Rowena abrió los ojos y vio a Michanek sentado junto al lecho. Llevaba la armadura ceremonial de oro y bronce, el yelmo con el penacho rojo y las protecciones faciales esmaltadas, y el peto moldeado cubierto de símbolos y grabados.
—Estás muy guapo —dijo ella, adormilada.
—Y tú lo eres.
Rowena se restregó los ojos y se sentó.
—¿Por qué te has puesto eso? No es tan resistente como la coraza de hierro.
—Levantará la moral de los soldados —contestó Michanek. Le besó la mano y se puso en pie. Fue hasta la puerta, se detuvo y habló sin mirar atrás—. Te he dejado una cosa en mi despacho. Está envuelta en terciopelo.
Y se marchó.
Poco más tarde, Pudri apareció llevando una bandeja con unos bollos de miel y una jarra de zumo, y la dejó al lado de Rowena.
—Hoy el señor está espléndido —dijo el anciano. Rowena notó que estaba afligido.
—¿Qué sucede, Pudri?
—No me gustan las batallas —contestó—. Demasiada sangre y dolor. Pero es peor aún cuando el motivo del combate es fútil. Hoy, los hombres morirán por nada. Sus vidas se apagarán como las velas a medianoche. ¿Y para qué? ¿Y esto terminará aquí? No. Cuando Gorben tenga las fuerzas suficientes, invadirá Naashan, para vengarse. ¡Es fútil y estúpido! —Se encogió de hombros—. Quizá no lo entiendo porque soy un eunuco.
—Lo entiendes muy bien —replicó la mujer—. Dime, ¿yo era una buena vidente?
—Ah, no debes preguntarme eso, mi señora. Pertenece al pasado.
—¿Michanek te ha pedido que me ocultes mi pasado?
Él asintió apenado.
—Me lo pidió por amor. El Talento estuvo a punto de causarte la muerte, y no quería que sufrieras de nuevo. Venga; tienes el baño preparado. Está caliente, y me las he ingeniado para conseguir un poco de aceite de rosas.
Una hora después, Rowena estaba paseando por el jardín cuando vio que la ventana del despacho de Michanek estaba abierta. Era extraño, porque su esposo manejaba muchos documentos y la brisa veraniega solía desparramarlos por la habitación. Entró en la casa, pasó al despacho y cerró la ventana. Entonces vio el paquete sobre la mesa de roble. Era pequeño y, como había dicho Michanek, estaba envuelto en terciopelo morado.
Al desenvolverlo encontró una caja de madera sin tallar, con una tapa con goznes, y la abrió. En el interior encontró un broche sencillo, incluso rudimentario, de hebras de cobre blando trenzadas alrededor de un ópalo. Rowena se quedó sin aliento. Una parte de su mente le decía que nunca había visto aquel broche, pero en el fondo de su alma sonó un tintineo de advertencia.
«¡Esto es mío!»
Su mano derecha descendió lentamente hacia el broche, pero se detuvo con los dedos justo encima del ópalo. Rowena retrocedió y se sentó. Oyó que Pudri entraba en la habitación.
—Lo llevabas puesto la primera vez que te vi —dijo con delicadeza. Rowena asintió, pero no contestó. El pequeño ventriano se acercó y le dio una carta, sellada con lacre rojo—. El señor me ha pedido que te diera esto cuando vieras su... regalo...
Rowena rompió el lacre y abrió la carta. Estaba escrita con la letra enérgica y clara de Michanek.
Amada mía:
Soy hábil con la espada, pero en este momento vendería el alma por ser igual de diestro con las palabras. Hace mucho tiempo, cuando estabas agonizando, pagué a tres hechiceros para que encerraran el Talento en tu interior. Al hacer eso, también cerraron la puerta a tus recuerdos.
Me dijeron que el broche había sido fabricado para ti como regalo de amor. Es la llave de tu pasado y un regalo para tu futuro. De todo el dolor que he conocido, no hay pena mayor que la certeza de que en tu futuro no estaré yo. Sin embargo, te he amado y no cambiaría un solo día. Y si, por algún milagro, se me permitiese regresar al pasado y cortejarte de nuevo, lo haría de la misma manera, aun conociendo plenamente las consecuencias.
Eres la luz de mi vida y el amor de mi corazón.
Adiós, Patái. Que tu camino esté libre de obstáculos y que tu alma conozca la alegría.
Sus manos fueron incapaces de seguir sosteniendo la carta, y ésta cayó lentamente al suelo. Pudri se acercó y le pasó un brazo por los hombros.
—¡Coge el broche!
Ella sacudió la cabeza.
—Va a morir.
—Sí —reconoció el ventriano—. Pero me ha pedido que te ruegue que aceptes el broche. Es su mayor deseo. ¡No se lo niegues!
—Lo cogeré —dijo ella, solemnemente—. Pero cuando muera, moriré con él.
Druss se sentó cerca del campamento desierto y contempló el asalto a las murallas. A aquella distancia, los atacantes semejaban insectos que trepaban por escaleras diminutas. Vio cuerpos que caían; oyó el sonido de los cuernos de batalla y algún grito ocasional que se perdía en la cambiante brisa. Sieben estaba a su lado.
—Es la primera vez que te veo perderte una batalla, Druss. ¿La vejez te ha sosegado?
Druss no contestó. Miraba con atención el combate. Vio surgir el humo desde abajo de la muralla. La leña y la maleza amontonada en el túnel estaba ardiendo, y pronto, los puntales quedarían reducidos a cenizas. Cuando el humo se espesó, los atacantes retrocedieron y esperaron.
El tiempo transcurría lentamente en medio del silencio que cayó sobre la llanura. El humo se espesó más aún antes de despejarse. No pareció pasar nada.
Druss cogió el hacha y se puso en pie. Sieben se levantó con él.
—No ha funcionado —dijo el poeta.
—Dale tiempo —gruñó Druss y echó a andar. Sieben lo siguió hasta que estuvieron a menos de treinta pasos de la muralla. Gorben esperaba allí, rodeado de sus oficiales. Nadie hablaba.
