estado a punto de acabar con él. Uno de los hombres se había agazapado en una rama que se extendía por encima del sendero; el otro estaba escondido entre los arbustos. Si se había dado cuenta, había sido gracias al ruido de las botas del primer hombre al rozar contra la corteza. Había sacado la ballesta y había disparado una flecha hacia el hombre cuando éste saltaba. La flecha penetró por su vientre y se abrió camino hasta el corazón, pero el hombre ya caía sobre Waylander con la espada en la mano, dirigida hacia su hombro. Por suerte, había muerto al recibir la flecha, y el golpe no tenía fuerza alguna. El segundo de los hombres había salido de entre los arbustos empuñando un hacha. El caballo se encabritó y lo obligó a retroceder, momento que aprovechó Waylander para disparar la segunda saeta directamente a la frente del atacante. «Te vuelves viejo y lento —se recriminó—. Dos asesinos torpes y casi acaban contigo».

Probablemente fue la furia la que le hizo atacar el campamento de los mercenarios; la necesidad de demostrarse que aún podía moverse como antes. Waylander suspiró; había tenido suerte de salir con vida. Incluso así, uno de los hombres había conseguido alcanzarlo con una estocada en el costado. Una pulgada más a un lado y la hoja lo habría destripado; unas pulgadas más abajo y le habría seccionado la arteria femoral, lo que sin duda lo habría matado.

Kiva ya regresaba, sonriendo y saludándolo con la mano mientras se acercaba. Sintió una punzada de culpa. Al principio no se había dado cuenta de que los atacantes llevaban una prisionera; los perseguía, simplemente, por haber atacado sus tierras. El rescate de la joven, aunque lo complacía, había sido fruto del azar; una afortunada casualidad.

Kiva enrolló las mantas y las ató tras su silla de montar. Después le acercó la capa y las armas.

—¿Tienes algún nombre, mi señor? —preguntó—. Además de Hombre Gris.

—No soy tu señor —dijo una vez más, eludiendo la pregunta.

—De acuerdo, Hombre Gris —aceptó ella, con una sonrisa maliciosa—. Lo recordaré.

«Cómo se recuperan los jóvenes», pensó. Kiva había presenciado la muerte y la destrucción; había sido violada y se encontraba a muchas millas de su casa, en compañía de un desconocido; aun así, era capaz de sonreír. Entonces miró en los oscuros ojos de la joven y vio, detrás de su sonrisa, los rastros del dolor y el miedo. Estaba haciendo un gran esfuerzo por parecer despreocupada y agradarle. «Y ¿por qué no?», pensó. Se trataba de una campesina sin más derechos que los que su señor quisiera otorgarle. Y no solían ser muchos. Si Waylander quisiera violarla y matarla no habría pesquisas, y nadie le haría preguntas. Básicamente, le pertenecía tanto como si se tratase de su esclava. ¿Por qué no iba a estar interesada en complacerle?

—Estás a salvo conmigo —dijo.

—Lo sé. Eres un buen hombre.

—No. No lo soy. Pero puedes confiar en mi palabra. No te haré daño y me ocuparé de que llegues a casa sana y salva.

—Confío en ti, Hombre Gris —replicó ella—. Mi tío decía que las palabras sólo son ruidos en el aire. Confía en los actos, me decía, no en las palabras. No seré una carga. Cuidaré tus heridas mientras viajamos.

—No eres ninguna carga, Kiva —respondió en voz baja. Espoleó a su montura y se puso en marcha. Ella cabalgó a su lado.

—Les dije que vendrías. Que los matarías. Pero realmente no llegué a creerlo. Sólo quería que sintieran miedo, como lo sentía yo. Entonces llegaste y se aterrorizaron de verdad. Fue maravilloso.

Cabalgaron hacia el sudoeste durante varias horas, hasta llegar a una antigua senda de piedra que llevaba a un apartado asentamiento de pescadores situado a orillas de un gran río. Habría unas cuarenta casas, la mayoría construidas con piedra. «La gente de aquí parece próspera», pensó Kiva. Hasta los niños que jugaban cerca lucían prendas sin remiendos ni señales de desgaste, y todos iban calzados. Reconocieron al instante al Hombre Gris, y se formó un grupo de gente a su alrededor. Un individuo bajo y corpulento de ralos cabellos rubios, que parecía ser la autoridad del lugar, se abrió camino hasta ellos.

—Sed bienvenido, mi señor —dijo, haciendo una profunda reverencia.

