Finalmente se desató la tormenta; los truenos hacían temblar las paredes de la cueva, y Druss pasó al interior cuando la lluvia empezó a azotar la entrada. Los relámpagos iluminaban el valle y parecían transformarlo: los bosques de pinos y olmos se convertían en tétricas guaridas; los humildes caseríos semejaban lápidas desperdigadas por la antesala del infierno.
La tempestad sacudía los árboles, y Druss vio una manada de ciervos que se alejaba del bosque a la carrera; a la luz de los relámpagos, los movimientos de los animales parecían torpes y espasmódicos. Un rayo cayó en un árbol y éste pareció estallar; las llamas brotaron del tronco destrozado, pero la lluvia no tardó en apagarlas.
Dulina se acercó silenciosamente y se acurrucó contra el hachero. Druss sintió un tirón en los puntos del costado cuando se apoyó en él, pero rodeó con el brazo los hombros de la chiquilla.
—Sólo es una tormenta, pequeña —dijo—. No puede hacemos daño.
Dulina no dijo nada, y él la sentó en su regazo y la abrazó con fuerza. La niña tenía la piel caliente, casi febril.
Druss suspiró, sintiendo una vez más el peso de la pérdida. Se preguntaba dónde estaría Rowena aquella noche oscura y atroz. ¿También habría tormenta, o disfrutaba de una noche apacible? ¿Lo echaba de menos, o él sólo era un recuerdo lejano de la vida en las montañas? Bajó la mirada y vio que la niña se había dormido con la cabeza apoyada en su brazo. La alzó con cuidado y la acostó sobre una manta; después alimentó la hoguera con los últimos restos de leña.
—Eres un buen hombre —oyó decir en voz baja.
Druss levantó la vista; el viejo hojalatero estaba despierto.
—¿Cómo está tu pierna?
—Duele, pero se curará. Estás triste, amigo.
Druss se encogió de hombros.
—Son tiempos tristes.
—Te he oído hablar con tu amigo —dijo el anciano—. Lamento que por ayudarme hayáis perdido la oportunidad de ayudar a otros —sonrió—. Aunque no me quejo de que hayas actuado así.
Druss rió entre dientes.
—Yo tampoco.
—Me llamo Ruwak —se presentó el viejo, extendiendo una mano huesuda.
Druss se la estrechó y se sentó junto a él.
—¿De dónde eres?
—Nací en las tierras de Matapesh, al este de Naashan y al norte de las junglas de Opal, pero siempre he sentido la necesidad de ver otras montañas. La gente cree que todas son iguales, pero no es cierto. Algunas son verdes y exuberantes; otras tienen picos nevados. Hay cumbres afiladas como la hoja de una espada; otras son viejas y redondeadas, desgastadas por el tiempo. Me encantan las montañas.
—¿Qué ha sido de tus hijos?
—¿Hijos? Jamás tuve hijos. Nunca he estado casado.
—Creía que la niña era tu nieta.
—No. La encontré en las afueras de Resha; la habían abandonado y estaba muerta de hambre. Es una buena chica, y le he tomado cariño. Siempre estaré en deuda contigo por haberla salvado.
—No me debes nada —dijo Druss.
El anciano levantó la mano e hizo un gesto de amonestación con el dedo.
—No acepto eso, amigo mío; nos has regalado la vida. Fíjate: no me gustan las tormentas, pero estoy saboreando ésta con absoluto placer. Antes de que aparecieras en la hondonada, yo era hombre muerto, y Dulina habría sido violada y probablemente asesinada. Nadie me había hecho nunca un regalo mayor.
El anciano tenía lágrimas en los ojos, y Druss se sentía cada vez más incómodo. En lugar de sentirse satisfecho ante la gratitud del hombre, se estaba avergonzando. Un autentico héroe los habría socorrido impulsado por el sentido de la justicia, o por compasión. Él sabía que los había ayudado por otra razón.
Había realizado una buena acción, pero sus motivos eran incorrectos. Dio una palmada en el hombro del anciano y regresó a la entrada de la caverna. Allí comprobó que la tormenta estaba desviándose hacia el este y que estaba escampando. Se sintió deprimido; deseó que Sieben estuviera allí. Aunque el poeta podía ser cargante, se le daba bien animarlo.
Pero Sieben se había negado a acompañarlo y había optado por los placeres de la vida urbana en vez de enfrentarse a un largo viaje a través de las montañas de Resha. En realidad, Druss sabía que la dureza del viaje sólo era una excusa.