Una línea irregular, negra como la pata de una araña, apareció en la muralla. La siguió un sonido chirriante. La grieta se agrandó, y un voluminoso bloque de manipostería se desprendió de una torre cercana y cayó estruendosamente sobre las rocas. Apareció una segunda grieta; luego, una tercera. Una amplia sección de la muralla se desmoronó, y una torre alta cayó hacia la derecha, aplastó el muro deshecho y levantó una gigantesca nube de polvo. Gorben se cubrió la boca con la capa y esperó a que se asentara el polvo.
Donde momentos antes había una muralla de piedra, sólo quedaban ruinas informes, como dientes rotos de un gigante.
Sonaron los cuernos de batalla. La línea negra de los Inmortales avanzó.
Gorben se volvió hacia Druss.
—¿Vas a unirte a ellos?
Druss negó con la cabeza.
—No tengo estómago para una masacre —dijo.
El patio estaba lleno de cadáveres y charcos de sangre. Michanek miró a la derecha; su hermano Narin yacía boca arriba con una lanza clavada en el pecho, y sus ojos sin vida miraban al cielo teñido de rojo.
«Es el crepúsculo», pensó Michanek. La sangre brotaba de una herida de su sien y la sentía correr hasta su cuello. Le dolía la espalda, y cada vez que se movía, la punta de la flecha que tenía clavada bajo la hombrera izquierda se le hundía más en la carne. La herida le impedía sostener el escudo, y había tenido que desprenderse de él. La empuñadura de su espada estaba resbaladiza a causa de la sangre. Alguien gimió a su izquierda. Era su primo Shurpac; tenía una herida terrible en el vientre y trataba de sujetarse las tripas.
Michanek volvió a mirar a los soldados enemigos que lo rodeaban. Habían retrocedido y formaban un círculo sombrío. Michanek giró lentamente. Era el único naashanita que seguía de pie. Se encaró con los Inmortales y los desafió.
—¿Qué os pasa? ¿Os asusta el acero naashanita?
Los hombres no se movieron. Michanek se tambaleó y estuvo a punto de caer, pero se recompuso.
Apenas notaba ya el dolor.
Había sido un día duro. El derrumbamiento de la muralla había matado a una veintena de sus hombres, pero los demás se habían reagrupado y habían hecho que Michanek se enorgulleciese de ellos. Ninguno había sugerido que se rindieran. Se habían retirado a la segunda línea de defensa y habían hecho frente a los ventrianos con flechas, con lanzas y hasta con piedras. Pero había demasiados enemigos, y había sido imposible contenerlos.
Michanek había guiado a los cincuenta últimos guerreros hacia la torre del homenaje, pero habían sido interceptados y obligados a desviarse por una calle lateral que llevaba al patio de la antigua residencia de Kabuchek.
«¿A qué esperan?»
La respuesta le llegó de repente: «Están esperando a que mueras», se dijo.
Se abrió un sector del círculo. Los hombres se apartaron para dejar paso a Gorben, ataviado con una capa de oro y una corona de siete picos. Realmente, tenía el aspecto de un emperador. Junto a él estaba el hachero, el esposo de Patái.
—¿Estás preparado para otro duelo... mi señor? —clamó Michanek. El grito le hizo toser sangre.
—Baja la espada, soldado. ¡Todo ha terminado! —dijo Gorben.
—¿Debo entender que te rindes? —preguntó Michanek—. Si no es así, déjame luchar con tu adalid.
Gorben miró al hachero, que asintió y se adelantó. Michanek se puso en guardia, pero sus pensamientos estaban en otra parte. Recordó un día con Patái, junto a una cascada. La mujer había trenzado una corona de nenúfares blancos y se la había puesto en la cabeza. Las flores estaban húmedas y frescas; podía sentirlas en aquel preciso instante...
«No —se gritó mentalmente—. ¡Pelea! ¡Vence!»
Levantó la vista. El hachero parecía colosal, mucho más alto que él, y Michanek se dio cuenta de que estaba de rodillas.
—No —dijo, arrastrando las palabras—. No moriré de rodillas.
Michanek se inclinó hacia adelante y trató de levantarse, pero volvió a caer. Dos fuertes manos lo sostuvieron por los hombros y lo alzaron. Al levantar la mirada se encontró con los ojos claros de Druss, el Hachero.
—Sabía... que vendrías... —murmuró. Druss lo llevó casi a rastras a un banco de mármol, junto a la pared del patio, y lo recostó con cuidado sobre la piedra fría. Un Inmortal se quitó la capa y la enrolló para que sirviera de almohada al general naashanita.
Michanek levantó la vista al cielo crepuscular; después volvió la cabeza. Druss estaba arrodillado junto a él y, detrás del hachero, los Inmortales esperaban. Gorben hizo una señal, y los hombres desenfundaron sus espadas y las sostuvieron en alto, saludando a su enemigo.
—¡Druss! ¡Druss!—dijo Michanek.
—Estoy aquí.
—Trátala... bien...
Michanek no oyó la respuesta del hachero.
Estaba sentado en la hierba junto a una cascada, y sentía en la piel la frescura de una corona de nenúfares.
Resha no fue saqueada, y sus habitantes no sufrieron represalias. Los Inmortales ocuparon la ciudad tras atravesarla desfilando entre los vítores de una multitud que agitaba estandartes y arrojaba pétalos de flores a los pies de los soldados. Al principio se produjeron algunos incidentes, protagonizados por grupos de ciudadanos furiosos que acosaron a los ventrianos acusados de colaborar con los conquistadores hazañitas.
Gorben ordenó que los grupos se dispersaran y prometió realizar una investigación para averiguar quiénes podían ser acusados de traición. Los cadáveres fueron enterrados en dos fosas comunes al pie de las murallas, y el emperador encargó que se construyera un monumento sobre la sepultura de los ventrianos: un enorme león de piedra con los nombres de los muertos grabados en la base. Sobre la tumba naashanita no habría lápida. No obstante, Michanek fue llevado al Salón de los Caídos, debajo del gran palacio que se alzaba en la colina como una corona en el centro de Resha.
