SEIS

Gorben se recostó en el asiento mientras Mushran, su ayuda de cámara, le afeitaba cuidadosamente la barbilla. Observó al anciano.

—¿Por qué me miras así? —le preguntó.

—Estás cansado, mi niño. Tienes ojeras y los ojos enrojecidos.

Gorben sonrió.

—Algún día me llamarás «ilustrísima» o «mi emperador». Viviré hasta ese día, Mushran.

El viejo rió entre dientes.

—Otros hombres pueden dirigirse a ti con esos términos. Pueden arrodillarse ante ti y tocar el suelo con la frente. Pero cuando yo te miro, mi niño, veo al joven que estaba antes que el hombre, y al niño que estaba antes que el joven. Te he preparado la comida y te he limpiado el culo. Y soy demasiado viejo para estrellar mi pobre cabeza en las baldosas cada vez que entras en una habitación. Además, estás cambiando de tema. Necesitas descansar más.

—¿Has olvidado que llevamos un mes bajo asedio? Debo aparecer ante los hombres; deben verme pelear o perderán el valor. Y hay suministros que organizar, raciones que establecer... cientos de tareas. Consígueme unas cuantas horas más por día y te prometo que descansaré.

—No necesitas más horas —afirmó el sirviente, limpiando la navaja—. Necesitas mejores hombres. Nebuchad es un buen chico, pero es un poco corto. Y Jasua... —Elevó los ojos al cielo—. Un maravilloso asesino, pero tiene el cerebro al lado del...

—¡Es suficiente! —dijo Gorben, amablemente—. Si mis oficiales supieran cómo hablas de ellos te asaltarían en un callejón y te matarían a golpes. Por otra parte, ¿qué opinas de Bodasen?

—Es el mejor de todos, pero, para ser justos, eso no es decir mucho.

Gorben interrumpió su réplica cuando la navaja descendió por su garganta y sintió que el afilado acero le recorría la mandíbula y el borde de la boca.

—¡Ya está! —exclamó Mushran, orgulloso—. Al menos, ahora pareces un emperador.

Gorben se levantó y se asomó por la ventana. El cuarto ataque estaba en marcha; sabía que sería repelido, pero desde donde estaba podía ver las enormes torres de asedio que estaban preparando los enemigos para usarlas al día siguiente. Se imaginaba a centenares de hombres colocándolas en posición; visualizaba las enormes rampas de ataque golpeando las almenas y oía los gritos de guerra de los guerreros hazañitas, trepando por las escalas, entrando por la rampa y lanzándose sobre los defensores. ¿hazañitas? Se rió con amargura. Dos tercios de los soldados enemigos eran ventrianos a sueldo de Shabag, uno de los sátrapas renegados. ¡Ventrianos asesinando a ventrianos! Era espantoso. Y ¿para qué? ¿Cuánto podían crecer las riquezas de Shabag? ¿Cuántos palacios podía ocupar un solo hombre? El padre de Gorben había sido débil y mal juez del carácter ajeno, pero aun así había sido un emperador preocupado por su pueblo. Cada ciudad tenía una universidad erigida con dinero del tesoro real. Había academias donde los estudiantes más sobresalientes podían aprender las artes de la medicina y escuchar las conferencias de los más destacados botánicos de Ventria. Había escuelas, hospitales y la mejor red de carreteras del continente. Sin embargo, su mayor logro había sido la formación del cuerpo de jinetes reales, que podían llevar un mensaje de una punta del imperio a otra en menos de dos semanas. Aquella capacidad de comunicación significaba que si alguna provincia sufría un desastre natural, plagas, hambrunas o inundaciones, recibiría ayuda casi de inmediato.

En aquel momento, con las ciudades conquistadas o bajo asedio, el número de muertos ascendía a cifras descomunales, las universidades estaban cerradas, y el caos de la guerra estaba destrozando todo lo que había construido su padre. Con gran esfuerzo, Gorben se obligó a contener la ira y a concentrarse en el problema inmediato de Capalis.

El día siguiente sería fundamental en el asedio. Si sus guerreros aguantaban, el enemigo comenzaría a desanimarse. Si no... Sonrió apenado. Si no, estarían acabados, y Shabag lo arrastraría ante el emperador naashanita. Gorben suspiró.

—Nunca dejes que la desesperación invada tus pensamientos —dijo Mushran—. No sirve de nada.

—Lees las mentes mejor que cualquier vidente.

—Las mentes no; las caras. Así que bórrate esa expresión tan obvia, e iré a buscar a Bodasen.

—¿Cuándo ha llegado?

—Hace una hora. Le he dicho que esperase, que necesitabas afeitarte y descansar.

—En una vida pasada debiste de ser una madre maravillosa —dijo Gorben.

Mushran soltó una carcajada y salió de la habitación. Un momento después, regresó con Bodasen.

—El general Bodasen, ilustrísima, mi emperador —anunció con una reverencia. Acto seguido, retrocedió y cerró la puerta al salir.

—¡No sé por qué toleráis a ese hombre, mi señor! —manifestó Bodasen—. Es un insolente.

—¿Querías verme, general?

Bodasen se cuadró.

—Sí, mi señor. Anoche vino a verme Druss, el Hachero. Tiene un plan relacionado con las torres de asedio.

—Sigue.

Bodasen carraspeó.

—Quiere atacarlas.

Gorben observó detenidamente al general, notando el rubor de sus mejillas.

—¿Atacarlas?

—Sí, señor. Esta noche, protegidos por la oscuridad. Propone que ataquemos el campamento enemigo e incendiemos las torres.

—¿Crees que es viable?

—No, mi señor... bueno... tal vez. Vi a este hombre atacar un trirreme corsario y obligar a cincuenta hombres a deponer las armas. No sé si esta vez puede triunfar, pero...

—Sigo escuchando.

—No tenemos alternativa. Tienen treinta torres de asedio, señor. Tomarán la muralla y no podremos contenerlos.

Gorben se sentó en un sillón.

—¿Cómo piensa incendiarlas? ¿Y qué cree que hará el enemigo mientras tanto? La madera es gruesa y vieja, y está curada. No será fácil derribarlas; hará falta mucho fuego.