—Te propongo un trato, vieja mula —le había dicho Sieben el último día que se vieron—. Deja el hacha e iré contigo. Entiérrala o arrójala al mar. No me importa cómo lo hagas, pero deshazte de ella.
—No me digas que crees en esa estupidez del demonio.
—Lo vi, Druss, te lo juro. Será tu muerte. O, al menos, la muerte del hombre que conozco.
Ahora, Druss no tenía el hacha, ni a su amigo ni a Rowena. Estaba desesperado, y no estaba acostumbrado a aquella sensación. No sabía qué hacer, y su fuerza se le antojaba inútil.
Amanecía y, tras la tormenta, el aire olía a tierra húmeda. Dulina se le acercó.
—He tenido un sueño maravilloso —dijo, de buen humor—. Un gran caballero, montado en un caballo blanco, se nos acercaba a mi abuelo y a mí, se inclinaba, me levantaba y me sentaba a su lado. Después, se quitaba el casco dorado y me decía: «Soy tu padre». Y me llevaba a vivir a un castillo. Nunca había soñado nada parecido. ¿Crees que se hará realidad?
Druss no contestó. Tenía la vista fija en el bosque y en los hombres armados que avanzaban hacia la cueva.
El mundo se había reducido a un lugar de agonía y oscuridad. Lo único que Druss podía sentir era dolor. Yacía en un calabozo sin ventanas y, aunque no podía verlas, oía a las ratas que correteaban sobre su cuerpo. No había luz alguna, excepto al final del día, cuando un carcelero recorría el pasillo al que daban las mazmorras y un haz intermitente iluminaba la diminuta rejilla de la puerta de piedra. Unos breves instantes durante los que Druss podía ver lo que lo rodeaba. El calabozo, mal ventilado, tenía menos de cuatro codos de alto y dos pasos de profundidad; la humedad chorreaba por las paredes, y hacía frío.
Druss se apartó una rata de la pierna de un manotazo, y el movimiento le reavivó el dolor de las heridas. Apenas podía mover el cuello, y su hombro derecho estaba hinchado y caliente al tacto. Se preguntaba si tendría algún hueso roto. Se estremeció.
¿Cuántos días llevaría en aquel lugar? Había contado hasta sesenta y tres antes de perder la cuenta; redondeó a setenta y comenzó a contar de nuevo. Pero no pudo evitar los delirios. A veces soñaba que estaba en las montañas de su hogar, bajo un cielo azul y con el viento del norte refrescándole el rostro. Otras, trataba de recordar acontecimientos de su vida.
—Haré que me supliques que te mate —había dicho Cajivak el día que lo llevaron a rastras a la fortaleza.
—En tus sueños, hijo de puta.
Cajivak le había machacado la cara y el cuerpo con puñetazos brutales. Con las manos atadas en la espalda y una soga tensa alrededor del cuello, Druss no podía hacer nada salvo encajar los golpes.
Los dos primeros meses había estado encerrado en una celda más grande. Cada vez que se dormía, unos hombres entraban y lo molían a palos. Al principio se había defendido; en una ocasión había cogido a uno del cuello y le había partido el cráneo contra la pared. Pero al final, privado de comida y agua durante días, se había quedado sin fuerzas y sólo podía hacerse un ovillo mientras lo apaleaban despiadadamente.
Después lo habían llevado a aquel calabozo diminuto, y Druss había contemplado con horror cómo cerraban la puerta de piedra. Una vez cada dos días, un guardia le pasaba un mendrugo y un tazón de agua por la rejilla. Un par de veces había logrado atrapar una rata y se la había comido.
Ahora vivía pendiente de aquellos instantes de luz que tenían lugar cuando el guardia salía al mundo exterior.
—Hemos cogido a los otros —le había dicho un día el carcelero, mientras le daba el pan.
Pero Druss no lo había creído. Cajivak era cruel y, de haberlos atrapado, lo habría arrastrado afuera para matarlos ante sus ojos.
Recordó cómo empujaba Varsava a la niña por la grieta de la caverna, urgiéndola a trepar. También recordó que él había levantado a Ruwak para que Varsava pudiera ayudarlo a ocultarse. Druss estaba a punto de empezar a subir por la grieta cuando oyó a los guerreros que entraban en la caverna. Se había vuelto y había cargado contra ellos.
