PRÓLOGO

El capitán mercenario Camran Osir detuvo su montura en lo alto de la colina y se giró en la silla para observar la senda que conducía al bosque. Los doce hombres que tenía a su mando salían de entre los árboles a caballo, en fila de a uno, y se detuvieron mientras él oteaba el horizonte. Camran se quitó el casco de hierro y se pasó los dedos por el largo cabello rubio, disfrutando durante unos instantes de la cálida brisa que evaporaba el sudor de su cabeza. Contempló a la cautiva que cabalgaba a su lado. Las manos, atadas; los oscuros ojos, desafiantes. Le sonrió y vio cómo palidecía. Ella sabía que iba a matarla y que el proceso sería doloroso. Él sintió el calor de la sangre recorriendo sus entrañas, pero la sensación fue breve. Entrecerró los ojos azules para otear el valle en busca de indicios de perseguidores.

Satisfecho al comprobar que nadie los seguía, Camran intentó relajarse. Todavía estaba irritado, por supuesto, pero se calmó con el pensamiento de que sus hombres eran brutos mal educados, con escasa idea de cómo comportarse civilizadamente.

La incursión había marchado bien. Tan sólo había cinco hombres en el poblado y habían sido liquidados rápidamente, sin bajas ni heridos entre los suyos. Algunas mujeres y niños consiguieron escapar al bosque, pero habían atrapado a tres muchachas. Suficientes, al menos, para satisfacer las necesidades de sus esbirros. El mismo Camran había capturado a la cuarta, la joven de pelo oscuro que iba montada en el caballo que se agitaba a su lado. Había intentado correr, pero cabalgó tras ella y, saltando de su montura, la arrastró al suelo. Ella había luchado en silencio, sin dejarse llevar por el pánico, pero un puñetazo en la barbilla la dejó inconsciente, tras lo cual la cargó sobre su silla de montar. Ahora, la sangre manchaba la pálida mejilla de la joven y un moratón comenzaba a extenderse a un lado de su cuello. Su desteñido vestido amarillo se había rasgado por el hombro y ahora caía, casi mostrando sus pechos. Camran desvió sus pensamientos de la piel suave y dirigió su mente a problemas más inmediatos.

Sí; la incursión había ido bien. Hasta que el imbécil de Polian incitó a los otros a prender fuego a una vieja granja. La destrucción innecesaria era un anatema para alguien de buena cuna como Camran. Era un desperdicio imperdonable. Los campesinos siempre son reemplazables, pero las buenas construcciones se tenían que tratar con respeto. Y la granja era una buena construcción, sólidamente edificada por un hombre que se tomaba en serio la calidad de su trabajo. Camran se había enfurecido, no solamente con sus hombres sino también consigo mismo. Por ello, en vez de limitarse a matar a las mujeres capturadas, había permitido que sus necesidades se impusieran sobre el sentido común. Se había tomado su tiempo: había saboreado los gritos de la primera, y se había deleitado con los ruegos desesperados de la segunda y con los alaridos de agonía de la tercera. Ahora que las otras mujeres ya habían muerto, volvió su atención a la joven de pelo oscuro. No había rogado ni emitido sonido alguno al recuperar la consciencia y encontrarse atada de pies y manos. Sería la cosecha más valiosa: sus gritos, cuando finalmente llegasen, serían los más puros y melodiosos.

Camran siguió recordando. El humo se había arremolinado a su alrededor cuando empezaba a desenfundar sus dagas de mango de marfil. Se volvió y vio las llamas. Dejó en el suelo a la joven atada y corrió a la escena. Polian sonreía mientras al llegar Camran a su lado. Aún seguía sonriendo mientras moría, con la daga de Camran hundida entre las costillas, atravesándole el corazón.

El salvajismo del acto acobardó a los hombres.

—¿No os lo dije? ¡Las haciendas, jamás! ¡Nunca, a menos que lo ordene! —espetó—. Ahora, recoged provisiones y vámonos de aquí.

