Desde el fondo del salón, Varsava contemplaba la escena con fascinación. El cuerpo de Cajivak yacía en la tarima rodeado de sangre. Los guerreros tenían los ojos clavados en el hombre que se había sentado en el trono. Varsava levantó la vista hacia la galería, donde Eskodas esperaba, con una flecha en el arco.
«Y ahora, ¿qué?», pensó el cuchillero. Pasó la mirada por el salón y sintió la boca seca. Debía de haber más de un centenar de asesinos. En cualquier momento se rompería la calma antinatural. Si los hombres se abalanzaban hacia la tarima, ¿qué podría hacer Druss? ¿Coger el hacha y atacarlos a todos?
«No quiero morir aquí», pensó, preguntándose qué podría hacer él si atacaban al guerrero drenai. Estaba cerca de la puerta trasera y podría escabullirse sin que nadie reparase en él. A fin de cuentas, no le debía nada a Druss y bastante había hecho buscando a Sieben y organizando el rescate. No tenía sentido morir en una refriega absurda.
Sin embargo, permaneció inmóvil y en silencio, esperando, igual que los otros hombres. Druss vació una tercera copa de vino. Después, el hachero se puso en pie y saltó al suelo, dejando el hacha en la tarima. Fue hasta la primera mesa y cogió un pedazo de pan recién hecho.
—¿No tenéis hambre? —les preguntó a los hombres.
Un guerrero alto y delgado ataviado con una camisa roja dio un paso al frente.
—¿Qué planes tienes?
—Voy a comer —contestó Druss—, luego me daré un baño y, después de eso, creo que dormiré una semana.
—¿Y luego?
El salón estaba en silencio. Los guerreros se acercaron para oír la contestación del hachero.
—Cada cosa a su tiempo, chico. Cuando alguien está en un calabozo, en la oscuridad, y con la única compañía de las ratas, aprende a no hacer demasiados planes.
—¿Pretendes ocupar su lugar? —insistió el guerrero, señalando la cabeza cortada.
Druss soltó una carcajada.
—¡Por todos los dioses! ¡Míralo! ¿Tú querrías ocupar su lugar?
Masticando el pan, Druss volvió a subir a la tarima y se sentó. Después habló a los hombres:
—Me llamo Druss. Algunos de vosotros me recordaréis del día que me trajeron aquí. Quizá otros sepáis que estuve al servicio del emperador. No os guardo rencor... pero si alguno quiere morir, que tome sus armas y se me acerque, se lo ruego. —Se puso en pie y levantó el hacha—. ¿Algún voluntario? —Nadie se movió, y Druss asintió—. Sois todos luchadores, pero peleáis por dinero. Es sensato. Vuestro cabecilla ha muerto; será mejor que terminéis de cenar y escojáis a otro.
—¿Te propones como nuevo jefe? —preguntó el hombre de la camisa roja.
—Chico, estoy harto de esta fortaleza. Y tengo otros planes.
Druss se volvió hacia Sieben, y Varsava no pudo oír su conversación. Los guerreros se reunieron en pequeños grupos, discutiendo las cualidades y los defectos de los lugartenientes de Cajivak. Varsava salió del salón, aún aturdido por lo que acababa de presenciar. Pasado el salón había una amplia antecámara, y el cuchillero se sentó en un sillón, acongojado y con sentimientos encontrados. Eskodas se reunió con él.
—¿Cómo lo ha hecho? —preguntó Varsava—. Un centenar de asesinos acaba de aceptar tranquilamente que mate a su caudillo. ¡Es increíble!
Eskodas se encogió de hombros y sonrió.
—Así es Druss.
Varsava maldijo entre dientes.
—¿Qué clase de respuesta es ésa?
—Depende de qué estés preguntando —respondió el arquero—. Quizá deberías preguntarte por qué estás tan enfadado. Has venido a rescatar a un amigo, y ahora está libre. ¿Qué más quieres?
Varsava se echó a reír, pero el sonido fue seco y discordante.
—¿Quieres que te diga la verdad? En parte deseaba ver a Druss destrozado. ¡Quería ver las consecuencias de su estupidez! ¡El gran héroe! Por rescatar a un anciano y a una niña se ha pasado más de un año en esa cloaca. ¿No lo entiendes? Era absurdo. ¡Absurdo!
—Para Druss, no.
—¿Qué lo hace tan extraordinario? —espetó Varsava—. No es especialmente inteligente ni culto. Cualquier otro hombre que hubiera hecho lo que acaba de hacer habría sido destrozado por esa horda de sarnosos. Pero no, ¡Druss no! Si hubiera querido, podría haber tomado el lugar de Cajivak. Lo habrían aceptado.
