Todas las mañanas, Eskodas paseaba por la cubierta. Recorría la borda de babor hasta la proa, regresaba caminando junto a la de estribor y subía los seis escalones que daban acceso a la cubierta del piloto, en la popa, donde el capitán o el primer oficial hacía guardia junto al curvo timón de roble.
El arquero tenía miedo del mar, y observaba las olas con indisimulado temor. Sentía el increíble poder que hacía subir y bajar el barco como un madero a la deriva. El primer día de viaje había subido al puesto del timonel y se había acercado a Milus Bar, el capitán.
—Aquí no se admiten pasajeros —dijo éste secamente.
—Querría hacerle una pregunta, señor —contestó Eskodas, cortésmente.
Milus Bar aseguró la barra del timón con una cuerda de cáñamo.
—¿Sobre qué?
—Sobre el barco.
—Nave —cortó Milus.
—Sí, la nave. Perdonadme; no conozco el lenguaje náutico.
—Es muy marinera —dijo Milus—. Trescientos cincuenta codos de madera curada. No se filtra más agua que la que puede sudar un hombre, y es capaz de enfrentarse a cualquier tormenta que los dioses nos pongan en el camino. Es ligera. Es rápida. ¿Qué más necesitas saber?
—Habláis del... de la nave... como de una mujer.
—Es mejor que cualquier mujer que haya conocido nunca —dijo Milus, sonriendo—. Nunca me ha engañado.
—Parece tan pequeña contra la inmensidad del océano...,
—Todos somos pequeños contra la inmensidad del océano, chico. Pero las tormentas son raras en esta época del año. El peligro son los piratas, y por eso estáis aquí.
El capitán observó con atención al joven arquero, estrechando los ojos bajo las espesas cejas.
—Si no te importa que te lo diga, chico, pareces un poco fuera de lugar entre ese montón de asesinos y maleantes.
—No me importa que me lo digáis, señor —contestó Eskodas—. Aunque quizá a ellos sí que les importaría, si lo oyesen. Gracias por vuestro tiempo y amabilidad.
El arquero regresó a la cubierta principal. Los hombres estaban desperdigados por ella; algunos jugaban a los dados; otros charlaban. Junto a la borda de babor se celebraba un concurso de pulsos. Eskodas pasó junto a los contendientes y se acercó a la proa.
El sol brillaba sobre el cielo azul y la brisa era firme. Unas gaviotas volaban en círculos sobre el barco, y al norte se vislumbraba la costa de Lentria. A aquella distancia, la tierra parecía difusa e irreal. Un lugar para espectros y leyendas.
Había dos hombres sentados en la proa. Uno de ellos era el esbelto joven que había embarcado de forma tan espectacular. Era rubio y apuesto, y se sujetaba el largo cabello con una cinta plateada. Vestía ropas caras: una camisa de fina seda azul clara y calzas de lana teñida de azul oscuro con ribetes de cuero. El otro hombre era enorme. Había levantado a Kelva como si el guerrero sólo pesara unas onzas y lo había arrojado al agua como si fuera un arpón. Eskodas se acercó a ellos. El gigante era más joven de lo que había pensado al principio, pero una incipiente barba oscura lo hacía parecer mayor. Su mirada se cruzó con la de Eskodas: ojos azules, fríos, duros y de expresión poco acogedora. El arquero sonrió.
—Buenos días —dijo.
El gigante respondió con un gruñido, pero el joven rubio se levantó y tendió la mano.
—Hola. Me llamo Sieben. Éste es Druss.
—Ah, ya sé. Derrotó a Grassin en el torneo. Le rompió la mandíbula, creo.
—En varios trozos —asintió Sieben.
—Yo me llamo Eskodas.
El arquero se sentó en un rollo de cuerda y apoyó la espalda en un fardo envuelto en lona. Cerró los ojos y sintió cómo el sol le calentaba el rostro. El silencio duró unos instantes; después, los dos hombres reanudaron su conversación. Eskodas no prestó mucha atención... Algo sobre una mujer y unos asesinos.
Pensó en el viaje que tenían por delante. Nunca había estado en Ventria, un país en el que, según los libros de historia, había riquezas sin par, dragones, centauros y bestias salvajes. No acababa de creerse lo relativo a los dragones; había viajado bastante y en todas partes se contaban cuentos sobre ellos, pero nunca había conseguido ver uno. En Chiatze había un museo donde se exponían los huesos ensamblados de un dragón: se trataba de un esqueleto colosal, pero no tenía alas y el cuello medía ocho codos de largo. Era imposible que el fuego pudiera atravesar aquella garganta, pensaba.
Pero a Eskodas lo ilusionaba la perspectiva de conocer Ventria, con dragones o sin ellos.
—No hablas mucho, ¿no es cierto? —le dijo Sieben.