Se llevó comida para abastecer a la población. Los albañiles empezaron a trabajar; se derribaron las presas que habían privado de agua a la ciudad, se reconstruyó la muralla y se repararon las casas y las tiendas dañadas por los proyectiles de las catapultas que habían bombardeado la ciudad durante los tres meses anteriores.
Druss no tenía interés en los asuntos de la ciudad. Día tras día, se quedaba sentado junto a la cama de Rowena y le sostenía la fría y pálida mano.
Tras la muerte de Michanek, Druss había ido a su casa; un soldado naashanita que había sobrevivido al último asalto le indicó la dirección. Acompañado por Sieben y Eskodas había atravesado a la carrera las calles de la ciudad hasta llegar a la casa de la colina, en la que había entrado después de cruzar un hermoso jardín. Allí se había encontrado a un hombre menudo, sentado junto a una laguna artificial. El hombre sollozaba. Druss lo había cogido de la túnica y lo había puesto en pie.
—¿Dónde está? —había preguntado.
—Está muerta —había contestado el hombre, con el rostro cubierto de lágrimas—. Ha tomado veneno. Hay un sacerdote con el cadáver —señaló hacia la casa y se echó a llorar de nuevo.
Druss lo había soltado, había corrido a la casa y había subido las escaleras. Las tres primeras habitaciones estaban vacías, pero en la cuarta había encontrado al sacerdote de Pashtar Sen sentado junto a la cama.
—¡Dioses, no! —había dicho Druss al ver a Rowena. La mujer tenía los ojos cerrados y la piel pálida. El sacerdote lo había mirado con ojos cansados.
—No digas nada —lo había instado. La voz del sacerdote era débil y parecía llegar de muy lejos—. He llamado a... a un amigo. Y necesito todas mis fuerzas para mantenerla con vida.
El religioso había cerrado los ojos. Sin saber qué hacer, Druss había ido al otro lado de la cama para observar a la mujer a quien había amado durante tanto tiempo. Siete años habían transcurrido desde que posó los ojos en ella por última vez, y su belleza le desgarraba el corazón como un garfio de acero. Tragando saliva, se había sentado junto a Rowena. El sacerdote le sostenía la mano, tenía la cara empapada de sudor y parecía mortalmente cansado. Cuando Sieben y Eskodas entraron en la habitación, Druss les había ordenado silencio con un gesto, y ellos se habían sentado a esperar.
Al cabo de una hora había entrado otro hombre: un calvo corpulento con la cara redonda y roja, y orejas de soplillo. Iba vestido con una túnica blanca y llevaba un morral de cuero con una larga correa bordada en oro. Sin decir una palabra a los tres hombres, había ido hasta la cama y había puesto los dedos en el cuello de Rowena.
El sacerdote de Pashtar Sen había abierto los ojos.
—Ha tomado raíz de yas, Shalitar.
El calvo había asentido.
—¿Cuánto hace?
—Unas tres horas. He conseguido evitar que el veneno se propague a través de la sangre, pero una parte ha alcanzado el sistema linfático.
Shalitar había chasqueado los dientes y hurgado en su bolsa.
—Que alguien traiga agua.
Eskodas se había levantado para salir de la habitación, y había regresado poco después con una jarra de plata. Shalitar le había ordenado acercarse a la cama mientras sacaba un pequeño paquete de polvos, que vació en la jarra. El brebaje espumeó brevemente antes de asentarse. Shalitar había sacado un tubo gris largo y un embudo de su morral, se había inclinado y le había abierto la boca a Rowena. Druss le sujetó la mano.
—¿Qué haces?
El médico había permanecido impasible.
—Tenemos que meterle la pócima en el estómago. Como puedes ver, no está en condiciones de beber, así que voy a introducirle este tubo en la garganta y verter la medicina por el embudo. Es una tarea delicada, porque podría llegar a los pulmones. Y me resultaría difícil realizarla correctamente con una mano rota.
Druss lo había soltado y había observado en angustiado silencio cómo entraba el tubo en la garganta de Rowena. Tras colocar el embudo encima, Shalitar había ordenado a Eskodas verter el líquido. Cuando cayó la mitad del contenido de la jarra, Shalitar sujetó el tubo con dos dedos y lo retiró. Acto seguido, arrodillado junto a la cama, había apoyado la oreja en el pecho de Rowena.
—El pulso es muy lento y débil —había dicho—. Hace un año la atendí a causa de la peste; se salvo de la muerte, pero la enfermedad dejó su marca. Su corazón no es fuerte. —Se había girado hacia los hombres—. Ahora dejadme solo. Para mantener su circulación firme tendré que frotarle con aceite las piernas, los brazos y la espalda.
—Yo no me voy —había declarado Druss.
—Señor, la dama es la viuda de Michanek. Era muy querida, a pesar de haberse casado con un naashanita. Ofendería a su dignidad que otros hombres la vean desnuda, y nadie que la avergonzara sobrevivirá al día.
—Soy su marido —había dicho Druss entre dientes—. Los demás se pueden ir. Yo me quedo.
Shalitar se había frotado el mentón, pero parecía dispuesto a discutir. El sacerdote de Pashtar Sen le había tocado el brazo.
—Es una larga historia, amigo mío, pero dice la verdad. Haz lo que puedas.
—Quizá lo que pueda hacer no sea suficiente —había murmurado Shalitar.
Pasaron tres días. Druss no comía apenas, y dormía junto a la cama. No había habido cambios en el estado de Rowena, y Shalitar estaba cada vez más desanimado. El sacerdote de Pashtar Sen regresó la mañana del cuarto día.
—El veneno ha desaparecido de su cuerpo —dijo Shalitar—, pero sigue sin despertarse.
El sacerdote asintió.
—Llegué cuando estaba perdiendo la consciencia y toqué su espíritu. Estaba huyendo; no tenía voluntad de vivir.
—¿Por qué? —preguntó Druss—. ¿Por qué querría morir?
El sacerdote se encogió de hombros.
