SEIS

Brocha permanecía sentado en silencio mientras Collan increpaba a los hombres a los que había enviado en busca de Druss. Los hombres estaban en pie ante él, con expresión avergonzada y la cabeza gacha.

—¿Cuánto tiempo has estado a mi lado, Kotis? —le preguntó Collan a uno de ellos, en voz baja y amenazadora.

—Seis años —respondió el hombre, un pugilista alto, robusto y barbudo. Brocha recordó su combate con él; no había durado más de un cuarto de vuelta.

—Seis años —repitió Collan—. Y en ese tiempo, ¿has visto lo que les ocurría a aquéllos que me fallaban?

—Sí, lo he visto. Pero usamos la información que nos dio el viejo Tom. Juró que se alojaban en el Árbol de Hueso, y allí habían estado. Debieron de ocultarse después del combate con Brocha. Los hombres siguen buscando; no será difícil encontrarlos mañana.

—Tienes razón —dijo Collan—; no será difícil encontrarlos. ¡Porque vendrán aquí!

—Deberías devolverle a su esposa —intervino Bodasen, que estaba sentado en un sillón en el extremo opuesto de la sala.

—Yo no devuelvo mujeres. ¡Las tomo! En cualquier caso, no sé de qué campesina habla. La mayoría de las que capturamos huyeron cuando ese loco atacó el campamento. Supongo que su mujer aprovechó la oportunidad para escapar de sus garras.

—Ese hombre no es alguien que me gustaría que anduviese detrás de mí —dijo Brocha—. Nadie había aguantado de pie después de que lo golpeara con tanta fuerza.

—Volved a las calles, todos. Registrad las posadas y las tabernas de los alrededores del puerto. No habrán ido muy lejos. Y recuerda bien esto, Kotis: Si mañana entra por su propio pie en mi casa, eres hombre muerto.

Los hombres se marcharon y Brocha se recostó en su sillón, reprimiendo un gemido al sentir un pinchazo de dolor por culpa de la costilla rota. Se había visto obligado a retirarse del torneo, y aquello había herido su orgullo. A su pesar, sentía admiración por el joven luchador; también él se habría enfrentado a un ejército por Caria.

—¿Sabes lo que creo?

—¿Qué? —espetó Collan.

—Creo que es la mujer que has vendido a Kabuchek. ¿Cómo se llamaba?

—Rowena.

—¿La violaste?

—No la he tocado —mintió Collan—. Y en cualquier caso, se la he vendido a Kabuchek por cinco mil monedas de plata. Debería haberle pedido diez mil.

—Creo que deberías hablar con la Anciana —aconsejó Brocha.

—No necesito un profeta que me diga cómo he de tratar a un paleto montañés con un hacha. Y ahora, hablemos de negocios. —Se volvió hacia Bodasen—. Es demasiado pronto para que hayas recibido la respuesta a mi petición, así que ¿qué haces aquí?

El ventriano sonrió; los blancos dientes contrastaron con la barba negra.

—He venido porque le dije al joven luchador que nos conocíamos. Le dije que podría organizar la liberación de su esposa, pero si ya la has vendido, estoy perdiendo el tiempo.

—¿Qué pintas tú en este asunto?

Bodasen se levantó y se echó la capa negra sobre los hombros.

—Soy soldado, Collan, igual que tú hace tiempo. Y conozco a los hombres. Deberías haberlo visto luchar contra Brocha; no fue bonito. Fue brutal y aterrador. No te las ves con un paleto montañés, sino con un asesino. No creo que tengas bastantes hombres para detenerlo.

—¿Y por qué te preocupa?

—Ventria necesita a los mercaderes libres y tú eres mi enlace con ellos. No quiero que te mate todavía.

—Yo también soy un luchador, Bodasen —replicó Collan.

—Por supuesto que lo eres, drenai. Pero veamos qué es lo que sabemos: Harib Ka, según dicen los supervivientes del ataque, envió seis hombres al bosque. No volvieron. He hablado con Druss y me ha dicho que los mató; y yo lo creo. Después atacó un campamento en el que había cuarenta hombres armados. Los hizo huir. Ahora ha peleado contra Brocha, al cual muchos creían invencible, yo incluido. La chusma que has enviado a buscarlo no tiene la menor oportunidad contra él.

