Sieben estaba disfrutando. Se había reunido una pequeña multitud alrededor del barril, y tres tipos ya habían perdido una buena cantidad. El cristal verde cabía holgadamente en una de las tres cáscaras de nuez.
—Voy a moverlas un poco más despacio —dijo el poeta al guerrero alto y barbudo que sólo había perdido cuatro monedas de plata.
Sus esbeltas manos deslizaron las cáscaras por la tapa del barril, y al final las dejaron sobre la línea trazada en el centro.
—¿Cuál? Y tómate tu tiempo, amigo mío, porque esa esmeralda vale veinte raks de oro.
El hombre se sorbió la nariz ruidosamente y se rascó la barba con un dedo sucio.
—Ésa —dijo al fin, señalando la cáscara del centro. Sieben le dio la vuelta; no había nada debajo. Movió la mano a la derecha, cubriendo otra de las cáscaras, y deslizó con habilidad la piedra en el interior, para mostrársela a continuación al público.
—Por poco —dijo, con una amplia sonrisa.
El guerrero maldijo, giró y se abrió paso entre la multitud. Un individuo bajito y moreno se acercó a continuación; olía de una forma que podría haber tumbado a un buey. Sieben se sintió tentado de dejarle ganar; la falsa esmeralda no valía ni la décima parte de lo que ya había estafado a los jugadores. Pero estaba pasándoselo demasiado bien. El hombre moreno perdió tres monedas de plata.
Por entre la gente se abrió camino con facilidad un joven guerrero, y Sieben levantó la mirada. El recién llegado iba vestido de negro, con hombreras de reluciente acero pulido. En su casco había un grabado de dos calaveras que flanqueaban un hacha plateada. Y portaba un hacha de doble filo.
—¿Quieres probar suerte? —preguntó Sieben, escrutando los ojos de color azul invernal.
—¿Por qué no? —respondió el guerrero, con voz profunda y fría.
El hombre dejó caer una moneda de plata en el barril. Las manos del poeta se movieron con una velocidad asombrosa, deslizando las cáscaras en movimientos sinuosos.
—Espero que tengas una vista aguda, amigo —dijo cuando se detuvo.
—Lo suficiente —contestó el hachero, que estiró el brazo y tocó con un enorme dedo la cáscara del centro—. Está aquí.
—Veamos —dijo el poeta, acercando la mano. Pero el hachero se la apartó.
—En efecto, veamos.
Con movimientos pausados, dio la vuelta a las cáscaras de la derecha y de la izquierda. Ambas estaban vacías.
—Habré acertado —dijo, mirando con sus ojos claros el rostro de Sieben—. Puedes enseñárnoslo.
Apartó su dedo e hizo un gesto al poeta.
Sieben forzó una sonrisa e introdujo el cristal bajo la cáscara mientras le daba la vuelta.
—Bien hecho, amigo mío. Sin duda tienes vista de lince. —El público aplaudió y se dispersó.
—Gracias por no descubrirme —dijo Sieben al hachero, mientras se levantaba y recogía sus ganancias.
—Un tonto y su dinero no duran mucho tiempo juntos —citó el joven—. ¿Eres Sieben?
—Quizá —respondió cautelosamente—. ¿Quién quiere saberlo?
—Me ha enviado Shadak.
—¿Por qué?
—Porque le debes un favor.
—Eso es algo entre él y yo. ¿Qué tiene que ver contigo?
El rostro del guerrero se ensombreció.
—Nada en absoluto. —Dio la vuelta y caminó hacia la taberna del otro lado de la calle. Mientras Sieben lo veía marchar, una joven surgió de entre las sombras y se acercó.
—¿Has ganado bastante para comprarme un bonito collar? —preguntó.
Sieben sonrió y asintió. La mujer era alta y bien formada, con el pelo negro como el ala de un cuervo y labios voluptuosos. Tenía los ojos de color castaño y una sonrisa encantadora. Abrazó a Sieben e hizo un gesto de dolor.
—¿Por qué tienes que llevar siempre tantos cuchillos? —preguntó, apartándose del poeta y tanteando el tahalí de cuero marrón del que colgaban cuatro puñales arrojadizos de forma romboidal.
—Coquetería, cariño. No los llevaré esta noche. Y en cuanto a tu collar... iré con él.
Sieben tomó la mano de la mujer y la besó.
—Sin embargo, en este momento, el deber me llama —continuó.
—¿El deber, mi poeta? ¿Qué sabes tú sobre el deber?
Sieben soltó una risilla.
—Muy poco. Pero siempre pago mis deudas. Es el último dedo que me mantiene sujeto al acantilado de la respetabilidad. Te veré luego. —Saludó a la mujer con una reverencia y cruzó la calle.
