UNO

Varsava estaba tomando un trago de su segunda copa de vino cuando el cuerpo cayó en la mesa. Aterrizó de cabeza, astillando la tabla apoyada en los caballetes y haciendo volar el plato de carne, y resbaló por la mesa hacia Varsava. El cuchillero levantó la copa sobre su cabeza y se echó hacia atrás con toda tranquilidad, mientras el cuerpo seguía su recorrido y se estrellaba contra el muro. Fue tal el impacto que apareció una grieta en la pared enyesada; el hombre rodó y cayó pesadamente al suelo con un ruido sordo.

Varsava miró a la derecha. La taberna estaba concurrida, y los parroquianos habían formado un círculo alrededor de un grupo que se afanaba en reducir a un gigante de barba negra. Un luchador, un ladronzuelo al que conocía Varsava, se había colgado de los hombros del gigante y le rodeaba el cuello con los brazos, mientras otro le asestaba puñetazos en el estómago. Un tercero desenvainó un puñal y corrió hacia ellos. Varsava paladeó su vino. Era de una buena cosecha, añejado al menos diez años, seco y con cuerpo.

El gigante alzó una mano sobre el hombro, cogió al ladronzuelo por el jubón, se giró bruscamente y lo arrojó contra el que portaba el puñal, que tropezó y cayó de rodillas a los pies del gigante. Éste lanzó una patada, que produjo un escalofriante crujido al romper la mandíbula o, quizá, el cuello, y el tipo del puñal se desplomó.

El último adversario golpeó la quijada barbuda del gigante con un puñetazo desesperado, pero no le sirvió de nada. Su enemigo lo agarró con ambas manos y le dio un cabezazo. El sonido del golpe hizo parpadear a Varsava. El luchador se tambaleó hacia atrás y acabó cayendo como un árbol.

—¿Alguien más? —preguntó el gigante, con voz grave y fría. El público volvió a ocuparse de sus asuntos, y el guerrero cruzó la taberna y se acercó a la mesa de Varsava.

—¿Está ocupada esta silla? —dijo, sentándose frente a él.

—Ahora sí —dijo el cuchillero. Hizo una seña a la camarera y señaló su copa vacía; la joven sonrió y les llevó una jarra de vino. La mesa había quedado ligeramente combada, y la jarra se balanceó entre los dos hombres.

—¿Puedo invitarte a una copa?

—¿Por qué no? —respondió el gigante, sirviéndose.

Desde debajo de la mesa se oyó un quejido.

—Debe de tener la cabeza muy dura —dijo Varsava—. Creía que estaba muerto.

—Si vuelve a meterse conmigo, lo estará —prometió el hombre—. ¿Qué lugar es éste?

—Se llama Todos Menos Uno.

—Extraño nombre para una taberna, ¿no?

Varsava lo miró a los ojos.

—En realidad, no. Es parte de un brindis ventriano: «Que todos tus sueños, menos uno, se hagan realidad».

—¿Qué significa?

—Que un hombre siempre debe tener un sueño incumplido. ¿Qué podría ser peor que satisfacer todos los deseos? ¿Qué se hace entonces?

—Se busca otro —dijo el gigante.

—Hablas como un hombre que no entiende nada de sueños.

El gigante entrecerró los ojos.

—¿Es un insulto?

—No, sólo un comentario. ¿Qué te trae por Lania?

—Estoy de paso —contestó el hombre. Detrás de él, dos de los heridos se pusieron en pie, desenvainaron los puñales y avanzaron hacia ellos. Varsava sacó un enorme cuchillo de caza, cuya hoja lanzó destellos a la luz de las lámparas, y lo clavó en la mesa.

—Ya es suficiente —les dijo a los atacantes, con voz suave y una sonrisa—. Coged a vuestro amigo y buscaos otro lugar para beber.

—¡No podemos dejar que se salga con la suya! —dijo uno de los hombres, con los ojos amoratados.

—Ya se ha salido con la suya, amigos —replicó el cuchillero—. Y si seguís con esta idiotez, creo que os matará. Ahora largaos: estoy tratando de conversar. —Los hombres enfundaron sus armas a regañadientes y desaparecieron entre la gente; Varsava volvió su atención al gigante—. ¿De paso hacia dónde?

Su compañero de mesa parecía divertido por la situación.

—Te has arreglado bien con ellos. ¿Son amigos tuyos?

—Me conocen —contestó el cuchillero, tendiéndole la mano—. Soy Varsava.

—Druss.

—He oído ese nombre. Un hachero en el asedio de Capalis... Creo que se canta un romance sobre él.

—¡Romances! —resopló Druss—. Sí, pero yo no tuve nada que ver. Lo compuso un poeta idiota que viajaba conmigo. No dice más que tonterías.

Varsava sonrió.

—«Entre susurros hablan de Druss y de su hacha, hasta los demonios huyen cuando este hombre ataca.»

Druss se ruborizó.

—¡Por las tetas de Asta! ¿Sabes que hay cien versos más? —Sacudió la cabeza—. ¡Increíble!

—En la vida hay cosas peores que ser inmortalizado en un cantar. ¿No hay una parte que habla sobre una esposa perdida? ¿Eso también es un invento?

