Olícuar, uno de los Inmortales de Gorben, fue el primero en ver a Druss bajar por la colina. El hachero apareció cuando el soldado estaba sentado en un barril zurciéndose el talón de un calcetín. Olícuar abandonó su tarea, se puso en pie y gritó el nombre del hachero. Los soldados que estaban sentados cerca levantaron la vista mientras Olícuar corría hacia Druss y lo rodeaba con sus brazos musculosos.
Cientos de soldados se reunieron alrededor, estirando el cuello para ver al adalid del emperador: el famoso hachero que luchaba como diez tigres. Druss sonrió a su antiguo camarada.
—Esa barba tiene más canas de las que recordaba —dijo.
Olícuar soltó una carcajada.
—Me las he ganado una a una. Por todos los dioses, ¡me alegro de verte, amigo!
—¿La vida ha sido aburrida sin mí?
—No exactamente —respondió Olícuar, señalando con la cabeza las murallas de Resha—. Esos hazañitas son duros de pelar. Y también tienen un adalid: Michanek, un gran guerrero.
A Druss se le desdibujó la sonrisa.
—Veremos cuán bueno es —prometió.
Olícuar se volvió hacia Sieben y Eskodas.
—Hemos oído decir que no tuvisteis que rescatar a nuestro amigo. Se dice que mató a Cajivak, el asesino, y a la mitad de los hombres de su castillo. ¿Es cierto?
—Espera a oír el cantar —le aconsejó Sieben.
—Sí —añadió Eskodas—, hasta salen dragones.
Olícuar guió al trío entre las silenciosas filas de guerreros, hasta una tienda montada cerca de la orilla del río. Sacó una jarra de vino y varias copas de loza, se sentó y miró a su amigo.
—Estás mas delgado —dijo— y tus ojos parecen cansados.
—Sírveme un trago y verás cómo vuelven a brillar. ¿Qué es eso de las capas y los cascos negros?
—Somos los nuevos Inmortales.
—A juzgar por eso —dijo Druss, señalando el vendaje ensangrentado que cubría el brazo derecho de Olícuar—, no pareces muy inmortal.
—Es un título. Y muy honorable —replicó su amigo—. Durante dos siglos, los Inmortales fueron la guardia de honor del emperador; hombres escogidos por él mismo. Los mejores soldados, Druss; la élite. Pero hace unos veinte años, Vuspash, el general de los Inmortales, encabezó una revuelta. El regimiento se disolvió. Ahora el emperador los... ¡nos ha vuelto a crear! Es un honor extraordinario ser un Inmortal.
Se inclinó hacia adelante y guiñó un ojo.
—Y la paga es mejor —añadió—; el doble, de hecho.
Olícuar llenó las copas y las repartió. Druss vació la suya de un trago, y Olícuar se la volvió a llenar.
—¿Cómo va el asedio? —preguntó el hachero.
Olícuar se encogió de hombros.
—Michanek mantiene firmes a los suyos. Es un león, Druss, incansable y mortífero. Se enfrentó a Bodasen en combate singular. Pensamos que la guerra acabaría ahí mismo. El emperador le ofreció doscientos carros de comida para abastecer a la ciudad. Hicieron un trato: si Bodasen perdía, les entregarían la comida; si ganaba, se abrirían las puertas de la ciudad y los hazañitas podrían irse libremente.
—¿Mató a Bodasen? —preguntó Eskodas—. Era un magnífico espadachín.
—No lo mató; lo hirió en el pecho y retrocedió cuando lo vio caer. Los cincuenta primeros carros se han entregado hace una hora; el resto irá esta noche. Eso nos dejará escasos de provisiones durante un tiempo.
—¿Por qué no le dio la estocada final? —preguntó Sieben—. Gorben podría haberse negado a enviar la comida. Se supone que los duelos son a muerte, ¿no?
—Sí. Pero como he dicho, Michanek es especial.
—Parece que te cae bien —comentó Druss, terminándose la segunda copa.
—Créeme, es difícil que no caiga bien. Espero que se rindan; no me entusiasma la idea de masacrar a luchadores tan buenos. La guerra ha terminado; esto es sólo una escaramuza final. ¿Qué sentido tiene continuar con la matanza?
