CINCO

Bodasen se abrió camino a través de la muchedumbre que llenaba el puerto, pasando junto a las mujeres de ropas chillonas, rostros pintados y falsas sonrisas; junto a los comerciantes que voceaban sus ofertas; junto a los mendigos de miembros deformes y ojos suplicantes. Bodasen odiaba Mashrapur y aborrecía el olor de las ingentes multitudes que acudían al lugar en busca de fortuna rápida. Las calles eran estrechas y la basura las atascaba. Los edificios eran altos, de tres, cuatro o cinco pisos, y se comunicaban a través de callejones, túneles y pasadizos sombríos, donde los ladrones podían hundir sus aceros en las víctimas incautas y, acto seguido, huir por el laberinto de calles secundarias antes de que la guardia de la ciudad, siempre falta de personal, pudiese atraparlos.

«Vaya ciudad —pensó Bodasen—. Un lugar repleto de mugre y mujeres maquilladas; un refugio para ladrones, contrabandistas, renegados y traficantes de esclavos.»

Una mujer se le acercó.

—Pareces solitario, querido —le dijo, deslumbrándolo con una sonrisa que dejaba ver sus dientes de oro. El hombre bajó la mirada y la sonrisa se desvaneció. La mujer retrocedió lentamente y Bodasen siguió su camino.

Llegó ante un callejón estrecho, se detuvo y echó para atrás su capa negra, descubriendo el hombro izquierdo. La empuñadura del sable brilló bajo la escasa luz. Tres hombres surgieron de entre las sombras cuando Bodasen entró en el callejón. Sintió clavados en él los ojos de los hombres y los miró directamente, desafiante. Los hombres desviaron la vista y Bodasen avanzó por el callejón hasta llegar a una placita con una fuente en el centro, sobre la que se alzaba una estatua de bronce que representaba a un niño cabalgando sobre un delfín. Había unas cuantas putas sentadas junto a la fuente, charlando. Cuando vieron al hombre cambiaron de postura de inmediato; echaron los hombros hacia atrás para hacer destacar el pecho y mostraron sus sonrisas profesionales. Bodasen pasó de largo y oyó cómo se reanudaba la charla tras él.

La posada estaba casi vacía. Un viejo, sentado junto a la barra, sostenía una jarra de cerveza. Dos camareras limpiaban las mesas y una tercera se afanaba en encender la chimenea de piedra. Bodasen se acercó a una mesa junto a una ventana y se sentó de cara a la entrada. Una camarera se le acercó.

—Buenas tardes, señor. ¿Os traigo vuestra cena de siempre?

—No. Tráeme una copa de tinto del bueno y una jarra de agua fresca.

—De acuerdo, señor. —La camarera hizo una leve reverencia y se alejó.

El recibimiento de la joven disipó en parte la irritación de Bodasen. Incluso en aquella repugnante ciudad había personas capaces de reconocer la nobleza. El vino era de calidad mediocre, de menos de cuatro años, y raspaba en el paladar. Bodasen bebió sólo un poco.

La puerta de la posada se abrió y entraron dos hombres. Bodasen se recostó en la silla y los observó mientras se acercaban. El primero era un hombre apuesto, alto y de hombros anchos; vestía una capa carmesí sobre una túnica roja, y llevaba un sable enfundado sobre la cadera. El segundo era un gigantesco guerrero calvo, de enorme musculatura y expresión huraña.

El primer hombre se sentó frente a Bodasen; el otro se quedó de pie junto a la mesa.

—¿Dónde está Harib Ka? —preguntó Bodasen.

—Tu paisano no se reunirá con nosotros —contestó Collan.

—Dijo que vendría. Por eso accedí a que nos viésemos.

Collan se encogió de hombros.

—Tenía una cita urgente en otro sitio.

—No me dijo nada.

—Creo que ha sido un imprevisto. ¿Quieres hacer negocios o no?

—Yo no hago negocios, Collan. Quiero organizar un acuerdo con los... mercaderes libres del mar de Ventria. Tengo entendido que tú dispones de... cómo lo diría... contactos entre ellos.

Collan rió entre dientes.

—Interesante. ¿No eres capaz de decir «piratas»? No, claro. Sería demasiado para un noble ventriano. Bueno, estudiemos un momento la situación. La flota ventriana ha sido dispersada o hundida. En tierra, vuestros ejércitos han sido aplastados, y el emperador, asesinado. Ahora depositáis vuestras esperanzas en la flota pirata; sólo ella puede garantizar que los ejércitos de Naashan no recorrerán todo el camino hasta la capital. ¿Me equivoco en algún detalle?

Bodasen se aclaró la garganta.

—El imperio busca aliados. Los mercaderes libres están en posición de ayudamos en nuestra lucha contra las fuerzas del mal. Y siempre hemos sido generosos con nuestros amigos.

—Ya veo —dijo Collan con una mirada burlona—. ¿Ahora luchamos contra las fuerzas del mal? Y yo que siempre había creído que Naashan y Ventria eran simplemente dos imperios en guerra. Mira que soy ingenuo. En cualquier caso, has hablado de generosidad. ¿Cuán generoso es el príncipe?

—El emperador es famoso por su esplendidez.

Collan sonrió.

—Emperador a los diecinueve años... Un rápido ascenso al poder. Pero ha perdido ya once ciudades a manos del invasor, y el tesoro se agota con rapidez. ¿Podría sacar de algún sitio doscientos mil raks de oro?

—Doscien... Debes de estar bromeando.

—Los mercaderes libres tienen cincuenta navíos de guerra. Con ellos podríamos proteger toda la costa y evitar una invasión desde el mar. También podríamos escoltar a las flotas que transportan seda ventriana a Drenai, Lentria y muchos otros lugares. Sin nosotros estáis condenados, Bodasen. Doscientos mil raks son un precio barato para impedirlo.

—Estoy autorizado a ofrecer cincuenta. Nada más.

—Los hazañitas han ofrecido cien.

Bodasen guardó silencio; tenía la garganta seca.

—¿Podríamos pagar la diferencia en sedas y otros productos? —preguntó finalmente.

—Oro —respondió Collan—. Es lo único que nos interesa. No somos tenderos.

«No —pensó Bodasen con amargura—. Sois ladrones y asesinos, y me resulta una tortura estar sentado en la misma sala que alguien como tú.»

—Tengo que consultarlo con el embajador —dijo—. Él puede comunicar vuestras exigencias al emperador. Necesito cinco días.