—No, eso es verdad —reconoció Druss, y se sirvió más vino con gesto adusto. Se hizo un largo silencio, y Varsava se echó hacia atrás y estudió a su acompañante. Tenía unos hombros inmensos y el cuello de un toro. Sin embargo, no era el tamaño lo que le daba el aspecto de gigante; era el poder que emanaba de él. Durante la pelea parecía medir siete codos y, en comparación, los otros luchadores resultaban insignificantes. Pero allí, sentado y bebiendo tranquilamente, Druss sólo parecía un joven alto y musculoso. «Curioso», pensó Varsava.

—Si no recuerdo mal, también participaste en la liberación de Ectanis, y en la de otras cuatro ciudades del sur —comentó.

El hombre asintió, pero no dijo nada. Varsava pidió una tercera jarra de vino y trató de recordar lo que había oído sobre el joven hachero. Se decía que en Ectanis se había enfrentado a Cuerl, el campeón naashanita, y que había sido uno de los primeros en escalar la muralla. También se decía que dos años después, junto a cincuenta hombres, había defendido el paso de Kishtay y había bloqueado el avance de una legión entera de hazañitas hasta que Gorben había llegado con refuerzos.

—¿Qué ha sido del poeta? —preguntó Varsava, buscando una forma de satisfacer su curiosidad sin molestar al gigante.

Druss rió entre dientes.

—Conoció a una mujer... a varias, de hecho. Lo último que supe de él fue que estaba viviendo en Pusha con la viuda de un joven oficial. —Soltó una carcajada y sacudió la cabeza—. Lo echo de menos; era una compañía entretenida. —De pronto se le borró la sonrisa—. Haces muchas preguntas.

Varsava se encogió de hombros.

—Eres un hombre interesante, y últimamente no hay muchas cosas interesantes en Lania. La guerra la ha vuelto aburrida. ¿Has encontrado a tu esposa?

—No, pero la encontraré. ¿Y qué hay de ti? ¿Por qué estás aquí?

—Me pagan por estar aquí —dijo Varsava—. ¿Otra jarra?

—Sí, y yo invito —dijo Druss. Alargó la mano y cogió el arma que estaba clavada en la mesa—. Bonito cuchillo: pesado, pero bien equilibrado. Buen acero.

—Lentriano. Lo encargué hace diez años. Fue el dinero mejor gastado de mi vida. Tú tienes un hacha, ¿verdad?

Druss negó con la cabeza.

—La tenía, pero la perdí.

—¿Cómo se puede perder un hacha?

Druss sonrió.

—Caí por un precipicio y fui a parar a un torrente.

—Sí, imagino que es una forma de perderla —contestó Varsava—. ¿Qué usas ahora?

—Nada.

—¿Nada? ¿Cómo has cruzado las montañas de Lania sin un arma?

—A pie.

—¿Y no te asaltaron? ¿Viajabas con un grupo grande?

—Ya he contestado demasiadas preguntas; ahora es tu turno. ¿Quién te paga para que te sientes a beber en Lania?

—Un noble de Resha que tiene propiedades cerca de aquí. Mientras estaba ausente, peleando junto a Gorben, bajaron salteadores de las montañas y atacaron su palacio. Se llevaron a su mujer y a su hijo, y los criados que no pudieron huir fueron asesinados. Me ha contratado para que averigüe dónde está su hijo, si es que sigue vivo.

—¿Sólo el hijo?

—Bueno, lógicamente, no querrá que vuelva su mujer...

La expresión de Druss se ensombreció.

—Si la amara, querría recuperarla a toda costa.

Varsava sacudió la cabeza.

—Es obvio que eres drenai —dijo—. Los ricos de aquí no se casan por amor, Druss; se casan por alianzas, por dinero o para evitar que se interrumpa su linaje. No es raro que un hombre descubra que ama a la mujer con la que debe casarse, pero tampoco es lo normal. Y un noble ventriano se convertiría en el hazmerreír de todo el mundo si aceptara de nuevo a una esposa que ha sido, digamos, ultrajada. No; ya se ha divorciado de ella, y el único que le importa es el hijo. Si lo encuentro, me dará cien monedas de oro. Si lo rescato, el pago subirá a mil.

Cuando les trajeron otra jarra, Druss se llenó la copa y le ofreció más vino a su compañero. Varsava declinó la invitación.

—La cabeza empieza a darme vueltas, amigo —se disculpó—. Eres un barril sin fondo.

—¿Cuántos hombres tienes?

—Ninguno. Trabajo solo.

—¿Y sabes dónde está el chico?

—Sí. En las montañas hay una fortaleza llamada Vaha, un refugio de ladrones, asesinos, forajidos y renegados. La comanda Cajivak. ¿Has oído hablar de él? —preguntó Varsava. Druss negó con la cabeza—. Es un monstruo en todos los aspectos. Es más grande que tú, y en combate resulta aterrador. También es hachero. Y está loco.

Druss bebió un trago, eructó y se inclinó hacia delante.

—Muchos buenos guerreros son considerados locos.

—Lo sé, pero Cajivak es distinto. En el último año ha rematado sus ataques con carnicerías tan salvajes que resultan increíbles. Empala a sus víctimas o las desuella vivas. Conocí a un hombre que había trabajado a su servicio durante casi cinco años; así fue como descubrí dónde estaba el chico. Me dijo que Cajivak habla a veces con una voz que no es la suya, baja y espeluznante, y entonces le brillan los ojos con una luz extraña. Y siempre que esa locura se apodera de él, mata. Su víctima puede ser un criado, un tabernero o, simplemente, cualquier hombre que le sostenga la mirada. No, Druss, se trata de locura... o de posesión.