—Es un alma noble. Primero te amó a ti, en vuestra tierra, y llevó ese amor en su interior como algo puro en un mundo lleno de impurezas. Sabía que la estabas buscando y estaba dispuesta a esperarte. Pero su Talento creció de modo asombrosamente rápido y la abrumó. Shalitar y otros le salvaron la vida cerrando su acceso al Talento; pero al hacerlo, también bloquearon su memoria. Entonces despertó aquí, en casa de Michanek. Era un buen hombre, Druss, y la amaba tanto como tú. La cuidó hasta que recuperó la salud, y se ganó su corazón. Sin embargo, no le dijo su mayor secreto: que ella, como vidente, había predicho que moriría un año después del día de su boda. Vivieron juntos varios años, y ella contrajo la peste. Durante su enfermedad y, como he dicho, sin recordar su vida como adivina, le preguntó a Michanek que por qué no se había casado con ella. Angustiado por el estado de Rowena, él creyó que la boda la salvaría. Y quizá fuera así. El día de la recuperación de Resha, Michanek le hizo un regalo: éste —dijo, dándole el broche a Druss.
Druss cogió el delicado broche y cerró la mano.
—Lo hice yo —dijo—. Parece que ha pasado una vida entera desde entonces.
—Michanek sabía que era la llave que le abriría a Rowena la puerta de sus recuerdos. Pensó, como me temo que pensaría cualquier hombre, que recuperar la memoria la ayudaría a mitigar el dolor cuando él muriese. Creyó que si te recordaba, y si seguías amándola, ella estaría protegida en el futuro. Su razonamiento fue erróneo, porque cuando Rowena tocó el broche se sintió abrumada por la culpabilidad. Ella le había pedido a Michanek que se casaran, y con eso, desde su punto de vista, lo había condenado a muerte. Te había visto en la casa de Kabuchek y había salido corriendo, temerosa de su pasado, aterrada ante la idea de que eso pudiera destruir su recién hallada felicidad. De repente se consideró una traidora, una puta, y me temo que también una asesina.
—Nada de lo que pasó fue culpa suya —dijo Druss—. ¿Cómo pudo pensar otra cosa?
El sacerdote sonrío, pero fue Shalitar quien habló:
—Cualquier muerte hará que alguien se sienta culpable, Druss. Un niño muere tras contraer la peste, y su madre se culpará por no habérselo llevado a algún lugar seguro antes de que lo alcanzase la enfermedad. Un hombre muere en un accidente, y su esposa pensará: «Si le hubiera pedido que hoy se quedara en casa...». Las buenas personas se sienten responsables; está en su naturaleza. Cualquier tragedia podría haberse evitado de haber sabido que ocurriría, de modo que cuando sucede nos culpamos de ello. Para Rowena, el peso de la culpa fue insoportable.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó el hachero.
—Nada. Sólo podemos tener la esperanza de que vuelva en sí.
Pareció que el sacerdote de Pashtar Sen iba a hablar, pero se levantó y se acercó a la ventana. Druss se dio cuenta de su vacilación.
—Habla —le pidió—. ¿Qué ibas a decir?
—No importa —contestó él, en voz baja.
—Si concierne a Rowena, prefiero ser yo quien decida qué importa y qué no.
El sacerdote se sentó y se frotó los cansados ojos.
—Se debate entre la vida y la muerte —dijo al final—. Su espíritu deambula por el Valle de los Muertos. Quizá, si pudiéramos encontrar a un hechicero, éste podría enviar su espíritu a buscarla y traerla a casa. —El sacerdote abrió los brazos—. Pero no sé dónde encontrar a alguien que sea capaz de hacerlo. Y no creo que tengamos tiempo de buscarlo.
—¿Qué hay de tu Talento? —preguntó Druss—. Pareces conocer ese lugar.
El hombre apartó la mirada del hachero.
—Tengo el Talento, pero me falta el valor. Es un lugar terrible. —Forzó una sonrisa—. Soy un cobarde, Druss, y moriría allí. No es un lugar para personas sin coraje.
—Entonces envíame a mí. Yo la encontraré.
—No tendrías ninguna oportunidad. Estamos hablando de un... reino de magia negra y demonios. Estarías indefenso contra ellos, Druss. Te aplastarían.
—Pero ¿podrías enviarme?
—Ésa no es la cuestión. Sería una locura.
Druss se volvió hacia Shalitar.
—¿Qué le pasará si no hacemos nada?
—Le queda un día de vida; quizá dos. Ya se está apagando.
—Entonces no hay elección, sacerdote —dijo Druss. Se levantó e hizo frente al hombre—. Dime cómo llegar a ese valle.
—Tienes que morir —susurró el sacerdote.
La gris neblina se agitó, aunque no había brisa perceptible, y sonidos extraños e inquietantes resonaron a su alrededor.
El sacerdote se había ido, y Druss estaba solo.
¿Solo?
A su alrededor se movían figuras en la niebla; algunas, gigantescas; otras, pequeñas y sinuosas.
—Mantente en el sendero —le había dicho el sacerdote—. Sigue el camino a través de la neblina. No lo abandones bajo ninguna circunstancia.
Druss bajó la vista. El camino era gris y completamente liso, como si se hubiera construido con roca fundida. Era suave y llano, y la niebla baja se adhería a él, flotaba y creaba fríos tentáculos serpenteantes que se enredaban alrededor de las piernas y el vientre del hachero.
La voz de una mujer lo llamó desde el borde del sendero. Druss se detuvo y miró a su derecha. Una joven de pelo oscuro, poco más que una niña, estaba sentada en una roca con las piernas abiertas. La muchacha se acarició los muslos, se lamió los labios e inclinó la cabeza.
—Ven —lo invitó—. ¡Ven aquí!
Druss sacudió la cabeza.
—Tengo otras cosas que hacer.
Ella se rió.
—¿Aquí? ¿Tienes otras cosas que hacer aquí? —preguntó. Se echó a reír y se acercó a él. Druss se dio cuenta de que evitaba pisar el camino. Sus ojos eran grandes y dorados, pero en lugar de pupilas tenía apenas dos rendijas negras. Cuando abrió la boca, Druss vio la lengua bífida que asomaba entre los labios de color gris azulado, y los dientes pequeños y puntiagudos.
Siguió cambiando sin hacerle caso y se encontró con un anciano sentado en medio del sendero con los hombros encorvados. Druss se detuvo.
