TRES

Los carromatos avanzaron durante toda la tarde y después de la caída de la noche. Al principio, las mujeres capturadas guardaban silencio, aturdidas y sin acabar de creerse lo que había ocurrido. Más tarde, el dolor sustituyó la conmoción y empezaron a sollozar, lo que no agradó especialmente a los hombres que cabalgaban junto a los carros, que les ordenaron guardar silencio. Como las mujeres no obedecieron, desmontaron, se subieron a los carros, comenzaron a repartir bofetadas y las amenazaron con los látigos.

Rowena, con las manos atadas por delante, estaba sentada ante la igualmente maniatada Mari. Su amiga tenía los ojos hinchados, en parte por el llanto y en parte por un golpe recibido justo en el arco de la nariz.

—¿Cómo estás? —susurró Rowena.

—Han muerto —fue la respuesta—. Todos han muerto.

Los ojos de Mari miraban sin ver hacia el interior del carromato, donde estaban las otras mujeres.

—Estamos vivas —prosiguió Rowena en voz baja—. No pierdas la esperanza, Mari. Druss está vivo, y hay un hombre con él... Un gran cazador. Nos siguen la pista.

—Han muerto —repitió Mari—. Han muerto todos.

—¡Oh, Mari! —Rowena le tendió las manos atadas, pero Mari gritó y las apartó.

—¡No me toques! —Miró directamente a Rowena, con una expresión de furia y los ojos brillantes—. Esto es un castigo. Para ti. ¡Eres una bruja! ¡Todo es culpa tuya!

—¡Yo no he hecho nada!

—¡Es una bruja! —gritó Mari. Las otras mujeres las miraron—. Tiene el poder de la Visión. Sabía que venían los saqueadores, pero no nos dijo nada.

—¿Por qué no nos avisaste? —gritó otra mujer. Rowena miró en su dirección y se encontró con la hija de Jarin, el panadero—. Mi padre está muerto. Mis hermanos, también. ¿Por qué no nos avisaste?

—¡No lo sabía! ¡No lo supe hasta el último instante!

—¡Bruja! —gritó Mari—. ¡Bruja apestosa!

Mari golpeó con las manos atadas, alcanzando a Rowena en la sien. Rowena cayó hacia la izquierda, encima de otra de las mujeres. Una lluvia de golpes se abatió sobre ella; las mujeres la rodearon y comenzaron a darle puñetazos y patadas. Unos jinetes se acercaron al carromato, y Rowena sintió cómo unas manos la arrastraban y la arrojaban a tierra. Chocó duramente contra el suelo y se quedó sin respiración un instante.

—¿Qué pasa aquí? —oyó gritar a alguien.

—¡Bruja! ¡Bruja! ¡Bruja! —coreaban las mujeres.

Rowena fue obligada a ponerse en pie, y una mano sucia tiró de su pelo. Abrió los ojos y se encontró frente a un rostro delgado y cubierto de cicatrices.

—¿Eres una bruja? —gruño el hombre—. Ya veremos.

El hombre desenvainó un cuchillo y lo sostuvo ante ella, apoyando la punta en la blusa de lana.

—Las brujas tienen tres pezones, o eso dicen.

—Déjala —dijo otra voz. Otro jinete se acercó, y el hombre enfundó el cuchillo.

—No pensaba hacerle daño, Harib. Bruja o no, pagarán bien por ella.

—Pagarán más si es una bruja —dijo el jinete—. Que cabalgue contigo.

Rowena observó al jinete. Tenía el rostro moreno, los ojos oscuros y la boca parcialmente cubierta por las aletas de bronce del casco de batalla. Espoleó a su montura y siguió cabalgando. El hombre que la sujetaba se montó en su caballo, tiró de ella y la hizo sentarse en la grupa. Olía a sudor rancio y a suciedad, pero Rowena apenas se percató de ello. Miró hacia el carromato en el que viajaban sus antiguas amigas, silenciosas, y sintió una terrible sensación de pérdida.

Un día antes, el mundo estaba lleno de expectativas. Su casa estaba casi terminada; su marido empezaba a apaciguar su inquieto espíritu; su padre estaba tranquilo y libre de preocupaciones, y Mari planeaba una noche de pasión con Pilan.

Unas horas después, todo había cambiado. Levantó la mano y acarició el broche engarzado junto a su pecho...

Y vio al Hachero. Su esposo se estaba convirtiendo en él. ¡El Mensajero de la Muerte!

Las lágrimas corrieron silenciosamente por sus mejillas.

Shadak cabalgaba delante, siguiendo el rastro. Druss y Tailia iban detrás, codo con codo. La joven montaba una yegua de pelo bayo; Druss, un macho de color castaño. Durante la primera hora, Tailia no dijo nada, lo que a Druss le pareció bien. Pero cuando coronaron un altozano desde el que podían contemplar todo el valle, la joven se le acercó y le tocó el brazo.

—¿Qué pensáis hacer? —preguntó—. ¿Por qué los seguimos?

—¿Qué quieres decir? —replicó Druss, perplejo.

—Está claro que no podéis luchar contra todos; os matarían. ¿Por qué no vamos hasta la guarnición de Padia y pedimos que envíen soldados?

