El joven emperador descendió del muro almenado y caminó por el muelle seguido de sus oficiales. Nebuchad, su auxiliar, iba a su lado.
—Podemos resistir durante meses, mi señor —dijo, bizqueando ante el resplandor de la coraza dorada del emperador—. La muralla es alta y recia, y las catapultas impedirán cualquier intento de atacar desde el mar la entrada del puerto.
Gorben hizo un gesto negativo.
—La muralla no nos protegerá —le dijo al joven auxiliar—. Tenemos menos de tres mil hombres; los hazañitas tienen veinte veces más. ¿Has visto alguna vez un escorpión atacado por hormigas rojas?
—Sí, mi señor.
—Caen sobre él como un enjambre. Eso es lo que hará el enemigo con Capalis.
—Lucharemos hasta la muerte —intervino uno de los oficiales. Gorben se detuvo y lo miró.
—Ya lo sé —dijo. Sus ojos oscuros brillaban de ira—. Pero la muerte no nos dará la victoria. ¿No es cierto, Jasua?
—No, mi señor.
Gorben reanudó su camino por las calles casi vacías, pasando frente a las tabernas desiertas y las puertas cegadas con tablas de las tiendas abandonadas. Al fin llegó a la entrada del ayuntamiento. Hacía tiempo que los ediles se habían marchado, y el antiguo edificio se había convertido en el cuartel general de las tropas de Capalis. Gorben atravesó el vestíbulo, entró en sus dependencias y ordenó marcharse a sus oficiales y a los dos criados que se le acercaron llevándole una copa de vino y toallas húmedas perfumadas.
Ya en su despacho, el joven emperador se quitó las botas y dejó la capa blanca en el respaldo de un sillón. Un gran ventanal daba al este; ante él, una mesa de roble permanecía cubierta de mapas e informes de los exploradores y los espías. Gorben se sentó y contempló el mayor de los mapas: representaba todo el imperio ventriano, y había sido su padre quien había ordenado que lo realizaran, seis años atrás.
Gorben alisó el mapa y lo contempló con furia indisimulada. Dos tercios del imperio habían sido invadidos. Se recostó en la silla y recordó el palacio de Nusa, donde había nacido y crecido. El palacio se alzaba en lo alto de una colina que dominaba un verde valle, y era como una pequeña ciudad refulgente de mármol blanco. Doce años había tardado en construirse, y en la tarea habían intervenido simultáneamente más de ocho mil obreros. Se habían transportado bloques de granito y de mármol, y troncos de cedro, roble y olmo, y con ellos habían trabajado los arquitectos y carpinteros del rey.
La ciudad de Nusa fue la primera en caer.
—Por los dioses del infierno, padre, ¡maldito seas! —dijo Gorben entre dientes.
El padre de Gorben había reducido el tamaño del ejército nacional, confiando al poder de los sátrapas la protección de las fronteras. Pero cuatro de los nueve sátrapas lo habían traicionado y habían abierto el paso a la invasión naashanita. Su padre había reunido a toda prisa un ejército para enfrentarse a ellos, pero su capacidad militar era prácticamente nula. Había luchado valerosamente, o aquello le habían contado a Gorben, pero era lo que cualquiera consideraría oportuno decirle al nuevo emperador.
¡El nuevo emperador! Gorben se levantó y se acercó al espejo de la pared del fondo, que le devolvió la imagen de un joven apuesto, con una mirada intensa en los ojos oscuros, y cuyo cabello negro brillaba por efecto de los óleos perfumados. Su rostro tenía una expresión firme, pero ¿era el rostro de un emperador? «¿Crees que puedes superar al enemigo?», le preguntó mentalmente a su imagen, consciente de que cualquier palabra que dijera en voz alta sería escuchada y divulgada por los criados. La coraza dorada había sido portada por los emperadores guerreros durante doscientos años, y la capa púrpura era el símbolo de la realeza, pero no dejaban de ser meros ornamentos. Lo importante era el hombre que los vestía. «¿Eres lo bastante hombre?», le volvió a preguntar a su reflejo. Estudió los anchos hombros, el talle esbelto, las piernas musculosas y los poderosos brazos. Pero sabía que eso también eran ornamentos: la capa que cubría el espíritu.
«¿Eres lo bastante hombre?»
La cuestión resultaba agobiante y regresó a sus tareas. Apoyó los codos en la mesa y examinó el mapa una vez más. La nueva línea de defensa había sido trazada a carboncillo: Capalis al oeste; Larian y Ectanis al este. Gorben apartó a un lado el mapa y tomó el que describía la ciudad portuaria de Capalis. Cuatro puertas, dieciséis torres y una muralla que se extendía en semicírculo desde el mar, al sur, hasta los acantilados del norte. Un muro de casi una legua de extensión, con cuarenta codos de altura, defendido por tres mil hombres que en su mayoría eran reclutas inexpertos sin escudos ni petos.
