Los caballos de Shadak estaban asustados: el olor de la muerte los ponía nerviosos. Había comprado su montura, un animal joven de tres años, a un granjero del sur de Corialis; el animal no estaba adiestrado como bestia de combate. Los cuatro caballos de los saqueadores estaban menos inquietos, pero de todas formas tenían las orejas echadas hacia atrás y resoplaban por los ollares. Les habló con voz suave y prosiguió la marcha.
Shadak había sido soldado durante la mayor parte de su vida adulta. Había visto mucha muerte, y daba las gracias a los dioses por ser aún capaz de sentir emociones. En su interior competían la pena y la ira mientras observaba los cadáveres de los niños y las ancianas.
Ninguna de las casas había sido incendiada; el humo se habría visto a varias leguas, y podría haber atraído a una tropa de lanceros. Una chiquilla de pelo dorado yacía junto a una pared, con una muñeca a su lado. Los cazadores de esclavos no perdían el tiempo con los niños; no tenían salida en el mercado de Mashrapur. Las jóvenes drenai entre los catorce y los veinticinco años tenían más aceptación en los reinos orientales de Ventria, Sherak, Dospilis y Naashan.
Shadak espoleó a su caballo. No tenía sentido demorarse allí; el rastro se dirigía al sur.
De una de las casas surgió un joven guerrero. El caballo se sobresaltó y se encabritó, relinchando. Shadak lo tranquilizó y observó al hombre. No era exageradamente alto, pero su formidable constitución, sus anchos hombros y sus brazos poderosos, daban la impresión de que se trataba de un gigante. Vestía un jubón de cuero negro y un casco, y empuñaba un hacha temible. Shadak echó un rápido vistazo a su alrededor. Los cadáveres cubrían el suelo, pero no se veía ningún caballo.
Shadak desmontó.
—¿Tus compañeros te han dejado atrás, chico? —preguntó al hachero.
El joven guardó silencio, pero caminó hasta el centro de la calle. Shadak escrutó sus claros ojos y lo recorrió una sensación desacostumbrada: miedo.
El rostro que se veía bajo el casco era firme y carente de expresión, pero el joven guerrero irradiaba un aura de poder. Shadak se movió lentamente hacia la derecha, con las manos apoyadas en las empuñaduras de sus espadas.
—Estás orgulloso de tu trabajo, ¿eh? —preguntó, intentando hacerle hablar—. ¿Has matado a muchos niños hoy?
El joven frunció el ceño.
—Esto... era mi hogar —dijo en voz baja—. ¿No eres uno de los asaltantes?
—Los estoy persiguiendo —dijo Shadak, sorprendido ante la sensación de alivio que lo embargó—. Atacaron Corialis en busca de esclavas, pero las jóvenes lograron escapar. Los lugareños opusieron resistencia. Murieron diecisiete, pero obligaron a huir a los atacantes. Me llamo Shadak. ¿Quién eres tú?
—Soy Druss. Se han llevado a mi esposa. Los encontraré.
Shadak miró hacia el cielo.
—Se está haciendo de noche. Será mejor que vayamos tras ellos mañana; podríamos perder su rastro en la oscuridad.
—No voy a esperar —dijo el joven—. Necesito uno de tus caballos.
Shadak sonrió tristemente.
—Es difícil negarse ante una petición tan cortés, pero creo que deberíamos hablar antes de que te pongas en marcha.
—¿Por qué?
—Porque son demasiados, chico, y tienen cierta tendencia a cubrir su retaguardia y comprobar que no los siguen. —Shadak señaló a los caballos—. Cuatro de ellos me estaban esperando.
—Mataré a cualquiera que encuentre.
—Deduzco que se han llevado a todas las jóvenes, ya que no veo sus cadáveres por aquí.
—Así es.
Shadak ató los caballos a un poste, pasó por delante del joven y caminó hacia la casa de Bress.
—No pierdes nada por escucharme un momento —dijo.
Una vez dentro de la casa, fue hacia las sillas y se detuvo. En la mesa había un guante viejo, de encaje, con el borde ribeteado con perlas.