—Lo sé, mi señor. Pero Druss dice que los hazañitas estarán demasiado ocupados para pensar en las torres —respondió Bodasen. Carraspeó antes de seguir—. Pretende atacar el centro del campamento, matar a Shabag y a los otros generales, y desatar un caos suficiente para permitir que un grupo de hombres salga a hurtadillas de Capalis y encienda fogatas bajo las torres.

—¿Cuántos hombres ha pedido para hacerlo?

—Doscientos. Dice que ya los ha escogido.

—¿Ya los ha escogido? ¿Él?

Bodasen bajó la mirada.

—Goza de muchas... simpatías, mi señor. Ha peleado a diario y conoce bien a muchos de los hombres. Lo respetan.

—¿Ha elegido a algún oficial?

—Sólo a uno, mi señor.

—Deja que adivine. ¿Tú?

—Sí, mi señor.

—¿Y estás dispuesto a liderar esta... empresa delirante?

—Así es, mi señor.

—Te lo prohíbo. Pero puedes decirle a Druss que estoy de acuerdo, y que elegiré a un oficial para que lo acompañe.

Bodasen estaba a punto de protestar, pero se contuvo e hizo una reverencia antes de volverse hacia la puerta.

—General —lo llamó Gorben.

—¿Sí, mi señor?

—Estoy muy satisfecho contigo —dijo el emperador, sin mirarlo.

Después, Gorben salió al balcón y respiró el aire de la tarde. Era una brisa fresca que procedía del mar.

Shabag contempló la puesta de sol que encendía las montañas; el cielo ardía como la bóveda del Hades: profundo carmesí; naranja brillante. Se estremeció; jamás le habían gustado los atardeceres. Evocaban los finales, la inconstancia... la muerte del día.

Las torres de asedio se alzaban en una ominosa línea frente a Capalis, como gigantes monstruosos que prometían la victoria. Observó la más cercana. Al día siguiente las arrastrarían hasta la muralla, las bocas de los gigantes se abrirían y las rampas de ataque caerían sobre los muros como lenguas rígidas. Shabag hizo una pausa. ¿Cómo podía continuar la analogía? Imaginó a los guerreros trepando desde el vientre de la bestia para arrojarse contra el enemigo. Entonces rió entre dientes. Sería como el aliento de la muerte, como la bocanada de fuego de un dragón. No; más bien como un demonio vomitando ácido. Sí, pensó; así.

Las torres habían sido ensambladas con las piezas llevadas en enormes carros desde Resha, en el norte. Habían costado veinte mil monedas de oro, y Shabag seguía furioso por haber tenido que financiarlas solo. El emperador naashanita era un mezquino.

—¿Lo tendremos mañana, señor? —preguntó uno de sus ayudantes.

Shabag se concentró en el presente y se volvió hacia su equipo de oficiales. Hablaban de Gorben. Se humedeció los labios.

—Lo quiero vivo —dijo, disimulando apenas el odio en su voz. ¡Cuánto detestaba a Gorben! Cuánto despreciaba al hombre y su engreimiento atroz. Una trampa del destino le había dejado un trono que le correspondía por derecho a Shabag. Compartían los mismos ancestros, los gloriosos monarcas que habían construido un imperio sin parangón. Y el abuelo de Shabag se había sentado en aquel trono, pero había muerto en combate y sólo lo habían sobrevivido sus hijas. De modo que el padre de Gorben había ascendido por los escalones dorados y se había colocado la corona de rubíes en la cabeza.

Y desde entonces, el imperio se había estancado. En lugar de ejércitos, conquistas y gloria, había escuelas, carreteras y hospitales. ¿Y para qué? Los débiles sobrevivían para criar más alfeñiques; los campesinos estudiaban y se obsesionaban con la idea de mejorar su estado. Preguntas que nunca deberían haber sido planteadas en voz alta se debatían abiertamente en las plazas de la ciudad: ¿Con qué derecho controlan nuestras vidas las familias nobles? ¿No somos hombres libres?

«¿Con qué derecho? —pensó Shabag—. Con el derecho de la sangre; ¡con el derecho del acero y el fuego!»

Recordó con placer el día en que había rodeado la universidad de Resha con tropas armadas, después de que los estudiantes se manifestasen en contra de la guerra. Había llamado al líder, que no había salido armado con una espada, sino con un pergamino. Era un antiguo escrito de Pashtar Sen, y el muchacho lo había leído en voz alta. Shabag aún recordaba lo delicado de su voz. Era un texto elegante, trufado de ideales sobre el honor, el patriotismo y la hermandad. Pero cuando Pashtar Sen lo había escrito, los siervos conocían su lugar y los campesinos respetaban a sus superiores. Ahora, aquellos sentimientos estaban desfasados.

Shabag había dejado que el chico terminara, pues lo contrario habría sido descortés y poco apropiado para un noble. Después lo había destripado como si fuera un pescado. Oh, ¡cómo corrían los valientes estudiantes! Lástima que no tenían hacia dónde ir y habían muerto a cientos, como gusanos arrancados de una llaga. El imperio ventriano estaba decayendo bajo el mando del viejo emperador, y sólo tendría la oportunidad de recuperar su grandeza mediante la guerra.

«Sí —pensó Shabag—, los hazañitas pensarán que han ganado y yo me constituiré en un rey vasallo. Pero eso no durará mucho tiempo.

»No durará mucho tiempo...»

—Disculpad, mi señor —dijo un oficial.

Shabag se volvió hacia el hombre.

—¿Sí?

—Un barco ha partido de Capalis y se dirige al norte por la costa, con una considerable cantidad de hombres a bordo.

Shabag maldijo entre dientes.

—Gorben ha huido. Ha visto a nuestros gigantes y ha comprendido que no podía ganar.

Shabag se sintió terriblemente decepcionado, porque había estado aguardando al día siguiente con gran expectación. Volvió la vista hacia las lejanas murallas, esperando ver el heraldo que anunciaría la capitulación.

—Estaré en mi tienda —añadió—. Despiértame cuando envíen las condiciones.

—Sí, mi señor.

Shabag atravesó el campamento, furioso. Gorben podría ser capturado, o incluso asesinado, por cualquier corsario hijo de puta. Miró al cielo que oscurecía.