—No puedo responderte con certeza —dijo Eskodas—. Lo he visto tomar al asalto un barco lleno de corsarios sedientos de sangre, que acabaron por arrojar las armas. Supongo que es su naturaleza. Una vez tuve un maestro, un gran arquero, que me dijo que cuando vemos a otro hombre lo consideramos una amenaza o una presa, instintivamente. Porque somos cazadores, depredadores. Carnívoros. Somos una especie asesina, Varsava. Cuando miramos a Druss contemplamos la amenaza definitiva: un hombre que no entiende de compromisos, que rompe las reglas. No, más que eso. Para él no hay reglas. Piensa en lo que ha pasado ahí dentro. Un hombre normal podría haber matado a Cajivak, aunque lo dudo. Pero, desde luego, no habría dejado el hacha a un lado para enfrentarse al monstruo cuerpo a cuerpo. Y después de matar al jefe habría mirado a todos esos asesinos y, en su interior, habría esperado morir. Ellos habrían sentido su temor... y lo habrían matado. Pero Druss no tenía miedo: no le importaba. Se habría enfrentado a ellos, de uno en uno o contra todos a la vez.
—Y habría muerto —puntualizó Varsava.
—Probablemente. Pero ésa no es la cuestión. Después de matar a Cajivak se ha sentado y ha pedido vino. Un hombre no hace eso si cree que tiene que seguir luchando. Eso los ha dejado confundidos e inseguros. Como te decía, para él no hay reglas. Y ha caminado entre ellos dejando el hacha en la tarima. Él sabía que no la iba a necesitar, y ellos también. Los ha manejado como si fueran títeres. Pero no ha sido algo consciente, está en su naturaleza.
—No puedo ser como él —dijo Varsava, recordando apenado al conciliador y la espantosa muerte que había sufrido.
—Pocos pueden —admitió Eskodas—. Por eso se está convirtiendo en una leyenda.
En aquel momento se oyeron risas en el salón.
—Sieben los está distrayendo de nuevo —dijo Eskodas—. Vamos, entremos a escuchar. Podremos emborrachamos como es debido.
—No quiero emborracharme. Quiero volver a ser joven. Quiero cambiar el pasado, pasar un trapo húmedo por la pizarra sucia.
—Mañana será otro día —dijo Eskodas, en voz baja.
—¿Qué significa eso?
—El pasado está muerto, cuchillero; el futuro no está escrito aún. En una ocasión estaba en un barco con un hombre rico, se desató una tormenta y la nave se fue a pique. El rico cargó todo el oro que podía llevar y se hundió. Yo dejé todo lo que tenía y sobreviví.
—¿Crees que mi culpa pesa más que su oro?
—Creo que deberías dejar atrás el pasado —contestó Eskodas, poniéndose en pie—. Ahora, vamos a entrar a ver a Druss... y a emborracharnos.
—No. No quiero verlo. —Se levantó y se puso el sombrero—. Dale recuerdos míos y dile que... dile...
La voz de Varsava se apagó.
—¿Qué quieres que le diga?
El cuchillero sacudió la cabeza y sonrió con expresión arrepentida.
—Dile que adiós.
Michanek siguió al joven oficial hasta la base de la muralla, donde los dos se arrodillaron y apoyaron la oreja en la piedra. Al principio, Michanek no oyó nada, pero después distinguió el sonido de algo que escarbaba, como si hubiera ratas gigantes bajo el suelo, y maldijo en voz baja.
—Buen trabajo, Cicarin —dijo—. Están cavando debajo de las murallas. Lo que no sabemos es por dónde. Sígueme.
El joven oficial subió las escaleras de la muralla tras el poderoso adalid naashanita, que se asomó por el parapeto. Al frente se divisaba el campamento principal del ejército ventriano, cuyas tiendas se habían instalado en la llanura que se extendía ante la ciudad. A la izquierda había una línea de colinas bajas y, tras ellas, un río. A la derecha había más colinas, altas y boscosas.
—Creo que han empezado a cavar en el lado opuesto de aquella colina —dijo Michanek—. Deben de haber calculado que si mantienen el nivel del túnel, conseguirán situarse un par de codos por debajo de la muralla.
—¿Es muy grave, mi señor? —preguntó Cicarin, nervioso.
Michanek sonrió.
—Es grave. ¿Nunca has estado en una mina?
—No, mi señor.
Michanek rió entre dientes. Por supuesto que no. El muchacho era el hijo menor de un sátrapa naashanita, y antes del asedio estaba rodeado de criados, barberos, ayudas de cámara y cazadores. Debía de encontrarse la ropa preparada todas las mañanas, y le llevarían el desayuno en una bandeja de plata mientras se desperezaba en su cama, tapado con sábanas de seda.
—El arte de la guerra tiene muchas facetas —explicó Michanek—. Están excavando bajo nuestra muralla, retirando los cimientos. Mientras tanto, apuntalan las paredes y el techo del túnel con madera muy seca. Cuando terminen de cavar toda la línea de la muralla, seguirán hasta las colinas que están junto al río, y emergerán en algún lugar cerca de... allí... —señaló la colina más alta.
—No entiendo —dijo Cicarin—. Si están apuntalando el túnel, ¿qué daño pueden causar?
