UNO

Sieben estaba sentado en la antesala; un rayo de sol atravesaba los postigos de la ventana, a su espalda. Podía oír las voces amortiguadas que llegaban desde la sala interior: la voz grave y de tono suplicante de un hombre, y las secas respuestas de la Anciana. Las gruesas paredes de piedra y la puerta de roble hacían que las palabras fuesen incomprensibles, lo que a Sieben le parecía bien, ya que no tenía ningún deseo de oír la conversación. La Anciana tenía muchos clientes, casi todos interesados en la muerte de algún rival. Al menos aquello decían los rumores.

Cerró sus oídos a las voces y se concentró en los rayos de luz y las brillantes motas de polvo que danzaban en su interior. La sala carecía de mobiliario, con excepción de tres bastas sillas de madera. Ni siquiera estaban bien hechas, y Sieben se preguntó si las habrían comprado en el barrio sur, donde los pobres gastaban el escaso dinero que tuviesen.

Pasó una mano perezosamente a través de un rayo de luz. El polvo se agitó y remolineó.

La puerta de roble se abrió y del interior salió un hombre de mediana edad. Al ver a Sieben, ocultó el rostro y salió apresuradamente de la casa. El poeta se levantó y cruzó la puerta abierta. La habitación estaba apenas ligeramente mejor amueblada que la sala de espera. Había una ancha mesa destartalada, dos duras sillas de madera y una ventana de una sola hoja. La luz no atravesaba las tablas del postigo, y Sieben vio que se habían encajado trapos viejos entre las ranuras.

—Una cortina sería suficiente para bloquear la luz —dijo, forzando un tono de despreocupación que estaba lejos de sentir.

La Anciana no sonrió; su rostro permanecía impasible a la luz rojiza de la lámpara que había en la mesa.

—Siéntate —ordenó.

Sieben obedeció e intentó no fijarse en la increíble fealdad de la mujer. Tenía los dientes de varios colores: verde, gris y el marrón de los restos de alimentos podridos. Sus ojos estaban llenos de legañas y en el izquierdo se distinguía una catarata. Vestía una túnica ancha de color rojo desvaído, y llevaba un talismán dorado parcialmente oculto por los pliegues de la piel del cuello.

—Pon el oro en la mesa —dijo la mujer. Sieben sacó un rak de oro de la bolsa que llevaba a la cintura y lo dejó ante ella. La mujer no intentó coger la moneda; miró al rostro del poeta—. ¿Qué es lo que deseas de mí?

—Un amigo mío se está muriendo.

—El joven hachero.

—Así es. Los médicos han hecho todo lo que han podido, pero tiene los pulmones infectados, y la puñalada de su espalda no se cura.

—¿Tienes algún objeto suyo?

Sieben asintió y desprendió de su cinturón el guantelete con nudilleras plateadas. La mujer lo cogió y permaneció sentada en silencio, acariciando con la callosa piel de su pulgar el cuero y el metal.

—El médico es Calvar Syn —dijo—. ¿Qué dice?

—Sólo que Druss ya debería haber muerto. La infección se está extendiendo por su cuerpo. Le están dando líquidos, pero está perdiendo peso y no ha abierto los ojos en cuatro días.

—¿Qué quieres que haga yo?

Sieben se encogió de hombros.

—Se dice que sabes mucho de hierbas. Quizá puedas salvarlo.

La mujer se echó a reír; el sonido era seco y áspero.

—Mis hierbas no suelen prolongar la vida, Sieben. —Dejó el guantelete en la mesa y se recostó en la silla—. Está sufriendo. Ha perdido a su mujer y su voluntad de vivir se está desvaneciendo. Sin voluntad no hay esperanza.

—¿No hay nada que puedas hacer?

—¿Con su voluntad? No. Pero su esposa está a bordo de un barco con rumbo a Ventria y, por ahora, está a salvo. Pero la guerra asola el país, y ¿quién sabe qué será de una esclava en un territorio que es un campo de batalla? Regresa al hospital y lleva a tu amigo a la casa que Shadak os ha preparado.

—Entonces, ¿va a morir?

La mujer sonrió y Sieben apartó la mirada de la súbita exposición de los dientes podridos.

—Es posible... Instaladlo en una habitación donde llegue la luz de la mañana y dejad el hacha al lado de la cama; que su mano rodee la empuñadura.

La mano de la mujer se movió sinuosamente sobre la mesa y el rak de oro desapareció bajo la palma.

—¿Eso es todo lo que puedes decirme a cambio de una onza de oro?

—Es todo lo que necesitas saber. Ponedle la mano en la empuñadura.

Sieben se levantó.

—Esperaba más.

—La vida está llena de decepciones, Sieben.

El poeta caminó hacia la puerta, pero la voz de la mujer lo detuvo. —No toques las hojas.

—¿Qué?

—Maneja el arma con mucho cuidado.

Sieben meneó la cabeza y abandonó la casa. El sol se ocultaba tras unas nubes oscuras y comenzó a llover.

Druss estaba sentado, solo y exhausto, en la desolada ladera de una montaña. El cielo, sobre él, era gris y deprimente; la tierra que lo rodeaba, árida y desértica. Levantó la vista hacia los picos que se alzaban ante él y se puso en pie. Sentía las piernas vacilantes, y el ascenso estaba siendo tan largo que su sentido del tiempo se había desvanecido. Lo único que sabía era que Rowena aguardaba en la cumbre más alta y que tenía que encontrarla. A unos veinte pasos por delante sobresalía una roca y Druss se dirigió hacia ella, obligando a sus miembros doloridos a mover su agotado cuerpo hacia arriba y adelante. La sangre brotaba de las heridas de su espalda y hacía que el suelo que pisaba fuese resbaladizo bajo sus pies. Cayó. Continuó a rastras.

Parecía que habían pasado horas.

Miró al frente. El saliente de roca estaba ahora a unos catorce pasos.

La desesperación lo cubrió como un manto, pero fue arrastrada por una ola de rabia. Siguió gateando. Adelante.

—No me rendiré —dijo entre dientes—. Nunca.

Algo frío le tocó la mano, y cerró el puño alrededor de un objeto de acero. Oyó una voz.