La taberna era vieja. Se trataba de un edificio de tres plantas con una amplia galería en el primer piso, desde la cual se contemplaba un gran salón con un fuego en cada extremo. Había una veintena de mesas con sus asientos, y una barra de sesenta codos bordeada de bronce tras la cual seis camareras servían cerveza, aguamiel y vino especiado. La taberna estaba llena hasta los topes, lo que no era muy habitual. Pero era día de mercado, y granjeros y ganaderos de toda la región habían acudido a las subastas. Sieben se dirigió a la larga barra, donde una joven camarera de cabello color miel le sonrió y se le acercó.
—Ya era hora de que vinieras a visitarme —dijo la muchacha.
—¿Quién podría pasar mucho tiempo lejos de ti, querida? —contestó con una sonrisa, esforzándose por recordar el nombre de la joven.
—Termino mi turno a la hora de la segunda guardia.
—¿Dónde está mi cerveza? —gritó un fornido granjero desde algún lugar, hacia la izquierda.
—¡Yo estaba antes, cara de cabra! —se oyó decir a otra voz.
La muchacha dirigió una tímida sonrisa a Sieben y se marchó a apaciguar las protestas.
—Ya estoy aquí, señores, y sólo tengo dos manos. Esperen un momento, ¿de acuerdo?
Sieben paseó entre los clientes buscando al hachero, y lo encontró sentado a solas junto a una estrecha ventana abierta. Se abrió paso hasta llegar junto a él.
—Quizá fuese buena idea empezar de nuevo —dijo el poeta—. Te invito a una cerveza.
—Yo me pago mi propia cerveza —gruñó el hachero—. Y no te sientes demasiado cerca.
Sieben se dirigió al lado opuesto de la mesa y se sentó.
—¿Mejor así? —preguntó con voz sarcástica.
—Sí. ¿Llevas perfume?
—Aceite perfumado en el pelo. ¿Te gusta?
El hachero negó con la cabeza pero no hizo comentarios. Se aclaró la garganta.
—Mi esposa ha sido secuestrada por esclavistas. Está en Mashrapur.
Sieben se recostó en su asiento y observó al joven.
—Deduzco que no estabas en casa en ese momento —dijo al cabo de un rato.
—No. Se llevaron a todas las mujeres. Yo las liberé. Pero Rowena no estaba con ellas; se la había llevado un tal Collan. Y se había marchado antes de que yo alcanzase a los saqueadores.
—¿Antes de que alcanzases a los saqueadores? —repitió Sieben—. ¿No falta algo en tu historia?
—¿El qué?
—¿Cómo liberaste a las otras mujeres?
—¿Qué diablos importa? Maté a unos cuantos y los demás huyeron. Pero eso no tiene importancia. Rowena no estaba allí; está en Mashrapur.
Sieben levantó una de sus finas manos.
—Un poco más despacio, compañero. En primer lugar, ¿qué pinta en esto Shadak? Y en segundo lugar, ¿me estás diciendo que atacaste tú solo a Harib Ka y a sus asesinos?
—Yo solo, no. Shadak estaba allí; iban a torturarlo. También estaban conmigo dos de las jóvenes; buenas arqueras. Sea como sea, eso es agua pasada. Shadak dijo que tú podrías ayudarme a encontrar a Rowena e idear un plan para rescatarla.
—¿De manos de Collan?
—Sí; de manos de Collan —estalló el hachero—. ¿Eres sordo o estúpido?
Sieben estrechó sus oscuros ojos y se inclinó hacia delante.
—Tienes una forma curiosa de pedir ayuda, mi grande y feo amigo. ¡Que tengas suerte!
Se levantó, se abrió paso entre la multitud y salió a la luz del sol de la tarde. Había dos hombres holgazaneando cerca de la entrada, y un tercero tallaba un trozo de madera con un afiladísimo cuchillo de caza.
El primero de los hombres se situó frente al poeta; se trataba del guerrero que había perdido su dinero en la tapa del barril.
—Has recuperado tu esmeralda, ¿verdad?
—No —respondió Sieben, aún enojado—. ¡Menudo engreído, maleducado y grosero!
—¿No se trata de un amigo, entonces?
—No, desde luego. Ni siquiera sé cómo se llama. Y a decir verdad, tampoco me importa.
—Dicen que eres hábil con esos cuchillos —dijo el guerrero, señalando los puñales arrojadizos—. ¿Es verdad?
—¿Por qué lo preguntas?
—Podrías recuperar tu esmeralda, si lo eres.
—¿Estáis planeando atacarlo? ¿Por qué? Hasta donde he visto, no parece tener mucho dinero.
—¡No es por el dinero! —espetó otro de los guerreros. Sieben dio un paso atrás cuando lo alcanzó el olor que despedía el hombre—. Es un loco. Atacó nuestro campamento hace dos días e hizo que nuestros caballos huyeran en estampida. Aún no he encontrado a mi gris. Y mató a Harib. ¡Por las tetas de Asta! Debe de haber matado a una docena de hombres con esa maldita hacha.
—Si ha matado a una docena, ¿qué os hace pensar que vosotros tres podréis con él?
