Entre los guerreros y la tripulación no tardó en correr la voz de la tragedia sufrida por el hachero. La mayoría de ellos no sabía nada del amor, y los hombres no alcanzaban a comprender la profundidad de su dolor, pero todos notaban que algo había cambiado en él. Druss permanecía sentado en la proa, con la mirada perdida en el mar y la enorme hacha entre las manos. Sólo Sieben podía acercarse a él, pero ni siquiera el poeta era capaz de permanecer a su lado mucho tiempo.
Apenas se oyeron risas durante los tres días de viaje restantes: la inquietante presencia de Druss parecía ocupar toda la cubierta. Patek, el gigante corsario, se mantuvo tan alejado del hachero como pudo y pasó la mayor parte del tiempo cerca del timón.
En la mañana del cuarto día divisaron las torres de Capalis; mármol blanco que brillaba bajo el sol.
Sieben se acercó a Druss.
—Milus Bar tiene intención de recoger un cargamento de especias y emprender el regreso. ¿Nos quedaremos a bordo?
—No voy a regresar —dijo Druss.
—Aquí ya no hay nada que nos interese —puntualizó el poeta.
—El enemigo está aquí —gruñó el hachero.
—¿Qué enemigo?
—Los hazañitas.
Sieben meneó la cabeza.
—No te entiendo. ¡Ni siquiera los conocemos!
—Asesinaron a Rowena. Haré que paguen por ello.
Sieben estaba a punto de replicar, pero se contuvo. Los hazañitas habían contratado a los corsarios, y en la mente de Druss eso los convertía en responsables. Sieben quería discutir, convencer a Druss de que el verdadero villano era Earin Shad, y que ya estaba muerto. Pero ¿qué sentido tenía? Cegado por el dolor, Druss no estaba dispuesto a escuchar. La mirada del hachero era fría, apagada, y sostenía el hacha como si fuera su único amigo.
—Debió de ser una mujer muy especial —le comentó Eskodas a Sieben mientras el Hijo del Trueno entraba en el puerto.
—No llegué a conocerla, pero él habla de ella con veneración.
Eskodas asintió y señaló hacia el muelle.
—No hay trabajadores —dijo—, sólo soldados. La ciudad debe de estar sitiada.
Sieben vio movimiento al final del muelle: una columna de soldados con corazas negras adornadas con detalles de plata marchaba detrás de un caballero alto y fornido.
—Ése debe de ser Gorben —dijo el poeta—. Avanza como si fuese el dueño del mundo.
Eskodas rió.
—Ha dejado de serlo, pero no negaré que es apuesto.
El emperador llevaba una capa sencilla sobre la coraza sin adornos. Aun así, como un héroe legendario, llamaba la atención. Los hombres dejaron de trabajar cuando se acercó. Bodasen saltó del barco antes de que las amarras estuvieran sujetas y abrazó al otro hombre. El emperador lo palmeó en la espalda y lo besó en ambas mejillas.
—Cualquiera diría que son amigos —dijo Eskodas con sequedad.
—Extrañas costumbres de tierras lejanas —replicó Sieben, sonriendo.
Bajaron la plancha, y un grupo de soldados subió a bordo, desapareció bajo la cubierta y reapareció cargando pesados arcones de roble con refuerzos de bronce.
—Debe de ser el oro —susurró Eskodas, y Sieben asintió.
Antes de que los guerreros drenai recibieran permiso para desembarcar se descargaron veinte arcones. Sieben y el arquero descendieron por la plancha. El poeta tuvo la impresión de que el suelo se movía bajo sus pies y estuvo a punto de tropezar, pero consiguió mantenerse en pie.
—¿Qué es esto? ¿Un terremoto? —le preguntó a Eskodas.
—No, amigo mío, es sólo que estás tan habituado al movimiento del barco que tus piernas no recuerdan cómo moverse en tierra firme. Se te pasará pronto.
Druss desembarcó y se reunió con ellos. Bodasen y el emperador se acercaron.
—Y éste, mi señor, es el guerrero del que te he hablado: Druss, el Hachero. Aniquiló a los corsarios casi sin ayuda.
—Me habría gustado verlo —dijo Gorben, dirigiéndose a Druss—. Sin embargo, ya tendré oportunidad de admirar tu destreza. El enemigo ha acampado alrededor de nuestra ciudad y los ataques han comenzado.
Druss no respondió, pero al emperador no pareció importarle.