—¡Daría el alma por tener a Gorben ante mí!

Shabag no podía conciliar el sueño y lamentaba no haberse llevado a la esclava datiana. La joven, inocente y exquisitamente dócil, lo habría ayudado a relajarse y dormir con tranquilidad.

Se levantó de la cama y encendió dos lámparas. La huida de Gorben, si conseguía escapar de los corsarios, prolongaría la guerra. Aunque sólo un par de meses, como mucho. Al día siguiente, Capalis sería suya, y tras ella caería Ectanis. Gorben se vería obligado a replegarse a las montañas y entregarse a la misericordia de las tribus salvajes que las habitaban. Darle caza llevaría tiempo, pero no demasiado. Y sería una agradable distracción durante los sombríos meses de invierno.

Shabag pensó que después de organizar la rendición de Capalis regresaría a descansar a su palacio de Resha. Imaginó las comodidades de su hogar, los teatros, el estadio y los jardines. Los cerezos ya debían de estar en flor, dejando caer sus pétalos sobre las cristalinas aguas del lago e impregnando el aire con su dulce aroma.

Sólo había pasado un mes desde que se había sentado junto al lago con Darishan a su lado, mientras el sol brillaba sobre sus trenzas plateadas.

—¿Por qué llevas esos guantes, primo? —le había preguntado Darishan, arrojando un guijarro al agua. Un pez dorado agitó la aleta caudal ante la súbita perturbación y desapareció en aguas más profundas.

—Me gustan —respondió Shabag con un toque de irritación—. Pero no he venido a discutir mi vestimenta.

Darishan rió entre dientes.

—¿Siempre eres tan serio? Estamos al borde de la victoria.

—Dijiste lo mismo hace seis meses —replicó Shabag.

—Y tenía razón. Es como cazar a un león. Mientras está en la espesura tiene una oportunidad, pero en cuanto está en campo abierto, corriendo hacia las montañas, basta con esperar a que se quede sin fuerzas. Gorben se está quedando sin fuerzas y sin oro.

—Todavía tiene tres ejércitos.

—Empezó con siete. Dos están ahora bajo mi mando; uno, bajo el tuyo, y el cuarto ha sido aniquilado. Vamos, primo, ¿por qué eres tan pesimista?

Shabag se había encogido de hombros.

—Quiero que termine la guerra; así podré empezar a reconstruir.

—¿Cómo que podrás? Querrás decir que podremos.

—Ha sido un error sin importancia —dijo Shabag, forzando una sonrisa.

Darishan se recostó en el banco de mármol y se puso a juguetear con una de sus trenzas. Aunque aún no había cumplido cuarenta años, tenía el pelo asombrosamente cano, entre plateado y blanco, y lo llevaba trenzado con hebras de oro y cobre.

—No me traiciones, Shabag —le advirtió—. No serás capaz de derrotar a los hazañitas solo.

—Qué idea más absurda, Darishan. Tenemos la misma sangre y somos amigos.

Darishan le sostuvo fríamente la mirada durante un momento y después sonrió.

—Sí, amigos y primos. A saber dónde estará escondido hoy nuestro primo y viejo amigo Gorben.

Shabag enrojeció.

—Él nunca fue mi amigo. Yo no traiciono a mis amigos. Esos pensamientos no son dignos de ti.

—Tienes razón —convino Darishan, poniéndose en pie—. Debo marcharme a Ectanis. ¿Hacemos una pequeña apuesta sobre quién conquista primero su ciudad?

—¿Por qué no? Mil monedas de oro a que Capalis cae antes que Ectanis.

—Mil... y la esclava datiana. ¿Qué dices?

—Está bien —respondió Shabag, ocultando su irritación—. Cuídate, primo.

Se estrecharon las manos.

—Lo haré.

El canoso Darishan se volvió, pero antes de marcharse miró hacia atrás y preguntó:

—Por cierto, ¿has visto a la esclava?

—Sí, pero no me ha dicho nada útil. Creo que estafaron a Kabuchek.

—Es posible, aunque lo salvó de los tiburones y predijo que llegaría un barco. También me dijo dónde encontrar el broche de ópalo que perdí hace tres años. ¿A ti qué te ha dicho?

Shabag se encogió de hombros.

—Ha hablado de mi pasado, y ha sido interesante, pero podría haber sido instruida por Kabuchek. Cuando le he preguntado sobre la próxima campaña, ha cerrado los ojos, me ha tomado la mano, la ha sostenido tres segundos y la ha soltado sin decirme nada.

—¿Nada de nada?

—Nada que tuviera sentido. Ha dicho: «¡Está llegando!». Parecía eufórica y aterrada a la vez, y me ha aconsejado que no vaya a Capalis. Eso es todo.

Darishan asintió y pareció a punto de añadir algo, pero sonrió y se fue.

Shabag dejó de lado el recuerdo de Darishan y fue a la entrada de la tienda. El campamento estaba en silencio. Se quitó con cuidado el guante de la mano derecha. Le picaba la piel, cubierta por unas llagas rojizas que había tenido desde su adolescencia. Había ungüentos y emolientes que podían aliviarlas, pero nada había conseguido sanar la piel enferma ni eliminar las llagas que tenía en la espalda, el pecho, los muslos y las pantorrillas.

Después se quitó el guante izquierdo. La piel estaba limpia y suave. Aquélla era la mano que había sostenido la esclava.

Le había ofrecido a Kabuchek sesenta mil monedas de oro por la joven, pero el mercader las había rechazado diplomáticamente. Shabag pensó que cuando hubiera terminado la batalla, se la quitaría.

Justo cuando estaba a punto de volver a la tienda vio una hilera de soldados que marchaban lentamente hacia el campamento. La luz de la luna se reflejaba en sus armaduras. Avanzaban en columnas de a dos, con un oficial en cabeza: el hombre le parecía conocido, pero llevaba un casco con penacho y un ancho protector nasal que le dividía el rostro. Shabag se frotó los ojos para verlo mejor; no era la cara sino la forma de caminar lo que despertaba su interés. Se preguntó si sería alguno de los oficiales de Darishan y dónde lo había visto antes.

