DRUSS EL LEGENDARIO

Druss regresó a Drenai con Rowena y, con el oro que le entregó Gorben como muestra de gratitud, compró una granja en las montañas. Durante dos años llevó una vida tranquila, y fue un marido afectuoso y un hombre pacífico. Sieben recorrió el reino interpretando sus romances y sus relatos ante príncipes y cortesanos, y la leyenda de Druss se extendió por todo el continente.

Solicitado por el rey de Gothir, Druss viajó al norte y peleó en la Segunda Campaña contra los nadir, donde se ganó el sobrenombre de Mensajero de la Muerte. Sieben se unió a él, y juntos recorrieron muchos reinos.

Y la leyenda creció.

Entre campaña y campaña, Druss regresaba a su granja. Pero siempre volvía a oír el canto de sirena que lo llamaba a la batalla, y Rowena se despedía de él cada vez que el hachero se marchaba a la que, como siempre le aseguraba, sería su última batalla.

El fiel Pudri permaneció junto a Rowena. Sieben seguía escandalizando a la sociedad drenai y, por regla general, cada vez que emprendía un viaje con Druss lo hacía para huir de la venganza de algún marido ultrajado.

En el este, Gorben, el emperador de Ventria, terminó por derrotar a todos sus enemigos. Entonces volvió su atención a los extremadamente independientes drenai.

Druss tenía cuarenta y cinco años, y le había prometido a Rowena, una vez más, que se habían acabado los viajes para luchar en guerras lejanas.

Lo que no podía saber era que, en aquella ocasión, la guerra iba hacia él.

Druss estaba sentado al sol, contemplando las nubes que flotaban lentamente sobre las montañas y pensando en su vida. Siempre había disfrutado del amor y la amistad: lo primero, con Rowena; lo segundo, con Sieben, Eskodas y Bodasen. Pero la mayor parte de sus cuarenta y cinco años había estado llena de sangre y de muerte, de los gritos de los heridos y los moribundos.

Suspiró.

«Un hombre debería dejar tras su paso algo más que cadáveres», se dijo. Las nubes se hicieron más densas y la tierra se ensombreció; la hierba de la ladera pareció menos viva, y los colores de las flores perdieron su brillo. Druss se estremeció. Iba a llover. El leve, sordo y artrítico dolor de su hombro se reavivó.

—Me estoy haciendo viejo —dijo.

—¿Con quién hablas, amor mío?

Druss se volvió y sonrió. Rowena se sentó a su lado en el banco de madera, le rodeó la cintura con un brazo y apoyó la cabeza en el hombro del hachero. Druss acarició el pelo de su esposa, que mostraba ya algunas canas.

—Hablaba solo. Suele pasar, cuando se envejece.

Rowena miró el rostro cubierto por una barba entrecana y sonrió.

—Tú no envejecerás nunca. Eres el hombre más fuerte del mundo.

—Lo fui, princesa. Lo fui.

—Tonterías. En la feria del pueblo levantaste un barril lleno de arena por encima de la cabeza. Nadie más fue capaz de hacerlo.

—Eso sólo me convierte en el más fuerte del pueblo.

Rowena se apartó de él y sacudió la cabeza, pero su expresión era amable, como siempre.

—¿Echas de menos las guerras y los combates?

—No. Soy feliz aquí. Contigo. Traes paz a mi alma.

—Entonces, ¿qué te preocupa?

—Las nubes. Se ponen delante del sol. Proyectan sombras y después se van. ¿Yo soy así, Rowena? ¿No quedará nada de mi paso por esta vida?

—¿Qué querrías dejar?

—No lo sé —contestó él, apartando la mirada.

—Te habría gustado tener un hijo —dijo ella, suavemente—. Y a mí. Pero no pudo ser. ¿Me culpas por eso?

—¡No! ¡No! En absoluto —declaró Druss, abrazándola y atrayéndola hacia sí—. Te amo. Siempre te he amado y siempre te amaré. ¡Eres mi mujer!

—Me habría gustado darte un hijo —dijo Rowena, en un susurro.

—No importa.

Permanecieron sentados en silencio hasta que se oscurecieron las nubes y cayeron las primeras gotas de lluvia.

Druss se puso en pie, levantó a Rowena en brazos e inició la larga caminata hasta la casa de piedra.

—Bájame —le ordenó ella—. Vas a hacerte daño en la espalda.

—Tonterías. Eres liviana como una pluma de gorrión. ¿Y acaso no soy el hombre más fuerte del mundo?

La chimenea estaba encendida, y Pudri, su criado ventriano, estaba preparándoles un vino caliente con especias. Druss dejó a Rowena en un sillón.

—Te has puesto rojo por el esfuerzo —lo reprendió ella.

Él sonrió sin decir nada. Sentía molestias en el hombro, y tenía un lumbago de mil demonios. Pudri los miró y sonrió.

—Sois como niños —dijo, y se fue a la cocina arrastrando los pies.

—Tiene razón —reconoció Druss—. Contigo sigo siendo el joven granjero que se sentaba bajo el gran roble con la mujer más bella de todo Drenai.

—Nunca he sido bella, pero me halaga oírtelo decir.

—Lo eras, y lo eres —le aseguró.

El fuego de la chimenea proyectaba sombras en las paredes de la habitación a medida que oscurecía en el exterior. Rowena se había quedado dormida y Druss permaneció sentado, contemplándola en silencio. Había sufrido cuatro colapsos durante los tres años anteriores, y los médicos le habían advertido a Druss que el corazón de su mujer estaba cada vez más débil. El viejo guerrero los había escuchado sin decir nada, con expresión imperturbable, pero en su interior había comenzado a crecer un intenso temor. Había renunciado a la guerra y se había instalado definitivamente en las montañas, esperando que su presencia permanente contribuyese a mantener a Rowena con vida.

Pero siempre la vigilaba y nunca le permitía cansarse demasiado. Se ocupaba de sus comidas y se despertaba en mitad de la noche para controlarle el pulso. Y después le resultaba imposible volverse a dormir.

—Sin ella no soy nada —le había confesado a su amigo Sieben, el poeta, que se había construido una casa no muy lejos de la de Druss—. Si muere, una parte de mí morirá con ella.

—Lo sé, vieja mula —le había dicho Sieben—. Pero estoy seguro de que no le va a pasar nada a la princesa.

Druss sonrió.

—¿Por qué la has convertido en princesa? ¿Los poetas sois incapaces de decir la verdad?

Sieben extendió las manos y rió entre dientes.

—Hay que complacer al público. La saga de Druss el Legendario necesitaba una princesa. ¿Quién querría escuchar el relato de un hombre que fue de un continente a otro, luchando, para rescatar a una granjera?

—¿Druss el Legendario? ¡Bah! Ya no quedan héroes de verdad. Los hombres como Egel, Karnak y Waylander desaparecieron hace mucho. Ésos sí que eran héroes, hombres poderosos con ojos de fuego.

Sieben soltó una estruendosa carcajada.

—Sólo dices eso porque has oído los cantares. En el futuro, los hombres hablarán de ti de la misma manera. De ti y de esa hacha maldita.

El hacha maldita.

Druss miró el arma que colgaba en la pared. Las hojas de acero lanzaban destellos a la luz del fuego. Snaga la Inexorable; los Filos del Destino. Se puso en pie, cruzó la sala en silencio y descolgó el hacha. El mango negro era cálido al tacto, y, como siempre, Druss sintió el ansia de combate que se apoderaba de él cada vez que empuñaba el arma. De mala gana, volvió a dejar el hacha en su sitio.

—Te están llamando —dijo Rowena. Él se giró, y vio que estaba despierta y lo miraba.

—¿Quién?

—Los perros de la guerra. Puedo oírlos aullar.

Druss se estremeció, pero se obligó a sonreír.

—Nadie me está llamando —dijo sin mucha convicción. Rowena siempre había sido adivina.

—Gorben viene hacia aquí, Druss. Sus barcos ya están en el mar.

—No es mi guerra. Tendría un conflicto de lealtades.

Rowena guardó silencio durante un rato. Después dijo:

—Lo apreciabas, ¿verdad?

—Es un buen emperador, o lo era. Joven, orgulloso y extremadamente valiente.

—Le das demasiada importancia a la valentía. Hay en él una semilla de locura que no llegaste a descubrir. Espero que no la veas nunca.

—Ya te he dicho que no es mi guerra. Tengo cuarenta y cinco años, me están saliendo canas en la barba y tengo las articulaciones entumecidas. Los jóvenes de Drenai tendrán que enfrentarse a él sin mí.

—Pero los Inmortales vendrán con él —insistió ella—. Una vez dijiste que eran los mejores guerreros del mundo.

—¿Es que recuerdas todo lo que digo?

—Sí —contestó ella, con tranquilidad.

Un sonido de cascos llegó del patio. Druss fue hasta la puerta y salió al porche.

El jinete llevaba la armadura de los oficiales drenai: yelmo con penacho blanco, peto plateado y capa escarlata. Desmontó, ató las riendas a un poste y caminó hacia la casa.

—Buenas noches. Estoy buscando a Druss, el Hachero —dijo el hombre. Se quitó el yelmo y se pasó una mano por el pelo.

—Lo has encontrado.

—Eso me parecía. Me llamo Dun Certak. Traigo un mensaje del general Abalayn. Quiere saber si os importaría ir al este, al campamento de Skeln.

—¿Para qué?

—Por la moral, mi señor. Sois una leyenda. El Legendario. La espera se está haciendo interminable, y los hombres se animarían si les hablaseis.

—No —dijo Druss—. Me he retirado.

—¿Dónde están tus modales, Druss? —dijo Rowena desde la casa—. Invita a pasar a ese joven.

Druss se hizo a un lado. El oficial entró y saludó a Rowena con una reverencia.

—Es un placer conoceros, mi señora. He oído hablar mucho de vos.

—Qué desilusión te habrás llevado —replicó ella, sonriendo—. Has oído hablar de una princesa y te encuentras con una matrona rolliza.

—Quiere que vaya a Skeln —dijo Druss.

—Ya lo he oído. Creo que deberías ir.

—No soy orador —protestó Druss.

—Pues llévate a Sieben. Te sentará bien. No imaginas lo fastidioso que es tenerte encima todo el día. Se sincero: disfrutarás enormemente.

—¿Estás casado? —le preguntó Druss a Certak, casi con un gruñido.

—No, mi señor.

—Muy sensato. ¿Te quedarás a pasar la noche?

—No, mi señor. Os lo agradezco, pero tengo que entregar otros despachos. Pero os veré en Skeln. Aguardaré con impaciencia.

El oficial hizo otra reverencia y se volvió hacia la puerta.

—Te quedarás a cenar —le ordenó Rowena—. Tus despachos pueden esperar al menos una hora.

—Lo siento, mi señora, pero...

—Ríndete, Certak —le advirtió Druss—. No puedes ganar.

El oficial sonrió y extendió las manos.

—En ese caso, me quedaré una hora.

A la mañana siguiente, Druss y Sieben alquilaron unos caballos, se despidieron y partieron hacia el este. Rowena agitó el brazo y sonrió hasta que se perdieron de vista. Después regresó a la casa, donde esperaba Pudri.

—No deberías haberlo mandado lejos, mi señora —dijo el ventriano, apenado. Rowena tragó saliva, incapaz de seguir conteniendo las lágrimas. Pudri se acercó a ella y la rodeó con sus delgados brazos.

—Era necesario. No debe estar aquí cuando llegue el momento.

—El querría estar aquí.

—En muchos sentidos, es el hombre más fuerte que he conocido, pero en esto tengo razón. No debe verme morir.

—Yo estaré contigo, mi señora. Te sostendré la mano.

—¿Le dirás que fue repentino y que no sufrí, aunque sea mentira?

—Sí.

Seis días después, tras haber cambiado de montura una docena de veces, Certak entró al galope en el campamento. Había cuatrocientas tiendas instaladas en grupos de veinte a la sombra de las montañas de Skeln, y cada una albergaba a doce hombres. Cuatro mil caballos pastaban en los prados cercanos, y había sesenta fogatas encendidas bajo ollas de hierro. El olor a estofado asaltó a Certak cuando tiró de las riendas ante la gran tienda de rayas rojas que ocupaban el general y su estado mayor.