—Es cierto —reconoció Collan—, pero en cuanto los mate, la guardia de la ciudad podrá ir a por él. Yo sólo tengo que pasar aquí cuatro días más; después embarcaré hacia los Puertos Libres. De todas formas, intuyo que tienes algún consejo que ofrecerme.

—Así es. Recupera a la mujer de manos de Kabuchek y entrégasela a Druss. Cómprala o róbala, pero hazlo, Collan.

El oficial ventriano hizo una reverencia mecánica y abandonó la sala.

—Yo en tu lugar, le haría caso —dijo Brocha.

—¡No me salgas tú con ésas! —tronó Collan—. Por los dioses, ¿ese tipo te revolvió los sesos en la pelea? Sabes tan bien como yo qué nos mantiene por encima de este montón de escoria: el miedo. El respeto. El puro terror, a veces. ¿Qué sería de mi reputación si devolviera una mujer raptada?

—Tienes razón —dijo Brocha, poniéndose en pie—, pero una reputación puede recuperarse. Una vida es algo diferente. Ese hombre dijo que te arrancaría la cabeza, y es perfectamente capaz de hacerlo.

—Nunca pensé que te vería asustado, amigo mío. Pensé que eras inaccesible al miedo.

Brocha sonrió.

—Soy fuerte, Collan. Uso mi reputación porque me hace las cosas más fáciles, pero no me la creo; si estuviera en el camino de un toro en plena embestida me apartaría, o daría la vuelta y echaría a correr, o me subiría a un árbol. Un hombre fuerte debe conocer sus limitaciones.

—Bien, está claro que te ha ayudado a conocer las tuyas —dijo Collan con desdén.

Brocha sonrió y meneó la cabeza. Abandonó la mansión de Collan y paseó por las calles del barrio norte. Eran anchas y estaban bordeadas de árboles. Un grupo de oficiales de la guardia pasó a su lado, y el capitán saludó al reconocer al campeón.

«Al antiguo campeón —pensó Brocha—. Ahora será Grassin el que se llevará los honores.»

Hasta el año que viene.

—Volveré —dijo Brocha en voz baja—. Tengo que volver. Esto es todo lo que tengo.

Sieben flotó hasta la consciencia atravesando capas de sueños. Iba a la deriva en un lago azul; a pesar de aquello, su cuerpo estaba seco. Estaba de pie en una isla cubierta de flores, pero no sentía el suelo bajo los pies. Estaba acostado en una cama cubierta de raso, junto a una estatua de mármol; la tocó y se convirtió en carne, pero siguió estando fría.

Abrió los ojos y los sueños se desvanecieron de su memoria como un suspiro. Druss seguía dormido. Sieben se levantó del sillón y se estiró; después miró al guerrero durmiente. Los puntos que llevaba Druss sobre las cejas eran bastos y arrugados, la sangre seca manchaba ambos párpados, y la nariz estaba hinchada y descolorida. Pero a pesar de las heridas, el rostro transmitía fuerza, y Sieben se estremeció ante la casi inhumana energía del joven.

Druss gruñó y abrió los ojos.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó el poeta.

—Como si un caballo hubiera galopado sobre mi cara —respondió Druss, saliendo de la cama. Bebió un vaso de agua.

Llamaron a la puerta. Sieben desenvainó un puñal.

—¿Quién es?

—Soy yo, señor —le llegó la voz de la criada—. Un hombre desea veros; está abajo.

Sieben abrió la puerta y la criada hizo una pequeña reverencia.

—¿Lo conoces? —pregunto Sieben.

—Es el caballero ventriano que estuvo aquí anoche, señor.

—¿Está solo?

—Sí, señor.

—Dile que suba —ordenó Sieben.

Mientras esperaban, le contó a Druss lo de los hombres que habían ido a buscarlos por la noche.

—Debiste despertarme —dijo Druss.

—Pensé que sería conveniente evitar una carnicería —replicó Sieben.

Bodasen entró, fue directamente a Druss, que estaba junto a la ventana, y examinó los puntos.

—Aguantan bien —dijo Bodasen, sonriendo.

—¿Tienes noticias? —preguntó Druss.

El ventriano se quitó la capa y la dejó en un sillón.

—Collan ha tenido hombres buscándote toda la noche. Asesinos. Pero hoy ha recuperado la sensatez. Esta mañana me ha enviado un mensaje para ti: ha decidido devolverte a tu esposa.

—Bien. ¿Cuándo y dónde?