Después pensó que no tenía importancia y bajó la lona que cubría la entrada de la tienda. Acababa de apagar una de las lámparas cuando un grito desgarró el silencio. Al oír el segundo grito, Shabag corrió a la entrada y apartó la lona.

Los guerreros corrían por el campamento, hiriendo y matando a su paso. Cogieron una antorcha y la arrojaron contra la línea de tiendas. Las llamas se extendieron por la lona seca y el viento arrastró el fuego a las otras tiendas.

En medio del combate, Shabag vio a un enorme guerrero vestido de negro que blandía un hacha de doble hoja. Tres hombres corrieron hacia él, y los mató en un instante. Entonces, Shabag vio de nuevo al oficial, y el recuerdo estalló en su memoria.

Los soldados de Gorben rodearon la tienda de Shabag. Estaba montada en el centro del campo, con una zona libre alrededor para proteger la intimidad de su ocupante. Ahora estaba cercada por hombres armados.

Shabag estaba asombrado ante la velocidad con la que su enemigo había dado el golpe, pero pensó que, sin duda, no les serviría de nada. Había veinticinco mil hombres acampados alrededor de la ciudad sitiada. ¿Cuántos enemigos había allí? ¿Doscientos? ¿Trescientos? ¿Qué creían que podían conseguir, salvo matarlo a él? ¿Y de qué les serviría, si morirían en el acto?

Perplejo, se puso en pie y permaneció como un espectador pasivo y silencioso mientras se libraba la batalla y se extendía el fuego. No podía apartar la vista del sombrío hachero cubierto de sangre, que mataba con una eficacia estremecedora y sin el menor esfuerzo. Sonó un cuerno; una serie de notas estridentes que se elevaron por encima de los sonidos del combate, y Shabag se sobresaltó. El cometa estaba tocando la señal de tregua y los soldados se replegaron, momentáneamente desconcertados. Shabag quería gritarles a sus hombres que pelearan, pero no podía hablar. El miedo lo paralizaba. El silencioso círculo de soldados lo rodeaba, con sus espadas brillando a la luz de la luna. Tenía la impresión de que si osaba moverse se lanzarían sobre él como perros de presa. Tenía la boca seca y le temblaban las manos.

Dos hombres hicieron rodar un barril hasta el centro del círculo, lo enderezaron y comprobaron la parte superior. El oficial enemigo se adelantó y se subió al barril, mirando hacia las tropas de Shabag. El sátrapa sintió el amargor de la bilis en la garganta.

El oficial se quitó la capa; las llamas se reflejaron en la coraza dorada mientras se sacaba el casco.

—¡Me conocéis! —gritó, con una voz grave y autoritaria—. Soy Gorben, el hijo del Rey Dios, el heredero del Rey Dios. Por mis venas corre la sangre de Pashtar Sen, y de Cyrios, el Señor de las Batallas, y de Meshan Sen, que cruzo el puente de la Muerte. ¡Soy Gorben!

El nombre tronó en la noche, y los hombres se quedaron en silencio, cautivados. Incluso Shabag sintió que se le erizaba el vello sobre su piel enferma.

Druss regresó al círculo y contempló las huestes enemigas. Había cierta locura divina en la escena, con la que disfrutaba inmensamente. Se había enfadado con Gorben al verlo aparecer en el puerto para tomar el mando de las tropas, y más aún cuando el emperador lo había informado con despreocupación del cambio de planes.

—¿Qué tiene de malo nuestro plan? —había preguntado Druss.

Gorben se había reído entre dientes y lo había tomado del brazo para llevarlo a un lado.

—No hay nada de malo en él, hachero, excepto el objetivo. Pretendes destruir las torres. Es admirable, pero no son las torres las que determinarán el éxito o el fracaso de este asedio: son los hombres. Así que esta noche no entorpeceremos sus planes. Esta noche los derrotaremos.

Druss había sonreído con complicidad.

—¿Doscientos hombres contra veinticinco mil?

—No. Uno contra uno.

Acto seguido, Gorben le había expuesto su estrategia y Druss había escuchado en silencio, admirado. El plan era audaz y peligroso. A Druss le había encantado.

Ya habían completado la primera fase. Shabag estaba rodeado y el enemigo escuchaba a Gorben. Pero había llegado el momento crucial. ¿El éxito y la gloria, o el fracaso y la muerte? Druss no lo sabía, pero sentía que, en aquel momento, toda la estrategia pendía de un hilo. Una palabra equivocada de Gorben y las hordas enemigas se lanzarían contra ellos.

—¡Soy Gorben! —rugió el emperador una vez más—. Y todos vosotros habéis sido obligados a cometer traición por este... este pobre desgraciado que está detrás de mí —señaló desdeñosamente a Shabag—. ¡Miradlo! Parece un conejo asustado. ¿Éste es el hombre que pondréis en el trono? No será fácil para él, ¿sabéis? Tendrá que subir la escalera del trono. ¿Cómo lo conseguirá con los labios pegados al culo de un naashanita?

Entre las filas reunidas se oyó un coro de carcajadas nerviosas.

—Sí, suena divertido —añadió Gorben—. O lo sería, si no fuese tan trágico. ¡Miradlo! ¿Cómo pueden unos guerreros seguir a semejante criatura? Fue elevado a un alto rango por mi padre, que confió en él, y traicionó al hombre que lo había ayudado, que lo quería como a un hijo. No conforme con causar la muerte de mi padre, también hizo cuanto estaba a su alcance para causar estragos en Ventria. Nuestras ciudades han sido incendiadas, y nuestra gente, esclavizada. ¿Y para qué? Para que esta rata temblorosa pueda jugar a ser rey. Para que pueda arrastrarse a los pies de un pastor de cabras naashanita.

Gorben contempló a las tropas.

—¿Dónde están los hazañitas? —preguntó, y se oyó un rugir de voces en el fondo—. Ah, sí, ¡siempre en la retaguardia!

Los hazañitas empezaron a gritar, pero las risas de los ventrianos de Shabag taparon sus protestas. Gorben levantó las manos para pedir silencio.