—¿Puedo ver tu hacha? —preguntó. Druss asintió y le entregó el arma al monarca, que la estudió con detenimiento—. Una pieza notable. La superficie está intacta, no tiene mellas ni marcas de óxido. Extraño acero... —Examinó la empuñadura negra y los símbolos de plata—. Es un arma antigua y ha visto muchas muertes.
—Verá más —afirmó Druss con seriedad. Sieben se estremeció ante su tono.
Gorben sonrió, le devolvió el hacha y se volvió hacia Bodasen.
—Cuando hayas acabado de instalar a tus hombres en sus cuarteles, me encontrarás en el ayuntamiento.
Sin decir una palabra más, dio la vuelta y se marchó.
Bodasen estaba pálido de ira.
—Cuando estéis en presencia del emperador debéis inclinaros y mostrar respeto.
—Los drenai no estamos acostumbrados a esos comportamientos serviles —replicó Sieben.
—En Ventria, una falta de respeto como ésa se castiga con el destripamiento —dijo Bodasen.
—Pero creo que podremos aprender —añadió Sieben, divertido.
Bodasen sonrió.
—Aseguraos de hacerlo, amigos míos. Éstas no son las tierras de Drenai, y las costumbres son diferentes. El emperador es un buen hombre, pero tiene que mantener la disciplina y no volverá a tolerar vuestros malos modales.
Los guerreros drenai fueron alojados en el centro de la ciudad, excepto Druss y Sieben, que no habían sido reclutados para luchar por Ventria. Bodasen los guió hasta una posada vacía y les dijo que escogieran sus habitaciones. También les dijo que podrían aprovisionarse en cualquiera de los dos cuarteles principales, o en las tiendas y tabernas del centro.
—¿Quieres echar un vistazo a la ciudad? —propuso Sieben, después de que el general ventriano se marchara.
Druss se sentó en un camastro y se miró las manos; no parecía haber oído la pregunta. El poeta se sentó a su lado.
—¿Cómo te sientes? —le preguntó, suavemente.
—Vacío.
—Todo el mundo muere, Druss. Incluso tú y yo. No es culpa tuya.
—No me importan las culpas. Es sólo que no dejo de pensar en el tiempo que pasamos juntos en las montañas, Rowena y yo. Aún puedo sentir el contacto de su mano, oír... —ruborizado, se interrumpió y tensó la mandíbula—. ¿Qué decías sobre la ciudad?
—He pensado que podíamos ir a dar una vuelta.
—Bien. Vamos.
Druss se levantó, cogió el hacha y cruzó la puerta. La posada estaba en la calle de la Viña. Bodasen les había dado instrucciones para moverse por la ciudad y no les costó trabajo orientarse; las calles eran anchas y estaban señalizadas en varios idiomas, incluida la lengua del oeste. Los edificios eran de piedra gris y blanca, y algunos tenían más de cuatro pisos. Había torres relucientes, palacios con cúpulas, jardines y avenidas arboladas. Un aroma de rosas y jazmines inundaba el ambiente.
—Es una hermosa ciudad —dijo Sieben.
Pasaron por delante de unos barracones semidesiertos y se dirigieron hacia el muro oriental. Podían oír en la lejanía el sonido del acero y los gritos de los heridos.
—Creo que ya he visto bastante —declaró el poeta, deteniéndose.
Druss sonrió con frialdad.
—Como quieras.
—Hemos pasado por delante de un templo que me gustaría ver mejor; el de los caballos blancos.
—Me he fijado —dijo Druss.
Los dos hombres desanduvieron el camino hasta llegar a una plaza. El templo tenía una cúpula imponente y estaba rodeado por veinte estatuas de caballos encabritados, esculpidos exquisitamente, de tamaño tres veces mayor que el natural. Sieben y Druss cruzaron el enorme arco de la entrada, cuyas puertas tachonadas de plata y bronce estaban abiertas de par en par. El techo abovedado tenía siete tragaluces cubiertos con vidrieras de colores, a través de las que se filtraban rayos de sol que incidían en el altar. Sieben calculó que había asientos suficientes para unas mil personas, y en la mesa del altar distinguió un cuerno de caza de oro con gemas incrustadas. El poeta avanzó por el pasillo y subió al altar.
—Esto vale una fortuna —dijo.
—A decir verdad —dijo una voz grave—, su valor es incalculable.
Sieben se volvió y vio a un sacerdote vestido con una toga de lana gris, bordada con hebras de plata. Era un hombre alto al que la cabeza rapada y la larga nariz conferían aspecto de ave.
—Bienvenidos al santuario de Pashtar Sen.