El guerrero apestoso se dio un golpecito en la nariz.
—Lo pillaremos por sorpresa. Cuando salga, Rafin se acercará a preguntarle algo. Cuando se vuelva, Zhak y yo nos acercaremos y lo apuñalaremos. Pero nos puedes ayudar: un cuchillo clavado en un ojo lo estorbará un poco, ¿eh?
—Probablemente —asintió Sieben, que se alejó unos pasos y se sentó en una barra donde se ataban los caballos. Desenfundó un cuchillo y se puso a limpiarse las uñas.
—¿Estás con nosotros? —siseó el primero de los hombres.
—Ya veremos —respondió Sieben.
Druss estaba sentado ante la mesa con la mirada baja, contemplando las relucientes hojas del hacha. Podría verse reflejado en ella: ojos fríos y adustos. Su expresión era hosca y sombría; la boca le formaba una estrecha línea de enojo. Se quitó el casco negro y lo dejó junto al hacha, tapando el rostro que lo observaba desde las hojas.
«Siempre que abres la boca, alguien se enfada.» Las palabras de su padre brotaron de su memoria. Y era cierto. Algunos hombres tenían el don de mostrarse amistosos; servían para la charla intrascendente y las bromas ligeras. Druss los envidiaba. Hasta que Rowena entró en su vida había pensado que él carecía por completo de aquella capacidad. Pero con ella se sentía cómodo; podía reír y bromear, y se daba cuenta durante unos instantes de cómo lo veían los demás: grande como un oso, de mal genio y amenazador.
—Ha sido tu infancia, Druss —le dijo Rowena una mañana mientras estaban sentados en lo alto de la colina cercana al pueblo—. Tu padre iba de un sitio a otro, siempre temiendo que lo reconocieran, y no se permitía entablar relaciones estrechas con otras personas. Para él era más fácil; ya era un hombre. Pero tuvo que ser duro para un chiquillo que nunca aprendió a hacer amigos.
—No necesito amigos —contestó él.
—Yo te necesito.
El recuerdo de aquellas tres palabras pronunciadas en voz baja le provocó una sacudida en el corazón. Una camarera pasó junto a la mesa, y Druss estiró el brazo y la sujetó por un codo.
—¿Tienes tinto lentriano? —preguntó.
—Os traeré una copa, señor.
—Que sea una jarra.
Bebió hasta que se le embotaron los sentidos y sus pensamientos se volvieron nublados y confusos. Recordó a Alarin y el puñetazo que le había roto la mandíbula, y cómo luego, después del ataque de los saqueadores, había arrastrado el cadáver de Alarin hasta el edificio principal. Lo habían ensartado por la espalda con una lanza que se había partido al atravesarlo. Los ojos del muerto estaban abiertos. Muchos de los muertos tenían los ojos abiertos... acusadores.
—¿Por qué estás vivo y nosotros muertos? —parecían preguntarle—. Nosotros teníamos familias, vidas, sueños y esperanzas. ¿Por qué has tenido que sobrevivir tú?
—¡Más vino! —gritó, y una joven con el pelo del color de la miel se acercó a la mesa.
—Creo que ha bebido suficiente, señor. Ya ha acabado con un cuartillo.
—Todos tenían los ojos abiertos —dijo él—. Las ancianas y los niños. Los niños fueron los peores. ¿Qué clase de hombre puede matar a un niño?
—Creo que deberíais iros a casa, señor. Dormid un poco.
—¿A casa? —Druss se echó a reír; fue una risa dura y amarga—. ¿A casa con los muertos? ¿Y qué voy a decirles? La forja se habrá enfriado. Ya no llega el aroma del pan recién horneado y no se oyen las risas de los niños. Sólo ojos. No; ni siquiera ojos. Sólo cenizas.
—Hemos oído que ha habido un ataque en el norte —dijo la joven—. ¿Fue vuestro pueblo?
—Trae más vino, muchacha. Me ayuda.
—Es un amigo engañoso —susurró la joven.
—Pero es el único que tengo.
Se acercó un hombre fornido y barbado que llevaba un delantal de cuero.
—¿Qué quiere? —preguntó a la joven.
—Más vino, señor.
—Entonces pónselo, si puede pagarlo.
Druss metió la mano en la bolsa que tenía a su lado y sacó una de las seis monedas de plata que le había dado Shadak. Se la arrojó al tabernero.
—¡Bien, sírvele! —ordenó éste a la joven.
La segunda jarra siguió el camino de la primera y, cuando se acabó, Druss se puso en pie torpemente. Intentó ponerse el casco, pero se le escapó de entre los dedos y rodó por el suelo. Cuando se inclinó para recogerlo se golpeó en una ceja con el borde de la mesa. La camarera se le acercó.
—Permitid que os ayude, señor —dijo, recogiendo el casco y colocándolo suavemente en la cabeza del hombre.