—He vuelto, hermano.

Algo en las palabras lo hizo estremecerse. Bajó la mirada hacia el hacha de acero y sintió cómo sus heridas se cerraban y las fuerzas regresaban a su cuerpo.

Se alzó lentamente y contempló la montaña.

No era más que una colina.

Alcanzó la cima con rapidez. Y despertó.

Calvar Syn palmeó la espalda de Druss.

—Ponte la camisa, muchacho —dijo—. Las heridas se han curado por fin. Aún supuran un poco, pero la sangre que sale está limpia y la costra no tiene restos de podredumbre. Te felicito por tu fuerza.

Druss asintió sin decir nada. Despacio, con cuidado, se puso la camisa de lana gris; a continuación se dejó caer en el lecho, agotado. Calvar Syn alargó el brazo y presionó con el dedo índice el cuello del joven, notando el pulso. El latido era errático y veloz, pero era de esperar después de una infección tan larga.

—Inspira profundamente —ordenó el médico. Druss obedeció—. El pulmón derecho no está trabajando por completo, pero lo hará. Quiero que salgas al jardín y disfrutes del sol y la brisa marina.

El médico se levantó y abandonó la habitación. Cruzó el largo vestíbulo y salió al jardín. Vio a Sieben, el poeta, sentado bajo un gran olmo y lanzando piedrecillas a un estanque. Calvar Syn caminó hasta el borde del agua.

—Tu amigo está mejorando, aunque no tan deprisa como yo esperaba —dijo.

—¿Lo has sangrado?

—No. La fiebre ha desaparecido. Está muy silencioso... Retraído.

Sieben asintió.

—Su esposa fue raptada.

—Muy triste, estoy seguro de ello. Pero hay más mujeres en el mundo —señaló el médico.

—Para él, no. La ama e irá tras ella.

—Desperdiciará su vida —dijo Calvar—. ¿Tiene idea del tamaño del territorio ventriano? Hay miles y miles de pueblos y pequeñas ciudades, y más de trescientas metrópolis. Además, hay una guerra en marcha. Las comunicaciones por mar se han interrumpido. ¿Cómo piensa llegar allí?

—Conoce la situación, por supuesto. Pero él es Druss; no es como tú o como yo, médico. —El poeta rió entre dientes y lanzó otro guijarro—. Es un héroe al estilo antiguo; no se ven muchos como él en estos tiempos. Encontrará una manera.

Calvar carraspeó.

—Hmmm. Bueno, tu héroe al estilo antiguo está ahora mismo tan débil como un corderito. Está sumido en un estado de melancolía, y no creo que mejore hasta que salga de él. Dadle de comer carne roja y verdura oscura: necesita alimento para la sangre.

Volvió a carraspear y esperó en silencio.

—¿Algo más? —preguntó el poeta.

Calvar maldijo para sus adentros. La gente siempre hacía lo mismo. Cuando alguien enfermaba, se llamaba al médico a toda prisa, pero cuando llegaba el momento de ajustar las cuentas... Nadie esperaba que un panadero le diese pan sin recibir dinero a cambio, pero no parecía ocurrir así con los médicos.

—Está el asunto de mis honorarios —dijo con frialdad.

—Ah, cierto. ¿Cuánto es?

—Treinta raks.

—¡Por los huevos de Shemak! No me extraña que los médicos vivan en palacios.

Calvar suspiró, pero mantuvo la calma.

—No vivo en un palacio; tengo una pequeña casa en el norte. Y el motivo por el que los médicos tenemos que cobrar esas tarifas es porque muchos pacientes no pagan. Tu amigo ha estado enfermo durante dos meses. En ese tiempo he hecho más de treinta visitas a esta casa y he tenido que comprar muchas hierbas caras. Me has prometido tres veces ponerte al día con los pagos, y en cada ocasión me has preguntado a cuánto ascendían. ¿Tienes el dinero?

—No —reconoció Sieben.

—¿Cuánto tienes?

—Cinco raks.

Calvar extendió la mano y Sieben le dio las monedas.

—Tienes una semana para reunir el resto del dinero. Después informaré a la guardia. La ley de Mashrapur es sencilla: si no pagas tus deudas, tus propiedades serán confiscadas. Ya que esta casa no te pertenece y, por lo que sé, no tienes fuentes de ingresos, serás apresado y vendido como esclavo. Nos vemos la semana que viene.

Calvar se volvió y se alejó por el jardín, sintiendo cómo crecía su irritación.

Otra deuda impagada.

«Un día, de verdad, acudiré a la guardia», se prometió. Caminó por las estrechas calles con su bolsa de medicinas a la espalda.

—¡Doctor! ¡Doctor! —dijo una voz de mujer. Calvar se giró y vio a una joven que corría hacia él. Suspiró y esperó—. ¿Puede venir conmigo? Mi hijo tiene fiebre.

Calvar miró a la mujer. Llevaba ropas viejas de poca calidad. Iba descalza.

—¿Cómo me vas a pagar? —preguntó. Las palabras surgieron de los restos de su irritación.

La mujer guardó silencio durante un instante.

—Podéis tomar todo lo que tengo —dijo simplemente.

El médico meneó la cabeza. Su enfado se disipó.

—No será necesario —contestó, sonriendo con profesionalidad.

Llegó a su casa poco después de medianoche. Su criado le había dejado preparada una cena fría a base de carne y queso. Calvar se recostó en un sillón de cuero y bebió un trago de vino.

Abrió la bolsa de las monedas y vació el contenido en la mesa. Tres raks tintinearon sobre la madera.

—Nunca te harás rico, Calvar —dijo con una sonrisa irónica.

Había estado sentado junto al niño mientras la madre iba a comprar comida. La mujer había vuelto con huevos, carne, leche y pan, y el rostro resplandeciente.

«Sólo el ver su expresión valía los dos raks», pensó.

Druss caminaba lentamente por el jardín. La luna estaba en lo alto y las estrellas brillaban. Recordó un poema de Sieben: «Polvo centelleante en la guarida de la noche». Sí, aquello era lo que parecían las estrellas. Respiraba con dificultad cuando llegó al banco circular construido alrededor del tronco del roble. «Respira profundamente», le había aconsejado el médico. ¿Profundamente? Sentía como si le hubiesen encajado una cuña de piedra entre los pulmones y el aire no pudiera pasar.