—Los habitantes de este lugar deben de ser dignos de mucha confianza —opinó Sieben—. Una pieza como ésta haría rico a cualquiera.
El sacerdote sonrió.
—¿Eso crees? ¡Cógelo!
Sieben estiró una mano, pero sus dedos se cerraron en el aire. El cuerno de oro, tan sólido en apariencia, no era más que una imagen.
—¡Increíble! —susurró el poeta—. ¿Cómo es posible?
El religioso se encogió de hombros y extendió los brazos.
—Pashtar Sen realizó ese milagro hace mil años. Era un poeta y un erudito, pero también un guerrero. El mito dice que se encontró con la diosa Ciris y ella le dio el cuerno de oro como premio por su valor. Lo colocó aquí, y en el momento en que lo soltó se convirtió en lo que has visto.
—¿Y para qué sirve?
—Tiene propiedades sanadoras. Se dice que las mujeres estériles se vuelven fértiles si se acuestan en el altar y cubren el cuerno. Hay pruebas de que es cierto. También se dice que una vez cada diez años el cuerno vuelve a ser sólido y entonces puede traer a un hombre de regreso de la antesala de la muerte o elevar su espíritu a las estrellas. Aunque de eso no hay pruebas.
—¿Lo has visto solidificarse alguna vez?
—No. Y he servido aquí durante treinta y siete años.
—Fascinante. ¿Qué pasó con Pashtar Sen?
—Se negó a pelear para el emperador y fue empalado en una pica.
—No es un buen final.
—Ciertamente no. Pero era un hombre de principios y creía que el emperador estaba equivocado. ¿Habéis venido a luchar por Ventria?
—No. Somos visitantes.
El sacerdote asintió y se volvió hacia Druss.
—Tu mente está en otra parte, hijo mío —comentó—. ¿Estás preocupado?
—Ha sufrido una gran pérdida —le susurró Sieben.
—¿Un ser querido? Comprendo. ¿Te gustaría estar en comunión con ella, hijo mío?
—¿Qué queréis decir? —gruñó Druss.
—Podría convocar su espíritu. Eso te daría paz.
Druss se le acercó.
—¿Podríais hacer eso?
—Podría intentarlo. Sígueme.
El sacerdote los guió por los recovecos ensombrecidos de la parte trasera del templo y por un estrecho corredor hasta una pequeña habitación sin ventanas.
—Debéis dejar vuestras armas fuera —añadió.
Druss apoyó a Snaga contra la pared, y Sieben colgó su tahalí de la empuñadura del hacha. En la habitación había dos sillas enfrentadas; el sacerdote se sentó en una y le hizo una seña a Druss para que ocupara la otra.
—Esta sala es un lugar de armonía —explicó—. Jamás se ha oído lenguaje profano aquí. Es un espacio de rezo y de buenos pensamientos. Así ha sido durante miles de años. Te ruego que lo recuerdes, pase lo que pase. Ahora dame la mano.
Druss estiró un brazo y el sacerdote le tomó la mano y le preguntó a quién deseaba convocar. Druss se lo dijo.
—¿Cómo te llamas, hijo mío?
—Druss.
El hombre se humedeció los labios y permaneció sentado en silencio con los ojos cerrados durante largo rato. Después habló.
—Te invoco a ti, Rowena, hija de las montañas. Te invoco a ti en nombre de Druss. Te invoco a través de las llanuras del Cielo; te hablo desde los valles de la Tierra. Te tiendo la mano incluso hasta los oscuros rincones, bajo los océanos del mundo y los áridos desiertos del Infierno.
Durante un momento no ocurrió nada. De repente, el sacerdote se estremeció, gritó y se desplomó en la silla, con la cabeza caída sobre el pecho. Abrió la boca y de ella surgió una palabra:
—¡Druss!
Era la voz de una mujer. Sieben se sobresaltó, miró al hachero y vio que el rostro de éste había perdido el color.
—¡Rowena!
—Te amo, Druss. ¿Dónde estás?
—En Ventria. He venido a por ti.
—¡Estoy aquí, Druss, esperando! Oh, no, todo se desdibuja. Druss, ¿puedes oírme...?
—¡Rowena! —gritó él, poniéndose en pie de un salto.
El sacerdote se estremeció y volvió en sí.
—Lo siento —dijo—. No la he encontrado.
—He hablado con ella —dijo Druss, obligándolo a levantarse—. ¡Vuelve a traerla!
—No puedo. No había nadie. ¡No ha pasado nada!