—Gracias —dijo él, con voz pastosa. Hurgó en su bolsa y le dio una moneda de plata—. Por... tu... amabilidad —añadió, pronunciando con cuidado cada palabra.
—Tengo una pequeña habitación en la parte de atrás, señor. Dos puertas más allá del establo. No está cerrada. Podéis dormir allí si lo deseáis.
Druss cogió el hacha, pero se le cayó al suelo. Las puntas de las hojas se clavaron en una tabla.
—Id a dormir, señor. Os llevaré vuestra... arma cuando vaya más tarde.
Él asintió y caminó tambaleándose hasta la puerta.
Abrió la puerta y salió a la ya escasa luz; tenía el estómago revuelto. Alguien le habló, a la izquierda, preguntándole algo. Druss intentó girar, pero tropezó con el hombre y ambos cayeron contra la pared. Intentó enderezarse sujetándose del hombro del otro para empujarse hacia arriba. A través de la neblina que lo embotaba oyó los pasos rápidos de otros hombres; uno de ellos gritó. Druss miró hacia atrás y vio cómo un largo cuchillo caía al suelo. El hombre que lo empuñaba estaba inmóvil ante él, con el brazo alzado de una forma poco natural. Druss parpadeó. Un puñal arrojadizo mantenía su brazo clavado a la puerta de la posada.
Oyó el sonido de las espadas al desenvainarse.
—¡Defiéndete, idiota! —dijo una voz.
Un espadachín corría hacia él, y Druss dio un paso, interceptándolo; desvió el arma con el antebrazo y clavó un derechazo en la mandíbula del guerrero. El espadachín cayó, inconsciente.
Al girarse para enfrentar al segundo atacante, Druss perdió el equilibrio y cayó pesadamente. Pero en mitad del movimiento, el atacante también se tambaleó y Druss le pateó el talón, haciéndolo caer. Druss se puso de rodillas, agarró por el pelo al hombre caído, lo alzó y le dio un cabezazo en la nariz. El hombre se derrumbó hacia delante. Druss lo soltó.
Otro hombre se acercó, y Druss reconoció al apuesto poeta.
—Dioses, apestas a vino barato —dijo Sieben.
—¿Quiénes... eran? —balbuceó Druss, intentando enfocar la vista en el hombre clavado a la puerta.
—Chusma —contestó Sieben. Se acercó al guerrero herido y recuperó su puñal. El hombre gritó de dolor, pero Sieben hizo caso omiso y volvió a la calle—. Será mejor que vengas conmigo, vieja mula.
Druss recordó poca cosa de su camino por la ciudad, salvo que se paró dos veces para vomitar y que la cabeza comenzó a dolerle horriblemente.
Se despertó a medianoche y se encontró tumbado en un porche, bajo las estrellas. A su lado había un cubo. Se sentó... y gimió cuando un martilleo terrible comenzó en su cabeza. Sentía como si le hubieran remachado una cinta de hierro en la frente. Del interior de la casa procedían sonidos; se levantó y caminó hasta la puerta. Allí se detuvo; los sonidos eran inconfundibles.
—Oh, Sieben... Oh... ¡Oh...!
Druss lanzó una maldición y regresó al borde del porche. Una ligera brisa le rozó el rostro, acompañada de un aroma desagradable, y el joven bajó la vista para mirarse. Su jubón estaba cubierto de vómito, y apestaba al sudor seco del viaje. A su izquierda había un pozo. Se obligó a ponerse en pie, caminó hasta el borde y llenó el cubo lentamente. En alguna parte, dentro de su cabeza, un demonio comenzó a darle golpes en el cráneo con un martillo al rojo. Haciendo caso omiso del dolor, Druss se desnudó de cintura para arriba y se lavó con el agua fría.
Oyó cómo se abría la puerta y se giró a tiempo para ver a una joven de pelo oscuro saliendo de la casa. La mujer lo miró, sonrió y se marchó corriendo por la callejuela. Druss alzó el cubo y se echó el resto del contenido sobre la cabeza.
—A riesgo de resultar ofensivo —dijo Sieben, desde el umbral—, creo que necesitas jabón. Pasa. Hay un fuego encendido en la chimenea, y he calentado agua. Dioses, aquí fuera está helando.
Druss recogió su ropa y siguió al poeta al interior. La casa era pequeña. La formaban tres habitaciones en un solo piso: una cocina con una estufa de hierro, un dormitorio y una sala cuadrada con una chimenea de piedra en la que brillaba el fuego. Había una mesa con cuatro sillas, y a cada lado de la chimenea había un sillón de cuero relleno de pelo de caballo.
Sieben lo guió hasta el baño, donde llenó una jofaina con agua caliente. Le dio un trozo de jabón blanco y una toalla, y abrió la puerta de una despensa de donde sacó un plato de carne y un trozo de pan.
—Ven y come algo cuando estés listo —dijo el poeta, y regresó a la sala.