Eskodas abrió los ojos y sonrió.
—Cuando tengo algo que decir, hablo —contestó.
—No tendrás la oportunidad —gruñó Druss—. Sieben habla por diez hombres.
Eskodas volvió a sonreír, cortésmente, y se dirigió a Sieben:
—Eres el Maestro de Sagas.
—Así es. Es muy halagador que me reconozcan.
—Te vi en Corteswain. Interpretaste el Romance de Karnak. Fue una actuación buenísima; me gustó especialmente la parte de Dros Purdol y el asedio, aunque me impresionó algo menos la llegada de los dioses de la guerra y la misteriosa princesa que tenía el poder de lanzar rayos.
—Licencia poética —dijo Sieben, con una sonrisa tensa.
—El valor de los hombres no necesita esas licencias —replicó Eskodas—. Creo que la ayuda divina desmerece el heroísmo de los defensores.
—No se trataba de una lección de historia —recalcó Sieben, ya sin sonreír—. Era un poema; un romance. La llegada de los dioses no es más que un artificio artístico para señalar que a veces el valor trae consigo la buena suerte.
—Hmmm... —Eskodas se recostó de nuevo y cerró los ojos.
—¿Qué significa eso? —inquirió Sieben—. ¿No estás de acuerdo?
—No tengo ningún deseo de iniciar una disputa, señor poeta —dijo Eskodas tras suspirar—, pero creo que ese artificio es bastante infortunado. Afirmas que está ahí para introducir un efecto dramático, así que no tiene sentido discutir más. No deseo hacer crecer tu ira.
—¡No estoy furioso, maldita sea! —estalló Sieben.
—No se toma bien las críticas —dijo Druss.
—Muy gracioso —dijo Sieben—, viniendo de alguien que tira por la borda a un compañero a la primera palabra que le molesta. A ver, ¿por qué es una herramienta infortunada?
Eskodas se inclinó hacia delante.
—He estado en muchos asedios. El momento en que se muestra el máximo coraje llega al final, cuando todo parece perdido. Es cuando los débiles buscan la huida o ruegan por su vida. Haces que los dioses lleguen justo antes de ese momento y ofrezcan su ayuda divina para frustrar los planes de los vagrianos. De modo que el auténtico clímax se pierde, ya que en cuanto aparecen los dioses sabemos que la victoria está garantizada.
—Debí de saltarme algunas de mis mejores líneas. Especialmente al final, cuando los guerreros se preguntan si alguna vez volverán a ver a los dioses.
—Sí, ya recuerdo... «los asombrosos versos, las palabras hechiceras, el tañido de las melodiosas campanas élficas». Ése.
—Precisamente.
—Prefiero el valor y el realismo de tus primeras obras:
Pero llegará el día en que la juventud se marchite y las fuerzas que se creían aceradas y ardientes demuestren ser efímeras e irreales al enfrentarse al ataque de los años.
Cuán errado está el joven que cree en secretos y en bosques encantados.
Eskodas guardó silencio.
—¿Conoces todos mis poemas? —preguntó Sieben, asombrado. Eskodas sonrió.
—Tras tu actuación en Corteswain busqué tus libros de poesía. Eran cinco, creo. Todavía conservo dos; los dos primeros.
—Me he quedado sin palabras.
—Éste es un día memorable —gruñó Druss.
—Oh, cállate. Al menos hemos encontrado a un hombre con buen gusto en medio de un barco cargado de paletos. Quizá el viaje no sea tan terrible, al fin y al cabo. Dime, Eskodas, ¿por qué viajas a Ventria?
—Me gusta matar gente —respondió Eskodas.
Druss soltó una carcajada.
Durante los primeros días, la novedad de estar a bordo de un barco mantuvo entretenidos a los mercenarios. Se sentaban en cubierta durante el día, jugando a los dados y contando historias. Por la noche se acostaban bajo una lona que se extendía y se ataba a las bordas de babor y estribor.
Druss estaba fascinado por el mar y el horizonte aparentemente infinito. Amarrado en el puerto de Mashrapur, el Hijo del Trueno tenía un aspecto colosal e indestructible. Pero en mar abierto parecía tan menudo como el pétalo de una flor en medio de un torrente. Sieben no había tardado mucho en aburrirse, pero no era el caso de Druss. El sonido del viento, el balanceo del barco sobre las olas y los chillidos de las gaviotas enardecían la sangre del joven hachero.
Una mañana trepó por las jarcias hasta la verga que sostenía la vela mayor. Se sentó en ella y no vio señales de tierra; sólo el infinito azul del mar. Un marinero caminó por la viga hacia él, descalzo y sin utilizar asideros. Se mantuvo en equilibrio con las manos en las caderas y observó a Druss.
—No se permite que los pasajeros suban aquí —dijo.