—¡No! —gritó Gorben—. Dejadlos hablar. Es de mala educación reírse y burlarse de otros porque no tienen vuestras destrezas, vuestra comprensión del honor y vuestro sentido de la historia. Una vez tuve un esclavo naashanita y se escapó con una cabra de mi padre. Aunque, en su defensa, he de decir que escogió a una cabra muy atractiva.

Las risas estallaron entre los guerreros y Gorben esperó a que pasaran.

—Ah, amigos míos —dijo, finalmente—. ¿Qué estamos haciendo con la tierra que amamos? ¿Cómo hemos permitido que los hazañitas violaran a nuestras hermanas y a nuestras hijas? —Se hizo un silencio sobrecogedor—. Os diré cómo: hombres como Shabag les abrieron las puertas. «Pasad —les dijo—, y haced lo que queráis. Seré vuestro perro. Pero, por favor, por favor, dejadme comer las migajas que caen de vuestra mesa, dejadme lamer las sobras de vuestros platos». —Gorben desenvainó la espada y la alzó mientras seguía hablando con voz de trueno—. ¡Yo no quiero nada de eso! ¡Soy el emperador ungido por los dioses y pelearé hasta la muerte para salvar a mi pueblo!

—¡Y nosotros estaremos contigo! —gritó alguien desde la derecha. Druss reconoció la voz. Era Bodasen, y con él estaban los cinco mil defensores de Capalis. Habían avanzado en silencio entre las torres del asedio mientras se libraba la encarnizada batalla y se habían acercado sigilosamente a las líneas enemigas mientras los soldados escuchaban a Gorben.

Los ventrianos de Shabag empezaron a agitarse, nerviosos. Gorben habló de nuevo.

—Todos los que estáis aquí, salvo los hazañitas, estáis perdonados por haber seguido a Shabag. Más que eso: os permitiré servirme y purgar vuestros crímenes liberando Ventria. Y más que eso: os daré la paga que os corresponde, y diez monedas de oro a cada hombre que se comprometa a pelear por su tierra, su pueblo y su emperador.

En la retaguardia, los nerviosos hazañitas se apartaron de las filas y se replegaron a cierta distancia del grupo.

—¡Mirad cómo agachan la cabeza! —gritó Gorben—. ¡Es la hora de que os ganéis vuestro oro! ¡Traedme las cabezas de los enemigos!

Bodasen se abrió paso a través de la muchedumbre.

—¡Seguidme! —ordenó—. ¡Muerte a los hazañitas!

Los ventrianos corearon el grito, y cerca de treinta mil hombres se lanzaron sobre los centenares de guerreros hazañitas.

Gorben se bajó del barril y avanzó con paso firme hasta donde esperaba Shabag.

—Y bien, primo —dijo, con voz suave y a la vez cargada de acritud—, ¿qué te ha parecido mi discurso?

—Siempre has sabido hablar —replicó Shabag, con una carcajada amarga.

—Sí, y también sé cantar y tocar el arpa, y leer el trabajo de nuestros brillantes eruditos. Son cosas valiosas para mí, y estoy seguro de que también lo son para ti, primo. Ah, qué fatalidad debe de ser nacer ciego, o perder el uso de la palabra o el sentido del tacto...

—Nací noble —protestó Shabag, con gotas de sudor brillando en su cara—. No puedes mutilarme.

—Soy el emperador—dijo Gorben, entre dientes—. ¡Mi voluntad es la ley!

Shabag cayó de rodillas.

—¡Por favor, primo! Mátame limpiamente.

Gorben desenfundó la daga que llevaba en la cadera y la arrojó al suelo, delante de Shabag. El sátrapa tragó saliva mientras recogía el arma y miró a su torturador con malevolencia.

—Puedes elegir cómo quieres morir —afirmó Gorben.

Shabag se lamió los labios y se apoyó la punta de la daga en el vientre.

—¡Te maldigo, Gorben! —gritó. Después, aferrando la empuñadura con ambas manos, se clavó el acero, gruñó de dolor y cayó hacia atrás. Su cuerpo se sacudió con los últimos estertores, y se vieron asomar los intestinos.

—Sacadlo de ahí —ordenó Gorben a los soldados cercanos—. Echadlo a una zanja y enterradlo. —Se volvió hacia Druss y rió alegremente—. Bien, hachero, la tarea está hecha.

—En efecto, mi señor —contestó Druss.

—¿«Mi señor»? Sin lugar a dudas, ésta es una noche de maravillas.

En las afueras del campamento los últimos hazañitas morían suplicando piedad, y un lúgubre silencio se extendió por el terreno. Bodasen se acercó al emperador y se inclinó ante él.

—Vuestras órdenes han sido cumplidas, majestad.

Gorben asintió.

—Ya veo. Buen trabajo, Bodasen. Ahora llévate a Jasua y a Nebuchad y reúne a los oficiales de Shabag. Promételes lo que sea, pero llévalos a la ciudad, lejos de sus hombres. Interrógalos y mata a aquéllos que no te inspiren confianza.

—Se hará como ordenáis —dijo Bodasen.

Michanek sacó a Rowena del carruaje. Cuando ella le recostó la cabeza en el hombro, Michanek pudo oler la dulzura de su aliento. Pudri ató las riendas a la barra del freno, bajó del carruaje y miró con aprensión a la mujer dormida.

—Está bien —dijo Michanek—. La llevaré a su habitación. Ocúpate de que los sirvientes descarguen el equipaje.

El alto guerrero llevó a Rowena hacia la casa. Una esclava le sostuvo la puerta abierta, y Michanek entró, subió las escaleras y penetró en una soleada habitación del ala este. Dejó a Rowena en la cama, con cuidado, le cubrió el delicado cuerpo con una sábana de seda y una manta ligera de lana, se sentó a su lado y la tomó de la mano. Tenía la piel caliente, febril. Rowena gimió levemente, pero no se movió.

Otra esclava entró en la habitación y se inclinó ante el guerrero. Éste se puso en pie.

—Quédate con ella —ordenó.

Al bajar encontró a Pudri en la puerta principal. El pequeño hombre parecía perdido y desconsolado; el miedo se traslucía en sus ojos oscuros. Michanek lo llevó a la gran biblioteca ovalada y le indicó que se sentara. Pudri se desplomó en un sillón y se frotó las manos.

