El guardia de la puerta principal entrecerró los ojos y observó con atención a los tres jinetes. No conocía a ninguno, pero cabalgaban con naturalidad, charlando y riendo, y salió a recibirlos.
—¿Quiénes sois? —preguntó.
Uno de los hombres, un guerrero rubio y delgado que llevaba un tahalí con cuatro puñales, desmontó de su yegua.
—Somos viajeros que buscan alojamiento para la noche —dijo—. ¿Hay algún problema? ¿Acaso hay peste en la ciudad?
—¿Peste? No hay peste —respondió el guardia, haciendo con la mano un gesto supersticioso—. ¿De dónde venís?
—De Lania. Nos dirigimos a la costa, a Capalis. Lo único que buscamos es una posada.
—Aquí no hay posadas. Ésta es la fortaleza de Cajivak.
El guardia miró a los dos hombres, que permanecían en sus caballos. Uno era moreno y delgado; llevaba un arco al hombro, y un carcaj colgaba del pomo de su silla de montar. El otro lucía un sombrero de ala ancha, y su única arma era un enorme cuchillo de caza casi tan largo como una espada corta.
—Podemos pagar el alojamiento —afirmó el rubio, con una sonrisa amistosa. El guardia se relamió los labios, y el hombre metió la mano en el morral, sacó una moneda de plata y se la dio.
—Bueno, sería una descortesía mandaros de vuelta al camino... —dijo el guardia, guardándose la moneda—. De acuerdo. Seguid hasta la plaza y girad a la derecha. Veréis un edificio con una cúpula, y al lado, un callejón estrecho. Ahí hay una taberna. Os advierto que es un lugar peligroso, y las peleas son frecuentes. Pero Ackae, el tabernero, tiene unas pocas habitaciones en la parte trasera. Decidle que vais de parte de Ratsin.
—Muy amable —dijo el rubio, y montó de nuevo.
Mientras entraban a la ciudad, el guardia sacudió la cabeza. Teniendo en cuenta que llevaban plata pero no tenían espadas, le parecía poco probable volver a verlos.
El anciano iba a verlo casi todos los días, y Druss apreciaba cada vez más sus visitas. Nunca se quedaba mucho tiempo, pero su conversación era breve, inteligente y útil.
—Lo peor al salir son los ojos, chico. Están demasiado acostumbrados a la oscuridad, y el sol puede cegarte permanentemente. Cuando me sacaron estuve ciego durante casi un mes. Mira la llama de la lámpara, tan cerca como puedas; obliga a las pupilas a contraerse.
Druss se había puesto casi tan fuerte como si nunca hubiera estado en aquel lugar, y la noche anterior le había dicho al hombre:
—Mañana no vengas. Ni pasado mañana.
—¿Por qué?
—Estoy pensando en irme —había contestado el drenai; el viejo se había echado a reír—. Hablo en serio, amigo. No vengas en dos días.
—No hay forma de salir. Sólo para mover la puerta de piedra hacen falta dos hombres, y está asegurada con dos cerrojos.
—Si tienes razón —replicó Druss—, te veré aquí dentro de tres días.
Druss estaba sentado en la oscuridad. Los ungüentos que le había proporcionado el anciano habían curado la mayoría de sus heridas, y el polvo para los piojos, que picaba endemoniadamente, había convencido a la mayor parte de los parásitos para que se buscasen otro alojamiento. La comida de los últimos meses lo había ayudado a recuperar las fuerzas, y ya no se le movían los dientes.
—Ha llegado el momento —se dijo—. No habrá otro mejor.
Esperó durante todo el día.
Finalmente oyó llegar al carcelero. Éste dejó una taza y un mendrugo en la abertura. Druss permaneció sentado en la oscuridad, inmóvil.
—Cógelo, rata de barba negra —dijo el carcelero.
Silencio.
—Como quieras. Ya cambiarás de idea.
Pasaron las horas. La luz de una antorcha iluminó el pasillo, y Druss oyó que el hombre se detenía un momento antes de seguir su camino. Esperó una hora, y después encendió la lámpara y se comió el resto la carne que le había dejado el anciano la noche anterior. Levantó la lámpara y miró fijamente a la llama, acercándola y alejándola de sus ojos. La luz ya no le molestaba como antes. La apagó, se tumbó boca abajo e hizo ciento cincuenta flexiones.