—¿Cómo pretendes rescatar al chico?

—Estaba pensando en eso cuando has llegado. Y todavía no he dado con la respuesta.

—Te ayudaré —dijo Druss.

Varsava lo miró con suspicacia.

—¿Por cuánto?

—Puedes quedarte el dinero.

—Entonces, ¿por qué? —preguntó el cuchillero, perplejo.

Pero Druss se limitó a sonreír y servirse otra copa.

Druss encontró agradable la compañía de Varsava. El cuchillero habló poco durante el viaje por las montañas y los valles elevados que dominaban la llanura en la que estaba situada Lania. Los dos llevaban morral, y Varsava usaba un sombrero marrón de cuero con una pluma de águila en el ala. Era un sombrero viejo y desgastado, y la pluma estaba ajada y sin brillo. Druss se había reído al verlo, porque Varsava era un hombre apuesto, y vestía ropa de lana verde y botas de piel de cordero de impecable calidad.

—¿Has perdido una apuesta? —preguntó Druss.

—¿Una apuesta?

—Sí. ¿Por qué, si no, ibas a usar ese sombrero?

—¡Ah! —exclamó el cuchillero—. Supongo que es una muestra del sentido del humor de los bárbaros. Has de saber que este sombrero era de mi padre —sonrió—. Es un sombrero mágico y me ha salvado la vida más de una vez.

—Creía que los ventrianos no mentían nunca.

—Únicamente los nobles —dijo Varsava—. Sin embargo, esta vez estoy diciendo la verdad. El sombrero me ayudó a escapar de una mazmorra. —Se lo quitó y se lo dio a Druss—. Echa un vistazo bajo la cinta interior.

Druss encontró una pequeña hoja de sierra escondida en el lado derecho, y en el izquierdo, una ganzúa de acero. Tanteó tres monedas en la parte frontal y sacó una; eran de oro.

—Retiro lo dicho —afirmó—. Es un buen sombrero.

El aire era fresco y agradable, y Druss se sentía libre. Habían pasado casi cuatro años desde que había dejado a Sieben en Ectanis y había viajado solo a la ciudad ocupada de Resha, en busca, del mercader Kabuchek y de Rowena. Había encontrado la residencia del mercader, pero Kabuchek se había ido un mes antes a visitar a unos amigos en las tierras de Naashan. Lo había seguido hasta la ciudad naashanita de Pierópolis, y allí le había perdido la pista.

Al volver a Resha había descubierto que Kabuchek había vendido su palacio y que nadie sabía dónde estaba. Falto de dinero y de provisiones, Druss había aceptado un empleo con un albañil de la capital al que le habían encargado la reconstrucción de las murallas. Durante cuatro meses había trabajado a diario, hasta que reunió suficiente oro para volver al sur.

En los cinco años que habían transcurrido desde las victorias de Capalis y Ectanis, Gorben, el emperador ventriano, había disputado ocho grandes batallas contra los hazañitas y sus aliados ventrianos. Había vencido de forma aplastante en las dos primeras, y también en la última. El desenlace de las otras había sido dudoso, y ambos bandos habían sufrido numerosas bajas. Cinco años de guerra sangrienta y, hasta el momento, ninguno de los contendientes podía anunciar que la victoria estuviera cercana.

—Sígueme —dijo Varsava—. Quiero que veas una cosa.

El cuchillero dejó el camino y ascendió por una pequeña cuesta hasta llegar junto a una jaula oxidada empotrada en el suelo. En el interior había un montón de huesos mohosos y un cráneo con restos de piel y pelo pegados.

Varsava se arrodilló junto a la jaula.

—Era Vashad, el conciliador —dijo—. Lo cegaron y le cortaron la lengua. Después, lo encadenaron aquí hasta que murió de hambre.

—¿Cuál fue su crimen?

—Ya te lo he dicho: era un conciliador. En este mundo de guerra y violencia no hay lugar para hombres como Vashad.

Varsava se sentó y se quitó el sombrero. Druss se descolgó el morral del hombro y se sentó junto a él.

—Pero ¿por qué lo mataron de ese modo? —preguntó.

Varsava sonrió, pero en sus ojos no había ni una pizca de humor.

—Has visto tanto y sabes tan poco, Druss... El guerrero vive para la gloria y el combate, midiéndose con sus pares y enfrentándose a la muerte. Le gusta verse como un noble, y le permitimos semejante vanidad porque lo admiramos; escribimos romances sobre él y contamos historias sobre su grandeza. Piensa en las leyendas drenai. ¿Cuántas se refieren a pacificadores o a poetas? Son historias de héroes, de hombres cuyo entorno está compuesto de sangre y matanzas. Vashad era un filósofo; creía en lo que él llamaba la «nobleza del hombre». Era un espejo, y cuando los guerreros se miraban en sus ojos se veían a sí mismos: veían, allí reflejados, quiénes eran de verdad. Veían la oscuridad, el salvajismo, la ambición y la enorme estupidez de sus vidas. No les bastaba con matarlo: tenían que destrozar el espejo. De modo que le sacaron los ojos, le arrancaron la lengua y lo dejaron aquí... y aquí yace.