—Michanek tiene a mi esposa —dijo Druss, con voz cortante—. La engañó para que se casara con él; le robó la memoria. Ella ni siquiera me conoce.
—Me cuesta creerlo —afirmó Olícuar.
—¿Me estás llamando mentiroso? —siseó Druss, acariciando el mango del hacha.
—Esto sí que no me lo puedo creer —exclamó Olícuar—. ¿Qué te pasa, amigo mío?
A Druss le tembló la mano sobre el mango, la apartó y se frotó los ojos. Inspiró profundamente y, con una sonrisa forzada, se disculpó.
—¡Ah, Olícuar! Estoy cansado, y el vino me ha hecho comportarme como un estúpido. Pero lo que te he dicho es cierto; me lo contó un sacerdote de Pashtar Sen. Mañana escalaré esas murallas, encontraré a Michanek y veremos qué tiene de especial.
Druss se levantó y entró en la tienda. Los otros tres hombres guardaron silencio durante un rato. Finalmente, Olícuar siguió hablando en voz baja.
—La esposa de Michanek se llama Patái. Los refugiados de la ciudad nos han hablado de ella. Tiene un espíritu noble, y cuando la peste arrasó la ciudad visitó los hogares de los enfermos y los moribundos, repartiendo consuelo y medicinas. Michanek la adora, y ella a él. Todo el mundo lo sabe. E insisto, no es un hombre que necesite recurrir a engaños para conseguir a una mujer.
—Eso no importa —dijo Eskodas—. Es como el destino, grabado en piedra. Dos hombres y una mujer; tiene que haber sangre. ¿No es cierto, poeta?
—Por desgracia, tienes razón —convino Sieben—. Pero no puedo evitar preguntarme cómo se sentirá ella cuando Druss la aborde, cubierto con la sangre del hombre al que ama. ¿Qué pasará?
En el interior de la tienda, tumbado en una manta, Druss oyó toda la conversación. Las palabras le atravesaron el corazón como cuchillos de fuego.
Michanek se escudó los ojos del sol poniente y observó la lejana figura del hachero cuando llegaba al campamento ventriano. Vio cómo los soldados se agrupaban a su alrededor y oyó los vítores.
—¿Quién será? —le preguntó Shurpac, su primo.
Michanek inspiró profundamente.
—Debe de ser Druss, el adalid del emperador.
—¿Vas a enfrentarte a él?
—No creo que Gorben nos ofrezca esa oportunidad —contestó Michanek—. No lo necesita; sabe que no podremos resistir mucho tiempo más.
—El suficiente para que Narin vuelva con refuerzos —dijo Shurpac. Michanek no replicó. Había enviado a su hermano fuera de la ciudad con un mensaje en el que solicitaba ayuda, pero sabía que no obtendrían respuesta de Naashan. Su único propósito había sido salvar a su hermano.
«Y a ti mismo.» El pensamiento surgió espontáneamente de su interior. Al día siguiente se cumpliría el primer aniversario de su boda. Sería el día en que, según la predicción de Rowena, moriría flanqueado por Narin y Shurpac. Con Narin fuera de la ciudad, quizá se pudiera frustrar la profecía. Michanek se frotó los cansados ojos. Sentía como si tuviera arena en los párpados.
La excavación bajo las murallas se había detenido, lo que significaba que pronto, cuando el viento lo permitiera, los ventrianos incendiarían los puntales del túnel. Michanek echó un vistazo al campamento ventriano. Había al menos once mil guerreros frente a Resha, y sólo la defendían ochocientos hombres. A derecha e izquierda vio a los soldados hazañitas desperdigados por las almenas. Las conversaciones eran escasas, y la mayor parte de la comida que les habían llevado estaba intacta.
Michanek se acercó a un soldado, un joven que estaba sentado con la cabeza apoyada en las rodillas. Tenía el casco a un lado, roto y con el blanco penacho desencajado.
—¿No tienes hambre, chico? —le preguntó.
El muchacho levantó la vista. Tenía ojos castaños y un rostro lampiño de rasgos delicados.
—Estoy demasiado cansado para comer, mi general.
—La comida te dará fuerzas. Créeme.