—Es muy sencillo. Cuando el túnel tenga dos aberturas, habrá una corriente de aire; entonces rociarán las vigas con aceite y, cuando el viento sea propicio, incendiarán el túnel. El viento extenderá el fuego; los puntales cederán, y si han hecho bien el trabajo, la muralla se desplomará.
—¿No podemos hacer nada para detenerlos?
—Nada que sea realmente útil —afirmó Michanek—. Podríamos enviar un grupo armado a atacar la zona de los trabajos, y quizá matar a unos cuantos mineros, pero los sustituirían enseguida. No. No podemos actuar, pero debemos reaccionar. Quiero que te hagas a la idea de que este segmento de la muralla va a caer. —Se giró y examinó las casas cercanas. Había varios callejones y dos avenidas que se adentraban en la ciudad—. Toma cincuenta hombres y cierra las calles y las avenidas. Además, tapia las ventanas de las casas. Necesitamos una línea de defensa secundaria.
—Sí, señor —dijo el joven, con la cabeza gacha.
—No pierdas la esperanza, chico —le dijo Michanek—. Todavía no estamos muertos.
—No, señor. Pero la gente ha empezado a hablar abiertamente sobre los refuerzos; dicen que no vendrán, que nos han dejado solos.
—Sea cual sea la decisión del emperador, la acataremos —replicó Michanek, con severidad. Sonrojado, Cicarin saludó a su superior y se alejó. Michanek lo observó partir y volvió a la almena.
No había tropas de relevo. El ejército naashanita había sido derrotado en dos devastadoras batallas, y se retiraba hacia la frontera. Resha era la única ciudad ocupada que conservaban. El intento de conquistar Ventria había terminado en desastre.
Pero Michanek tenía sus órdenes. El ventriano renegado Darishan y él tenían que resistir en Resha el máximo tiempo posible, entreteniendo a las tropas ventrianas mientras el emperador se retiraba a la seguridad de las montañas de Naashan.
Michanek sacó de un bolsillo el trozo de pergamino en el que le habían enviado el mensaje. Estudió los trazos apresuradamente escritos:
Resistid a toda costa hasta nueva orden. No os rindáis.
El guerrero estrujó el pergamino en el puño. No había despedidas, homenajes ni palabras de arrepentimiento. «Así es la gratitud de los príncipes», pensó. Había garabateado su respuesta, había plegado con cuidado el pergamino y lo había introducido en un diminuto tubo de metal que había atado a la pata de una paloma mensajera. El ave voló hacia el este, llevando el último mensaje de Michanek al emperador al que había servido desde niño.
Se hará como ordenáis.
Le escocía la sutura del costado, un signo claro de cicatrización. Se rascó con despreocupación mientras pensaba que había tenido suerte, porque Bodasen había estado a punto de acabar con él. Vio que la primera caravana de provisiones que había atravesado el cerco ventriano se acercaba a la puerta oeste, bajó de la muralla y fue a recibir los carros.
El cochero que iba en cabeza lo saludo al verlo; era su primo Shurpac. El hombre le pasó las riendas al tipo gordo que iba con él y saltó del asiento.
—Me alegro de verte, primo —dijo Shurpac, abrazándolo y besándole las dos mejillas. Michanek se estremeció al recordar la profecía de Rowena: «Veo soldados con capas y yelmos negros, asaltando los muros. Reunirás a tus hombres para intentar resistir fuera de esos muros. Junto a ti estarán... tu hermano menor y un primo segundo».
—¿Qué ocurre, Michi? Parece que has visto un fantasma.
Michanek forzó una sonrisa.
—No esperaba verte aquí. Tenía entendido que estabas con el emperador.
—Y así era. Pero corren malos tiempos, primo; es un hombre destrozado. Me enteré de que estabas aquí y traté de encontrar una forma de llegar. He oído lo del duelo. Maravilloso. ¡Es así como se forman las leyendas! ¿Por qué no lo mataste?
Michanek se encogió de hombros.
—Peleó bien y valerosamente. Pero le di una estocada en un pulmón, y se desplomó. Después de eso dejó de ser una amenaza; no había necesidad de rematarlo.
—Me habría encantado ver la cara de Gorben. Se dice que consideraba a Bodasen invencible con la espada.
—Nadie es invencible, primo. Nadie.
—Tonterías —replicó Shurpac—. Tú eres invencible. Por eso quería estar aquí, para luchar a tu lado. Les enseñaremos un par de cosas a esos ventrianos. ¿Dónde está Narin?
—En el barracón, esperando la comida. La probaremos con los prisioneros ventrianos.
—¿Crees que Gorben puede haberla envenenado?
Michanek se encogió de hombros.
—No lo sé... quizá. Vamos, haced pasar los carros.
Shurpac trepó a su asiento y fustigó a las mulas, que se pusieron en marcha. Michanek se quedó en la puerta y contó los carros. Había cincuenta, todos llenos de harina, fruta seca, avena, trigo y maíz. Gorben le había prometido doscientos, y Michanek se preguntaba si mantendría su palabra.
