PRÓLOGO

Parcialmente oculto por la maleza, se arrodilló junto al sendero y examinó con sus ojos oscuros las rocas que tenía enfrente y los árboles que se alzaban tras ellas. Tal como iba vestido, con un jubón de gamuza, y botas y calzas de cuero marrón, el hombre alto resultaba virtualmente invisible arrodillado bajo la sombra de los árboles.

El sol lucía en lo alto del despejado cielo veraniego. El rastro tenía más de tres horas. Los insectos habían deshecho en parte las huellas de cascos, pero los bordes de éstas aún se distinguían con claridad.

Cuarenta jinetes cargados con su botín...

Shadak desapareció entre la maleza y se dirigió al lugar donde tenía amarrada su montura. Palmeó el largo cuello del animal y descolgó de la parte trasera de la silla de montar el cinto de las armas. Se lo ajustó a la cintura y desenvainó las dos espadas cortas, forjadas con el mejor acero vagriano. Tras unos instantes de reflexión enfundó de nuevo las hojas y tomó el arco y el carcaj que colgaban del pomo de la silla. Se trataba de un arco de cuerno vagriano, un arma de caza capaz de disparar mortalmente una flecha de dos codos a más de sesenta pasos. El carcaj de piel de gamo contenía veinte flechas fabricadas por el propio Shadak: aletas de plumas de ganso pintadas de rojo y amarillo; puntas de hierro afilado, sin ganchos de presa, que podían ser retiradas con facilidad de los cadáveres. Encordó el arco rápidamente y encajó una flecha en la cuerda. A continuación se echó el carcaj a la espalda y regresó al sendero, avanzando cuidadosamente.

¿Habrían dejado vigilancia en su retaguardia? No parecía muy probable, ya que no había soldados de Drenai en más de quince leguas a la redonda.

Pero Shadak era un hombre cuidadoso. Y conocía a Collan. Sintió cómo su cuerpo se ponía en tensión al recordar el rostro sonriente y los ojos crueles y burlones.

«No te enfurezcas», se dijo. Pero era difícil controlarse, terriblemente difícil. «Los hombres presos de la ira cometen errores —se recordó—. El cazador ha de ser frío como el hierro.»

Retomó su camino en silencio. Una roca se alzaba sobre el suelo unos veinte pasos por delante de él y hacia su izquierda. A la derecha había un grupo de rocas más pequeñas, de no más de cuatro codos de alto. Shadak inspiró profundamente y salió de su escondrijo.

Un hombre surgió de detrás de la roca grande, con un arco tensado. Shadak clavó una rodilla en tierra, y la flecha del atacante cruzó el aire por encima de su cabeza. El arquero intentó refugiarse de nuevo tras la roca, pero Shadak había disparado mientras se arrodillaba y su flecha atravesó la garganta del hombre; la punta le asomó por la nuca.

Apareció un segundo atacante, esta vez a la derecha de Shadak, y se acercó a la carrera. Sin tiempo para cargar otra flecha, Shadak golpeó con el arco, acertando de lleno en el rostro del hombre. Mientras éste se tambaleaba, Shadak soltó el arco, desenvainó las dos espadas cortas y desgarró la garganta del hombre de un solo tajo. Otros dos atacantes corrían hacia él, y Shadak saltó a su encuentro. Ambos llevaban el pecho cubierto con un peto, se protegían el cuello y la cabeza con cotas de malla y empuñaban sendos sables.

—¡Eres difícil de matar, bastardo! —gritó el primero, un guerrero de elevada estatura y anchos hombros.

Pero de repente, el guerrero entrecerró los ojos al reconocer al espadachín que se alzaba frente a él. El miedo reemplazó al ansia de combate, pero ya se encontraba demasiado cerca de Shadak para retroceder y lanzó una torpe estocada con el sable. Shadak bloqueó la hoja con facilidad y lo apuñaló en la boca con su otra espada, atravesándole hasta los huesos del cuello. Al morir el primer espadachín, el segundo retrocedió.

—¡No sabíamos que eras tú! ¡Lo juro! —dijo. Las manos le temblaban.

—Ahora lo sabes —murmuró Shadak.

Sin decir una palabra más, el hombre giró y echó a correr en dirección a los árboles. Shadak envainó las espadas y tomó el arco. Colocó una flecha y tensó la cuerda. La flecha atravesó el aire y se alojó en un muslo del hombre que huía, que dejó escapar un grito y cayó. Mientras Shadak caminaba hasta donde yacía, el hombre se tendió boca arriba y soltó la espada.

—¡No me mates, por piedad! —rogó.

—Vosotros no tuvisteis piedad en Corialis —replicó Shadak—, pero si me dices adonde se dirige Collan te dejaré vivir.

Un lobo aulló a lo lejos; un sonido solitario. Fue respondido por otro aullido, y luego otro más.

—Hay una aldea... Siete leguas al sudeste —dijo el hombre, sin apartar la mirada de la espada corta que empuñaba Shadak—. La hemos estado vigilando. Está llena de mujeres jóvenes. Collan y Harib Ka planean hacer una incursión para capturar esclavos y llevarlos a Mashrapur.

Shadak asintió.

—Te creo —dijo.

—Me dejarás con vida, ¿verdad? Lo has prometido —gimoteó el herido.

—Siempre cumplo mis promesas —contestó Shadak, asqueado ante aquella muestra de cobardía.

Se agachó y arrancó la flecha del muslo del hombre. La sangre brotó de la herida, y el guerrero dejó escapar un gemido. Shadak limpió la flecha en la capa del hombre, se puso en pie y caminó hasta el cadáver del primero de los guerreros. Se arrodilló junto a él, recuperó su flecha y se dirigió al lugar donde los asaltantes habían dejado los caballos. Montó en uno y guió al resto por el sendero, hasta el lugar donde aguardaba su propia montura. Con los cuatro caballos de las riendas, retomó su camino.

—¿Qué pasa conmigo? —gritó el herido.

Shadak se giró sobre la silla.

—Haz lo que puedas para evitar a los lobos —aconsejó—. Cuando empiece a oscurecer ya habrán notado el olor de la sangre.

—¡Déjame un caballo! ¡Por piedad!

—No soy un hombre piadoso —replicó Shadak.

Y se alejó cabalgando hacia el sudeste, en dirección a las montañas distantes.