—Hay un muelle a ochocientos pasos al oeste de aquí. Se reunirá allí contigo esta noche, una hora después de la puesta de sol, y llevará a Rowena. Pero está preocupado, Druss: no quiere morir.

—No lo mataré —prometió Druss.

—Quiere que vayas solo y desarmado.

—¡Está loco! —estalló Sieben—. ¿Se cree que está tratando con idiotas?

—Sea lo que sea ahora —dijo Bodasen—, continúa siendo un noble de Drenai. Su palabra debe ser aceptada.

—No por mí —siseó Sieben—. Es un asesino renegado que se ha hecho rico comerciando con el sufrimiento ajeno. ¡Noble de Drenai o no!

—Iré —dijo Druss—. ¿Qué otras opciones hay?

—Es una trampa, Druss. Los hombres como Collan carecen de honor. Estará allí, eso es cierto. Con una docena de asesinos.

—No me detendrán —insistió el hachero. Sus ojos claros brillaban.

—Un cuchillo en el cuello puede detener a cualquiera.

Bodasen dio un paso y apoyó una mano en el hombro de Druss.

—Collan me ha asegurado que será un trato justo. No te habría traído el mensaje de no pensar que es verdad.

Druss asintió y sonrió.

—Te creo —dijo.

—¿Cómo nos has encontrado? —preguntó Sieben.

—Aquí es donde dijisteis que estaríais —respondió Bodasen.

—¿Dónde tendrá lugar el encuentro, exactamente? —preguntó Druss.

Bodasen le dio indicaciones y se despidió.

Cuando el ventriano se marchó, Sieben se volvió hacia el hachero.

—¿De verdad confías en él?

—Por supuesto; es un caballero ventriano. Mi padre me dijo que son los peores comerciantes del mundo porque odian la mentira y el engaño. Están hechos así.

—Collan no es ventriano —indicó Sieben.

—No —aceptó Druss, con expresión sombría—. Es exactamente todo lo que has dicho. Y tienes razón, poeta: se trata de una trampa.

—¿Y vas a ir de todas formas?

—Como ya he dicho, no hay otra opción. Pero tú no tienes que venir; tu deuda es con Shadak, no conmigo.

—Tienes razón, vieja mula —dijo Sieben, sonriendo—. Así pues, ¿cómo vamos a organizar el juego?

Una hora antes de la puesta de sol, Collan se sentó en una habitación en una planta alta, desde la cual podía ver el muelle. El barbudo Kotis estaba a su lado.

—¿Están todos en sus posiciones? —preguntó el espadachín drenai.

—Así es. Dos ballesteros y seis hombres con cuchillos. ¿Va a venir Brocha?

—No. —El rostro de Collan se ensombreció.

—Podría marcar la diferencia —dijo Kotis.

—¿Por qué? —espetó Collan—. ¡Ya se ha llevado una paliza a manos del campesino!

—¿De verdad crees que vendrá solo y desarmado?

—Bodasen cree que sí.

—¡Dioses, vaya idiota!

Collan se echó a reír.

—El mundo está lleno de idiotas, Kotis. Así es como nos hemos hecho ricos.

Collan miró por la ventana y examinó el muelle. Había unas cuantas putas apoyadas en los portales, y dos mendigos atosigaban a los caminantes. Un estibador borracho salió de una taberna tambaleándose, chocó contra una pared y se deslizó hasta el suelo junto a un poste. Intentó levantarse, pero al alzar la bolsa que llevaba volvió a caer, se arrastró hasta una piedra y se echó a dormir.

«Qué ciudad —pensó Collan—. Qué maravillosa ciudad.» Una puta se acercó al hombre dormido y con dedos hábiles lo aligeró de su bolsa.

Collan se apartó de la ventana y desenvainó el sable. Cogió una piedra de afilar y repasó la hoja. No tenía intención de enfrentarse al campesino, pero el exceso de cautela no estaba de más.

Kotis se llenó una copa de vino barato.

—No bebas demasiado —advirtió Collan—. Aunque esté desarmado, ese hombre es capaz de luchar.

—No luchará demasiado con una flecha atravesándole el corazón.

Collan se sentó en un sillón de cuero y estiró sus largas piernas.

—Dentro de unas días seremos ricos, Kotis. Tendremos oro ventriano para llenar esta habitación. Después tomaremos un barco a Naashan y compraremos un palacio. Quizá más de uno.