El soldado cogió un trozo de carne salada y la miró.
—Voy a morir —dijo.
Michanek vio correr una lágrima por la sucia mejilla del soldado, y le puso una mano en el hombro.
—La muerte sólo es otro viaje, chico. Pero no recorrerás ese camino solo. Yo estaré contigo. Y ¿quién sabe qué aventuras nos aguardan?
—Eso era lo que creía antes —replicó el soldado, con tristeza—, pero he visto tantas muertes... Ayer vi morir a mi hermano con las tripas fuera. Gritaba horriblemente. ¿Tenéis miedo de morir, mi señor?
—Por supuesto. Pero somos soldados del emperador. Conocíamos los riesgos cuando nos pusimos el peto y la cota de malla por primera vez. Además, ¿qué es mejor? ¿Vivir hasta que estemos desdentados y tullidos, con los músculos carcomidos, o luchando contra nuestros enemigos en la plenitud de nuestra fuerza? Todos tenemos que morir algún día.
—Pero no quiero morir. Quiero salir de aquí. Quiero casarme y tener hijos. Quiero verlos crecer.
El muchacho rompió a llorar y Michanek se sentó a su lado, lo abrazó y le acarició el pelo.
—Yo también —dijo, en un susurro.
Al cabo de un rato, el soldado dejó de sollozar y se irguió.
—Lo siento, mi general. Os prometo que no os decepcionaré.
—Eso ya lo sabía. Te he estado observando y eres valiente; uno de los mejores. Ahora come algo y duerme un poco.
Michanek se puso en pie y volvió con Shurpac.
—Vamos a casa —dijo—. Me apetece sentarme en el jardín con Patái y mirar las estrellas.
Druss yacía con los ojos cerrados, arrullado por el eco de la charla. Jamás se había sentido tan deprimido, ni siquiera cuando habían raptado a Rowena. Aquel nefasto día, la sensación predominante había sido una furia arrolladora. Después, el deseo de encontrarla lo había mantenido en marcha, dándole una fuerza y una determinación que habían sujetado sus emociones como cadenas de acero. Incluso en la mazmorra había logrado evitar la desesperación. Pero ahora sentía un nudo en el estómago y había perdido el control de sus emociones.
Rowena estaba enamorada de otro hombre. La idea se clavó en el corazón de Druss como el cristal roto en una herida.
Había intentado odiar a Michanek, pero hasta aquello le estaba vedado. Rowena jamás se habría enamorado de un hombre malvado o despreciable. Druss se sentó y se miró las manos. Había cruzado el océano para encontrar a su amada, y aquellas manos habían matado, matado y matado para que Rowena pudiera ser suya de nuevo.
Cerró los ojos.
«¿Dónde debería estar? —se preguntó—. ¿En la primera línea del asalto? ¿En las murallas que defienden la ciudad? O, sencillamente, ¿debería marcharme?»
«¿Debería marcharme?»
Sieben asomó la cabeza por la entrada de la tienda.
—¿Cómo estás, vieja mula? —preguntó el poeta.
—Lo ama —dijo Druss con un hilo de voz. Las palabras se le atascaban en la garganta.
Sieben se sentó junto al hachero e inspiró profundamente.
—Si le quitaron los recuerdos, no te ha traicionado. Ni siquiera sabe quién eres.
—Eso lo entiendo —afirmó Druss—. No le guardo rencor. ¿Cómo podría? Es la mujer más... extraordinaria... No puedo explicarlo, poeta. Ella no conoce el odio, la codicia ni la envidia. Es tierna, pero no débil; bondadosa, pero no estúpida. —Maldijo y sacudió la cabeza—. Como he dicho, no puedo explicarlo.
—Lo estás haciendo muy bien —dijo Sieben, en voz baja.
—Cuando estoy con ella, no... no hay fuego en mi interior. No hay furia. De niño odiaba que se rieran de mí. Yo era grande y torpe; chocaba con todo, me tropezaba con mis propios pies. Y cuando los demás se reían de mi torpeza, quería... no sé... aplastarlos. Pero un día estaba con Rowena en la ladera de la montaña. Había llovido, resbalé y me caí en un charco de barro. Su risa fue tan fresca y llena de vida, que me senté y empecé a reír con ella. Y fue tan grato, poeta, tan maravilloso...