—Me parece bien —dijo Collan, poniéndose en pie—. ¿Sabes dónde encontrarme?

«Debajo de una piedra —pensó Bodasen—, junto a los otros insectos.»

—Sí —dijo en voz baja—. Sé dónde encontrarte. Dime, ¿cuándo llegará Harib a Mashrapur?

—No llegará.

—Pues ¿dónde tenía esa cita?

—En el infierno —respondió Collan.

—Debes ser paciente —dijo Sieben, mientras Druss paseaba arriba y abajo por la pequeña habitación del tercer piso de la posada del Árbol de Hueso.

El poeta había estirado su alto y delgado cuerpo sobre una de las dos estrechas camas. Druss se acercó a la ventana, y contempló el muelle y el mar más allá del puerto.

—¿Paciencia? —estalló el hachero—. Ella está aquí, en algún sitio. Quizá cerca.

—Y la encontraremos —prometió Sieben—, pero llevará su tiempo. Aquí se han establecido los tratantes de esclavos. Esta tarde preguntaré por ahí y averiguaré dónde la ha metido Collan. Después planearemos el rescate.

Druss se volvió.

—¿Por qué no vamos a la posada del Oso Blanco a buscar a Collan? Él lo sabrá.

—Eso supongo, vieja mula. —Sieben deslizó las piernas por el borde de la cama y se sentó—. Y también estará rodeado de un montón de rufianes dispuestos a apuñalamos por la espalda. El principal será Brocha. Ese tipo parece tallado en granito, y sus músculos hacen que tú parezcas un enclenque. Brocha es un asesino. Ha matado a muchos hombres: a puñetazos en combates de boxeo; retorciéndoles el cuello en la lucha. No necesita armas. Le he visto aplastar una jarra de peltre con una mano, y levantar sobre su cabeza un tonel de cerveza lleno. Y es sólo uno de los hombres de Collan.

—¿Estás asustado, poeta?

—¡Por supuesto que estoy asustado, idiota! Tener miedo es inteligente; nunca cometas el error de confundirlo con ser cobarde. Pero no tiene sentido ir detrás de Collan. Aquí lo conocen, y tiene amigos en las altas esferas. Si lo atacas serás arrestado, juzgado y sentenciado. Y no quedará nadie para rescatar a Rowena.

Druss se inclinó hacia delante y apoyó los codos en la mesa desvencijada.

—Odio estar aquí esperando, sin hacer nada —dijo.

—Entonces vamos a dar una vuelta por la ciudad —propuso Sieben—. Podríamos enteramos de algo. ¿Cuánto dinero te han dado por el caballo?

—Veinte monedas de plata.

—Es casi justo; bien hecho. Vamos, te enseñaré el paisaje.

Druss se irguió y cogió el hacha.

—No creo que debas llevarla —le dijo Sieben—. Una cosa es lucir una espada o llevar un cuchillo, pero la guardia de la ciudad no va a pasar por alto semejante monstruosidad. En una calle frecuentada podrías cortarle el brazo a alguien sin querer. Toma, coge uno de mis puñales.

—No lo necesito —replicó Druss. Dejó el hacha en la mesa y salió de la habitación.

Cruzaron la sala principal de la posada y salieron a la estrecha calle. Druss olisqueó el aire.

—Esta ciudad apesta.

—Como la mayoría de las ciudades, al menos en las zonas pobres. No hay cloacas y lo tiran todo por las ventanas, así que camina con cuidado.

Se dirigieron al puerto. Varios barcos estaban siendo descargados: balas de seda de Ventria, Naashan y otras ciudades orientales; hierbas y especias; frutas secas y barriles de vino. El puerto hervía de actividad.

—Nunca había visto tanta gente en un solo lugar —dijo Druss.

—Aún no hay mucha gente —contestó Sieben.

Rodearon el muro del puerto, dejaron atrás los templos y edificios oficiales, y llegaron hasta un parquecillo con un bulevar flanqueado por estatuas y una fuente central. Las parejas jóvenes paseaban cogidas de la mano y, a la izquierda, un orador disertaba ante un pequeño grupo de gente. Hablaba sobre el egoísmo intrínseco que conllevaba perseguir el altruismo. Sieben se detuvo un momento y escuchó. Después siguieron andando.

—Interesante, ¿no crees? —preguntó a su compañero—. Dice que las buenas acciones son egoístas en el fondo porque hacen que quien las realiza se sienta bien. Así que la generosidad no existe, ya que se ha actuado sólo por interés propio.

Druss meneó la cabeza y miró al poeta.

—Su madre tendría que haberle explicado que la boca no se usa para llenar el aire de ruido.

—Lo tomaré como tu sutil forma de expresar que no estás de acuerdo con él.

—Ese hombre es un idiota.

—¿Cómo demostrarías eso?

—No necesito demostrarlo. Si me sirven un plato de bosta de vaca no necesito probarlo para saber que no es carne.

—Explícate —insistió Sieben—. Comparte algo de tu valiosa filosofía de la frontera.

—No. —Druss siguió andando.

—¿Por qué?

—Soy leñador; sé de árboles. Una vez trabajé en un manzanal. ¿Sabes que se pueden cortar esquejes de una variedad e injertarlos en un manzano de otra? Un árbol puede tener hasta veinte variedades. Lo mismo pasa con las peras. Mi padre siempre decía que los hombres se comportan igual en cuanto al conocimiento. Mucho de él puede trasplantarse, pero debe ser semejante a lo que se necesita. No se puede injertar un manzano en un peral; es una pérdida de tiempo. Y no me gusta perder el tiempo.

—¿Crees que no entendería tus argumentos? —preguntó Sieben, sonriendo desdeñosamente.

—Hay cosas que se saben o no. Y no puedo darte ese conocimiento. En las montañas he visto a los granjeros plantar hileras de árboles en los campos. Lo hacen para que el viento no se lleve el suelo cultivable. Pero los árboles pueden tardar cien años en formar una barrera eficaz; esos granjeros trabajan para el futuro, para otros a los que no llegarán a conocer. Lo hacen porque es lo que hay que hacer... y ni uno solo de ellos estaría dispuesto a discutir sus motivos con ese charlatán pomposo de ahí atrás. Ni contigo. Tampoco es que necesiten hacerlo, precisamente.

—Ese charlatán pomposo es el primer ministro de Mashrapur, un político brillante y un poeta de cierta reputación. Estoy seguro de que se sentiría mortalmente humillado si se enterase de que un joven campesino inculto recién llegado de la frontera no está de acuerdo con su filosofía.

