Sieben yacía despierto, mirando los adornos del techo. Junto a él dormía una mujer, y el poeta sentía la calidez de su piel en el costado y las piernas. El techo estaba decorado con un fresco, una escena de caza que mostraba hombres armados con lanzas y arcos que perseguían a un león de melena rojiza. Caviló sobre qué tipo de persona pondría semejante escena sobre el lecho conyugal. Sonrió. El primer ministro de Mashrapur debía de tener una confianza inmensa, ya que cada vez que practicaba el sexo con su esposa, ésta podía alzar la mirada y contemplar a un grupo de hombres mucho más atractivos que su esposo.
Se giró sobre un costado y observó a la mujer dormida. Ésta le daba la espalda; tenía un brazo bajo la almohada y las piernas juntas. Su cabello era oscuro, casi negro en contraste con la blanca almohada. No podía verle la cara, pero se imaginó los labios carnosos y el esbelto y hermoso cuello. La primera vez que la vio, en la plaza del mercado, ella se encontraba junto a Mapek. El ministro estaba rodeado de subalternos y aduladores; Evejorda parecía aburrida y fuera de lugar.
Sieben la había observado atentamente, esperando a que los ojos de la mujer mirasen en su dirección. Cuando aquello ocurrió le envió una sonrisa. Una de sus mejores sonrisas; un gesto fugaz y centelleante que venía a decir: «Yo también me aburro. Te comprendo. Somos almas gemelas». La mujer alzó una ceja, mostrando su disgusto ante la impertinencia del poeta, y se volvió. Sieben esperó, sabiendo que ella volvería a mirar. La mujer se acercó a un tenderete y fingió examinar unos cuencos de cerámica. Sieben se abrió paso a través del gentío. La mujer levantó la vista y se sobresaltó al verlo tan cerca.
—Buenos días, mi señora —dijo el poeta. La mujer no le hizo caso—. Sois muy hermosa.
—Y vos, muy presuntuoso.
La voz de la mujer tenía un acento norteño que habitualmente a Sieben le resultaba irritante, pero en aquella ocasión no lo molestó.
—La belleza exige presunción. Tanto como adoración.
—Estáis muy seguro de vos —respondió la mujer, acercándose a él con intención de desconcertarlo.
La esposa del ministro vestía una sencilla túnica de color azul brillante, cubierta con un chal de seda blanca. Pero fue su perfume lo que aturdió los sentidos de Sieben; una fragancia intensa y aromática que el poeta identificó como Moserche, un producto importado de Ventria que costaba cinco raks de oro la onza.
—¿Sois feliz? —preguntó a la mujer.
—¡Qué pregunta más ridícula! ¿Quién podría responderla?
—Alguien que lo sea —dijo Sieben.
La mujer sonrió.
—Y vos, señor, ¿sois feliz?
—Ahora sí.
—Creo que sois un seductor profesional y que no decís una palabra de verdad.
—Entonces juzgadme por los hechos, mi señora. Me llamo Sieben. —Después dijo en un susurro la dirección de la casa que compartía con Druss, tomó la mano de la mujer y depositó en ella un beso.
Un mensajero llegó a la casa dos días después.
La mujer se movió en sueños. Sieben introdujo una mano bajo la sábana de raso y le sujetó un pecho. Al principio, ella no reaccionó; pero Sieben continuó acariciándole la piel y pellizcándole el pezón hasta que éste se puso erecto. La mujer gimió y se estiró.
—¿No duermes nunca? —le preguntó.
Sieben no respondió.
Más tarde, cuando Evejorda se había vuelto a dormir, el poeta permaneció en silencio acostado a su lado; su pasión se había desvanecido y sentía una vaga pesadumbre. Sin duda, se trataba de la mujer más hermosa con la que había estado. Era sagaz, inteligente, activa y llena de pasión.
Y él se aburría...