—Ahora, desde el principio —dijo Michanek—. Todo.

El eunuco miró al poderoso soldado.

—No lo sé, señor. Al principio parecía algo retraída, pero cuanto más la obligaba a predecir el señor Kabuchek, más extraña se ponía. Hablé con ella, y me dijo que el Talento estaba creciendo en su interior. Al principio tenía que concentrarse en el sujeto para que aparecieran las visiones, y eran imágenes breves e inconexas. Pero después de un tiempo ya no necesitaba concentrarse y las visiones no se detenían cuando soltaba las manos de los... invitados del señor Kabuchek. Después empezaron los sueños. Hablaba como si fuera una anciana, incluso con distintas voces. Dejó de comer y caminaba como si estuviera en trance. Hace tres días, sufrió un colapso. Llamaron a los médicos, y la sangraron, pero no funcionó. —Le temblaban las manos, y las lágrimas le humedecían las flacas mejillas—. ¿Se está muriendo, señor?

Michanek suspiró.

—No lo sé, Pudri. Hay un médico cuyas opiniones aprecio. Se dice que es un sanador místico; llegará en una hora.

El guerrero se sentó frente al hombrecillo y vio el miedo en los ojos del eunuco.

—Pase lo que pase, Pudri, tendrás un lugar en mi casa. No te he comprado a Kabuchek sólo por Rowena. Si ella... no se recupera, no me desharé de ti.

Pudri asintió, pero su expresión no cambió. Michanek estaba sorprendido.

—Ah —dijo en voz muy baja—, la amas tanto como yo.

—No como vos, señor. Es como una hija para mí. Es amable y no hay una pizca de maldad en ella. Pero un don como el suyo no debería haber sido usado tan a la ligera. No estaba lista. No lo estaba. —El eunuco se levantó—. ¿Puedo ir con ella, señor? —preguntó.

—Por supuesto.

Pudri se apresuró a salir de la sala. Michanek se puso en pie, abrió las puertas que daban al jardín y caminó bajo los rayos de sol. Los senderos estaban bordeados por árboles floridos, y el aire olía a jazmín, espliego y rosas. Tres jardineros estaban trabajando, regando la tierra y quitando las malas hierbas de los parterres. Cuando Michanek apareció dejaron de trabajar, se arrodillaron y apoyaron la frente en el suelo.

—Continuad —les dijo. Pasó junto a ellos y caminó hacia el centro del laberinto, donde estaba la estatua de la diosa en el centro de una fuente circular. La escultura de mármol blanco reproducía la imagen de una joven desnuda, con los brazos en alto, la cabeza echada hacia atrás para contemplar el cielo y un águila en las manos, con las alas desplegadas y lista para alzar el vuelo.

Michanek se sentó y estiró las piernas. Pronto se correría la voz por la ciudad: el adalid del emperador había pagado dos mil monedas de plata por una adivina moribunda. Aunque pareciera una locura, desde que la había visto por primera vez no había podido quitársela de la cabeza. Incluso en la batalla, mientras luchaba contra las tropas de Gorben, la tenía en mente. Había conocido a mujeres más hermosas, pero tenía veinticinco años y no había encontrado a nadie con quien quisiera compartir su vida.

Hasta entonces.

La idea de que pudiera morir lo hacía estremecerse. Pensó en su primer encuentro y recordó que le había vaticinado que moriría en aquella ciudad, resistiendo el ataque de un ejército de soldados con capas negras.

Los Inmortales de Gorben. El emperador ventriano había reformado el famoso regimiento, reuniendo en él a sus mejores luchadores, y había conseguido recuperar siete ciudades: dos de ellas, después de un combate cuerpo a cuerpo entre el nuevo adalid de Gorben, un hachero drenai al que llamaban el Mensajero de la Muerte, y dos campeones hazañitas. Michanek conocía a aquellos hombres y sabía que eran buenos; fuertes, valientes y mucho más diestros que la mayoría de los soldados. Aun así, habían muerto.

Michanek había pedido unirse al ejército y desafiar a aquel hachero, pero su emperador se había negado.

—Te tengo en alta estima —le había dicho.

—Pero, señor, ¿no es mi función acaso? ¿No soy vuestro mejor hombre?

—Mis videntes me han dicho que el hombre no morirá a tus manos, Michanek. Han dicho que su hacha está endemoniada. No habrá más combates cuerpo a cuerpo; venceremos a Gorben con nuestro poderío militar.

Pero el rey de Ventria no estaba siendo derrotado. La última batalla había sido un baño de sangre, con centenares de muertos en ambos bandos. Michanek había encabezado el ataque que inclinó la batalla a su favor. Gorben se retiró a las montañas después de que dos de sus oficiales cayesen en el enfrentamiento.

Nebuchad y Jasua. El primero no era un guerrero hábil: había cargado sobre su caballo blanco contra el adalid naashanita y había muerto con la lanza de Michanek en la garganta. El segundo era un luchador experto, rápido y temerario; pero le había faltado rapidez y le había sobrado temeridad: incapaz de aceptar que se había topado con un espadachín mejor que él, había muerto con una maldición en los labios.

—La guerra no se está ganando —le dijo Michanek a la diosa de mármol—. Se está perdiendo, lentamente, día tras día.

Gorben había dado muerte a tres de los sátrapas ventrianos renegados. Shabag había caído en Capalis. Berish, aquel glotón gordo y servil, había sido ahorcado en Ectanis. Ashac, el sátrapa del sudoeste, murió empalado tras la caída de Gurunur. Sólo Darishan, el canoso zorro norteño, había sobrevivido hasta aquel momento. A Michanek le caía bien. Los otros apenas merecían que disimulara su desprecio; Darishan, en cambio, era un guerrero nato. Sin principios, sin moral, pero dotado de coraje.

El sonido de un hombre que avanzaba por el laberinto interrumpió sus pensamientos.

—¿Dónde demonios estás, chico? —dijo una voz profunda.

—Creía que eras místico, Shalitar.

La respuesta fue a la vez una obscenidad y una instrucción.

—Si pudiera hacer eso —replicó Michanek, riendo—, podría hacerme rico actuando en público.