Después, durmió.
Se despertó con la llegada del carcelero. El hombre se arrodilló delante de la estrecha abertura, pero Druss sabía que no podía ver más allá de un palmo. La comida y el agua estaban sin tocar. Lo que no sabía era si al carcelero le importaría que su prisionero estuviera muerto. Cajivak había amenazado con arrastrar a Druss ante él para oír suplicar la muerte. ¿Cómo le sentaría que el carcelero lo hubiera privado de aquel placer?
Druss lo oyó maldecir y volver sobre sus pasos. Sintió que se le secaba la boca y se le aceleraba el corazón. Pasaron unos interminables momentos cargados de ansiedad, hasta que el carcelero regresó; estaba hablando con alguien.
—No es culpa mía —decía—. Fue Cajivak quien impuso esas raciones.
—¿Estás diciendo que la culpa es suya?
—¡No! ¡No! No es culpa de nadie. Quizá tenía el corazón frágil, o algo así. Quizá sólo está enfermo. Eso es: probablemente esté enfermo. Lo cambiaremos a una celda más grande durante unos días.
—Espero que tengas razón —dijo una voz suave—; de lo contrario tendrás un collar hecho con tus propias tripas.
Druss oyó un ruido chirriante; después, otro, y supuso que estaban descorriendo los cerrojos.
—De acuerdo; ahora, los dos a la vez —dijo una de las voces—. ¡Tira!
La losa rechinó contra el suelo mientras los hombres la apartaban.
—¡Dioses! Qué peste —exclamó uno de los guardias mientras adelantaba una antorcha. Druss lo cogió del cuello, lo arrastró al interior de la celda, atravesó la abertura de un salto y cayó rodando. Se puso en pie, pero un mareo lo hizo tambalearse. El guardia se echó a reír.
—Ahí está tu hombre muerto —dijo, y Druss oyó el desenvainar de una espada. Le costaba ver; había al menos tres antorchas, y la luz era cegadora. Una figura se movió hacia él.
—¡Vuelve a tu agujero, rata! —le ordenó el guardia.
Druss saltó hacia delante y le dio un puñetazo en la cara. El casco del guardia salió volando por los aires mientras el hombre caía hacia atrás y se estrellaba de cabeza contra la pared del calabozo. En aquel momento entró otro guardia. Druss ya veía con más claridad, esquivó el golpe que se dirigía a su cabeza y replicó con un puñetazo en el estómago del guardia, quien se dobló, exhalando con fuerza. Druss le dio un golpe seco en la nuca; se oyó un crujido escalofriante, y el guardia cayó de bruces.
El carcelero intentaba salir del calabozo cuando Druss se volvió hacia él. El hombre gritó de miedo y retrocedió a rastras. Druss levantó al primer guardia y arrojó el cuerpo inconsciente al interior de la celda. El otro guardia estaba muerto, y su cadáver siguió el camino de su compañero. Druss respiró agitadamente y miró la puerta de piedra. La furia ardía en su interior. Se agachó, cogió la losa con ambas manos y la arrastró hasta la entrada. Después se sentó delante y la encajó empujándola con las piernas. Estaba agotado, y permaneció sentado un rato para recuperarse, antes de gatear hasta la puerta y echar los cerrojos.
Veía destellos ante los ojos, y tenía el corazón tan acelerado que no podía distinguir los latidos. Aun así, se obligó a levantarse y fue a hurtadillas hasta la puerta del pasillo, que estaba parcialmente abierta, y echó un vistazo al otro lado. La luz del sol entraba por una ventana, y los rayos iluminaban el polvo del aire. Era una visión extraordinariamente hermosa.
El pasillo estaba desierto. Druss vio dos sillas y una mesa con dos copas encima. Caminó hasta la mesa y se bebió las dos copas de vino aguado. Había más calabozos, pero tenían puertas de barrotes de hierro. Continuó hasta una segunda puerta de madera, detrás de la cual había una escalera sin iluminación.