—Ella aún está allí, Druss. Justo detrás de la muralla.
El hachero asintió.
—Lo sé. Pero ¿qué tengo que hacer? ¿Escalar la muralla, matar al hombre que ama, e ir a verla y decir: «¿Me recuerdas?». No puedo ganar esta batalla.
—Cada cosa a su tiempo, amigo mío. Resha caerá. Por lo que ha dicho Olícuar, está claro que Michanek luchará hasta el final, hasta la muerte. No tienes que matarlo: su destino ya está escrito. Y Rowena necesitará a alguien. No puedo aconsejarte, Druss; jamás he estado enamorado de verdad y te envidio por eso. Pero esperemos a ver qué ocurre mañana, ¿de acuerdo?
Druss asintió.
—Mañana —susurró.
—Gorben quiere verte. ¿Por qué no me acompañas? Bodasen está con él, y habrá vino y buena comida.
Druss se puso en pie y cogió a Snaga. Las hojas resplandecieron a la luz del brasero encendido en el centro de la tienda.
—Se dice que el mejor amigo del hombre es el perro —comentó Sieben. Dio un paso atrás cuando Druss levantó el hacha.
El hachero no le hizo caso y salió a la noche.
Cuando Michanek salió de la bañera, Rowena lo estaba esperando con una bata larga en la mano. La mujer sonrió, le quitó dos pétalos de rosa del hombro y sostuvo la bata abierta. Él introdujo los brazos en las mangas, se ató el cinturón de seda y se volvió hacia ella. La tomó de la mano y salió al jardín. Rowena se apoyó en él, y Michanek se detuvo, la alzó en brazos y le besó la frente. El cuerpo del guerrero olía a aceite de rosas. Ella lo abrazó y se acurrucó contra la tela suave. Después echó la cabeza hacia atrás y lo miró a los ojos.
—Te amo —dijo.
Él la tomó de la barbilla y la besó suavemente. La boca le sabía a los melocotones que había comido mientras se relajaba en el baño. Pero no había pasión en el beso, y Michanek se apartó.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
Él forzó una sonrisa.
—Nada.
—¿Por qué dices eso? —protestó Rowena—. Odio que me mientas.
—El asedio está a punto de acabar —dijo Michanek.
Caminaron hasta un banco redondo situado bajo un árbol en flor.
—¿Cuándo te rendirás?
Michanek se encogió de hombros.
—Cuando reciba órdenes de hacerlo.
—Pero no es necesario luchar. La guerra ha terminado. Si negocias con Gorben, nos dejará en libertad. Puedes enseñarme tu casa en Naashan. Prometiste llevarme a tu residencia de los lagos; dijiste que los jardines me deslumbrarían con su belleza.
—Y te llevaría —dijo él. La cogió por la cintura, la alzó suavemente y le besó los labios.
—Bájame o se te abrirá la herida. Ya sabes lo que ha dicho el médico.
Michanek sonrió.
—Sí, le presté atención. Pero la herida está casi curada. —La besó dos veces más y la dejó en el suelo. Siguieron paseando—. Tenemos que hablar.
Rowena esperó a que continuase, pero el guerrero guardó silencio y miró las estrellas.
—¿De qué?
—De ti —dijo al cabo de un rato—. De tu vida.
Rowena lo miró y a la luz de la luna distinguió el rostro tenso del hombre. Le temblaban los músculos de la mandíbula.
—Mi vida eres tú —declaró—. Lo único que quiero es estar contigo.
—A veces queremos más de lo que podemos tener.
—¡No hables así!
—En el pasado fuiste una adivina, y muy buena. Kabuchek cobraba doscientas monedas de plata por una sola predicción tuya. Nunca te equivocabas.
—Lo sé. Me lo has contado. ¿Qué importa eso ahora?
—Importa mucho. Naciste en las tierras de Drenai y fuiste raptada por los esclavistas. Pero había un hombre...
—No quiero oír esto —dijo Rowena. Se apartó de él y caminó hasta el borde de un pequeño estanque. Él no la siguió, pero sus palabras sí.
—Ese hombre era tu marido.