Como poeta, había cantado sobre el amor, pero nunca lo había experimentado, y envidiaba a los amantes de las historias que se miraban a los ojos y veían en ellos la eternidad. Suspiró y salió de la cama, se vistió rápidamente y abandonó la habitación. Bajó con cautela las escaleras de la parte trasera, que llevaban hasta el jardín, y después se calzó las botas. Los criados no estaban despiertos aún, y el amanecer apenas comenzaba a despuntar en el cielo oriental. Un gallo cantó, a lo lejos.
Sieben atravesó el jardín y salió a la calle. Mientras caminaba le llegó el aroma del pan recién horneado; entró en una panadería y compró un poco de pan con queso, que fue comiendo mientras caminaba hacia casa.
Druss no estaba allí, y el poeta recordó que el joven había conseguido un trabajo. Se preguntó qué podía llevar a alguien a decidir ocupar su tiempo en cavar entre la mugre. Fue a la cocina, colocó una olla sobre la estufa de hierro y la llenó de agua hasta el borde.
Se preparó una infusión de menta y hierba, se sirvió y se dirigió hacia la sala principal, donde encontró a Shadak durmiendo en un sofá. El jubón y los pantalones del cazador estaban sucios del polvo del camino, y tenía las botas cubiertas de barro. El cazador se despertó al entrar Sieben y bajó las piernas del sofá.
—¿Dónde te habías metido? —dijo Shadak, bostezando—. Llegué anoche.
—Estaba con un amigo —contestó Sieben. Se sentó frente al cazador y tomó un trago de la infusión.
Shadak asintió.
—Mapek llegará hoy a Mashrapur. Ha adelantado su regreso de Vagria.
—¿Por qué debería interesarme eso?
—Por nada, estoy seguro. Pero ahora lo sabes, en cualquier caso.
—¿Vas a sermonearme, Shadak?
—¿Tengo pinta de sacerdote? He venido a ver a Druss. Cuando llegué me lo encontré en el jardín, entrenándose con un gigante calvo. Por la forma en que se mueve, yo diría que sus heridas están curadas.
—Sólo las físicas —dijo Sieben.
—Lo sé —respondió el cazador—. He hablado con él. Todavía pretende embarcarse hacia Ventria. ¿Lo acompañarás?
Sieben se echó a reír.
—¿Por qué? No conozco a su esposa. Por los dioses, apenas lo conozco a él.
—Te haría bien, poeta.
—¿La brisa marina, quieres decir?
—Sabes lo que quiero decir —replicó Shadak con tono serio—. Te has granjeado un enemigo en la persona de uno de los hombres más poderosos de Mashrapur. Sus enemigos mueren, Sieben. Por el veneno o el acero, o con una cuerda con un nudo alrededor del cuello mientras duermen.
—¿Es que toda la ciudad se mete en mis asuntos?
—Por supuesto. Hay treinta criados en esa casa. ¿Crees que puedes ocultarles tu presencia cuando los gritos de placer de ella resuenan por todo el edificio en plena tarde, o por las mañanas, o en mitad de la noche?
—O las tres veces —dijo Sieben, sonriendo.
—No tiene gracia —replicó Shadak—. No eres más que un perro callejero y destrozarás la vida de esa mujer como ya has destrozado otras. Pero aun así, prefiero que estés vivo en vez de muerto. Sólo los dioses sabrán por qué.
—Le proporcioné un poco de placer, eso es todo. Lo que es más de lo que puede hacer ese palo seco que tiene por marido. Pero tomaré nota de tu consejo.
—No te lo pienses mucho. Cuando Mapek regrese, no tardará en enterarse de que su esposa estuvo obteniendo... un poco de placer. No me sorprendería que la matase a ella también.
Sieben palideció.
—No podrá...
—Es un hombre orgulloso, poeta. Y tú has cometido un grave error.
—Si la toca, lo mataré.
—Ah, muy noble; el perro saca los colmillos. Nunca tendrías que haber cortejado a esa mujer. Ni siquiera puedes alegar en tu descargo estar enamorado; sólo estabas en celo.