Pero eran demasiados. Casi todos empuñaban garrotes, y al final consiguieron hacerlo caer. Una lluvia de puñetazos y patadas cayó sobre él, y cuando se despertó tenía una soga al cuello y las manos atadas. Lo obligaron a caminar arrastrado por un caballo. Cayó varias veces, y la cuerda le desgarró la piel del cuello.
Varsava había descrito a Cajivak como un monstruo, y no podía ser más cierto. El hombre media más de siete codos; sus hombros eran inmensamente anchos y tenía unos bíceps tan gruesos como los muslos de la mayoría de los hombres. Sus ojos eran oscuros, casi negros, y carecía de pelo en el lado derecho de la cabeza, donde la piel era blanca y escamosa: la cicatriz de una grave quemadura. La locura brillaba en sus ojos. Druss miró a la izquierda del hombre y vio el arma que reposaba allí, apoyada en el alto trono.
¡Snaga!
Druss apartó el recuerdo de su mente y se estiró. Sus articulaciones crujieron. Le temblaban las manos a causa del frío que desprendían las paredes húmedas. Se obligó a no pensar en Snaga y a concentrarse en otra cosa. Trató de imaginar a Rowena, sin conseguirlo. Recordó el día en que el sacerdote de Pashtar Sen lo había encontrado en una aldea, a cuatro días de viaje al este de Lania. Druss estaba sentado en la terraza de una posada, saboreando un plato de carne asada y una jarra de cerveza. El sacerdote lo había saludado y se había sentado frente al hachero. Tenía la calva enrojecida y despellejada a causa del sol.
—Me alegro de verte, Druss —le había dicho—. Llevo seis meses buscándote.
—Pues me habéis encontrado.
—Necesito hablarte del hacha.
—No os preocupéis, padre. Ya no la tengo. Teníais razón; era un arma endiablada. Me alegro de haberme librado de ella.
El sacerdote había sacudido la cabeza.
—Ha vuelto —había dicho—. Ahora está en manos de un ladrón llamado Cajivak. Siempre ha sido un asesino, y ha sucumbido al poder del hacha mucho más fácilmente que un hombre íntegro como tú. Se ha convertido en el terror de Lania, torturando, matando y mutilando. La guerra impide que se envíen tropas a la zona, y no se puede hacer nada para detenerlo.
—¿Por qué me lo contáis?
El sacerdote había guardado silencio, evitando la mirada de Druss.
—Te he estado estudiando —había dicho finalmente—. No sólo en el presente; también he visto tu pasado. Desde tu nacimiento y tu infancia, hasta tu boda con Rowena y tu búsqueda posterior. Eres un hombre extraño, Druss. Tienes un férreo control sobre las partes de tu alma capaces de hacer el mal. Y el temor de convertirte en alguien como Bardan te ayuda. Pues bien: Cajivak es la reencarnación de Bardan. ¿Quién, si no tú, podría detenerlo?
—No puedo perder tiempo, padre. Mi mujer está aquí, en alguna parte.
El sacerdote se había sonrojado y había bajado la cabeza.
—Recupera el hacha y te diré dónde está —le había susurrado avergonzado.
Druss se había echado hacia atrás y había dirigido una hosca mirada al sacerdote.
—Eso es indigno de ti —había dicho.
—Lo sé —había reconocido el religioso, abriendo las manos—. Es la única... recompensa... que puedo ofrecerte.
—Podría agarrarte por ese cuello flaco y arrancarte la verdad.
—Pero no lo harás. Te conozco, Druss.
El guerrero se había puesto en pie.
—Encontraré el hacha. ¿Dónde nos reuniremos?
—Tú encuentra el hacha y yo te encontraré a ti —había respondido el sacerdote.
A solas en la oscuridad, Druss recordó con amargura la confianza que había sentido. Encontraría a Cajivak, recuperaría el hacha y después hallaría a Rowena. Parecía fácil.
«Qué imbécil eres», pensó. Le picaba la cara, y al rascarse la mejilla se arrancó una costra. Una rata se le subió a la pierna y Druss trató de atraparla, pero falló. Se arrodilló con dificultad y sintió que su cabeza rozaba la fría piedra del techo.
Distinguió el brillo de la antorcha del guardia que se acercaba por el pasillo y se pegó a la rejilla. La luz le hizo daño en los ojos. El carcelero, al que no podía ver la cara, se agachó y le pasó un tazón. No había pan. Druss se bebió el agua.