El joven oficial entregó sus despachos, saludó, abandonó la tienda y se reunió con su compañía en el cuadrante norte del campamento. Dejó su montura a un mozo de cuadra, se quitó el yelmo y apartó la lona de la entrada de su alojamiento. En el interior, sus compañeros jugaban a los dados y bebían. El juego se interrumpió cuando lo vieron entrar.

—¡Certak! —dijo Orases, sonriendo y levantándose—. Bueno, ¿cómo es?

—¿Quién? —preguntó Certak, inocentemente.

—Druss, imbécil.

—Grande —dijo Certak. Pasó por delante del corpulento oficial rubio y tiró su casco sobre el camastro. Se desabrochó el peto y lo dejó caer al suelo. Liberado del peso, inspiró profundamente y se rascó el pecho.

—No fastidies y sé un buen compañero —dijo Orases, dejando de sonreír—. Háblanos de él.

—Anda, cuéntale —instó Diágoras—. No ha dejado de hablar del hachero desde que te fuiste.

—Eso no es cierto —protestó Orases, enrojeciendo—. Todos hemos estado hablando de él.

Certak le dio una palmada en el hombro y le alborotó el pelo.

—Tráeme una copa, Orases, y te lo contaré todo.

Mientras Orases buscaba una jarra de vino y cuatro copas, Diágoras se levantó de su camastro, cogió una silla y se sentó frente a Certak, que se había tumbado. El cuarto hombre, Architas, se unió a ellos, aceptó la copa de vino con aguamiel que le dio Orases y la vació de un trago.

—Como he dicho, es grande —dijo Certak—. No es tan alto como se dice en las historias, pero es recio como un castillo. Y tiene unos brazos enormes; sus bíceps son tan grandes como tus muslos, Diágoras. Tiene barba y es moreno, aunque con algunas canas. Tiene los ojos azules y una mirada que atraviesa.

—¿Y Rowena? —preguntó Orases, entusiasmado—. ¿Es tan increíblemente bella como dice el poema?

—No. Es bastante bonita, en un estilo matronal. Supongo que alguna vez fue muy atractiva; es difícil de decir con algunas mujeres mayores. Pero tiene unos ojos preciosos y una sonrisa encantadora.

—¿Viste el hacha? —preguntó Architas, un noble delgaducho de la frontera lentriana.

—No.

—¿Le preguntaste a Druss por sus batallas? —quiso saber Diágoras.

—Por supuesto que no, imbécil. Puede que ahora sólo sea granjero, pero sigue siendo Druss. No podía presentarme allí y preguntarle a cuántos dragones ha vencido.

—Los dragones no existen —dijo Architas, con altivez.

Certak sacudió la cabeza y lo miró con el ceño fruncido.

—Es un decir. El caso es que me invitaron a cenar, y hablamos de caballos y de la granja. Él me preguntó qué opinaba de la guerra, y le dije que creía que Gorben entraría por la bahía de Penrac.

—Eso está claro—afirmó Diágoras.

—No necesariamente. Si está tan claro, ¿por qué estamos estancados aquí con cinco regimientos?

—Abalayn es demasiado cauto —contestó Diágoras, sonriendo.

—Ése es el problema que tenéis los del oeste —dijo Certak—. Pasáis tanto tiempo con vuestros caballos que empezáis a pensar como ellos. El paso de Skeln es el acceso a la llanura de Sentran. Si Gorben lo tomase, pasaríamos hambre durante el invierno. Igual que la mitad de Vagria, en realidad.

—Gorben no es tonto —opinó Architas—. Sabe que Skeln se puede defender eternamente con doscientos hombres. El paso es demasiado estrecho para que la superioridad numérica de su ejército sirva de algo.

Y no hay más pasos. Penrac tiene más sentido. Está a menos de cien leguas de Drenan, y el territorio que lo rodea es liso como un lago. Allí podría desplegar su ejército y causar verdaderos problemas.

—No me importa demasiado adonde atraque —dijo Orases—, siempre que esté cerca para verlo.

Certak y Diágoras cruzaron la mirada. Los dos habían combatido en Sathuli y habían visto el auténtico y sangriento aspecto de una batalla, y presenciado cómo los cuervos arrancaban los ojos a sus amigos muertos. Orases era un novato que, cuando había llegado la noticia a Drenan, había instado a su padre a conseguirle un cargo en el cuerpo de lanceros de Abalayn.

—¿Y qué hay del Hacedor de Cornudos? —preguntó Architas—. ¿Estaba ahí?

—¿Sieben? Sí, vino a cenar. Está bastante avejentado; dudo que las mujeres se sigan derritiendo por él. Se ha quedado calvo como un huevo y flaco como un palo.

—¿Crees que Druss querrá luchar con nosotros? —intervino Diágoras—. Sería algo digno de contar a nuestros hijos.

—No. Está viejo y cansado, y se le nota. Pero me ha caído bien. No es un fanfarrón, eso está claro. Tiene los pies en la tierra. Cuesta creer que sea el protagonista de tantos romances y cantares. Dicen que Gorben no lo ha olvidado.

—Igual sólo ha sacado la flota para reunirse con su amigo Druss —dijo Architas, burlón—. Quizás deberías meterle esa idea en la cabeza al general; así podríamos irnos a casa.

—Es una posibilidad —reconoció Certak, conteniendo la irritación—. Pero si el regimiento se separa, nos veremos privados de tu deliciosa compañía, Architas; no podría soportarlo.

—Podré soportarlo —declaró Diágoras.

—Y yo puedo soportar el no verme obligado a compartir una tienda con una jauría de perros malcriados —replicó Architas—, pero no me queda más remedio.

—¡Guau, guau! —se burló Diágoras—. ¿Crees que nos han insultado, Certak?

—Nadie de quien valga la pena preocuparse.

—Eso sí que ha sido un insulto —dijo Architas, comenzando a levantarse. Un repentino alboroto en el exterior de la tienda interrumpió la discusión en ciernes. La lona de la entrada se apartó, y un joven soldado asomó la cabeza.

—Han prendido la almenara —anunció—. Los ventrianos han atracado en Penrac.

Los cuatro guerreros se pusieron en pie de un salto y corrieron a por sus armaduras.

Architas se volvió mientras se abrochaba el peto.

—Esto no cambia nada —afirmó—. Es una cuestión de honor.

—No —dijo Certak—. Es una cuestión de muerte. Y tú morirás pronto, cerdo pomposo.

Architas sonrió con fiereza.

—Ya veremos.

Diágoras bajó las orejeras del casco de bronce, se las ató debajo de la barbilla y se acercó a Architas.

—Ten presente una cosa, cara de cabra —le dijo, con tono de complicidad—. Si lo matas, lo cual es extremadamente dudoso, te cortaré el cuello mientras duermes. —Sonrió y le dio una palmada en el hombro—. Ya ves, no soy un caballero.

El campamento estaba revolucionado. Las almenaras de advertencia resplandecían desde los picos de Skeln hasta la costa. Como se preveía, Gorben había desembarcado en el sur. Abalayn aguardaba allí con veinte mil hombres, pero los ventrianos lo doblarían en número, como mínimo. Había cinco duros días de viaje a caballo hasta Penrac, y se repartían órdenes sin cesar, se ensillaban los caballos y se desmontaban las tiendas. Se habían sofocado las fogatas de cocina, y los carros se cargaban mientras los hombres corrían caóticamente por todo el campamento.

Por la mañana sólo quedaban seiscientos guerreros en la entrada del paso de Skeln; el grueso del ejército cabalgaba hacia el sur para reforzar las tropas de Abalayn.

El conde Delnar, el regente del norte, reunió a los hombres poco después del amanecer. A su lado estaba Architas.

—Como sabéis, los ventrianos han desembarcado —dijo el conde—. Nos quedaremos aquí por si envían fuerzas para hostigar el acceso del norte. Sé que muchos habríais preferido ir al sur, pero alguien tiene que quedarse atrás para proteger la llanura de Sentran y hemos sido los elegidos. Este campamento ya no se adapta a nuestras necesidades, así que iremos hasta el paso y nos instalaremos allí mismo. ¿Alguna pregunta?

No hubo ninguna. Delnar despidió a los hombres y se volvió hacia Architas.

—No sé por qué se ha decidido que te quedes aquí —dijo—. Pero no me caes nada bien, chico. Eres un buscalíos. Consideraba que tus habilidades habrían tenido mejor empleo en Penrac, pero esto es lo que hay. Si provocas algún problema aquí, lo lamentarás.

—Lo entiendo, mi señor —dijo Architas.

—Entiende esto también: eres mi auxiliar de campo y necesitaré que trabajes. Tendrás que transmitir mis instrucciones exactamente de la forma en que te las dé a ti. Me han dicho que tu arrogancia es indescriptible.

—Eso no es justo.

—Puede ser. No sé por qué iba a ser así, ya que tu abuelo era comerciante, y tu título nobiliario apenas tiene dos generaciones de antigüedad. Cuando tengas más experiencia sabrás que lo que importa es lo que uno hace, y no lo que hizo su padre.

—Gracias por vuestro consejo, mi señor. Lo tendré en cuenta —dijo Architas, con frialdad.

—Lo dudo. No sé qué te motiva, pero tampoco me importa mucho. Estaremos aquí unas tres semanas; después me libraré de ti.

—Como ordenéis, mi señor.

Delnar despidió a su auxiliar y miró hacia los árboles que bordeaban el oeste del campamento. Vio a dos hombres que avanzaban hacia él con paso firme; su mandíbula se tensó cuando reconoció al poeta. Volvió a llamar a Architas.

—¿Mi señor?

—¿Ves a esos dos hombres? Ve a recibirlos y condúcelos a mi tienda.

—Sí, mi señor. ¿Sabéis quiénes son?

—El más alto es Druss el Legendario. El otro es Sieben, el cantor de sagas.

—Veo que los conocéis muy bien —dijo Architas, con malicia apenas disimulada.

—Esto no parece un ejército —dijo Druss, protegiéndose los ojos del sol que asomaba por detrás de las montañas de Skeln—. No habrá más de doscientos hombres.

Sieben no contestó; estaba agotado. El día anterior, Druss se había cansado por fin de montar el caballo que había alquilado en Skoda. Decidió caminar hasta Skeln y dejó al animal con un ganadero, a diez leguas al oeste. En algo que después sólo pudo calificar como un repentino ataque de estupidez, Sieben había accedido a caminar también. Recordó que había pensado que sería bueno para él. Ahora, aunque Druss cargaba con el equipaje de ambos, el poeta se tambaleaba cansinamente. Tenía las piernas flojas y entumecidas, y los tobillos y las muñecas, hinchados, y estaba jadeando.

—¿Sabes lo que creo? —dijo Druss. Sieben sacudió la cabeza, concentrándose en llegar a las tiendas—. Creo que llegamos tarde. Gorben ha desembarcado en Penrac, y el ejército se ha ido. Aun así, ha sido un viaje agradable. ¿Estás bien, poeta?

Sieben asintió. Estaba pálido.

—No lo parece —afirmó Druss—. Si no estuvieras de pie a mi lado creería que estás muerto. He visto cadáveres con un aspecto más saludable.

Sieben lo miró; fue la única respuesta que le permitían sus escasas fuerzas. Druss rió entre dientes.

—¿Te has quedado sin palabras? Sólo por eso ha valido la pena venir.

Un oficial joven y alto caminaba hacia ellos, esquivando con sumo cuidado los charcos de lodo y los recuerdos más obvios de la presencia de los caballos estabulados en el campamento. Se detuvo frente a ellos e hizo una exagerada reverencia.

—Bienvenidos a Skeln. ¿Vuestro amigo está enfermo? —le dijo a Druss.