Druss se lavó con el jabón, que olía a lavanda, y después limpió el jubón y se vistió. Encontró al poeta sentado ante el fuego, con las piernas estiradas y una copa de vino en una mano. La otra se la pasaba por el largo cabello rubio, peinándoselo hacia atrás. Después se lo sujetó con una cinta de cuero negro; en el centro de ésta, sobre la frente, brillaba un ópalo. El poeta cogió un pequeño espejo ovalado y examinó su imagen.
—Ah, es una maldición ser tan bien parecido —dijo, y dejó el espejo a un lado—. ¿Te apetece un trago?
Druss sintió que se le revolvía el estómago y negó con la cabeza.
—Come, mi enorme amigo. Seguro que te parece que el estómago se te quiere salir del cuerpo, pero es lo que te conviene. Confía en mí.
Druss arrancó un trozo de pan, se sentó y masticó lentamente. Le supo a cenizas y bilis, pero se lo terminó como un hombre. El poeta tenía razón; le asentó el estómago. La carne salada fue algo más difícil de tragar, pero, ayudándose con agua fresca, pronto sintió cómo le volvían las fuerzas.
—Anoche bebí demasiado —dijo.
—No me digas. Dos cuartillos, creo.
—No recuerdo cuánto. ¿Hubo una pelea?
—No creo que se pueda llamar pelea, según tus criterios.
—¿Quiénes eran?
—Algunos de los saqueadores a los que atacaste.
—Debería haberlos matado.
—Quizá... Pero en el estado en el que te encontrabas puedes considerarte afortunado por seguir vivo.
Druss llenó de agua un vaso de loza y bebió.
—Recuerdo que me ayudaste. ¿Por qué?
—Fue un capricho pasajero; no te preocupes por ello. Y ahora, háblame otra vez de tu esposa y del ataque.
—¿Para qué? Ya ocurrió. Lo único que me interesa ahora es encontrar a Rowena.
—Pero necesitarás mi ayuda; de lo contrario, Shadak no te habría dicho que vinieras a verme. Y me gusta saber con qué tipo de hombre se supone que he de viajar, ¿comprendes? Así que cuéntame.
—No hay mucho que contar. Los atacantes...
—¿Cuántos?
—Unos cuarenta. Atacaron el pueblo, mataron a los hombres, a las mujeres mayores y a los niños. Se llevaron a las jóvenes. Yo estaba en el bosque, talando árboles. Unos cuantos asesinos entraron en el bosque y me encargué de ellos. Después me encontré con Shadak, que también los perseguía; habían atacado una ciudad y habían matado a su hijo. Los dos liberamos a las mujeres. Shadak fue capturado. Yo espanté a los caballos y ataqué el campamento. Eso es todo.
Sieben meneó la cabeza y sonrió.
—Creo que podrías contarme la historia completa de Drenai en lo que tarda en cocerse un huevo. No eres un narrador, amigo mío. Lo que está muy bien, ya que es mi principal fuente de ingresos y odio tener competencia.
Druss se frotó los ojos y se recostó en el sillón, con la cabeza apoyada en un cojín. El calor del fuego resultaba relajante, y su cuerpo estaba más cansado que nunca. Los días que estuvo persiguiendo a los saqueadores se estaban cobrando su factura, y sintió como si se hundiese en un mar cálido. El poeta le estaba hablando, pero las palabras no lo alcanzaban.
Se despertó al amanecer y se encontró con el fuego reducido a unas ascuas casi apagadas y la casa vacía. Bostezó y se estiró; a continuación se dirigió a la cocina, se sirvió algo de pan y queso y bebió más agua. Oyó que se abría la puerta principal. Se acercó y vio a Sieben, acompañado de una joven rubia. El poeta llevaba el hacha y los guanteletes de Druss.
—Hay alguien que quiere verte, vieja mula —dijo Sieben. Dejó el hacha junto a la puerta y los guanteletes en una silla. Sonrió y volvió a salir.
La joven se acercó a Druss, sonriendo tímidamente.
—No sabía que estabas aquí. Te guardé el hacha.
—Te lo agradezco. Tú... estabas en la taberna.
La muchacha llevaba un vestido de lana de poca calidad, que en tiempos había sido azul pero ahora se veía gris desvaído. Tenía buena figura, un rostro agradable y unos ojos castaños de mirada cálida.
—Sí. Hablamos ayer —dijo ella. Acercó una silla y se sentó con las manos en las rodillas—. Parecías... muy triste.
—Ahora... ahora soy yo mismo —dijo él, con amabilidad.
—Sieben me ha dicho que tu mujer ha sido raptada por esclavistas.
—La encontraré.