—¡Druss! ¡Suéltalo! —gritó Sieben, agarrándolo del brazo. El hachero soltó la toga del sacerdote y salió de la habitación.
—No entiendo —murmuró el hombre—. ¡No había nada!
—Habéis hablado con voz de mujer —le explicó Sieben—. Druss la ha reconocido.
—Es muy extraño, hijo mío. Cuando estoy en comunión con un muerto, sé lo que dice. Pero esta vez ha sido como si estuviera dormido.
—No os preocupéis —dijo Sieben, buscando una moneda de plata en su faltriquera.
—No acepto dinero —le dijo el hombre, con una sonrisa tímida—. Pero estoy perplejo y tengo que meditar sobre lo ocurrido.
—Estoy seguro de que él también —replicó el poeta.
Sieben encontró a Druss de pie junto al altar, con los brazos extendidos hacia el cuerno de oro, tratando de aferrarlo con sus grandes manos. Su rostro era la viva imagen de la concentración; se veía el movimiento de los músculos de la mandíbula por debajo de la barba oscura.
—¿Qué haces? —preguntó Sieben, con voz tranquila.
—Ha dicho que esto podía traer de regreso a los muertos.
—No, amigo mío. Ha dicho que era lo que decía la leyenda. Hay una diferencia. Salgamos de aquí, busquemos una taberna y bebamos.
Druss dio una violenta palmada en el altar. El cuerno dorado pareció hacerse más grande bajo la piel de su mano.
—¡No necesito beber! ¡Por los dioses, necesito pelear!
Empuñó el hacha y salió corriendo del templo.
El sacerdote apareció al lado de Sieben.
—Temo que, a pesar de mis buenas intenciones, el resultado de mi trabajo no haya sido el que esperaba —dijo.
—Sobrevivirá, padre —contestó Sieben, volviéndose hacia el clérigo—. Decidme, ¿qué sabéis sobre las posesiones demoníacas?
—Mucho... y muy poco. ¿Crees que estás poseído?
—No, yo no. Druss.
El hombre negó con la cabeza.
—Ha estado tan... afligido... Lo he sentido al tocarle la mano. No; tu amigo es dueño de sí mismo.
Sieben se sentó en un banco y le contó lo que había visto en la cubierta del trirreme corsario. El sacerdote lo escuchó en silencio.
—¿Cómo consiguió el hacha? —preguntó.
—Es una herencia familiar, creo.
—Si hay una presencia demoníaca, hijo mío, creo que la encontrarás oculta en el arma. Muchos de los aceros antiguos fueron forjados con conjuros para aumentar el poder o la habilidad de su portador. Se dice que algunos tienen incluso el poder de sanar heridas. Vigila el hacha.
—¿Y qué ocurre si sólo es el hacha? Probablemente, lo único que pasará es que lo ayudará en el combate.
—Puede que así sea —dijo el sacerdote, meneando la cabeza—, pero el mal no existe para servir, sino para dominar. Si el hacha está poseída tendrá una historia; una historia sombría. Pregúntale por sus antecedentes. Cuando los oigas, cuando te enteres de qué hombres la manejaron, entenderás mis palabras.
Sieben le dio las gracias y abandonó el templo. No había señales de Druss, y al poeta no le apetecía andar cerca de las murallas. Paseó por la ciudad semidesierta hasta que oyó una música procedente de un patio cercano. Se acercó a la verja de hierro y vio a tres mujeres sentadas en un jardín. Una estaba tocando una lira, y las otras cantaban una canción de amor. Sieben cruzó la cancela.
—Buenas tardes, señoras mías —dijo, ofreciéndoles su mejor sonrisa.
La música cesó y las tres lo miraron. Eran hermosas y jóvenes: la mayor no debía de tener más de diecisiete años. Era delgada, de labios carnosos y cabello y ojos oscuros. Las otras dos eran menores, rubias y de ojos azules. Llevaban vestidos de raso. El de la hermosa morena era de color azul; las otras iban de blanco.
—¿Habéis venido a ver a nuestro hermano, señor? —preguntó la mayor, poniéndose en pie y dejando la lira en el asiento.
—No, me ha atraído la belleza de la música y las dulces voces que la acompañaban. Soy un extranjero y un amante de la belleza, y agradezco al destino la visión que he encontrado aquí.
Las pequeñas rieron, pero la hermana mayor apenas sonrió.
—Bonitas palabras, señor; bien expresadas y, no lo dudo, bien ensayadas. Tienen el suave filo de las armas que se han usado con frecuencia.
Sieben hizo una reverencia.