—Entonces no se lo diremos —contestó Druss—. Simplemente, lo dejaremos ahí sirviendo platos de bosta a la gente que cree que son filetes. Y tengo sed, poeta. ¿Conoces alguna taberna decente?

—Depende de lo que busques. Las tabernas del puerto son sitios duros, frecuentados habitualmente por ladrones y putas. Si caminamos un rato más llegaremos a una zona más civilizada donde podremos tomar algo tranquilamente.

—¿Qué hay de esos sitios de ahí? —preguntó Druss, señalando a unos edificios levantados a lo largo del muelle.

—Tu juicio es infalible, Druss. Es el muelle oriental, más conocido por los lugareños como «la hilera de los ladrones». Cada noche ocurre una veintena de robos y asesinatos. Nadie con clase iría allí... lo que lo hace perfecto para ti. Echa un vistazo. Yo iré a visitar a unos amigos que pueden tener información sobre los últimos movimientos de esclavos.

—Voy contigo.

—No. Estarías fuera de lugar. La mayoría de mis amigos son charlatanes pomposos, ¿sabes? Me reuniré contigo en el Árbol de Hueso a medianoche.

Druss rió entre dientes, lo que sólo aumentó la irritación de Sieben, y el poeta dio la vuelta y se alejó por el parque.

La habitación estaba amueblada con una gran cama con sábanas de raso, dos cómodos sillones rellenos de crin y tapizados de terciopelo, y una mesa sobre la cual reposaban una jarra de vino y dos copas de plata. El suelo estaba cubierto por alfombras tejidas con gran habilidad, que resultaban suaves bajo los pies descalzos de Rowena. La joven se sentó en el borde de la cama y cerró el puño sobre el broche que le había regalado Druss. Podía verlo caminando junto a Sieben. La inundó una sensación de abrumadora tristeza y dejó caer la mano en el regazo. Harib Ka había muerto, como ella sabía que ocurriría, y Druss estaba más cerca de su terrible destino.

Se sintió sola e impotente en casa de Collan. La puerta no tenía cerradura, pero unos guardias vigilaban el pasillo. No había forma de escapar.

La primera noche, cuando se la llevó del campamento, Collan la había violado dos veces. En la segunda ocasión, la joven intentó vaciar su mente y perderse en ensoñaciones del pasado. Al hacerlo había abierto las puertas del Talento. Rowena flotó, libre de su cuerpo ultrajado, y voló a través de la oscuridad y el tiempo. Vio grandes ciudades, inmensos ejércitos y montañas que alcanzaban las nubes. Perdida, intentó encontrar a Druss sin conseguirlo.

Entonces, una voz llegó hasta ella. Una voz amable, cálida y confortadora.

—Tranquilízate, hermana. Te ayudaré.

Rowena detuvo su vuelo y permaneció inmóvil, flotando sobre un océano negro como la noche. A su lado apareció un hombre. Era esbelto y parecía joven, de unos veinte años. Tenía ojos oscuros y sonrisa amable.

—¿Quién eres? —le preguntó.

—Soy Vintar, de los Treinta.

—Me he perdido.

—Dame la mano.

La joven tocó los dedos espirituales del hombre y los pensamientos de éste la cubrieron. Al borde del pánico, Rowena se sintió tragada por una avalancha de recuerdos y vio un templo de piedra gris, residencia de unos monjes vestidos de blanco. Vintar se apartó de ella con la misma facilidad con la que había penetrado en sus pensamientos.

—Tu suplicio ha terminado —dijo el hombre—. Te ha dejado, y ahora duerme a tu lado. Te llevaré a casa.

—No puedo soportarlo. Es vil.

—Sobrevivirás, Rowena.

—¿Por qué debería importarme? —preguntó ella—. Mi esposo está cambiando, convirtiéndose día tras día en alguien tan despiadado como los hombres que me raptaron. ¿Qué clase de vida me espera?

—No responderé a eso, aunque probablemente podría hacerlo —fue la respuesta—. Eres muy joven y has experimentado un gran sufrimiento. Pero estás viva, y mientras vivas puedes conseguir algo bueno. Tienes el Talento; no sólo el de viajar, también el de curar, ¿lo sabías? Son pocos los que han sido bendecidos con ese don. No te preocupes por Collan; sólo te ha violado porque Harib Ka dijo que él no pudo, pero no volverá a tocarte.

—Me ha deshonrado.

—No —dijo Vintar con voz severa—. Se ha deshonrado a sí mismo. Es importante que comprendas eso.

—No he luchado. Druss se avergonzará de mí.

—Sí que luchaste, Rowena, a tu modo. No obtuvo ningún placer. Si hubieras intentado resistirte habrías aumentado su lujuria y su placer. Tal como actuaste, y sabes que eso es cierto, se sintió desilusionado y deprimido. Y conoces su destino.

—¡No quiero más muertes!

—Todos morimos. Tú... yo... y Druss. Lo que muestra nuestra talla es la forma en que vivimos.

Vintar la devolvió a su cuerpo, aleccionándola sobre las características del viaje espiritual y las vías mediante las cuales podría regresar a su cuerpo en el futuro.

—¿Te volveré a ver? —preguntó ella.

—Es posible.

Ahora, sentada en la cama cubierta de raso, deseó poder hablar con él de nuevo.

Se abrió la puerta y un enorme guerrero entró en la habitación. Era calvo y musculoso. Tenía cicatrices alrededor de los ojos y la nariz aplastada. Se acercó a la cama, pero no era una amenaza; Rowena lo sabía. En silencio, el hombre depositó sobre la cama un vestido blanco de seda.

—Collan quiere que te lo pongas para ver a Kabuchek.

—¿Quién es Kabuchek?

—Un comerciante ventriano. Si te portas bien, te comprará. No sería una mala vida, chica. Tiene muchos palacios y trata bien a sus esclavos.

—¿Por qué sirves a Collan? —preguntó la joven. El hombre entrecerró los ojos.

—No sirvo a nadie. Collan es un amigo; a veces lo ayudo.

—Eres mejor persona que él.

—Es posible. Pero hace unos años, cuando fui campeón, unos seguidores del campeón caído me tendieron una emboscada en un callejón. Tenían espadas y cuchillos. Collan acudió en mi ayuda y sobrevivimos.

Y yo siempre pago mis deudas. Ahora, ponte el vestido y prepara tus habilidades. Las necesitarás para impresionar al ventriano.

—¿Y si me niego?