Camran había vuelto adonde estaba la joven. Pensó en matarla, pero poco placer sacaría en aquel momento; no experimentaría ninguna satisfacción palpitante al contemplar el brillo apagándose en sus ojos. Bajando la vista a las seis dagas que portaba en fundas de seda, sintió sobre sí la decepción como un peso muerto. Colocó las fundas con cuidado, ajustándolas en su faja negra. Después tiró de los pies de la joven, cortó las cuerdas que sujetaban sus tobillos y la subió a la montura del difunto Polian. Ella seguía sin decir nada.

Mientras cabalgaba, alejándose, Camran echó una mirada al edificio en llamas, y una profunda sensación de culpa cayó sobre él. La granja no se había levantado apresuradamente; al contrario, todo en la construcción indicaba paciencia y cuidado. Las vigas estaban bien diseñadas; las ensambladuras, ajustadas a la perfección. Incluso los marcos de las ventanas habían sido tallados y decorados. La destrucción de semejante lugar se le antojaba un sacrilegio. Su padre estaría avergonzado de él.

El sargento de Camran, el gigantesco Okrian, cabalgó hasta su lado.

—No he llegado a tiempo de detenerlos, mi señor —dijo. Camran vio las lágrimas en sus ojos.

—Es lo que ocurre cuando uno se ve obligado a tratar con semejante escoria —le respondió Camran—. Esperemos encontrar mejores reclutas cuando lleguemos a Kumtar. Vamos a conseguir pocos encargos de Panagyn si sólo disponemos de once hombres.

—Conseguiremos más, mi señor. Kumtar está lleno de guerreros que se arrastran en busca de empleo en alguna de las grandes casas.

—«Que se arrastran» es, sin duda, una descripción adecuada. No es como en los viejos tiempos, ¿verdad?

—Todo ha cambiado —respondió Okrian. Los dos hombres siguieron cabalgando en silencio, cada uno ensimismado en sus propios recuerdos. Camran rememoraba la invasión de las tierras de Drenai, dieciocho años atrás, cuando era un joven oficial del ejército de Vagria, bajo el mando de Kaem. Aquello sería, les prometió Kaem, el amanecer de un nuevo imperio. Durante algún tiempo, fue cierto. Aplastaron todos los ejércitos que se les opusieron, obligando a Egel, el más grande de los generales de Drenai, a retirarse a las inmensidades del bosque de Skultik, y tuvieron bajo asedio Dros Purdol, la última de las fortalezas. Pero aquello fue el culmen de la campaña. Purdol había resistido, bajo el mando del gigante Karnak, y Egel había escapado de Skultik y caído como una tormenta sobre el ejército vagriano. El mismo Kaem había muerto a manos de Waylander el asesino y, en los dos años siguientes, las fuerzas de Drenai habían invadido Vagria. Las cosas llegaron mucho más lejos: se dictaron órdenes de arresto contra la mayoría de los oficiales vagrianos, bajo la acusación de crímenes contra el pueblo. Algo grotesco. ¿Qué había de criminal en el hecho de matar al enemigo, se tratase de soldados o de granjeros? Pero muchos oficiales fueron apresados y colgados.

Camran había escapado al norte, a las tierras de Gothir, pero los agentes de Drenai continuaron persiguiéndolo incluso allí. Por ello había puesto rumbo al este, cruzando el mar hasta Ventria y más allá, sirviendo en numerosos ejércitos y grupos de mercenarios.

Ahora, a sus treinta y siete años, actuaba como reclutador para la casa Bakard, una de las cuatro casas gobernantes de Káidor. No se podía decir que hubiera una guerra declarada en la que luchar; no por el momento. Pero todas las casas estaban reuniendo soldados, y las escaramuzas eran constantes en los páramos.

Raramente llegaban a Káidor noticias de su tierra natal, pero Camran había disfrutado al enterarse de la muerte de Karnak, unos años atrás. Lo habían matado mientras presidía un desfile. ¡Maravilloso! Asesinado, según se decía, por una mujer que empuñaba la ballesta del legendario Waylander.

Devolviendo sus pensamientos al presente, Camran echó una ojeada a sus reclutas. Aún se encontraban atemorizados y deseosos de disculparse, sin duda con la esperanza de que Camran les permitiese disfrutar de la mujer cuando plantasen el campamento. Pronto se encargaría de truncar aquellas esperanzas. Su plan consistía en usarla, desollarla y encargar a sus hombres que enterraran el cadáver. Contempló a la joven una vez más y sonrió. Ella le devolvió fríamente la mirada, sin decir nada.