Gorben se levantó y salió a la terraza, tras el ventanal. Contempló el puerto y el mar más allá de éste.
—Bodasen, hermano, ¿dónde estás? —susurró.
El mar se extendía, calmo, bajo el cielo azul. El emperador se dejó caer en un banco y apoyó los pies en la barandilla.
En un día como aquél, cálido y tranquilo, parecía inconcebible que una oleada de muerte y destrucción se hubiese extendido por el imperio en tan poco tiempo. Cerró los ojos y recordó el banquete veraniego que se había celebrado en Nusa el verano anterior. Su padre festejaba su cuadragésimo cuarto cumpleaños, a la vez que el decimoséptimo aniversario de su ascenso al trono. El banquete había durado ocho días, durante los cuales disfrutaron de circos, obras de teatro, justas, exhibiciones de tiro, carreras, combates e hípica. Los nueve sátrapas habían asistido, sonrientes y brindando por el emperador. El alto y delgado Shabag, de ojos de halcón y boca cruel. Gorben recordó al hombre: siempre llevaba guantes negros, incluso en el clima más caluroso, y túnicas de seda cerradas hasta el cuello. Berish, gordo y glotón, pero un estupendo narrador de anécdotas sobre orgías y accidentes cómicos. Darishan, el Zorro del Norte, jinete y lancero, con su larga melena blanca trenzada como la de una mujer. Y Ashac, el Pavo Real, un individuo con ojos de reptil al que le gustaban los muchachos. Todos se habían enorgullecido de sentarse junto al emperador mientras su primogénito ocupaba una mesa secundaria y tenía que mirar desde abajo a tales hombres poderosos.
Shabag, Berish, Darishan y Ashac. Los nombres, y los rostros a los que nombraban, ardían como una llaga en el corazón de Gorben. ¡Traidores! Habían jurado fidelidad a su padre y habían visto cómo moría, y cómo sus tierras eran invadidas, y sus vasallos, asesinados.
Gorben abrió los ojos e inspiró profundamente.
—Os encontraré a todos. A todos —se prometió—. Y pagaréis por vuestra traición.
Era una amenaza tan vacía como las arcas del reino, y Gorben lo sabía.
Unos golpes suaves llegaron desde la puerta.
—¡Adelante! —ordenó.
Nebuchad entró e hizo una reverencia.
—Han llegado los exploradores, mi señor. El enemigo está a menos de dos días de camino.
—¿Hay noticias del este?
—Ninguna, mi señor. Quizá nuestros jinetes no consiguieron pasar.
—¿Qué hay de las provisiones?
Nebuchad buscó en el interior de su túnica y extrajo un pergamino.
—Disponemos de dieciséis mil hogazas de pan ácimo, mil barriles de harina, ochocientas cabezas de vacuno y ciento cuarenta cabras. Aún no han acabado de contar las ovejas. No queda demasiado queso, pero tenemos mucha avena y frutos secos.
—¿Y sal?
—¿Sal, mi señor?
—Si matamos al ganado, ¿cómo vamos a conservar la carne?
—Podemos matar sólo lo que necesitemos —propuso Nebuchad, ruborizándose.
—Para mantener vivo al ganado hay que darle de comer, pero no podemos desperdiciar el alimento. Será mejor sacrificarlo y salar la carne. Recorre la ciudad y haz acopio de sal. Y, ¿Nebuchad?
—¿Mi señor?
—No has mencionado el agua.
—Pero mi señor, el río atraviesa la ciudad.
—Por ahora. Pero si el enemigo construye una presa o envenena el agua...
—Creo que existen varios pozos.
—Localízalos.
El joven asistente bajó la cabeza.
—Me temo, mi señor, que no os estoy sirviendo bien. Debería haberme anticipado a vuestras peticiones.
Gorben sonrió.
—Tienes que estar pendiente de muchas cosas, y tu trabajo es satisfactorio. Pero necesitas ayuda: que Jasua trabaje contigo.
—Como ordenéis, mi señor —respondió Nebuchad, vacilante.
—¿No te cae bien?
Nebuchad tragó saliva.
—No es una cuestión de caer bien, mi señor. Pero me trata... despectivamente.
Gorben frunció el ceño, pero se las arregló para que su voz sonara calmada.
—Dile que es mi deseo que sea tu ayudante. Puedes retirarte.
Cuando se cerró la puerta, Gorben se dejó caer en un sillón.
—Por los dioses —dijo en voz baja—. ¿Y mi futuro depende de hombres como éstos?
Suspiró y volvió a contemplar el mar.
«Te necesito, Bodasen —pensó—. Por todo lo sagrado, ¡te necesito!»