—Collan no se sentirá complacido, y no creo que eso te guste. Hazme caso en esto, chica. Hazlo lo mejor que sepas y saldrás de esta casa.

—Mi esposo viene a buscarme —dijo Rowena en voz baja—. Cuando me encuentre, matará a cualquiera que me haya hecho daño.

—¿Por qué me lo dices?

—No estés aquí cuando él llegue, Brocha.

El gigante se encogió de hombros.

—Será lo que decida el destino —contestó.

Druss caminó hacia los edificios del muelle. Todos eran viejos. Se trataba de una hilera de tabernas creadas en los almacenes abandonados, y disponían de accesos y entradas que daban a todos los callejones. Había mujeres vestidas provocativamente apoyadas en las paredes, y hombres andrajosos sentados en las cercanías, jugando a los dados o charlando en grupos pequeños.

Una mujer se le acercó.

—Todos los placeres que tu mente pueda imaginar por sólo un cuarto de plata —dijo cansinamente.

—Gracias, pero no —contestó Druss.

—Puedo conseguirte drogas, ¿prefieres eso?

—No —dijo con sequedad, y se alejó. Tres hombres barbudos se levantaron y le cortaron el paso.

—¿Una limosna para los pobres, señor? —preguntó uno de ellos.

Druss estaba a punto de responder cuando vio por el rabillo del ojo que el hombre que estaba a su izquierda introducía la mano entre los pliegues de su mugrienta camisa. Rió entre dientes.

—Si esa mano aparece empuñando un cuchillo te lo haré tragar, hombrecillo.

El mendigo se paralizó.

—No deberías venir por aquí amenazando —dijo el primer hombre—. No, desarmado como estás. No es sabio, señor. —Se echó la mano a la espalda y desenvainó un largo puñal.

Mientras aparecía la hoja, Druss dio un paso adelante y sacudió con indiferencia un revés en la boca del hombre. Éste salió dando tumbos hacia la izquierda, dispersando a un grupo de putas que observaban la escena, y chocó contra una pared de ladrillo. Lanzó un gemido y cayó, inmóvil. Sin hacer caso de los otros dos mendigos, Druss se dirigió a la taberna más cercana y entró en ella.

El local carecía de ventanas y tenía el techo alto. Estaba iluminado por lámparas que colgaban de las vigas. La taberna olía a fritanga y sudor rancio. Estaba llena de gente, y Druss se abrió paso hasta una larga tabla montada sobre caballetes en la que reposaban varios barriles de cerveza. Un viejo con un mandil grasiento se le acercó.

—No es conveniente que bebas antes de que comiencen los combates; te llenarías de aire —advirtió.

—¿Qué combates?

El hombre lo miró, sorprendido, con los ojos brillantes y carentes de humor.

—No pretenderás engañar al viejo Tom, ¿verdad?

—Soy forastero —contestó Druss—. ¿De qué combates hablas?

—Sígueme —dijo Tom.

El viejo se abrió paso entre la muchedumbre hasta llegar al fondo de la taberna y desapareció por una puerta estrecha. Druss lo siguió y se encontró en un almacén rectangular. En el centro había un gran círculo de arena rodeado de cuerdas. Junto a la pared del fondo, un grupo de atletas realizaba ejercicios para calentar los músculos de los hombros y la espalda.

—¿Has luchado alguna vez?

—No por dinero.

Tom asintió; después tomó la mano de Druss.

—Buen tamaño y nudillos anchos. Pero ¿eres rápido, chico?

—¿Cuál es el premio? —replicó el joven.

—No funciona así; no para ti, al menos. Se trata de una competición oficial y todos los participantes se anuncian con antelación, para que los caballeros aficionados tengan la posibilidad de juzgar la calidad de los luchadores. Pero antes de la competición se ofrece a los miembros del público la oportunidad de ganar unos cuartos enfrentándose a los campeones. Un rak de oro, por ejemplo, al que sea capaz de mantenerse en pie durante un turno, una vuelta del reloj de arena. Eso sirve para que los luchadores puedan calentar previamente, enfrentándose a contrincantes de menor nivel.

—¿Cuánto dura un turno?

—Más o menos el tiempo que ha pasado desde que has entrado en el Corsario Ciego.

—¿Y qué pasa si gana alguien del público?

—Eso no ocurre nunca. Pero si ocurriese, ocuparía el lugar del perdedor en la competición. En cualquier caso, el dinero se gana con las apuestas. ¿Cuánto dinero tienes?

—Haces muchas preguntas, viejo.

—¡Bah! No soy un ladrón, chico. Lo fui, pero me he vuelto viejo y lento. Ahora vivo de mi ingenio. Tú pareces capaz de mantenerte en pie. Al principio te he tomado por Grassin, el lentriano; es ése de ahí, el que está junto a la puerta del fondo.

Druss miró hacia donde apuntaba el anciano y vio a un joven de constitución fuerte con el pelo negro cortado casi al rape. Hablaba con otro tipo musculoso, un luchador rubio que lucía un gran bigote.

—El otro es Skata, un marinero naashanita —prosiguió Tom—. Y el tipo enorme del fondo es Brocha. Será el ganador de hoy, sin la menor duda. Es mortífero. Lo más probable es que alguno de sus contrincantes acabe lisiado antes de que termine la velada.

Druss observó al hombre y sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Brocha era enorme; mediría seis codos y unas pulgadas. Estaba calvo y tenía el cráneo ligeramente puntiagudo, como si se lo hubieran ajustado dentro de un yelmo vagriano. Tenía una espalda increíblemente musculosa y el cuello grueso; parecía lleno de cables hinchados y protuberantes.

—No es buena idea mirarlo de esa forma, chico. Es demasiado para ti, hazme caso. Es hábil y muy rápido. Ni siquiera aparece en los combates de calentamiento: nadie se enfrentaría a él, ni siquiera por veinte raks de oro. Pero ese Grassin... Creo que podrías resistirlo durante una vuelta de reloj.

Y si tienes dinero para apostar, me encargaré de moverlo.

—¿Y qué sacas tú, viejo?

—La mitad de las ganancias.

—¿Qué apuestas crees que podrías conseguir?

—Dos a uno. Quizá tres.

—¿Y si me enfrento a Brocha?

—Métete esto en la cabeza, chico: queremos hacer dinero, no llenar un ataúd.

—¿Cuánto? —insistió Druss.

—Diez a uno, veinte a uno... ¡Sólo los dioses lo saben!

Druss abrió la bolsa, sacó diez monedas de plata y las depositó con indiferencia en la mano extendida del anciano.