—¿Qué camino, hermano? —preguntó el hombre—. ¿Qué camino debo seguir? Hay tantos...
—Sólo hay uno —dijo Druss.
—Hay tantos caminos —repitió el hombre. Una vez más, Druss siguió andando. A su espalda, oyó la voz de la mujer que llamaba al anciano.
—¡Ven aquí! ¡Ven aquí!
Druss no miró hacia atrás, pero un momento después oyó un grito aterrador.
El sendero seguía a través de la niebla, nivelado y recto como una lanza. Encontró a otros en la ruta; algunos caminaban erguidos; otros arrastraban los pies. Nadie hablaba. Druss avanzó entre ellos en silencio, observando sus rostros, buscando a Rowena.
Una joven tropezó y cayó de rodillas fuera del camino. Inmediatamente, una mano escamosa se cerró en torno a su capa y se la llevó a rastras. Druss estaba demasiado lejos para ayudar. Maldijo y siguió adelante.
Muchos senderos se unían al principal, y Druss se encontró caminando junto a una multitud de personas silenciosas, jóvenes y ancianos, de rostros inexpresivos y expresión absorta. Muchos abandonaban el camino y desaparecían en la niebla.
Al hachero le pareció que llevaba días caminando. Allí no existía el sentido del tiempo, ni la fatiga ni el hambre. Escudriñó delante de él y alcanzó a ver una enorme cantidad de almas que seguían su camino por el sendero cercado por la bruma.
Estuvo a punto de desesperarse. ¿Cómo conseguiría encontrar a Rowena entre tantos? Apartó el miedo de su mente y se concentró en estudiar los rostros de los que lo rodeaban. Nunca se habría alcanzado meta alguna, pensó, si los hombres hubieran dejado que los distrajera la envergadura de los problemas que afrontaban.
Al cabo de un rato, Druss notó que el camino ascendía. Podía ver a más distancia; la neblina era menos espesa. Ya no surgían más senderos que se unieran al principal, y éste tenía más de cien codos de ancho.
Siguió andando, abriéndose paso entre la silenciosa multitud. Entonces vio que el camino se dividía de nuevo, separándose en docenas de senderos que se introducían en túneles abovedados, oscuros e imponentes.
Un hombre esmirriado, cubierto con una burda túnica de lana marrón, se acercaba por el río de almas. Vio a Druss y sonrió.
—Sigue adelante, hijo —le dijo, dándole una palmada en el hombro.
—¡Espera! —gritó el hachero, cuando el hombre empezaba a alejarse de él. Éste se giró, sorprendido, y se acercó de nuevo. Hizo una seña a Druss para que fuera a un lado del camino.
—Déjame verte la mano —le pidió.
—¿Qué?
—La mano, la mano derecha. ¡Muéstrame la palma! —insistió el hombrecillo. Druss estiró la mano, y el hombre de la túnica marrón examinó la callosa palma.
—No estás listo para morir, hermano —dijo—. ¿Por qué estás aquí?
—Estoy buscando a alguien.
—Ah —dijo el hombre, con aparente alivio—. Eres un corazón desesperado. Muchos de vosotros tratáis de pasar. ¿Tu amada ha muerto? ¿El mundo te ha tratado con dureza? Sea cual sea la respuesta, hermano, debes volver al lugar del que has venido. Aquí no hay nada para ti, a menos que te alejes del camino. Y eso sólo conduce a una eternidad de sufrimiento. ¡Vete!
—No puedo. Mi esposa está aquí. Y está viva, como yo.
—Si está viva, hermano, no habrá traspasado los portales que tienes enfrente —afirmó el hombre—. Ningún alma viva puede entrar. No tenéis la moneda. —Extendió una mano y le mostró una sombra negra, circular e incorpórea—. Para el Barquero y el tránsito al Paraíso.
—Si ella no ha podido cruzar los túneles, ¿dónde podría estar?
—No lo sé, hermano. Nunca he dejado el sendero y no sé qué hay más allá, salvo que allí habitan las almas de los condenados. Ve ala Cuarta Puerta y pregunta por el hermano Domitori. Es el guardián.
El hombre de la túnica marrón sonrió y desapareció entre la multitud. Druss se unió a los caminantes y se abrió paso hasta la Cuarta Puerta, donde otro hombre de túnica marrón custodiaba silenciosamente la entrada. Era alto y cargado de espaldas, y tenía una mirada triste y solemne.
—¿Eres el hermano Domitori? —preguntó Druss.
El hombre asintió, pero no dijo nada.
—Estoy buscando a mi esposa —continuó el hachero.
—Pasa, hermano. Si su alma vive, la encontrarás.
—No tiene moneda —dijo Druss. El hombre asintió y señaló un sendero estrecho y serpenteante que llevaba hasta una pequeña colina.
—Allá hay muchos en su estado —dijo Domitori—, al otro lado de la colina. Allí centellean y se desvanecen, y vuelven al camino cuando están listos. Cuando sus cuerpos han dejado de luchar. Cuando sus corazones han dejado de latir.
Druss echó a andar, pero Domitori lo llamó.
—Pasada la colina no hay camino. Estarás en el Valle de los Muertos. Será mejor que te armes.
—No tengo armas aquí.
Domitori alzó una mano y el flujo de almas dejó de atravesar la puerta. Se acercó a Druss.
—Aquí no hay sitio para el bronce y el acero —le dijo—, aunque verás cosas que parecerán espadas y lanzas. Éste es un lugar espiritual, y el espíritu de un hombre puede ser de acero o de agua, de madera o de fuego. Para cruzar la colina, y regresar, se necesita valor... y mucho más. ¿Tienes fe?
—¿En qué?
El hombre suspiró.
—En la Fuente. En ti mismo. ¿Qué es lo que más quieres en el mundo?
—A Rowena. A mi esposa.
—Entonces aférrate a tu amor, amigo mío, sea lo que sea lo que te ataque. ¿Cuál es tu mayor temor?
—Perderla.
—¿Qué más?
—No temo a nada.
—Todos los hombres temen a algo. Y ésa es tu debilidad. Este lugar de muertos y condenados tiene una capacidad sin igual para enfrentar a un hombre con sus miedos. Rezaré para que te guíe la Fuente. Ve en paz, hermano.