—¿Quieres enterrarlo? Te ayudaré.

—No —dijo Varsava, con voz triste—. No quiero enterrarlo. Dejemos que otros lo vean y sepan lo insensato que es tratar de cambiar el mundo.

—¿Lo mataron los hazañitas?

—No; fue asesinado mucho antes de la guerra.

—¿Era tu padre?

Varsava negó con la cabeza y endureció el gesto.

—No lo conocí. Sólo traté con él el tiempo necesario para arrancarle los ojos —dijo, mirando atentamente a Druss para estudiar su reacción—. En esa época era soldado. Esos ojos, Druss... Eran grandes y brillantes, azules como el cielo de verano. Y lo último que vieron fue mi cara, y el hierro candente que los quemó.

—Y ahora te persigue su imagen.

Varsava se puso en pie.

—Sí, me persigue —reconoció—. Fue un acto horrible, Druss. Pero ésas eran mis órdenes y las cumplí como buen ventriano. Inmediatamente después renuncié a mi cargo y dejé el ejército. —Miró a Druss a los ojos—. ¿Qué habrías hecho en mi lugar?

—No habría estado en tu lugar —contestó, poniéndose el morral al hombro.

—Imagina que hubieras estado. ¡Contéstame!

—Me habría negado.

—Ojalá lo hubiera hecho —dijo Varsava.

Los dos hombres volvieron al sendero y caminaron en silencio durante casi una legua. Después, el cuchillero se sentó a un lado del camino. Las montañas se alzaban a su alrededor, altas e imponentes, y se oía el viento que soplaba entre las cumbres. Sobre ellos, dos águilas volaban en círculos.

—¿Me desprecias, Druss? —preguntó Varsava.

—Sí —reconoció el hachero—, pero también te aprecio.

Varsava se encogió de hombros.

—Valoro la sinceridad; a veces también me desprecio yo mismo. ¿Alguna vez has hecho algo de lo que te avergüences?

—Aún no, pero en Ectanis estuve cerca.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Varsava.

—La ciudad llevaba varias semanas bajo asedio, y cuando llegó el ejército ya se había abierto un paso en las murallas. Me uní al primer asalto y maté a muchos defensores. Entonces, sediento de sangre, me abrí paso hasta los barracones. Un niño cargó contra mí. Empuñaba una lanza y, antes de que pudiera pensar en lo que hacía, lo golpeé con el hacha. El chico resbaló y lo alcanzó la parte plana de la hoja, así que sólo quedó inconsciente. Pero yo había tratado de matarlo. Si lo hubiera conseguido, jamás me lo habría perdonado.

—¿Y eso es todo?

—Es suficiente —aseguró Druss.

—¿Nunca has violado a una mujer? ¿Ni has asesinado a un hombre desarmado? ¿Nunca has robado?

—No. Y nunca lo haré.

Varsava se puso en pie.

—Eres un hombre extraño, Druss. Creo que este mundo te odiará o te venerará.

—No me importa lo que piensen los demás —dijo él—. ¿Está muy lejos la fortaleza?

—A dos días de aquí. Acamparemos en los pinares altos; hará frío, pero el aire es maravillosamente puro. Por cierto, aún no me has dicho por qué te ofreciste a ayudarme.

—Es verdad, no te lo he dicho —contestó Druss, con una sonrisa—. Ahora, busquemos un sitio para acampar.

Avanzaron por un largo sendero que los llevó a un pinar que bordeaba un amplio valle. Había casas desperdigadas por el lugar, la mayoría a orillas de un riachuelo. Druss echó un vistazo a su alrededor.

—Debe de haber cincuenta casas —comentó.

—Sí. Casi todas son de campesinos. Cajivak los deja en paz porque lo aprovisionan durante los meses de invierno. Pero será mejor que acampemos en el bosque; Cajivak debe de tener espías en la aldea, y no quiero que se entere de que estamos aquí.

Los dos hombres salieron del camino y se refugiaron entre los árboles. Allí, el viento soplaba con menos fuerza, y caminaron en busca de un lugar para acampar. El paisaje era similar al de las montañas de su patria, y Druss no pudo evitar pensar en los días felices junto a Rowena. Cuando había salido a buscarla con Shadak estaba seguro de que en pocos días volverían a estar juntos. Cuando viajaba a bordo del Hijo del Trueno creía que su búsqueda estaba a punto de acabar. Pero el paso de los meses y de los años había minado su confianza. Aunque sabía que nunca dejaría de buscarla, no podía evitar preguntarse para qué. Quizá Rowena estaba casada, tenía hijos o había encontrado la felicidad sin él. En tal caso, ¿qué ocurriría si volviese a aparecer en su vida?

Sus pensamientos fueron interrumpidos por unas risas que sonaron entre los árboles. Varsava se detuvo y se apartó sigilosamente del camino, y Druss lo siguió. Delante y a la izquierda se abría una hondonada por la que corría un arroyo. En el centro, un grupo de hombres arrojaba cuchillos a un tronco, en el cual había un anciano atado con los brazos abiertos. Tenía un rasguño en la cara, heridas en los brazos y un cuchillo clavado en el muslo. Druss comprendió que los hombres estaban jugando con el viejo, usándolo de diana. Más a la derecha, otros tres hombres forcejeaban con una muchacha, que gritaba mientras le desgarraban el vestido y la tiraban al suelo. Druss se quitó el morral y se dispuso a bajar la cuesta, pero Varsava lo sujetó por un brazo.