Druss la miró. Los ojos azules de la joven estaban enrojecidos a causa del llanto.

—Está a cuatro días de camino, a pie. No sé cuánto tardaríamos a caballo; dos días, quizá. Si las tropas están allí, y eso no es seguro, tardarían al menos otros tres días en encontrar a los saqueadores. Para entonces habrían entrado en territorio vagriano y ya estarían cerca de la frontera con Mashrapur. Eso está fuera de la jurisdicción de las tropas de Drenai.

—Pero no podéis hacer nada. No tiene sentido que los sigamos.

Druss inspiró profundamente.

—Tienen a Rowena. Además, Shadak tiene un plan.

—Ah, un plan —dijo la joven en tono burlón, con una mueca en los labios—. Dos hombres y un plan. ¿Se supone que eso me hará sentir segura?

—Estás viva y eres libre —respondió Druss—. Si quieres ir a Padia, adelante.

La expresión de la mujer se suavizó un poco, y apoyó la mano en el antebrazo de Druss.

—Sé que eres valiente, Druss. Vi cómo acababas con esos asaltantes, y estuviste magnífico. No me gustaría verte morir en una batalla sin sentido, y a Rowena tampoco. Ellos son muchos, y son unos asesinos.

—Yo también —contestó él—. Y ahora son menos que antes.

—¿Y qué será de mí cuando acaben con vosotros? —replicó la joven—. ¿Qué posibilidades tendré?

Druss la miró con frialdad.

—Ninguna —respondió. Tailia lo miró, asombrada.

—Nunca te he caído bien, ¿verdad? —susurró—. Nunca te gustamos, ninguno de nosotros.

—No tengo tiempo para estas tonterías.

Druss espoleó al caballo y se adelantó. No miró hacia atrás, y no se sorprendió al oír el sonido de los cascos de la yegua, que galopaba hacia el norte.

Un rato después se encontró con Shadak.

—¿Dónde está la chica? —preguntó el cazador. Soltó las riendas de los dos caballos que guiaba y los dejó pastar libremente.

—Cabalgando hacia Padia.

El cazador no dijo nada. Miró hacia el norte, donde la figura de Tailia aún podía distinguirse a lo lejos.

—No podrás disuadirla —añadió Druss.

—¿La has echado tú?

—No. Cree que somos hombres muertos, y no quiere correr el riesgo de que la atrapen los esclavistas.

—No se lo puedo reprochar. —Shadak se encogió de hombros—. Bueno, es libre de elegir su camino. Esperemos que haya sido una buena elección.

—¿Que hay de los asaltantes? —preguntó Druss, olvidándose de Tailia.

—Han viajado toda la noche, siempre en dirección sur. Creo que acamparán junto al Tigren, a unas diez leguas de aquí. Hay un valle estrecho que se ensancha hacia el final, formando un anfiteatro. El lugar lleva años siendo usado por los esclavistas, los ladrones de caballos, los cuatreros y otros renegados. Es fácil de defender.

—¿Cuándo los alcanzaremos?

—Después de medianoche. Ahora avanzaremos durante otro par de horas; luego descansaremos y comeremos algo antes de cambiar los caballos.

—No necesito descansar.

—Los caballos sí —replicó Shadak—. Y yo también. Ten paciencia. Será una noche larga y peligrosa, y he de advertirte que no tenemos muchas posibilidades. Tailia hacía bien al preocuparse; necesitaremos mucha más suerte que la que dos hombres tienen derecho a pedir.

—¿Por qué haces esto? —preguntó Druss—. Esas mujeres no tienen nada que ver contigo.

Shadak no respondió, y siguieron cabalgando en silencio hasta el mediodía. El cazador vio una pequeña arboleda, al este, e hizo girar a su montura. Los dos hombres desmontaron a la sombra de unos olmos que crecían junto a una charca.

Druss se sentó a la sombra. Shadak se le unió.

—¿A cuántos de los saqueadores mataste antes de que nos encontráramos?

—A seis —respondió el hachero. Sacó un trozo de carne ahumada del morral y cortó un pedazo.

—¿Alguna vez habías matado a alguien?

—No.

—Seis. Es... impresionante. ¿Con qué lo hiciste?

—Con un hacha de talar y una hachuela. Oh... y uno de sus puñales.

Y con las manos.

—¿Nunca habías practicado la lucha?

—No.

Shadak meneó la cabeza.

—Descríbeme los combates. Dame todos los detalles que recuerdes.

Druss lo hizo así, y Shadak escuchó en silencio. Cuando el hachero terminó su relato, el cazador sonrió.

—Eres un joven extraño. Te situaste muy bien, enfrente del árbol caído. Fue un buen movimiento; el primero de muchos, por lo que veo. Pero el más impresionante fue el último. ¿Cómo supiste que el espadachín se movería hacia tu izquierda?

—El tipo vio que yo tenía un hacha y que era diestro. En condiciones normales habría levantado el hacha sobre el hombro izquierdo para golpear hacia la derecha. Así que se movió hacia su derecha: mi izquierda.

—Lo pensaste muy fríamente, para estar enzarzado en un combate. Creo que hay en ti mucho de tu abuelo.