Bodasen estaba de pie junto al timón con la mirada fija en el lejano horizonte. En la cubierta principal, varios marineros se dedicaban a reparar la borda de estribor. Otros se ocupaban de los aparejos y recolocaban la carga que se había desplazado durante la tormenta.
—Si los piratas están cerca no tardaremos en verlos —dijo Milus Bar.
Bodasen asintió y se volvió hacia el capitán.
—Sólo tenemos veinticuatro soldados, así que espero que no los veamos en absoluto.
El capitán rió entre dientes.
—En esta vida no siempre obtenemos lo que queremos, mi ventriano amigo. Yo tampoco quería una tormenta, que mi primera esposa me abandonase ni que la segunda permaneciera a mi lado. —Se encogió de hombros—. Es la vida.
—No parecéis muy preocupado.
—Creo en el destino, Bodasen. Lo que tenga que ser, será.
—¿Podríamos dejarlos atrás?
Milus Bar volvió a encogerse de hombros.
—Depende de la dirección desde la que vengan. —Agitó una mano en el aire—. El viento. Si aparecen detrás de nosotros, podremos; no hay en el océano una nave más rápida que el Hijo del Trueno. Si vienen por el oeste, es probable que no nos alcancen. Pero por el este... acabarían embistiéndonos. Tienen una ventaja considerable: muchas de sus naves son trirremes. Y te sorprendería, amigo mío, la velocidad a la que pueden maniobrar.
—¿Cuánto tiempo falta para llegar a Copalis?
—Un par de días. Quizá tres, si el viento amaina.
Bodasen cruzó la cubierta del piloto y bajó los seis escalones que llevaban a la principal. Vio a Druss, a Sieben y a Eskodas en la proa, y caminó hacia ellos. Druss lo observó mientras se acercaba.
—Justo la persona que necesitábamos —dijo el hachero—. Estábamos hablando de Ventria. Sieben dice que hay montañas tan altas que rozan la luna. ¿Es cierto?
—No he visitado todas las regiones del imperio —respondió Bodasen—, pero según nuestros astrónomos la luna está a más de ochenta mil leguas de la superficie de la tierra, así que lo dudo.
—Tonterías orientales —se burló Sieben—. Hubo una vez un arquero de Drenai que clavó una flecha en la luna. Tenía un arco llamado Akansin, de doce codos de largo y con una cuerda hechizada. Disparó una flecha negra, a la que llamó Paka. Atado a la flecha había un hilo de plata que usó para trepar hasta la luna. Se sentó en ella y viajó alrededor del disco terrestre.
—Fábulas —replicó Bodasen.
—El relato está archivado en la biblioteca de Drenan. En la sección de historia.
—La única historia que me cuentas es cuán limitada es vuestra comprensión del universo —dijo Bodasen—. ¿Aún creéis que el sol es un carro de oro arrastrado por seis caballos alados? —Se sentó en un rollo de cuerda—. ¿O que la tierra es un disco apoyado en el lomo de un elefante o alguna bestia parecida?
Sieben sonrió.
—No; nada de eso. Pero ¿no sería estupendo? ¿No es una bella historia? Un día me fabricaré un arco y dispararé a la luna.
—Olvidaos de la luna —intervino Druss—. Quiero saber cosas de Ventria.
—Según el censo encargado por el emperador hace quince años, y finalizado el anterior, el gran imperio de Ventria ocupa cerca de veinticuatro mil leguas cuadradas. Tiene una población aproximada de quince millones y medio de personas. Al galope y relevando las monturas, un jinete que rodease la frontera volvería al punto de partida cuatro años después.
Druss se mostró deprimido.
—¿Tan grande?
—Tan grande —afirmó Bodasen.
Druss frunció el ceño.
—La encontraré —dijo finalmente.
—Por supuesto que sí —dijo Bodasen—. Está con Kabuchek y él se habrá dirigido a su residencia de Ectanis, lo que significa que habrá desembarcado en Capalis. Kabuchek es un hombre conocido, un consejero del sátrapa Shabag. No será difícil de encontrar. Amenos...
—A menos que ¿qué? —preguntó Druss.
—A menos que Ectanis haya caído.
De repente se oyó un grito procedente de la cofa.
—¡Barco a la vista!
Bodasen se levantó y escrutó las aguas centelleantes. Hacia el este alcanzó a ver un barco con las velas plegadas y tres filas de remos que se movían como alas. Corrió por la cubierta y desenvainó el sable.
—¡Preparad las armas! —gritó.
Druss se puso el jubón y el yelmo, y permaneció en la proa, observando el trirreme que se acercaba a toda velocidad. Incluso a aquella distancia podía ver que la cubierta estaba atestada de guerreros.
—Un barco magnífico —dijo.
A su lado, Sieben meneó la cabeza.
—El mejor. Doscientos cuarenta remos. ¡Mira! ¡En la proa!
Druss miró con atención y distinguió un reflejo dorado cerca de la línea de flotación.