—No, siempre tiene ese aspecto —contestó Druss. Observó al guerrero. Se desenvolvía con confianza, pero había algo en sus ojos verdes y en el conjunto de sus rasgos que al hachero le resultaba irritante.

—El conde Delnar me ha pedido que os conduzca a su tienda. Me llamo Architas. ¿Y vos?

—Druss. Él se llama Sieben. Llévanos.

El oficial apretó el paso, pero Druss no se esforzó por seguirle el ritmo, y caminó lentamente al lado de Sieben. Lo cierto era que él también estaba cansado. Habían caminado casi toda la noche, tratando de demostrarse que seguían siendo jóvenes.

Delnar despidió a Architas y permaneció sentado detrás de la pequeña mesa plegable llena de papeles y despachos. Sieben, haciendo caso omiso de la tensión, se desplomó en el catre de Delnar. Druss se llevó una jarra de vino a los labios y dio tres grandes tragos.

—Él no es bienvenido aquí, y, por ende, tú tampoco —dijo Delnar.

Druss dejó la jarra en la mesa y se secó los labios con el dorso de la mano.

—De haber sabido que estabas aquí, no lo habría traído —afirmó—. Deduzco que el ejército se ha ido.

—Así es. Ha partido hacia el sur; Gorben ha desembarcado. Podéis llevaros dos caballos, pero quiero que os vayáis al atardecer.

—He venido para dar a los hombres algo en qué pensar mientras esperan —dijo Druss—. Pero ya no lo necesitan, así que descansaré un par de días y volveré a Skoda.

—He dicho que no eres bienvenido aquí —insistió Delnar.

Los ojos del hachero se clavaron en el conde con frialdad.

—Escúchame —dijo en voz baja—. Sé por qué te sientes así; yo en tu lugar sentiría lo mismo. Sin embargo, no estoy en tu lugar. Soy Druss, y voy adonde quiero. Si digo que me quedaré aquí, lo haré. Me caes bien, Delnar, pero crúzate en mi camino y te mataré.

Delnar asintió y se frotó la barbilla. La situación había llegado más lejos de lo que podía permitir. Esperaba que Druss se fuera, pero no podía obligarlo. Sería absurdo que el regente del norte ordenase a los guerreros drenai que atacaran a Druss el Legendario, sobre todo cuando había llegado invitado por el comandante del ejército. Delnar no temía a Druss, porque no temía a la muerte. Su vida se había terminado seis años antes. Desde entonces, Vashti, su esposa, lo había avergonzado con sus innumerables aventuras amorosas. Tres años atrás le había dado una hija, una criatura encantadora a la que él adoraba a pesar de que no estaba seguro de haber participado en su concepción. Poco después, Vashti había huido de la capital, dejando a la niña en Delnoch. El conde había oído que su esposa estaba viviendo actualmente con un mercader ventriano en el acomodado barrio oeste. Inspiró profundamente, intentando tranquilizarse, y miró a Druss a los ojos.

—En ese caso, quédate —dijo—. Pero mantenlo fuera de mi vista.

Druss asintió y echó un vistazo a Sieben. El poeta se había dormido.

—Esto no debería haberse interpuesto entre nosotros —dijo Delnar.

—Son cosas que pasan. Sieben siempre ha tenido debilidad por las mujeres hermosas.

—No debería odiarlo, pero fue el primero del que tuve noticia. Fue el hombre que destruyó mis sueños, ¿lo entiendes?

—Nos iremos mañana —dijo Druss, con cansancio—. Pero ahora vamos a dar una vuelta por el paso. Necesito tomar el aire.

El conde se levantó y se puso el yelmo y la capa roja. Los dos guerreros cruzaron el campamento y subieron la empinada cuesta rocosa que llevaba a la entrada del paso. Éste medía cerca de un cuarto de legua y se iba estrechando hasta su centro, donde tenía unos cincuenta pasos de anchura. A partir de allí, el terreno descendía suavemente hasta un arroyo que atravesaba el valle y giraba hacia el mar, que se hallaba a una legua de distancia. Desde la entrada del paso, entre los picos irregulares, se podía ver el mar, que en aquel momento brillaba bajo el sol y lanzaba reflejos dorados y azules. Druss saboreó la brisa del este, que le refrescaba el rostro.

—Es un buen lugar para una batalla defensiva —dijo el hachero, estudiando el paso—. Cualquier ejército atacante se atascaría en el centro, y la superioridad numérica sería inútil.

—Y tendría que cargar cuesta arriba —añadió Delnar—. Creo que Abalayn tenía la esperanza de que Gorben desembarcara aquí. Podríamos haberlo retenido en la bahía, para que su ejército agotase las provisiones, y nuestra flota podría hostigar a sus barcos.

—Gorben es demasiado inteligente para hacer eso. No encontrarás un guerrero más astuto.

—¿Lo aprecias?

—Siempre fue justo conmigo —dijo Druss, manteniendo su tono neutral.

Delnar asintió.

—Dicen que se ha convertido en un tirano.

Druss se encogió de hombros.

—En cierta ocasión me dijo que era la maldición de los reyes.

—Tenía razón. ¿Sabes que tu amigo Bodasen sigue siendo uno de sus principales generales?

—No lo dudo. Es un hombre leal y un buen estratega.

—Se diría que perderte esta batalla es un alivio para ti, amigo mío —comentó el conde.

Druss asintió.

—Los años que pasé con los Inmortales fueron buenos. Y tengo amigos entre ellos. Pero tienes razón, no me gustaría nada enfrentarme a Bodasen. En medio de la batalla éramos como hermanos, y lo aprecio mucho.

—Regresemos. Pediré que te sirvan algo de comer.

El conde saludó al centinela de la entrada del paso, y los dos hombres subieron la cuesta hasta el campamento. Delnar guió a Druss a una tienda cuadrada de color blanco, y sostuvo la lona mientras éste entraba. En el interior había cuatro hombres, que se pusieron en pie cuando el conde entró detrás de Druss.

—Descansad —dijo Delnar—. Os presento a Druss, un viejo amigo mío. Se quedará un tiempo con nosotros. Me gustaría que le deis la bienvenida. —Se volvió hacia Druss—. Creo que ya conoces a Certak y a Architas. Este barbudo disoluto es Diágoras.

El hombre le cayó bien a Druss; lucía una sonrisa franca y amistosa, y el brillo de sus ojos oscuros denotaba buen humor. Pero ante todo, Diágoras tenía lo que los soldados llamaban «mirada de águila», y Druss supo inmediatamente que era un guerrero nato.

—Encantado de conoceros, señor. Hemos oído hablar mucho de vos.

—Y éste es Orases —dijo Certak—. Ha venido de Drenan hace poco.

Druss estrechó la mano del joven y notó que tenía la carne blanda y apretaba débilmente. Daba la impresión de ser una persona agradable, pero al lado de Diágoras y de Certak parecía torpe y aniñado.

El conde se despidió y se marchó.

—¿Os apetece comer algo? —preguntó Diágoras.

—Me encantaría —dijo Druss entre dientes—. Mi estómago cree que me han cortado el cuello.

—Os traeré algo —se apresuró a decir Orases.

—Creo que vuestra presencia lo intimida, Druss —dijo Diágoras, mientras Orases salía corriendo de la tienda.

—Suele pasar. ¿Por qué no me invitáis a sentarme?

Diágoras rió entre dientes y le pasó una silla. Druss le dio la vuelta y se sentó. Los otros lo imitaron y el ambiente se relajó.

«Me está llegando el relevo», pensó Druss, y deseó no haber ido.

—¿Puedo ver vuestra hacha? —preguntó Certak.

—Por supuesto —contestó Druss, y sacó a Snaga de la funda aceitada.

En sus manos, el arma parecía ligera como una pluma, pero cuando se la entregó a Certak, el oficial resopló.

—El acero que golpeó al Sabueso del Caos —susurró Certak, girándola en sus manos. Se la devolvió a su dueño.

—¿Te crees todo lo que te cuentan? —dijo Architas, de manera despectiva.

—¿Ocurrió de verdad, Druss? —preguntó Diágoras, antes de que Certak pudiera contestar.

—Sí. Hace mucho tiempo. Pero apenas le atravesó la piel.

—¿Es cierto que estaban sacrificando a una princesa? —quiso saber Certak.

—No, a dos niños. Pero habladme de vosotros —pidió Druss—. La gente me hace siempre las mismas preguntas, y empieza a ser un fastidio.

—Si tanto os molesta —intervino Architas—, ¿por qué vais a todas partes con el poeta?

—¿Qué quieres decir?

—Sólo que parece extraño que un hombre tan modesto como vos lleve a un maestro de sagas con él. Aunque ha demostrado ser muy conveniente.

—¿Conveniente?

—Bueno, él os ha creado, ¿verdad? Druss el Legendario. Fama y fortuna. Cualquier guerrero, con un acompañante así, podría haberse convertido en una leyenda.

—Supongo que eso es cierto —dijo Druss—. En mis tiempos he conocido a muchos hombres cuyas hazañas han sido olvidadas, y que merecerían que se los recordase en cantares y relatos.

—¿Cuánto de la gran saga de Sieben son exageraciones? —insistió Architas.

—Oh, cállate —espetó Diágoras.

—No —dijo Druss, levantando la mano—. No tenéis idea de lo apropiado que es esto. La gente siempre hace preguntas sobre las historias, y cuando digo que están, digamos, adornadas, no me creen. Pero es cierto. Las historias no hablan de mí; aunque están basadas en cosas que ocurrieron, han crecido. Yo fui la semilla; ellas son el árbol. No he conocido a una princesa en mi vida. Pero para responder a tu pregunta anterior, nunca le pedí a Sieben que me acompañase. Él vino, sencillamente. Creo que estaba aburrido y quería ver mundo.

—¿Pero mataste al hombre bestia de las montañas de Pelucid? —preguntó Certak.

—No. Sólo maté a muchos hombres en muchas batallas.

—Entonces, ¿por qué permites los cantares? —insistió Architas.

—Si pudiera evitarlo, lo haría —le contestó Druss—. Cuando regresé a estas tierras, los primeros años fueron una pesadilla. Pero ya me he acostumbrado. La gente cree lo que quiere creer, y rara vez importa la verdad. La gente necesita héroes, y si no tiene ninguno, se los inventa.

Orases volvió con un cuenco de estofado y una hogaza de pan negro.

—¿Me he perdido algo? —preguntó.

—No —aseguró Druss—. Sólo estábamos charlando.

—Druss nos estaba diciendo que su leyenda es un puro embuste —dijo Architas—. Ha sido muy revelador.

Druss rió entre dientes, genuinamente divertido, y sacudió la cabeza.

—¿Veis? —les dijo a Diágoras y a Certak—. La gente cree lo que quiere creer y oye sólo lo que quiere oír. —Miró a Architas, que se había quedado mudo—. Chico, hubo una época en la que, a estas alturas, las paredes de la tienda estarían manchadas con tu sangre. Entonces era joven y duro de mollera. Ahora ya no disfruto matando cachorros, pero sigo siendo Druss, así que te diré una cosa: a partir de ahora, ándate con cuidado cuando estés cerca de mí.

Architas forzó una carcajada.

—No te tengo miedo, viejo —dijo—. No pienso que...

Druss se levantó como un rayo y le dio un bofetón. Architas salió disparado de la silla y cayó en el suelo de la tienda, gimiendo y sangrando por la nariz rota.

—No, no piensas —afirmó Druss—. Pásame ese estofado antes de que se enfríe, Orases.

—Bienvenido a Skeln, Druss —dijo Diágoras, sonriendo.

Druss se quedó tres días en el campamento. Sieben se había despertado en la tienda de Delnar, quejándose de dolor en el pecho. El médico del regimiento lo había examinado y le había ordenado que descansara. Después explicó a Druss y a Delnar que el poeta había sufrido un ataque al corazón.

—¿Cómo es de grave? —preguntó Druss.

La expresión del médico era sombría.

—Si descansa una semana o dos, puede que se reponga; pero existe el riesgo de que le falle el corazón de repente. Ya no es joven, y el viaje hasta aquí ha sido duro para él.