—¿Crees que los piratas ayudarán a Ventria? —preguntó Kotis.

—No; ya han aceptado el oro naashanita. Ventria está acabada.

—Entonces ¿nos quedaremos con el dinero de Bodasen?

—Por supuesto. Como te he dicho, el mundo está lleno de idiotas. ¿Sabes?, yo fui uno de ellos. Tenía sueños de gloria y desperdicié la mitad de mi vida persiguiéndolos. Caballería, galantería. Mi padre me inculcó esas ideas hasta que mi cabeza estuvo tan llena de sueños heroicos que me los creí de verdad. —Collan rió entre dientes—. ¡Increíble! Pero aprendí lo equivocado que estaba y me convertí en un experto en la forma en que funciona el mundo.

—Estás de buen humor hoy —dijo Kotis—. Tendrás que matar también a Bodasen. No estará muy contento cuando se entere de que lo has engañado.

—Lucharé con él —dijo Collan—. ¡Ventrianos! ¡Así se los lleve la peste! Se creen mejores que nadie. Y Bodasen, más que la mayoría; se cree un espadachín. Ya lo veremos. Lo cortaré en trozos, poco a poco. Un rasguño aquí, un tajo allá. Sufrirá. Acabaré con su orgullo antes de matarlo.

—Podría ser mejor que tú —aventuró Kotis.

—Nadie es mejor que yo, con sable o con cuchillo.

—Se dice que Shadak es uno de los mejores espadachines que existen.

—¡Shadak es un viejo! —gritó Collan, poniéndose en pie—. Y ni siquiera en su mejor momento habría podido hacerme frente.

Kotis palideció y farfulló una disculpa.

—¡Cállate! —bufó Collan—. Sal y comprueba que todos están en su puesto.

Cuando Kotis salió de la habitación, Collan se sirvió una copa de vino y volvió a sentarse junto a la ventana.

«¡Shadak! ¡Siempre Shadak! —pensó—. ¿Qué tiene ese hombre que inspira tal respeto entre los demás? ¿Qué ha hecho? Por los huevos de Shemak, he matado al doble de espadachines que ese viejo. Pero ¿se cantan canciones sobre Collan? No.

»Un día le daré caza —se prometió—. En algún lugar público, que la gente vea humillado al gran Shadak.» Miró por la ventana. El sol se ponía y teñía el mar del color del fuego.

Pronto llegaría el campesino y empezaría la diversión.

Druss se acercó al muelle. En el extremo más lejano había un barco amarrado; los estibadores estaban desatando las amarras y lanzándolas a la cubierta, mientras a bordo los marineros desplegaban la gran vela cuadrada del palo mayor. Las gaviotas planeaban sobre el bajel; sus alas parecían plateadas a la luz de la luna.

El joven guerrero contempló el muelle, desierto a excepción de dos putas y un borracho dormido. Examinó los edificios, pero todas las ventanas estaban cerradas. Sentía en la boca el regusto del miedo; no por él, sino por lo que le ocurriría a Rowena si Collan lo mataba: una vida de esclavitud. Druss no podía soportarlo.

Las heridas le escocían, y un sordo dolor de cabeza le recordaba el combate contra Brocha. Carraspeó, escupió y echó a andar hacia el muelle. En las sombras, a su derecha, se movió alguien.

—¡Druss! —susurró una voz. Druss se detuvo y volvió la cabeza. Vio al viejo Tom a la entrada de un callejón oscuro.

—¿Qué quieres? —preguntó Druss.

—Te están esperando, chico. Son nueve. ¡Vete!

—No puedo. Tienen a mi esposa.

—Maldito seas, chico. Vas a morir.

—Ya veremos.

—Escúchame. Dos de ellos tienen ballestas. Mantente cerca de la pared de la derecha. Los ballesteros están en las habitaciones de arriba; no podrán apuntarte si te quedas junto a la pared.

—Eso haré —dijo Druss—. Gracias, viejo.

Tom retrocedió y desapareció en las sombras. Druss inspiró profundamente y entró en el muelle. Delante y por encima de él vio una ventana abierta. Cambió de dirección y se acercó a la pared de un edificio iluminado por la luna.

—¿Dónde estás, Collan? —gritó.

De entre las sombras surgieron unos hombres armados, y Druss distinguió la alta figura de Collan entre ellos. Druss se acercó al grupo.

—¿Dónde está mi esposa?