Rowena se sentó junto al agua y rozó la superficie con los dedos, haciendo desdibujarse el reflejo de la luna.
—El hombre del hacha —dijo, con un hilo de voz.
—¿Lo recuerdas? —preguntó Michanek, que se acercó y se sentó junto a ella.
—No. Pero lo vi una vez en la casa de Kabuchek. Y también en un sueño, mientras estaba encerrado en un calabozo.
—Bueno, ahora no está en un calabozo, Patái. Está frente a la ciudad. Es Druss, el Hachero, el adalid de Gorben.
Rowena se volvió y lo miró.
—¿Por qué me dices esto? —le preguntó. El resplandor de la luna sobre la bata blanca le daba un aspecto fantasmal, casi etéreo.
—¿Crees que me apetece? Preferiría enfrentarme desarmado a un león a tener esta charla. Pero te amo, Patái. Te he amado desde la primera vez que te vi. Estabas con Pudri, en un pasillo en la casa de Kabuchek. Me leíste el futuro.
—¿Y qué te dije?
Él sonrió.
—Que me casaría con la mujer que amaba. Pero eso no es lo que importa ahora. Creo que pronto conocerás a tu primer... marido.
—No quiero.
El corazón de Rowena latía desbocado. Se sintió débil. Michanek la abrazó.
—No sé mucho sobre él, pero te conozco —dijo—. Eres drenai, y tus costumbres son distintas de las nuestras. No eras de alta alcurnia, de modo que es probable que te casaras por amor. Y piensa una cosa: Druss te ha seguido por todo el mundo durante siete años. Debe de amarte con toda su alma.
—¡No quiero hablar de esto! —gritó Rowena, al borde del pánico. Trató de levantarse, pero Michanek la retuvo.
—Yo tampoco —susurró—. Quiero sentarme aquí contigo y contemplar las estrellas; quiero besarte y hacerte el amor.
Michanek bajó la cabeza. Rowena vio que había lágrimas en los ojos del hombre.
La sensación de pánico desapareció, pero la fría sombra del miedo, un miedo diferente, se instaló en su alma.
—Hablas como si fueras a morir.
—Oh, eso ocurrirá algún día —dijo Michanek, sonriendo—. Pero ahora tengo que irme. Me reuniré con Darishan y los otros oficiales para trazar la estrategia de mañana. Ya deben de estar en la casa.
—¡No te vayas! —suplicó Rowena—. Quédate un rato conmigo... sólo un rato...
—Siempre estaré contigo.
—Darishan morirá mañana en la muralla. He tenido una visión. Ha estado hoy aquí, y lo he visto morir. El Talento está regresando. ¡Dame la mano! Quiero ver nuestro futuro.
—¡No! —dijo Michanek, poniéndose en pie—. El destino de un hombre es sólo suyo. Ya leíste mi futuro una vez. Con una basta, Patái.
—Predije tu muerte, ¿verdad? —No fue una pregunta, pues supo la respuesta aun antes de hablar.
—Me hablaste de mis sueños, y mencionaste a mi hermano Narin. Ahora no recuerdo mucho más. Hablaremos más tarde.
—¿Por qué has mencionado a Druss? ¿Crees que si mueres me iré con él, simplemente, y volveré a una vida de la que no sé nada? Si mueres, no tendré ninguna razón para vivir. —Lo miró a los ojos—. Y no viviré.
Una figura salió de entre las sombras.
—Michi, te estamos esperando.
Rowena sintió que su marido se estremecía al ver aparecer a Narin.
—Te había enviado fuera de la ciudad —dijo Michanek—. ¿Qué haces aquí?
—Conseguí llegar hasta las colinas, pero los ventrianos están por todas partes. He entrado por las cloacas; los guardias me han reconocido, gracias a los dioses. ¿Qué pasa? ¿No te alegras de verme?
Michanek no respondió. Se volvió a mirar a Rowena. Aunque sonreía, ella vio el miedo en sus ojos.
—No tardaré, amor mío. Seguiremos hablando más tarde.
Rowena se quedó sentada mientras los dos hombres se alejaban. Cerró los ojos y pensó en el hachero; imaginó sus ojos grises y su rostro ancho. Pero mientras lo veía a él, le llegó otra visión.