—Aun así, mi señora, es un placer y un privilegio para mí poder contemplar la belleza dondequiera que la encuentre. Para rendirle homenaje. Para arrodillarme ante ella. Pero no por eso mis palabras son menos sinceras.
Ella sonrió ampliamente y rió con fuerza.
—Creo que sois un granuja, señor, y un libertino, y en tiempos más interesantes le pediría a un sirviente que os sacara de aquí. Sin embargo, como estamos en guerra y eso lo vuelve todo muy aburrido, os permitiré quedaros... pero sólo mientras resultéis entretenido.
—Adorable dama, creo que puedo prometeros suficiente distracción, tanto en palabras como en hechos.
A Sieben le agradó comprobar que la joven no se ruborizaba tras escuchar sus palabras, aunque las hermanas menores estaban rojas de vergüenza.
—Interesante promesa, señor. Aunque tal vez os sentiríais menos seguro de vos si conocierais la calidad de las distracciones que he disfrutado en el pasado.
Aquella vez fue Sieben quien se echó a reír.
—Deberíais decirme que Azhral, el príncipe del Cielo, fue a vuestros aposentos y os transportó al palacio de las Variedades Infinitas; entonces, en verdad, podría llegar a preocuparme ligeramente.
—Ese libro no debería ser mencionado entre personas educadas —lo reprendió ella.
El poeta avanzó un paso, tomó la mano de la joven, se la acercó a los labios y le besó la palma.
—Yo no diría eso —susurró—. Es un libro de gran valor, pues brilla como un faro en lugares oscuros. Aparta los velos y nos guía por los caminos del placer. Recomiendo el capítulo decimosexto a todos los nuevos amantes.
—Me llamo Asha —dijo ella—, y vuestros actos tendrán que ser tan buenos como vuestras palabras, pues no reacciono bien ante una decepción.
—Estabas soñando, Patái —dijo Pudri mientras Rowena abría los ojos y se descubría sentada al sol, junto al lago.
—No sé qué ha pasado —le confesó al diminuto eunuco—. Era como si el alma se me hubiera salido del cuerpo. Había una habitación, y Druss estaba sentado frente a mí.
—La tristeza da origen a muchas visiones de esperanza —opinó Pudri.
—No, era real, pero el enlace se ha perdido y he regresado aquí antes de poder decirle dónde estaba.
El eunuco le palmeó la mano.
—Tal vez vuelva a ocurrir —la tranquilizó—, pero ahora debes serenarte. El amo está agasajando a Shabag, el gran sátrapa. Lo envían a comandar las tropas que rodean Capalis, y es muy importante que le des buenos augurios.
—Sólo puedo ofrecer la verdad.
—Existen muchas verdades, Patái. Un hombre a quien le queden pocos días de vida puede encontrar un gran amor en ese tiempo. La adivina que le diga que va a morir le provocará un gran pesar, pero será la verdad. La profetisa que le diga que el amor le llegará en breve también dirá la verdad, pero le dará una gran alegría al condenado.
Rowena sonrió.
—Eres muy sensato, Pudri.
El eunuco se encogió de hombros y sonrió.
—Soy viejo, Rowena.
—Es la primera vez que usas mi nombre.
Pudri rió entre dientes.
—Es un buen nombre. Patái, también. Significa «dulce paloma». Ahora debemos ir al santuario. ¿Debería contarte algo sobre Shabag? ¿Ayudaría a tus poderes?
Rowena suspiró.
—No. No me digas nada. Veré lo que haya que ver y recordaré tu consejo.
Juntos, entraron en el palacio. Atravesaron los pasillos lujosamente alfombrados y subieron por la escalera que llevaba a los pisos superiores. A ambos lados del corredor se alzaban, cada diez codos, estatuas y bustos de mármol. El techo estaba decorado con imágenes que reproducían pasajes de la literatura ventriana y alquitrabes chapados en oro.
Mientras se acercaban al santuario, un alto guerrero salió por una puerta lateral. Rowena dejó escapar un grito ahogado; durante un momento había creído que el hombre era Druss. Tenía los hombros igual de anchos, la misma mandíbula prominente y, bajo las frondosas cejas, unos ojos increíblemente azules. Al verla, el hombre sonrió e hizo una reverencia.
—Te presento a Michanek, Patái. Es el adalid del emperador naashanita; un gran espadachín y un oficial respetado —dijo Pudri, inclinándose ante el guerrero—. Ésta es la dama Rowena, una invitada del señor Kabuchek.