—¿Cómo puedes mantenerte así, como si estuvieras en tierra firme? Un golpe de viento te hará caer —preguntó Druss, sonriéndole al joven.
—¿Cómo, así? —preguntó el marinero, saltando desde la viga. Giró en el aire y sus manos se cerraron alrededor de una jarcia. Durante un momento permaneció allí, colgando. Después se aupó y se sentó junto al hachero.
—Muy bueno —dijo Druss. Su mirada fue atrapada por un destello azul plateado que cruzó el agua bajo ellos. El marinero se echó a reír.
—Los dioses del mar —dijo al pasajero—. Delfines. Si están de buen humor los verás hacer maravillas.
Una figura brillante surgió del agua, giró en el aire y se zambulló de nuevo sin apenas levantar salpicaduras. Druss descendió, decidido a echar un vistazo más de cerca a aquellos animales elegantes y hermosos que jugaban entre las olas. Un cántico agudo rodeó la nave cuando las criaturas asomaron la cabeza sobre la superficie del mar.
De repente, una flecha salió disparada del barco y se clavó en uno de los delfines, que se hundió bajo las olas. Un instante después, todos habían desaparecido.
Druss miró al arquero. Otros hombres empezaron a gritarle furiosamente.
—¡Sólo era un pez! —dijo el arquero.
Milos Bar se abrió paso entre el grupo.
—¡Imbécil! —gritó. Su rostro estaba ceniciento a pesar del intenso bronceado—. Eran los dioses del mar, que habían venido a saludamos. A veces nos guían a través de las aguas peligrosas. ¿Por qué tenías que disparar?
—Eran un buen blanco —replicó el hombre—. Y ¿por qué no? Es asunto mío.
—Desde luego —le dijo Milus—. Pero si nuestra suerte cambia a peor será asunto mío sacarte las tripas y echárselas a los tiburones.
El fornido capitán regresó junto al timón. El buen humor imperante se había evaporado, y los hombres volvieron a sus quehaceres sin mucho interés. Sieben se acercó a Druss.
—Por los dioses, eran maravillosos —dijo el poeta—. Según la leyenda, el carro de Asta es arrastrado por seis delfines blancos.
Druss suspiró.
—¿Quién iba a pensar que a alguien le apetecería matar alguno? ¿Sabes si son buenos para comer?
—No —dijo Sieben—. Más al norte, a veces quedan atrapados en las redes de pesca y mueren. Conozco a algunos hombres que han guisado su carne; dicen que sabe mal y es indigesta.
—Peor aún, entonces —gruñó el hachero.
—Es como cualquier otra caza por deporte, Druss. ¿No es un ciervo tan hermoso como un delfín, acaso?
—Un ciervo se puede comer. Su carne es exquisita.
—Pero pocas veces los cazan para comer, ¿verdad? No los nobles. Cazan por placer. Disfrutan de la emoción de la caza, del terror de la presa y del momento de la matanza. No culpes a ese hombre por su estupidez. Viene, como todos nosotros, de un mundo cruel.
Eskodas se unió a ellos.
—No es alguien muy ejemplar, ¿no es cierto? —dijo el arquero.
—¿Quién?
—El hombre que ha disparado al pez.
—De eso estábamos hablando.
—No sabía que entendieseis del arte de la arquería —dijo Eskodas, sorprendido.
—¿Arquería? ¿De qué diablos hablas?
—Ese arquero. Ha cargado la flecha y ha disparado en un único movimiento, sin vacilar. Pero es imprescindible hacer una pausa y observar el blanco. Él estaba ansioso por matar.
—En cualquier caso —dijo Sieben, cada vez más irritado—, estábamos hablando de la moralidad del deporte de la caza.
—El hombre es un asesino por naturaleza —dijo Eskodas amistosamente—. Un cazador nato, ¡como ése de ahí!
Sieben y Druss se volvieron y vieron una aleta plateada que cortaba las olas.
—Es un tiburón —prosiguió Eskodas—. Ha olido la sangre del delfín herido. Ahora lo persigue, y le seguirá el rastro como un explorador sathuli.
Druss se asomó por la borda y miró con atención a la figura brillante que pasaba junto al barco.
—Es grande —dijo.
—Los hay aún mayores —dijo Eskodas—. Una vez viajaba en un barco que se hundió por culpa de una tormenta frente a la costa de Lentria. Unos cuarenta sobrevivimos al naufragio e intentamos alcanzar la orilla a nado. Entonces llegaron los tiburones. Sólo tres de nosotros lo conseguimos, y uno había perdido la pierna derecha. Murió tres días después.
—¿Una tormenta, dices? —preguntó Druss.
—Así es.
—¿Como ésa?
Druss señaló hacia el este, donde se acumulaban enormes nubes negras. Un relámpago atravesó el cielo, seguido del terrible sonido del trueno.