—¿Qué haces? —preguntó—. ¡Hay diez hombres ahí!

Druss no le hizo caso; avanzó entre los árboles y se situó detrás de los siete lanzadores de cuchillos que, concentrados en su víctima, no se percataron de su aproximación. Druss estiró los brazos, cogió por el cuello a los dos que tenía más cerca e hizo chocar sus cabezas. Se oyó un crujido horrible y los dos hombres se desplomaron sin emitir un quejido. Un tercero se volvió al oír el golpe, pero, antes de que lograse reaccionar, un guantelete tachonado de plata se estrelló en su boca y le hizo saltar los dientes. El cuchillero salió disparado hacia atrás, inconsciente, y se estrelló contra uno de sus camaradas. Otro guerrero se abalanzó sobre Druss dispuesto a clavarle un cuchillo en el estómago, pero Druss apartó el arma de un manotazo y le asestó un puñetazo en la mandíbula. Los demás guerreros se le echaron encima, y una hoja de acero le atravesó el jubón, rasguñándole el costado. Druss cogió a uno de los atacantes y le dio un cabezazo. A continuación se giró y golpeó poderosamente a otro con el dorso de la mano. El hombre rodó por el suelo, intentó levantarse y acabó recostándose contra un árbol, perdiendo todo interés en la pelea.

Mientras forcejeaba con otros dos, Druss oyó un grito aterrador. Sus agresores se quedaron inmóviles, y el hachero aprovechó para liberar un brazo y dar un fuerte puñetazo en el cuello de uno de los hombres. El otro lo soltó y salió corriendo de la hondonada.

Los ojos claros de Druss inspeccionaron el lugar en busca de nuevos adversarios, pero sólo Varsava estaba en pie, con su enorme cuchillo chorreando sangre y dos cadáveres tendidos ante él. Tres de los hombres a los que Druss había golpeado yacían donde habían caído, y el que había abofeteado seguía sentado junto al árbol. Druss caminó hacia él y lo obligó a levantarse.

—¡Hora de irse, chico!

—¡No me mates! —suplicó el hombre.

—¿Quién ha dicho nada de matarte? ¡Largo de aquí!

El hombre se marchó, tambaleándose, y Druss se acercó al anciano atado al tronco. Sólo una de sus heridas era profunda. Druss lo desató y lo ayudó a recostarse. Le extrajo el cuchillo del muslo con cuidado, mientras Varsava se unía a ellos.

—Esto hay que suturarlo —dijo—. Voy a buscar el morral.

El viejo forzó una sonrisa.

—Os lo agradezco, amigos. De no ser por vosotros, me habrían matado. ¿Dónde está Dulina?

Druss miró a su alrededor, pero no había rastro de la muchacha.

—No estaba herida —afirmó—. Creo que ha huido cuando ha empezado la pelea.

Druss le hizo un torniquete en el muslo herido, se puso en pie y se alejó para inspeccionar a sus adversarios. Los dos hombres que había atacado Varsava estaban muertos, igual que uno de los que había golpeado él: le había roto el cuello. Los dos restantes estaban inconscientes. Druss les dio la vuelta, los sacudió para despertarlos y los levantó de un tirón. Uno de los hombres volvió a caer.

—¿Quién eres? —preguntó el que seguía de pie.

—Druss.

—Cajivak te matará por esto. Yo en tu lugar me iría de las montañas.

—No estás en mi lugar, chico, y yo iré adonde me plazca. Ahora llévate a tu amigo a casa.

Druss levantó al caído y los observó mientras salían de la hondonada. Cuando Varsava regresó con el morral, lo acompañaba una joven, que trataba de arreglarse el vestido roto.

—Mira lo que he encontrado —dijo Varsava—. Estaba escondida entre las matas.

Druss gruñó. Sin hacer caso de la muchacha, fue hasta el arroyo. Se arrodilló y bebió.

De haber tenido a Snaga, el lugar estaría en aquel momento cubierto de cadáveres y sangre. Se sentó y contempló el arroyo.

Al perder el hacha, Druss se había sentido como si se hubiera quitado una losa de encima. El sacerdote de Capalis estaba en lo cierto: el arma estaba endiablada. Druss había sentido que su poder crecía en el ardor de la batalla; había disfrutado del vértigo, del ansia de sangre que lo arrastraba como un maremoto. Pero cuando terminaba el combate lo cubría una profunda sensación de vacío y desencanto; la comida más especiada le parecía insulsa, y los días de verano, grises y descoloridos.

Un día en las montañas, los hazañitas lo habían atacado estando solo. Había logrado matar a cinco de ellos, pero otros cincuenta hombres lo habían perseguido entre los árboles. Había tratado de descolgarse por el acantilado, pero al sujetar el hacha con una mano, su descenso era lento y torpe. Cuando se despeñó giró en el aire para tratar de zambullirse de cabeza en el agua, pero erró el cálculo y cayó de espaldas, con un golpe que le cortó la respiración. El río estaba crecido y la corriente lo había arrastrado casi una legua antes de que pudiera aferrarse a una raíz que crecía desde la orilla. Había salido del agua y se había sentado, como en aquel momento, contemplando el río.