La flecha de ballesta lo había atravesado limpiamente, pero también le había introducido en la herida un pequeño jirón de tela de la camisa, y éste había causado la infección que lo había dejado sin fuerzas.

La brisa era fría; los murciélagos revoloteaban sobre los árboles. «Fuerza.» Druss se daba cuenta ahora de hasta qué punto había infravalorado el formidable poder de su cuerpo. Una pequeña saeta y una puñalada lo habían reducido a un cascarón torpe y débil. ¿Cómo iba a rescatar a Rowena en aquel estado?

La desesperación lo golpeó como un puñetazo en la boca del estómago. ¿Rescatarla? Ni siquiera sabía dónde estaba; sólo, que ahora los separaban miles de leguas. Los barcos ventrianos no navegaban, pero de todas formas no tenía bastante oro para comprar un pasaje.

Miró hacia la casa; una luz ambarina brillaba en la ventana de Sieben. Era una buena casa, mejor que cualquiera que Druss hubiera visitado antes. Shadak se las había arreglado para alquilar el lugar; el propietario se hallaba estancado en Ventria. Pero debían el alquiler.

El médico había dicho que tardaría dos meses en recuperar las fuerzas.

«Habremos muerto de hambre para entonces», pensó Druss. Se puso en pie y caminó hacia el alto muro de la parte trasera del jardín. Cuando lo alcanzó sentía las piernas de goma y su respiración se había convertido en un jadeo irregular. La casa parecía estar a una distancia infinita. Emprendió el camino de vuelta, pero tuvo que detenerse junto al estanque y se sentó al borde del agua. Se remojó el rostro y esperó mientras recuperaba sus escasas energías. Después se levantó y caminó tambaleándose hasta la puerta trasera. El portón de hierro del extremo lejano del jardín se hallaba oculto en las sombras. Había pensado en caminar hasta allí de nuevo, pero la voluntad lo abandonó.

Cuando estaba a punto de entrar en la casa percibió un movimiento por el rabillo del ojo. Se giró lentamente, y un hombre salió de entre las sombras.

—Me alegro de verte con vida, chico —dijo el viejo Tom.

Druss sonrió.

—Hay una hermosa aldaba en la puerta delantera de la casa —dijo.

—No sabía si sería bienvenido —replicó el anciano.

Druss lo guió al interior de la casa, giró a la izquierda y entró en una amplia sala con cuatro sofás y seis sillones. Tom se acercó a la chimenea, prendió una astilla en las moribundas llamas y encendió la mecha de una lámpara colgada de la pared.

—Sírvete un trago —invitó Druss. Tom llenó dos copas de vino tinto y ofreció una al joven.

—Has perdido mucho peso, chico, y pareces un viejo —dijo animadamente.

—He estado mejor.

—Shadak ha hablado en tu favor ante los magistrados. No se tomarán medidas contra ti por la pelea del muelle. Es bueno tener amigos, ¿eh? Y no te preocupes por Calvar Syn.

—¿Por qué tendría que preocuparme?

—Deudas impagadas. Podría venderos como esclavos, pero no lo hará. Es así de blando.

—Creía que Sieben había pagado. No quiero estar en deuda con nadie.

—Hermosas palabras, chico. Con hermosas palabras y una moneda de cobre puedes comprar una hogaza de pan.

—Conseguiré el dinero para pagarle —prometió Druss.

—Por supuesto que lo harás, chico. Y la arena es el mejor sitio, pero primero tienes que recuperar las fuerzas. Tendrás que trabajar... Aunque la lengua debería ponérseme negra por decir eso.

—Necesito tiempo —dijo Druss.

—No tienes mucho tiempo, chico. Brocha te está buscando. Acabaste con su reputación y anda diciendo que te matará a golpes cuando te encuentre.

—¿Eso dice? —siseó Druss; sus ojos claros centellearon.

—¡Así está mejor, chaval! Furia; eso es lo que necesitas. Bien, te dejaré por ahora. Por cierto, están talando árboles al oeste de la ciudad, limpiando el terreno para construir edificios. Buscan trabajadores. Dos cuartos de plata al día. No es mucho, pero es trabajo.

—Lo pensaré.

—Te dejo que descanses, chico. Parece que lo necesitas.

Druss observó al anciano mientras salía; a continuación volvió al jardín. Le dolían los músculos, y el corazón le latía como un tambor furioso. Pero visualizó el rostro de Brocha y se obligó a caminar hasta el portón y volver.

Tres veces más.

Vintar se levantó de la cama y se movió silenciosamente para no despertar a los cuatro sacerdotes que compartían la pequeña habitación del ala sur. Se vistió con un hábito blanco de lana cruda, caminó descalzo por la fría piedra del pasillo y subió por las escaleras hasta las viejas almenas.

Desde allí podía contemplar la cordillera que separaba Lentria de las tierras de Drenai. La media luna estaba en lo alto del cielo sin nubes. Más allá del templo, el bosque resplandecía con un brillo espectral.

—La noche es un buen momento para la meditación, hijo mío —dijo el abad, saliendo de entre las sombras—, pero necesitas tus energías durante el día. Te estás quedando atrás en el entrenamiento con la espada.

El abad era un hombre fuerte y de anchos hombros, y había sido mercenario en otros tiempos. Lucía en el rostro una cicatriz irregular que iba desde el pómulo derecho hasta la recia mandíbula.

—No estoy meditando, padre. No puedo dejar de pensar en la mujer.

—¿La que raptaron los esclavistas?

—Así es. Estoy obsesionado con ella.

—Estás aquí porque tus padres te entregaron a mi custodia, pero conservas el libre albedrío. Si deseas marcharte a buscar a esa joven, puedes hacerlo. Los Treinta sobrevivirán, Vintar.

El joven suspiró.

—No deseo marcharme, padre. Y no es que desee a la joven. —Sonrió con nostalgia—. Nunca he deseado a una mujer, pero hay algo en ella que no puedo apartar de mis pensamientos.