—Ya veo.
—Es el espolón. Se trata de una extensión de la quilla y está recubierto de bronce. Con tres filas de remos impulsándolo a toda velocidad es capaz de atravesar el casco del navío más resistente.
—¿Es eso lo que pretenden?
Sieben negó con la cabeza.
—Lo dudo. Éste es un barco mercante, adecuado para el saqueo. Se acercarán, retirarán los remos e intentarán sujetarnos con los garfios de abordaje.
Druss empuñó a Snaga y echó una ojeada a la cubierta. Los demás mercenarios de Drenai se habían armado ya, y aguardaban con expresión adusta. Los arqueros, con Eskodas entre ellos, trepaban por las jarcias y se aseguraban en posiciones por encima de la cubierta, listos para disparar al enemigo. Bodasen, con el pecho protegido por una coraza negra, permanecía en guardia en la cubierta del piloto.
El Hijo del Trueno puso rumbo al oeste, pero después viró. A lo lejos se distinguían otros dos barcos y Sieben maldijo.
—¡No podemos enfrentamos a todos!
Druss echó una ojeada a la vela hinchada y volvió a observar los barcos recién avistados.
—No parecen iguales —señaló—. Son más pesados y no tienen remos. Además, se acercan casi contra el viento. Si podemos deshacernos del trirreme no nos alcanzarán.
Sieben rió entre dientes.
—Como digáis, capitán. Me inclino ante vuestro superior conocimiento náutico.
—Aprendo con rapidez. Es porque escucho.
—A mí no me escuchas nunca. He perdido la cuenta de las veces que te has quedado dormido mientras hablábamos en este viaje.
El Hijo del Trueno viró de nuevo, intentando alejarse del trirreme. Druss blasfemó, atravesó la cubierta a la carrera y subió a la cubierta del piloto, donde se encontraban Bodasen y Milus Bar.
—¿Qué estáis haciendo? —le dijo al capitán.
—¡Fuera de mi cubierta! —rugió Milus.
—¡Si sigues este curso tendremos que luchar contra tres barcos! —gritó Druss.
—¿Qué otra opción tenemos? —dijo Bodasen—. No podemos derrotar a un trirreme.
—¿Por qué? Sólo son hombres.
—Hay un centenar de ellos, sin contar a los remeros. Nosotros somos veinticuatro y algunos marineros. Las probabilidades hablan por sí mismas.
Druss contempló los barcos que se acercaban por el oeste.
—¿Cuántos hombres habrá allí?
Bodasen se encogió de hombros y miró a Milus Bar. El capitán meditó durante unos instantes.
—Unos doscientos en cada nave, posiblemente —admitió.
—¿Podemos dejarlos atrás?
—Si nos encontramos con niebla, o si conseguimos evitarlos hasta el anochecer.
—¿Y cuáles son las probabilidades de que eso ocurra?
—Me temo que pocas —respondió Milus.
—Entonces llevaremos el combate hasta ellos.
—¿Cómo sugieres que lo hagamos, joven? —preguntó el capitán. Druss sonrió.
—No soy marino, pero creo que su mayor ventaja está en los remos. ¿No podemos intentar rompérselos?
—Podríamos —admitió Milus—, pero tendríamos que ponemos al alcance de los garfios de abordaje. Entonces estaríamos acabados: nos abordarían.
—¡O nosotros a ellos! —espetó Druss.
Miles soltó una carcajada.
—¡Estás loco!
—Loco y bastante en lo cierto —intervino Bodasen—. Nos están dando caza como lobos a un venado. ¡Hagamos lo que dice, Milus!
Durante un momento, el capitán miró con incredulidad a los dos guerreros. Después lanzó una maldición y empujó el timón. El Hijo del Trueno puso rumbo hacia el trirreme.
Se llamaba Earin Shad, aunque ningún miembro de su tripulación lo llamaba así. Se dirigían a él como el Señor del Mar, o el Grande; a sus espaldas usaban la expresión naashanita Bojeeba, que significa «tiburón».
Earin Shad era alto y delgado, de hombros redondeados, cuello largo, ojos saltones de color gris y una boca de labios finos que nunca sonreían. Nadie a bordo del Viento Oscuro sabía cuál era su origen; sólo que hacía más de veinte años que era capitán. Era uno de los Señores Corsarios: los hombres poderosos que dominaban los mares. Se decía que poseía varios palacios en las Mil Islas y que era tan rico como cualquiera de los reyes de Oriente. Aquello no se reflejaba en su aspecto: vestía una coraza sencilla de bronce repujado y un yelmo alado procedente del botín de un mercante que había atacado doce años atrás. En su costado colgaba un sable con empuñadura de madera pulida y guardamanos de bronce. Earin Shad no era aficionado a derrochar.