Snaga había desaparecido.

Y Druss se sentía liberado.

—Gracias por ayudar a mi abuelo —dijo una voz delicada, y él se volvió y sonrió.

—¿Te han hecho daño?

—Sólo un poco —afirmó Dulina—. Me han golpeado en la cara.

—¿Cuántos años tienes?

—Doce, casi trece.

Era una niña preciosa, de grandes ojos color avellana y pelo castaño claro.

—Bueno, ahora se han ido. ¿Eres de la aldea?

—No. Mi abuelo es hojalatero. Vamos de pueblo en pueblo, y afila cuchillos y arregla cosas. Es muy habilidoso.

—¿Dónde están tus padres?

—Nunca he tenido a nadie, salvo a mi abuelo —respondió con un encogimiento de hombros—. Eres muy fuerte, ¡pero estás sangrando!

—Me curo con rapidez, chiquilla —dijo Druss, riendo entre dientes. Se quitó el jubón y se examinó la herida de la cadera. Tenía un tajo en la piel, pero el corte no era profundo.

Varsava se reunió con ellos.

—Habría que coser eso, gran héroe —dijo. Su voz sonaba irritada.

La sangre seguía manando de la herida. Druss se echó hacia atrás y permaneció tumbado mientras Varsava, con poca delicadeza, lo suturaba con una aguja curvada. Cuando terminó, el cuchillero se puso en pie.

—Será mejor que nos vayamos de aquí y regresemos a Lania —dijo—. Creo que nuestros amigos no tardarán en volver.

Druss se puso el jubón.

—¿Y qué hay de la fortaleza y de tus mil monedas de oro?

Varsava sacudió la cabeza con incredulidad.

—Esta... aventura... tuya ha echado por tierra todos mis planes. Tendré que volver a Lania y reclamar mis cien monedas de oro por localizar al chico. En cuanto a ti, puedes ir a donde quieras.

—Te rindes muy fácilmente, cuchillero. Hemos partido unas cuantas cabezas. ¿Y qué? Cajivak tiene cientos de hombres; no se fijará en todas las peleas en las que se metan.

—No es Cajivak quien me preocupa, Druss. Eres tú. No he venido a rescatar doncellas ni a matar dragones, o lo que sea que hagan los héroes legendarios. ¿Qué pasará cuando entremos en la ciudadela y veas a alguna... víctima indefensa? ¿Podrás pasar de largo? ¿Podrás ceñirte al plan que tracemos para cumplir nuestra misión?

—No. Nunca pasaré de largo —contestó tras pensar un momento.

—Lo sabía. ¡Maldita sea! ¿Qué tratas de demostrar, Druss? ¿Quieres más cantares que hablen de ti? ¿O sólo quieres morir joven?

—No tengo nada que demostrar, Varsava. Y quizá muera joven, pero nunca me miraré en un espejo y me avergonzaré por haber dejado que un anciano sufriera o que una niña fuera violada. Jamás me perseguirá la muerte injusta de un conciliador. Haz lo que quieras, Varsava. Guía a estos dos a Lania. Yo iré a Valia.

—Te matarán.

Druss se encogió de hombros.

—Todos morimos. No soy inmortal.

—No, sólo eres estúpido —le espetó Varsava.

El cuchillero giró y se alejó.

Michanek apoyó la espada ensangrentada en una almena, se desató las cintas del casco de bronce y disfrutó de la brisa que le refrescaba la cabeza empapada de sudor. El ejército ventriano se había replegado desordenadamente, abandonando frente al portón un enorme ariete y un montón de cadáveres. Michanek fue a la parte trasera de las murallas y dio órdenes al pelotón que estaba debajo.

—Abrid el portón y traed ese maldito ariete —gritó. Después, sacó un trapo del cinturón, limpió la espada y la envainó.

El cuarto ataque había sido repelido; aquel día no habría más combates. Sin embargo, eran pocos los hombres ansiosos por dejar la muralla. En la ciudad, la peste estaba diezmando a la población civil. «No —pensó—, es peor que un diezmo.» Muchas más que una de cada diez personas estaban sufriendo los efectos.

Gorben no había construido una presa en el río, sino que lo había infestado de desechos; desde animales muertos, hinchados y comidos por los gusanos, hasta comida podrida, y había rematado la faena con las deposiciones de un ejército de once mil hombres. No era de extrañar que la enfermedad se hubiese cebado en la población.

Aún podían obtener agua de los pozos artesianos, pero nadie sabía cuán profundos eran ni hasta cuándo duraría la reserva. Michanek miró al cielo; no había ni una nube a la vista, y hacía casi un mes que no llovía.

Un joven oficial se acercó a él.

—Doscientos hombres con heridas leves, sesenta muertos, y otros treinta y tres que no volverán a pelear —dijo.

Michanek asintió, con los pensamientos en otra parte.

—¿Qué hay de la ciudad, hermano? —preguntó.

—La peste está cediendo. Ayer sólo hubo setenta muertos, la mayoría niños y ancianos.

Michanek se puso en pie y sonrió.