Como si contestara a su pregunta, del campamento enemigo emergió un jinete solitario. El caballo era un semental blanco de unos diecisiete palmos de alzada, un magnífico ejemplar, fuerte y veloz. Fue al galope hacía Michanek, quien se mantuvo inmóvil con los brazos cruzados. En el último instante, el jinete tiró de las riendas. El caballo se alzó sobre los cuartos traseros y el jinete desmontó de un salto. Michanek hizo una reverencia al reconocer al emperador ventriano.
—¿Cómo está Bodasen? —le preguntó.
—Vivo. Gracias por no darle la estocada final. Es muy importante para mí.
—Es un buen hombre.
—Tú también lo eres —dijo Gorben—. Demasiado bueno para morir aquí por un monarca que te ha abandonado.
Michanek soltó una carcajada.
—No recuerdo que en mi juramento de lealtad hubiera una cláusula que me permitiera incumplirlo. ¿Tienes cláusulas de ese tipo en tus juramentos?
Gorben sonrió.
—No. Mi gente ha prometido seguirme hasta la muerte.
Michanek abrió los brazos.
—Entonces, mi señor, ¿qué otra cosa esperas de este pobre naashanita?
La sonrisa de Gorben se desvaneció. Se acercó al guerrero.
—Esperaba que te rindieras, Michanek. No deseo tu muerte; te debo una vida. Pero debes comprender que ni siquiera con esas provisiones podrás resistir durante mucho tiempo. ¿Por qué tengo que enviar a mis Inmortales a hacerte pedazos? ¿Por qué no os retiráis, simplemente, y regresas a casa? Tendréis paso franco; te doy mi palabra.
—Eso sería contrario a mis órdenes, mi señor.
—¿Puedo preguntar cuáles son?
—Resistir hasta nueva orden.
—Tu señor huye a la desbandada. He capturado a su séquito, lo que incluye sus tres mujeres, sus hijas y su equipaje. De hecho, ahora mismo tengo a un mensajero suyo en mi tienda, negociando su regreso seguro a casa. Pero no ha pedido nada para ti, su soldado más leal. ¿No te mortifica?
—Por supuesto que sí —reconoció Michanek—, pero eso no cambia nada.
Gorben sacudió la cabeza y volvió hasta su caballo, sostuvo las riendas y, apoyando una mano en el pomo de la silla, montó.
—Eres un buen hombre, Michanek. Ojalá estuvieras a mi servicio.
—Y tú eres un gran general, señor. Ha sido un honor resistir frente ti durante tanto tiempo. Saluda de mi parte a Bodasen, y si quieres decidir la batalla con otro duelo, me enfrentaré a quien envíes.
—Si mi adalid estuviera aquí, aceptaría —dijo Gorben, con una amplia sonrisa—. Me habría gustado ver cómo te defendías contra Druss y su hacha. Adiós, Michanek. Que los dioses te premien después de la muerte.
El emperador ventriano espoleó a su montura y regresó al campamento.
Patái estaba sentada en el jardín cuando tuvo la primera visión. Estaba mirando una abeja que trataba de entrar en una flor de pétalos morados cuando de repente vio una imagen del hombre del hacha... salvo que no tenía el hacha, ni llevaba barba. El hombre estaba sentado en la ladera de una montaña, desde la que se divisaba una pequeña aldea con una empalizada a medio construir. La imagen desapareció con la rapidez con que había aparecido. La visión la perturbó, pero se combatía constantemente ante las murallas de Resha y temía por la integridad de Michanek, de modo que dejó de lado la preocupación.
Pero tuvo otra visión, más poderosa que la anterior. Vio un barco, y un hombre alto y delgado en cubierta. Un nombre atravesó los velos de su mente.
Kabuchek.
En el pasado había sido su amo, hacía mucho tiempo, en los días en los que, según Pudri, ella poseía el Talento: el don de ver el futuro y leer el pasado. Ya no tenía aquel don, y no lo lamentaba. En medio de una terrible guerra civil era una bendición no saber qué peligros deparaba el futuro.
Había hablado a Michanek de las visiones y había visto la expresión de pesar en su rostro. Él la había abrazado con fuerza, igual que cuando estaba enferma. Michanek se había arriesgado a contraer la peste, y durante sus sueños febriles, ella había sacado fuerzas de su presencia y su devoción. Y había sobrevivido, contra todos los pronósticos de los médicos, pero no sin secuelas. Su corazón había quedado debilitado, habían dicho los médicos; cualquier esfuerzo la agotaba. Pero, poco a poco, iba recuperando las fuerzas.
El sol brillaba sobre el jardín, y Patái salió a recoger flores para adornar las habitaciones. Llevaba una canasta de mimbre en la que había metido un afilado cuchillo. Cuando el sol le dio en el rostro, levantó la cabeza y disfrutó del calor sobre la piel. De pronto oyó un grito agudo a lo lejos y miró en aquella dirección. Le llegó el sonido del entrechocar de espadas, y los gritos y los gemidos de los guerreros que se batían desesperadamente.