Aunque le fallaban las fuerzas mientras subía lentamente por la escalera, la furia lo impulsaba a seguir.
Sieben miró con indisimulado espanto el pequeño insecto negro que tenía en el dorso de la mano.
—Esto es insufrible —dijo.
—¿Qué? —preguntó Varsava, sentado junto a la ventana.
—La habitación tiene pulgas —contestó Sieben, aplastando una entre las uñas.
—Parece que te prefieren a ti, poeta —comentó Eskodas, sonriendo.
—El peligro de muerte es una cosa —dijo Sieben, con voz gélida—. Las pulgas son otra muy distinta. Aún no he inspeccionado la cama, pero imagino que estará rebosante de vida. Creo que deberíamos intentar el rescate de inmediato.
Varsava rió entre dientes.
—Será mejor esperar a que oscurezca —dijo—. Estuve aquí hace tres meses, cuando rescaté al chico secuestrado. Fue cuando me enteré de que Druss estaba aquí. Como supondréis, las mazmorras están en los sótanos. Encima están las cocinas, y sobre ellas, el salón principal. La única salida de los calabozos pasa por el salón, lo que significa que tenemos que estar dentro de la torre cuando anochezca. No hay guardia nocturno, de modo que si conseguimos quedarnos escondidos dentro de la torre hasta la medianoche podremos encontrar a Druss y sacarlo de ahí. Salir de la fortaleza es otro asunto. Los dos portones están vigilados de día y cerrados de noche. Hay centinelas en la muralla y vigías en las almenas.
—¿Cuántos? —preguntó Eskodas.
—Cuando estuve aquí, había cinco cerca de la puerta principal.
—¿Cómo te las apañaste para sacar al chico?
—Era un niño pequeño. Lo escondí en un saco y me lo llevé justo al amanecer, colgado de la silla de montar.
—No creo que Druss quepa en un saco —dijo Sieben.
Varsava fue a sentarse a su lado.
—No será el mismo hombre que conocías, poeta. Ha pasado más de un año en una celda diminuta y sin ventanas. La comida debe de haber sido la justa para mantenerlo con vida. No será el gigante que era. Y es probable que esté ciego o loco. O las dos cosas.
Los tres hombres se quedaron en silencio, recordando al hachero con el que habían peleado codo con codo.
—Ojalá me hubiese enterado antes —murmuró Sieben.
—Yo tampoco lo sabía —dijo Varsava—. Creía que lo habían matado.
—Es extraño —intervino Eskodas—. Jamás imaginé que pudieran vencer a Druss, ni siquiera un ejército. Siempre fue tan... tan indómito...
El comentario arrancó una sonrisa a Varsava.
—Lo sé. Lo vi entrar desarmado en una hondonada donde una docena de guerreros estaba torturando a un anciano. Se los llevó por delante como una guadaña. Impresionante.
—¿Y cómo lo vamos a hacer? —preguntó Sieben.
—Iremos al salón principal a presentar nuestros respetos a Cajivak. Quizá no nos mate en el acto.
—Excelente plan —comentó Sieben con sarcasmo.
—¿Tienes alguno mejor?
—Creo que sí. Yo diría que en un lugar tan sórdido como éste no debe de haber muchas distracciones. Iré solo, me presentaré y ofreceré una actuación a cambio de la cena.
—Espero que no te lo tomes a mal —dijo Eskodas—, pero no creo que tus poemas épicos sean muy bien recibidos.
—Mi querido amigo, soy artista. Puedo preparar una función que se adapte a cualquier público.
—Bueno —dijo Varsava—, este público está formado por la escoria de Ventria, Naashan y todas las ciudades del este y el oeste. Habrá renegados drenai, mercenarios vagrianos y criminales ventrianos de todo tipo.
—Los deslumbraré —aseguró Sieben—. Dadme media hora para hacer mi presentación y después entra en el salón. Os garantizo que nadie notará vuestra presencia.
—¿De dónde has sacado tanta humildad? —preguntó Eskodas.
—Es un don —replicó Sieben—, y estoy muy orgulloso de él.