—¡Ni se te ocurra decir eso! —gruño Druss—. Mi abuelo estaba loco.

—Pero era un luchador formidable. Cierto, era malvado. Pero eso no disminuye ni su valor ni su habilidad.

—Yo soy yo —dijo Druss—. Lo que tengo me pertenece.

—No lo dudo. Pero eres increíblemente fuerte, y tienes el sentido del ritmo y la mente de un guerrero. Son capacidades que pasan de padres a hijos a lo largo de las generaciones. Pero atiende a esto, chico; eso conlleva responsabilidades que tienes que asumir.

—¿Por ejemplo?

—Las que separan al héroe del criminal.

—No te entiendo.

—Volvamos a lo que me preguntaste sobre las mujeres. El auténtico guerrero vive de acuerdo a un código. Tiene que hacerlo. Cada hombre tiene su propio punto de vista, pero en el fondo todo se reduce a lo mismo: nunca fuerces a una mujer ni hagas daño a un niño. No mientas, engañes ni robes. Eso es lo que hacen los individuos inferiores. Protege a los débiles. Y nunca dejes que el afán de lucro interfiera en tu lucha contra el mal.

—¿Ése es tu código?

—Ése es. Y hay más, pero no quiero aburrirte con ello.

—No me aburres, pero ¿para qué necesitas un código así?

Shadak se echó a reír.

—Ya lo entenderás dentro de unos años, Druss.

—Me gustaría entenderlo ahora.

—Por supuesto. Ése es el mal de los jóvenes: lo quieren todo inmediatamente. No. Descansa un poco. Incluso tu fuerza prodigiosa necesita reponerse. Duerme y despiértate en forma. Nos espera una noche larga... y sangrienta.

La luna, en cuarto creciente, brillaba en lo alto del cielo despejado. La luz plateada cubría las montañas y se reflejaba en el río, confiriéndole el aspecto del metal fundido. Había tres hogueras, y Druss alcanzaba a distinguir los movimientos de los hombres a la luz oscilante de las llamas. Las mujeres se apretujaban entre dos de los carromatos; no había hogueras junto a ellas, pero los guardias las vigilaban de cerca. Al norte de los carromatos, a unos treinta pasos de las mujeres, se alzaba una gran tienda. En su interior se distinguía una luz amarillenta que dibujaba sombras contra las paredes; con toda seguridad había lámparas y un gran brasero en el interior.

Shadak se colocó en silencio junto al hachero y le hizo una señal para que retrocediese. Druss se alejó del borde de la pendiente y regresó al claro donde estaban los caballos.

—¿Cuántos hombres has visto? —preguntó Shadak, en voz baja.

—Treinta y cuatro, sin contar a los que haya dentro de la tienda.

—Habrá dos más: Harib Ka y Collan. Pero yo he contado treinta y seis en el exterior. Hay dos hombres montando guardia a la orilla del río, para evitar que alguna de las mujeres intente escapar a nado.

—¿Cuándo atacaremos?

—Tienes muchas ganas de pelea, chico. Pero necesito que conserves la calma cuando estemos ahí abajo. Nada de perder la cabeza.

—No te preocupes por mí, cazador. Sólo quiero recuperar a mi esposa.

Shadak sacudió la cabeza.

—Te entiendo, pero necesito que tengas en cuenta una cosa. ¿Qué pasará si la han violado?

Los ojos de Druss brillaron, y apretó los puños sobre el mango del hacha.

—¿Por qué me dices eso ahora?

—Algunas de las mujeres habrán sido violadas, eso dalo por hecho. Así actúan los hombres que se dan al placer cada vez que les apetece. ¿Cuánta serenidad conservas ahora?

Druss controló la ira que crecía en su interior.

—La suficiente. No soy un berserker, Shadak, de eso estoy seguro. Seguiré tu plan hasta el último detalle, viva o muera, ganemos o perdamos.

—Bien. Nos pondremos en marcha dos horas antes de que amanezca. Para entonces, casi todos los guerreros estarán durmiendo. ¿Crees en los dioses?

—Nunca he visto ninguno. No.

Shadak sonrió.

—Yo tampoco. Supongo que rezar pidiendo ayuda divina está descartado.

Druss guardó silencio durante un rato. Después dijo:

—Dime ahora para qué hace falta seguir un código.

El rostro de Shadak tenía un aspecto fantasmal a la luz de la luna. Su expresión era adusta y severa. Después se relajó y miró hacia el campamento de los esclavistas.

—Esos hombres de ahí abajo sólo tienen un código. Es sencillo: su única ley es hacer lo que quieran. ¿Comprendes?

—No.