—¿No es eso el amor? —replicó Sieben.
—Para ti, sí. —Shadak sacudió la cabeza—. No creo que llegues a entenderlo, Sieben. El amor consiste en dar, no en recibir. En compartir el alma. Pero explicarte eso es perder el tiempo; como intentar enseñarle matemáticas a un pollo.
—Oh, por favor, no intentes evitar que me ofenda usando palabras delicadas. Háblame con franqueza.
Shadak se levantó.
—Bodasen está contratando guerreros; mercenarios para luchar en la guerra ventriana. Ha preparado un barco que se hará a la mar dentro de doce días. No asomes mucho la cabeza hasta entonces y no intentes volver a ver a Evejorda, si quieres que ella sobreviva.
El cazador se dirigió hacia la puerta, pero Sieben lo llamó.
—No tienes muy buena opinión de mí, ¿verdad?
Shadak se giró levemente.
—Tengo mejor opinión de ti que la que tienes tú mismo.
—Estoy demasiado cansado para los acertijos.
—No puedes olvidar Gulgothir.
Sieben dejó escapar el aire como si hubiera recibido un golpe. Se puso en pie.
—Eso pertenece el pasado. No significa nada para mí. ¿Comprendes? ¡Nada!
—Si tú lo dices... Te veré dentro de doce días. El barco se llama Hijo del Trueno. Está amarrado en el muelle doce.
—Quizá me presente allí. Quizá no.
—Siempre hay dos opciones, amigo mío.
—¡No! ¡No! ¡No! —rugió Brocha—. Sigues exponiendo el mentón y adelantas la cabeza.
Brocha se separó de su contrincante, cogió una toalla y se limpió el sudor de la cara y la cabeza.
—Intenta comprenderlo, Druss: si le das la oportunidad, Grassin te sacará un ojo. O los dos. Dará un paso hacia ti y cuando te lances a la carga disparará una mano, con el pulgar recto como un puñal.
—Vamos a repetirlo —dijo Druss.
—No. Estás furioso y eso te nubla las entendederas. Siéntate un rato.
—Pero nos estamos quedando sin luz —Druss señaló el cielo.
—Pues nos quedamos sin ella. Faltan cuatro días para el combate. Cuatro días, Druss. En ese tiempo tienes que aprender a controlar tu genio. Vencer lo es todo. Que tu adversario te insulte, que se burle de ti o que diga que tu madre vende su cuerpo a los marineros no significa nada. ¿Lo entiendes? Los insultos son armas normales en el arsenal de un luchador. Te provocarán, porque cualquier luchador sabe que la furia es la mayor debilidad de un contrincante.
—Puedo controlarme —contestó Druss con sequedad.
—Hace un momento estabas peleando bien. Estabas bien equilibrado y tus puñetazos eran certeros. Entonces te he golpeado con la izquierda dos veces seguidas. Los puñetazos han sido demasiado rápidos; han atravesado tu guardia y has empezado a enfadarte. Y entonces has vuelto a lanzar los golpes en curva, y a exponer la mandíbula y el rostro.
Druss se sentó junto al veterano boxeador y asintió.
—Tienes razón. Pero es que no me gusta este entrenamiento. Nos contenemos y no parece real.
—No será real, amigo mío, pero te prepara para el combate auténtico. —Brocha dio una palmada en el hombro del joven—. No desesperes; estás prácticamente listo. Creo que cavar zanjas te ha devuelto las fuerzas. ¿Qué tal van los trabajos en el solar?
—Hemos terminado hoy —contestó Druss—. Mañana vendrán los canteros y los albañiles.
—A tiempo: el supervisor estará contento. Desde luego, yo lo estoy.
—¿Por qué deberías estarlo tú?
—Poseo un tercio del terreno. Su valor se pondrá por las nubes cuando las casas estén construidas. —El luchador rió entre dientes—. ¿Te ha gustado la paga extra?
—¿Eso fue cosa tuya? —preguntó Druss con suspicacia.