Druss llegó al siguiente nivel y se detuvo en el rellano. Oyó el sonido producido por gente que se movía de un lado a otro y el ruido metálico de ollas y cubiertos. Olió el pan recién hecho, mezclado con el sabroso aroma de la carne asada. Se apoyó en la pared y trató de pensar. No había forma de salir sin ser visto. Tenía las piernas cansadas, y se puso en cuclillas.
¿Qué hacer?
Oyó unos pasos que se acercaban y se incorporó. Apareció un anciano, con la espalda terriblemente encorvada y las piernas dobladas, cargado con un cubo de agua. Cuando se acercó a Druss, levantó la cabeza y olfateó. Druss vio que tenía los ojos legañosos y cubiertos con una capa opalina. El viejo dejó el cubo en el suelo y alargó la mano.
—¿Eres tú? —susurró.
—¿Estás ciego?
—Casi. Te dije que pasé cinco años en esa celda. Vamos, sígueme.
El anciano abandonó el cubo, volvió sobre sus pasos, se introdujo por un pasillo lateral y bajó por una escalera estrecha hasta llegar a una puerta. La abrió e hizo pasar a Druss. La habitación era pequeña, pero tenía un ventanuco por el que entraban los rayos de sol.
—Espera aquí —dijo el viejo—. Te traeré algo de comer y de beber.
Regresó poco después con media hogaza de pan tierno, un pedazo de queso y una jarra de agua. Druss devoró la comida y vació la jarra, y después se dejó caer en el catre.
—Gracias por tu ayuda —dijo—. De no ser por ti, mi destino habría sido peor que la muerte: me habría rendido.
—Tenía una deuda pendiente —confesó el tullido—. Otro hombre me dio de comer, igual que yo a ti, y murió por ello. Cajivak lo empaló. Pero no habría tenido valor para hacerlo si la diosa no se me hubiera aparecido en un sueño. ¿Ha sido ella la que te ha sacado del calabozo?
—¿La diosa?
—Me habló de ti y de tu sufrimiento, e hizo que me avergonzara de mi cobardía. Le juré que haría todo lo que estuviera a mi alcance para ayudarte. Me toco la mano, y cuando desperté, el dolor de mi espalda había desaparecido. ¿Ella ha hecho desaparecer la piedra?
—No, he engañado al carcelero.
Druss le narró al anciano la treta que había utilizado y la pelea con los guardias.
—No lo descubrirán hasta la noche —dijo el tullido—. Pero me encantaría oír sus gritos mientras las ratas los mordisquean en la oscuridad.
—¿Por qué dices que la mujer de tu sueño era una diosa?
—Me dijo su nombre, Patái, y así se llama la hija de la madre tierra. En mi sueño caminó conmigo por las praderas de mi niñez. Nunca la olvidaré.
—Patái —murmuró Druss—. También se me apareció en sueños, en el calabozo, y me dio fuerzas. —Se puso en pie y apoyó una mano en la espalda del anciano—. Te has arriesgado mucho para ayudarme, y no me queda suficiente tiempo en este mundo para pagártelo.
—¿Cómo que no te queda tiempo en este mundo? —protestó el anciano—. Puedes esconderte aquí y escapar después de que anochezca. Puedo conseguirte una cuerda para que bajes por la muralla.
—No. Tengo que encontrar a Cajivak... y matarlo.
—Eso está bien —dijo el anciano—. La diosa te conferirá sus poderes, ¿verdad? ¿Te otorgará una fuerza sobrehumana?
—Me temo que no —dijo Druss—. En esto estaré solo.
—¡Te matarán! No lo intentes —le suplicó el viejo, con lágrimas en los ojos—. Te lo ruego. Te destrozará; es un monstruo con la fuerza de diez hombres. No puedo verte con claridad, pero sé lo débil que debes de estar. Tienes la oportunidad de vivir, de ser libre, de sentir el sol en la cara. Eres joven. ¿Qué pretendes lograr con esa estupidez? Te aplastará, y después te matará o te devolverá a ese agujero.
—No he nacido para huir —afirmó Druss—. Y créeme, no estoy tan débil como crees. Tú te has encargado de ello. Ahora háblame de la torre y dime adonde conducen las escaleras.