Permanecía de pie en la popa mientras el ritmo uniforme del tambor instaba a los remeros a redoblar sus esfuerzos y, de vez en cuando, se oía el chasquido del látigo al caer sobre una espalda desnuda. Earin Shad frunció el ceño cuando el barco mercante viró y enfiló hacia el Viento Oscuro.
—¿Qué hacen? —preguntó Patek, el gigante. Earin lo miró.
—Han visto las naves de Reda e intentan librarse de nosotros. No les saldrá bien.
Se volvió hacia el timonel, un viejo desdentado llamado Luba, y vio que el anciano ya estaba rectificando el curso.
—Mantén la dirección —le dijo—. No queremos que se empotren en el espolón.
—¡A la orden, Señor del Mar!
—¡Preparad los garfios! —gritó Patek.
El gigante supervisó a los hombres mientras reunían cuerdas y las anudaban a los garfios tridentados. Después se volvió a mirar al barco que se aproximaba.
—¡Mirad, Señor del Mar! —exclamó, señalando hacia el Hijo del Trueno.
Sobre la proa se alzaba un hombre vestido de negro. Alzaba sobre la cabeza un hacha de doble filo, con gesto desafiante.
—No podrán cortar todas las cuerdas —dijo Patek.
Earin Shad no respondió. Estudiaba la cubierta del barco enemigo, intentando distinguir si había mujeres a bordo. No vio ninguna, y su humor empeoró. Compensó su disgusto recordando el último barco que habían asaltado, tres semanas antes, en el cual viajaba la hija de un sátrapa, y se lamió los labios al imaginársela. Bella, orgullosa y desafiante, ni el látigo ni las bofetadas habían bastado para domarla. Aun después de haber sido violada repetidas veces, sus ojos brillaban con furia asesina. La joven tenía brío, sin duda, pero él había encontrado su punto débil. Siempre lo hacía. Y al encontrarlo experimentó, como siempre, una mezcla de triunfo y decepción. El instante de la conquista, cuando ella le había rogado que la llevase con él, había sido exquisito. Pero a continuación lo inundó el pesar, al que siguió la ira. La mató con rapidez, lo que incomodó a sus hombres, pero la joven se había ganado aquel derecho. Había tenido coraje para soportar cinco días sumida en la oscuridad de la bodega, con la única compañía de las ratas.
Earin Shad lanzó un bufido y se aclaró la garganta. No había tiempo para divagaciones.
La puerta del camarote se abrió a sus espaldas, y oyó los pasos suaves del mago.
—Buenos días, Señor del Mar —dijo Gamara. Patek se alejó, esquivando la mirada del mago.
Earin Shad saludó con una inclinación de cabeza al delgado chiatze.
—¿Tenemos buenos presagios? —preguntó.
Gamara abrió los brazos con un movimiento elegante.
—Sería un desperdicio de energía molestarse en echar las runas, Señor del Mar. Perdieron a la mitad de los hombres durante la tormenta.
—¿Estás seguro de que transportan oro?
El chiatze sonrió, mostrando una hilera de dientes perfectos, pequeños y blancos. «Son como los de un niño», pensó Earin Shad. Miró los oscuros ojos rasgados del mago.
—¿Cuánto transportan?
—Doscientos sesenta mil raks de oro. Bodasen los reunió con ayuda de los mercaderes ventrianos de Mashrapur.
—Deberías haber echado las runas —dijo Earin Shad.
—Veremos mucha sangre —afirmó Gamara—. ¡Ajá! Ved, mi señor. Los tiburones, como siempre, siguen vuestra estela. Son como perritos, ¿verdad?
Earin Shad no se molestó en mirar hacia las formas grises que se deslizaban sin esfuerzo a través del agua, con aletas como sables.
—Son los buitres del mar —respondió— y no me gustan en absoluto.
El viento cambió de dirección y el Hijo del Trueno giró sobre las olas como un bailarín. En la cubierta del Viento Oscuro, docenas de guerreros se apelotonaban contra la borda de estribor conforme ambos barcos se acercaban.
«Pasaremos cerca —pensó Earin Shad—. Intentarán virar y alejarse.» Con objeto de adelantarse al movimiento del otro barco, gritó una orden a Patek, que ahora se encontraba junto al resto de los guerreros. El gigante cruzó la cubierta y dio instrucciones al cómitre. Un instante después, los remos de estribor se separaban del agua; los ciento veinte remeros de babor bogaron, y el Viento Oscuro giró a estribor al instante.
El Hijo del Trueno viró a su vez, enfilando directamente hacia el barco corsario. En la proa, el guerrero de barba negra agitó el hacha; Earin Shad supo que había cometido un error.
—¡Replegad los remos! —gritó.
Patek lo miró, asombrado.
—¿Cómo decís, mi señor?
—¡Los remos! ¡Nos están atacando!