—Eso es lo mejor de este asunto —respondió Collan, señalando el barco que partía—. Está a bordo. Se la vendí al mercader Kabuchek, que navega ahora a su hogar en Ventria. ¡Quizá hasta te vea morir!

—¡Ni lo sueñes! —gritó Druss, y cargó contra los hombres. Tras él, el estibador borracho se levantó de repente con un puñal en cada mano. Una de las hojas relampagueó junto a Collan y se enterró en el cuello de Kotis.

Un puñal se dirigía al vientre de Druss, pero el joven desvió el brazo del atacante y lanzó un fuerte puñetazo contra su mandíbula, haciéndolo caer y estorbando el paso de los guerreros que lo acompañaban. Un cuchillo se hundió en la espalda de Druss, que giró y agarró a su atacante por el cuello y la entrepierna, lo alzó del suelo y lo arrojó contra el resto de los hombres.

Sieben sacó a Snaga de la bolsa y la lanzó por el aire. Druss la atrapó al vuelo. La luz de la luna destelló en las terribles hojas y los atacantes huyeron a la carrera.

Druss echó a correr hacia el barco que se alejaba lentamente del muelle.

—¡Rowena! —gritó.

Algo lo golpeó en la espalda, y lo hizo tambalearse y caer de rodillas. Vio correr a Sieben. El poeta alzó un brazo y lo movió hacia delante. Druss se giró a medias y vio a un ballestero, perfilándose en el recuadro de una ventana. El hombre soltó la ballesta y a continuación cayó hacia delante, con un puñal clavado en un ojo.

Sieben se arrodilló junto a Druss.

—Quédate tumbado —dijo—. ¡Tienes una flecha en la espalda!

—¡Apártate! —gritó Druss, levantándose—. ¡Rowena!

Avanzó torpemente, pero el barco se alejaba del muelle cada vez más deprisa, empujado por el viento. Druss notó cómo la sangre que manaba de sus heridas le corría por la espalda y le empapaba el cinturón. Lo abrumó una sensación de letargo y volvió a caer. Sieben llegó a su lado.

—Tenemos que llevarte a un médico —le oyó decir. Después, la voz del poeta pareció alejarse, y un gran rugido le llenó los oídos. Entrecerró los párpados y vio al barco tomar rumbo este, con la gran vela hinchada.

—¡Rowena! —gritó—. ¡Rowena!

Sentía en la cara la fría piedra del muelle; los gritos de las gaviotas parecían burlarse de él. El dolor recorrió su cuerpo mientras luchaba por levantarse...

Después cayó por el borde del mundo.

Collan corrió por el muelle y miró hacia atrás. Vio al gigantesco guerrero en el suelo y a su compañero arrodillado a su lado. Detuvo su huida y se sentó en un amarradero, intentando recuperar el resuello. ¡Era increíble! Desarmado, el gigante había atacado a hombres armados y los había hecho huir. Brocha tenía razón; la analogía con el toro embistiendo era muy apropiada. Al día siguiente iría a su escondrijo en el sur de la ciudad y después, como Brocha había aconsejado, hablaría con la Anciana. Aquélla era la solución. Le pagaría para que realizase un conjuro, enviase un demonio o fabricase veneno. Lo que fuera.

Collan se levantó y se encontró con una oscura figura que se alzaba entre las sombras producidas por la luz de la luna. El hombre lo observaba.

—¿Qué miras? —dijo Collan.

La sombría figura se acercó y la luna le iluminó el rostro. Vestía una corta túnica de cuero negro, y de cada lado de su cintura pendía una espada corta enfundada. Tenía el pelo largo y negro, atado en una cola de caballo.

—¿Te conozco? —preguntó Collan.

—Me conocerás, renegado —dijo el hombre, desenvainando una espada con la mano derecha.

—Has elegido una mala víctima para atracar —dijo Collan. Su sable centelleó y cortó el aire de izquierda a derecha.

—No pretendo robarte, Collan —dijo el hombre, avanzando—. He venido a matarte.

Collan aguardó hasta que estuvo a pocos pasos, y saltó hacia delante, apuntando con el sable al pecho del hombre. Sonó un chasquido cuando los aceros se encontraron. El sable de Collan fue bloqueado y una réplica relampagueante se dirigió al cuello del espadachín. Collan saltó hacia atrás; la punta de la espada no le acertó en un ojo por menos de una pulgada.