—Significa que cualquier cosa que puedan conseguir por la fuerza es suya por derecho. Si otro hombre posee algo que ellos quieren, lo matarán. Para ellos, eso es lo correcto; es la ley que les ofrece el mundo, la ley del lobo. Tú y yo no somos distintos de ellos, Druss. Tenemos los mismos deseos, las mismas necesidades. Si una mujer nos atrae, ¿por qué no vamos a tomarla, le guste o no? Si otro hombre es rico, ¿por qué no vamos a robar sus posesiones, si somos más fuertes e intrépidos que él? Es una trampa en la que es fácil caer. En otro tiempo, Collan fue oficial de los lanceros de Drenai. Venía de una buena familia, prestó juramento como todos los demás y, probablemente, cuando pronunció las palabras creía en ellas. Pero en Drenan conoció a una mujer, quedó desesperadamente prendado de ella, y era correspondido. Pero la mujer estaba casada. Collan asesinó al marido, y ése fue su primer paso por la senda de la perdición. Después de ése, los siguientes pasos fueron más fáciles. Cuando estuvo falto de dinero se hizo mercenario y luchó al servicio de cualquier causa, correcta o incorrecta, buena o mala, siempre que le pagaran. Al final, lo único que importaba era lo que fuese bueno para Collan. Los pueblos estaban ahí simplemente para ser saqueados. Harib Ka es un noble ventriano, emparentado lejanamente con la casa real. Su historia es parecida. Ambos abandonaron el código de Hierro. Yo no soy un buen hombre, Druss, pero el código me mantiene dentro del camino del guerrero.

—Puedo entender —dijo Druss— que un hombre pretenda proteger lo suyo e intente no robar ni matar para obtener beneficio. Pero eso no explica por qué esta noche arriesgas tu vida para rescatar a unas mujeres a las que no conoces.

—Nunca se huye ante un enemigo, Druss. Sólo es posible luchar o rendirse. No me basta con decir que no haré malas acciones; he de luchar cuando es necesario. Estoy persiguiendo a Collan, no sólo porque ha matado a mi hijo, sino porque es lo que es. Pero si es necesario dejaré de lado el combate, esta noche, para liberar a las mujeres; ahora son más importantes.

—Quizá —dijo Druss, poco convencido—. Para mí, lo importante es Rowena y un hogar en las montañas. No me interesa eso de luchar contra el mal.

—Espero que llegue a interesarte —dijo Shadak.

Harib Ka no podía dormir. El suelo bajo la tienda era duro, y a pesar del calor del brasero sentía que el frío le llegaba hasta los huesos. El rostro de la muchacha lo perseguía. Se sentó y alargó el brazo hacia la jarra de vino.

«Estás bebiendo demasiado», se dijo. Se estiró, llenó una copa hasta el borde y la vació de dos tragos. Después apartó las mantas y se levantó. Le dolía la cabeza. Se sentó en un taburete y volvió a llenar la copa.

«¿En qué te has convertido?», susurró una voz dentro de su cabeza. Se frotó los ojos, y sus pensamientos regresaron a la academia y a los días junto a Bodasen y el joven príncipe.

«Cambiaremos el mundo —había dicho el príncipe—. Daremos de comer a los pobres y conseguiremos trabajo para todos. Expulsaremos de Ventria a los saqueadores y crearemos un reino de paz y prosperidad.»

Harib Ka soltó una risa amarga y bebió otro trago de vino. Había sido una época emocionante, un tiempo de juventud y optimismo, lleno de conversaciones sobre actos caballerescos, grandes victorias y el triunfo de la luz sobre la oscuridad.

—No hay luz ni oscuridad —dijo en voz alta—. Sólo el poder.

Pensó en la primera muchacha. ¿Cómo se llamaba?, ¿Mari? Sí. Dócil y obediente, dispuesta a cumplir sus deseos, cálida y tierna. Casi había llorado de placer cuando la tocó... No. Sólo había intentado aparentar que disfrutaba cuando se acostó con él. «Haré lo que quieras —había dicho—, pero no me hagas daño.»

No me hagas daño.

El frío viento otoñal agitó las lonas de la tienda. Después de pasar dos horas con Mari le apeteció otra mujer, y eligió a la bruja de ojos castaños. Aquello fue un error. La joven había entrado en la tienda frotándose las muñecas, con los ojos muy abiertos y llenos de tristeza.

—¿Vas a violarme? —preguntó en voz baja. Él sonrió.

—No necesariamente. Es tu elección. ¿Cómo te llamas?

—Rowena. ¿Cómo es posible que pueda elegir?

—Puedes entregarte voluntariamente o puedes resistirte. De cualquier modo el resultado será el mismo, así que ¿por qué no disfrutar del amor?

—¿Por qué hablas de amor?

—¿Qué?

—No hay amor en esto. Has asesinado a mis seres queridos, y ahora quieres obtener placer a expensas de la poca dignidad que me queda.

Harib Ka se acercó a la mujer y la sujetó por los brazos.

—¡No te he llamado para que discutas conmigo, puta! Harás lo que te diga.

—¿Por qué me llamas puta? ¿Eso te pone las cosas más fáciles? Oh, Harib Ka, ¿qué pensaría Rájica si te viese ahora?

Harib Ka retrocedió como si lo hubieran golpeado.

—¿Qué sabes tú de Rájica?

—Sólo que la amaste y que murió en tus brazos.

—¡Eres una bruja!

—Y tú un hombre perdido, Harib Ka. Has vendido todo lo que apreciaste alguna vez. Tu orgullo. Tu honor. Tu amor a la vida.