—Tus hombres han combatido muy bien hoy —lo felicitó, dando una palmada en el hombro de su hermano—. Me ocuparé de informar al emperador cuando regresemos a Naashan.

El hombre no respondió, pero cuando lo miró a los ojos, Michanek supo que estaban pensando lo mismo: «Si regresamos a Naashan».

—Descansa un poco, Narin —añadió—. Pareces agotado.

—Tú también, Michi. Y yo sólo he estado durante los dos últimos ataques; tú estás aquí desde antes del amanecer.

—Sí, estoy cansado. Patái me animará; siempre lo hace.

Narin sonrió.

—Jamás habría imaginado que un amor te duraría tanto. ¿Por qué no te casas con ella? No encontrarás una esposa mejor. En la ciudad la adoran. Ayer recorrió el barrio más pobre sanando a los enfermos. Es increíble; es más hábil que ninguno de los médicos. Parece que le basta con apoyar las manos sobre un moribundo para que sus males desaparezcan.

—Suenas como si estuvieras enamorado de ella —dijo Michanek.

—Creo que lo estoy... un poco... —reconoció Narin, ruborizándose—. ¿Sigue teniendo esos sueños?

—No —mintió Michanek—. Hasta esta tarde.

Michanek bajó la escalera de la almena y caminó por las calles que lo llevaban a su hogar. Casi todas las casas tenían la cruz blanca de tiza que indicaba la presencia de la peste. El mercado estaba desierto, y los puestos, vacíos. Todo estaba racionado; la comida, cuatro onzas de harina y una libra de fruta seca, se repartía diariamente en los almacenes oriental y occidental.

«¿Por qué no te casas con ella?»

Por dos motivos que Michanek nunca podría revelar. El primero era que ya estaba casada con otro, aunque ella no lo supiera. Y el segundo, que el matrimonio sería su sentencia de muerte. Rowena había predicho que moriría allí, con Narin a su lado, un año después del día de su boda.

La mujer ya no recordaba su predicción; el trabajo de los hechiceros había dado resultado. Rowena había perdido el Talento y todos los recuerdos de su juventud en las tierras de Drenai. Michanek no se sentía culpable por ello. El Talento la había destrozado, y ahora por lo menos sonreía y era feliz. Sólo Pudri sabía toda la verdad, y era lo bastante sensato para guardar el secreto.

Michanek giró en la avenida de los Laureles y abrió las puertas de su casa. Ya no había jardineros, y los parterres estaban llenos de malas hierbas. La fuente ya no funcionaba, y el estanque se había secado y agrietado. Cuando entró en la casa, Pudri corrió hacia él.

—Señor, daos prisa, ¡es Patái!

—¿Qué ocurre? —gritó Michanek, agarrando al hombrecillo de la túnica.

—La peste, señor —susurró, con lágrimas en los ojos—. La peste.

Varsava encontró una cueva en la cara norte de la montaña; era profunda y estrecha, y se adentraba en espiral. Encendió una pequeña fogata cerca de la pared del fondo, debajo de una grieta en la roca que creaba una chimenea natural. El anciano, a quien Druss había cargado hasta la caverna, se había quedado dormido junto a la niña. Después de comprobar que el brillo del fuego no se podía ver desde el exterior, Varsava se sentó en la boca de la cueva con la mirada fija en la oscuridad del bosque.

Druss se reunió con él.

—¿Por qué estás tan molesto, cuchillero? ¿No te alegra un poco haberlos rescatado?

—En absoluto —replicó Varsava—. Pero, a fin de cuentas, nadie escribe canciones sobre mí. Sólo me protejo.

—Eso no explica tu enfado.

—No sé cómo explicarlo para que entre en tus cortas entendederas. ¡Por la sangre de Borza! —exclamó, volviéndose hacia Druss—. El mundo es un lugar tan sencillo para ti... A un lado está el bien; al otro, el mal. ¿Nunca se te ha ocurrido que hay una amplia zona entre la pureza y la maldad? ¡Por supuesto que no! Lo de hoy sirve de ejemplo: el viejo podía ser un brujo depravado que bebiera sangre de niños de teta; los hombres que lo castigaban podían haber sido los padres de esos niños. No lo sabías; te limitaste a rugir y cargar contra ellos.

Varsava sacudió la cabeza y respiró profundamente.

—Te equivocas —dijo Druss, con suavidad—. He oído ese comentario antes, en boca de Sieben, de Bodasen y de otros. Reconozco que soy un hombre sencillo; apenas puedo leer algo más que mi nombre, y no entiendo los argumentos complicados. Pero no estoy ciego. El hombre atado al árbol llevaba ropa casera y vieja, y la niña, igual. No era rico, como lo sería un hechicero. ¿Y no has oído las risas de los que le tiraban cuchillos? Eran burlonas y crueles. No eran granjeros; llevaban ropa cara, y botas y zapatos de cuero. Eran bribones.

—Quizá lo fueran —reconoció Varsava—, pero a ti ¿qué más te daba? ¿Acaso piensas recorrer el mundo remediando injusticias y protegiendo a los inocentes? ¿Es ésa tu ambición en la vida?

—No, aunque no sería una mala ambición.

