El barco se alejaba lentamente del puerto con la marea de la tarde; el oleaje golpeaba suavemente el casco. Rowena estaba de pie en la cubierta de popa, con el menudo Pudri a su lado. Por encima de ambos, y sin que se percatasen de su presencia en la alta plataforma del timón, Kabuchek, el mercader ventriano, alto y cadavéricamente delgado, observaba el muelle. Había visto cómo caía Collan bajo el acero de un espadachín desconocido, y cómo el gigantesco guerrero drenai luchaba contra los hombres de Collan.
«Interesante —pensó—. Lo que los hombres son capaces de hacer por amor.»
Los pensamientos del mercader retrocedieron a su juventud en Varsipis y al deseo que había sentido por la joven doncella Harenini. «¿La amé —se preguntó—, o sólo se trata de que el tiempo ha coloreado los grises días de la juventud?»
El barco cortaba las olas mientras se acercaba a la boca del puerto y a la marea creciente del otro lado. Kabuchek miró a la joven; Collan se la había vendido barata. ¿Cinco mil monedas de plata por un talento como aquél? Ridículo. Se había preparado para encontrarse ante un charlatán o un hábil embaucador, pero la joven lo había tomado de la mano, lo había mirado a los ojos y había dicho una sola palabra: «Harenini». Kabuchek apenas había podido disimular su sorpresa. No había oído aquel nombre en veinticinco años y, desde luego, no había forma de que aquel pirata de Collan supiese algo sobre su capricho juvenil. Aunque ya estaba convencido de la capacidad de la joven, Kabuchek siguió haciéndole preguntas; por último se dirigió a Collan.
—Al parecer tiene cierta habilidad —dijo—. ¿Cuánto pides por ella?
—Cinco mil.
Kabuchek se dirigió a su criado, el eunuco Pudrí.
—Págale —ordenó, reprimiendo una sonrisa de triunfo y regocijándose ante la expresión de contrariedad que apareció en el rostro de Collan—. La llevaré al barco personalmente.
Ahora, al darse cuenta de hasta dónde había sido capaz de llegar el hachero, se felicitó por su perspicacia. Oyó la suave voz de Pudri dirigiéndose a la muchacha.
—Espero que tu esposo no haya muerto —dijo Pudri. Kabuchek dirigió la mirada hacia el muelle y vio a dos guerreros que se arrodillaban junto al cuerpo inmóvil del hachero.
—Vivirá —dijo Rowena con lágrimas en los ojos—. Y me seguirá.
«Si lo hace —pensó Kabuchek—, lo haré matar.»
—Su amor por ti es grande, Patái —dijo Pudri en tono tranquilizador—. Como ha de ser entre marido y mujer. Aunque no ocurre así a menudo. Yo mismo tuve tres esposas y ninguna de ellas me quiso. Claro que un eunuco no es el compañero ideal.
La joven contempló las pequeñas figuras en el muelle hasta que el barco salió del puerto y las luces de Mashrapur se convirtieron en pequeños destellos titilantes. Suspiró y se sentó en un banco junto a la borda, con la cabeza baja y las lágrimas cayéndole de los ojos.
Pudri se sentó a su lado y le pasó un delgado brazo por los hombros.
—Sí —susurró—, las lágrimas son buenas. Muy buenas.
Palmeó la espalda de la joven como si fuese una niña y siguió consolándola en voz baja.
Kabuchek bajó por los escalones de la plataforma del timón y se acercó a ellos.
—Llévala a mi camarote —le ordenó a Pudri.
Rowena levantó la mirada hacia el severo rostro de su nuevo dueño. El hombre tenía una nariz larga y ganchuda como el pico de un águila, y su piel era la más oscura que había visto en su vida; casi negra. Los ojos, sin embargo, eran azules y brillaban bajo las espesas cejas. A su lado, Pudri se puso en pie y la ayudó a levantarse, y ambos siguieron al comerciante ventriano, bajando las escaleras hasta el camarote de popa. En el interior había lámparas encendidas, colgadas de ganchos de bronce sujetos a las bajas vigas de roble.
Kabuchek se sentó tras una mesa de caoba pulida.
—Echa las runas para ver cómo irá el viaje —le ordenó a Rowena.
—Yo no echo las runas —respondió ella—. No sabría cómo hacerlo.
El mercader agitó la mano desdeñosamente.
—Haz lo que sea que hagas, mujer. La mar es una amante traicionera y necesito saber cómo será la travesía.
Rowena se sentó frente a él.