—No eres quién para juzgarme —contestó él, pero no intentó hacerla callar.

—No te juzgo. Me das pena. Y te diré algo más: a menos que nos dejes en libertad, a mí y al resto de las mujeres, morirás.

—¿También eres vidente? —dijo él, intentando sonar burlón—. ¿La caballería de Drenai está cerca, bruja? ¿Hay algún ejército esperando para caer sobre mí y mi grupo? No. No intentes amenazarme, chica. Sea lo que sea lo que he perdido, sigo siendo un guerrero y, quizá con excepción de Collan, el mejor espadachín que conocerás jamás. No temo a la muerte. No. A veces la deseo. —La energía de sus palabras se fue desvaneciendo poco a poco—. Dime, bruja, ¿cuál es ese peligro que tendré que afrontar?

—Un hombre llamado Druss. Mi esposo.

—Hemos matado a todos los hombres del pueblo.

—No. Él estaba en el bosque, cortando troncos para la empalizada.

—Mandé seis hombres allí.

—Pero no ha vuelto ninguno —señaló Rowena.

—¿Estás diciendo que los ha matado a todos?

—Así es —contestó ella en voz baja—. Y ahora viene a por ti.

—Tal como lo cuentas, parece un guerrero legendario —dijo Harib, ligeramente inquieto—. Podría enviar a otros hombres para que acaben con él.

—Espero que no lo hagas.

—¿Temes por la vida de tu marido, acaso?

—No. Temo por la de tus hombres —dijo ella con tristeza.

—Háblame de él. ¿Es espadachín? ¿Soldado?

—No, es el hijo de un carpintero. Pero una vez soñé con él; lo vi en lo alto de una colina. Llevaba una barba negra y de su hacha goteaba sangre. Junto a él flotaban cientos de almas que aún se lamentaban por sus vidas. Y más almas seguían fluyendo del hacha, y gemían. Eran hombres de muchos lugares, y flotaban como humo hasta que el viento los dispersaba. Y todos habían muerto a manos de Druss. El poderoso Druss. El Maestro del Hacha. El Mensajero de la Muerte.

—¿Y ése es tu marido?

—No; aún no. Ése es el hombre en que se convertirá si no me liberas. Es el hombre al que creaste cuando mataste a su padre y me secuestraste. No podrás detenerlo, Harib Ka.

El saqueador le ordenó que se marchara, y dio instrucciones a los guardias para que no fuese molestada.

Collan se reunió con él y se rió de sus preocupaciones.

—Por Missael, Harib, esa mujer es sólo una campesina que se ha convertido en esclava. Es una propiedad. Nuestra propiedad. Y su talento hará que consigamos por ella un precio diez veces mayor que por cualquiera de las otras. Es joven y atractiva; yo diría que podríamos sacar unas mil monedas de oro. Hay un tratante ventriano, un tal Kabuchek, que siempre está buscando videntes y echadoras de fortuna. Seguro que nos paga mil monedas.

Harib suspiró.

—Tienes razón, amigo mío. Llévatela. Necesitaremos dinero cuando lleguemos. Pero no la toques, Collan —le advirtió al apuesto espadachín—. Te aseguro que es cierto que tiene el Talento y puede ver en tu alma.

—Ahí no hay mucho que ver —respondió Collan, forzando una sonrisa.

Druss avanzó a lo largo de la orilla del río, sin apartarse de la maleza. Se detuvo a escuchar. No le llegó ningún sonido, aparte del producido por las hojas otoñales en las ramas que se extendían sobre su cabeza. Tampoco había movimientos, excepto el vuelo ocasional de un murciélago o un búho. Tenía la boca seca, pero no sentía temor.

Junto a la cercana orilla distinguió una roca de color claro, partida por la mitad. Según dijo Shadak, uno de los centinelas se había guarecido al otro lado. Desplazándose en silencio, Druss se introdujo de nuevo en la espesura y se dirigió a la orilla, haciendo coincidir su avance con el sonido del viento que agitaba las hojas sobre él.

El centinela estaba sentado en una piedra, a unos diez pasos a la derecha de Druss, con las piernas estiradas. Druss se pasó a Snaga a la mano izquierda y se secó el sudor de la palma derecha frotándosela contra las calzas, mientras escrutaba los arbustos en busca del otro centinela. No vio a nadie.

Esperó con la espalda apoyada en un árbol. A cierta distancia, desde su izquierda, llegó un sonido áspero y gorgoteante. El centinela también lo oyó, y se puso en pie.

—¡Bushin! ¿Qué haces, idiota?

Druss apareció repentinamente junto al hombre.

—Morirse —dijo.

El hombre giró y se bajó la mano a la cadera en busca de la espada. Snaga centelleó, y la hoja plateada alcanzó el cuello justo bajo la oreja, segando tendones y huesos. La cabeza cayó rebotando a la derecha; el cuerpo, a la izquierda.

Shadak apareció entre los matorrales.

—Bien hecho —susurró—. Ahora, cuando te envíe a las mujeres, cruza el río con ellas a la altura de la roca; después, dirigíos al norte y entrad en el desfiladero que lleva a la cueva.

—Ya lo hemos hablado docenas de veces.