Justo antes del anochecer, Camran salió del camino y eligió el lugar de acampada. Mientras los hombres desensillaban sus monturas, se llevó a la joven al interior del bosque. Ella no se resistió cuando la arrojó al suelo ni gritó al ser poseída. Cuando se aproximaba al clímax, Camran abrió los ojos para encontrarse con una mirada carente de expresión fija en su rostro, lo cual no sólo eliminó todo el placer del acto de violarla, sino que también acabó con su erección. La ira rugió en su interior. Desenfundó la daga y apoyó el filo en la garganta de la joven.

—El Hombre Gris te matará —dijo ella suavemente, sin rastro de temor en su voz. Las palabras sonaron inexorables, tras lo cual calló.

—¿El Hombre Gris? ¿Algún demonio de la noche, quizá? ¿Un protector de los campesinos?

—Se acerca —afirmó ella. Camran sintió un cosquilleo de inquietud en la nuca.

—¿Se supone que es algún gigante, o algo por el estilo?

Ella no respondió. Un movimiento agitó los arbustos, a su izquierda. Camran se puso en pie de un salto; su corazón palpitaba fuertemente. Pero se trataba de Okrian.

—Los hombres quieren saber si has acabado con ella —dijo el sargento, con los ojos fijos en la campesina.

—No. No he acabado. Quizá mañana.

El sargento se encogió de hombros y regresó al campamento. Camran se dirigió a la joven.

—Un día más de vida. ¿Vas a darme las gracias?

—Te miraré mientras mueres —contestó ella.

Camran sonrió. Entonces, de un puñetazo, la hizo caer de nuevo.

—Campesina estúpida.

Pero las palabras de la joven persistían en su cabeza, y durante la marcha de la mañana siguiente no pudo dejar de vigilar la senda a sus espaldas, hasta que comenzó a dolerle el cuello. Camran estaba a punto de espolear al caballo para seguir el camino cuando echó una última ojeada hacia atrás. Durante un instante le pareció ver una sombra que se movía entre los árboles, media milla atrás en el sendero. Parpadeó. Se preguntó si sería un jinete o, simplemente, un ciervo. No podía estar seguro. Camran masculló un juramento y se dirigió a dos de sus hombres.

—Retroceded. Puede que alguien nos esté siguiendo. Si es así, matadlo.

Los hombres hicieron girar a sus monturas y se alejaron. Camran miró a la chica. Estaba sonriendo.

—¿Qué ocurre, mi señor? —inquirió Okrian, al tiempo que colocaba su caballo junto al de Camran.

—Creo que he visto un jinete. Vamos a seguir.

Cabalgaron durante toda la tarde, deteniéndose una hora para dar un descanso a los caballos, y finalmente acamparon en una hondonada cubierta, cerca de un arroyo. No había señal de los dos hombres que Camran había enviado a explorar. Ordenó llamar a Okrian; el enorme mercenario se acomodó junto a su capitán y Camran le habló de la advertencia de la cautiva.

—¿El Hombre Gris? —repitió—. Nunca he oído hablar de él; de todas formas, tampoco conozco muy bien esta región. Si nos está siguiendo, los muchachos se encargarán de él. Son tipos duros.

—Entonces, ¿dónde están?

—Se habrán entretenido por el camino. O, si han atrapado a ése, lo más probable es que se estén divirtiendo un poco con él. Perrin tiene fama de ser un artista del águila de sangre: los chicos dicen que es capaz de abrir las costillas de un hombre, sujetarle las entrañas con ramas y hacer que el pobre bastardo permanezca vivo, así, durante horas. Por lo demás, ¿qué hay de la joven, mi señor? Los hombres podrían entretenerse un rato.

Camran asintió.

—De acuerdo. Llévatela.

Okrian levantó a la joven por el pelo y la arrastró hasta la hoguera, y un grito de entusiasmo salió de los nueve hombres reunidos a su alrededor. Okrian la arrojó entre ellos. El primero de los hombres se levantó y la atrapó antes de que cayese.

—¡Veamos un poco de carne! —gritó, rasgándole el vestido.