Druss guardó silencio un rato, sumido en sus pensamientos. Shadak le había dado un código, y le había recalcado que, sin una disciplina férrea, pronto sería tan malvado como cualquier rufián. A aquello se sumaba el que Bress, su padre, se había pasado toda la vida soportando la terrible carga de ser el hijo de Bardan. Y por último estaba el mismo Bardan, al que un demonio había convertido en uno de los villanos más odiados y vilipendiados de la historia. Las vidas, las palabras y las acciones de aquellos tres hombres habían creado al guerrero que estaba sentado junto a Varsava. Pero Druss no tenía palabras para explicarlo, y le sorprendía desear tenerlas, porque nunca había sentido la necesidad de explicárselo a Sieben ni a Bodasen.

—No tenía elección —añadió al fin.

—¿No tenías elección? —repitió Varsava—. ¿Por qué?

—Porque estaba ahí, y no había nadie más.

Al ver la incomprensión en los ojos de Varsava, Druss se volvió y contempló el cielo nocturno. Sabía que no tenía sentido, pero también sabía que se sentía bien por haber rescatado a la joven y al anciano. Tal vez no tuviera sentido, pero era lo correcto.

Varsava se puso en pie y regresó al fondo de la cueva, dejándolo solo. En la ladera de la montaña soplaba un viento frío, y el olor del aire anunciaba lluvia. El hachero recordó otra noche fría, en la que Bress y él habían acampado en las montañas de Lentria. Druss tenía siete u ocho años y era infeliz. Unos hombres le habían gritado a su padre y se habían congregado en la puerta del taller que Bress había montado en una aldea. El chico había esperado que su padre saliera y los hiciera pedazos, pero en vez de enfrentarse a ellos, Bress había reunido unas pocas pertenencias al caer la noche y se había llevado a su hijo a las montañas.

—¿Por qué estamos huyendo? —le había preguntado Druss.

—Porque hablarán mucho, y después vendrán a prendemos fuego.

—Deberías haberlos matado.

—Eso no habría sido justo —le había replicado su padre—. Casi todos son buenas personas, pero están asustados. Encontraremos un lugar en el que nadie sepa de Bardan.

—No voy a huir eternamente —había afirmado el chico, y Bress había suspirado. Justo entonces, un hombre se había acercado a la fogata. Era viejo y estaba calvo, e iba cubierto de harapos, pero tenía unos ojos brillantes y sagaces.

—¿Puedo compartir vuestro fuego? —había preguntado. Bress lo había invitado a sentarse, y le había ofrecido un poco de cecina y una infusión que el hombre había aceptado agradecido. Druss se había quedado dormido mientras los dos hombres hablaban, pero se había despertado varias horas más tarde. Bress estaba dormido, pero el otro hombre cuidaba el fuego. Druss se había levantado y había ido a sentarse con él.

—¿Te da miedo la oscuridad, chico?

—No me da miedo nada —le había contestado Druss.

—Eso es bueno —respondió el viejo—. En cambio, a mí, sí. Me da miedo la oscuridad; me da miedo el hambre; me da miedo la muerte. Toda mi vida he tenido miedo de una cosa o de otra.

—¿Por qué? —había preguntado el niño, intrigado.

El viejo había soltado una carcajada.

—¡Buena pregunta! Ojalá pudiera contestarla.

El hombre había cogido unas ramitas y las había echado al fuego, y Druss había visto que tenía el brazo lleno de cicatrices.

—¿Cómo te las hiciste?

—He sido soldado toda mi vida, hijo. He luchado contra los nadir, los vagrianos y los sathuli. Contra piratas y contra forajidos. Elige al enemigo que quieras, he peleado con todos.

—Pero dices que eres un cobarde.

—Yo no he dicho eso, muchacho. He dicho que tenía miedo. Existe una diferencia. Un cobarde es un hombre que sabe lo que está bien, pero teme hacerlo; el mundo está lleno de tipos así. Son fáciles de reconocer: hablan en voz muy alta, fanfarronean mucho y, si tienen la oportunidad, pueden ser terriblemente crueles.

—Mi padre es un cobarde —había dicho Druss, apenado.

El viejo se había encogido de hombros.

—Si lo es, chico, es el primero que ha conseguido engañarme en mucho, mucho tiempo. Y si lo dices porque huyó de la aldea, hay momentos en los que escapar es lo más valiente que un hombre puede hacer. Una vez conocí a un soldado que bebía como una esponja, siempre estaba en celo como un gato callejero y se peleaba con todo lo que caminaba, se arrastraba o nadaba. Pero descubrió la religión y se convirtió en sacerdote de la Fuente. Cuando un hombre al que una vez había derrotado en una pelea lo vio caminando por la calle en Drenan, se acercó y le pegó tal puñetazo en la cara que lo hizo caer. Yo estaba ahí. El sacerdote se puso en pie... y se detuvo. Quería pelear; todo en él quería pelear. Pero recordó lo que era y se contuvo. Se le saltaron las lágrimas de pura rabia.

Y se alejó. Por los dioses, chico, para eso hace falta mucho coraje.

—No creo que eso sea coraje.

—Tampoco lo creyó ninguno de los que estaban mirando. Pero espero que con el tiempo aprendas una cosa: aunque un millón de personas crea una estupidez, no dejará de ser una estupidez.

La mente de Druss volvió al presente. No sabía por qué se había acordado de aquel encuentro, pero el recuerdo lo había dejado triste y desanimado.