—Veo que sigues vivo —dijo el hombre, con voz fría—. Creo que Cajivak se ha olvidado de ti y, por los dioses, eso significa que eres afortunado. Estarás aquí abajo con las ratas el resto de tu vida. —Druss no dijo nada; la voz continuó—. El último hombre que vivió en ese calabozo pasó cinco años ahí. Cuando lo sacamos tenía el pelo blanco y los dientes podridos; estaba ciego y se tambaleaba como un viejo tullido. A ti te pasará lo mismo.
Druss se concentró en la luz, mirando las sombras en la pared oscura. El carcelero se puso en pie, y la luz desapareció. Druss se dejó caer hacia atrás.
No había pan...
«Estarás aquí abajo con las ratas el resto de tu vida.»
La desesperación lo golpeó como un martillazo.
Patái sintió que el dolor desaparecía mientras flotaba libre de su cuerpo atormentado por la peste. «Me estoy muriendo», pensó. Pero no sentía miedo; sólo una sensación de serena armonía mientras se alzaba en el aire.
Era de noche y las lámparas estaban encendidas. Desde el techo vio a Michanek sentado junto a la débil mujer que yacía en la cama, sosteniéndole la mano, acariciándole la piel febril y susurrando palabras de amor. «Ésa soy yo», pensó Patái, mirando a la mujer.
—Te quiero —murmuró Michanek—. ¡Por favor, no te mueras!
Parecía muy cansado. Patái quiso abrazarlo; aquel hombre era toda la seguridad y el amor que conocía. Pensó en la primera mañana, cuando se había despertado en la casa de Resha. Recordó el brillo del sol y el olor de los jazmines del jardín. En aquel momento supo que el hombre con barba que estaba sentado junto a ella debía de conocerla, pero cuando buscaba en su memoria no podía encontrar rastros de él. Había sido muy embarazoso.
—¿Cómo te sientes? —le había preguntado él, con una voz que le había resultado familiar pero que no había despertado su memoria. Rowena había tratado de recordar dónde lo había conocido y entonces había sufrido otra sorpresa, mucho más intensa que la anterior.
¡No recordaba nada! ¡Nada! Su cara debía de reflejar su asombro, porque él se había inclinado hacia delante y le había cogido la mano.
—No te preocupes, Patái —le había dicho Michanek—. Has estado enferma, muy enferma. Pero ahora estás mejor. Sé que no me recuerdas, pero ya volverá todo con el tiempo. —Se había girado y había llamado a un hombre de baja estatura, delgado y de piel oscura—. Mira, aquí está Pudri. Estaba muy preocupado por ti.
Ella se había sentado y había visto las lágrimas en los ojos del hombrecillo.
—¿Eres mi padre?
Pudri había negado con la cabeza.
—Soy tu criado y tu amigo, Patái.
—Y vos, señor —había dicho ella, volviendo a mirar a Michanek—. ¿Sois mi... hermano?
El hombre había sonreído.
—Si es lo que deseas, es lo que seré. Pero no, no soy tu hermano. Tampoco soy tu amo. Eres una mujer libre, Patái —había contestado, besándole la palma de la mano.
La barba del hombre le había rozado la piel con suavidad.
—Entonces, ¿eres mi marido?
—No, sólo un hombre que te quiere. Toma mi mano y dime lo que sientes.
Ella lo había hecho.
—Es una mano fuerte. Y cálida.
—¿No notas nada más? ¿Ninguna visión?
—No. ¿Acaso debería?
Él había sacudido la cabeza.
—Por supuesto que no. Es sólo que... has estado delirando a causa de la fiebre... Que no veas nada demuestra que estás mucho mejor.
Michanek le había vuelto a besar la mano. Igual que hacía en aquel momento.
«Te amo», pensó ella, apenada por la convicción de que estaba a punto de morir. Atravesó el techo, salió a la noche y contempló las estrellas. A los ojos de su espíritu no parpadeaban; eran círculos de luz perfectos en la inmensidad del cielo nocturno. La ciudad estaba en calma, e incluso las fogatas del campamento enemigo parecían un collar refulgente alrededor de Resha.
Patái no había desentrañado por completo los misterios de su pasado. Al parecer había sido una especie de profetisa y había pertenecido a un mercader llamado Kabuchek, que se había marchado de la ciudad mucho antes de que comenzase el asedio. Recordaba haber caminado hasta la casa de Kabuchek, con la esperanza de que despertase algún recuerdo. Pero al llegar había visto a un hombre fuerte y vestido de negro que portaba un hacha de doble hoja. Estaba hablando con un criado. Instintivamente se había ocultado en un callejón, con el corazón en un puño. El hombre se parecía a Michanek, pero parecía mucho más duro; más letal. Patái no podía quitarle los ojos de encima y había empezado a sentir algo extraño en su interior.