—Es una práctica normal, Druss. El supervisor recibe cincuenta raks por terminar en el tiempo estipulado. Al capataz se le premia con la décima parte.
—Me dio diez raks de oro.
—Vaya, vaya. Debes de haberlo impresionado.
—Me pidió que me quedase y supervisara la excavación de los cimientos.
—¿Y te negaste?
—Así es. Hay un barco que se dirige hacia Ventria. Le dije que Togrin, mi ayudante, podía ocupar mi puesto. Se mostró de acuerdo.
Brocha permaneció unos instantes en silencio. Sabía que Druss había peleado con Togrin el primer día, y que después había aceptado el regreso del derrotado capataz, le había enseñado el trabajo y había delegado en él parte de sus tareas. El supervisor le explicó a Brocha, en las reuniones sobre la marcha de las obras, de qué modo respondían los hombres al mando de Druss:
—Es un líder nato que predica con el ejemplo; no hay trabajo demasiado humilde ni demasiado duro para él. Es un auténtico descubrimiento, Brocha. Voy a intentar ascenderlo. Hay planes para realizar otra construcción en el norte, en un terreno difícil. Me gustaría nombrarlo supervisor.
—No lo aceptará.
—Por supuesto que sí. Se hará rico.
Brocha devolvió sus pensamientos al presente.
—Sabes que quizá no la encuentres nunca —dijo en voz baja.
Druss negó con la cabeza.
—La encontraré, Brocha. Aunque tenga que cruzar a pie toda Ventria y buscar casa por casa.
—Tú eres leñador, Druss, así que contéstame a esto: si yo marcase una hoja caída en mitad del bosque, ¿cómo la buscarías?
—Entiendo lo que quieres decir, pero no es lo mismo. Sé quién la compró: Kabuchek. Es un hombre rico, una persona importante; lo encontraré.
Druss alargó el brazo por detrás del banco y empuñó a Snaga.
—Ésta era el hacha de mi abuelo —dijo—. Dicen que era un hombre malvado. Pero cuando era joven llegó un ejército desde el norte, guiado por un rey gothir llamado Pasia. Cundió el pánico; ¿cómo podrían resistir los drenai frente a semejante ejército? Las ciudades fueron abandonadas; la gente amontonó sus posesiones en carretillas, en carros, en las grupas de los caballos, como fuera. Bardan, mi abuelo, guió a un pequeño grupo por las montañas hasta el campamento enemigo. Él y veinte hombres más entraron a pie en el campamento, buscaron la tienda del rey y lo degollaron en mitad de la noche. A la mañana siguiente, los soldados encontraron la cabeza de Pasia clavada en una pica. El ejército volvió a su país.
—Es una historia interesante, pero ya la había oído —dijo Brocha—. ¿Cuál es la moraleja?
—No hay nada que un hombre no pueda conseguir si tiene voluntad, fuerza y valor para intentarlo.
Brocha se puso en pie y estiró los enormes músculos de sus hombros y espalda.
—Veamos si es cierto —dijo, sonriendo—. Veamos si tienes la voluntad, la fuerza y el valor necesarios para mantener baja la barbilla.
Druss rió, dejó el hacha tras el banco y se levantó.
—Me caes bien, Brocha. ¿Cómo, por el Caos, llegaste a unirte a alguien como Collan?
—Tenía un lado bueno, Druss.
—¿Tenía?
—Así es: pagaba bien. —Mientras hablaba lanzó una bofetada. El joven gruñó y saltó sobre Brocha, pero éste lo esquivó y encajó un puño en la cara de Druss—. ¡La barbilla, pedazo de mula! ¡Mantenla baja!
—Esperaba material de más calidad —dijo Bodasen, mientras observaba el gentío que se arremolinaba en el prado.
Brocha rió entre dientes.
—No te dejes engañar por las apariencias. Algunos de esos hombres son realmente buenos. La verdad es que depende de lo que estés buscando.