—Entiendo —dijo Druss—. Gracias. —Se volvió hacia Delnar—. Lo siento, pero tendremos que quedamos.

—No te preocupes, amigo mío —respondió el conde, sacudiendo una mano—. A pesar de lo que dije cuando llegasteis, eres bienvenido. Pero cuéntame qué ha pasado entre Architas y tú. Parece que le ha caído una montaña en la cara.

—Su nariz golpeó mi mano —gruñó Druss.

Delnar sonrió.

—Tiene un carácter detestable, pero deberías andarte con cuidado con él. Es lo bastante estúpido para desafiarte.

—No creo —dijo Druss—. Puede que sea tonto, pero no está enamorado de la muerte. Hasta un cachorro sabe esconderse de un lobo.

En la mañana del cuarto día, Druss estaba en la tienda con Sieben cuando un vigía entró en el campamento precipitadamente. Instantes después se desató el caos, y los hombres corrieron a por sus armaduras. Al oír el jaleo, Druss salió de la tienda y cogió por la capa a un joven soldado que pasaba por allí, obligándolo a detenerse.

—¿Qué pasa? —preguntó el hachero.

—¡Vienen los ventrianos! —gritó el soldado, soltándose y corriendo hacia el paso. Druss maldijo y echó a andar tras él. En la boca del paso, se detuvo y miró hacia el arroyo.

De pie, con armaduras y lanzas relucientes, se desplegaban líneas y líneas de guerreros de Gorben, llenando el valle de ladera a ladera. En el centro de la masa de hombres se alzaba la tienda del emperador rodeada por las filas de los Inmortales, negras y plateadas.

Algunos guerreros drenai adelantaban a la carrera a Druss, mientras él se acercaba lentamente a Delnar.

—Te dije que era astuto —dijo Druss—. Debe de haber enviado un ejército simbólico a Penrac, como señuelo, sabiendo que mandaríamos a nuestras tropas al sur.

—Sí. ¿Y ahora qué?

—No te han dejado muchas alternativas.

—Cierto.

Los guerreros drenai se desplegaron en tres columnas en el estrecho centro del paso. Sus escudos redondos brillaban al sol de la mañana; los penachos blancos de sus cascos se agitaban bajo la brisa.

—¿Cuántos son veteranos? —preguntó Druss.

—Cerca de la mitad. Los he colocado en primera línea.

—¿Cuánto tarda un jinete en llegar a Penrac?

—Ya he enviado a un hombre. El ejército podría estar de regreso en unos diez días.

—¿Crees que tenemos diez días? —gruñó Druss.

—No. Pero como has dicho, no tenemos muchas alternativas. ¿Qué crees que hará Gorben?

—Primero parlamentará. Te pedirá que te rindas. Como mucho tendrás un par de horas para pensarlo. Entonces enviará a los panthianos; son una horda indisciplinada, pero luchan como demonios. De todas formas, probablemente podremos repelerlos. Sus escudos de mimbre y sus garrochas no pueden competir con una armadura drenai. Después de eso lanzará a sus tropas contra nosotros...

—¿Los Inmortales?

—No hasta el final, cuando estemos cansados y acabados.

—Es un mal panorama —dijo Delnar.

—Es una mierda.

—¿Te quedarás con nosotros, hachero?

—¿Crees que me iría?

Delnar rió entre dientes.

—¿Por qué no? Ojalá yo pudiera.

En la primera línea drenai, Diágoras enfundó la espada y se secó el sudor de la mano en la capa roja.

—Son bastantes —dijo.

A su lado, Certak asintió.

—Buena forma de expresarlo. Y parecen dispuestos a pasar por encima de nosotros.

—Tendremos que rendirnos, ¿verdad? —susurró Orases detrás de ellos. Se limpió el sudor de los ojos.

—No sé por qué, pero no creo —dijo Certak—. Aunque reconozco que es una idea interesante.

Un jinete montado en un caballo negro vadeó el arroyo y galopó hacia las filas drenai. Delnar se abrió paso entre sus hombres, con Druss a su lado, y esperó.

El jinete llevaba la armadura negra y plateada de general de los Inmortales. Tiró de las riendas ante los dos hombres y se apoyó en el pomo de la silla.

—¿Druss? —dijo—. ¿Eres tú?

Druss estudió los rasgos demacrados y los mechones canosos del pelo oscuro sujeto en dos trenzas.

—Bienvenido a Skeln, Bodasen —contestó el hachero.

—Lamento encontrarte aquí. Estaba pensando en ir a Skoda tan pronto como tomásemos Drenan. ¿Rowena está bien?

—Sí. ¿Y tú?

—Ya me ves. En forma y bien. ¿Tú?

—No me quejo.

—¿Y Sieben?

—Está durmiendo en una tienda.

—Siempre supo cuándo convenía alejarse de una batalla —dijo Bodasen, forzando una sonrisa—. Y eso es lo que parece esto, a menos que prevalezca el sentido común. ¿Estáis al mando? —le preguntó a Delnar.

—Sí. ¿Qué mensaje traéis?

—Sólo éste: mañana por la mañana, mi emperador cruzará este paso. Consideraría una cortesía que apartaseis a vuestros hombres de su camino.

—Lo pensaremos —respondió Delnar.

—Os aconsejaría que os lo pensarais bien —dijo Bodasen, girando su montura—. Hasta la vista, Druss. ¡Cuídate!

—Tú también.

Bodasen espoleó a su montura, volvió al arroyo y se abrió paso entre las columnas panthianas.

Druss se llevó aparte a Delnar, lejos de los hombres.

—No tiene sentido que nos quedemos aquí todo el día, mirándolos —afirmó—. ¿Por qué no ordenas que rompan filas y envías a la mitad a por mantas y leña?

—¿Crees que hoy no atacarán?

—No. ¿Para qué? Saben que no nos llegarán refuerzos esta noche, y no falta tanto para mañana.

Druss volvió al campamento y fue a ver al poeta. Sieben estaba dormido. Druss se sentó en una silla y contempló la cara surcada de arrugas de su amigo. En un gesto inusitado, le acarició la calva. Sieben abrió los ojos.

—Oh, eres tú —dijo—. ¿A qué viene tanto alboroto?

—Los ventrianos nos han engañado. Se encuentran al otro lado de la montaña.

Sieben maldijo en voz baja. Druss rió entre dientes.

—Quédate acostado aquí, poeta, y te lo contaré todo cuando los hayamos mandado a paseo.

—¿Los Inmortales están aquí? —preguntó Sieben.

—Por supuesto.

—Genial. «Será una excursión agradable», me prometiste. «Daremos un par de discursos.» ¿Y qué tenemos? Otra guerra.

—He visto a Bodasen. No tiene mal aspecto.

—Maravilloso. Quizá después de que nos mate podamos tomar unas copas juntos y charlar sobre los viejos tiempos.

—Te tomas las cosas muy en serio, poeta. Ahora descansa, y más tarde haré que algunos hombres te lleven al paso. No te gustaría perderte la acción, ¿verdad?

—¿No podrías pedir que me lleven de vuelta a Skoda?

—Después —dijo Druss, con una sonrisa—. En cualquier caso, debo volver.

El hachero subió rápidamente la cuesta de la montaña y se sentó en una roca en la entrada del paso, estudiando detenidamente el campamento enemigo.

—¿En qué piensas? —preguntó Delnar, reuniéndose con él.

—Estaba recordando una cosa que le dije hace mucho a un viejo amigo.

—¿Qué?

—Si quieres ganar, ataca.

Bodasen se bajó del caballo, se arrodilló ante el emperador y apoyó la frente en el suelo. Después se puso en pie. De lejos, el ventriano parecía el de siempre: poderoso, con barba negra y mirada penetrante. Pero aquella imagen no soportaba una inspección cercana. El pelo y la, barba revelaban el feo brillo del tinte, el color de su rostro maquillado tenía un brillo antinatural, y sus ojos veían una traición en cada sombra. Sus seguidores, incluso aquéllos que, al igual que Bodasen, lo habían servido durante decenios, sabían que nunca debían mirarlo al rostro y que al hablar debían dirigirse al hipogrifo dorado de su peto. Nadie, sin excepción, podía acercarse a él portando un arma, y hacía años que no concedía una audiencia privada. Siempre llevaba puesta la armadura; se decía que no se la quitaba ni para dormir. Unos esclavos probaban toda su comida, y llevaba guantes de cuero, convencido de que podían haber rociado con veneno el exterior de sus copas de oro.

Bodasen esperó a recibir permiso para hablar. Echó un vistazo rápido al rostro del emperador e interpretó su expresión: Gorben estaba de mal humor.

—¿Ése era Druss? —preguntó.

—Así es, mi señor.

—De modo que hasta él se ha vuelto contra mí.

—Es drenai, mi señor.

—¿Discutes conmigo, Bodasen?

—No, mi señor. Por supuesto que no.

—Bien. Quiero que me traigan a Druss; será juzgado. Semejante traición tiene que ser castigada sin demora. ¿Entiendes?

—Sí, mi señor.

—¿Los drenai nos darán paso?

—No lo creo, mi señor. Pero no costará mucho despejar el camino. Incluso con Druss ahí. ¿Ordeno a los hombres que rompan filas y monten el campamento?

—No. Que sigan un rato en formación. Que los drenai contemplen su poder y su fuerza.

—Sí, mi señor.

Bodasen retrocedió.

—¿Aún eres leal? —preguntó el emperador, de repente.

Al general se le quedó la boca seca.

—Como siempre lo he sido, señor.

—Pero Druss era tu amigo.

—A pesar de ello, mi señor, haré que lo arrastren ante vos cubierto de cadenas. O que os traigan su cabeza, si muere en el combate.

El emperador asintió y volvió su rostro maquillado hacia el paso.

—Los quiero muertos. A todos —susurró.

En la fría neblina de la madrugada, los drenai cerraron filas; cada guerrero portaba un escudo redondo y una espada corta. Habían dejado a un lado los sables; en formación cerrada, un arma larga podía ser tan mortal para un camarada como para el enemigo. Los hombres estaban nerviosos y se revisaban constantemente las correas de los petos, o comprobaban si llevaban la cota de malla demasiado ceñida, demasiado floja o demasiado lo que fuera. Se habían quitado las capas y las habían dejado junto al talud de la montaña, detrás de las hileras de hombres.

Tanto Druss como Delnar sabían que aquél era el momento de mayor tensión, cuando se ponía a prueba el temple de los hombres. Gorben podía hacer muchas cosas. Los dados estaban en sus manos. Lo único que podían hacer los drenai era esperar.

—¿Crees que atacará en cuanto salga el sol? —preguntó Delnar.

Druss sacudió la cabeza.

—Lo dudo. Dejará que el miedo haga su trabajo durante una hora, más o menos. De todas formas, con él nunca se sabe.

Los doscientos hombres de la primera línea compartían, con distintas intensidades, las mismas emociones: orgullo, por haber sido escogidos como los mejores, y miedo, porque podían ser los primeros en morir. Algunos tenían remordimientos. Unos no habían escrito a casa en varias semanas; otros se habían separado de amigos o de familiares con palabras agrias. Pensaban en muchas cosas.

Druss fue hasta el centro de la primera línea y les dijo a Diágoras y a Certak que lo flanquearan.

—Apartaos un poco de mí —les dijo—. Dejadme espacio para maniobrar.

La fila se reorganizó para hacerle sitio. El hachero relajó los hombros y estiró los músculos de los brazos y la espalda. El cielo se iluminó y Druss maldijo. Además de la superioridad numérica del enemigo, los defensores tenían el sol de frente.

Al otro lado del lago, los cetrinos panthianos afilaron sus lanzas. No sentían miedo. Los hombres de piel de marfil que se enfrentaban a ellos eran pocos; huirían como antílopes en la sabana en llamas. Gorben esperó hasta que el sol se alzó sobre las cimas, y ordenó atacar.

Los panthianos se pusieron en pie y un rugido de odio surgió de sus gargantas: un muro de sonido que atravesó el paso y cubrió a los defensores.