Eskodas no temía la muerte, porque no amaba la vida. Era algo que sabía desde hacía muchos años. No sabía lo que era la dicha desde que su padre había sido sacado a rastras de su casa y colgado. Era consciente de aquella carencia, pero la aceptaba con tranquilidad. A bordo del Hijo del Trueno le había dicho a Sieben que le gustaba matar gente, pero no era cierto. No sentía nada cuando su flecha daba en el blanco, salvo una breve satisfacción cuando su puntería era impecable.
Mientras caminaba junto a Varsava hacia el vedado salón gris, se preguntó si moriría. Pensó en Druss, encarcelado bajo la torre en una mazmorra oscura, húmeda y fría, y trató de imaginar lo que semejante prisión podría hacerle a él. No sentía ningún interés especial por el mundo, y dudaba que fuera a echar de menos las montañas, los lagos, los mares y los valles.
Miró a Varsava y notó que el cuchillero estaba tenso y expectante. Eskodas sonrió. «No hay nada que temer», pensó.
«Es sólo la muerte.»
Los dos hombres subieron los escalones de la puerta de la torre, que estaba abierta y sin vigilancia. Al entrar, Eskodas oyó las risas procedentes del salón. Se acercaron al umbral y echaron una ojeada. Había cerca de doscientos hombres alrededor de tres grandes mesas, y en el fondo, en una tarima a seis codos del suelo, estaba Cajivak. Estaba sentado en una enorme silla de ébano tallado y sonreía. Frente a él, subido a una mesa, estaba Sieben.
La voz del poeta dominaba la sala. Estaba relatando una historia tan soez que Eskodas se quedó boquiabierto. Había oído a Sieben narrando gestas heroicas, recitando poemas antiguos y discutiendo sobre filosofía, pero nunca lo había oído hablar de putas y burros. A Varsava se le escapó una carcajada cuando Sieben remató la anécdota con un obsceno doble sentido.
Eskodas recorrió el salón con la mirada. Sobre ellos se extendía una galería a la que se accedía a través de una escalera lateral. Podía ser un buen lugar para esconderse. Dio un codazo a Varsava y susurró:
—Iré a echar un vistazo arriba.
El cuchillero asintió, y Eskodas caminó inadvertido por entre la multitud y subió la escalera. La galería era estrecha y rodeaba el salón. Ninguna puerta se abría a ella, y un hombre que estuviera allí sería invisible para los de abajo.
Sieben estaba narrando la historia de un héroe capturado por un enemigo perverso, y Eskodas se detuvo a escuchar.
—Lo llevaron ante el cabecilla, que le dijo que si quería vivir, debía sobrevivir a cuatro pruebas. La primera consistía en caminar descalzo por una zanja llena de brasas ardientes. La segunda, en beber un cuartillo del alcohol más potente. En tercer lugar tenía que entrar en una cueva y, con unas pequeñas tenazas, quitarle una muela picada a un león devorador de hombres. Y por último tenía que acostarse con la bruja más fea del pueblo.
Sieben bebió un trago de vino antes de continuar.
—Sin dudarlo, el hombre se quitó las botas y caminó valientemente sobre las brasas encendidas hasta el otro lado de la zanja, donde se bebió el cuartillo de alcohol casi sin respirar. Acto seguido, se metió en la cueva, y se oyeron unos terribles bufidos, golpes, rugidos y gritos, que helaron la sangre de los hombres que esperaban. Al final, el guerrero salió, tambaleándose, y dijo: «Ya está. ¿Dónde está la mujer con el dolor de muelas?».
Las carcajadas retumbaron en las paredes, y Eskodas sacudió la cabeza, asombrado. Había visto a Sieben en Capalis, escuchando a los guerreros que contaban chistes. El poeta no se había reído ni una sola vez, y daba la impresión de que las historias lo aburrían. Y sin embargo allí estaba, contando aquellos mismos chistes con aparente entusiasmo.