Bodasen contempló a la chusma con expresión disgustada. Algunos iban cubiertos de harapos; la mayoría, mugrientos. Se habían reunido más de doscientos hombres, y cuando echó una ojeada hacia las puertas de la ciudad vio que otros seguían acercándose por el camino.
—Creo que tenemos diferentes puntos de vista sobre lo que significa la palabra «calidad» —dijo con aspereza.
—Mira a aquél —dijo Brocha, señalando a un hombre sentado en una cerca—. Se trata de Eskodas, el arquero. Es capaz de acertar un blanco del tamaño de una uña a cincuenta pasos. Un hombre que querrías llevar a las montañas, como dicen en mi tierra. Más allá está Kelva, el espadachín; es tremendamente hábil y audaz, y un asesino nato.
—¿Pero entienden el concepto de honor?
Brocha soltó una carcajada.
—Has oído muchos relatos sobre gloria y aventuras, amigo mío. Estos hombres son luchadores, y luchan por su paga.
Bodasen suspiró.
—Estoy atrapado en esta... esta vergüenza de ciudad. Mi emperador se ve acosado por todas partes por un enemigo terrible, y no puedo unirme a él. Ningún barco se hace a la mar, a menos que lo tripulen tropas expertas, y yo tengo que elegirlas entre la escoria del arroyo disponible en Mashrapur. Esperaba algo mejor.
—Elige bien y te sorprenderán —aconsejó Brocha.
—Veamos primero a los arqueros —ordenó Bodasen al fin.
Durante más de una hora, Bodasen observó a los arqueros mientras enviaban sus flechas hacia los blancos de paja. Cuando terminaron, seleccionó a cinco hombres, entre los cuales estaba el joven Eskodas. Dio a cada uno de ellos un rak de oro y les ordenó que se presentaran en el Hijo del Trueno el día de la partida, al amanecer.
Evaluar a los espadachines resultó más difícil. Al principio los puso a luchar unos contra otros, pero los guerreros se entregaron a la tarea con furia ciega y, en poco tiempo, varios hombres habían quedado fuera de combate a causa de los cortes y estocadas. Uno de ellos había acabado con la clavícula rota. Bodasen les ordenó parar y, con ayuda de Brocha, escogió a diez. Los heridos fueron compensados con cinco monedas de plata cada uno.
La jornada transcurrió lentamente, y al mediodía habían escogido a treinta de los cincuenta hombres que necesitaba Bodasen para tripular el Hijo del Trueno. Despidió a los demás aspirantes a mercenarios y se alejó del prado, con Brocha caminando junto a él.
—¿Has reservado sitio para Druss? —preguntó el luchador.
—No. Sólo tengo espacio para los hombres dispuestos a luchar por Ventria. Él quiere viajar por asuntos personales.
—Según Shadak, es el mejor guerrero de toda la ciudad.
—No me interesa demasiado la opinión de Shadak. De no ser por él, los piratas no estarían luchando contra la causa ventriana.
—¡Por todos los cielos! —bufó Brocha—. ¿Cómo puedes creer eso? Collan se habría quedado tu dinero y no te habría dado nada a cambio.
—Me dio su palabra —replicó Bodasen.
—¿Cómo es posible que los ventrianos llegaseis a levantar un imperio? —preguntó Brocha—. Collan era un embustero, un ladrón y un saqueador. ¿Por qué lo creíste? ¿Acaso no te dijo que iba a devolver a la esposa de Druss? ¿No te mintió para que convencieses a Druss para que se metiera en una trampa? ¿Con qué clase de hombre creías que estabas tratando?
—Con un noble —contestó secamente Bodasen—. Obviamente, estaba equivocado.
—Desde luego que lo estabas. Hace un rato has pagado un rak de oro a Eskodas, el hijo de un pastor de cabras y una puta lentriana. Su padre fue colgado por robar dos caballos y su madre lo abandonó. Fue criado en un hospicio que dirigían dos sacerdotes de la Fuente.
—¿Esta sórdida historia lleva a alguna parte? —preguntó el ventriano.