—Eres hábil, amigo mío. Te he subestimado.

—Ocurre a veces —dijo el hombre.

Collan volvió a atacar, esta vez con una serie de golpes y estocadas dirigidas al cuello y al vientre. Las hojas centelleaban a la luz de la luna, y se abrieron algunas ventanas cuando los discordantes sonidos del acero se fueron extendiendo por el muelle. Varias putas se asomaron y animaron a los contendientes. De los callejones surgieron mendigos. Una taberna cercana se vació y los parroquianos formaron un amplio círculo en torno a los duelistas. Collan disfrutaba. Sus ataques estaban obligando al otro hombre a retroceder, y empezaba a medir a su adversario. El desconocido era rápido y ágil, y se mantenía tranquilo bajo la presión; pero no era joven y Collan podía notar su cansancio. Al principio contraatacó varias veces, pero cada vez con menos frecuencia; ahora se limitaba a bloquear desesperadamente el sable.

Collan hizo una finta, giró y lanzó el puño hacia delante al tiempo que adelantaba la pierna derecha. Su contrincante bloqueó la estocada demasiado tarde y la punta del sable le tocó el hombro izquierdo. Collan dio un paso atrás, liberando su acero.

—Hora de morir, viejo —dijo.

—Así es. ¿Qué se siente? —contestó su rival.

Collan se echó a reír.

—Tienes la sangre fría, lo reconozco. Antes de que te mate, ¿me dirás por qué me perseguías? ¿Una esposa ultrajada, quizá? ¿Una hija deshonrada? ¿O eres un asesino a sueldo?

—Soy Shadak —dijo el hombre.

Collan sonrío.

—Así que esta noche no se ha echado a perder del todo.

Echó una ojeada a los mirones.

—¡El gran Shadak! —dijo, alzando la voz—. El famoso cazador. El poderoso espadachín. ¿Veis cómo sangra? Bueno, amigos; ¡podréis decir a vuestros hijos que lo visteis morir! Que visteis cómo Collan mató a una leyenda.

Se acercó a Shadak, que esperaba, y alzó su sable en un saludo burlón.

—He disfrutado del duelo, viejo —dijo—, pero es hora de acabar.

Saltó mientras hablaba y envió un tajo de revés hacia el costado derecho de Shadak. Cuando su adversario detuvo el golpe, Collan giró la muñeca e hizo pasar el sable sobre la hoja que lo bloqueaba, haciéndolo volar en dirección al cuello descubierto de Shadak. Era un golpe mortal clásico y Collan lo había utilizado innumerables veces, pero Shadak se balanceó hacia la izquierda y el sable se encajó en su hombro derecho. Collan sintió un dolor agudo en el vientre y bajó la mirada. Horrorizado, vio la espada de Shadak clavada hasta la empuñadura.

—¡Arde en el infierno! —siseó Shadak mientras sacaba la espada.

Collan gritó y cayó de rodillas; el sable repiqueteó en las piedras del muelle. Sintió cómo el corazón le latía agónicamente y un dolor ardiente le atravesó el cuerpo. Gritó.

—¡Ayudadme!

La muchedumbre guardó silencio. Collan cayó de bruces sobre el empedrado.

—No puedo morir —dijo—. Yo no. Collan no.

El dolor se fue desvaneciendo, sustituido por una sensación cálida que le nubló la mente torturada. Abrió los ojos y vio ante sí el sable, brillante, sobre las piedras. Extendió la mano y tocó la empuñadura.

—Aún puedo vencer —dijo—. Aún puedo...

Shadak enfundó la espada y miró al hombre muerto. Los mendigos ya se habían lanzado sobre el cadáver y lo despojaban de las botas y el cinto. Shadak dio la vuelta y se abrió paso entre la multitud.

Vio a Sieben arrodillado junto al cuerpo de Druss, y el corazón pareció detenérsele. Se acercó rápidamente y se agachó.

—Está muerto —dijo Sieben.

—Ni lo... sueñes —siseó Druss—. Ayúdame a levantarme.

Shadak rió entre dientes.

—Algunos hombres son duros de matar —le dijo al poeta. Entre los dos alzaron a Druss.

—Está ahí fuera —dijo Druss, mirando al barco que se empequeñecía poco a poco en el distante horizonte.

—Lo sé, amigo mío —dijo Shadak—. Pero la encontraremos. De momento, vamos a llevarte a un médico.