Shadak no hizo caso del comentario y apoyó una mano en el hombro del joven guerrero.

—Ahora, pase lo que pase, no vayas al campamento. Quédate con las mujeres. Sólo hay una camino hasta la cueva, pero hay varios que se dirigen al norte. Lleva a las mujeres por el del noroeste, y que no se desperdiguen.

Shadak desapareció entre la maleza y Druss se dispuso a esperar.

Shadak se acercó cautelosamente al límite del campamento. La mayoría de las mujeres estaban durmiendo, y un guardia estaba sentado junto a ellas; tenía la cabeza apoyada contra la rueda de un carromato, y Shadak sospechó que se había dormido.

Se quitó el cinto de las espadas y avanzó tendido boca abajo, arrastrándose con ayuda de los codos, hasta que llegó junto al carro. Desenvainó el cuchillo de caza que llevaba en la funda de la cadera y se acercó al hombre por detrás. Pasó el brazo izquierdo entre los radios de la rueda y aferró la garganta del centinela al tiempo que le clavaba el cuchillo en la espalda. El hombre sacudió las piernas una vez y quedó inmóvil.

Shadak rodeó el carromato y se acercó a la mujer que estaba más cerca. Ésta estaba durmiendo junto a otras mujeres, que se habían apretado entre sí intentando calentarse. El cazador le tapó la boca con una mano y la sacudió. La joven se despertó con un sobresalto e intentó liberarse.

—¡He venido a rescataros! —siseó Shadak—. Uno de tus vecinos aguarda en la orilla del río y os llevará a un lugar seguro. ¿Me has entendido? Cuando te suelte, despierta con cuidado a las demás. Dirigíos al sur, hacia el río. Druss, el hijo de Bress, os está esperando allí. Asiente si me comprendes.

La cabeza de la mujer se movió bajo su mano.

—Perfecto. Asegúrate de que las demás no hacen ruido. Avanzad lentamente. ¿Cuál de las mujeres es Rowena?

—No está con nosotras —susurró la joven—. Se la llevaron.

—¿Dónde?

—Uno de los jefes, un hombre con la cara llena de cicatrices, se fue con ella justo después de que oscureciese.

Shadak maldijo en voz baja; no había tiempo para preparar otro plan.

—¿Cómo te llamas?

—Mari.

—Bien, Mari; despierta a las demás. Y dile a Druss que se atenga al plan previsto.

Shadak se alejó de la joven, recuperó sus espadas y se volvió a poner el cinturón. A continuación entró en el claro y echó a andar despreocupadamente hacia la tienda de campaña. Los pocos salteadores que estaban despiertos no prestaron mucha atención a la figura que cruzaba las sombras con tanta tranquilidad.

El cazador levantó la lona que cubría la puerta y entró, desenvainando con la mano derecha una de las espadas. Harib Ka estaba sentado en una silla plegable, con una copa de vino en la mano izquierda y un sable en la derecha.

—Bienvenido a mi humilde morada, Lobo —dijo sonriendo. Vació la copa y se puso en pie. Había derramado vino sobre su oscura barba y ésta brillaba a la luz de las lámparas como si la hubiese aceitado—. ¿Puedo ofrecerte un trago?

—¿Por qué no? —respondió Shadak. Era consciente de que si empezaban a pelear demasiado pronto, el ruido del entrechocar de los aceros despertaría a los otros saqueadores y verían escapar a las mujeres.

—Estás lejos del hogar —dijo Harib Ka.

—No he tenido hogar últimamente —contestó Shadak.

Harib Ka llenó otra copa y se la tendió al cazador.

—¿Has venido a matarme?

—He venido a por Collan. ¿Se ha marchado?

—¿Collan? ¿Por qué? —preguntó Harib Ka. Sus ojos brillaban bajo la luz amarillenta.

—Mató a mi hijo en Corialis.

—Ah, el joven rubio. Un buen espadachín, pero demasiado temerario.

—Es un vicio de los jóvenes.

Shadak dio un trago al vino. Contenía su furia como un herrero mantiene el fuego: ardiente pero controlado.

—Ese vicio lo mató —añadió—. Collan es muy hábil. ¿Dónde habéis dejado a ese joven del pueblo? El tipo del hacha.

—Estás bien informado.

—Hace unas horas, su esposa estaba ahí, justo donde estás tú ahora. Me dijo que venía. Es una bruja, ¿lo sabías?

—No. ¿Dónde está?

—De camino a Mashrapur, con Collan. ¿Cuándo quieres empezar a pelear?

—Tan pronto como... —comenzó a decir Shadak, pero Harib Ka atacó mientras hablaba, dirigiendo su sable a la garganta del cazador. Éste se agachó hacia la izquierda y pateó la rodilla de Harib. El ventriano cayó pesadamente y Shadak le apoyó la punta de la espada en la garganta.

—Nunca pelees borracho —dijo en voz baja.

—Intentaré recordarlo. Y ahora, ¿qué?

—Ahora dime dónde se alojará Collan en Mashrapur.

—En la posada del Oso Blanco. Está en el barrio occidental.

—Sé dónde está. Y ahora... ¿Cuánto vale tu vida, Harib Ka?