Domitori regresó a la puerta y volvió a alzar la mano. La entrada se abrió, y el lúgubre flujo de almas silenciosas continuó sin pausa.
—¡Cobarde hijo de puta! —estalló Sieben—. Debería matarte.
Shalitar, el médico, se interpuso entre el poeta y el sacerdote de Pashtar Sen.
—Cálmate —le dijo—. Ha reconocido su falta de valor, y no tiene por qué disculparse por eso. Algunos hombres son altos; otros, bajos. Algunos son valientes; otros, no tanto.
—Quizá tengas razón —concedió Sieben—, pero ¿qué posibilidades tiene Druss en un mundo de hechizos y brujerías? ¡Contéstame!
—No lo sé —reconoció Shalitar.
—Pero él sí —dijo Sieben—. He leído sobre el Vacío; muchos de mis relatos hablan de ese lugar. He hablado con buscadores de almas y con místicos que han viajado a través de la Niebla. Todos están de acuerdo en algo: si un hombre no tiene acceso a los poderes de la brujería, no tiene la menor oportunidad allí. ¿No es verdad, sacerdote?
El hombre asintió sin levantar la vista. Estaba sentado junto a la cama en la que yacían los cuerpos de Druss y Rowena. El hachero estaba pálido y no parecía respirar.
—¿A qué se enfrentará en ese lugar? —insistió Sieben—. ¡Habla, hombre!
—A los horrores de su pasado —contestó el sacerdote, con voz apenas audible.
—Por los dioses, sacerdote. Voy a decirte una cosa: si él muere, tú serás el siguiente.
Druss llegó a la cima de la colina y miró hacia el valle agostado. Un puñado de árboles, negros y muertos, se silueteaban contra la tierra gris como un dibujo al carboncillo. No había viento, y el único movimiento visible era el deambular sin rumbo de unas pocas almas. Cerca de la colina, Druss vio a una anciana sentada en el suelo, con la cabeza gacha y los hombros encorvados, y se acercó a ella.
—Estoy buscando a mi esposa —dijo.
—Estás buscando más que eso —contestó la mujer.
Druss se agachó frente a ella.
—No; sólo a mi mujer. ¿Puedes ayudarme?
La anciana levantó la cabeza, y él se encontró frente a unos ojos hundidos que brillaban con malicia.
—¿Qué puedes darme, Druss?
—¿Cómo sabes quién soy?
—El Hachero, la Muerte Plateada, el hombre que se enfrentó a la Bestia del Caos. ¿Por qué no debería conocerte? Pero eso no importa; ¿qué puedes darme?
—¿Qué quieres?
—Que me hagas una promesa.
—¿Qué promesa?
—Que me darás tu hacha.
—No la tengo aquí.
—Lo sé, chico —espetó ella—. Pero en el mundo de arriba me darás tu hacha.
—¿Para qué la necesitas?
—Eso no forma parte del trato y no te importa. Mira a tu alrededor, Druss. ¿Cómo la encontrarás en el tiempo que queda?
—Tendrás mi hacha —dijo él—. Ahora, dime dónde está Rowena.
—Tienes que cruzar un puente. Allí la encontrarás. Pero el puente está custodiado por un guerrero imponente.
—Sólo dime dónde está.
La anciana se levantó apoyándose en un bastón que tenía al lado.
—Ven —dijo, y echó a andar hacia unas colinas bajas. Mientras caminaban, Druss vio muchas almas nuevas vagando por el valle.
—¿Por qué vienen aquí? —preguntó.
—Son débiles —respondió la anciana—. Víctimas de la desesperación, la culpa, la nostalgia... Casi todos son suicidas. Mientras ellos deambulan por aquí, sus cuerpos están muriendo. Como el de Rowena.
—Ella no es débil.
—Por supuesto que sí. Es una víctima del amor, como tú. Y el amor es la ruina de la humanidad. Ante el amor, la fuerza no perdura, Druss. Erosiona el poder natural del hombre y contamina el corazón del cazador.
—No te creo.
La mujer soltó una carcajada; fue un sonido seco, semejante a un crujir de huesos.
—Claro que sí —afirmó—. No eres un hombre de amor, Druss. ¿O fue el amor lo que te empujó a saltar a la cubierta del barco pirata a herir y matar? ¿Fue el amor lo que te hizo subir a las almenas de Ectanis? ¿Fue el amor tu guía en los combates en los círculos de arena de Mashrapur? —La mujer se detuvo, se giró y lo miró de frente—. ¿Fue el amor?
—Sí. Todo lo que hice, lo hice por Rowena, porque era el camino para encontrarla. La amo.
—Eso no es amor, Druss; es necesidad. No puedes soportar lo que eres sin ella: un salvaje, un asesino, una bestia. Pero con ella es diferente. Puedes absorber su pureza, bebería como si fuera vino. Y entonces puedes ver la belleza de una flor, oler el aroma de la vida en una brisa veraniega. Sin ella te ves como una criatura indigna. Responde a esto, hachero: si es amor verdadero, ¿no desearías su felicidad por encima de todo lo demás?
—Claro que sí. ¡Y eso es lo que deseo!
—¿En serio? Cuando descubriste que era feliz viviendo con un hombre que la amaba, que no padecía privaciones ni corría peligro, ¿qué hiciste? ¿Intentaste persuadir a Gorben para que perdonara a Michanek?
—¿Dónde está el puente? —preguntó Druss.
—No es fácil de afrontar, ¿verdad? —insistió ella.
—No me gusta debatir. Sólo sé que moriría por ella.
—Sí, sí. Típico de los hombres; siempre buscando las soluciones fáciles, las respuestas sencillas.
La anciana continuó el ascenso y al llegar a la cima de la colina se detuvo a descansar, apoyada en su bastón. Druss contempló el abismo que tenían delante. Mucho más abajo había un río de fuego que, en la distancia, parecía una delgada línea de llamas que corrían por un desfiladero negro. Sobre el cañón se extendía un puente estrecho, de cuerdas negras y madera gris. En su centro se erguía un guerrero vestido de negro y plata que empuñaba un hacha enorme.