—Acompáñame, hijo mío. Hace frío y tengo un fuego. Hablaremos.

Vintar siguió al fornido abad hasta el ala oeste. Los dos hombres se sentaron en el estudio del abad mientras el cielo se aclaraba conforme se acercaba el amanecer.

—A veces —dijo el abad mientras colgaba una tetera de cobre sobre las llamas— es difícil interpretar la voluntad de la Fuente. He conocido a hombres que deseaban viajar a tierras lejanas. Rezaron en busca de guía. Sorprendentemente, descubrieron que la Fuente los guiaba para que hicieran exactamente lo que deseaban hacer. Y digo «sorprendentemente» porque, según mi experiencia, la Fuente rara vez envía a un hombre adonde quiere ir. Es parte del sacrificio que hacemos cuando la servimos. No diré que no ocurra nunca, entiéndeme, porque eso sería arrogancia por mi parte. Pero cuando uno reza en busca de guía debería hacerlo con la mente abierta y dejando a un lado los pensamientos sobre los propios deseos.

La tetera comenzó a sisear y a expulsar nubes de vapor por el curvado pico. Protegiéndose las manos con un trapo, el abad vertió el agua en otra vasija en la que había echado unas hierbas secas. Volvió a dejar la tetera en la chimenea y se sentó en un viejo sillón de cuero.

—La Fuente nos habla directamente en raras ocasiones, y la cuestión es: ¿Cómo sabemos lo que se nos pide? Es un asunto muy complejo. Elegiste ausentarte de tus clases y cruzar los cielos. Al hacerlo, rescataste el espíritu de una joven y lo guiaste de vuelta a su torturado cuerpo. ¿Coincidencia? No creo en las coincidencias. Lo que creo, y puedo estar equivocado, es que la Fuente te guió hasta ella. Y que por eso ella no deja de rondar tus pensamientos. Es un asunto que aún no ha llegado a su fin.

—¿Creéis que debería ir en su búsqueda?

—Así es. Vete a la biblioteca del ala sur; tras ella hay una pequeña celda. Quedas excusado de las clases de mañana.

—Pero ¿cómo la volveré a encontrar, abad? Era una esclava; puede estar en cualquier parte.

—Comienza por el hombre que estaba abusando de ella. Sabes cómo se llama: Collan. Sabes adonde planeaba llevarla: a Mashrapur. Que tu espíritu comience la búsqueda allí.

El abad sirvió el té en dos tazas de barro. El aroma era dulce y denso.

—Soy el menos hábil de los sacerdotes —dijo Vintar, avergonzado—. ¿No debería rezar a la Fuente para que enviase a alguien más fuerte?

El abad rió entre dientes.

—Es extraño, hijo mío. Mucha gente dice que desea servir al Señor de la Paz, pero siempre a título de consejero: «Oh, mi Fuente, eres lo más maravilloso y has creado las estrellas y los planetas. Sin embargo, te equivocas ligeramente al elegirme. Lo sé porque yo soy Vintar y soy débil».

—Os burláis de mí, padre.

—Por supuesto que me burlo, pero al menos lo hago con algo de amor en mi corazón. Fui un soldado, un asesino, un borracho y un mujeriego. ¿Cómo crees que me sentí cuando fui escogido para ser un miembro de la orden de los Treinta? Y cuando mis hermanos, los demás sacerdotes, tuvieron que afrontar la muerte, ¿puedes imaginar mi desesperación cuando se me dijo que debería sobrevivir? Tendría que ser el nuevo abad. Tendría que reunir a los nuevos Treinta. Tienes mucho que aprender, Vintar. Encuentra a esa joven. Creo que en el proceso aprenderás algo sobre ti mismo.

El joven sacerdote se terminó su infusión y se levantó.

—Os agradezco vuestra amabilidad, padre.

—Me dijiste que su esposo la estaba buscando —dijo el abad.

—Así es. Un hombre llamado Druss.

—Quizá esté aún en Mashrapur.

Una hora más tarde, el espíritu del joven sacerdote flotaba en el luminoso cielo sobre la ciudad. Desde su posición, a pesar de la distancia que hacía que los edificios y los palacios apareciesen minúsculos como los juguetes de un niño, podía sentir el latido del corazón de Mashrapur: como el de una bestia al despertarse. Hambriento, y colmado de codicia y lujuria. La ciudad irradiaba oscuras emociones y llenaba los pensamientos del sacerdote, casi ahogando la pureza que luchaba duramente por mantener. Se dejó caer, acercándose.

Ahora podía ver a los estibadores dirigiéndose al trabajo, a las putas buscando clientes tempraneros y a los comerciantes abriendo sus tiendas y quioscos.

¿Por dónde empezar? No tenía la menor idea.

Durante horas se dedicó a flotar sin un objetivo concreto, tocando una mente aquí, tomando un pensamiento allá, en busca de algún dato sobre Collan, Rowena o Druss. No encontró nada más que codicia, deseo, hambre, libertinaje, lujuria y, en raras ocasiones, amor.

Se disponía a regresar al templo, cansado y derrotado, cuando sintió un tirón repentino en su cuerpo espiritual, como si lo hubieran lazado con una cuerda. Sintió pánico e intentó liberarse, pero aunque empleó todas sus fuerzas se vio arrastrado inexorablemente hasta una habitación donde todas las ventanas habían sido cegadas. Una anciana se hallaba sentada ante una lámpara roja. La mujer dirigió su mirada a la figura del joven, que flotaba junto al techo.

—Ah, tu visión es una alegría para estos viejos ojos, precioso —dijo. Horrorizado, Vintar se percató de que se mostraba desnudo. Instantáneamente se cubrió con una túnica blanca. La mujer rió socarronamente.

—Y además es modesto. —Su sonrisa se desvaneció, y con ella cualquier pretensión de buen humor—. ¿Qué haces aquí? ¿Eh? Ésta es mi ciudad, chiquillo.

—Soy sacerdote, señora —respondió Vintar—. Estoy buscando información sobre una mujer llamada Rowena, la esposa de Druss. La esclava de Collan.

—¿Por qué?