—Corre la voz de que pretendo aguantar una vuelta de reloj contra Brocha.

—Por las tetas de Asta; te va a matar.

—Pero si no lo hace conseguirás cien monedas de plata. Quizá más.

—Eso sí, por supuesto —dijo el viejo Tom, con una sonrisa socarrona.

El almacén donde tenían lugar los combates se fue llenando de gente poco a poco. Los nobles, ricos con ropas de seda y piel, y sus acompañantes femeninas, vestidas de satén con encajes, se sentaban en las gradas superiores que rodeaban el círculo de arena. En los niveles más bajos se situaban los comerciantes y mercaderes, con sus sombreros cónicos y largas capas. Druss se sentía incómodo, encerrado entre la masa. El aire se espesaba y la temperatura subía a medida que más y más gente llenaba las gradas.

Rowena habría odiado aquel lugar, con tanto ruido y tanta gente amontonada. Su humor se ensombreció al pensar en ella, prisionera en algún lugar y sujeta a los caprichos y deseos de Collan. Apartó aquellos pensamientos de su cabeza y se concentró en la conversación mantenida con el poeta. Druss había disfrutado molestándolo y su propia ira se había calmado; una ira producida por la involuntaria aceptación de que mucho de lo que había dicho el charlatán del parque era cierto. Él amaba a Rowena en cuerpo y alma, pero también la necesitaba, y se preguntaba qué sentimiento era más fuerte: el amor o la necesidad. ¿Estaba intentando rescatarla porque la amaba o porque se sentía perdido sin ella? La cuestión lo atormentaba.

Rowena era capaz de aplacar su turbulento espíritu de una forma que ninguna otra persona podría igualar. Ella lo había ayudado a ver el mundo con ojos más amables. Había sido una experiencia hermosa y poco corriente. Si ella hubiera estado con él en aquel momento, pensó, él también se habría sentido disgustado ante la multitud sudorosa que esperaba ver dolor y sangre. Sin embargo, el joven permanecía inmóvil entre la gente y sentía cómo se le aceleraba el corazón, excitándose ante la perspectiva del combate.

Sus ojos claros exploraron la multitud y descubrió la gruesa figura del viejo Tom, que hablaba con un tipo alto cubierto con una capa de terciopelo rojo. El hombre sonreía. Dejó a Tom y se acercó a la colosal figura de Brocha. Druss vio cómo los ojos del luchador se abrían como platos; después, el hombre se echó a reír. Druss no podía oír el sonido por culpa del ruido y los gritos que lo rodeaban, pero sintió cómo crecía su furia. Era Brocha, uno de los hombres de Collan... y quizá uno de los que habían secuestrado a Rowena.

El viejo Tom regresó a través de la multitud y guió a Druss hasta un rincón más tranquilo.

—He puesto las cosas en marcha —dijo—. Ahora, escúchame: No intentes ir a por su cabeza. Algunos hombres se han roto las manos contra ese cráneo. Brocha acostumbra a bajar la cabeza y encajar los puñetazos para que los nudillos del contrario golpeen en hueso. Ve a por el cuerpo. Y vigila sus pies; es muy bueno dando patadas, chico... Por cierto, ¿cómo te llamas?

—Druss.

—Bien, Druss. Esta vez has agarrado a un oso por las pelotas. Si te hace daño, no intentes aguantar firmemente; usará esa cabeza suya y te aplastará los huesos de la cara. Retrocede y cúbrete.

—Dejaremos que retroceda él —gruñó Druss.

—Ah, de verdad que tienes redaños. Pero nunca te has enfrentado a nadie como Brocha. Ese tipo es un martillo viviente.

Druss rió entre dientes.

—Desde luego, sabes cómo animar a la gente. ¿Cómo están las apuestas?

—Quince a uno. Si te mantienes en pie sacarás setenta y cinco piezas de plata, además de las diez que tenías.

—¿Es suficiente para comprar una esclava?

—¿Para qué la quieres?

—¿Es suficiente o no?

—Depende de la esclava. Algunas jóvenes pueden costar hasta cien. ¿Tienes a alguien en mente?

Druss hurgó en su bolsillo y sacó las cuatro monedas restantes.

—Apuesta esto también.

El viejo cogió el dinero.

—Imagino que éste es todo tu dinero.

—Así es.

—Debe de ser una esclava muy especial.

—Es mi esposa. Collan la raptó.

—Collan secuestra a muchas mujeres. Tu esposa no será una bruja, ¿verdad?

—¿Qué? —espetó Druss.

—No pretendo ofenderte, chico. Collan ha vendido hoy una bruja a Kabuchek el ventriano. Por cinco mil monedas de plata.

—No; no es una bruja. Sólo una chica de las montañas, encantadora y amable.

—Entonces, cien deberían bastar —dijo Tom—. Pero primero tienes que ganarlas. ¿Te han golpeado alguna vez?

—No. Pero una vez me cayó un árbol encima.

—¿Perdiste el sentido?

—No, pero estuve aturdido un rato.

—Bueno, con Brocha te parecerá que una montaña te cae encima. Espero que seas bastante fuerte para aguantar.

—Ya lo veremos, viejo.

—Si te caes, rueda y sal de las cuerdas. De lo contrario te pisoteará.

Druss sonrió.

—Me caes bien, viejo. No doras la píldora, ¿verdad?

—Si no sabe mal no sirve de nada —respondió Tom, sonriendo.

Brocha saboreó las miradas admirativas del público; el miedo y el respeto de los hombres, y la lujuria de las mujeres. Se había ganado aquel respeto silencioso durante los cinco años anteriores. Sus ojos azules recorrieron las gradas y se fijó en Mapek, el primer ministro de Mashrapur, en Bodasen, el enviado de Ventria, y en una docena de altos cargos del gobierno del emir. Su rostro permaneció impasible mientras, observaba el almacén convertido en sala de combates. Era bien sabido que nunca sonreía excepto dentro del círculo de arena, cuando el contrincante empezaba a ceder bajo sus puños de hierro.

Observó a Grassin mientras éste realizaba ejercicios de precalentamiento, y tuvo que reprimir una sonrisa. Otros podían pensar que Grassin se limitaba a estirar los músculos, pero Brocha leyó el miedo en los movimientos del hombre. Prestó atención al resto de los luchadores. Los pocos que lo miraban le dirigían breves vistazos, de reojo, evitando sus ojos.

«Perdedores», pensó.