Kiva pudo notar el miedo en los ojos del hombre, y sintió el nerviosismo que recorría el gentío. El Hombre Gris desmontó.

—Jonan, ¿cierto?

—Sí, mi señor. Jonan —respondió el cacique, inclinándose de nuevo.

—Tranquilízate, Jonan. Sólo estoy de paso. Necesito algo de comida y un lugar donde descansar un poco del viaje, y mi acompañante necesita ropa nueva y una capa que le sirva de abrigo.

—Se hará al momento. Sois bienvenido en mi casa; mi esposa preparará un refrigerio. Permitidme que os muestre el camino.

El hombre hizo una nueva reverencia y se giró hacia la multitud. Hizo un gesto y todos se inclinaron. Kiva se apeó del caballo y siguió a los dos hombres. El Hombre Gris no daba la menor muestra de estar herido, excepto por la sangre seca que manchaba su túnica rasgada.

La casa de Jonan era de ladrillo, con la fachada decorada con madera oscurecida y el tejado cubierto con tejas de arcilla roja. Jonan los precedió hasta una sala alargada; en el extremo norte había una gran chimenea construida también de ladrillo, y ante ella, varios sillones forrados con pieles y una mesa baja. El suelo estaba cubierto con madera lustrada, adornada con alfombras de delicada artesanía de seda de Chiatze. El Hombre Gris se acomodó en un sillón y apoyó la cabeza en el alto respaldo. Entró una joven rubia, que sonrió nerviosamente a Kiva e hizo una reverencia al Hombre Gris.

—Tenemos cerveza, mi señor —dijo—. O vino. Lo que deseéis.

—Sólo agua, gracias.

—Tenemos zumo de manzana, ¿no lo preferiríais?

—Estaría muy bien —asintió.

El cacique se movía nerviosamente.

—¿Puedo sentarme?

—Por supuesto, Jonan. Es tu casa.

—Muchas gracias, mi señor.

Se dejó caer en el sillón opuesto. Ninguno de los hombres parecía prestar atención a Kiva, que se sentó en una alfombra con las piernas cruzadas.

—Es un placer y un honor veros de nuevo —continuó diciendo Jonan—. De haber sabido que llegabais, habríamos preparado una fiesta en vuestro honor.

La mujer regresó con una copa de zumo de manzana para el Hombre Gris y una jarra de cerveza para Jonan. Mientras se retiraba dirigió una mirada a Kiva y, silenciosamente, le hizo un gesto para indicarle que la siguiese. Kiva se levantó y cruzó la sala hasta la puerta del fondo, que daba paso a una amplia cocina. La mujer se mostraba agitada, pero ofreció asiento a Kiva ante una mesa de pino y sirvió zumo en un vaso de barro. Kiva bebió.

—No sabíamos que fuera a venir —dijo nerviosamente la mujer, mientras se sentaba frente a Kiva. Pasó los dedos por su largo y rubio cabello, apartándoselo de los ojos, y se lo recogió en la nuca.

—No es una inspección —respondió Kiva.

—¿No? ¿Estás segura?

—Sí. Unos jinetes atacaron mi pueblo. Él los persiguió y los mató.

—Cierto; es un fiero luchador —asintió la mujer; las manos le temblaban—. ¿Te ha hecho daño?

Kiva negó con la cabeza.

—Me ha rescatado. Ahora me lleva a casa.

—Cuando lo he visto llegar, he creído que se me paraba el corazón.

—¿También es el señor de este pueblo? —preguntó Kiva.

—Es el señor de todas las tierras de la Media Luna. Se las compró a Aric hace seis años, aunque en aquel momento sólo había estado aquí una vez. Le pagamos los impuestos. La cantidad íntegra —añadió rápidamente.

Kiva no respondió. Sabía perfectamente que ninguna comunidad que pagase la totalidad de los impuestos podría permitirse aquellas ropas y muebles, ni las alfombras de Chiatze. No era de extrañar que se mostrasen tan nerviosos ante la idea de una inspección. Pero, en cualquier caso, engañar en los impuestos era una práctica habitual entre granjeros y pescadores, o así lo tenía entendido. Su hermano siempre se las apañaba para escamotear un saco de trigo cuando iba al mercado a vender, para obtener un extra que le permitiese proporcionar algún pequeño lujo a la familia; un par de zapatos nuevos o una cama mejor para él y su esposa.

—Me llamo Conae —dijo la mujer, tranquilizándose un poco.

—Kiva.

—¿Los bandidos mataron a mucha gente en tu pueblo?