—Cuando yo tenía dieciséis años, un grupo de saqueadores atacó nuestro pueblo. Mataron a mi padre e hirieron a mi esposo. Yo fui raptada, junto a otras siete muchachas, y nos vendieron en Mashrapur. Estuve allí durante dos años. Una noche escapé junto a otra chica y nos ocultamos en las montañas. Ella murió allí: la mató un oso. Pero a mí me encontró una caravana de peregrinos que se dirigía a Lentria. Estuve a punto de morir de inanición, pero me ayudaron y volví a casa.
—¿Por qué me cuentas eso? —preguntó Druss en voz baja, viendo la tristeza en los ojos de la joven.
—Mi esposo se había casado con otra. Y mi hermano Loric, que había perdido un brazo en el ataque, me dijo que ya no era bienvenida allí. Dijo que era una mujer ultrajada, y que si tuviese algo de orgullo me quitaría la vida yo misma. Así que me fui.
Druss tomó la mano de la joven.
—Tu esposo fue un indigno montón de estiércol, y tu hermano, también. Pero te lo pregunto otra vez: ¿por qué me cuentas eso?
—Cuando Sieben me ha dicho que estás siguiendo la pista de tu esposa... me ha hecho recordar. Me gustaba pensar que Karsk vendría a por mí. Pero una esclava no tiene derechos en Mashrapur, ¿sabes? Lo que el amo quiere, lo obtiene. No se le puede negar. Cuando encuentres a tu... mujer... es posible que haya sido brutalmente utilizada. —La joven guardó silencio y permaneció sentada mirándose las manos—. No sé cómo decir lo que quiero... Cuando fui esclava recibí palizas. Fui humillada y violada. Abusaron de mí. Pero nada fue peor que la expresión del rostro de mi esposo cuando me vio, o el tono de disgusto en la voz de mi hermano cuando me dijo que me marchase.
Sujetando aún la mano de la joven, Druss se inclinó hacia ella.
—¿Cómo te llamas?
—Sashan.
—Si yo hubiera sido tu esposo, Sashan, habría ido detrás de ti. Te habría encontrado. Y después de dar contigo te habría tomado en brazos y te habría llevado a casa. Y eso haré cuando encuentre a Rowena.
—¿No la juzgarás?
Druss sonrió.
—No más de lo que te juzgo a ti, salvo para decir que eres una mujer valiente y cualquier hombre que lo fuera de verdad estaría orgulloso de que caminases a su lado.
La joven se ruborizó.
—Si los deseos fuesen caballos, los mendigos cabalgarían —dijo. Se levantó y se dirigió a la puerta. Miró hacia atrás una vez, pero no dijo nada. Después salió de la casa.
Sieben entró.
—Bien dicho, vieja mula. Muy bien dicho. ¿Sabes? A pesar de tus horribles modales y tu escasa conversación, creo que me caes bien. Vamos a Mashrapur a encontrar a tu esposa.
Druss miró severamente al esbelto joven. Sería una pulgada más alto que el hachero, y sus ropas eran de tela de calidad. Llevaba el pelo arreglado por un peluquero, no cortado con un cuchillo o unas tijeras de esquilar usando un cuenco como guía. Druss echó una ojeada a las manos del poeta: eran suaves como las de un niño. Sólo el tahalí con los cuchillos demostraba que Sieben era un luchador.
—¿Y bien? ¿He pasado la inspección, vieja mula?
—Mi padre me dijo una vez que el destino crea extraños compañeros de cama —dijo Druss.
—Deberías mirar el problema desde mi punto de vista —respondió Sieben—. Vas a viajar con alguien versado en literatura y poesía, un narrador sin par. Mientras que yo, por mi parte, tendré que cabalgar junto a un campesino que lleva un jubón manchado de vómito.
Para su sorpresa, Druss no se enfureció ni sintió la tentación de golpear al poeta, sino que soltó una carcajada, y notó cómo la tensión desaparecía de su interior.
—Me caes bien, hombrecillo —respondió.
El primer día dejaron atrás las montañas, y ahora cabalgaban a través de valles y amplias praderas salpicadas de colinas y arroyos. Numerosas aldeas y poblados bordeaban la ruta, con sus edificios de piedra encalada, y techos de madera y pizarra.
Sieben cabalgaba con elegancia, cómodamente erguido en la silla, mientras la luz del sol arrancaba reflejos de su túnica de viaje de seda azul claro y de los ribetes plateados de sus botas de montar. Llevaba el largo pelo rubio atado en una cola de caballo, y también se lo sujetaba con una cinta plateada en la frente.
—Pero ¿cuántas cintas para el pelo tienes? —le había preguntado Druss cuando partieron.
—Pocas, lamentablemente. Bonita, ¿verdad? Ésta la conseguí en Drenai el año pasado. Siempre me ha gustado la plata.
—Pareces un lechuguino.
—Justo lo que necesitaba —dijo Sieben, sonriendo—. Consejos sobre elegancia en el vestir por parte de un tipo cuyo pelo parece haber sido cortado con una sierra oxidada y cuyo único traje luce manchas de vino y... No, no me digas de qué son las otras.
Druss se miró la ropa.