—Mi abad me aconsejó que la buscara. Cree que la Fuente desea que se la proteja.

—¿Y la protegerás tú? —El buen humor de la anciana regresó—. Chico, ni siquiera puedes protegerte a ti mismo de una vieja bruja. Si lo deseara podría mandar tu alma a arder en el infierno.

—¿Por qué habríais de desear algo tan horrible?

La mujer meditó durante un instante.

—Por capricho. Porque me apetece. ¿Qué me ofreces a cambio de tu vida?

—No tengo nada que ofrecer.

—Por supuesto que lo tienes —respondió la anciana. Cerró los ojos y Vintar vio cómo el espíritu de la bruja se separaba de su cuerpo y tomaba la forma de una hermosa mujer, joven y atractiva, de pelo dorado y grandes ojos azules—. ¿Te agrada esta forma?

—Por supuesto. Es perfecta. ¿Es el aspecto que teníais cuando erais joven?

—No; siempre he sido fea. Pero es así como quiero que me veas.

La bruja se le acercó flotando y le acarició el rostro. El contacto era cálido, y Vintar sintió una oleada de excitación.

—Por favor, no sigáis —dijo el joven.

—¿Por qué? ¿No es placentero?

La mano de la mujer tocó la túnica y ésta desapareció.

—Sí, lo es. Mucho. Pero mis votos... He renunciado a los placeres de la carne.

—Chico tonto —le susurró la mujer al oído—. No somos carne. Somos espíritus.

—No —dijo él, secamente. Al instante, adoptó el aspecto de la anciana sentada ante la mesa.

—Chico listo —dijo la hermosa visión—. Sí, muy listo. Y virtuoso también. No estoy segura de que eso me guste, pero tiene el encanto de la novedad. Está bien: te ayudaré.

El joven sintió que las invisibles cadenas que lo sujetaban desaparecían a la vez que la visión. La anciana abrió los ojos.

—La mujer estaba en el mar, de camino hacia Ventria, cuando el barco en el que viajaba fue atacado. Saltó al agua y los tiburones se hicieron con ella.

Vintar retrocedió y gritó.

—¡Es culpa mía! Tenía que haber empezado a buscarla antes.

—Vuelve a tu templo, chico. Mi tiempo es valioso y tengo clientes esperando.

La mujer se echó a reír y agitó la mano, despidiéndolo. Vintar sintió que su espíritu era arrastrado de nuevo y alzado muy arriba, en el cielo sobre Mashrapur.

Vintar regresó a la pequeña celda del templo y se reunió con su cuerpo. Como siempre, se sintió revuelto y mareado, y permaneció acostado y sin moverse durante unos instantes, experimentando el peso de la carne y el áspero tacto de la manta bajo él. Se sintió invadido por una profunda tristeza. Su talento era muy superior al de los hombres corrientes, pero no le había proporcionado ninguna satisfacción. Sus padres lo habían tratado con fría veneración, asustados por sus sorprendentes habilidades. Ambos se habían sentido complacidos y aliviados cuando el abad llegó una tarde de otoño y se ofreció a hacerse cargo de la custodia de Vintar. No les importó que el abad representase al templo de los Treinta, donde hombres de talento increíble estudiaban y se entrenaban con un solo propósito: morir en alguna batalla, en alguna guerra lejana, y unirse con la Fuente. La perspectiva de su muerte no causó mucha pena a sus padres, ya que nunca lo habían tratado como a un ser humano, carne de su carne y sangre de su sangre. Lo veían como a una presencia demoníaca; como si lo hubieran cambiado al nacer.

Tampoco tenía amigos. ¿Quién querría estar junto a un chiquillo capaz de leer los pensamientos, que podía asomarse a los más oscuros rincones del alma y conocer todos los secretos? Incluso en el templo había estado solo, incapaz de unirse en simple camaradería a otros con habilidades iguales a las suyas.

Y ahora había perdido la oportunidad de ayudar a una joven, de salvarle la vida.

Se sentó y suspiró. La anciana era una bruja y él había percibido su malignidad. A pesar de aquello, la visión que ella había creado lo había excitado. Ni siquiera podía hacer frente a una influencia maligna tan insignificante.

De repente, un pensamiento lo golpeó como un puñetazo en la cara. ¡El mal! La perfidia y el engaño caminaban codo con codo bajo la capa de oscuridad del mal. ¡Quizá la bruja había mentido!

Se recostó y se obligó a relajarse, liberando su espíritu una vez más. Flotó sobre el templo y luego se dirigió a toda velocidad hacia el océano, buscando el barco y rogando por no llegar demasiado tarde.

Las nubes se acumulaban al este, anunciando una tormenta. Vintar descendió, acercándose al agua, y escrutó el horizonte con los ojos del espíritu. Vio los barcos a doce leguas de la costa de Ventria; un trirreme con una gran vela negra y un estilizado navío mercante que intentaba evitar su captura.

El mercante desvió su rumbo, pero el trirreme lo embistió. El espolón recubierto de bronce golpeó al otro barco en el centro, destrozando las cuadernas y penetrando hasta el interior del bajel. Un enjambre de hombres armados se amontonaba en la proa del trirreme. Vintar vio, en la cubierta trasera del mercante, a una joven vestida de blanco acompañada de dos hombres; uno de ellos, alto y de piel oscura, el otro, pequeño y de constitución débil. El trío saltó al mar. Los tiburones surcaron el agua en su dirección.

Vintar voló hasta Rowena y la tocó en el hombro con una mano espectral mientras la joven flotaba aferrada a una cuaderna. Los dos hombres estaban cada uno a un lado de ella. «Permanece tranquila, Rowena», le dijo con el pensamiento.

Un tiburón embistió directamente hacia el trío y Vintar penetró en la mente del animal, sintiendo la oscuridad de su ausencia de pensamientos, la frialdad de sus emociones y la voracidad que lo consumía. Se hizo uno con el tiburón y vio el mundo a través de los ojos negros carentes de párpados; percibió el entorno a través de un sentido del olfato cien, quizá mil veces más agudo que el de un hombre. Otro tiburón se dirigía hacia las tres figuras flotantes, abriendo las fauces según se acercaba a ellas.