Había girado y había vuelto corriendo a su casa.
No volvió a intentar conocer su pasado.
Pero a veces, cuando hacía el amor con Michanek bajo los árboles del jardín, se descubría pensando en el hombre del hacha y tenía miedo, mezclado con una sensación de traición. Michanek la quería, y a ella le parecía desleal que un hombre al que ni siquiera conocía se entrometiera en sus pensamientos en un momento como aquél.
Patái se elevó más y su espíritu sobrevoló el territorio devastado por la guerra, las casas destruidas, las aldeas fantasmales y las ciudades desiertas. Se preguntó si se dirigía al paraíso. Al llegar a una zona montañosa vio una inquietante fortaleza de piedra gris. Pensó en el hombre del hacha y se encontró descendiendo hacia la ciudadela. Había un salón y, sentado en el centro, un hombre gigantesco con la cara llena de cicatrices y una mirada que destilaba maldad. A su lado estaba el hacha que había visto en las manos del hombre de negro.
Patái siguió bajando y llegó a un calabozo oscuro, frío y pestilente, infestado de ratas y piojos. El hachero yacía allí, con la piel cubierta de llagas. Estaba dormido, y su espíritu se había apartado de su cuerpo. La mujer trató de tocarle la cara, pero su mano espectral atravesó la piel. Se dio cuenta de que el cuerpo estaba rodeado por una línea de luz delgada y palpitante. La acarició y, de repente, se encontró con él.
Estaba solo y terriblemente desesperado. Patái le habló y trató de animarlo, pero él la tomó entre sus brazos y le dijo cosas que la asombraron y la llenaron de temor. Después desapareció, y ella supuso que se había despertado.
Volvió a subir a la ciudadela y flotó por los pasillos, las habitaciones, las antecámaras y los salones. Un anciano estaba sentado en la cocina desierta. También estaba durmiendo, y el sueño la atrajo. El hombre había estado en el mismo calabozo; había vivido años allí. Patái entro en su mente y habló con su espíritu en sueños. Después regresó al cielo nocturno.
—No me estoy muriendo —se dijo—. Sólo soy libre.
En el instante siguiente regresó a Resha y a su cuerpo. La invadió el dolor, y el peso de la carne se convirtió en una prisión para su espíritu. Sintió el contacto de la mano de Michanek, y todos los pensamientos sobre el hachero se dispersaron como la bruma bajo el sol. A pesar del dolor, se sentía feliz. Michanek había sido muy bueno con ella, y aun así...
—¿Estás despierta? —preguntó él, en voz baja. Ella abrió los ojos.
—Sí. Te amo.
—Yo también te amo. Más que a mi vida.
—¿Por qué no nos hemos casado? —dijo ella, sintiendo que las palabras le raspaban la garganta seca.
Michanek palideció.
—¿Es eso lo que deseas? ¿Te haría sentir mejor?
—Me haría... feliz.
—Haré llamar a un sacerdote.
La mujer lo encontró en la ladera de una montaña sombría; el viento invernal aullaba entre las cumbres. El hombre estaba helado; débil. Le temblaban las extremidades y no tenía brillo en los ojos.
—¿Qué haces? —preguntó ella.
—Espero a la muerte.
—Eso no es propio de ti. Eres un guerrero, y un guerrero nunca se rinde.
Rowena se sentó a su lado, y él sintió el calor de los brazos que le rodeaban los hombros y la dulzura del aliento de ella.
—Sé fuerte —le dijo la mujer, acariciándole el pelo—. La desesperación lleva a la derrota.
—No puedo vencer a la piedra fría. No puedo ver luz sumido en la oscuridad. Tengo los brazos y las piernas destrozados, y los dientes flojos.
—¿No hay nada por lo que valga la pena vivir?
—Sí—dijo él, tomándola entre sus brazos—. ¡Vivo por ti! Siempre ha sido así. Pero no logro hallarte.
Se despertó en medio de la oscuridad y la fetidez del calabozo, se arrastró a tientas hasta la rejilla e inspiró una bocanada del aire frío del corredor. La luz de la antorcha lo deslumbró. Se frotó los ojos y observó cómo el carcelero recorría el pasillo. Después volvió la oscuridad. Sintió retortijones y gruñó. Estaba mareado y tenía ganas de vomitar.