—Cinco hombres y tres mujeres.

—¿Tantos? Qué horror.

—Llegaron al anochecer. Algunas de las mujeres consiguieron escapar y se llevaron a los niños. Los hombres intentaron luchar, pero todo ocurrió muy deprisa. —Kiva se estremeció al recordarlo.

—¿Tu esposo estaba entre los que murieron?

—No estoy casada. Vivía en Carlis con mi tío, y cuando murió, el año pasado, vine a trabajar con mi hermano. Lo mataron. Y a su esposa. Y quemaron la casa.

—Pobre muchacha.

—Estoy viva.

—¿Estabas muy apegada a tu hermano?

—Era un hombre rudo y me trataba como a una esclava. Su mujer era un poco mejor.

—Puedes quedarte aquí —dijo Conae—. Entre los jóvenes hay más hombres que mujeres, y una muchacha hermosa como tú puede conseguir un buen marido.

—No busco marido —respondió Kiva—. Al menos, por el momento —añadió al notar la preocupación en el rostro de Conae.

Permanecieron sentadas en un incómodo silencio durante un rato, hasta que Conae sonrió torpemente y se puso en pie.

—Te buscaré algo de ropa —dijo—. Para el viaje.

Cuando Conae salió de la sala, Kiva se recostó en la silla. Estaba cansada y muy hambrienta.

«¿Soy malvada por no lamentar la muerte de Grava? —se preguntó, recordando la cara ancha y los ojos pequeños y fríos—. Era un bruto y lo odiabas —se dijo—. Sería hipócrita fingir que lo lamentas». Se puso en pie y anduvo por la cocina, cortó una rebanada de pan y se sirvió otro vaso de zumo de manzana. En el silencio podía oír la conversación del salón contiguo. Masticando el pan se acercó a la pared, hasta un cerrado ventanuco de madera, que seguramente se usaba para pasar la comida de la cocina al salón. Acercó un ojo a la rendija y vio al Hombre Gris levantarse del sillón. Jonan también se puso en pie.

—Hay cadáveres en el bosque, hacia el nordeste —decía el Hombre Gris—. Envía algunos hombres para que los entierren, y que recojan todas las armas y el dinero que llevasen. Os lo podéis quedar. También encontraréis caballos; quiero que los llevéis a mi casa.

—Sí, mi señor.

—Otra cosa, Jonan. Los beneficios que saques del contrabando no tienen nada que ver conmigo. Los impuestos relacionados con las mercancías procedentes de Chiatze están sujetos a las leyes del duque, no las mías. Deberías tener en cuenta, sin embargo, que el castigo dispuesto para los contrabandistas es muy severo. Tengo información fiable que indica que los inspectores del duque llegarán el mes próximo.

—Os equivocáis, mi señor. Nosotros no… —las palabras murieron en los labios de Jonan cuando contempló la expresión del Hombre Gris.

—Si los inspectores os consideran culpables, os colgarán a todos y, entonces, ¿quién pescará y pagará mis impuestos? ¿Estáis todos ciegos? Esto es un poblado pesquero, pero los niños visten ropas de lana de primera calidad, las mujeres llevan adornos de plata, y en tu casa hay tres alfombras que valen todo lo que ganaría en un año un buen barco de pesca. Si aún quedan ropas viejas en el pueblo, os recomiendo que las encontréis; y cuando lleguen los inspectores, asegúrate de que la gente las viste.

—Se hará como decís, mi señor —dijo Jonan, abatido.

Kiva se apartó de la rendija cuando oyó volver a Conae. Entró en la cocina con un vestido de lana teñida de azul, un par de botines con cordones y una capa de lana marrón ribeteada de piel de conejo. Kiva se puso las ropas; el vestido le quedaba un poco ancho, pero las botas se ajustaban a la perfección.

Jonan llamó a las mujeres y ambas volvieron al salón. El Hombre Gris estaba de pie. Cogió una bolsa que llevaba al costado y dio a Jonan unas monedas de plata, como pago por las ropas.

—No es necesario, mi señor —dijo Jonan.

Haciendo caso omiso, el Hombre Gris se dirigió a Conae.

—Gracias por vuestra hospitalidad, señora.

Conae se inclinó.

Los caballos estaban fuera, con las alforjas cargadas con comida para el viaje. El Hombre Gris ayudó a montar a Kiva y a continuación se encaramó en su montura.

Sin una palabra de despedida, se dirigió hacia la salida del poblado. Kiva fue tras él.