El arquero desvió la mirada hacia Cajivak y vio que había dejado de sonreír. Estaba recostado en el asiento y tamborileaba con los dedos en el apoyabrazos. Eskodas había conocido a muchos hombres malvados y sabía que podían parecer ángeles; rubios, atractivos y de ojos claros. Pero Cajivak parecía lo que era: sombrío y cruel. Llevaba el jubón con hombreras de plata de Druss, y Eskodas lo vio alargar la mano y acariciar el mango negro del hacha que estaba apoyada contra la silla. Era Snaga.
De repente, el colosal guerrero se puso en pie.
—¡Ya basta! —bramó—. No me gusta tu actuación, bardo, así que haré que te empalen en una pica. —El salón quedó en silencio. Eskodas se sacó una flecha del carcaj y la colocó en el arco—. ¿Y bien? ¿Algún chiste más antes de morir? —preguntó Cajivak.
—Sólo uno —respondió Sieben, sosteniendo la mirada del demente—. Anoche tuve un sueño; un sueño horrible. Soñé que había cruzado las puertas del Infierno; era un lugar de fuego y tortura, exquisitamente horrendo. Estaba muy asustado y le pregunté a un demonio si había alguna forma de salir de allí. Me respondió que existía una, pero que nadie que lo hubiera intentado había tenido éxito. Me llevó a un calabozo, y por una mirilla vi a la mujer más repugnante del mundo. Era leprosa, con costras supurantes, desdentada y muy, muy vieja. Incluso tenía gusanos en lo que le quedaba de pelo. El demonio me dijo: «Si puedes hacer el amor con ella toda la noche, se te permitirá salir de aquí». Yo estaba dispuesto a intentarlo, pero cuando me acerqué vi un segundo calabozo, y eché un vistazo por la rejilla. ¿Y sabes lo que vi, mi señor? A ti. Estabas haciendo el amor con una de las mujeres más hermosas que había visto en mi vida. Así que le pregunté al demonio: «¿Por qué tengo que follarme a una bruja, cuando Cajivak está con esa belleza?». Y el demonio me contestó: «Bueno, es justo que las mujeres también tengan una oportunidad de salir».
Desde su escondrijo, Eskodas vio cómo Cajivak palidecía. Cuando el guerrero habló, su voz era áspera y entrecortada.
—Haré que tu muerte dure una eternidad —prometió.
Eskodas tensó el arco... y se detuvo. Detrás de la tarima había aparecido un hombre con el pelo y la barba enmarañados, y la cara ennegrecida por la suciedad. Corrió hacia adelante y embistió con el hombro la silla de Cajivak, catapultando al caudillo fuera de la tarima. Cajivak cayó de cabeza en la mesa en la que estaba Sieben.
El guerrero cubierto de mugre alzó el hacha reluciente, y su voz resonó por todo el salón.
—¿Quieres que suplique ahora, hijo de puta?
Eskodas no pudo contener la risa. La vida tenía momentos que valían la pena.
Cuando agarró el hacha y sintió el frío y negro mango en el puño, una ola de poder recorrió su cuerpo. Era como un fuego rugiente que inundaba sus venas y todos sus músculos y tendones. En aquel instante, Druss se sintió renovado, renacido. Fue la sensación más intensa de su vida. Se sentía exaltado y lleno de vigor, como un paralítico que recuperase el uso de sus miembros.
Su carcajada resonó en el salón. Miró a Cajivak, que estaba tratando de ponerse en pie entre platos y copas. El caudillo tenía el rostro ensangrentado y los labios crispados.
—¡Es mía! —gritó Cajivak—. ¡Devuélvemela!
Los hombres que lo rodeaban lo miraron sorprendidos por su reacción. Esperaban furia y violencia, y en cambio vieron a su temible cacique alargando los brazos, suplicante.
—Ven y cógela —lo invitó Druss.
Cajivak vaciló y se humedeció los labios.
—¡Matadlo! —ordenó, de repente.
Los guerreros se levantaron, y el que estaba más cerca desenvainó la espada y corrió hacia la tarima. Una flecha le atravesó el cuello y lo derribó. Todos los movimientos cesaron, y docenas de hombres armados escrutaron el salón, en busca del arquero oculto.