—¡Escuchad eso! —bramó Druss—. No es fuerza lo que oís. ¡Es el sonido del terror!

Cinco mil guerreros se lanzaron hacia el paso; sus pisadas retumbaban en las rocas de la cuesta y arrancaban ecos en las montañas.

Druss carraspeó y escupió. Después se echó a reír; una carcajada de pura alegría que arrancó risas de los hombres que lo rodeaban.

—Dioses, echaba de menos esto —exclamó—. ¡Venid, cabrones! —les gritó a los panthianos—. ¡Moveos!

Delnar, en el centro de la segunda línea, sonrió y desenvainó la espada.

El enemigo estaba a apenas cien pasos de distancia. Los hombres de la tercera línea miraron a Architas, que alzó un brazo. Los hombres soltaron sus escudos, se inclinaron y volvieron a levantarse empuñando jabalinas dentadas. Cada uno tenía cinco de ellas a sus pies.

Los panthianos ya casi estaban encima de ellos.

—¡Ahora! —gritó Architas.

Doscientos venablos letales volaron hacia la masa negra.

—¡Otra vez! —ordenó Architas.

La primera fila de la horda que avanzaba desapareció entre gritos, pisoteada por los hombres que avanzaban tras ellos. La carga de los panthianos perdió su impulso cuando los salvajes tropezaron y cayeron encima de sus camaradas caídos. Las paredes del desfiladero, que se estrechaban como un reloj de arena, ralentizaron más el ataque.

Las filas enemigas chocaron.

Una lanza apuntó a Druss, que la bloqueó con las hojas del hacha y respondió con un corte de revés que atravesó el escudo de mimbre y la carne que protegía. El panthiano gimió mientras Snaga le rompía las costillas. Druss liberó el hacha, rechazó otro embate y clavó el arma en la cara del adversario. A su lado, Certak interceptó una lanza con el escudo y, con destreza, hundió la espada en un pecho negro. Otra lanza le hizo un corte en el muslo, pero no sintió dolor. El soldado drenai contraatacó, y su agresor cayó sobre el montón de cadáveres que iba creciendo frente a los defensores.

Los panthianos saltaban sobre los cuerpos de sus camaradas, e intentaban desesperadamente romper las filas de sus adversarios. El suelo del paso se había vuelto resbaladizo a causa de la sangre, pero los drenai resistían.

Un guerrero alto arrojó a un lado el escudo de mimbre, saltó sobre la pila de muertos, con la lanza en ristre, y se abalanzó sobre Druss. Snaga se hundió en su pecho, pero el peso del hombre empujó a Druss hacia atrás, y le arrancó el hacha de las manos. Un segundo panthiano se le echó encima. Druss apartó la lanza con el guantelete y descargó un puñetazo en la mandíbula del hombre. El guerrero se tambaleó. Druss lo cogió por el cuello y la ingle, lo levantó por encima de la cabeza y lo lanzó sobre la barrera de cadáveres, contra los panthianos que avanzaban. Después, se volvió y arrancó el hacha del cadáver del otro hombre.

—¡A mí, drenai! —bramó—. ¡Es hora de enviarlos a casa!

Druss saltó por encima de los cadáveres y golpeó a diestro y siniestro, abriendo una brecha en las filas de los panthianos. Diágoras no daba crédito a sus ojos. Lanzó una maldición y corrió a unirse al hachero.

Los drenai avanzaron, saltando sobre los panthianos muertos. Sus espadas estaban teñidas de sangre, y en sus miradas no había piedad.

Los salvajes luchaban: primero, para reducir al loco del hacha; después, para escapar de él. Cuando se le unieron los guerreros drenai, el miedo se propagó como la peste entre las filas panthianas.

Momentos más tarde, los salvajes huían a la carrera hacia el valle.

Druss condujo a los guerreros de regreso a su posición. Tenía el jubón manchado de sangre, y su barba parecía teñida de rojo. Se abrió la camisa, sacó un paño y se enjugó el sudor de la cara. Se quitó el casco negro y plateado y se rascó la cabeza.

—¿Y bien, muchachos? —gritó; su voz grave retumbó en los peñascos—. ¿Cómo os sentís al haberos ganado la paga?

—¡Vienen otra vez! —gritó alguien.

La voz de Druss se abrió camino entre el creciente miedo.

—Pues claro que vuelven —bramó—. No saben que están derrotados. Los de la primera línea, replegaos; los de la segunda, en guardia. ¡Vamos a repartirnos un poco la gloria!

Druss permaneció en primera línea, con Diágoras y Certak a su lado.

Al anochecer ya habían repelido cuatro ataques, con sólo cuarenta bajas en su bando: treinta muertos y diez heridos.

Los panthianos muertos eran más de ochocientos.

La noche contempló una escena macabra: los drenai estaban sentados alrededor de las pequeñas fogatas, y las llamas proyectaban extrañas sombras en los cadáveres apilados, haciendo que parecieran retorcerse en la oscuridad. Delnar ordenó que reunieran todos los escudos de mimbre que pudieran encontrar y que recuperasen las jabalinas y las lanzas utilizables.

Hacia la medianoche, la mayoría de los veteranos estaban dormidos. Para los demás, la agitación del día era demasiado reciente, y seguían sentados en pequeños grupos, hablando en voz baja.

Delnar iba de grupo en grupo, se sentaba con los hombres, reía y los animaba. Druss dormía en la tienda de Sieben, en lo alto de la entrada del paso. El poeta había visto parte de la acción del día desde su cama, y se había quedado dormido durante la larga tarde.

Diágoras, Orases y Certak estaban con otra media docena de hombres cuando Delnar se acercó y se unió a ellos.

—¿Cómo estáis? —preguntó el conde.

Los hombres sonrieron. ¿Qué podían responder?

—¿Puedo hacerle una pregunta, mi señor? —dijo Orases.

—Claro que sí.

—¿Cómo es posible que Druss haya sobrevivido? Prácticamente no lleva ninguna protección.

—Buena pregunta —dijo el conde; se quitó el casco y se pasó la mano por el pelo, disfrutando de la frescura de la noche—. Y a la vez, es la respuesta: sobrevive porque no lleva protección. Salvo raras excepciones, cualquier herida causada por esa hacha terrible es mortal. Para matar a Druss hay que estar dispuesto a morir. No, no sólo dispuesto. Hay que atacar a Druss con la absoluta certeza de que costará la vida. Pero la mayoría de los hombres quiere vivir. ¿Entiendes?

—No del todo, señor —reconoció Orases.

—¿Sabes a qué clase de guerrero no quiere enfrentarse nadie? —preguntó Delnar.

—No, señor.

—A un berserker —dijo Delnar—. Un hombre cuya furia asesina lo vuelve inmune al dolor e indiferente a la vida. Se quita la armadura y ataca al enemigo, y golpea y mata hasta que lo hacen pedazos. Una vez vi a un berserker perder un brazo. Cuando la sangre empezó a brotar del muñón, la apuntó a la cara de sus atacantes y siguió peleando hasta caer rendido.

Delnar hizo una pausa. Después siguió hablando:

—Nadie quiere luchar contra un hombre así. Y Druss es incluso más temible que un berserker. Tiene todas sus virtudes, pero su furia asesina está bajo control: puede pensar con claridad. Y si añadimos su fuerza impresionante, tenemos una auténtica máquina de destruir.

—Pero puede recibir una estocada casual en medio de la refriega —dijo Diágoras—. O resbalar en un charco de sangre. Es tan mortal como cualquier hombre.

—Sí —aceptó Delnar—. No digo que de esa manera no vaya a morir; sólo, que tiene todas las de ganar. La mayoría de vosotros lo habéis visto hoy. Los que luchabais a su lado no habéis tenido tiempo de observar su técnica, pero otros habéis alcanzado a ver al Legendario. Siempre está equilibrado, siempre en movimiento. Sus ojos nunca están quietos. Su visión periférica es increíble. Puede percibir el peligro incluso en medio del caos. Hoy, un guerrero panthiano increíblemente valiente se ha lanzado sobre el hacha y se la ha quitado de la mano. Otro guerrero lo ha seguido. ¿Alguno de vosotros lo ha visto?

—Yo —dijo Orases.

—Pero no te has dado cuenta de lo que pasaba. El primer panthiano ha muerto para quitarle el arma a Druss. El segundo lo iba a entretener mientras los otros abrían una brecha en el frente. Entonces habrían pasado, y nuestra fuerza habría sido dividida y empujada contra las montañas. Druss se ha dado cuenta en el acto. Por eso, aunque podría haber golpeado a su atacante hasta dejarlo inconsciente y luego recuperar su hacha, lo ha arrojado de nuevo a la brecha. Piénsalo bien: en ese instante, Druss ha visto el peligro, ha trazado un plan de acción y lo ha llevado a cabo. Más que eso: ha recuperado el hacha y ha llevado la batalla al campo enemigo. Eso es lo que los ha desarmado. Druss ha calculado con toda precisión el mejor momento para atacar. Es el instinto del guerrero nato.

—Pero ¿cómo sabía que lo seguiríamos? —preguntó Diágoras—. Lo podrían haber destrozado.

—Estaba seguro de que iríais tras él. Por eso os había pedido a Certak y a ti que estuvierais a su lado. Es todo un cumplido. Sabía que reaccionaríais, y que los que no lo siguieran a él, os seguirían a vosotros.

—¿Os lo ha contado él? —le preguntó Certak.

El conde rió.

—No. Probablemente, si lo oyera se sorprendería tanto como vosotros. Sus acciones no son razonadas. Como he dicho, actúa por instinto. Si sobrevivimos a esto aprenderéis mucho.

—¿Creéis que sobreviviremos? —preguntó Orases.

—Si somos fuertes —mintió Delnar, con una naturalidad que lo sorprendió.

Los panthianos regresaron al amanecer, acercándose sigilosamente al paso donde esperaban los drenai, espada en mano. Pero no atacaron. Ante la mirada perpleja de los defensores, se llevaron los cadáveres de sus camaradas.

Fue una escena extraña. Delnar ordenó a los drenai que retrocedieran veinte pasos para hacerles sitio, y los guerreros esperaron. El conde enfundó la espada y se reunió con Druss en la primera línea.

—¿Qué opinas?

—Creo que están despejando el terreno para los carros —dijo Druss.

—Los caballos no pueden cargar contra una línea cerrada. No llegarían muy lejos.

—Echa un vistazo —dijo el hachero entre dientes.

Al otro lado del arroyo, el ejército ventriano se había dividido para dejar espacio a las relucientes vigas de bronce de los tantrianos. Los ejes de las enormes ruedas estaban rematados con mortales cuchillas dentadas; cada carro estaba tirado por dos caballos, y en él iban un auriga y un lancero.

La retirada de los cadáveres prosiguió durante una hora; mientras tanto, los carros formaron una línea en el valle. Cuando los panthianos se fueron, Delnar ordenó adelantarse a treinta hombres que llevaban los escudos de mimbre recuperados de la batalla del día anterior. Los dispusieron a lo ancho del paso y los rociaron con aceite.

Delnar apoyó la mano en el hombro de Druss.

—Adelanta la línea cincuenta pasos, más allá de los escudos. Cuando ataquen, divide la formación en dos y guareceos en las rocas. En cuanto hayan cruzado prenderemos fuego a los escudos. Con suerte, eso los detendrá. La segunda línea se ocupará de los carros, mientras tu línea contiene a la infantería que vendrá detrás.

—Suena bien —afirmó Druss.

—Si no funciona, no volveremos a intentarlo —dijo Delnar.

Druss sonrió.

Los aurigas cubrían con anteojeras de seda los ojos de los caballos. Druss llevó a sus doscientos hombres al frente, al otro lado de la línea de escudos de mimbre. Diágoras, Certak y Architas iban a su lado.

El tronar de los cascos sobre el valle resonó en los peñascos cuando doscientos aurigas fustigaron a sus caballos para que emprendiesen el galope.