«¿Esto no acabará nunca?», pensó.
Una sombra se cernió sobre ella, y al volverse, vio que dos hombres habían entrado en el jardín. Eran delgados e iban cubiertos de harapos.
—Danos algo de comer —exigió uno, avanzando hacia ella.
—Tenéis que ir al barracón de reparto —dijo ella, controlando el miedo.
—Tú no vives a base de raciones, ¿verdad, perra naashanita? —dijo el otro hombre, acercándose. Apestaba a sudor rancio y a cerveza barata, y le miraba el escote. Patái llevaba una fina túnica de seda azul, y tenía las piernas desnudas. El primer hombre la cogió del brazo y la arrastró hacia sí. Intentó echar mano del cuchillo, pero en aquel instante sintió que su mente se trasladaba y contempló una pequeña habitación con una cama estrecha, donde yacían una mujer y un niño enfermo. Sus nombres resonaron en la cabeza de Patái.
—¿Y qué hay de Katina? —preguntó.
El hombre gruñó y se echó hacia atrás, soltándola y mirándola boquiabierto, con los ojos llenos de culpa.
—Tu hijo se está muriendo —añadió ella, en voz baja—. Se está muriendo mientras tú te emborrachas y atacas a las mujeres. Ve con tu amigo a la cocina. Pregunta por Pudri y dile que... que Patái ha dicho que te dé comida. Hay huevos y pan ácimo. Id, ahora.
Los hombres dieron la vuelta y corrieron hacia la casa. Patái se sentó en un banco de mármol, temblando.
«¿Patái? Rowena...» El nombre emergió de las profundidades de su memoria, y para ella fue como el amanecer después de una noche de tormenta.
—Rowena —murmuró—. Soy Rowena.
Un hombre se acercó por el sendero del jardín e hizo una reverencia al verla. Tenía el pelo trenzado y cano, pero su rostro era jovial, y casi no tenía arrugas.
—Hola, Patái. ¿Estás bien?
—Sí, Darishan. En cambio, tú pareces cansado.
—Estoy cansado de los asedios, eso tenlo por seguro. ¿Puedo sentarme contigo?
—Por supuesto. Michanek no está, pero puedes esperarlo, si quieres.
Él se echó hacia atrás e inspiró profundamente.
—Me encantan las rosas. Huelen maravillosamente y me recuerdan a mi infancia. ¿Sabes que de pequeño jugaba con Gorben? Éramos amigos. Nos ocultábamos en arbustos como aquéllos y simulábamos que nos perseguían unos asesinos. Ahora me estoy escondiendo de nuevo, aunque no hay un rosal bastante grande para ocultarme.
Rowena no dijo nada, pero lo observó con atención y vio el miedo que acechaba bajo la superficie.
—Me subí al caballo equivocado, querida —continuó él, con tono despreocupado—. Creí que el yugo naashanita sería preferible a presenciar cómo el padre de Gorben destruía el imperio. Pero lo único que he conseguido ha sido adiestrar a un joven león en el arte de la guerra y la conquista. ¿Crees que podría convencer a Gorben de que en el fondo le he hecho un favor? —Miró a la mujer a los ojos—. No, supongo que no. Sólo puedo enfrentarme a la muerte como un ventriano.
—No hables de la muerte —dijo Rowena, con tono de reproche—. La muralla todavía resiste, y ahora tenemos comida.
Darishan sonrió.
—Sí. Fue un duelo impresionante, pero no me importa reconocer que lo presencié con el corazón en un puño. Michanek podría haber perdido, y ¿qué habría sido de mí si Gorben hubiera tenido vía libre?
—Ningún hombre puede derrotar a Michanek —dijo ella.
—Hasta ahora —puntualizó Darishan—. Pero Gorben tenía otro adalid... Creo que se llamaba Druss. Un hachero. Y por lo que recuerdo, era letal
Rowena se estremeció.
—¿Tienes frío? —preguntó Darishan, solícito—. No tendrás fiebre, ¿verdad?
Apoyó una mano en la frente de la mujer. Cuando la tocó, Rowena lo vio morir luchando sobre las almenas, rodeado de guerreros con capas negras que le clavaban espadas y cuchillos.
Cerró los ojos, inspiró profundamente y se obligó a borrar la imagen.
—No estás bien —dijo Darishan.
Rowena lo oyó como si hablase desde muy lejos.
—Estoy un poco débil —contestó.
—Bueno, debes recuperarte para la fiesta. Michanek ha contratado a tres cantantes y a un músico que toca la lira; será entretenido. Y yo enviaré una barrica del mejor tinto lentriano.
Rowena pensó en su aniversario y su mirada se iluminó. Había pasado casi un año desde que se había recuperado de la peste. Un año desde que Michanek había hecho que su felicidad fuera completa.