—¡A qué hombre habéis elegido seguir! —dijo Druss con voz de trueno—. Se queda inmóvil con los pies en vuestro estofado, demasiado asustado para enfrentarse a un hombre que ha estado encerrado en su mazmorra y que no ha comido más que sobras durante un año. ¿Quieres el hacha? —le preguntó a Cajivak—. Te lo repito: ven y cógela.
Druss levantó el arma por encima de su cabeza y la descargó en la tarima, donde quedó clavada, vibrando. Después, se alejó del hacha mientras los guerreros lo observaban con expectación.
Cajivak dio dos zancadas y saltó a la tarima. Era un hombre enorme, de hombros inmensos y poderosos brazos, pero el puño izquierdo del antiguo campeón de Mashrapur le partió la boca, y el derecho le golpeó la mandíbula como un rayo. Cajivak cayó de la tarima y se estrelló contra el suelo. Se levantó de inmediato y subió lentamente por los escalones de la tarima.
—¡Te mataré, hombrecillo! ¡Te arrancaré las tripas y te las haré comer!
—¡En tus sueños! —se burló Druss.
Cuando Cajivak se lanzó sobre él, Druss dio un paso al frente y le descargó un puñetazo en el corazón. El gigante lanzó un gemido, pero respondió con un derechazo que acertó a Druss en una ceja, forzándolo a retroceder. Cajivak disparó la mano izquierda con los dedos extendidos, tratando de alcanzar los ojos de su adversario. Druss bajó la cabeza y sólo sufrió un profundo arañazo en la frente. Cajivak lo cogió de la camisa, pero la prenda se le deshizo en las manos, y cuando se tambaleó hacia atrás, Druss le dio dos violentos golpes en el estómago. Era como golpear una pared. El gigantesco caudillo rió a carcajadas y arremetió con un potente gancho que despegó a Druss del suelo. La nariz del hachero estaba rota y sangraba. Cajivak se abalanzó sobre él con furia asesina, pero Druss le hizo una zancadilla y el gigante cayó, golpeando el suelo con dureza, pero rodó sobre sí mismo y se levantó lentamente.
Druss estaba cansado; la fuerza que le había dado el hacha estaba desapareciendo de sus músculos. Cajivak se puso en pie y embistió, pero Druss amagó un golpe con la izquierda y, al tratar de esquivarlo, el caudillo fue directo hacia un derechazo que le aplastó los labios contra los dientes. Druss volvió a golpear con la izquierda, y luego con la derecha. La ceja derecha de Cajivak se abrió; su rostro se cubrió de sangre y cayó hacia atrás, pero no se detuvo. El caudillo se despegó de los dientes los labios partidos y sonrió con la boca ensangrentada. Druss se quedó perplejo, y Cajivak aprovechó para echarse hacia delante y coger a Snaga.
El hacha lanzó destellos rojizos a la luz de las lámparas.
—¡Muere, hombrecillo! —masculló Cajivak.
Alzó el hacha sobre su cabeza, pero Druss saltó y le dio una patada en la rodilla. La articulación se fracturó con un crujido fulminante, y el gigante soltó el hacha y se desplomó gritando. El arma giró en el aire y cayó, clavándose en la espalda del caudillo. Cajivak intentó volverse y el hacha cayó al suelo. Druss se arrodilló y la recuperó.
Con la cara crispada por el dolor, el caudillo se obligó a sentarse y miró al hachero con odio manifiesto.
—Que sea un golpe limpio —dijo en voz baja.
Aún de rodillas, Druss asintió y movió a Snaga en un arco horizontal. Las hojas se hundieron en el ancho cuello de Cajivak, cortando músculos, tendones y huesos. El cuerpo cayó hacia la derecha. La cabeza salió despedida hacia la izquierda, rebotó en la tarima y rodó por el suelo del salón. Druss se puso en pie y se volvió hacia los atónitos guerreros. Después, agotado, se sentó en el trono de Cajivak.
—¡Que alguien me traiga una copa de vino! —ordenó.
Sieben cogió una jarra y una copa, y avanzó lentamente hasta donde estaba sentado el hachero.
—Anda que no has tardado en llegar —dijo Druss.