—Desde luego: Eskodas luchará hasta la muerte por ti. No huirá. Si le preguntas su opinión sobre algo te responderá con sinceridad. Si le das una bolsa llena de diamantes y le ordenas que se la entregue a alguien que se encuentra a mil leguas, lo hará sin que se le pase por la cabeza quedarse con una sola gema.
—Eso es lo que espero —replicó Bodasen—. No espero menos de ningún ventriano a mi servicio. ¿Por qué hablas de la honradez como si fuera una virtud excepcional?
—Me he tropezado con piedras que tenían más sentido común que tú —respondió Brocha, esforzándose por contener la irritación.
Bodasen rió entre dientes.
—Ah, vuestras costumbres bárbaras son desconcertantes. Pero tienes razón en cuanto a Druss; fui responsable de que lo hiriesen tan gravemente, de modo que reservaré un pasaje para él a bordo del Hijo del Trueno. Y ahora vamos a buscar algún sitio donde tengan buena comida y vino aceptable.
Shadak, Sieben y Brocha estaban junto a Druss en el muelle, mientras los estibadores se afanaban a su alrededor, subían por la plancha y cargaban en la cubierta los últimos fardos de provisiones para el barco. El Hijo del Trueno mantenía la línea de flotación baja; la cubierta estaba abarrotada de mercenarios que se apoyaban en la borda y se despedían de las mujeres que se apiñaban en el muelle. Casi todas eran prostitutas, pero entre ellas se hallaban esposas con hijos pequeños, y las lágrimas corrían en abundancia.
Shadak estrechó la mano de Druss.
—Que la travesía sea buena, chico —le dijo el cazador—. Y que la Fuente te guíe hasta Rowena.
—Lo hará —respondió Druss. El hachero tenía los ojos hinchados y a su alrededor lucía una coloración que iba del amarillo sucio al púrpura desvaído. Bajo el ojo izquierdo destacaba la cicatriz fresca de un corte mal cosido. Shadak sonrió.
—Fue un buen combate. Grassin lo recordará mucho tiempo.
—Yo también —gruñó Druss.
Shadak meneó la cabeza y su sonrisa se desvaneció.
—Eres un tipo poco corriente, Druss. Intenta no cambiar. Y recuerda el código.
—Lo haré —prometió Druss. Los dos hombres volvieron a estrecharse la mano y Shadak se alejó.
—¿De qué código habla? —quiso saber Sieben.
Druss contempló al cazador vestido de negro mientras se alejaba y desaparecía entre el gentío.
—Shadak me explicó en cierta ocasión que los auténticos guerreros siguen un código: «Nunca fuerces a una mujer ni hagas daño a un niño. No mientas, engañes ni robes. Eso es lo que hacen los individuos inferiores. Protege a los débiles. Y nunca dejes que el afán de lucro interfiera en tu lucha contra el mal».
—Muy cierto, estoy seguro —respondió Sieben en tono burlón—. Ah, bueno, Druss; desde aquí oigo la llamada de las tabernas y los antros de perdición, y con el dinero que gané apostando por ti podré vivir varios meses como un señor.
Sieben tendió su esbelta mano y Druss se la estrechó.
—Gasta el dinero con prudencia —aconsejó.
—Lo haré... en vino, mujeres y apuestas. —Sieben se echó a reír y se marchó.
Druss se volvió hacia Brocha.
—Gracias por el entrenamiento y por tu amabilidad.
—Fue un tiempo bien gastado, y ver humillado a Grassin ha sido suficiente recompensa. Pero casi te saca un ojo de todas formas; creo que nunca aprenderás a cubrirte el rostro.
—¡Druss! ¿Piensas subir a bordo? —gritó Bodasen desde la cubierta. Druss agitó una mano.
—¡Ahora voy! —gritó. Brocha y él se estrecharon la mano con el saludo de los luchadores, agarrándose mutuamente las muñecas—. Espero que volvamos a vemos.
—¿Quién sabe lo que nos deparará el destino?