Un hombre calvo y corpulento vestido con una amplia túnica blanca apareció y se sentó a su lado. Tenía el rostro rubicundo y orejas de soplillo.

—Odio los laberintos —dijo—. ¿Qué sentido tienen? Un hombre camina tres veces más de lo necesario para llegar a su destino, y cuando llega no hay nada. ¡Qué inutilidad!

—¿La has visto? —preguntó Michanek.

La expresión de Shalitar cambió, y apartó sus ojos de la atenta mirada del guerrero.

—Sí. Es interesante. ¿Por qué la compraste?

—Eso no importa. ¿Cuál es tu diagnóstico?

—Es la vidente con más talento que he conocido jamás, pero su don la abruma. ¿Puedes imaginar lo que debe de ser saberlo todo sobre todas las personas a las que conoce? Su pasado y su futuro. Cada mano que toca muestra una vida y una muerte en su mente. Tanto conocimiento, a tanta velocidad, ha tenido un efecto desastroso en ella. No sólo ve las vidas: las experimenta, las vive. Ya no es Rowena, sino un centenar de personas distintas. Incluido tú.

—¿Yo?

—Sí. Sólo he rozado su mente fugazmente, pero tu imagen estaba ahí.

—¿Vivirá?

Shalitar sacudió la cabeza.

—Soy místico, querido amigo, pero no soy profeta. Yo diría que sólo tiene una oportunidad: debemos cerrar las puertas de su don.

—¿Puedes hacerlo?

—Solo, no. Pero llamaré a unos colegas con experiencia en estos asuntos. Lo que hay que hacer no es muy distinto de un exorcismo. Debemos cerrar los senderos de su mente que guían hacia la fuente de su poder. Será caro, Michanek.

—Soy rico.

—Necesitarás serlo. Uno de los hombres que necesito es un antiguo sacerdote de la Fuente, y pedirá al menos diez mil monedas de plata por sus servicios.

—Las tendrá.

Shalitar puso una mano en el hombro de su amigo.

—¿Tanto la quieres?

—Más que a mi vida.

—¿Y ella te corresponde?

—No.

—Entonces tendrás una oportunidad para empezar de nuevo. Cuando hayamos terminado no recordará nada. ¿Qué le dirás?

—No lo sé. Pero le daré mi amor.

—¿Pretendes casarte con ella?

Michanek recordó la profecía de Rowena.

—No, amigo mío. He decidido no casarme nunca.

Druss deambulaba por las oscuras calles de la última ciudad capturada. Le dolía la cabeza y estaba inquieto. La batalla había sido sangrienta y demasiado breve, y lo invadía una curiosa insatisfacción. Sentía un cambio en su interior, una inesperada y apremiante necesidad de luchar, de sentir el hacha desgarrando carne y huesos, de ver desaparecer el brillo de la vida de los ojos del enemigo.

Las montañas de su tierra natal parecían estar a una eternidad, perdidas en otra época.

¿A cuántos hombres había matado desde que comenzó a buscar a Rowena? No lo sabía, ni le importaba. Sentía el hacha ligera en sus manos, cálida y amistosa. Tenía la boca seca y se moría por un trago de agua. Levantó la vista y vio un cartel: Calle de las Especias. Allí, en tiempos más pacíficos, los mercaderes reunían hierbas y especias y las empaquetaban para exportarlas al oeste. Incluso ahora, el aire seguía oliendo a pimienta. Al final de la calle, donde se abría la plaza del mercado, había una fuente y, junto a ella, un grifo de latón, con una manivela curva y un tazón de cobre colgado de una fina cadena. Druss llenó el tazón, apoyó el hacha en el borde de la fuente y bebió lentamente. De vez en cuando bajaba la mano para tocar la empuñadura de Snaga.

Cuando Gorben había ordenado el último ataque a los condenados hazañitas, Druss había deseado lanzarse a la refriega; había sentido la llamada de la sangre y el ansia de matar. Había tenido que luchar con todas sus fuerzas para resistirse a las demandas de su atribulado espíritu. Con el enemigo en la torre implorando la rendición, comprendía que no sería correcto emprender una masacre. Recordó las palabras de Shadak:

«El auténtico guerrero vive de acuerdo a un código. Tiene que hacerlo. Cada hombre tiene su propio punto de vista, pero en el fondo todo se reduce a lo mismo: nunca fuerces a una mujer ni hagas daño a un niño. No mientas, engañes ni robes. Eso es lo que hacen los individuos inferiores. Protege a los débiles. Y nunca dejes que el afán de lucro interfiera en tu lucha contra el mal.»

Los hazañitas sólo eran unos pocos centenares; no tenían la menor oportunidad. Pero, de algún modo, Druss se sentía estafado; recordaba la calidez, la satisfacción y el ánimo triunfal durante la batalla en el campamento de Harib Ka y el derrame de sangre que siguió a su salto hacia la trirreme corsaria. Se quitó el casco, sumergió la cabeza en el agua de la fuente, se enderezó, se quitó el jubón y se lavó el pecho. Por el rabillo del ojo vio aparecer a un hombre alto y calvo vestido con una toga gris.

—Buenas tardes, hijo mío —dijo el sacerdote del templo de Capalis. Druss saludó con un gesto seco, se puso el jubón y se sentó. El religioso no se movió, y observó al hachero—. Te he estado buscando los últimos meses.

—Pues ya me has encontrado —dijo Druss, con voz neutra.

—¿Puedo sentarme contigo un momento?

—¿Por qué no? —contestó Druss, dejando espacio en el banco.

El sacerdote se sentó junto al guerrero vestido de negro.

—Nuestro último encuentro me preocupó, hijo mío. Desde entonces he dedicado muchas tardes a orar y a meditar. Finalmente, caminé por las Sendas de Niebla en busca del alma de tu amada, Rowena. Sin éxito. Viajé a través del Vacío por caminos demasiado oscuros para hablar de ellos. Pero no estaba allí, ni encontré ninguna alma que supiera de su muerte. Entonces encontré un espíritu, una criatura extremadamente malvada que en esta vida llevaba el nombre de Earin Shad. Un capitán corsario también llamado Bojeeba, que quiere decir «tiburón». Conocía a tu esposa; suyo era el barco que saqueó la nave en la que ella viajaba. Me dijo que cuando sus corsarios abordaron el barco, un mercader llamado Kabuchek, otro hombre y una joven saltaron por la borda. Había tiburones por todas partes, y mucha sangre en el agua, cuando empezó la matanza en cubierta.