—Sangre seca. Pero no es mía.
—Vaya, qué alivio. Sabiéndolo dormiré mucho mejor esta noche.
Durante la primera hora de viaje el poeta intentó aconsejar al joven hachero.
—No aprietes el caballo con las pantorrillas, sólo con los muslos. Y pon la espalda recta...
Pero al fin lo dejó correr.
—Querido Druss, algunos hombres han nacido para cabalgar, ¿sabes? Tú, por otro lado, no tienes ese talento. He visto sacos de patatas con más gracia que tú.
La respuesta del hachero fue breve y brutalmente obscena. Sieben soltó una risilla y dirigió la mirada hacia el cielo despejado y esplendorosamente azul.
—Hermoso día para ir en busca de una princesa secuestrada —dijo.
—No es una princesa.
—Cualquier mujer secuestrada es una princesa —replicó el poeta—. ¿Nunca has oído un cuento? Los héroes son altos, de cabellos dorados y maravillosamente apuestos. Las princesas son recatadas y bellas, y pasan su vida esperando al hermoso príncipe que las liberará. Por los dioses, Druss; a nadie le gusta escuchar historias sobre la realidad. ¿Te lo imaginas? El joven héroe no puede cabalgar en busca de su adorada porque un enorme grano en las posaderas le impide sentarse en la silla.
Sieben se echó a reír. Incluso el normalmente serio Druss se permitió una sonrisa, y Sieben prosiguió:
—El romance, ya ves. Una mujer en un cuento es una diosa o una arpía. La princesa, al ser una hermosa doncella, cae en la primera categoría. El héroe también ha de ser puro mientras aguarda a que se cumpla su destino en los brazos de la virginal princesa. Es maravillosamente pintoresco... y bastante ridículo, por supuesto. Hacer el amor, al igual que tocar la lira, requiere una enorme práctica. Por fortuna, las historias terminan antes de que veamos a la joven pareja avanzar torpemente a lo largo de su primer encuentro sexual.
—Hablas como alguien que nunca ha estado enamorado —dijo Druss.
—Tonterías. He estado enamorado montones de veces —replicó el poeta.
Druss hizo un gesto de negación.
—Si eso fuera cierto sabrías hasta qué punto es... satisfactorio ese avanzar torpemente. ¿A qué distancia está Mashrapur?
—A dos días de viaje. Pero los mercados de esclavos siempre se montan en los días de Missael o de Manien, así que tenemos tiempo. Háblame de ella.
—No.
—¿No? ¿No te gusta hablar de tu esposa?
—No a los desconocidos. ¿Has estado casado alguna vez?
—No, ni lo deseo. Mira a tu alrededor, Druss. ¿Ves todas esas flores de las colinas? ¿Por qué debería un hombre disfrutar sólo de una? ¿Oler sólo un perfume? Una vez tuve un caballo, Shadira; un hermoso animal más veloz que el viento del norte. Podía saltar una valla de cuatro palos y aún le sobraba espacio. Yo tenía diez años cuando mi padre me lo regaló, y Shadira tenía quince. Pero cuando cumplí los veinte años, Shadira ya no podía correr muy deprisa, y no era capaz de saltar en absoluto. Así que me hice con un caballo nuevo. ¿Entiendes lo que trato de decir?
—Ni una palabra —gruñó Druss—. Las mujeres no son caballos.
—Eso es cierto —asintió Sieben—. A la mayoría de los caballos apetece montarlos más de una vez.
Druss meneó la cabeza.
—No sé a qué llamas amor, y no quiero saberlo.
El camino se dirigía hacia el sur, y las colinas eran cada vez más suaves, conforme las montañas se alejaban a su espalda. Delante, en la carretera, un anciano caminaba hacia ellos arrastrando los pies. Llevaba ropas de color azul desvaído y se apoyaba pesadamente en un largo bastón. Cuando estuvieron más cerca, Sieben se dio cuenta de que era ciego.
El anciano se detuvo cuando pasaron a su lado.
—¿Podemos ayudarte en algo, viejo? —preguntó Sieben.
—No necesito ayuda —respondió el hombre, con una voz sorprendentemente enérgica y sonora—. Voy de camino a Drenan.
—Es una caminata larga —dijo Sieben.
—No tengo prisa. Pero si tenéis algo de comer y os apetece distraer a un invitado, estaré encantado de unirme a vosotros.
—¿Por qué no? Hay un arroyo a poca distancia a tu derecha; te veremos allí.
Sieben hizo girar su montura y atravesó la hierba al trote. Descabalgó ágilmente y pasó las riendas sobre la cabeza del animal mientras Druss se acercaba y desmontaba a su vez.
—¿Por qué lo has invitado a venir con nosotros?
Sieben miró hacia atrás. El viejo estaba lo bastante lejos como para no oírlos, y se aproximaba caminando sin prisa.
—Es un buscador, Druss. Un místico. ¿No has oído hablar de ellos?