—Sí, como ésa. Esperemos que no se cruce en nuestro camino.
En cuestión de momentos, el cielo se oscureció y el mar comenzó a picarse. El Hijo del Trueno subía y bajaba, remontando la cresta de olas gigantescas y hundiéndose en valles de agua aún mayores. Después llegó la lluvia: unas gotas cada vez más veloces, agujas heladas que caían del cielo como flechas.
Agachado junto a la borda de babor, Sieben echó una ojeada al lugar en el que se acurrucaba el infortunado arquero: el hombre que había disparado al delfín estaba solo y se aferraba desesperadamente a un cabo. Los relámpagos destellaban sobre el barco.
—Yo diría que nuestra suerte ha cambiado —comentó Sieben, pero ni Druss ni Eskodas podían oírlo en medio del bramido del viento.
Eskodas se acercó a la borda de babor y se abrazó a ella mientras arreciaba la tormenta. Una ola enorme golpeó el costado del barco y arrancó a algunos hombres de los inestables asideros que habían conseguido en cuerdas y fardos, los arrastró por la cubierta y los estrelló contra la semihundida borda de estribor. Uno de los mástiles se rompió, pero nadie lo oyó a causa del ominoso redoble de los truenos que estallaban en el cielo negro como la noche. El Hijo del Trueno alcanzó la cresta de una ola y comenzó a deslizarse por una pendiente de agua turbulenta. Un marinero, cargado con un rollo de cuerda, corrió por la cubierta e intentó alcanzar a los guerreros amontonados junto a la borda de estribor. Otra ola cayó sobre él y lo empujó contra ellos. La barandilla cedió y, en un instante, una veintena de hombres desapareció de la cubierta. El barco se sacudía como un caballo asustado y Eskodas sintió debilitarse su asidero. Intentó reafirmarse, pero el barco dio un bandazo. Arrancado de su posición de relativa seguridad, el arquero resbaló por la cubierta en dirección al hueco que se abría en la borda de estribor.
Una mano enorme lo aferró por un tobillo y lo arrastró de vuelta. El hachero le sonrió y le pasó un cabo. Eskodas se lo ató rápidamente alrededor del pecho, sujetó el otro extremo al mástil y miró a Druss. El enorme hachero estaba disfrutando con la tormenta.
Ya asegurado, Eskodas escrutó la cubierta. El poeta estaba abrazado a una sección de la baranda de estribor que no parecía muy segura, y más arriba, en la cubierta del piloto, alcanzó a ver a Milus Bar peleándose con el timón e intentando mantener el Hijo del Trueno por delante de la tormenta.
Una ola inmensa cayó sobre la cubierta. La barandilla de estribor cedió definitivamente y Sieben desapareció por la borda. Druss desató la cuerda que lo sostenía y se levantó. Eskodas gritó, pero el hachero no pudo o no quiso oírlo. Druss corrió por la cubierta inclinada, se cayó, volvió a levantarse y llegó hasta la baranda rota. Se arrodilló y se inclinó sobre el borde, agarró a Sieben y lo arrastró de vuelta al barco.
Casi a su lado, el hombre que había disparado al delfín intentaba alcanzar una cuerda para atarse con ella a un asidero clavado en cubierta. El barco dio un nuevo bandazo y el hombre cayó cuan largo era, se deslizó por su espalda y chocó contra Druss, al que hizo caer. Sujetando aún a Sieben con una mano, el hachero intentó agarrar al arquero con la otra, pero el hombre se desvaneció en medio del mar enfurecido.
Apenas un instante después, el sol apareció a través de un claro entre las nubes, la lluvia perdió intensidad y el mar se calmó. Druss se puso en pie y escrutó las aguas. Eskodas se liberó de la cuerda que lo sujetaba al mástil y se levantó sobre sus piernas temblorosas. Se acercó a Druss y a Sieben.
El rostro del poeta estaba blanco a causa de la impresión.
—Nunca volveré a navegar —dijo—. ¡Nunca!
Eskodas tendió la mano.
—Gracias, Druss. Me has salvado la vida.
—Tenía que hacerlo, compañero. —El hachero rió entre dientes—. Eres la única persona del barco que es capaz de dejar sin palabras a nuestro Maestro de Sagas.
Bodasen se acercó desde la cubierta del piloto.
—Lo que has hecho ha sido una insensatez, amigo mío —le dijo a Druss—, pero has hecho bien. Me gusta ver el coraje en los hombres que lucharán a mi lado.
El ventriano recorrió la cubierta, contando a los hombres que quedaban. Eskodas se estremeció.
—Creo que hemos perdido a una treintena de hombres —dijo.
—Veintisiete —afirmó Druss.
Sieben se inclinó por el borde de la cubierta y vomitó en el mar.
—Con esto, veintisiete y medio —puntualizó Eskodas.