—¿Te unirás a nosotros? —preguntó, con una sonrisa—. Sería estupendo. Sé que Michanek aprecia tu amistad.
—Y yo la suya —dijo Darishan, poniéndose en pie—. Es un buen hombre; mucho mejor que la mayoría de nosotros. Estoy orgulloso de haberlo conocido.
—Te veré mañana —dijo ella.
—Hasta mañana.
—Tengo que reconocer, vieja mula, que la vida es aburrida sin ti — dijo Sieben.
Druss no respondió; permaneció sentado contemplando las llamas de la hoguera. Snaga estaba a su lado, apoyada en el tronco de un roble, con las hojas hacia arriba y el mango encajado en una raíz. Al otro lado del fuego, Eskodas ensartaba dos conejos en un espetón.
—Cuando hayamos cenado —continuó Sieben—, te agasajaré con las nuevas aventuras de Druss el Legendario.
—Ni se te ocurra —refunfuñó Druss.
Eskodas soltó una carcajada.
—Deberías oírlo, Druss. Te ha hecho descender al Infierno para rescatar el alma de una princesa.
Druss sacudió la cabeza, pero bajo la negra barba apareció una breve sonrisa, y Sieben se animó. Durante el mes transcurrido desde la muerte de Cajivak, Druss se había mostrado taciturno. Las dos primeras semanas habían descansado en Lania; después habían viajado por las montañas, dirigiéndose al este. Ahora, a dos días de distancia de Resha, habían acampado en una ladera boscosa desde la que se divisaba una pequeña aldea. Druss había recuperado casi todo el peso que había perdido durante su ordalía, y su torso casi llenaba el jubón con adornos de plata que había recuperado del cadáver de Cajivak.
Eskodas puso los dos conejos ensartados sobre el fuego, se sentó y se limpió la grasa y la sangre de los dedos.
—Un hombre puede morir de hambre comiendo conejos —comentó—. No alimentan mucho. Deberíamos haber bajado a la aldea.
—Me gusta estar al aire libre —declaró Druss.
—De haber sabido lo que te ocurrió habría ido a buscarte antes —murmuró Sieben. Druss asintió.
—Lo sé, poeta. Pero es agua pasada. Lo único que importa ahora es encontrar a Rowena. Se me apareció en un sueño mientras estaba en el calabozo y me dio fuerzas. La encontraré. —Suspiró—. Algún día.
—La guerra está a punto de acabar —dijo Eskodas—. Creo que la encontrarás tras la victoria. Gorben podrá enviar jinetes a todas las ciudades, aldeas y pueblos. Quien la tenga sabrá que el emperador quiere que sea devuelta.
—Eso es cierto —reconoció Druss, más animado—, y él se comprometió a ayudarme. Ya me siento mejor. Las estrellas brillan; la noche es fresca. ¡Es bueno estar vivo! De acuerdo, poeta, cuéntame cómo rescaté a la princesa del infierno. ¡Y mete un dragón o dos!
—No —replicó Sieben, riendo—. Ahora estás de demasiado buen humor. Sólo tiene gracia cuando tienes una expresión sombría y los nudillos apretados.
—Seguro que sí —dijo Druss, entre dientes—. Creo que te inventas esos cuentos sólo para fastidiarme.
Eskodas hizo girar el espetón.
—A mí me gusta el relato, Druss. Y es una historia verosímil. Si un espectro del Caos arrastrase tu alma al infierno, estoy seguro de que se arrepentiría de ello.
Se oyó un ruido entre los árboles y los tres hombres interrumpieron la charla. Sieben desenvainó un cuchillo y Eskodas colocó una flecha en el arco. Druss se quedó sentado en silencio, esperando. Un momento después apareció un hombre vestido con una toga gris y polvorienta, que a la luz de la luna parecía plateada.
—Te esperaba en la aldea —dijo el sacerdote de Pashtar Sen. Se sentó junto al hachero.
—Me gusta más esto —contestó Druss, con frialdad.
—Lamento tu sufrimiento, hijo mío, y me siento avergonzado por haberte pedido que recuperases el hacha y la carga que conlleva. Pero Cajivak estaba devastando la región y su poder habría crecido. Lo que hiciste...
—Hice lo que tenía que hacer —replicó Druss—. Ahora cumple tu parte del trato.
—Rowena está en Resha. Vive con... un soldado llamado Michanek. Es un general naashanita, y el adalid del emperador.
—¿Vive con él?
El sacerdote vaciló.
—Se ha casado con él —dijo en voz baja.
Druss frunció el ceño.
—Mientes. Podrían obligarla a hacer muchas cosas, pero nunca se casaría con otro hombre.