Súbitamente, ella giró en redondo y estrelló el codo contra la cara del hombre, aplastándole la nariz. La sangre le chorreó por el bigote y la barba mientras se tambaleaba. El sargento se acercó a la joven, la rodeó con los brazos por detrás y la sujetó firmemente. Ella sacudió la cabeza hacia atrás, dándole de lleno en la cara. Okrian la agarró del pelo y la sacudió salvajemente. El hombre herido sacó un puñal y avanzó hacia ella.

—Puta asquerosa —gruñó—. Te voy a hacer picadillo. No tanto como para que no podamos divertimos contigo, zorra, pero lo bastante para hacerte chillar como un cerdo degollado.

La mujer, incapaz de moverse, miró con odio indisimulado al mercenario. No suplicó ni gritó.

De repente sonó un chasquido apagado. El mercenario se quedó inmóvil, con una expresión de desconcierto en el rostro. Elevó lentamente la mano izquierda y cayó de rodillas. Tanteó con un dedo las plumas negras de la flecha que sobresalía de la base de su cráneo. Intentó hablar, pero no le salieron palabras. Entonces cayó de bruces.

Durante unos instantes, nadie hizo movimiento alguno. El sargento arrojó a la joven al suelo y desenvainó la espada. Uno de los hombres que estaban más cerca de los árboles dejó escapar un gruñido de sorpresa y dolor cuando una flecha atravesó su pecho. Cayó hacia atrás, intentó levantarse y, por último, lanzó un grito gorgoteante mientras moría.

Camran, espada en mano, corrió hacia el fuego; acto seguido, cargó hacia la maleza mientras sus hombres se desplegaban a su alrededor.

Pero todo se había quedado en silencio y no había señales de enemigos.

—¡A terreno abierto! —gritó. Los hombres corrieron hacia los caballos y los ensillaron velozmente. Camran atrapó a la joven, la obligó a subir al caballo, montó tras ella y cabalgó fuera de la hondonada.

Las nubes ocultaron la luna mientras los hombres cabalgaban a través del bosque, y se vieron obligados a aminorar el paso en la oscuridad. Camran vio un hueco entre los árboles y dirigió a su montura hacia allí, saliendo a una ladera. Okrian lo seguía de cerca. Camran fue pasando lista a sus hombres a medida que aparecían. Sólo ocho hombres, incluidos el sargento y él, habían conseguido salir de los árboles. Pasando la mirada por el grupo, contó de nuevo. El asesino se había cobrado otra víctima durante la huida.

Okrian se quitó el casco de cuero negro y se acarició el cráneo rapado.

—¡Por los huevos de Shemak! —juró—. ¡Hemos perdido a cinco hombres y no hemos visto a nadie!

Camran estudió el terreno. Se encontraban en un claro del bosque, pero moverse en cualquier dirección implicaba meterse de nuevo entre los árboles.

—Esperaremos al amanecer —dijo mientras desmontaba. Descabalgó a la joven y la miró de frente, para interrogarla—. ¿Quién es el Hombre Gris? —Ella no respondió y Camran la abofeteó con saña—. ¡Habla, zorra —siseó—, o te rajaré el vientre y te estrangularé con tus propias tripas!

—Es el señor del valle —contestó—. Mi hermano y los hombres que matasteis trabajaban para él.

—Descríbelo.

—Es alto. Tiene el pelo largo, casi completamente blanco.

—¿Un viejo?

—No se mueve como un viejo —dijo ella—; pero, sí, es viejo.

—¿Y cómo sabías que vendría?

—El año pasado, cinco hombres atacaron un poblado al norte del valle. Mataron a un hombre y a su esposa. El Hombre Gris los siguió. Cuando volvió, envió un carromato a recoger los cadáveres, y los colgamos en la plaza del mercado. Los forajidos ya no nos molestan. Sólo unos extranjeros como vosotros se atreverían a hacer el mal en las tierras del Hombre Gris.

—¿Tiene nombre? —preguntó Camran.

—Es el Hombre Gris. Es todo lo que sé.

Camran se alejó de ella y contempló los árboles cubiertos de sombras. Okrian fue a su lado.

—No puede estar en todas partes a la vez —susurró—. El camino que escojamos tendrá mucha importancia. Nos dirigíamos hacia el este; quizá deberíamos cambiar los planes.