—He oído hablar de vos —afirmó Michanek, besándole la mano. Su voz era grave y vibrante—. Salvasteis al mercader de los tiburones; una proeza notable. Pero ahora que os veo entiendo que ni un tiburón quisiera hacer nada que estropeara vuestra belleza. —Sonrió sin soltarle la mano y se acercó un poco más—. ¿Puedes decirme mi destino?
Aunque tenía la boca seca, Rowena lo miró a los ojos.
—Vas a... Vas a alcanzar tu mayor ambición y a realizar tu mayor anhelo.
En los ojos de Michanek apareció una expresión de desconfianza.
—¿Eso es todo? Estoy seguro de que cualquier charlatán callejero podría decir lo mismo. ¿Cómo moriré?
—A menos de cincuenta codos de donde estamos —contestó la mujer—. En el patio. Veo soldados con capas y yelmos negros, asaltando los muros. Reunirás a tus hombres para intentar resistir fuera de esos muros. Junto a ti estarán... tu hermano menor y un primo segundo.
—¿Y cuándo será?
—Un año después de tu boda. Ese día.
—¿Y cuál es el nombre de la dama con la que me casaré?
—Prefiero no decirlo.
—Debemos irnos —se apresuró a decir Pudri—. El señor Kabuchek y el señor Shabag esperan.
—Por supuesto. Ha sido un placer conoceros, dama Rowena. Espero que volvamos a vemos.
Rowena no respondió y siguió a Pudri en dirección al santuario.
Al anochecer, el enemigo se retiró, y Druss se sorprendió al ver que los guerreros ventrianos abandonaban las murallas y volvían a las calles de la ciudad.
—¿Adonde van? —le preguntó al guerrero que tenía al lado.
El hombre se quitó el casco y se enjugó el sudor del rostro.
—A comer y a descansar —contestó.
Druss escrutó la muralla. Sólo quedaban unos pocos hombres, estaban sentados de espaldas a los muros.
—¿Y si hay otro ataque? —preguntó el hachero.
—No lo habrá. Éste ha sido el cuarto.
—¿El cuarto? —dijo Druss, sorprendido.
El guerrero, un hombre de mediana edad con cara redonda y amables ojos azules, sonrió al drenai.
—Deduzco que no eres experto en estrategia. Es tu primer asedio, ¿verdad? —preguntó. Druss asintió—. Bueno, las reglas del combate son claras: habrá un máximo de cuatro ataques durante cualquier periodo de veinticuatro horas.
—¿Por qué sólo cuatro?
El hombre se encogió de hombros.
—Ha pasado mucho tiempo desde que estudié el manual, pero, por lo que recuerdo, es una cuestión de moral. Cuando Zhan Tsu escribió El arte de la guerra explicó que después de cuatro ataques, el espíritu de los atacantes puede quebrantarse a causa de la frustración.
—No creo que se frustren mucho si atacan ahora o después de que anochezca —señaló Druss.
—No atacarán —dijo su compañero pacientemente, como si le hablara a un niño—. Si hubieran planeado un ataque nocturno, sólo habrían tenido lugar tres ataques diurnos.
Druss estaba desconcertado.
—¿Y esas reglas están escritas en un libro?
—Así es; un trabajo excelente de un general chiatze.
—¿Y estas murallas se dejarán prácticamente desguarnecidas durante la noche a causa de un libro?
El hombre soltó una carcajada.
—Por el libro, no: por las reglas de combate. Ven conmigo a los barracones y te lo explicaré mejor.
Mientras caminaban, Olícuar, el guerrero, le contó a Druss que había servido en el ejército ventriano más de veinte años.
—Hasta llegué a ser oficial, durante la campaña de Opal. Estábamos exhaustos, y tuve que comandar una tropa de cuarenta hombres. No duró mucho. El general me ofreció un ascenso, pero no podía pagarme la armadura, así que volví a ser soldado raso. Pero no es una mala vida. Camaradería, dos buenas comidas al día...
—¿Cómo que no podías pagar la armadura? ¿No pagan a los oficiales?
—Por supuesto, pero sólo una disha al día. Es la mitad de lo que gano ahora.
—¿Los oficiales cobran menos que los soldados rasos? Qué estupidez.
Olícuar negó con la cabeza.
—Desde luego que no. De esa forma sólo los ricos pueden ser oficiales, lo cual significa que sólo los nobles o los hijos de los mercaderes, que desean ser nobles, pueden estar al mando. Así, las familias nobles conservan el poder. ¿De dónde eres, joven?
—De Drenai.