Inspiró profundamente, llenando sus enormes pulmones. El aire estaba caliente y húmedo. Brocha hizo un gesto a uno de sus ayudantes y le ordenó abrir las ventanas de los extremos del almacén. Otro de los ayudantes se le acercó.

—Un paleto quiere intentar una vuelta de reloj contigo, Brocha.

El luchador se sintió enojado y observó disimuladamente al público. Todas las miradas estaban fijas en él. De modo que se había corrido la voz.

Echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada.

—¿Quién es?

—Un forastero llegado de las montañas. Joven; de unos veinte años, diría yo.

—Eso explica su estupidez —siseó Brocha. Nadie que lo hubiera visto pelear confiaría en aguantar tanto tiempo en la arena contra el campeón de Mashrapur. Pero seguía molesto.

Ganar consistía en algo más que dar puñetazos y patadas; lo sabía. Se trataba de una mezcla complicada de valor y voluntad, a la que ayudaba el plantar la semilla de la duda en el espíritu del contrincante. Un hombre que creyese que su enemigo era invencible ya había perdido, y Brocha se había labrado aquella reputación durante años.

Nadie, en dos años, se había atrevido a jugarse una vuelta de reloj con el campeón.

Hasta ahora. Lo que llevaba a un segundo problema. Las peleas en la arena no tenían reglas: un luchador podía, legalmente, arrancar los ojos a su adversario o, después de hacerlo caer, romperle el cuello de un pisotón. Lar muertes eran poco habituales, pero se producían, y muchos luchadores terminaban lisiados de por vida. Pero Brocha no podía permitirse emplear sus técnicas más letales contra un joven desconocido; aquello podría indicar que temía al chico.

—Están ofreciendo quince a uno a que sobrevive —le dijo el ayudante.

—¿Quién negocia por él?

—El viejo Tom.

—¿Y cuánto ha apostado?

—Lo averiguaré. —El hombre se introdujo entre la multitud.

El organizador del torneo, un alto y obeso mercader llamado Bilse, entró en el círculo de arena.

—Amigos míos —dijo a gritos; la papada le temblaba—, bienvenidos al Corsario Ciego. Esta noche tendréis el privilegio de contemplar a los mejores luchadores de Mashrapur.

Brocha no prestó atención al zumbido de la voz del mercader; ya había oído aquella cantinela muchas veces. Cinco años antes, su estado de ánimo había sido diferente. Su mujer y su hijo estaban enfermos de disentería, y el joven Brocha terminó su trabajo en el puerto y fue corriendo al Corsario con la intención de ganar diez monedas de plata en los combates de precalentamiento. Para su sorpresa, venció a su contrincante y ocupó su lugar en el torneo. Aquella noche, después de derrotar a golpes a seis luchadores, regresó a casa con sesenta raks de oro. Entró en la habitación, triunfante, sólo para encontrarse a su hijo muerto y a su mujer en coma. Llamó al mejor doctor de Mashrapur, que insistió en que Caria fuese llevada a un hospital del acomodado distrito norte, pero sólo después de que Brocha se desprendiese del oro duramente ganado. En el hospital, Caria pareció recuperarse durante un tiempo, pero finalmente empezó a consumirse.

El tratamiento, durante los dos años siguientes, costó trescientos raks. A pesar de todo, Caria murió; la enfermedad había hecho estragos en su cuerpo.

El resentimiento de Brocha fue indescriptible, y lo liberaba en cada combate enfocando su odio y su furia en los hombres que se le enfrentaban.

Oyó que decían su nombre y levantó el brazo derecho. El público lanzó vítores y aplaudió.

Ahora tenía una casa en el barrio norte, de mármol y maderas de calidad, con el suelo embaldosado. Disponía de veinte esclavos que cumplían sus órdenes, y sus inversiones en esclavos y sedas le habían proporcionado unos ingresos que rivalizaban con los de los principales comerciantes. Aun así, seguía peleando; los demonios del pasado lo empujaban a ello.

Bilse anunció el comienzo de las peleas de calentamiento, y Brocha observó a Grassin cuando entraba en el círculo para enfrentarse a un corpulento estibador. La pelea duró unos segundos: Grassin sacudió al hombre un gancho que le despegó los pies del suelo.

El ayudante de Brocha se le acercó.

—Han apostado unas nueve monedas de plata. ¿Es importante?

Brocha negó con la cabeza. Si hubiera por medio una suma mayor, aquello podría indicar algún tipo de trampa. Quizá hubiesen llevado a un luchador extranjero, algún tipo duro de otra ciudad desconocido en Mashrapur. Pero no era el caso. Se trataba de mera estupidez y arrogancia combinadas.

Bilse pronunció su nombre y Brocha entró en el círculo. Tanteó la arena bajo sus pies: una capa demasiado gruesa haría que los movimientos fuesen torpes. Demasiado fina, y un luchador podría resbalar y perder el equilibrio. Estaba bien batida. Satisfecho, Brocha dirigió la mirada al joven que acababa de entrar en el círculo por el otro lado.

Era joven y unas pulgadas más bajo que Brocha, aunque sus hombros eran enormes. Torso robusto, pectorales bien desarrollados y unos bíceps inmensos. Brocha lo observó moverse y comprobó que era ágil y bien equilibrado. Tenía la cintura ancha, pero había poca grasa en ella, y el cuello era grande y estaba bien protegido por el poderoso y grueso trapecio. Brocha estudió el rostro de su oponente: fuertes pómulos y buena mandíbula. La nariz era ancha y chata, y las cejas, espesas. El campeón miró a los ojos del aspirante: eran claros y no mostraban temor. «De hecho —pensó Brocha—, me mira como si me odiase.»

Bilse presentó al joven como «Druss, de las tierras de Drenai». Los dos luchadores se acercaron. Brocha hacía que Druss pareciese pequeño. El campeón tendió las manos, pero Druss se limitó a sonreír y regresar junto a las cuerdas, dio la vuelta y esperó la señal de comienzo.

El insulto no preocupó al campeón. Alzó las manos en la posición ortodoxa de lucha: el brazo izquierdo extendido y el puño derecho cerca de su cara, y avanzó hacia el joven. Druss saltó hacia delante, casi pillando por sorpresa a Brocha. Pero el campeón era rápido y envió un golpe corto de izquierda a la cara del joven, seguido de un directo de derecha que se estrelló contra la mandíbula de Druss. Brocha retrocedió un paso, con intención de dejar espacio a Druss en su caída, pero algo se estrelló contra el costado del campeón. Brocha creyó durante un momento que le habían lanzado una pedrada desde el público, pero de repente se dio cuenta de que se trataba del puño de su rival. Lejos de caer, el joven había encajado los dos puñetazos y había contraatacado. Brocha se tambaleó ligeramente, pero contraatacó con una combinación de golpes que hicieron que la cabeza de Druss se doblase hacia atrás.