El rostro de una bestia espantosa, con garras de acero y ojos de fuego.
Gorben se recostó en su asiento y observó con interés a los dos hombres que hacían malabares con cuchillos delante de la gran hoguera. Las afiladas armas giraban en el aire entre ellos. Los malabaristas atrapaban los cuchillos y volvían a lanzarlos con increíble destreza. Estaban vestidos con taparrabos y su piel cobriza brillaba a la luz del fuego. En torno a ellos había más de quinientos Inmortales, disfrutando del espectáculo.
Más allá de las llamas, Gorben alcanzaba a ver las escasamente defendidas murallas de Resha. La guerra estaba a punto de terminar y, contra todo pronóstico, había ganado.
Pero no se sentía feliz. Los años de lucha, tensión y preocupaciones habían hecho mella en el joven emperador. Por cada batalla victoriosa había visto caer a algún amigo de la infancia: Nebuchad, en Ectanis; Jasua, en las montañas que se alzaban sobre Porchia; Bodasen, frente a las puertas de Resha. Miró a su derecha, donde Bodasen yacía, increíblemente pálido, en una cama elevada. Los médicos habían dicho que viviría, y se las habían arreglado para arreglarle el pulmón perforado.
«Estás como mi imperio —pensó Gorben—; también fue herido y estuvo a las puertas de la muerte.» Se preguntó cuánto tiempo llevaría reconstruir Ventria. Años. Quizá decenios.
Los malabaristas finalizaron su número y los soldados aplaudieron ruidosamente. Los dos hombres se inclinaron ante el emperador. Gorben se puso en pie y les arrojó una bolsa llena de monedas de oro. Hubo una carcajada general cuando el malabarista falló en su intento de atrapar la bolsa.
—Se os dan mejor los cuchillos que las monedas —dijo Gorben.
—El dinero siempre se nos escapa de las manos, mi señor.
Gorben regresó a su asiento, miró a Bodasen y sonrió.
—¿Cómo te encuentras, amigo mío?
—Recupero las fuerzas —respondió Bodasen. Su voz era débil, y su respiración, jadeante. Gorben le dio unas palmadas en el hombro; notó cómo se le marcaban los huesos y lo caliente que tenía la piel, y estuvo a punto de apartar la mano. Bodasen lo miró a los ojos.
—No te preocupes por mí —dijo—. No moriré delante de ti.
El espadachín miró hacia la izquierda y sonrió de oreja a oreja.
—¡Dioses! —exclamó—. He ahí una visión reconfortante.
Gorben se giró y vio acercarse a Druss y a Sieben. El poeta clavó una rodilla en tierra y bajó la cabeza. Druss hizo una leve reverencia.
—Me alegro de verte, hachero —dijo Gorben.
El emperador se levantó y abrazó a Druss. Después se giró, sujetó a Sieben del brazo y lo hizo ponerse en pie.
—He echado de menos tu talento, Maestro de Sagas —le dijo—. Venid, uníos a nosotros.
Los criados trajeron dos asientos para los invitados del emperador, y copas de oro llenas de vino de primera calidad. Druss se acercó a Bodasen.
—Pareces tan débil como un gatito —le dijo—. ¿Vivirás?
—Haré lo que pueda, hachero.
—Este hombre me ha costado doscientos carros de comida —dijo Gorben—. Lamento haber creído que era invencible.
—¿Tan bueno es Michanek? —preguntó Druss.
—Lo suficiente para dejarme así, casi incapaz de respirar —contestó Bodasen—. Es un espadachín temerario y veloz. El mejor que he conocido. Sinceramente, no me gustaría enfrentarme a él de nuevo.
Druss se volvió hacia Gorben.
—¿Quieres que me ocupe de él?
—No. La ciudad caerá en un día o dos; no hay necesidad de un combate cuerpo a cuerpo para decidir el resultado. Hemos minado las murallas. Mañana, si el viento sopla a favor, prenderemos fuego a los puntales. Entonces, la ciudad será nuestra, y esta horrible guerra habrá terminado. Cuéntame tus aventuras. Me enteré de que te habían encerrado en una mazmorra.