Vintar golpeó a la bestia dando un coletazo, y el otro tiburón se giró y le lanzó una dentellada a un costado, fallando por poco la aleta dorsal.

En el agua apareció un aroma dulce y seductor que transmitía la promesa de un placer infinito y el final del hambre. Casi sin pensar, Vintar nadó buscando, sintiendo y viendo que los otros tiburones se movían también a toda velocidad.

Y entonces entendió, y su ansia irrefrenable se disipó tan rápidamente como había surgido.

Sangre. Las víctimas de los piratas habían sido arrojadas a los tiburones.

Vintar liberó de su control a la bestia marina y flotó de vuelta hasta donde Rowena y los dos hombres seguían aferrados al madero.

«Diles a tus compañeros que muevan las piernas. Tenéis que alejaros de aquí», le dijo a la joven. La oyó hablar a los otros y, lentamente, los tres se fueron alejando de la carnicería.

Vintar se alzó hacia el cielo y escrutó el horizonte. Había otro barco a la vista, un gran mercante, y el joven sacerdote voló hacia él. Se dejó caer junto al capitán, que estaba de pie al timón, entró en su mente y eliminó los pensamientos sobre su esposa, su familia, los piratas y los vientos contrarios. El barco estaba tripulado por doscientos galeotes y treinta marineros. Transportaba vino de Lentria al puerto naashanita de Virinis.

Vintar se introdujo en el cuerpo del capitán, intentando controlarlo. En los pulmones halló un pequeño tumor maligno. Con delicadeza, lo neutralizó, acelerando el proceso de curación del organismo para llevarse por delante las células perniciosas. Se desplazó de nuevo hasta el cerebro y obligó al capitán a cambiar el rumbo hacia el noroeste.

El capitán era un hombre amable, de carácter apacible. Tenía siete hijos y, de ellos, la niña menor había contraído la fiebre amarilla cuando él se disponía a embarcar. Estaba rezando por su recuperación.

Vintar grabó el nuevo rumbo en la mente confiada del hombre y voló de vuelta hasta Rowena para decirle que pronto llegaría un barco. Después se aproximó al trirreme de los piratas, que ya habían saqueado el bajel mercante, remaban hacia atrás y liberaban el espolón, dejando que se hundiera el navío abordado.

El joven sacerdote se introdujo en la mente del capitán pirata y se estremeció ante los horribles pensamientos de éste. Con suavidad, obligó al hombre a fijarse en el barco que se acercaba y llenó su mente con indefinidos pensamientos de terror. Le hizo pensar que estaba lleno de soldados. Era un mal augurio y sería la muerte de todos sus hombres. Tras aquello, lo liberó, y escuchó con satisfacción cómo Earin Shad ordenaba a gritos que pusieran rumbo al noroeste y se alejasen de allí.

Vintar permaneció junto a Rowena y los dos hombres hasta que el barco mercante llegó a su lado y los subió a bordo. Después se dirigió hacia el puerto lentriano de Chupianin y curó a la hija del capitán. Por último regresó al templo, donde se encontró con el abad sentado junto a su lecho.

—¿Cómo te sientes, hijo mío? —preguntó el abad.

—Mejor que en muchos años, padre. La joven está a salvo y he hecho que dos vidas sean mejores.

—Tres —dijo el abad—. También has mejorado la tuya propia.

—Eso es cierto —reconoció Vintar—, y es bueno estar de nuevo en casa.

Druss apenas podía asimilar el caos reinante en el terreno que estaban despejando. Cientos de hombres circulaban de un lado a otro sin dirección clara aparente, derribando árboles, desenterrando raíces y desbrozando la densa maleza. No había orden en la destrucción. Los árboles talados caían en las sendas que transitaban los hombres con carretillas que intentaban despejar los desechos. Mientras esperaba a entrevistarse con el supervisor, vio cómo un gran pino caía sobre un grupo que excavaba junto a las raíces de otro árbol. No había muerto nadie, pero un trabajador se había roto un brazo y otros habían sufrido heridas y cortes en la cabeza o el cuerpo.

El supervisor, un individuo poco robusto pero barrigudo, lo llamó.

—Bien, ¿qué sabes hacer? —preguntó.

—Soy leñador —contestó Druss.

—Aquí todos dicen ser leñadores —dijo el hombre secamente—. Busco a gente hábil.

—La verdad es que la necesitas —comentó Druss.

—Tengo veinte días para limpiar esta zona y otros veinte para preparar los cimientos para los nuevos edificios. El sueldo son dos cuartos de plata al día. —Señaló a un hombre corpulento y barbudo sentado en un tocón—. Aquél es Togrin, el capataz. Organiza las cuadrillas y contrata a los hombres.

—Es un idiota —dijo Druss—, y hará que alguien se mate.

—Quizá sea un idiota —admitió el supervisor— pero también es un tipo duro. Nadie se dedica a holgazanear cuando está cerca.

Druss observó el lugar.

—Puede que sea cierto, pero no conseguirás terminar a tiempo. Y no pienso trabajar para alguien que no sabe lo que está haciendo.

—Eres un poco joven para hacer comentarios tan tajantes —dijo el supervisor—. Dime, ¿tú cómo organizarías el trabajo?

—Pondría a los leñadores al oeste, en el extremo más alejado, y haría que los demás fuesen haciendo limpieza detrás de ellos. Si las cosas siguen como ahora, pronto no podrá moverse nadie. Mira —dijo Druss, señalando hacia la derecha. Los árboles habían caído en un círculo irregular, en el centro del cual había cavadores que intentaban sacar raíces grandes—. ¿Adonde van a llevar las raíces? Ya no hay ningún camino abierto. Tendrán que esperar hasta que se lleven los árboles caídos. ¿Cómo iban a pasar sobre ellos los caballos con las cadenas de arrastre?

El supervisor sonrió.

—Bien observado, muchacho. Muy bien. En el trabajo de capataz, la paga son cuatro cuartos al día. Ocupa su puesto y muéstrame qué eres capaz de hacer.