—¡No necesito saber cómo murió! —espetó Druss.

—Ah, pero a eso trato de llegar —dijo el clérigo—. Earin Shad cree que Kabuchek y ella murieron. Pero no es así.

—¿Qué?

—Kabuchek está en Resha, aumentando sus riquezas. Tiene con él a una adivina a quien apodan Patái. La he visto, en espíritu. He leído sus pensamientos; es Rowena, tu Rowena.

—¿Está viva?

—Sí.

—¡Por el Cielo! —Druss soltó una carcajada y se abrazó a los escuálidos hombros del sacerdote—. Por todos los dioses, me has hecho un favor inmenso. No lo olvidaré. Si alguna vez necesitas algo de mí, sólo tienes que pedirlo.

—Gracias, hijo mío. Espero que tengas suerte en tu búsqueda. Pero hay otra cosa de la que quería hablarte: el hacha.

—¿Qué pasa con ella? —preguntó Druss, con repentino recelo. Cerró las manos alrededor de la empuñadura.

—Es un arma antigua, y creo que está hechizada. Alguien de gran poder, en el pasado, usó la brujería para mejorar el arma.

—¿Y qué?

—Existían muchos métodos. A veces el conjuro se limitaba a que el herrero salpicase las hojas con unas gotas de su sangre. Otras veces se usaba un hechizo protector que servía para mantener el acero afilado, aumentando su poder letal. Ésos eran pequeños conjuros, Druss. En menor número de ocasiones, un experto en las artes arcanas utilizaba sus dotes para mejorar un arma, por lo general destinada a un rey o a un noble. Algunas hojas podían sanar heridas; otras, atravesar la mejor armadura.

—Snaga puede hacerlo —dijo Druss, alzando el hacha. El acero relució a la luz de la luna, y el sacerdote se echó atrás—. No tengas miedo. No voy a hacerte daño.

—No es a ti a quien temo, hijo mío. Temo a lo que vive en esas hojas.

Druss lanzó una carcajada.

—¿Y qué si alguien la embrujó hace siglos? Sigue siendo un hacha.

—Sí, un hacha. Pero sobre esas hojas se realizó el mayor de los conjuros, Druss. Se empleó magia que requería una habilidad colosal. Tu amigo Sieben me dijo que cuando estabais atacando a los corsarios, un brujo te atacó con un hechizo de fuego. Cuando levantaste el hacha, Sieben vio aparecer un demonio gigantesco, con cuernos y escamas. Él fue quien rechazó el fuego.

—Tonterías —dijo Druss—. Rebotó en las hojas. ¿Sabes, sacerdote? No deberías hacer demasiado caso de lo que dice Sieben. Es un poeta. Cuenta buenas historias, pero las adorna; les hace ligeros retoques. ¡Un demonio!

—No necesita hacer retoques, Druss. Conozco a Snaga la Inexorable. Al buscar a tu mujer también he descubierto cosas sobre ti y sobre el arma que llevas: el hacha de Bardan. Bardan, el asesino, el carnicero de niños, el violador, el sanguinario. Es cierto que al principio fue un héroe, pero se corrompió. El mal se introdujo en su alma, ¡y el mal surgió de ahí! —afirmó, señalando el hacha.

—No te creo. No soy malvado y tengo esta hacha desde hace casi un año.

—¿Y no has notado ningún cambio en ti? ¿Un ansia de sangre y muerte? ¿No sientes la necesidad de sostener el hacha, incluso cuando estás lejos de una batalla? ¿Duermes con eso a tu lado?

—¡No está poseída! —rugió Druss—. Es un arma magnífica. Es mi...

Druss se quedó en silencio bruscamente.

—¿Tu amiga? ¿Es eso lo que ibas a decir?

—¿Y qué si así fuera? Soy un guerrero, y en medio de una batalla, lo único que puede mantenerme con vida es esta hacha. Mejor que cualquier amigo, ¿eh?

Mientras hablaba, Druss levantó el hacha..., y el arma se le escapó de la mano. El sacerdote intentó cubrirse al ver cómo Snaga iba directa a su garganta, pero en aquel instante, la mano izquierda de Druss se cerró alrededor del mango, justo cuando el clérigo empujaba el reluciente acero. El hacha se estrelló contra el pavimento, arrancando una lluvia de chispas de los adoquines de pedernal.

—Dioses, lo siento. ¡Se me ha resbalado! —se disculpó Druss—. ¿Estás herido?

El sacerdote se puso en pie.

—No, no me ha cortado. Y te equivocas, joven. No se te ha resbalado; esa cosa quería matarme, y, de no haber sido por tu velocidad de reacción, lo habría conseguido.

—Ha sido un accidente, sacerdote. Te lo aseguro.

El religioso sonrió con tristeza.

—¿Me has visto apartar las hojas con la mano?

—¿Cómo dices? —contestó Druss, perplejo.

—Mira —dijo el sacerdote, levantando la mano y mostrando la palma. La carne estaba abierta y ennegrecida; la piel, calcinada. De la herida manaban sangre y linfa—. Ten cuidado, Druss. La bestia intentará acabar con cualquiera que la amenace.

Druss recogió el hacha y miró al clérigo.

—Vigila esa herida —dijo. Después, dio la vuelta y se marchó.

Estaba impresionado por lo que había visto. No sabía mucho sobre los demonios y los conjuros, excepto lo que cantaban los trovadores que pasaban por el pueblo. Pero conocía el valor de un arma como Snaga, especialmente en una tierra extraña y asolada por la guerra. Se detuvo, alzó el hacha y contempló su imagen reflejada en el acero.

—Te necesito para encontrar a Rowena y llevarla a casa —susurró. El mango estaba caliente; el arma era ligera en su mano. Suspiró—. No renunciaré a ti. No puedo. Y, además, maldita sea, ¡me perteneces!

«¡Me perteneces!», oyó como un eco en lo más profundo en su mente.

«¡Me perteneces!»