—Deja que te lo explique —suplicó el sacerdote—. Sabes que estuve buscándola durante mucho tiempo, sin éxito. Era como si hubiera desaparecido por completo. Al final la encontré por casualidad; la vi en Resha justo antes del asedio y exploré su mente. No tenía ningún recuerdo de las tierras de Drenai, ni de ninguna otra cosa. La seguí a su casa y vi a Michanek cuando salía a recibirla, así que le exploré los pensamientos a él. Michanek tenía un amigo, un hechicero, al que contrató para eliminar el Talento de Rowena. Al hacer eso también le arrebató sus recuerdos. Su vida con Michanek es lo único que conoce.
—La engañaron con brujerías. ¡Por los dioses que pagarán por ello! De modo que está en Resha, ¿eh?
Druss alargó la mano y cogió el hacha.
—No, sigues sin comprenderlo —dijo el sacerdote—. Michanek es un buen hombre. Lo que...
—¡Basta! —bramó Druss—. Por ti pasé más de un año en un agujero con la única compañía de las ratas. Desaparece de mi vista. Y nunca, nunca, vuelvas a cruzarte en mi camino.
El hombre se levantó lentamente y se apartó del hachero. Parecía que estaba a punto de hablar, pero Druss clavó sus ojos claros en el sacerdote, y éste desapareció en la oscuridad.
Sieben y Eskodas guardaron silencio.
Lejos, al este, el emperador naashanita estaba sentado en lo alto de un acantilado, envuelto en su capa de lana. Tenía cincuenta y cuatro años, pero parecía superar los setenta; su pelo era ralo y cano, y tenía los ojos hundidos. Junto a él estaba sentado Anindais, su auxiliar de campo. El oficial estaba mal afeitado y llevaba marcado en el rostro el pesar de la derrota.
Detrás de ellos, en la entrada del paso, la retaguardia había detenido el avance de los ventrianos. Estaban a salvo. De momento.
Nazhrín Connitopa, señor de los Nidos de las Águilas, príncipe de las Tierras Altas y emperador de Naashan, tenía un regusto amargo en el fondo de la boca y se sentía enfermo de frustración. Había pasado casi once años planeando la invasión de Ventria y había tenido el imperio al alcance de su mano. Gorben estaba derrotado; todos lo sabían, desde el campesino más humilde hasta el sátrapa más poderoso. Todos... excepto Gorben.
Nazhrín maldijo mentalmente a los dioses que le habían arrebatado su recompensa. Sólo seguía con vida gracias a que Michanek resistía en Resha y tenía ocupado al ejército ventriano. Nazhrín se frotó la frente y vio, a la luz del fuego, que tenía las manos sucias y la laca de las uñas cuarteada.
Anindais rompió el silencio.
—Hay que matar a Gorben —dijo, con una voz tan gélida como el viento de las cumbres.
Nazhrín frunció el ceño y miró a su primo.
—¿Cómo? —replicó—. Su ejército ha derrotado al nuestro. Sus Inmortales están hostigando a nuestra retaguardia.
—Deberíamos hacer ahora lo que te pedí hace dos años, primo. Usa la Luz Negra. Llama a la Anciana.
—¡No! No recurriré a la brujería.
—¿Tantas alternativas tienes, primo? —preguntó Anindais, con soma. Cada una de sus palabras destilaba desprecio.
Nazhrín tragó saliva. Anindais era un hombre peligroso, y la condición de emperador derrotado no resultaba especialmente segura.
—La brujería suele volverse en contra de quienes la usan —dijo en voz baja—. Cuando se convoca a los demonios, exigen que se les pague con sangre.
Anindais se inclinó hacia adelante; sus ojos claros brillaron a la luz del fuego.
—Es probable que cuando Resha caiga, Gorben continúe hacia Naashan. Ahí sí que habrá sangre en abundancia. ¿Quién te defenderá, Nazhrín? Han hecho pedazos a nuestras tropas, y nuestros mejores hombres están atrapados en Resha y no sobrevivirán. Gorben ha de morir: es nuestra única esperanza. Los ventrianos se pelearán entre ellos para elegir a un sucesor, y eso nos dará tiempo para recuperamos, para negociar. ¿Quién más puede garantizarte su muerte? Dicen que la Anciana no falla nunca.
—Eso dicen —ironizó el emperador—. ¿O es que has comprobado la calidad de sus servicios? ¿Por eso murió tu hermano en un momento tan oportuno?
En cuanto las palabras salieron de su boca, Nazhrín se arrepintió; Anindais no era alguien que encajase bien las pullas, ni siquiera en los buenos tiempos. Y, con toda seguridad, no corrían buenos tiempos.
Se sintió aliviado cuando su oficial sonrió cordialmente y le pasó un brazo por los hombros.
—Ah, primo, estuviste tan cerca de la victoria... Fue una apuesta valiente, y estoy orgulloso de ti. Pero los tiempos cambian; tienen que cambiar.
Nazhrín estaba a punto de contestar cuando vio el puñal. El acero reflejaba la luz de las llamas. No tuvo tiempo de defenderse ni de gritar; la hoja se hundió entre sus costillas y le atravesó el corazón.