Con los carros casi encima de ellos, Druss gritó la orden de romper filas. Mientras los hombres corrían a ponerse a resguardo en las laderas del paso, el enemigo siguió hacia la segunda línea. Se lanzaron antorchas encendidas sobre la pila de escudos empapados de aceite. De inmediato se alzó una nube de humo negro, seguida de una barrera de llamas. El humo fue arrastrado hacia el este por el viento, y saturó los hocicos de los caballos encapuchados. Los animales relincharon, aterrorizados, y trataron de girar, sin hacer caso de los latigazos de los aurigas.

Se desató el caos. La segunda línea de bigas se había estrellado contra la primera, los caballos se caían, los vehículos volcaban y los hombres gritaban al caer contra las rocas escarpadas.

Y en medio de la confusión aparecieron los drenai; saltaron las mortecinas llamas y cayeron sobre los lanceros ventrianos, cuyas armas eran inútiles a corta distancia.

Gorben, desde su posición estratégica a ochocientos pasos de distancia, ordenó que la legión de infantería entrara en combate.

Druss y los doscientos espadachines drenai se reagruparon delante del paso y trabaron los escudos a la espera del nuevo ataque. La infantería de armaduras plateadas se encontró frente a un muro de acero.

Druss aplastó el cráneo de un hombre y destripó a otro; retrocedió y echó un rápido vistazo a derecha e izquierda.

La línea resistía.

En aquel ataque cayeron más drenai que el día anterior, pero sus bajas fueron insignificantes en comparación con las pérdidas sufridas por los ventrianos.

Apenas un puñado de carros consiguió retroceder y atravesar la primera línea drenai, sólo para estrellarse contra su propia infantería en su desesperación por salir de allí.

La sangrienta batalla continuó durante horas; los dos bandos peleaban salvajemente y sin cuartel.

La infantería ventriana mantuvo constantemente su ataque, pero hacia el anochecer, sus esfuerzos carecían de peso y convicción.

Furioso, Gorben ordenó a su general que avanzara en persona hacia el paso.

—Haz que ataquen con energía, o suplicarás que te permita morir —prometió.

El general cayó en menos de una hora, y la infantería se replegó y huyó, cruzando el arroyo en la creciente penumbra del crepúsculo.

Gorben estaba recostado en el sillón tapizado de seda, sin prestar atención a los bailarines que actuaban ante él, y conversaba en voz baja con Bodasen. El emperador llevaba un traje de campaña, y detrás de él estaba el corpulento guardaespaldas panthiano que durante los últimos cinco años había sido el verdugo de Gorben. Mataba con las manos: a veces estrangulaba a sus víctimas; otras, hundía los pulgares en las cuencas de los ojos de los desafortunados prisioneros. Todas las ejecuciones se llevaban a cabo delante del emperador, y era raro que transcurriera una semana sin que tuviera lugar alguna escena atroz. En una ocasión, el panthiano había matado a un hombre aplastándole el cráneo con las manos, lo que suscitó los aplausos de Gorben y sus cortesanos.

Bodasen se sentía asqueado, pero estaba atrapado en una telaraña que él mismo había tejido. A lo largo de los años, la ambición lo había llevado a la cima del poder. En aquel momento comandaba a los Inmortales y era, después de Gorben, el hombre más poderoso de Ventria. Pero era una posición peligrosa. La paranoia de Gorben era tal que pocos generales sobrevivían mucho tiempo, y Bodasen había empezado a sentir sobre sí la mirada del emperador.

Aquella noche había invitado a Gorben a su tienda, prometiéndole una velada entretenida. Pero el rey estaba de un humor hosco y beligerante, y Bodasen tenía que andarse con pies de plomo.

—Pensabas que los panthianos y los carros fracasarían, ¿verdad? —preguntó Gorben. La pregunta estaba cargada de amenazas. Si Bodasen contestaba que sí, el emperador le preguntaría por qué no había expuesto su opinión. ¿Acaso no era el consejero militar del emperador? ¿Qué sentido tenía un consejero que no daba consejos? Si contestaba que no, demostraría una falta de criterio militar.

—Hemos librado muchas guerras a lo largo de los años, mi señor —dijo—. En la mayoría hemos sufrido reveses. Siempre habéis dicho: «A menos que lo intentemos, nunca sabremos cómo conseguirlo».

—¿Crees que deberíamos enviar a mis Inmortales? —preguntó Gorben. Hasta entonces, el emperador siempre se había referido a ellos, cuando hablaba con Bodasen, como «tus Inmortales». Bodasen se humedeció los labios y sonrió.

—No hay duda de que podrían despejar el paso rápidamente. Los drenai pelean bien. Son disciplinados. Pero saben que no pueden resistir frente a los Inmortales. No obstante, la decisión es vuestra, mi señor. Sólo vos poseéis la comprensión divina de la táctica. Los hombres como yo somos simples reflejos de vuestra grandeza.

—¿Y dónde están los hombres capaces de pensar por sí mismos? —espetó el emperador.

—Debo ser sincero con vos, mi señor —se apresuró a decir Bodasen—. No encontraréis a un hombre así.

—¿Por qué?

—Buscáis hombres que tengan vuestra agilidad mental y vuestra perspicacia. Tales hombres no existen. Vuestro talento es supremo, mi señor. Los dioses sólo dotan de tanta sabiduría a un hombre en diez generaciones.

—Hablas con toda justicia —dijo Gorben—. Pero hay poca dicha en ser un hombre especial, separado de sus compañeros por sus dones divinos. Me odian; lo sabes —suspiró, mirando a los centinelas que custodiaban la entrada de la tienda.

—Siempre habrá quien os tenga envidia, señor.

—¿Tú me tienes envidia, Bodasen?

—Sí, señor.

Gorben se apoyó en su costado.

—Explícate.

—En todos los años que os he servido y adorado, mi señor, siempre he deseado parecerme más a vos. Así podría haberos servido mejor. Un hombre sería imbécil si no os tuviera envidia. Pero sería un loco si os odiara por ser lo que nunca podrá ser.

—Bien dicho. Eres un hombre sincero. Uno de los pocos en los que puedo confiar. No como Druss, que prometió servirme y ahora osa interponerse ante mi destino. Lo quiero muerto, mi general. Quiero que me traigan su cabeza.

—Así se hará —afirmó Bodasen.

Gorben se recostó y echó un vistazo a la tienda y su contenido.

—Tus aposentos son casi tan lujosos como los míos.

—Sólo porque están llenos de vuestros regalos, mi señor —contestó Bodasen rápidamente.

Con las caras y las armaduras ennegrecidas con una mezcla de tierra y aceite, Druss y cincuenta espadachines cruzaron el estrecho arroyo bajo el cielo sin luna.

Mientras rogaba que las nubes no se dispersaran, Druss guió a la hilera de hombres hacia la orilla oriental, empuñando el hacha y cubriéndose con el escudo ennegrecido. Una vez en tierra, se agachó en medio del pequeño grupo y señaló a dos centinelas adormilados junto a una fogata. Diágoras y otros dos se acercaron sigilosamente a los centinelas, puñal en mano, y éstos murieron sin emitir un sonido. Druss y los drenai sacaron las rudimentarias antorchas que habían hecho con los escudos de mimbre de los panthianos y se acercaron a la hoguera de los centinelas.

Druss pasó por encima de los cadáveres, prendió su antorcha y corrió hacia la tienda más cercana. Sus hombres lo imitaron y fueron de tienda en tienda hasta que las llamas alcanzaron los veinte codos de altura.

Y una vez más reinó el caos. Los hombres gritaban y escapaban de las tiendas incendiadas, sólo para caer ante las espadas de los drenai. Druss echó a correr y trazó un camino carmesí entre los desconcertados ventrianos. El hachero tenía los ojos clavados en una tienda adornada con un hipogrifo que se silueteaba contra las llamas crecientes. Certak y una veintena de guerreros con antorchas lo seguían de cerca. Druss apartó de un tirón la tela que cubría la entrada y saltó al interior.

—¡Mierda! —gruñó—. ¡Gorben no está aquí! ¡Maldito sea!

Druss prendió fuego a la tienda, ordenó a sus hombres que se reagruparan y se dirigieron de vuelta al arroyo sin que intentasen detenerlos. Entre los ventrianos reinaba la confusión; muchos corrían medio desnudos, otros llenaban cascos con agua y formaban cadenas humanas que intentaban combatir el infierno que el viento extendía por todo el campamento.

Un reducido grupo de Inmortales armados con espadas cortó el paso a Druss mientras éste corría hacia el arroyo. Snaga saltó hacia delante y le rompió el cráneo al primero. Otro murió cuando Diágoras le rajó el cuello. La batalla fue breve y sangrienta, pero el factor sorpresa benefició a los drenai. Druss se abrió paso entre la primera línea de espadachines, estrelló su hacha en el costado de un hombre y asestó un tajo en el hombro de otro.

Bodasen salió corriendo de su tienda, empuñando la espada. Reunió rápidamente a unos cuantos Inmortales y avanzó entre las llamas hacia la batalla. Un guerrero drenai apareció en su camino. El hombre lanzó una estocada contra el cuerpo desprotegido de Bodasen, pero el ventriano lo esquivó y replicó con un golpe demoledor que abrió de lado a lado la garganta del drenai. Bodasen pasó por encima del cadáver y siguió adelante con sus hombres.

Druss mató a dos hombres y ordenó retroceder a sus soldados. Un sonido de pasos a su espalda lo hizo girarse, y se enfrentó a los recién llegados. El fuego se alzaba tras ellos, y Druss no podía verles las caras.

Cerca de allí, Architas remató a un guerrero y vio a Druss solo.

Sin pararse a pensar, el drenai corrió hacia los Inmortales. En el mismo instante, Druss cargó también. Su hacha se elevó y cayó, destrozando armaduras y huesos. Diágoras y Certak se unieron a él, con otros cuatro soldados drenai. La lucha fue breve.

Un ventriano se separó del pelotón, saltando a la derecha, y se levantó detrás de Architas. El alto drenai giró en redondo y se enfrentó a él. Architas sonrió cuando sus espadas chocaron. El hombre era viejo y, aunque era hábil, no estaba a la altura del joven drenai. Sus armas brillaron a la luz del fuego: parada, defensa, contraataque, estocada y bloqueo. De repente, el ventriano pareció tropezar, y Architas se abalanzó sobre él. Su adversario se agachó y se incorporó en un movimiento fluido, clavando la espada en el vientre de Architas.

—Vivir para ver, chico —dijo Bodasen entre dientes. Desclavó la espada y se volvió. Otros Inmortales se sumaban a la pelea. Gorben quería la cabeza de Druss, y se la entregaría aquella noche.

Druss liberó el hacha del cuerpo de un hombre y corrió hacia el arroyo y al relativo refugio del paso.

Un guerrero se interpuso en su camino. Snaga cortó el aire, haciendo añicos la espada del hombre, y un golpe de revés destrozó las costillas del ventriano. Cuando Druss pasó por delante, el hombre alargó el brazo y se aferró a su hombro. A la luz de las llamas, el hachero vio que era Bodasen. El moribundo general Inmortal lo cogió del jubón, tratando de detenerlo. Druss lo apartó de una patada y echó a correr.

Bodasen cayó pesadamente, rodó por el suelo y contempló la imagen del corpulento hachero que vadeaba el río con sus compañeros.

La visión del ventriano se hizo borrosa. Cerró los ojos y el cansancio lo cubrió como un manto. Los recuerdos danzaban en su cabeza. Oyó un fuerte ruido, como el estallido de las olas, y volvió a ver la nave corsaria que se les echaba encima, emergiendo del pasado. Una vez más corrió a abordarla junto a Druss, y llevaron la lucha a la cubierta de popa.

¡Maldición! Debería haberse dado cuenta de que Druss no cambiaría nunca.

Atacar. Siempre atacar.

Abrió los ojos, y parpadeó para aclararse la visión. Druss estaba a salvo al otro lado del arroyo, y sus hombres y él volvían a la línea drenai.