El capitán mercenario sacó un mapa de las alforjas de su caballo y lo desplegó en el suelo. Hasta entonces se dirigían hacia la frontera oriental de Kumtar, pero lo único que Camran deseaba ver ahora era el final del bosque; el asesino no podría enfrentarse a ocho hombres armados en terreno abierto. Estudió el mapa a la luz de la luna.

—El límite más cercano del bosque está al nordeste —comentó—. A un par de millas. En cuanto haya luz nos dirigiremos hacia allá.

Okrian asintió, pero permaneció en silencio.

—¿Qué piensas?

El sargento inspiró profundamente y se pasó la mano por la cara.

—Estaba recordando cómo se ha producido el ataque. Dos disparos de ballesta casi inmediatos; el atacante no ha tenido tiempo de recargar. O eran dos hombres o se trataba de un arma de doble disparo.

—De haber sido dos hombres habríamos encontrado alguna señal cuando corríamos hacia la maleza —aseguró Camran—. No podrían habernos evitado ambos.

—Exacto. Entonces, un solo hombre que usa una ballesta doble. Un hombre. Un experto asesino que, después de matar a los dos que enviamos, ha sido capaz de liquidar a otros tres sin ser visto.

—¿Todo eso lleva a alguna parte? —se impacientó Camran.

—Hubo un hombre, hace años, que usaba esa arma. Algunos dicen que ha muerto. Otros, que abandonó las tierras de Drenai y se hizo construir un palacio en territorio gothir. Pero quizá haya venido a Káidor.

Camran se echó a reír.

—¿Crees que Waylander el Destructor nos está dando caza?

—Espero que no.

—Por los dioses, Okrian. Estamos a dos mil millas de Gothir. No. Tan sólo se trata de un cazador que usa un arma parecida. Sea quien sea, ahora estamos preparados para enfrentarnos a él. Haz que dos hombres monten guardia; que los demás duerman un poco.

Camran se acercó a la joven y volvió a atarla de pies y manos; después se acomodó en el suelo. Había servido en seis campañas y sabía cuán importante era descansar siempre que hubiera la oportunidad. El sueño no llegó de inmediato; se dedicó a permanecer acostado en la oscuridad, meditando acerca de las palabras de Okrian.

Waylander. Incluso la mención del nombre le provocaba escalofríos. Ya era una leyenda en los días de su juventud. Se decía de Waylander el Destructor que era un demonio con apariencia humana. Nada podía detenerlo; ni muros, ni guardias armados, ni hechizos. Se decía que los terroríficos sacerdotes de la Hermandad Oscura habían intentado atraparlo, y todos habían muerto. Se habían enviado tras él los hombres bestia creados por un chamán nadir, y había acabado con ellos.

Camran se estremeció.

«Contrólate», pensó. En aquella época, Waylander rondaba los cuarenta años. Si era él quien los estaba siguiendo ahora, andaría por los sesenta. Y un viejo no podía matar y moverse de la forma en que lo hacía su perseguidor.

«No —decidió—. No puede ser Waylander». Y con aquel pensamiento se rindió al sueño.

Se despertó súbitamente y se irguió. Una sombra avanzaba hacia él. Giró a la derecha y se agachó, tanteando en busca de su espada. Algo lo golpeó en la frente, y cayó hacia atrás. Okrian lanzó un grito de batalla y se acercó a la carrera. Camran se puso en pie de un salto, empuñando la espada. Las nubes cubrieron la luna de nuevo, pero no antes de que Camran avistase una figura envuelta en sombras que desaparecía en la oscuridad del bosque.

—¿Quiénes montaban guardia? —gritó—. ¡Por los dioses que les arrancaré los ojos!

—No te molestes —dijo Okrian, señalando una figura desmadejada. Un charco de sangre se extendía alrededor de un hombre con un tajo en el cuello. Había otro cadáver recostado contra una roca—. Estás herido. —La sangre goteaba de un corte en la frente de Camran.

—Me he agachado justo a tiempo. De lo contrario, esa hoja me habría abierto la garganta. —Camran miró al cielo—. Una hora más y será de día. —Sacó un pañuelo del bolsillo e intentó contener la sangre que le caía de la frente. Okrian habló.