—Ah, sí. Nunca he estado allí, pero tengo entendido que las montañas de Skeln son excepcionalmente bellas. Verdes y exuberantes, como las de Saurab. Echo de menos las montañas.
Druss se sentó con Olícuar en los barracones del oeste, y comió carne encebollada antes de volver a la taberna abandonada. Era una noche tranquila, sin nubes, y la luna convertía el blanco de los edificios en un débil y fantasmagórico plateado.
Sieben no estaba en su habitación. Druss se sentó juntó a la ventana que daba al puerto y contempló las olas y el agua, que parecía hierro fundido. Había luchado en tres de los cuatro ataques. Los enemigos, con sus capas rojas y sus presuntuosos cascos con penachos blancos, habían avanzado con escalas y las habían apostado contra las murallas. A pesar de la lluvia de piedras y flechas, habían logrado acercarse. Los primeros en alcanzar las murallas habían sido alanceados o atacados con espadas. Algunos luchadores aguerridos habían llegado hasta las almenas, aunque sólo para que los defensores les dieran muerte. En mitad del segundo ataque, en las murallas se había oído un ruido ensordecedor, como un trueno controlado.
—Arietes —había dicho el soldado que estaba con él—. No podrán hacer gran cosa; esas puertas están reforzadas con hierro y bronce.
Druss se recostó en la silla y miró a Snaga. La mayor parte del tiempo había usado el hacha para empujar escalas, alejándolas del muro para que los atacantes cayeran al suelo rocoso. Sólo en dos ocasiones había manchado el arma de sangre. Alargó el brazo y acarició el mango negro, recordando a las víctimas: un guerrero alto y lampiño, y un hombre moreno y barrigón con un yelmo de hierro. El primero había muerto con Snaga incrustada en su peto de madera; el segundo, cuando las hojas plateadas partieron en dos su casco de hierro. Druss deslizó el pulgar por las hojas. Ni una marca, ni una mella.
Sieben llegó a la habitación justo antes de medianoche. Teñía los ojos enrojecidos y no dejaba de bostezar.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Druss.
El poeta sonrió.
—He hecho nuevos amigos —dijo, quitándose las botas y tumbándose en un camastro.
Druss olisqueó el aire.
—Huele como si hubieras estado revolcándote en un colchón de flores.
—Un colchón de flores —repitió Sieben, con una sonrisa—. Sí, casi lo describiría así.
Druss frunció el ceño.
—Bueno, no importa. ¿Sabes algo sobre las reglas de combate?
—Lo sé todo sobre mis reglas de combate y compromiso, pero deduzco que hablas de las de la guerra ventriana —dijo el poeta, sentándose en la cama—. Estoy cansado, Druss, así que abreviemos esta charla. Tengo una reunión por la mañana y necesito recuperar las fuerzas.
Druss hizo caso omiso del exagerado bostezo con el que Sieben acompañó sus palabras.
—Hoy he visto cientos de hombres heridos y veintenas de muertos. Y ahora, con apenas un par de hombres en las murallas, el enemigo se cruza de brazos y espera al amanecer. ¿Por qué? ¿Nadie quiere ganar?
—Alguien ganará —contestó Sieben—. Pero ésta es una tierra civilizada. Han combatido durante siglos. El asedio durará unas cuantas semanas, o unos cuantos meses, y los combatientes contarán sus bajas cada día. Y en algún momento, si no hay grandes avances, uno u otro presentará condiciones al enemigo.
—¿Qué quieres decir con eso de las condiciones?
—Si los asediadores deciden que no pueden ganar, se retirarán. Si los de aquí deciden que todo está perdido, desertarán y se unirán al enemigo.
—¿Y qué hay de Gorben?
Sieben se encogió de hombros.
—Sus propias tropas podrían matarlo o entregarlo a los hazañitas.
—Dioses, ¿no hay honor entre estos ventrianos?
—Por supuesto que lo hay, pero la mayoría de los hombres son mercenarios de tribus orientales. Son leales a quien mejor les pague.
—Si las reglas de la guerra son tan civilizadas, ¿por qué tienen que huir los habitantes de la ciudad? ¿Por qué no se limitan a esperar hasta que haya acabado el enfrentamiento para ponerse al servicio del que gane?
—En el mejor de los casos, serían esclavizados. En el peor, masacrados. Puede que sea una tierra civilizada, Druss, pero también es cruel.
—¿Gorben puede ganar?