Pero fue demasiado tarde. Antes de que Patek tuviese tiempo de transmitir la orden a los galeotes, el Hijo del Trueno embistió, virando violentamente hacia el Viento Oscuro, y su proa se llevó por delante las primeras filas de remos. Sonó un chasquido atronador de maderas quebrándose, que se mezcló con los gritos de los galeotes cuando los remos aplastaron miembros, cráneos, hombros y costillas.
Se lanzaron los garfios de abordaje, y los ganchos de hierro se clavaban en la madera y se enredaban en los aparejos del Hijo del Trueno. Una flecha atravesó el pecho de un corsario. El hombre cayó hacia atrás, intentó levantarse y cayó de nuevo. Los corsarios tiraron de las sogas de abordaje, y los barcos se fueron aproximando.
Earin Shad estaba furioso. Había perdido la mitad de los remos de estribor y sólo los dioses sabían cuántos galeotes habían sido aplastados. Tendría que renquear hasta un puerto.
—¡Al abordaje! —gritó.
Los costados de los barcos chocaron. Los corsarios se encaramaron a la borda.
En aquel instante, el guerrero de barba negra del barco enemigo abandonó la proa y saltó sobre la línea de corsarios. Earin Shad no daba crédito a sus ojos. El hachero vestido de negro envió a varios hombres rodando por la cubierta y estuvo a punto de caer él mismo, pero se alzó e hizo girar el hacha. Un hombre gritó mientras la sangre brotaba de la terrible herida que apareció en su pecho. El hacha subía y bajaba sin parar, y los corsarios comenzaron a retroceder ante aquel guerrero enloquecido.
El hombre cargó, y el hacha comenzó a abrir huecos en las filas de enemigos. En el otro extremo de la cubierta, varios corsarios que aún intentaban abordar el mercante se encontraron con una feroz resistencia por parte de los mercenarios de Drenai, pero en el centro del trirreme reinaba el caos. Un hombre corrió hacia el hachero con intención de clavarle un cuchillo por la espalda, pero una flecha le atravesó el cuello, y cayó.
Algunos de los guerreros drenai saltaron al trirreme para unirse al hachero. Earin Shad lanzó una maldición y desenvainó el sable, saltó la barandilla de popa y aterrizó suavemente en la cubierta inferior. Un espadachín corrió hacia él. Earin desvió la estocada y replicó con un tajo que no acertó el cuello de su oponente, pero le abrió el rostro desde el pómulo hasta el mentón. Cuando el guerrero se echó hacia atrás, Earin Shad lo ensartó con el sable en plena boca y lo atravesó hasta el cerebro.
Un ágil guerrero protegido con una coraza negra y un casco se deshizo de un corsario y avanzó hacia Earin Shad. El capitán corsario bloqueó una feroz estocada e intentó devolver el golpe, sólo para retroceder de nuevo cuando la hoja de su oponente le apuntó directamente al rostro. El hombre tenía la piel y los ojos oscuros, y era un maestro con la espada.
Earin Shad retrocedió un paso y desenvainó un puñal.
—¿Ventriano? —preguntó.
El hombre sonrió.
—Desde luego.
Un corsario intentó atacar al hombre por la espalda. Éste giró, lo destripó de un golpe y se volvió a tiempo de bloquear una estocada de Earin Shad.
—Soy Bodasen —añadió.
Los corsarios eran tipos duros y fuertes, acostumbrados al combate y a jugarse el pellejo, pero nunca se habían encontrado con nadie como el hombre del hacha. Desde la cubierta del piloto del Hijo del Trueno, Sieben veía cómo caían uno tras otro ante los frenéticos e incansables ataques de Druss. A pesar de que el día era caluroso, Sieben sintió un escalofrío al contemplar la carnicería que provocaba el hacha entre los desventurados piratas. Druss era imparable, y Sieben conocía el motivo. Cuando se enfrentaban dos espadachines, el resultado dependía de la destreza. Pero armado con la temible hacha de doble filo, Druss no necesitaba más habilidad que su fuerza y su sed de combate; una sed que parecía insaciable. Nadie podía hacerle frente, ya que para llegar a él había que ponerse al alcance de las mortíferas hojas. La muerte no era un riesgo: era una certeza. Y Druss parecía poseer un sexto sentido. Los corsarios lo rodeaban por completo, pero cuando cualquiera se acercaba, él giraba a tiempo para hacerle frente y los filos del hacha atravesaban piel, carne y huesos. Algunos de los corsarios habían dejado caer las armas y huían del enorme guerrero que olía a sangre. Druss se olvidaba de ellos.
Sieben miró hacia donde Bodasen luchaba contra el capitán enemigo. Sus espadas centelleaban bajo los rayos del sol, y tenían un aspecto frágil e insustancial al lado del poder desnudo que emanaba del hacha.