Bodasen trató de moverse, pero sintió un dolor insoportable. Se tanteó con cuidado la herida del costado; sus dedos sintieron las costillas rotas y el chorro de sangre que brotaba del profundo tajo.

Se acabó.

No más miedo. No más locura. No más reverencias ni genuflexiones ante aquel paranoico maquillado.

Se sentía aliviado, en cierto modo.

Toda su vida, tras el combate contra los corsarios al lado de Druss, había sido un anticlimax. En aquel intenso momento había estado vivo, luchando con Druss contra...

Llevaron su cadáver ante el emperador a la luz rosada del amanecer.

Y Gorben lloró.

A su alrededor, el campamento estaba en ruinas. Los generales de Gorben permanecieron junto al trono, incómodos y silenciosos. Gorben cubrió el cadáver con su propia capa y se secó los ojos en una toalla blanca de lino. Después, volvió su atención al hombre que estaba arrodillado frente a él, flanqueado por guardias Inmortales.

—Bodasen, muerto. Mi tienda, destruida. Mi campamento, en llamas.

Y tú, cobarde patético, eras el oficial de guardia. Una veintena de hombres invade mi campamento, asesina a mi amado general, y tú sigues con vida. ¡Explícate!

—Mi señor, estaba sentado con vos en la tienda de Bodasen... como me habíais ordenado...

—¡Así que ahora es culpa mía que el campamento haya sido atacado!

—No, mi señor...

—«No, mi señor» —repitió Gorben—. Yo diría que no. Tus centinelas estaban durmiendo. Ahora están muertos. ¿No crees que lo correcto sería que te unieras a ellos?

—¿Mi señor?

—Únete a ellos. Toma tu arma y córtate las venas.

El oficial sacó su puñal labrado, le dio la vuelta y se lo hundió en el vientre. Durante un momento no hubo ningún movimiento. Después, el hombre empezó a gritar y a retorcerse. Gorben desenfundó la espada y la clavó en el cuello del hombre.

—Ni siquiera esto podía hacerlo bien —dijo.

Druss entró en la tienda de Sieben y tiró el hacha al suelo. El poeta estaba despierto, pero permanecía tumbado en silencio mirando las estrellas cuando llegó Druss. El hachero se sentó en el suelo, con la cabeza gacha, se miró las manos y abrió y cerró los puños. El poeta sintió su desesperación y trató de sentarse, pero el punzante dolor del pecho se lo impidió. Al oírlo gemir, Druss levantó la cabeza y enderezó la espalda.

—¿Cómo estás? —le preguntó.

—Bien. Deduzco que el ataque ha fracasado.

—Gorben no estaba en su tienda.

—¿Qué pasa, Druss?

El hachero bajó la cabeza y no respondió. Sieben se levantó de la cama y fue a sentarse al lado de Druss.

—Vamos, vieja mula. Cuéntame.

—He matado a Bodasen. Ha surgido de entre las sombras y se me ha venido encima, y lo he matado.

Sieben puso un brazo en el hombro de Druss.

—¿Qué puedo decir?

—Podrías decirme por qué... por qué he tenido que ser yo.

—Eso no puedo decírtelo. Ojalá pudiera. Pero tú no has cruzado el océano con intención de matarlo, Druss. Ha venido él. Y con un ejército.

—Sólo he tenido unos pocos amigos en toda mi vida —dijo Druss—. Eskodas murió en mi casa. He matado a Bodasen. Y te he traído aquí para morir por un montón de rocas en un paso olvidado. Estoy cansado, poeta. No debería haber venido.

Druss se puso en pie y salió de la tienda. En el exterior, metió las manos en un barril de agua y se lavó la cara. Le dolía la espalda, sobre todo debajo del omóplato, donde una lanza le había hecho un corte años atrás, y una variz de la pierna derecha le causaba una molestia persistente.

—No sé si puedes oírme, Bodasen —susurró, mirando las estrellas—, pero lamento haber tenido que ser yo. Fuiste un buen amigo en los buenos tiempos y un hombre con el que valía la pena viajar.

Al regresar a la tienda encontró a Sieben dormido en la silla. Druss lo cogió en brazos con cuidado, lo llevó a la cama y lo tapó con una manta gruesa.

—Estás agotado, poeta —dijo tomándole el pulso. Era desigual, pero fuerte—. Quédate conmigo, Sieben. Te llevaré a casa.

Los primeros rayos del amanecer bañaban las cumbres cuando Druss bajó lentamente la cuesta y ocupó su puesto en el frente drenai.

Habían transcurrido ocho días terribles, y Skeln se había convertido en un osario, lleno de cadáveres hinchados. El aire hedía a causa de la putrefacción. Gorben había enviado al paso legión tras legión, sólo para verlas regresar tambaleándose, abatidas y derrotadas. El reducido grupo de defensores se mantenía unido gracias al coraje del indómito hachero vestido de negro, cuya impresionante destreza consternaba a los ventrianos. Algunos decían que era un demonio; otros, que era un dios de la guerra. Se recordaban viejos relatos.

El Guerrero del Caos campaba de nuevo en las anécdotas que se contaban alrededor de las fogatas ventrianas.

Los Inmortales se mantenían a distancia y no estaban interesados en las conjeturas. Sabían que les correspondería a ellos despejar el paso, y sabían que no sería fácil.

La octava noche, Gorben cedió por fin a las insistentes demandas de sus generales. El tiempo apremiaba. Tenían que tomar el camino al día siguiente si no querían que el ejército drenai los atrapara en aquella maldita bahía.

Se dio la orden, y los Inmortales afilaron sus espadas.

Al amanecer, se levantaron en silencio y formaron una línea negra y plateada a lo largo del arroyo. Observaron fríamente a los trescientos hombres que se interponían entre ellos y la llanura de Sentran.

Vieron a los drenai agotados, demacrados y ojerosos.

Abadái, el nuevo general de los Inmortales, se adelantó y alzó su espada en un saludo silencioso dirigido a sus enemigos, como era la costumbre de los Inmortales. Después bajó el arma, y la línea avanzó. En la retaguardia, tres tambores empezaron a tocar una lúgubre marcha, y las espadas Inmortales salieron a la luz.

La flor y nata del ejército ventriano marchaba lentamente hacia los drenai, que los observaban con expresión sombría.

Druss sujetó firmemente el escudo y contempló el avance enemigo. Sus ojos azules no mostraban ninguna emoción. Tenía la mandíbula tensa y los labios apretados. Estiró los músculos de los hombros e inspiró profundamente.

Aquélla era la prueba definitiva. Aquél era el día crucial.

La punta de lanza de la voluntad de Gorben contra la determinación de los drenai.

Druss sabía que los Inmortales eran guerreros magníficos, pero ahora luchaban sólo por la gloria.

Los drenai eran hombres orgullosos, hijos de hombres orgullosos, que descendían de una estirpe de guerreros. Estaban luchando por sus hogares, por sus mujeres, por sus hijos y por los hijos que aún estaban por nacer. Luchaban por un país libre y por el derecho a seguir su propio camino, de gobernar sus vidas, de hacer realidad el destino de una raza libre. Egel y Karnak habían peleado por aquel sueño; y como ellos, una infinidad de hombres a lo largo de los siglos.

Detrás del hachero, el conde Delnar contempló la línea enemiga, cada vez más cercana. Estaba impresionado por su disciplina y, de un modo extrañamente distante, los admiraba. Desvió la mirada hacia el hachero. Sin él, jamás habrían podido resistir tanto tiempo. Era como el ancla de un barco en una tormenta: lo mantenía amarrado proa al viento; le permitía resistir y soportar la furia de los elementos sin estrellarse contra las rocas ni sucumbir bajo el poder del mar. Su presencia inspiraba el coraje en los hombres fuertes. Para Delnar, era una constante en un mundo cambiante; una fuerza colosal en la que siempre se podría confiar.

Los Inmortales estaban cada vez más cerca, y Delnar sintió que el miedo se extendía entre sus hombres. La línea se movía y los escudos se aferraban con mayor firmeza. El conde sonrió.

«Es hora de que hables, Druss», pensó.

Guiado por el instinto forjado en toda una vida de combates, Druss lo complació.

Alzó el hacha y gritó a la avanzada Inmortal:

—¡Venid y morid, hijos de puta! ¡Soy Druss, y ésta es la muerte!

Rowena estaba recogiendo flores en el pequeño jardín trasero cuando la asaltó un dolor que la traspasó desde el pecho hasta la espalda. Se le doblaron las piernas y cayó sobre las flores. Pudri la vio desde la verja y corrió a su lado, pidiendo ayuda a gritos. Niobe, la esposa de Sieben, llegó corriendo desde la pradera, y entre los dos llevaron a la mujer inconsciente a la casa. Pudri le metió un polvillo en la boca, sirvió agua en un vaso y le tapó la nariz para obligarla a tragar.

Pero en aquella ocasión, el dolor no remitió. Pudri llevó a Rowena al piso superior y la acostó, mientras Niobe iba a la aldea a buscar al médico.

Pudri se sentó al lado de la cama. La cara curtida del hombrecillo estaba llena de preocupación. Sus enormes ojos oscuros se cubrieron de lágrimas.

—No te mueras, mi señora —murmuró—. Por favor.

Rowena salió flotando de su cuerpo, abrió los ojos de su espíritu y miró con pena a la figura matronal que yacía en su cama. Vio el rostro arrugado, el pelo canoso y las profundas ojeras. ¿Era ella? ¿Aquella cáscara agotada era la Rowena que había sido llevada a Ventria hacía tantos años?

Y pobre Pudri, tan consumido y tan viejo. Pobre y devoto Pudri.

Rowena sintió la llamada de la Fuente. Cerró los ojos y pensó en Druss.

En alas del viento, la Rowena que soñaba con el pasado flotó sobre la granja, saboreó la dulzura del aire y disfrutó de la libertad de aquéllos que nacieron para volar. Las tierras se extendían debajo de ella, verdes y fértiles, veteadas por los dorados campos de trigo. Los ríos se convertían en cintas de raso; los mares, en lagos ondulantes; las ciudades parecían estar pobladas por insectos que correteaban sin ton ni son.

El mundo se redujo hasta parecer un plato con incrustaciones de gemas azules y blancas; después, una piedra redondeada por el mar, y por último, una joya diminuta. Rowena pensó otra vez en Druss.

—¡Oh, aún no! —suplicó—. Quiero verlo una vez más. Sólo una.

Los colores dieron vueltas ante sus ojos y cayó, girando entre las nubes. La tierra, bajo ella, era dorada y verde: los trigales y praderas de la llanura de Sentran rebosaban de vida. Pero al este parecía como si la capa de un gigante hubiera sido arrojada descuidadamente sobre la tierra gris y estéril, y las montañas de Skeln eran meros pliegues en la tela. Rowena siguió volando hasta cernerse sobre el paso y contempló los ejércitos enzarzados en combate.

No le resultó difícil encontrar a Druss.

Como siempre, estaba en el centro de la matanza, empuñando su hacha asesina, lanzando tajos y matando.

En aquel momento la embargó la tristeza; un pesar tan profundo como un dolor en el alma.

—Adiós, mi amor —dijo.

Y volvió el rostro hacia el cielo.

Los Inmortales se lanzaron sobre la línea drenai, y el sonido del choque de los aceros se impuso sobre el de los insistentes tambores. Druss estrelló a Snaga en un rostro barbado; después, esquivó una estocada asesina y destripó al atacante. Una lanza le cortó la cara y una espada le hizo un tajo en el hombro. Obligado a retroceder un paso, Druss clavó el talón en la tierra, y su hacha sangrienta tajó una y otra vez las figuras negras y plateadas que tenía frente a él.

Lentamente, la presión de los Inmortales hizo retroceder los drenai.

Un potente golpe partió por la mitad el escudo de Druss. El hachero lo dejó caer, empuñó a Snaga con ambas manos y abrió una brecha roja en el enemigo. En su interior, la ira se transformó en una furia ciega que hizo que le brillasen los ojos y una ola de fuerza inundase sus músculos cansados y doloridos.