Druss inspiró profundamente. Aún estaba cansado tras la caminata hasta aquel lugar, y le dolían las heridas de la espalda. No estaba en condiciones de pelear, y había tenido la esperanza de no tener que trabajar muy duro al principio.

—¿Cómo señaláis la pausa en el trabajo? —preguntó.

—Hacemos sonar la campana para el descanso del mediodía, pero aún faltan tres horas.

—Haz que la toquen —pidió Druss.

El supervisor rió entre dientes.

—Esto romperá la rutina —dijo—. ¿Quieres que le diga a Togrin que se ha quedado sin trabajo?

Druss miró a los ojos castaños del hombre.

—No; se lo diré yo mismo.

—Bien. Voy a encargarme de la campana.

El supervisor se alejó y Druss se abrió paso entre el caos hasta llegar donde se encontraba Togrin. El hombre levantó la vista. Era alto y de hombros anchos, brazos robustos y recia mandíbula. Tenía unos ojos oscuros, casi negros, bajo espesas cejas.

—¿Buscas trabajo? —preguntó.

—No.

—Entonces, largo de aquí. No me gustan los vagos.

El tañido de una campana cruzó el bosque. Togrin maldijo y se levantó; los hombres interrumpieron sus tareas. Togrin miró a su alrededor.

—¿Qué diablos...? ¿Quién ha tocado esa campana? —gritó.

Los hombres comenzaron a apiñarse alrededor del capataz. Druss se acercó a éste.

—Yo he ordenado que toquen la campana.

Togrin entrecerró los ojos.

—¿Y quién eres tú?

—El nuevo capataz —dijo Druss.

—Bien, bien —dijo Togrin, con una amplia sonrisa—. Ahora hay dos capataces. Creo que hay uno de más.

—Estoy de acuerdo —dijo Druss. Avanzó rápidamente y clavó un puñetazo demoledor en el estómago de Togrin. El aire escapó de golpe de los pulmones del hombre, que se dobló por la mitad, bajando la cabeza. El puño izquierdo de Druss se estrelló contra la mandíbula del capataz y éste cayó de bruces al suelo, se agitó durante un instante y quedó inmóvil.

Druss inspiró profundamente. Se sentía mareado y ante sus ojos danzaron destellos de luz cuando se giró para dirigirse a los hombres que esperaban.

—Ahora vamos a cambiar unas cuantas cosas —dijo.

Las fuerzas de Druss aumentaban día a día. Los músculos de sus brazos y hombros crecían con cada hachazo, con cada paletada de tierra, cada tirón realizado para arrancar del suelo una raíz testaruda. Durante los cinco primeros días, Druss durmió en el solar, en una pequeña tienda de campaña que le había proporcionado el supervisor; no tenía energías suficientes para caminar una legua hasta la casa alquilada. Y en cada una de aquellas solitarias noches, dos rostros aparecían ante sus ojos cuando se disponía a dormir: el de Rowena, a la que amaba más que a su vida, y el de Brocha, el pugilista al que sabía que tendría que enfrentarse.

En el silencio de la tienda, numerosos pensamientos llenaban su mente. Ahora veía a su padre de una forma diferente, y deseaba haberlo conocido mejor. Hacía falta valor para vivir a la sombra de un padre como Bardan el Asesino, y para criar a un hijo y establecerse en la frontera. Recordó el día en que un mercenario errante se había detenido en el pueblo. Druss había quedado impresionado por las armas del hombre: el cuchillo, la espada corta, el hacha de batalla y la coraza y el yelmo abollados. «Lleva una vida de auténtico valor», le había dicho a su padre, enfatizando la palabra «auténtico». Bress se había limitado a asentir. Unos días después, cuando caminaban por el valle, Bress había señalado hacia la casa de Egan, un granjero.

—Querías ver valor, hijo —había dicho Bress—. Mira cómo trabaja en el campo. Hace diez años tenía una granja en la llanura de Sentran, pero unos invasores sathuli llegaron una noche y la quemaron. Entonces se mudó a la frontera ventriana, pero las langostas destruyeron sus cosechas durante tres años. Había pedido dinero prestado para construir la granja y lo perdió todo. Ahora está de nuevo, aquí, trabajando la tierra desde el amanecer hasta la última luz del día. Eso es auténtico valor. No cuesta demasiado abandonar una vida de trabajo duro para coger una espada; los auténticos héroes son los que siguen luchando, una y otra vez.

El chico no había entendido nada. No se podía ser un héroe y un granjero.

—Si es tan valiente, ¿por qué no luchó contra los sathuli?

—Tenía una esposa y tres hijos a los que proteger.

—¿Así que huyó?

—Huyó.

—Yo nunca huiré ante un combate.

—Entonces morirás joven —le había respondido Bress.

Druss se sentó y volvió a pensar en el ataque. ¿Qué habría hecho de haber tenido que elegir entre luchar contra los esclavistas y huir con Rowena?

Aquella noche no durmió bien.

En la sexta noche, cuando se alejaba del solar, un hombre alto y robusto le cortó el paso. Se trataba de Togrin, el anterior capataz. Druss no había vuelto a verlo desde la pelea. El joven hachero escrutó la oscuridad en busca de otros atacantes, pero no había nadie más.

—¿Podemos hablar? —preguntó Togrin.

—¿Por qué no?

El hombre inspiró profundamente.

—Necesito trabajo —dijo—. Mi esposa está enferma y los niños no han comido en dos días.

Druss estudió con atención el rostro del hombre y percibió el orgullo herido. Se dio cuenta de inmediato de cuánto le había costado pedir ayuda.

—Ven al solar al amanecer —dijo, y siguió caminando.

Se sintió incómodo mientras regresaba a casa, y se dijo que él nunca se habría permitido perder la dignidad de esa forma. Pero, mientras formulaba las palabras, una semilla de duda se plantó en su interior. Mashrapur era una ciudad dura e inhóspita. Un hombre sólo era valorado mientras podía contribuir al bienestar general de la comunidad. Y qué atroz debía ser, pensó, ver cómo los hijos se mueren de hambre.

Había anochecido cuando llegó a la casa. Estaba cansado, pero la debilidad que había experimentado durante tanto tiempo había desaparecido. Sieben no estaba en casa. Druss encendió una lámpara y abrió la puerta trasera que daba al jardín, permitiendo que entrase la fresca brisa.