—Ella está al otro lado —dijo la anciana—. Pero para alcanzarla debes superar al guardián. ¿Lo reconoces?
—No.
—Lo reconocerás.
Las cuerdas negras que aseguraban el puente estaban atadas a dos bloques de piedra. Los listones de madera, la parte principal de la estructura, tenían, según calculaba Druss, tres codos de largo y una pulgada de espesor. El hachero puso un pie en el puente y éste comenzó a balancearse. No había cuerdas guía a las que sujetarse, y al mirar abajo, Druss tuvo una desagradable sensación de vértigo.
Avanzó lentamente sobre el abismo, con los ojos fijos en los tablones. Recorrió la mitad de la distancia que lo separaba del hombre de plata y negro antes de levantar la vista. Se quedó estupefacto.
El hombre sonrió; el brillo de sus blancos dientes contrastaba con su barba entrecana.
—No soy tú, chico —dijo—. Soy todo lo que podrías haber sido.
Druss lo observó con atención. El hombre era su viva imagen, pero era mayor, y sus ojos, claros y fríos, parecían estar llenos de secretos.
—Eres Bardan.
—Y estoy orgulloso de serlo. He usado mi fuerza, Druss. He hecho estremecerse de terror a los hombres. He disfrutado cuando me ha apetecido. No soy como tú, un cuerpo fuerte con un corazón débil. Has salido a Bress.
—Lo tomaré como un cumplido —dijo Druss—. Nunca habría querido ser como tú: un violador y un asesino de niños. No hay fortaleza en eso.
—Luché contra hombres. Nadie puede acusar a Bardan de cobardía. ¡Por los huevos de Shemak, chico! ¡Me he enfrentado a ejércitos enteros!
—Y yo digo que eres un cobarde de la peor calaña. La fuerza que tenías provenía de eso —afirmó Druss, señalando el hacha—. Sin eso no eras nada. Sin eso no eres nada.
Bardan enrojeció; después se puso pálido.
—No necesito esto para enfrentarme a un gallina hijo de puta como tú. Podría destrozarte con las manos.
—Más quisieras —se burló Druss.
Bardan hizo ademán de soltar el hacha, pero vaciló.
—No eres capaz, ¿verdad? —lo desafió Druss—. ¡El poderoso Bardan! ¡Dioses, me das asco!
Bardan se enderezó, empuñando aún el hacha.
—¿Por qué iba a dejar a un lado a mi única amiga? Ha sido la única que ha estado a mi lado todos esos solitarios años. Y aquí... incluso aquí ha sido mi apoyo fiel.
—¿Apoyo? —replicó Druss—. Te ha destruido, igual que destruyó a Cajivak y a todos los que le permitieron hacerse con su corazón. Pero no necesito convencerte, abuelo. Lo sabes, aunque seas demasiado débil para reconocerlo.
—¡Yo te enseñaré lo que es la debilidad! —rugió Bardan.
El hombre alzó el hacha y cargó contra Druss. El puente se balanceó peligrosamente, pero Druss esquivó el golpe y respondió ferozmente, asestando un fuerte puñetazo en la mandíbula de Bardan, que se tambaleó. Druss tomó impulso y saltó con los pies por delante. Sus botas se clavaron en el pecho de su adversario, haciéndolo retroceder. Bardan soltó el hacha y estuvo a punto de caer por el borde.
Druss giró y arremetió contra Bardan, pero éste recuperó el equilibrio, gruñó y embistió a su vez. Druss le golpeó la mandíbula de nuevo, pero Bardan giró al recibir el puñetazo y descargó un potente revés que acertó de lleno en la nuca de su rival. Druss se tambaleó y recibió un segundo golpe sobre la oreja que lo hizo caer sobre los tablones. Bardan intentó patearle la cabeza, pero Druss rodó por el puente, le aferró la pierna y dio un tirón. El guerrero se desplomó pesadamente. Mientras Druss intentaba incorporarse, Bardan se levantó de un salto y lo cogió del cuello. El puente se balanceó peligrosamente, y los dos hombres perdieron el equilibrio y rodaron hacia el borde. Druss encajó una pierna entre dos tablones, pero no pudo evitar que Bardan y él quedaran colgados sobre el abismo.
Druss se libró de la presa de Bardan y le dio un puñetazo en la cara. Bardan gruñó y cayó del puente. Estiró la mano y aferró el brazo de Druss, con tanta fuerza que estuvo a punto de arrastrarlo al vacío. Suspendido sobre el río de fuego, miró a Druss con sus ojos claros.
—Ah, por lo menos eres buen luchador, chico —dijo, suavemente.
Druss lo agarró del jubón y trató de subirlo al puente.
—Es hora de morir, por fin —dijo Bardan—. Tenías razón: era el hacha. Siempre fue el hacha. —Soltó el brazo de su nieto y sonrió—. Déjame, chico. Se ha acabado.
—¡No! ¡Maldita sea, cógeme de la mano!
—Que los dioses te sonrían, Druss.
Bardan giró y golpeó el brazo de Druss, forzándolo a soltarlo. El puente se balanceó de nuevo, y el guerrero vestido de negro y plata cayó al vacío. Druss lo vio caer dando vueltas en el aire, hasta que no fue más que un punto oscuro que desapareció en el río de fuego.
Druss se arrodilló y contempló el hacha. Una nube de humo rojo surgió del arma y se condensó, formando una figura carmesí con la piel cubierta de escamas y cuernos en las sienes. En lugar de nariz tenía dos hendiduras en la carne, por encima de una boca de tiburón.
—Tenías razón, Druss —dijo el demonio afablemente—. Él era débil. Como lo fueron Cajivak y los demás. Sólo tú tienes la fuerza suficiente para usarme.
—No quiero nada contigo.
El demonio levantó la cabeza y soltó una carcajada.
—Es fácil decirlo, mortal. Pero mira hacia allí.
Al final del puente se alzaba la Bestia del Caos, gigantesca, con sus relucientes garras de acero y los ojos brillantes como brasas.
Druss sintió que lo invadía la desesperación, y el corazón le dio un salto cuando el demonio del hacha se le acercó a hablarle amigablemente.