Un hombre gigantesco armado con una maza de hierro cargó contra Druss, justo cuando Snaga se había atascado entre las costillas de un corsario. Druss esquivó el arma y lanzó un gancho de izquierda que lo acertó de lleno en la mandíbula. Mientras el gigante caía, Druss liberó el hacha y decapitó a un atacante demasiado temerario. Varios guerreros drenai corrieron a su lado y los corsarios retrocedieron, desmoralizados.
—¡Tirad las armas y sobreviviréis! —les gritó Druss.
Tras un breve instante de duda, espadas, sables, alfajes y cuchillos repiquetearon en la cubierta. Druss se volvió y vio cómo Bodasen bloqueaba una estocada y contraatacaba con un tajo que abría la garganta del capitán corsario. La sangre brotó de la herida y el capitán trastabilló. Earin Shad intentó lanzar un último golpe, pero las fuerzas le fallaron y cayó de bruces contra la cubierta.
Un hombre vestido con una amplia túnica verde apareció junto a la barandilla del timón. Era alto y delgado, y llevaba la cabeza rapada. Alzó las manos y Sieben parpadeó. El hombre parecía sostener dos esferas de bronce brillante. «No —pensó el poeta, al fijarse con más atención—. No son de bronce. ¡Son de fuego!»
—¡Cuidado, Druss! —gritó.
El brujo adelantó las manos y una lengua de fuego salió disparada hacia el hachero. Snaga relampagueó y las llamas golpearon las hojas plateadas.
El poeta tuvo la impresión de que el tiempo se detenía. Durante una fracción de segundo vio una escena que no olvidaría jamás: cuando las llamas chocaron con el hacha, una figura demoníaca se alzó tras Druss. Su piel era gris como el acero y estaba cubierta de escamas. Sus largos y poderosos brazos terminaban en garras. Las llamas rodearon a la criatura y rebotaron en dirección al brujo, cuyas ropas ardieron. El pecho del chiatze pareció implosionar y en él se abrió un enorme agujero, a través del cual Sieben pudo ver el cielo. El brujo cayó y el demonio se desvaneció.
—¡Dulce madre de Cires! —dijo Sieben, casi sin voz. Se volvió hacia Milus Bar—. ¿Has visto eso?
—¡Sí! El hacha lo ha salvado.
—¿El hacha? ¿No has visto esa cosa?
—¿De qué demonios hablas?
El corazón de Sieben latía desbocado. Vio a Eskodas descolgándose de los aparejos; corrió hacia él y lo agarró de un brazo.
—¿Qué has visto cuando las llamas han alcanzado a Druss? —le preguntó.
—Que las ha desviado con el hacha. ¿Qué te pasa?
—Nada. Nada en absoluto.
—Será mejor que cortemos esas cuerdas —dijo Eskodas—. Los otros barcos se están acercando.
Los mercenarios drenai que seguían a bordo del Viento Oscuro también vieron los barcos de guerra. Abandonaron a los derrotados corsarios y regresaron al Hijo del Trueno. Druss y Bodasen fueron los últimos. Nadie intentó detenerlos.
El gigante al que Druss había noqueado, Patek, se puso en pie tambaleándose. Corrió hacia la borda y saltó tras el hachero. Aterrizó en medio de un grupo de mercenarios, que se dispersaron.
—¡Esto no ha acabado! —le gritó a Druss—. ¡Pelea conmigo!
El Hijo del Trueno se fue alejando del barco corsario, viento en popa. Druss dejó a Snaga en la cubierta y avanzó, cubierto de sangre, hacia el gigante. El corsario, casi un codo más alto que Druss, lanzó el primer golpe; un latigazo con la derecha que rozó al hachero y le abrió la piel bajo el ojo izquierdo. Druss respondió clavando un gancho en las costillas de Patek, que gruñó y golpeó con su izquierda la mandíbula de Druss, haciéndolo tambalearse, y siguió atacando con ambos puños. Druss encajó los golpes y, finalmente, conectó un derechazo que hizo girar como un trompo a su contrincante. Fue tras él y golpeó de nuevo. Patek cayó de rodillas. Druss retrocedió un paso y lanzó una fuerte patada que estuvo a punto de despegar de la cubierta al gigante. Éste cayó, intentó levantarse y por último se quedó inmóvil.
—¡Druss! ¡Druss! ¡Druss! —corearon los guerreros drenai supervivientes, mientras el Hijo del Trueno aumentaba la distancia que lo separaba de sus perseguidores.
Sieben se sentó y contempló a su amigo.
«No me extraña que seas tan letal —pensó—. Por los cielos, Druss, ¡estás poseído!»
Druss se acercó cansinamente a la borda de estribor, sin molestarse en echar una ojeada a los barcos que aún seguían tras el Hijo del Trueno. Tenía el rostro cubierto de sangre seca. Se frotó el ojo izquierdo, limpiándose las pestañas pegajosas. Dejo a Snaga en la cubierta y se quitó el jubón, para que la brisa le refrescase la piel.