—Tal como están las cosas, no; pero puede tener suerte. A menudo, los asedios ventrianos se resuelven con un combate cuerpo a cuerpo entre adalides, aunque un hecho así sólo podría darse si ambas facciones fueran igual de fuertes y las dos tuvieran guerreros a los que consideraran invencibles. Eso no pasará aquí, porque Gorben está en clara inferioridad numérica. No obstante, ahora que tiene el oro que ha traído Bodasen, enviará espías al campamento enemigo a sobornar soldados para que deserten hacia su causa. Es difícil que funcione, pero podría resultar. ¿Quién sabe?
—¿Dónde has aprendido todo eso? —preguntó Druss.
—Acabo de pasar una tarde muy instructiva con la princesa Asha, la hermana de Gorben.
—¿Qué? —exclamó Druss—. ¿Se puede saber qué te pasa? ¿No has aprendido nada de lo que pasó en Mashrapur? ¡Un día! ¡Y ya estás en celo!
—Yo no estoy en celo —protestó Sieben—. Hago el amor. Y lo que yo haga no es asunto tuyo.
—En eso tienes razón, y cuando te cojan para destriparte o empalarte, te lo recordaré.
—¡Ah, Druss! —dijo Sieben, tumbándose en la cama—. Hay cosas por las que vale la pena morir. Y es muy hermosa. Por los dioses, un hombre podría hacer cosas peores que casarse con ella.
Druss se puso en pie y se volvió hacia la ventana. Arrepentido, Sieben se acercó al hachero y le puso una mano en el hombro.
—Perdón, amigo. Lo he dicho sin pensar —se disculpó—. Lamento lo que ha pasado con el sacerdote.
—Era su voz —aseguró Druss, tragando saliva y esforzándose por controlar sus emociones—. Dijo que me estaba esperando. Pensé que si iba a la muralla podrían matarme, y así me reuniría con ella. Pero no ha aparecido nadie con la destreza y el valor suficientes. Nadie lo hará..., y no tengo valor para hacerlo yo mismo.
—Eso no sería valor, Druss. Y Rowena no querría que lo hicieras. Querría que fueras feliz, que volvieras a casarte.
—¡Nunca!
—Aún no tienes veinte años, amigo. Hay más mujeres.
—Ninguna como ella. Pero se ha ido, y no volveré a hablar de ella. La llevaré aquí —declaró, tocándose el pecho—, y nunca la olvidaré. Ahora, sigue con lo que estabas diciendo sobre la guerra oriental.
Sieben tomó una copa de cerámica de un anaquel contiguo a la ventana, le quitó el polvo, la llenó de agua y la vació de un trago.
—Dioses, ¡esto es repugnante! De acuerdo... la guerra oriental. ¿Qué quieres saber?
—Sé que el enemigo puede atacar cuatro veces en un día. Pero ¿por qué sólo ha atacado un lado de la muralla? Había hombres suficientes para rodear la ciudad y atacar en varios lugares a la vez.
—Lo harán, Druss, pero no en el primer mes. Ésta es la fase de pruebas. Los soldados nuevos son juzgados por su coraje durante las primeras semanas; luego sacarán las máquinas de asedio. Eso debería ocurrir durante el segundo mes. Después intervendrán las catapultas, y arrojarán piedras enormes por encima de la muralla. Si al final del mes no han tenido éxito, llamarán a los ingenieros y cavarán bajo las murallas para derribarlas.
—¿Y cuáles son las reglas para los asediados? —preguntó el hachero.
—No te entiendo.
—Bueno, supón que los atacamos. ¿Sólo podemos hacerlo cuatro veces? ¿Podemos atacar de noche? ¿Cuáles son las reglas?
—No es una cuestión de reglas, Druss; es un asunto de sentido común. Las tropas de Gorben están superadas en proporción de veinte a uno; si atacara, lo destrozarían.
Druss asintió y permaneció un rato en silencio.
—Le pediré el libro a Olícuar —dijo al fin—. Puedes leérmelo; entonces lo entenderé.
—¿Podemos dormir ya? —preguntó Sieben.
Druss asintió y cogió el hacha. Sin quitarse las botas ni el jubón, se acostó en la otra cama, con Snaga a su lado.
—No necesitas un hacha para dormir.
—Me reconforta —contestó Druss, cerrando los ojos.
—¿De dónde la sacaste?
—Era de mi abuelo.
—¿Fue un gran héroe? —preguntó Sieben, esperanzado.
—No; fue un loco y un asesino temible.
—Qué bien —dijo el poeta, tumbándose en su cama—. Es bueno saber que en las malas épocas puedes dedicarte al negocio familiar.