El emperador no sintió dolor; sólo alivio. Cayó hacia un lado y su cabeza se apoyó en el hombro de Anindais. Lo último que sintió fue la mano de su primo acariciándole el pelo.
Se relajó...
Anindais se quitó el cadáver de encima y se puso en pie. Una silueta emergió de entre las sombras, arrastrando los pies; era una anciana que se cubría con una capa de piel de lobo. Se arrodilló junto al cuerpo, mojó los esqueléticos dedos en la sangre y se los lamió.
—Ah, sangre de reyes —dijo—. Más dulce que el vino.
—¿Bastará como sacrificio? —preguntó Anindais.
—No, pero será suficiente para empezar —contestó la bruja. Se estremeció—. Hace frío aquí. Esto no es como Mashrapur. Creo que regresaré allá cuando hayamos terminado. Echo de menos mi casa.
—¿Cómo lo matarás?
La bruja miró al general.
—Poéticamente. Es un noble ventriano, y el blasón de su familia es el oso. Tendré que enviar al Kalith.
Anindais se humedeció los labios.
—Pero el Kalith es sólo una leyenda, ¿no?
—Si quieres verlo con tus propios ojos, puedo arreglarlo —siseó la Anciana.
Anindais se echó hacia atrás.
—No, te creo.
—Me caes bien, Anindais —dijo la bruja—. No tienes ni una sola virtud que te redima, y eso es excepcional. Así que te daré una satisfacción y no te cobraré por ello: quédate conmigo y verás al Kalith matar al ventriano. —Se puso en pie y caminó hasta la pared del acantilado—. Ven —lo llamó, y él la siguió. La Anciana movió las manos ante la roca, y la pared se convirtió en humo. Cogió la mano del general y lo guió a través de la niebla.
Un túnel largo y oscuro se abría ante ellos. Anindais retrocedió.
—Ni una sola virtud —repitió la bruja—, ni siquiera coraje. Quédate conmigo, general, y no te pasará nada malo.
El camino no fue largo, pero a Anindais le pareció que duraba una eternidad. Sabía que avanzaban por un mundo que no era el suyo, y en la distancia podía oír gritos y gemidos inhumanos. Murciélagos enormes sobrevolaban un cielo cubierto de cenizas oscuras, y no había más señales de vida a la vista, ni siquiera plantas. La Anciana avanzó por un sendero estrecho, y cruzó un puente angosto tendido sobre un abismo sin fondo, seguida por Anindais. Llegaron a una bifurcación del camino, y la bruja giró a la derecha. La senda terminaba ante una pequeña cueva. Un perro de tres cabezas custodiaba la entrada, pero al ver a la Anciana se apartó y los dejó pasar. En el interior se abría una sala circular abarrotada de libros y pergaminos. Dos esqueletos colgaban de ganchos en el techo; tenían las articulaciones atadas con alambre dorado. En una mesa yacía un cadáver con el pecho y el vientre abiertos; al lado estaba el corazón, como una piedra negra del tamaño de un puño.
La Anciana levantó el corazón y se lo mostró a Anindais.
—Aquí está el secreto de la vida —dijo—. Cuatro cavidades y unas cuantas válvulas, arterias y venas. Sólo es una bomba. No guarda emociones; no hay ninguna cavidad secreta que esconda el alma.
Parecía decepcionada, y Anindais guardó silencio
—Se empuja la sangre a los pulmones para reponer oxígeno —prosiguió la bruja—, y luego se distribuye a través de las aurículas y los ventrículos. Sólo es una bomba... Bueno, ¿dónde estábamos? Ah, sí, el Kalith. —Resopló con fuerza y arrojó el corazón a la mesa; el órgano rebotó en el cadáver y cayó al suelo polvoriento.
La Anciana rebuscó entre los libros de un estante, sacó uno y hojeó las páginas amarillentas. Lo depositó en otra mesa y se sentó. La página de la izquierda estaba cubierta por una escritura diminuta. Anindais no podía leer el texto, pero vio la imagen dibujada en la página derecha. Representaba un oso gigantesco, con garras de acero, ojos de fuego y colmillos que chorreaban veneno.
—Es una criatura de tierra y fuego —dijo la Anciana—, y para convocarlo hará falta mucha energía. Por eso necesito tu ayuda.
—No sé nada de hechizos —replicó Anindais.
—No necesitas saber nada: yo hablaré, y tú repetirás mis palabras. Sígueme.
La bruja lo llevó a la parte trasera de la cueva, donde se alzaba un altar de piedra rodeado por un hilo de oro sujeto a unas estalagmitas. La piedra estaba en el centro del círculo de oro, y la Anciana ordenó a Anindais que pasara sobre los alambres y se acercara al altar. En el centro había un tazón de plata lleno de agua.
—Mira en el agua y repite mis palabras —le dijo.
—¿Por qué te quedas fuera del alambre? —preguntó Anindais.
—Aquí hay una silla, y mis viejas piernas están cansadas. Ahora, empecemos.