Eskodas apareció a su lado con un cubo lleno de agua.
—¿Algo de esa sangre es tuya? —preguntó el arquero.
Druss se encogió de hombros con indiferencia. Se quitó los guantes, metió las manos en el cubo y se limpió el rostro y la barba. Después alzó el cubo y se lo vació en la cabeza.
Eskodas examinó el cuerpo del hachero.
—Tienes unas cuantas heridas leves —dijo, tanteando un pequeño corte en el hombro de Druss y un tajo algo más grande en su costado—. Ninguna es muy profunda. Voy a buscar hilo y aguja.
Druss permaneció en silencio. Sentía un gran cansancio, un embotamiento que parecía haberlo dejado sin energía. Pensó en Rowena, en su delicadeza y su carácter tranquilo, y en la paz que sentía cuando estaba junto a ella. Echó la cabeza hacia atrás y apoyó las manos en la baranda. Oyó risas a su espalda y se volvió; vio a varios guerreros atosigando al gigante corsario. Le habían atado las manos a la espalda y lo aguijoneaban con cuchillos, obligándolo a saltar.
Bodasen bajó de la cubierta del piloto.
—¡Ya basta! —gritó.
—Sólo nos estamos divirtiendo un poco antes de echarlo a los tiburones —replicó un mercenario enjuto de barba canosa.
—Nadie será arrojado a los tiburones —dijo Bodasen—. Desatadlo.
Los hombres obedecieron a regañadientes. El gigante permaneció de pie frotándose las muñecas. Su mirada se cruzó con la de Druss, pero la expresión del corsario era inescrutable. Bodasen lo guió hasta el camarote de popa, y desaparecieron en su interior.
Eskodas regresó y suturó con rapidez y destreza las heridas del costado y el hombro del hachero.
—Los dioses estaban de tu parte, sin duda. Has tenido suerte.
—Cada cual se busca su propia suerte —replicó Druss.
Eskodas rió.
—Eso parece. Confía en la Fuente, pero ten a mano una cuerda de repuesto para el arco. Eso decía mi maestro.
Druss repasó mentalmente lo sucedido en el trirreme.
—Me has ayudado —dijo, al recordar la flecha que había matado al hombre que lo atacó por la espalda.
—Ha sido un buen tiro —convino Eskodas—. ¿Cómo te encuentras?
—Creo que podría dormir una semana entera.
—Es normal, compañero. El ansia de batalla enciende la sangre, pero la resaca es insoportablemente deprimente. Los poetas no escriben romances sobre ello. —El arquero cogió un trapo, limpió de sangre el jubón de Druss y se lo devolvió al hachero—. Eres un gran luchador, Druss. Quizá el mejor que haya visto nunca.
Druss se puso el jubón, recogió a Snaga y caminó hasta la proa, donde se tumbó entre dos fardos. Durmió alrededor de una hora, hasta que Bodasen lo despertó. Abrió los ojos y vio al ventriano a su lado. El sol se estaba poniendo.
—Tenemos que hablar, amigo mío —dijo Bodasen.
Druss se sentó. Sintió una punzada en la herida del costado y maldijo entre dientes.
—Estoy cansado —le dijo al ventriano—, así que sé breve.
—He estado hablando con el corsario. Se llama Patek...
—Me da igual cómo se llame.
Bodasen suspiró.
—Le he prometido la libertad cuando lleguemos a Capalis a cambio de información sobre la flota corsaria. Le he dado mi palabra.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
—Me gustaría tener también tu palabra de que no lo matarás.
—No tengo interés en matarlo. No significa nada para mí.
—Entonces dilo, amigo mío.
Druss observó con atención al ventriano.
—Hay algo más. Algo que no me estás contando.
—Así es —reconoció Bodasen—. Asegúrame que podré cumplir la promesa que le he hecho a Patek y te lo explicaré todo.
—Está bien: no lo mataré. Y ahora dime lo que sea y déjame dormir.
Bodasen inspiró profundamente.
—El trirreme era el Viento Oscuro. Su capitán era Earin Shad, uno de los jefes corsarios... Una especie de rey, podríamos decir. Han estado recorriendo estas aguas durante los últimos meses. Uno de los barcos que... echaron a pique...
Bodasen guardó silencio y se humedeció los labios antes de continuar:
—Lo siento, Druss. El barco de Kabuchek fue atacado y hundido, y los pasajeros y la tripulación fueron arrojados a los tiburones. No hubo supervivientes.
Druss permaneció inmóvil. Toda su furia se había esfumado.
—Ojalá pudiera decir o hacer algo que aliviase tu dolor —añadió Bodasen—. Sé que la amabas.
—Déjame solo —susurró Druss—. Simplemente, déjame solo.