—Escapé —dijo Druss, y escanció su copa. Un criado corrió a rellenársela.
Sieben soltó una carcajada.
—Yo os lo contaré, mi señor —afirmó, y se despachó con un adornado relato de la historia de Druss en las mazmorras de Cajivak.
La gran hoguera ardía con menos fuerza, y varios hombres llevaron troncos para alimentarla. De pronto, la tierra se hundió bajo uno de ellos. Gorben levantó la vista y vio al hombre debatiéndose por ponerse en pie. Todos los que estaban alrededor del fuego empezaron a caer.
—¿Qué pasa? —gritó el emperador, levantándose.
—¿Es un terremoto? —oyó que Sieben le preguntaba a Druss.
Gorben se quedó quieto y bajó la vista. La tierra temblaba. La hoguera pareció estallar, y una lluvia de chispas resplandecientes cubrió el cielo nocturno. El calor se intensificó, y Gorben retrocedió con la mirada fija en las llamas. Los leños salieron disparados de la hoguera, y en medio del fuego se alzó una figura; una bestia enorme con los brazos abiertos. Las llamas se apagaron y Gorben se encontró frente a frente con un gigantesco oso de más de doce codos de altura.
Unos soldados armados con lanzas corrieron hacia la criatura para intentar hundirle las armas en el inmenso vientre. Una de las lanzas se rompió al golpear. El animal lanzó un rugido tan ensordecedor como un trueno, bajó uno de sus poderosos brazos y atravesó al soldado con sus garras de acero. El infortunado quedó partido en dos.
La bestia salió de la hoguera y saltó hacia Gorben.
Sieben estaba sentado al lado de Bodasen. Cuando apareció la criatura de fuego sintió que perdía la noción del tiempo y la realidad. Sin poder apartar la mirada de la bestia, recordó vividamente una aterradora imagen que había visto tres años antes en la biblioteca de Drenan. Buscaba información para un poema épico y había estado hojeando los antiguos libros encuadernados en cuero. Las páginas estaban resecas y amarillentas, y tenían la tinta y las ilustraciones desvaídas. De repente se encontró con una página llena de colores radiantes: brillantes dorados, rojos intensos, amarillos luminosos. La imagen representaba a una figura colosal cuyos ojos despedían llamas. Sieben aún podía ver las letras cuidadosamente escritas bajo la ilustración: EL KALITH DE NUMAR. Bajo el título se leía: «La Bestia del Caos, el Acechador, el Sabueso del Invencible, cuya piel no puede ser atravesada por ningún acero forjado por los hombres. Por donde camina sólo queda la muerte».
Pasado un tiempo, Sieben recordaría la noche del monstruo maravillándose por no haber sentido miedo. Vio a hombres morir horriblemente. Vio a una bestia surgida de las profundidades del infierno arrancar de cuajo miembros humanos, destripar guerreros, segarles la vida. Oyó los espantosos alaridos y olió el hedor de la muerte en la brisa nocturna. Pero no sintió miedo.
Una tenebrosa leyenda había cobrado vida, y él, el Maestro de Sagas, estaba allí para atestiguarlo.
Gorben estaba inmóvil, clavado al suelo. Sieben vio a Olícuar cargar contra la bestia y golpearla con el sable, pero la hoja rebotó contra el costado de la criatura y el sonido que produjo fue como el tañido de una campana lejana. Una garra descendió, y la cabeza de Olícuar desapareció en medio de una explosión de sangre y huesos destrozados. Varios arqueros dispararon, pero sus flechas se partieron al alcanzar la piel o rebotaron. La criatura avanzó hacia Gorben.
Sieben vio que el emperador temblaba. Gorben saltó a la derecha, rodó por el suelo y se volvió a poner en pie con agilidad. La enorme bestia giró con torpeza, buscando a su víctima con sus ojos de fuego.
Varios soldados leales, mostrando una valentía increíble, se interpusieron en el camino de la criatura y trataron de herirla, pero su sacrificio fue en vano. En cada intento, las garras caían y la sangre se esparcía por el campamento. En apenas unos instantes, al menos veinte soldados murieron o cayeron mutilados. Las garras de la Bestia del Caos se clavaron en el pecho de un soldado, lo levantaron y lo arrojaron a la hoguera. Sieben oyó el sonido de las costillas al romperse y vio que las entrañas del hombre colgaban como un estandarte hecho jirones mientras el cuerpo volaba por los aires.