Druss empuñó el hacha y se dirigió hacia la plancha. Entonces se detuvo.
—¿Me dirás ahora por qué me has ayudado? —preguntó.
Brocha se encogió de hombros.
—Conseguiste atemorizarme, Druss. Tuve curiosidad por ver cuán bueno podrías ser... y ahora lo sé: podrías ser el mejor. Eso hace más soportable lo que me hiciste. Dime, ¿qué tal sienta despedirse siendo el campeón?
—Duele —respondió, riendo, frotándose la hinchada mandíbula.
—¡Muévete, perro! —gritó un guerrero apoyado en la borda. El hachero le echó una ojeada y volvió a dirigirse a Brocha.
—Que tengas suerte, amigo mío —dijo, y subió por la plancha.
El Hijo del Trueno soltó amarras y comenzó a alejarse del muelle.
Algunos mercenarios se instalaban ya en la cubierta; otros se asomaban por la borda, despidiéndose de sus amigos y seres queridos. Druss se hizo un hueco junto a la borda de babor, se sentó y dejó el hacha en la cubierta, a su lado. Bodasen, de pie junto al timonel, saludó con un gesto y sonrió al hachero.
Druss se recostó, sintiéndose extrañamente en paz. Los meses que había pasado estancado en Mashrapur habían sido duros para él.
En su mente se formó la imagen de Rowena.
—Voy a buscarte —susurró.
Sieben se alejó del muelle y se introdujo en el laberinto de callejuelas, en dirección al parque. Hizo caso omiso de las putas que se le acercaban mientras caminaba sumido en sus pensamientos. Se sentía triste por la partida de Druss; había llegado a apreciar al joven. No tenía lados ocultos ni malicia, ni era retorcido. Y a pesar de lo mucho que se burlaba de la estricta moralidad del hachero, en el fondo admiraba la entereza que le proporcionaba. Druss había llegado incluso a buscar a Calvar Syn, y había pagado la deuda pendiente. Sieben lo había acompañado, y recordaría durante mucho tiempo la expresión de sorpresa que apareció en el rostro del médico.
Pero ¿Ventria? Sieben no tenía el menor interés en visitar un lugar arrasado por la guerra.
Pensó en Evejorda y sintió una oleada de remordimiento. Le habría gustado verla una vez más y sentir de nuevo los esbeltos muslos de la mujer cerrándose alrededor de sus caderas, pero Shadak tenía razón: era demasiado peligroso para ambos.
Sieben torció hacia la izquierda y comenzó a subir por los Cien Escalones, el camino que llevaba hasta la entrada del parque. Shadak se equivocaba en lo de Gulgothir. Recordaba bien las calles llenas de desperdicios, los mendigos lisiados y las súplicas de los pordioseros. Pero lo recordaba sin amargura. Y no era culpa suya que su padre hubiera hecho el ridículo con la duquesa. Lo invadió la ira. «Estúpido imbécil —pensó—. Imbécil. ¡Imbécil!» La mujer lo despojó primero de sus riquezas; después, de su dignidad y, finalmente, de su hombría. La llamaban la Reina Vampira, y se trataba de una descripción excelente, aunque no bebiera sangre. No. En realidad bebía la fuerza vital de cualquier hombre, lo dejaba seco y lo abandonaba mientras él le daba las gracias y le rogaba que lo hiciese una vez más.
El padre de Sieben había sido desechado como una cáscara inútil; la carcasa vacía e inservible de lo que había sido un hombre. Sieben y su madre habían estado a punto de morir de hambre mientras su padre, como un mendigo, se quedaba sentado a la puerta de la residencia de la duquesa. Permaneció allí durante un mes y, finalmente, se abrió la garganta con un cuchillo oxidado.
Estúpido imbécil.
«Pero yo no soy estúpido —pensó Sieben mientras subía por la calle en escalera—. No soy como mi padre.»