—¿Para las autoridades de Drenai? Unas mil monedas de oro. ¿Para mí? No tengo nada que pueda ofrecerte hasta que venda a mis esclavas.

—No tienes esclavas.

—Puedo recuperarlas. Treinta mujeres, a pie en las montañas, no me supondrán un gran problema.

—No es fácil salir de caza con la garganta cortada —observó Shadak apretando un poco más la punta de su espada, lo que hizo que se tensase la piel del cuello de Harib.

—Eso es verdad —asintió el ventriano, mirando hacia arriba—. ¿Qué propones?

Shadak estaba a punto de responder cuando distinguió un brillo de triunfo en los ojos del ventriano. Se giró a toda velocidad, pero ya era tarde.

Algo frío, duro y metálico se estrelló contra su cabeza.

Y el mundo entero se sumió en la oscuridad.

El dolor hizo que Shadak recuperase la consciencia cuando unas bofetadas secas le cruzaron la cara, haciéndole chirriar los dientes. Abrió los ojos. Dos hombres le sujetaban los brazos, forzándolo a mantenerse de rodillas, y Harib Ka estaba agachado frente a él.

—¿Crees que soy tan estúpido que permitiría que un asesino entrase en mi tienda sin ser visto? Sabía que nos estaban siguiendo, y al ver que no volvían los cuatro hombres que dejé en el desfiladero, sospeché que serías tú. Yo también tengo preguntas que hacerte, Shadak. Primero: ¿quién es el campesino del hacha? Y segundo: ¿dónde están mis mujeres?

Shadak permaneció en silencio. Uno de los hombres que lo sujetaban estrelló un puño contra la oreja del cazador, que vio estrellas tras sus ojos y se tambaleó hacia la derecha. Vio cómo Harib Ka se levantaba y se acercaba al brasero; los carbones casi se habían apagado.

—Llevadlo fuera, junto a una hoguera —ordenó el jefe.

Shadak fue obligado a levantarse y llevado medio a rastras al centro del campamento. La mayoría de los hombres seguían durmiendo. Sus captores le hicieron arrodillarse junto a una hoguera, y Harib Ka desenvainó su puñal e introdujo la hoja entre las llamas.

—Me dirás lo que quiero saber —dijo—, o te sacaré los ojos y te dejaré solo en las montañas.

Shadak notó el sabor de la sangre en la boca y el miedo en las entrañas, pero continuó en silencio.

Un grito inhumano rompió el silencio de la noche, y fue seguido por el atronar de cascos. Harib dio la vuelta y se encontró con cuarenta aterrorizados caballos que galopaban hacia el campamento. Uno de los hombres que sujetaban al cazador se giró también, boquiabierto. Shadak saltó de repente y embistió al hombre, que miraba hacia atrás. El otro, al ver acercarse la estampida, lo soltó y salió corriendo, intentando protegerse tras los carromatos. Harib Ka desenvainó el sable y dio un paso hacia Shadak, pero el primero de los caballos chocó con él y le hizo tambalearse. Shadak se giró para hacer frente a las bestias aterradas y comenzó a agitar los brazos. Los caballos desbocados lo esquivaron y continuaron su carrera a través del campamento. Algunos de los hombres, aún envueltos en sus mantas, fueron pisoteados. Otros intentaron detener a los animales. Shadak corrió a la tienda de Harib y recuperó sus espadas, tras lo cual volvió a salir a la oscuridad del exterior. Todo era un caos.

Las hogueras habían sido desparramadas por los cascos de los caballos, y había varios cadáveres en el suelo. Habían conseguido atrapar y tranquilizar a una veintena de caballos; los demás huían hacia los bosques, perseguidos por la mayoría de los guerreros.

Se oyó un segundo grito y, a pesar de sus años de experiencia bélica, Shadak se quedó absolutamente sorprendido ante lo que ocurrió a continuación.

Solo, el joven leñador había atacado el campamento. Su temible hacha lanzaba destellos plateados bajo la luz de la luna, segando y tajando a los sorprendidos guerreros. Algunos cogieron sus espadas y cargaron contra él, para morir un instante después.

Pero el joven no sobreviviría. Shadak vio cómo los saqueadores se reagrupaban y una docena de hombres, Harib Ka entre ellos, cerraba un semicírculo alrededor del gigante vestido de negro. El cazador desenvainó sus dos espadas y corrió hacia el grupo lanzando el grito de guerra de los Lanceros. «¡Ayiaaa! ¡Ayiaaa!»

En aquel preciso instante, dos flechas salieron disparadas del bosque. Una de ellas atravesó la garganta de uno de los asaltantes; otra rebotó en un yelmo y encontró alojamiento en una espalda desprotegida. Combinado con el grito de batalla, el ataque hizo detenerse a los saqueadores; algunos retrocedieron y escrutaron la línea del bosque. En aquel instante, Druss cargó directamente contra el grupo, cortando a izquierda y derecha. Los saqueadores caían ante él; algunos contra el suelo, otros tropezando con sus camaradas. La poderosa hacha hacía salpicar la sangre y se abría paso entre ellos, subiendo y bajando a un ritmo infernal.