Sacó la bolsa de las monedas y contó los veinticuatro cuartos de plata que había ganado hasta el momento. Veinte equivalían a un rak, que era lo que costaba el alquiler de un mes. A aquel ritmo nunca ganaría lo suficiente para saldar sus deudas. El viejo Tom tenía razón: ganaría mucho más en el círculo de arena.

Rememoró el combate con Brocha y el terrible castigo que había recibido. Recordaba con toda claridad los golpes que había encajado, pero también los que él había propinado a su rival.

Oyó crujir la puerta de hierro del fondo del jardín, y vio a una figura oscura que se abría camino hacia la casa. La luz de la luna hizo brillar la calva del hombre, y éste parecía colosal mientras caminaba bajo las sombras de los árboles. Druss se levantó y entrecerró los ojos.

Brocha se detuvo ante la puerta.

—Bien —preguntó—, ¿no me invitas a entrar?

Druss salió al jardín.

—Puedes recibir una paliza aquí fuera —siseó—. No tengo dinero para pagar los muebles rotos.

—Sí que eres gallito, sí —dijo Brocha en tono amistoso.

El luchador entró en la casa y dejó su capa verde oscuro en el respaldo de un sillón. Perplejo, Druss entró tras él. El gigante se sentó en un sillón, cruzó las piernas y echó la cabeza hacia atrás.

—Un buen asiento —dijo—. ¿Qué hay de un trago?

—¿Qué quieres? —preguntó Druss, esforzándose por contener la irritación.

—Un poco de hospitalidad, granjero. No sé en tu lugar de origen, pero en el sitio de donde yo vengo lo normal es ofrecer a un visitante una copa de vino cuando se toma la molestia de llamar.

—En el sitio de donde yo vengo —replicó Druss—, los huéspedes no invitados son rara vez bienvenidos.

—¿Por qué tanta hostilidad? Ganaste tus apuestas y luchaste bien. Collan no siguió mi consejo, que fue que te devolviera a tu esposa, y ahora está muerto. No tuve nada que ver con el ataque del pueblo.

—¿Y no has estado buscándome para vengarte?

Brocha se echó a reír.

—¿Vengarme? ¿Por qué? No me quitaste nada. Desde luego, no me derrotaste. Ni habrías podido hacerlo. Tienes la fuerza suficiente, pero te falta habilidad. Si se hubiera tratado de una lucha auténtica, habría acabado contigo más tarde o más temprano. Sin embargo, tienes razón en una cosa: te he estado buscando.

Druss se sentó frente al gigante.

—Eso me dijo el viejo Tom. Dijo que pretendías hacerme pedazos.

Brocha sacudió la cabeza y sonrió.

—Ese borracho idiota lo entendió mal, chico. Dime, ¿cuántos años crees que tengo?

—¿Qué? ¿Y cómo quieres que lo sepa, por todos los diablos? —estalló Druss.

—Treinta y ocho. Treinta y nueve dentro de dos meses. Y aún puedo derrotar a Grassin y, posiblemente, a todos los demás. Pero me pusiste delante el espejo del tiempo, Druss. Nadie aguanta para siempre; ni siquiera en el círculo de arena. Mi momento ha pasado; nuestro combate me lo enseñó. Ahora es tu momento, pero no durará demasiado a menos que aprendas a luchar.

—No necesito lecciones para eso —dijo Druss.

—¿Eso crees? Cada vez que lanzabas un golpe con la derecha bajabas el hombro izquierdo. Todos tus golpes seguían una línea curva. Y tu mejor defensa es la mandíbula que, aunque parezca ser de granito, no es más que simple hueso. Tu juego de pies es correcto, aunque se puede mejorar. Pero tienes muchos puntos débiles. Grassin los aprovecharía y te tumbaría.

—Ésa es tu opinión —protestó Druss.

—No me malinterpretes, chico. Eres bueno. Tienes valor y fuerza. Pero también sabes cómo te encontrabas después de luchar una vuelta de reloj contra mí. La mayoría de los combates duran diez veces más.

—Los míos no.

Brocha rió entre dientes.

—Así será con Grassin. No dejes que la arrogancia te impida ver lo obvio, Druss. Dicen que eres leñador. La primera vez que cogiste un hacha, ¿acertaste todos los golpes?

—No —reconoció el joven.

—Ocurre lo mismo con las peleas. Puedo enseñarte muchas formas de golpear, y aún más de defenderte. Puedo enseñarte a fintar y a engañar a tu oponente para que se exponga a tus golpes.

—Quizá puedas, pero ¿por qué ibas a hacerlo?

—Por orgullo —respondió Brocha.

—No te comprendo.

—Te lo explicaré... cuando derrotes a Grassin.

—No estaré aquí tanto tiempo —dijo Druss—. Tan pronto como un barco ventriano amarre en Mashrapur me subiré a él.

—Antes de la guerra, un pasaje costaba diez raks. Ahora, ¿quién sabe? Pero dentro de un mes tendrá lugar un pequeño torneo en Visha; el premio son cien raks. Los ricos tienen palacios allí y se puede hacer mucho más dinero con las apuestas. Grassin asistirá, igual que otros luchadores importantes. Acepta que te entrene y pondré tu nombre en mi lugar.

Druss se levantó, llenó una copa de vino y se la pasó al luchador.

—He conseguido un empleo y le he prometido al supervisor que me quedaré hasta que el trabajo esté hecho. Llevará un mes.

—Entonces te entrenaré por las tardes.

—Con una condición.

—Habla.

—La misma que le impuse al supervisor: si aparece un barco que se dirija a Ventria y puedo conseguir pasaje en él, me iré.

—De acuerdo.

Brocha tendió la mano y Druss se la estrechó. El luchador se puso en pie.

—Te dejaré descansar. Por cierto, adviértele a tu amigo el poeta que está cogiendo frutos de un árbol prohibido.

—Ya es mayorcito —dijo Druss.

Brocha se encogió de hombros.

—Adviérteselo de todas formas. Te veré mañana.