Aun así, seguía en pie.

Brocha amagó un corto a la cabeza, al que siguió un gancho dirigido al vientre del joven. Druss gruñó y lanzó un golpe salvaje con su derecha, que Brocha esquivó y dejó que le pasara por encima; pero al agacharse se encontró directamente en el camino de un gancho de izquierda. Brocha consiguió apartar ligeramente la cabeza y el golpe lo acertó en el pómulo. Se alzó y conectó en la frente de Druss un golpe alto de derecha que le rompió la piel sobre la ceja; después lo golpeó con la izquierda.

Druss se tambaleó hacia atrás, desequilibrado, y Brocha entró a matar. Pero un golpe como un martillazo lo alcanzó justo bajo el corazón y notó cómo se le quebraba una costilla. Se enfureció y comenzó a encadenar puñetazos en el rostro y el cuerpo del joven; golpes potentes, brutales, que obligaron a su rival a retroceder hasta las cuerdas. Un nuevo corte apareció en la frente de Druss, esta vez sobre el ojo derecho. El joven se retorcía y esquivaba, pero más y más golpes alcanzaban su destino. Presintiendo la victoria, Brocha aumentó la ferocidad de su ataque y el ritmo de los puñetazos. Pero Druss se negó a caer e, inclinando la cabeza, se lanzó contra Brocha. El campeón dio un paso a un lado y lanzó un izquierdazo que alcanzó a Druss en el hombro, alejándolo. El joven recuperó el equilibrio y Brocha avanzó. Druss se limpió la sangre que le cubría los ojos y salió a su encuentro.

El campeón amagó con la izquierda, pero Druss no hizo caso y envió un derechazo que atravesó la guardia de Brocha y se clavó en la costilla herida. El rostro del campeón se crispó cuando el dolor lo atravesó como un lanzazo. Un puño inmenso se estrelló contra su mandíbula y notó cómo se le soltaba un diente. Respondió con un gancho de izquierda que puso a Druss de puntillas, y siguió con otro de derecha que estuvo a punto de derribarlo. Druss respondió con otro golpe en las costillas y Brocha retrocedió.

Los dos hombres comenzaron a moverse en círculos, y de repente, Brocha escuchó el clamor del público. La multitud animaba a Druss, tal como cinco años atrás había gritado el nombre de Brocha.

Druss atacó. Brocha lanzó un izquierdazo que falló y un derechazo que dio en el blanco. Druss se tambaleó sobre los talones, pero avanzó de nuevo. Brocha lo alcanzó tres veces más, los cortes de Druss se abrieron y el campeón vio correr la sangre por el rostro del joven. Casi ciego, Druss arremetió. Un golpe alcanzó el bíceps derecho de Brocha y le entumeció el brazo. Un segundo golpe le dio de lleno en la frente. La sangre corrió por el rostro del campeón, y un tremendo rugido surgió de la muchedumbre.

Brocha contraatacó, ajeno a los gritos, e hizo retroceder a Druss alrededor del círculo golpeándolo una y otra vez con ganchos y directos brutales.

De repente sonó un cuerno. El reloj de arena indicó el fin. Brocha dio un paso atrás, pero Druss atacó. Brocha lo abrazó, inmovilizándole los brazos y pegándose a él.

—Se acabó, chico —siseó—. Te has ganado el premio.

Druss se liberó de un tirón y meneó la cabeza, salpicando la arena de sangre. Entonces alzó una mano y señaló a Brocha.

—Ve con Collan —masculló—, y dile que si alguien ha hecho daño a mi esposa le arrancaré la cabeza.

El joven dio la vuelta y salió del círculo.

Brocha vio que los otros luchadores lo observaban. Ahora ninguno desviaba la vista, y Grassin sonreía.

Sieben entró en el Árbol de Hueso justo después de medianoche. Aún quedaban unos cuantos bebedores, y las camareras se desplazaban cansinamente entre ellos. Sieben subió las escaleras que llevaban a la galería superior y se dirigió a la habitación que compartía con Druss. Cuando iba a abrir la puerta oyó voces procedentes del interior. Desenvainó un puñal, abrió la puerta de un empujón y entró de un salto. Druss estaba sentado en una cama, con el rostro lleno de heridas y moratones, y marcas de puntos aplicados torpemente sobre ambas cejas. Un tipo gordo con ropas sucias estaba sentado en la cama de Sieben, y un noble delgado y cubierto con una capa negra, con barba en forma de tridente, estaba de pie junto a la ventana. Cuando entró el poeta, el noble giró y desenvainó un sable. El hombre gordo gritó y saltó de la cama, cayendo con un golpe sordo junto a Druss.

—Te has tomado tu tiempo, poeta —dijo el hachero.

Sieben bajó la mirada a la punta del sable, que se mantenía inmóvil a dos pulgadas de su garganta.

—No has tardado mucho en hacer nuevos amigos —dijo, sonriendo forzadamente. Con mucho cuidado, enfundó el puñal. Se sintió aliviado al ver que el noble devolvía el sable a su funda.

—Este es Bodasen, un ventriano —dijo Druss—. Y el que está de rodillas es Tom.

El gordo se levantó, sonriendo borreguilmente.

—Me alegro de conoceros, señor—dijo, haciendo una reverencia.

—¿Quién diablos te ha regalado unos ojos morados? —preguntó Sieben, acercándose a examinar las heridas de Druss.

—Nadie me los ha regalado; he tenido que ganarlos en combate.

—Ha peleado con Brocha —dijo Bodasen. Tenía un ligerísimo acento oriental—. Y ha sido un buen combate. Ha aguantado una vuelta completa del reloj.

—Cierto; ha sido algo digno de verse —añadió Tom—. Brocha no parecía muy contento, ¡y menos cuando Druss le ha roto una costilla! Todos hemos oído el ruido. Ha sido maravilloso.

—¿Has peleado con Brocha? —susurró Sieben.

—Y ha acabado en empate —dijo el ventriano—. No había médicos, así que he tenido que echar una mano con los puntos. Eres Sieben, el poeta, ¿verdad?

—Sí. ¿Te conozco, amigo mío?

—Te vi actuar en Drenan, una vez. Y en Ventria tuve ocasión de leer la saga de Waylander. Tienes una imaginación increíble.