Druss empuñó el hacha y corrió hacia la criatura. Los soldados caían uno tras otro, pero seguían formando una barrera entre la bestia y el emperador. Aunque tenía un aspecto minúsculo y frágil frente a la colosal figura del Kalith, Druss se interpuso en su camino. La luna brillaba en el cielo y sus rayos se reflejaron en las hombreras plateadas. Las terribles hojas de Snaga resplandecieron.
La Bestia del Caos se detuvo y pareció evaluar a la diminuta figura que tenía delante. Sieben sintió la boca seca y el corazón desbocado.
El Kalith habló, con una voz grave y atronadora, arrastrando las palabras con su larguísima lengua.
—Hazte a un lado, hermano —dijo—. No he venido a por ti.
El hacha empezó a brillar, roja como la sangre. Druss permaneció donde estaba, sosteniendo a Snaga con las dos manos.
—¡Hazte a un lado —repitió el Kalith—, o tendré que matarte!
—Ya te gustaría —masculló Druss.
La criatura avanzó, y una de sus colosales garras fue directa hacia el hachero. Druss clavó una rodilla en tierra y golpeó con el hacha carmesí; la hoja se clavó en la muñeca de la bestia. La garra cayó al suelo, al lado de Druss, y el Kalith se tambaleó y retrocedió. De la herida no brotó sangre, sino una nube de humo oleoso que se extendió por el aire. La criatura escupió fuego contra el mortal que tenía delante. Druss no retrocedió ante la llamarada, sino que alzó a Snaga sobre su cabeza y se lanzó a la carga. El hacha descendió en un arco letal que atravesó el pecho del Kalith, destrozando el esternón y abriendo una herida desde la garganta hasta la ingle.
La bestia estalló en una llamarada que envolvió al hachero. Druss se tambaleó, y el Kalith cayó hacia atrás. Cuando el cuerpo descomunal golpeó el suelo, incluso Sieben, que estaba a diez pasos, sintió el temblor de la tierra. Un golpe de viento dispersó la nube de humo...
No había rastro del Kalith.
Sieben corrió hacia Druss. El hachero tenía la barba y las cejas chamuscadas, pero no tenía marcas de quemaduras.
—¡Por todos los dioses, Druss! —exclamó el poeta, abrazando a su amigo—. ¡De aquí saldrá un cantar que nos hará famosos y ricos!
—Ha matado a Olícuar —dijo Druss. Se quitó de encima a Sieben y dejó caer el hacha.
Gorben se acercó.
—Eso ha sido grandioso, amigo mío —dijo—; no lo olvidaré. Te debo la vida. —Se agachó y levantó el hacha, que había vuelto a ser negra y plateada—. Esta arma está hechizada —susurró—. Te doy veinte mil monedas de oro por ella.
—No está en venta, mi señor —contestó Druss.
—Ah, Druss, creía que me apreciabas.
—Y así es, chico. Por eso no quiero vendértela.
En la caverna sopló una brisa gélida. Anindais, junto al altar, sintió el frío y se giró. Vio que la Anciana se levantaba de su asiento fuera del círculo dorado.
—¿Qué ocurre? —preguntó—. El hachero ha matado a la bestia. ¿Podemos enviar otra?
—No —dijo ella—. Pero no la ha matado; sólo la ha devuelto al infierno.
—¿Y ahora qué?
—Ahora pagaremos los servicios del Kalith.
—Has dicho que el pago sería la sangre de Gorben.
—Gorben no ha muerto.
—Entonces, no te entiendo. ¿Y por qué hace tanto frío?
Una sombra se cernió sobre el naashanita, que se volvió y vio una enorme figura que se erguía sobre él. Una garra cayó y le atravesó el pecho.
—Ni siquiera inteligencia...
La Anciana sacudió la cabeza y dio la espalda a los gritos. De nuevo en sus aposentos, se sentó en una vieja silla de mimbre.
—Ah, Druss —susurró—, quizá debería haberte dejado morir en Mashrapur.