Los drenai se vieron obligados a retroceder cerca de veinte pasos. Diez más, y el desfiladero comenzaría a ensancharse. Ya no podrían resistir.

La boca de Druss se ensanchó en una sonrisa de calavera. La línea se estaba curvando como un arco a ambos lados, pero el hachero era inamovible. Los Inmortales arremetían contra él, pero eran destrozados con consumada facilidad. La fuerza fluía a través de él.

Empezó a reír.

Fue un sonido terrible, que heló la sangre en las venas de los enemigos. Druss descargó a Snaga en la cara de un Inmortal barbudo. El hombre fue catapultado contra sus compañeros. El hachero se abalanzó y clavó a Snaga en el pecho de otro guerrero. Después martilleó a derecha e izquierda. Los hombres caían a su paso, y se abrió un hueco en las filas de Inmortales. Druss lanzó al cielo un grito de furia y cargó. Certak y Diágoras lo siguieron.

Fue un ataque suicida. Pero los drenai abrieron una brecha, con Druss a la cabeza, y rompieron la formación ventriana.

El gigantesco hachero era imparable. Los guerreros se lanzaban contra él desde todas partes, pero su hacha era rápida como el rayo. Un joven soldado llamado Iricetes, que se había incorporado a las filas de los Inmortales apenas un mes antes, vio que Druss se le venía encima. El miedo se le subió a la garganta como un vómito de bilis. Dejó caer la espada, se volvió y empujó al hombre que tenía detrás.

—¡Atrás! —gritó—. ¡Retiraos!

Los hombres le abrieron paso, y el grito fue repetido por otros, creyendo que era una orden de los oficiales.

—¡Volved! ¡Volved al arroyo!

El grito se difundió entre las filas, y los Inmortales se volvieron y corrieron hacia el campamento ventriano.

Desde su trono, Gorben contempló horrorizado cómo sus hombres vadeaban el arroyo, desorganizados y confusos.

Sus ojos miraron hacia el paso, donde el hachero agitaba a Snaga en el aire.

La voz de Druss llegó hasta él, retumbando en los peñascos.

—¿Dónde está ahora vuestra leyenda, orientales hijos de puta?

Abadái, con un profundo corte en la frente que no dejaba de sangrar, se acercó al emperador, se arrodilló y bajó la cabeza.

—¿Cómo ha podido ocurrir? —gritó Gorben.

—No lo sé, señor. Los estábamos forzando a retroceder, y entonces el hachero se ha vuelto loco y ha embestido contra nosotros. Los teníamos. Realmente los teníamos. Pero, no sé cómo, alguien ha dado la orden de retroceder, y el resto ha sido un caos.

En el paso, Druss afilaba las embotadas hojas de su hacha.

—Hemos vencido a los Inmortales —dijo Diágoras. Le dio a Druss una palmada en el hombro—. Por todos los dioses, ¡hemos vencido a los jodidos Inmortales!

—Volverán, chico. Y muy pronto. Reza por que el ejército se mueva rápido.

Con Snaga afilada de nuevo, Druss echó una ojeada a sus heridas. El corte de la cara escocía como mil demonios, pero ya no sangraba. El hombro era un verdadero problema, pero se lo vendó lo mejor que pudo. Si sobrevivían, podría suturárselo por la noche. Tenía numerosas heridas leves en brazos y piernas, pero la sangre se había coagulado, y estaban cerradas.

Una sombra se cernió sobre él. Levantó la vista y se encontró a Sieben vestido con peto y casco.

—¿Qué aspecto tengo? —preguntó el poeta.

—Ridículo. ¿Qué crees que estás haciendo?

—Entrar en acción, vieja mula. Y no creas que puedes detenerme.

—Ni se me ocurriría.

—¿No vas a decirme que soy estúpido?

Druss se puso en pie y apoyó las manos en los hombros de su amigo.

—Hemos pasado buenos años, poeta. Los mejores que nadie podría desear. En la vida de un hombre hay pocas cosas dignas de atesorar. Una de ellas es la certeza de tener un amigo que estará a su lado en los momentos aciagos. Y seamos sinceros, Sieben... Esto no podría ser mucho más aciago, ¿verdad?

—Ahora que lo mencionas, Druss querido, la situación parece ligeramente desesperada.

—Bueno, todos tenemos que morir algún día—dijo Druss—. Cuando la muerte venga a por ti, escúpele en los ojos, poeta.

—Lo haré lo mejor que pueda.

—Siempre lo has hecho.

Los tambores volvieron a sonar, y los Inmortales se concentraron. Esta vez tenían los ojos llenos de furia y miraban torvamente a los defensores. No estaban dispuestos a echarse atrás. No por Druss. No por los doscientos desgraciados que les hacían frente.

Desde el primer instante, la línea drenai se vio obligada a retroceder. Incluso Druss, que necesitaba espacio para blandir su hacha, era incapaz de hacerse sitio sin retroceder un paso. Después, otro. Y otro. Siguió luchando como una máquina incansable, sanguinaria y ensangrentada; Snaga se alzaba levantando surtidores carmesíes y volvía a caer con despiadada eficacia.

Una y otra vez volvió a formar a los drenai. Pero siempre llegaban los Inmortales, pasando por encima de sus muertos, con mirada siniestra y cruel determinación.

Por último, la línea drenai se rompió, y la batalla degeneró en pequeñas escaramuzas: pequeños grupos de guerreros que formaban círculos de escudos en medio del mar negro y plata que llenaba el paso.

La llanura de Sentran quedó abierta a los conquistadores.

La batalla estaba perdida.

Pero los Inmortales estaban desesperados por borrar el recuerdo de la derrota anterior y bloquearon el camino al oeste, decididos a no dejar a un solo defensor con vida.

En su mirador de la colina oriental, Gorben arrojó su cetro con furia, y se volvió hacia Abadái.

—Han ganado. ¿Por qué no siguen adelante? ¡Su sed de sangre los hace bloquear el paso!

Abadái no daba crédito a sus ojos. El tiempo era un enemigo desesperado que los traicionaría en cuanto pudiese, y sin darse cuenta, los Inmortales estaban realizando el trabajo de los defensores. El estrecho paso estaba atestado de guerreros, pero el grueso del ejército de Gorben pugnaba por pasar para poder desplegarse en la llanura.

Druss, Delnar, Diágoras y otra veintena de hombres habían formado un círculo de acero junto a una pila de rocas. A cincuenta pasos a la derecha, Sieben, Certak y treinta hombres estaban rodeados y se defendían ferozmente. El poeta estaba pálido y sentía un dolor espantoso en el pecho. Dejó caer la espada, se encaramó a una roca y se sacó un puñal arrojadizo de la manga.

Certak esquivó una estocada, pero una lanza le atravesó el peto y le perforó los pulmones. Se le llenó la boca de sangre y cayó. Un ventriano trepó a la roca. Sieben lanzó el cuchillo y acertó de lleno en el ojo derecho del hombre.

Una lanza voló por el aire y se hundió en el pecho de Sieben. Lejos de causarle dolor, alivió la agonía del desgastado corazón del poeta. Cayó de la roca y fue tragado por la horda negra y plateada.

Druss lo vio caer... y se convirtió en berserker.

Salió del círculo de escudos, y su gigantesca figura cayó sobre las atestadas filas de guerreros que tenía ante sí, segando enemigos como una guadaña en un trigal. Delnar destripó a un lancero ventriano y cerró el círculo detrás de Druss, trabando su escudo con el de Diágoras.

Rodeado de Inmortales, Druss se abrió paso a hachazos. Una lanza se le clavó en la espalda. Se giró y le aplastó la cabeza al lancero. Una espada le rebotó en el casco y le abrió un tajo en la mejilla. Una segunda lanza le perforó un costado, y el lado plano de la hoja de una espada le aporreó la sien. Druss agarró a uno de sus agresores, tiró de él y le dio un violento cabezazo. El hombre se dobló como una brizna de hierba. Más enemigos rodearon al hachero. Druss se tiró al suelo y usó al ventriano desmayado de escudo. Lo golpearon espadas y lanzas.

Y entonces llegó el sonido de las cornetas.

Druss se esforzó por levantarse, pero una bota lo golpeó de lleno en la sien, y cayó en la oscuridad.

Se despertó y gritó. Su cara estaba envuelta en vendas y su cuerpo sufría dolores atroces. Trató de sentarse, pero una mano se apoyó suavemente en su hombro.

—Descansa, hachero. Has perdido mucha sangre.

—¿Delnar?

—Sí. Hemos ganado, Druss. El ejército ha llegado justo a tiempo. Ahora descansa.

Druss recordó de repente los últimos instantes de la batalla.

—¡Sieben!

—Está vivo. Aunque no mucho.

—Llévame con él.

—No seas idiota. Por lógica, deberías estar muerto. Te han perforado el cuerpo por una veintena de sitios. Si te mueves, se te abrirán las suturas y morirás desangrado.

—¡Llévame con él, joder!

Delnar maldijo y ayudó al hachero a ponerse en pie. Llamó a un camillero para que lo ayudase y llevó al gigante herido al fondo de la tienda, junto al cuerpo inmóvil y dormido de Sieben, el Maestro de Sagas.

Después de ayudar a Druss a sentarse al lado de la cama, Delnar y el camillero se retiraron. Druss se inclinó hacia delante y observó las vendas que rodeaban el pecho de Sieben, y la mancha roja que se extendía lentamente en el centro.

—¡Poeta! —lo llamó, en voz baja.

Sieben abrió los ojos.

—¿Nada puede acabar contigo, hachero? —susurró.

—Parece que no.

—Hemos ganado —dijo Sieben—. Y quiero que recuerdes que no me he escondido.

—No esperaba que lo hicieras.

—Estoy terriblemente cansado, vieja mula.

—No te mueras. Por favor, no te mueras —suplicó el hachero; las lágrimas lo hacían parpadear con furia.

—Hay cosas que ni siquiera tú puedes conseguir, vieja mula. Mi corazón no late apenas. No sé por qué he vivido tanto tiempo. Pero tenías razón: han sido buenos años. No cambiaría nada. Ni siquiera esto. Cuida de Niobe y de los niños. Y asegúrate de que algún maestro de sagas me haga justicia. ¿Lo harás?

—Claro que sí.

—Ojalá pudiera añadir esto a algún romance. Qué final más digno.

—Sí. Digno. Escucha, poeta. No soy bueno con las palabras, pero quiero decirte... quiero que sepas que has sido como un hermano para mí. El mejor amigo que he tenido. El mejor de todos. ¿Poeta? ¿Sieben?

Los ojos de Sieben miraban el techo de la tienda sin verlo. Su rostro estaba en paz y su aspecto volvía a parecer casi el de un joven. Las arrugas parecían desvanecerse ante los ojos de Druss. El hachero empezó a temblar. Delnar se acercó, cerró los ojos de Sieben y le cubrió la cara con una sábana. Después ayudó a Druss a volver a su cama.

—Gorben ha muerto, Druss. Sus propios hombres lo ejecutaron antes de emprender la huida. Nuestra flota tiene a los ventrianos bloqueados en la bahía. En este momento, uno de sus generales está reunido con Abalayn para negociar la rendición. Lo hemos conseguido. No han logrado pasar. Diágoras quiere verte; ha sobrevivido a la batalla. ¿Te puedes creer que hasta el gordo Orases sigue con nosotros? Habría apostado diez a uno que no sobreviviría.

—Dame algo de beber —susurró Druss.

Delnar le dio un vaso de agua fresca. Druss lo bebió lentamente. Diágoras entró en la tienda, y llevaba a Snaga. El hacha no tenía ni un resto de sangre y había sido pulida hasta brillar como la plata.

Druss la miró, pero no la cogió. El joven guerrero de ojos oscuros sonrió.

—Lo has conseguido —dijo—. Jamás había visto nada igual. No lo habría creído posible.

—Todo es posible —dijo Druss—. No lo olvides nunca, chico.

Al hachero se le llenaron los ojos de lágrimas, y giró la cabeza. Poco después los oyó alejarse. Sólo entonces se permitió llorar.