—No.
—Se trata de sacerdotes de la Fuente que se ciegan voluntariamente para aumentar sus poderes proféticos. Algunos son extraordinarios. Vale la pena compartir unas gachas.
Rápidamente, el poeta preparó un fuego sobre el que dispuso un caldero de cobre lleno de agua hasta la mitad. Añadió migas de pan y un poco de sal. El anciano se sentó cerca, con las piernas cruzadas. Druss se quitó el casco y el jubón y se estiró bajo la luz del sol. Cuando las gachas estuvieron listas, Sieben llenó un cuenco y se lo pasó al sacerdote.
—¿Tienes azúcar? —preguntó el buscador.
—No, pero tenemos un poco de miel. Voy a por ella.
Cuando terminaron de comer, el anciano se acercó al arroyo, limpió su cuenco y se lo devolvió a Sieben.
—Y ahora, ¿os gustaría conocer el futuro? —preguntó el sacerdote, con una sonrisa torcida.
—Será un placer —respondió Sieben.
—No necesariamente. ¿Te gustaría conocer el día de tu muerte?
—Ya veo lo que quieres decir, viejo. Dime cuál será la próxima hermosa mujer que compartirá mi lecho.
El anciano soltó una risilla.
—Un talento tan grande, y los hombres sólo piden muestras minúsculas de él. Podría hablarte de tus hijos o advertirte de los peligros. Pero no, sólo te interesan los asuntos irrelevantes. Está bien, dame la mano.
Sieben se sentó frente a él y le tendió la mano derecha. El anciano la sostuvo y permaneció en silencio durante un rato. Finalmente suspiró.
—He observado los senderos de tu futuro, Sieben el poeta; Sieben, el Maestro de Sagas. El camino es largo. ¿La siguiente mujer? Una puta de Mashrapur que te pedirá siete cuartos de plata. Se los pagarás.
Soltó la mano de Sieben y volvió sus ojos ciegos hacia Druss.
—¿Quieres que te lea el futuro?
—Yo forjaré mi propio futuro —respondió Druss.
—Ah, un hombre con energía y voluntad independiente. Acércate. Permíteme al menos ver, por mi propio interés, qué te reserva el mañana.
—Vamos, compañero —rogó Sieben—. Dale la mano.
Druss se levantó y caminó hasta el anciano. Se agachó frente a él y tendió la mano. Los dedos del sacerdote se cerraron sobre los suyos.
—Una gran mano —dijo—. Fuerte... muy fuerte.
De repente hizo una mueca de dolor y su cuerpo se puso rígido.
—¿Aún eres joven, Druss el Legendario? ¿Has resistido en el paso?
—¿Qué paso?
—¿Qué edad tienes?
—Diecisiete años.
—Por supuesto. Diecisiete. Y buscas a Rowena. Sí... Mashrapur; ahora lo veo. Aún no ha nacido el Mensajero de la Muerte, la Muerte Plateada, el Maestro del Hacha. Pero ya eres poderoso.
El anciano soltó la mano de Druss, suspiró y continuó:
—Tienes razón, Druss: tú forjarás tu propio futuro. No necesitas mis palabras. —Se levantó y tomó su bastón—. Os agradezco vuestra hospitalidad.
Sieben también se puso en pie.
—Dinos al menos qué nos espera en Mashrapur.
—Una puta y siete cuartos de plata —respondió el sacerdote con una sonrisa. Después volvió sus ciegos ojos hacia Druss—. Sé fuerte, hachero. El camino es largo y hay leyendas que fabricar. Pero la muerte aguarda, y es paciente. La verás cuando te alces ante las puertas en el cuarto año del leopardo.
El anciano se alejó caminando lentamente.
—Increíble —musitó Sieben.
—¿Por qué? —replicó Druss—. Yo mismo podría haber adivinado que la próxima mujer con la que estés será una puta.
—Sabía cómo nos llamamos, Druss. Lo sabía todo. ¿Cuándo es el cuarto año del leopardo?
—No nos ha dicho nada. Vamos a ponemos en marcha.
—¿Cómo puedes decir que eso no es nada? Te ha llamado Druss el Legendario. ¿De qué leyenda habla? ¿Cómo la crearás?
Sin hacer caso al poeta, Druss caminó hasta su caballo y montó.
—No me gustan los caballos —dijo—. En cuanto lleguemos a Mashrapur lo venderé. Rowena y yo volveremos a pie.
Sieben miró al joven de ojos claros.
—No significa nada para ti, ¿verdad? La profecía, quiero decir.
—Sólo eran palabras, poeta. Ruidos en el aire. Cabalguemos.
Al cabo de un rato, Sieben dijo:
—El cuarto año del leopardo será dentro de cuarenta y tres años. Dioses, Druss, vas a llegar a viejo. ¿Dónde estarán esas puertas que mencionó?
Druss siguió cabalgando sin hacerle caso.