—Muchas gracias. La verdad es que tuve que inventar bastante, ya que se sabe poco de él. No sabía que el libro hubiese llegado tan lejos. Sólo se hicieron cincuenta copias.

—Mi emperador adquirió una en sus viajes, forrada de cuero y repujada con pan de oro. Excelentemente grabada.

—Había cinco de ésas —dijo Sieben—. Veinte raks cada una. Un trabajo precioso.

Bodasen soltó una risilla.

—Mi emperador pagó seiscientos por ella.

Sieben suspiró y se sentó en la cama.

—Oh, bueno. Mejor la fama que el oro, ¿no? Dime, Druss, ¿cómo se te ocurrió pelear con Brocha?

—He ganado cien monedas de plata. Ahora podré comprar a Rowena. ¿Has averiguado dónde está?

—No, amigo mío. Collan sólo ha vendido a una mujer recientemente. Una vidente. Debe de estar guardando a Rowena para sí.

—Entonces lo mataré y la liberaré, y al infierno con la ley de Mashrapur.

—Si me permites —intervino Bodasen—, creo que puedo ser de ayuda. Tengo una cita con ese Collan. Quizá pueda organizar la liberación de tu esposa... sin derramamiento de sangre.

Sieben no dijo nada, pero observó la preocupación en los oscuros ojos del ventriano.

—No esperaré mucho —dijo Druss—. ¿Podrás verlo mañana?

—Por supuesto. ¿Te quedarás aquí?

—Esperaré tu aviso —prometió Druss.

—Muy bien. Buenas noches a todos —dijo Bodasen, haciendo una ligera reverencia.

Después de que el ventriano se marchase, el viejo Tom se dirigió a la puerta.

—Bueno, chico, menuda noche. Si decides volver a pelear estaré encantado de hacer los arreglos.

—Se acabaron las peleas para mí —dijo Druss—. Prefiero que me caigan árboles encima antes que ese hombre.

Tom meneó la cabeza.

—Ojalá hubiera tenido más fe. Sólo he apostado una moneda de mi parte. —Rió entre dientes y abrió las manos—. Bien; es la vida, supongo.

La sonrisa del viejo se desvaneció.

—Un consejo, Druss —añadió—: Collan tiene muchos amigos aquí. De los que rajarían el cuello de alguien por una jarra de cerveza. Ve con cuidado.

Dio la vuelta y abandonó la habitación.

Había una jarra de vino en la mesilla, y Sieben llenó un vaso de barro y se sentó.

—Eres un personaje curioso, eso es seguro —dijo, sonriendo—. Pero al menos Brocha ha mejorado tu aspecto. Creo que tienes la nariz rota.

—Creo que tienes razón —dijo Druss—. Cuéntame qué has hecho.

—He visitado a cuatro tratantes de esclavos bien conocidos. Collan no ha llevado a ninguna mujer a los mercados. En todas partes saben lo de tu ataque a Harib Ka. Algunos de los supervivientes se han unido a Collan, y hablan de ti como si fueses un demonio. Pero es un misterio, Druss. No sé dónde puede haberla metido, si no la tiene en su casa.

La herida que tenía Druss sobre el ojo derecho comenzó a sangrar. Sieben cogió un paño y se lo ofreció al hachero. Druss lo rechazó.

—Se cerrará. Olvídalo.

—Por los dioses, Druss, eso tiene que doler. Tienes la cara machacada y los ojos morados.

—El dolor me sirve para saber que estoy vivo —replicó Druss—. ¿Te gastaste los cuartos de plata en la puta?

Sieben soltó una risilla.

—Sí. Era muy buena; me dijo que era el mejor amante que había conocido.

—Vaya sorpresa —dijo Druss. Sieben se echó a reír.

—Así es... Pero es agradable oírlo.

El poeta acabó su vino; después se levantó y reunió sus pertenencias.

—¿Dónde vas? —preguntó Druss.

—No voy; vamos. Cambiamos de habitación.

—Me gusta ésta.

—Sí, es muy pintoresca. Pero necesitamos dormir y, aunque ambos han sido muy amables, no tengo motivos para confiar en aquéllos a quienes no conozco. Collan enviará a sus asesinos detrás de ti, Druss. Bodasen podría trabajar para él, en cuanto a esa sabandija que se acaba de marchar, sería capaz de vender a su madre por un céntimo de cobre. Así que confía en mí y muévete.

—Los dos me han caído bien, pero tienes razón: necesitamos dormir.

Sieben salió y llamó a una criada, le dio una moneda de plata y le pidió que no dijera a nadie que cambiaban de habitación, ni siquiera al dueño. La joven se introdujo la moneda en el bolsillo del mandil de cuero y guió a los dos hombres hasta un cuarto al final de la galería. La habitación era más grande que la anterior, y en ella había tres camas, dos lámparas y leña dispuesta en una pequeña chimenea. Pero no había sido encendida con antelación y hacía frío.

Cuando la criada se marchó, Sieben encendió el fuego, se sentó junto a él y observó las llamas que corrían sobre la yesca. Druss se quitó las botas y el jubón, y se tendió sobre la cama más ancha. Al cabo de unos instantes ya estaba durmiendo. El hacha reposaba en el suelo, al lado de la cama.

Sieben se quitó el tahalí cargado de cuchillos y lo colgó del respaldo de la silla. El fuego ya resplandecía, y añadió unos troncos gruesos que tomó de la leñera que había junto a la chimenea. Las horas fueron pasando y los sonidos de la posada se apagaron, y sólo el chasquido de la madera al arder perturbaba el silencio. Sieben estaba cansado, pero no podía dormir.

De repente oyó el sonido de unos pasos cautelosos en las escaleras. Desenfundó un cuchillo, se acercó a la puerta, la entreabrió y echó un vistazo. Al otro extremo de la galería, unos siete hombres se situaban alrededor de la puerta de la habitación que habían abandonado. El dueño de la posada estaba con ellos. La puerta fue abierta de golpe y los hombres saltaron al interior, pero un momento después volvieron a salir. Uno de los recién llegados agarró al dueño por la solapa y lo empujó contra la pared. Sieben alcanzó a distinguir algunas de las palabras que el hombre dijo con voz asustada.

—Estaban... se lo juro... vidas de mis hijos... ellos... sin pagar...

Sieben vio cómo arrojaban al hombre al suelo. Los asesinos frustrados bajaron por las escaleras y salieron a la noche.

Sieben cerró la puerta y regresó junto al fuego.

Y durmió.