—Dame la mano —pidió.
Kabuchek se inclinó hacia delante y le dio una bofetada. No fue un golpe fuerte, pero hizo que le escociese la piel.
—Siempre te dirigirás a mí como amo —dijo, aunque su tono no era de enfado. Los ojos azules del hombre escrutaron la expresión de Rowena en busca de signos de ira o desafío, pero se encontró ante unos tranquilos ojos castaños que parecían evaluarlo a él. Para su sorpresa, sintió el impulso de pedir disculpas por la bofetada, lo que era ridículo. No tenía la intención de hacerle daño; se trataba de un sencillo método para establecer su autoridad; él era el propietario de la mujer. Se aclaró la garganta.
—Espero que aprendas rápidamente las costumbres ventrianas. Se te cuidará y se te alimentará bien. Tus aposentos serán cómodos; cálidos en invierno y frescos en verano. Pero entiende esto: eres una esclava y yo soy tu dueño. Eres una propiedad. ¿Entiendes?
—Entiendo... amo —respondió la joven. Había enfatizado ligeramente el título, pero sin insolencia.
—Muy bien. Pasemos a los asuntos importantes —dijo, y extendió la mano.
Rowena le tocó la palma. Al principio sólo alcanzó a ver detalles del pasado reciente del hombre; los tratos con los traidores que habían asesinado al emperador de Ventria, uno de los cuales era un hombre con rostro de halcón. Kabuchek estaba arrodillado ante él y había sangre en la manga del hombre. En la mente de la joven tomó forma un nombre: Shabag.
—¿Qué estás diciendo? —siseó Kabuchek.
Rowena parpadeó y se dio cuenta de que debía de haber dicho el nombre en voz alta.
—Veo a un hombre alto con una manga manchada de sangre. Estáis arrodillado ante él...
—¡El futuro, chica! ¡No el pasado!
De la cubierta llegó un fuerte sonido de aleteo, como si una gran bestia voladora descendiese desde el cielo. Rowena se sobresaltó.
—Es sólo la vela mayor —dijo Kabuchek—. ¡Concéntrate, chica!
Rowena cerró los ojos y dejó volar su mente. Podía ver el barco, desde arriba, flotando en un mar tranquilo bajo un brillante cielo azul. Después, en su campo de visión entró otro barco, un trirreme. Las tres filas de remos hacían saltar espuma blanca mientras el barco cortaba las olas en dirección a ellos. Rowena se acercó flotando. La cubierta del trirreme estaba repleta de hombres armados.
Alrededor del trirreme nadaban unas figuras de color gris plateado; peces grandes, de unos veinte codos de largo, con aletas como puntas de lanza que cortaban la superficie del agua. Rowena vio chocar los barcos; vio a hombres cayendo al agua y a los estilizados peces grises dirigiéndose hacia ellos. La sangre tiñó el mar, y observó los puntiagudos dientes de los peces; vio cómo rasgaban, desmembraban y hacían pedazos a los indefensos marineros que habían caído al agua.
La batalla en la cubierta del barco fue breve y encarnizada. Se vio a sí misma y a Pudri, y a la alta figura de Kabuchek subiendo a la borda de popa y saltando al mar.
Los peces asesinos lo rodearon y se acercaron.
Rowena no pudo seguir mirando; se obligó a volver al presente y abrió los ojos.
—¿Y bien? ¿Qué has visto? —dijo Kabuchek.
—Un trirreme con velas negras, amo.
—Earin Shad —susurró Pudrí; tenía el rostro pálido y el miedo asomaba a sus ojos.
—¿Conseguimos escapar? —preguntó Kabuchek.
—Sí —dijo Rowena con la voz apagada y el espíritu lleno de desesperación—. Escapamos de Earin Shad.
—Excelente. Esto me satisface —anunció Kabuchek. Miró a Pudri—. Llévala a su camarote y dale de comer. Está pálida.
Pudrí guió a Rowena por el estrecho pasillo hasta llegar a una pequeña puerta. La abrió y entró.
—La cama es muy pequeña, pero tú no eres demasiado grande. Creo que bastará, Patái.
Rowena asintió sin decir nada y se sentó.
—Has visto más de lo que le has contado al amo —dijo Pudri.
—Sí. Había peces; peces enormes. Oscuros y con dientes terroríficos.
—Tiburones —dijo Pudri, sentándose a su lado.
—Este barco se irá a pique —le dijo la joven—. Y tú y yo, y Kabuchek, saltaremos al mar. Los tiburones estarán esperando.