Vio una luz tenue, se arrodilló con dificultad y apoyó la cara contra la estrecha abertura. Un anciano con una rala barba blanca se arrodilló junto al calabozo. La luz de la pequeña lámpara de aceite resultaba dolorosamente brillante, y a Druss le ardían los ojos.
—¡Estás vivo! Bien —susurró el hombre—. Te he traído esta lámpara y una caja de yesca. Úsala con cuidado. Te ayudará a acostumbrarte a la luz. También te he traído comida. —Le pasó un paquete por la rejilla, y Druss lo cogió sin decir nada; tenía la boca demasiado seca para hablar—. Volveré cuando pueda —dijo el anciano—. Recuerda que sólo debes usar la lámpara cuando el carcelero se haya ido.
Druss oyó cómo el hombre se escabullía por el pasillo. Creyó oír una puerta que se cerraba, pero no estaba seguro. Dejó la lámpara en el suelo del calabozo, con manos torpes. Después cogió el paquete y la pequeña caja de yesca.
Con los ojos irritados por la luz, abrió el paquete y encontró dos manzanas, un pedazo de queso y un poco de cecina. El primer bocado de manzana fue insoportablemente delicioso, y el jugo le hizo escocer las encías sangrantes. Tragar fue casi doloroso, pero la frescura de la fruta le compensó la molestia. Estuvo a punto de vomitar, pero pudo contenerse y, lentamente, se terminó la manzana. Su atrofiado estómago se rebeló después de la segunda, y Druss se sentó sosteniendo el queso y la cecina como si fueran un tesoro de oro y piedras preciosas.
Mientras esperaba a que su estómago se asentase examinó el diminuto calabozo y vio la mugre y el deterioro por primera vez. Contempló las llagas de sus manos, y las horribles costras que le cubrían las muñecas y los brazos. Le habían quitado el jubón, y tenía la camisa de lana hecha jirones. En un rincón vio el agujero del que salían las ratas.
Su desesperación se transformó en furia.
Todavía no se había acostumbrado a la luz, y le seguían lagrimeando los ojos. Se quitó la camisa y se miró el cuerpo consumido. Tenía los brazos enflaquecidos y se le marcaban los huesos de las muñecas y los codos.
—Pero estoy vivo —se dijo—. Y sobreviviré.
Se comió todo el queso y la mitad de la carne. Se sintió tentado de comérsela toda, pero no sabía si el anciano iba a regresar, de modo que volvió a envolver la cecina y se la guardó en el cinturón.
Al observar con detenimiento la caja de yesca se dio cuenta de que era un diseño antiguo; un pedernal filoso que al ser golpeado contra el serrado interior prendía el polvo de yesca de la caja. Tras asegurarse de que podría usarlo en la oscuridad, apagó la lámpara.
El anciano regresó dos días después con unos melocotones secos, un pedazo de jamón y una bolsa con yesca.
—Es importante que recuperes la agilidad —le dijo a Druss—. Estírate en el suelo y haz ejercicio.
—¿Por qué haces esto por mí?
—Pasé varios años en este calabozo, y sé lo que es. Tienes que recuperar las fuerzas. Hay dos formas de hacerlo, o al menos fue eso lo que yo aprendí. Túmbate boca abajo con las manos junto a los hombros y, con las piernas rectas, impúlsate usando sólo los brazos. Repítelo tantas veces como puedas. Lleva la cuenta e intenta hacer una flexión más cada día. También puedes tumbarte de espaldas y levantar las piernas sin doblarlas. Eso te fortalecerá el vientre.
—¿Cuánto tiempo he estado aquí? —preguntó Druss.
—Es mejor que no pienses en eso —respondió el anciano—. Concéntrate en fortalecer tu cuerpo. La próxima vez te traeré unos ungüentos para esas heridas, y algo contra los piojos.
—¿Cómo te llamas?
—Prefiero que no lo sepas, por si encuentran la lámpara.
—Estoy en deuda contigo, amigo. Y siempre pago mis deudas.
—No podrás si no recuperas las fuerzas.
—Las recuperaré —prometió Druss.
Cuando el anciano se fue, Druss encendió la lámpara y se tumbó boca abajo. Con las manos bajo los hombros, se empujó hacia arriba y consiguió hacer ocho flexiones antes de caer rendido en el sucio suelo.
Una semana más tarde fueron treinta. Pasado un mes, podía hacer un centenar.