Levantó la mirada y vio a dos hombres que bajaban hacia él. Se cubrían con largas capas que llevaban cuidadosamente cerradas en torno a sus cuerpos. Sieben detuvo su ascenso. La mañana era cálida, y no tenía sentido que se cubrieran de aquella forma. Oyó un ruido, y al mirar hacia atrás descubrió a otro hombre que subía tras él. También iba cubierto con una gran capa.
El miedo llenó el corazón del poeta, que giró en redondo y empezó a bajar en dirección al hombre solitario. Cuando estuvo cerca de él, la capa se abrió y en la mano del hombre apareció un largo cuchillo. Sieben saltó con los pies por delante; su bota derecha se estrelló contra la cara del atacante y lo hizo rodar escalera abajo. El poeta cayó al suelo pesadamente, pero se levantó con agilidad y echó a correr bajando los escalones de tres en tres. Oyó a los otros dos hombres correr tras él.
Cuando llegó a la base se abrió paso por los callejones. Sonó un cuerno de caza y un alto guerrero apareció ante él, empuñando una espada. Sin dejar de correr, Sieben puso un hombro por delante y embistió al hombre, que se echó a un lado. Sieben fintó hacia la derecha; luego, hacia la izquierda. Un cuchillo pasó rozándole la cabeza y chocó contra una pared.
Aumentó la velocidad de su carrera, cruzó una plazuela y se introdujo por una callejuela lateral. Podía ver el muelle frente a él. El gentío era más denso en aquella zona, y se abrió paso a empujones. Varios hombres lo insultaron; una mujer cayó tras él. Sieben echó una ojeada hacia atrás y vio que sus perseguidores eran como mínimo media docena.
Llegó al muelle ya al borde del pánico. A su izquierda, un grupo de hombres surgió de una calle lateral. Todos empuñaban armas, y Sieben lanzó una maldición.
El Hijo del Trueno se estaba separando del muelle cuando Sieben cruzó a la carrera los adoquines, dio un salto y se aferró a un cabo de arrastre. Chocó violentamente contra las cuadernas y estuvo a punto de soltar su presa, pero se las arregló para sostenerse. Un puñal se clavó en la madera junto a su cabeza. El miedo le dio fuerzas para trepar.
Un rostro conocido apareció por encima de Sieben. Druss se estiró sobre la borda, sujetó al poeta y tiró de él hasta dejarlo en la cubierta.
—Veo que has cambiado de opinión —dijo el hachero.
Sieben sonrió débilmente y volvió la mirada hacia el muelle, donde había una docena de hombres armados.
—Creo que la brisa marina me sentará bien —dijo.
El capitán, un cincuentón barbudo, se acercó a ellos.
—¿Qué pasa aquí? —dijo—. Sólo puedo llevar a cincuenta hombres. Es el límite.
—Éste no pesa mucho —dijo Druss afablemente.
Otro hombre se adelantó. Era alto y de hombros anchos, vestía una coraza dentada y llevaba dos espadas y un tahalí con cuatro puñales.
—Primero nos haces esperar, perro, y ahora subes a bordo a tu amigo. Bien; Kelva el Espadachín no navega con gente como tú.
—Nadie te obliga.
La mano izquierda de Druss se movió como un látigo y atrapó la garganta del hombre. La derecha se hundió en el vientre del guerrero. Druss lo alzó de un tirón y lo hizo volar sobre la borda. Kelva golpeó el agua ruidosamente y se debatió bajo el peso de su armadura.
El Hijo del Trueno siguió alejándose y Druss se dirigió al capitán.
—Volvemos a ser cincuenta —dijo, sonriendo.
—No puedo negarlo —asintió el capitán. Se volvió hacia los marineros que permanecían de pie junto al mástil—. ¡Izad la mayor!
Sieben se asomó por la borda y vio que desde el muelle habían arrojado una cuerda al guerrero, que intentaba mantenerse a flote.
—Quizá tenga amigos a bordo —dijo.
—Si quieren reunirse con él, los ayudaré con mucho gusto —contestó Druss.