Cuando Shadak llegó a su altura, los asaltantes habían empezado a huir. Cayeron más flechas sobre ellos.

Harib Ka corrió hacia los caballos, se agarró a las crines de uno y montó a pelo. El animal se encabritó, pero Harib se mantuvo encima. Shadak hizo girar la espada y la lanzó contra Harib. El ventriano se tambaleó hasta caer; el caballo se alejó al galope.

—¡Druss! —gritó Shadak—. ¡Druss!

El hachero se había lanzado en persecución de los saqueadores en fuga, pero se detuvo junto al borde del bosque y dio la vuelta. Harib Ka estaba de rodillas e intentaba alcanzar la empuñadura de bronce de la espada para desclavarla.

El hachero miró hacia donde esperaba Shadak. Estaba cubierto de sangre y le brillaban los ojos.

—¿Dónde está Rowena? —preguntó al cazador.

—Collan se la ha llevado a Mashrapur. Se fueron al caer la noche.

Dos mujeres salieron de entre los árboles, empuñando arcos y con carcajes a la espalda.

—¿Quiénes son? —preguntó Shadak.

—Las hijas del curtidor. Se dedicaban a cazar para el pueblo. Les he dado los arcos de los centinelas.

La más alta de las mujeres se acercó a Druss.

—Todos han huido; no creo que vuelvan pronto. ¿Quieres que los sigamos?

—No. Traed al resto de las mujeres y reunid a los caballos.

El hachero se volvió hacia la figura arrodillada de Harib Ka.

—¿Quién es? —preguntó a Shadak.

—Uno de los jefes.

Sin decir una palabra, Druss segó de un hachazo la garganta de Harib.

—Ya no.

—Desde luego que no —asintió Shadak. Dio un paso hacia el aún tembloroso cuerpo y liberó su espada. Miró a su alrededor y contó los cadáveres—. Diecinueve. Por los dioses, Druss, no me puedo creer lo que has hecho.

—Algunos han sido aplastados por los caballos en estampida; las mujeres han matado a otros.

Druss pasó la mirada por el campamento. A su izquierda se oían los gemidos de un hombre, y la mayor de las jóvenes corrió hasta él y le cortó el cuello. Druss se dirigió a Shadak.

—¿Te encargarás de que las mujeres lleguen sanas y salvas a Padia?

—¿Vas a Mashrapur?

—Tengo que encontrarla.

Shadak apoyó la mano en el hombro del joven.

—Espero que lo consigas, Druss. Busca la posada del Oso Blanco; es donde irá Collan. Pero ten cuidado, amigo mío. En Mashrapur, Rowena es de su propiedad. Ésa es su ley.

—Ésta es la mía —respondió Druss, alzando el hacha de doble filo.

Shadak cogió al joven por un brazo y lo guió hasta la tienda de Harib, donde se sirvió una copa de vino y la apuró de un trago. Sobre un pequeño cofre se veía una de las túnicas de Harib, y Shadak se la lanzó a Druss.

—Límpiate esa sangre. Pareces un demonio.

Druss sonrió sombríamente y se limpió los brazos y la cara; a continuación limpió las hojas del hacha.

—¿Qué sabes de Mashrapur? —preguntó Shadak. El hachero se encogió de hombros.

—Es un estado independiente gobernado por un príncipe ventriano exiliado. Eso es todo.

—Es un refugio de ladrones y esclavistas —dijo Shadak—. La ley es sencilla: los que tengan bastante oro para pagar sobornos son ciudadanos selectos. No importa de dónde salga ese oro. Collan es respetado en el lugar; tiene posesiones y cena con el emir.

—¿Y?

—Pues que si llegas y lo matas serás capturado y ejecutado. Así de fácil.

—¿Qué sugieres?

—Hay una pequeña ciudad a seis o siete leguas de aquí, hacia el sur. Allí vive un amigo mío. Búscalo y dile que te envío yo. Es joven y hábil. No te caerá bien, Druss; es un petimetre hedonista y no tiene moral. Pero su compañía te será inestimable en Mashrapur.

—¿Quién es?

—Se llama Sieben. Es un poeta y un cuentacuentos, y suele actuar en los palacios. Es muy bueno, de hecho. Podría haberse enriquecido, pero dedica la mayor parte del tiempo a intentar meterse en la cama de cualquier mujer bonita que se cruce en su camino. Y nunca le ha importado que sean solteras o casadas, de modo que eso le ha creado bastantes enemigos.

—No me gusta.

Shadak soltó una risilla.

—Tiene algunas cualidades buenas. Es un amigo leal, y audaz hasta un extremo ridículo. Es bueno con el cuchillo. Y conoce Mashrapur. Confía en él.

—¿Por qué tendría que ayudarme?

—Me debe un favor.

Shadak llenó otra copa de vino y se la pasó al joven. Druss tomó un sorbo y a continuación vació el contenido de la copa.

—Está bueno. ¿Qué es?

—Tinto lentriano. De unos cinco años, diría yo. No es de los mejores, pero es lo bastante bueno para una noche como la de hoy.

—Ya veo por qué un hombre puede acostumbrarse a esto —asintió Druss.