—¿Por qué dudas, hombre? —preguntó—. ¿Cuándo te he fallado? ¿No te protegí del fuego en el barco de Earin Shad? ¿No me resbalé de la mano de Cajivak? Soy tu amigo, mortal. Siempre lo he sido. Y durante todos estos largos y solitarios siglos he estado esperando a un hombre con tu fuerza y tu determinación. Conmigo puedes conquistar el mundo. Sin mí, nunca dejarás este lugar, nunca volverás a sentir el sol en la cara. ¡Confía en mí, Druss! Mata a la bestia y podremos irnos a casa.
El demonio se convirtió en humo y regresó al mango negro del hacha.
Druss levantó la vista y vio a la Bestia del Caos, que aguardaba al final del puente. Parecía más monstruosa que nunca: hombros inmensos cubiertos de pelaje negro; enormes fauces que chorreaban saliva. Druss dio un paso, empuñó a Snaga e hizo girar las hojas en el aire.
Su fuerza volvió de inmediato, y con ella, una vertiginosa sensación de odio y un ansia de muerte y destrucción. La necesidad de combatir era tan intensa que le costaba respirar.
Avanzó hacia el oso de ojos de fuego. La bestia lo esperó con los brazos abiertos.
Druss tuvo la sensación de que toda la maldad del mundo residía en el cuerpo de la colosal criatura. Todas las frustraciones, la ira, los celos, la vileza; todo lo que había sufrido estaba reunido en el alma negra de la Bestia del Caos. Tembló de ira y de euforia, y dejó escapar un gruñido mientras alzaba el hacha y corría hacia la criatura.
La bestia no se movió. Siguió de pie, con los brazos caídos y la cabeza gacha. Druss aminoró el paso.
«¡Mátala! ¡Mátala! ¡Mátala!»
La intensidad de su ansia de destrucción le hizo tambalearse. Contempló el hacha que tenía en la mano.
—¡No! —gritó, y con un esfuerzo formidable arrojó el hacha al abismo.
El arma cayó hacia las llamas, reflejándolas al girar, y Druss vio que el demonio escapaba de ella: una negra figura que contrastaba con las hojas plateadas. Después, el hacha se hundió en el río de fuego.
Agotado, Druss se volvió para enfrentarse a la bestia.
Rowena estaba de pie, desnuda y sola, y lo miraba con ternura.
Druss gruñó y caminó hacia la mujer.
—¿Dónde está la bestia? —preguntó.
—No hay ninguna bestia, Druss. Sólo yo. Ibas a matarme. ¿Por qué has cambiado de idea?
—¿Matarte? ¡Jamás te haría daño! Por los dioses, ¿cómo has podido pensar semejante cosa?
—Me mirabas con odio y corrías hacia mí con tu hacha en alto.
—¡Oh, Rowena! Sólo veía un demonio. ¡Estaba embrujado! ¡Perdóname!
Druss se acercó más y trató de abrazarla, pero ella se apartó.
—Amaba a Michanek —dijo.
Él suspiró y asintió.
—Lo sé. Era un buen hombre, quizá uno de los mejores. Estuve con él en el momento final. Me pidió... me rogó que te cuidara. No hacía falta que me lo pidiera. Lo eres todo para mí; siempre lo has sido. Sin ti no hay luz en mi vida. Y he esperado tanto tiempo este momento... Vuelve conmigo, Rowena. ¡Vive!
—Lo estaba buscando a él —dijo ella, con lágrimas en los ojos—, pero no puedo encontrarlo.
—Se ha ido adonde no puedes seguirlo. Vuelve a casa.
—Soy tanto esposa como viuda. ¿Dónde está mi hogar, Druss? ¿Dónde?
Rowena bajó la cabeza, y las lágrimas corrieron por sus mejillas. Druss la tomó en sus brazos, atrayéndola hacia sí.
—Donde tú quieras —susurró—. Yo te lo construiré. Pero debería estar en un lugar donde brille el sol, donde puedas oír el canto de los pájaros y oler las flores. Este lugar no es para ti, y Michanek no querría que estuvieras aquí. Te amo, Rowena. Pero si quieres vivir sin mí, lo soportaré. Siempre y cuando vivas. Regresa conmigo. Hablaremos de nuevo en la luz.
—No quiero quedarme aquí —afirmó Rowena, aferrándose a él—. Pero lo echo tanto de menos...
Aquellas palabras le desgarraron el corazón, pero Druss la abrazó con fuerza y le besó el pelo.
—Vamos a casa —dijo—. Tómame de la mano.
Druss abrió los ojos y tragó una gran bocanada de aire. A su lado, Rowena dormía. El pánico lo invadió durante un instante, pero una voz le dijo:
—Está viva.
Druss se sentó y vio a la Anciana sentada en una silla, junto a la cama.
—¿Quieres el hacha? ¡Cógela!
La Anciana soltó una risa seca.
—Tu gratitud me abruma, hachero. Pero no; no necesito a Snaga. Has exorcizado al demonio del arma, y se ha ido. Pero lo encontraré. Buen trabajo, chico. Tanto odio y ansia de matar... y los has superado. Qué criatura tan compleja es el hombre.
—¿Dónde están los demás? —preguntó Druss.
La mujer cogió el bastón y se puso en pie.
—Tus amigos están durmiendo. Estaban agotados, y no me ha costado mucho mandarlos al reino de los sueños. Que tengas suerte, Druss. Espero que os vaya bien a tu mujer y a ti. Vuelve con ella a las montañas de Drenai, y disfruta de su compañía mientras puedas. Su corazón es débil, y nunca verá el invierno de la vejez. Pero tú sí, Druss.
La Anciana resopló y se estiró, haciendo crujir sus huesos. Echó a andar hacia la puerta.
—¿Qué querías del demonio? —le preguntó Druss.
Ella se volvió antes de salir.
—Gorben ha encargado forjar una espada... una gran espada. Me contratará para que la hechice. Y lo haré, Druss. Lo haré.
Se marchó sin decir nada más.
Rowena se agitó y despertó.
Un rayo de sol se abrió paso entre las nubes e inundó de luz la habitación.