—Creo que lo he alcanzado. Pero era muy rápido.

Camran seguía intentando restañar la herida, pero la sangre no dejaba de manar.

—Tendrás que coserme la herida —dijo.

—Desde luego.

El hercúleo sargento fue hasta su caballo y sacó una bolsa de las alforjas. Camran se sentó muy quieto, mientras Okrian trabajaba. Echó una ojeada a los otros cuatro supervivientes y sintió su miedo. La tensión no disminuyó ni siquiera después de que el sol asomase; ahora tendrían que cabalgar entre los árboles, de nuevo.

El cielo se hallaba despejado cuando Camran subió a su montura con la prisionera sentada delante de él. Se dirigió a sus hombres.

—Si ataca de día lo mataremos —dijo—. Si no, pronto estaremos fuera del bosque. Entonces tendrá que dejar de seguirnos. No puede enfrentarse a seis hombres armados en campo abierto.

Se dio cuenta de que sus hombres no parecían muy convencidos. Pero, al fin y al cabo, él tampoco acababa de estarlo. Se dirigieron lentamente hacia la linde del claro, encontraron el sendero y apretaron el paso. Camran marchaba en primer lugar; Okrian, inmediatamente tras él. Llevaban cabalgando alrededor de media hora cuando Okrian miró hacia atrás y vio dos caballos sin jinete. Dio un grito de alarma; el pánico hizo presa en ellos y se lanzaron al galope, fustigando a sus monturas.

Camran salió de los árboles y tiró de las riendas. Estaba empapado de sudor y podía sentir el corazón, que golpeaba salvajemente en su pecho. Okrian y los otros dos supervivientes desenvainaron las espadas.

Un jinete montado en un caballo oscuro surgió lentamente de entre los árboles, envuelto en una larga capa negra. Los cuatro mercenarios permanecieron inmóviles mientras se acercaba. Camran parpadeó para quitarse el sudor de los ojos. El rostro del hombre era duro y no aparentaba una edad definida; podía estar en cualquier punto entre los treinta y los cincuenta años. Tenía el pelo canoso con algunas mechas negras, largo hasta la espalda, y lo mantenía apartado de la cara mediante una cinta de seda negra atada sobre la frente. Miraba sin expresión alguna, pero tenía los oscuros ojos fijos en Camran.

Cabalgó hasta situarse a unos diez pies de los hombres, tiró de las riendas y permaneció a la espera.

Camran sintió el escozor cuando el sudor corrió sobre la herida de su frente. Tenía los labios secos, y se los humedeció con la lengua. Un hombre canoso contra cuatro guerreros. Aquel hombre no podría sobrevivir… De modo que Camran no entendía el porqué de aquel miedo terrible que le encogía el estómago.

En aquel momento, la joven saltó de la silla. Camran intentó detenerla; no lo consiguió, y giró para enfrentarse al jinete. En apenas un instante, la capa de éste se abrió. Su brazo se extendió. Sendas flechas golpearon a los jinetes situados a los lados de Okrian, arrojando al suelo al primero y haciendo desplomarse al segundo sobre el cuello del caballo. Okrian espoleó a su montura y cargó contra el jinete. Camran lo siguió, enarbolando el sable.

La mano izquierda del hombre salió disparada hacia delante. Un fino relámpago de luz plateada surcó el aire y atravesó el ojo izquierdo de Okrian hasta llegarle al cerebro. El cuerpo cayó hacia atrás; la espada voló de su mano. Camran cargó con el sable apuntando hacia el asesino, pero el hombre se inclinó en la silla y la hoja falló por apenas una pulgada. Camran hizo girar a su montura.

Algo le golpeó la garganta. De repente, no podía respirar. Dejó caer la espada, levantó la mano y, sujetando la empuñadura del puñal arrojadizo, se lo desprendió de la carne. La sangre cayó sobre su túnica. El caballo se encabritó y lo arrojó en la hierba. Mientras permanecía en el suelo, ahogándose con su propia sangre, un rostro apareció sobre el suyo.

Era la joven.

—Te lo advertí.

El moribundo contempló con horror cómo las manos atadas de la joven sostenían el puñal ensangrentado y lo elevaban sobre su cara.

—Esto es por las mujeres —dijo ella.

El puñal cayó.