—¿Qué es esto? —preguntó al joven de mirada fría.
—Era de mi madre. Mi padre lo cogía de vez en cuando y se sentaba frente al fuego con él entre las manos. ¿De qué querías hablarme?
Shadak se sentó junto a la mesa.
—Los saqueadores están a las órdenes de dos hombres: Collan, un oficial de Drenai renegado, y Harib Ka, un ventriano. Se dirigen a Mashrapur, a los mercados de esclavos. Con todos los cautivos que transportan no pueden avanzar muy deprisa, y no nos costará mucho darles alcance. Pero si los seguimos ahora nos los encontraremos en terreno abierto. Dos contra cuarenta. Demasiado desproporcionado para sentirme tranquilo. Creo que avanzarán casi toda la noche, atravesando la llanura, y mañana por la tarde habrán alcanzado el valle que está en el camino de Mashrapur. Entonces se relajarán.
—Tienen a mi esposa —insistió el joven—. No pienso dejarla en sus manos un instante más de lo inevitable.
Shadak meneó la cabeza y suspiró.
—Yo tampoco lo deseo, chico. Pero ya conoces el terreno que se extiende hacia el sur. ¿Qué posibilidades tenemos de rescatarla en la llanura? Nos verán llegar a media legua.
Por primera vez, el joven pareció confundido. Después se encogió de hombros, se sentó y dejó el hacha de batalla en la mesa, encima del pequeño guante.
—¿Eres soldado? —preguntó.
—Lo fui. Ahora soy cazador. Cazador de hombres. Confía en mí. Dime, ¿cuántas mujeres se han llevado?
El joven permaneció pensativo unos instantes.
—Unas treinta, quizá. Han matado a Berys en el bosque. Tailia ha huido. Pero no he visto todos los cadáveres; es posible que hayan matado a otras.
—Dejémoslo en treinta. No será fácil liberarlas a todas.
Un sonido procedente del exterior hizo que los dos hombres se girasen. Una joven entró en la estancia. Shadak se puso en pie. La joven era bonita y tenía un hermoso cabello, pero la sangre le cubría la falda de lana azul y la blusa de lino blanco.
—Yorath ha muerto —le dijo al joven—. Están todos muertos, Druss.
Los ojos de la joven se llenaron de lágrimas, y permaneció inmóvil junto a la puerta, triste y desamparada. Druss no se movió, pero Shadak se acercó a ella, la abrazó y le dio unas palmadas en la espalda. Después la llevó al interior de la estancia y la ayudó a sentarse a la mesa.
—¿Hay algo de comer? —preguntó a Druss.
El joven asintió y desapareció en el cuarto trasero. Regresó con una jarra de agua y un poco de pan. Shadak llenó un vaso e hizo beber a la muchacha.
—¿Estás herida? —le preguntó. Ella negó con la cabeza.
—La sangre es de Yorath —susurró.
Shadak se sentó junto a ella y Tailia se apoyó contra él, agotada.
—Tienes que descansar —dijo el hombre, amablemente. La ayudó a levantarse y la acompañó a un dormitorio. Obediente, la joven se acostó, y él la tapó con una manta.
—Duerme, chiquilla. Estaré aquí al lado.
—No te vayas —rogó la joven. Shadak le tomó la mano.
—Ahora estás a salvo... Tailia. Duerme.
La joven cerró los ojos, pero mantuvo firmemente sujeta la mano del hombre. Shadak se sentó a su lado hasta que la respiración de ella se acompasó y aflojó los dedos. Después, se levantó y volvió a la sala.
—¿Pensabas dejarla atrás? —le preguntó al joven.
—No significa nada para mí —fue la fría respuesta de Druss—. Rowena lo es todo.
—Ya veo. Pues piensa en esto, amigo mío: imagina que hubieses muerto tú y fuese Rowena la que hubiera sobrevivido escondida en el bosque. ¿Qué tal descansaría tu espíritu si me vieses largarme y dejarla sola, abandonada en el monte?
—Yo no he muerto.
—No —dijo Shadak—. No has muerto. La chica se viene con nosotros.
—¡No!
—O eso, o caminas solo, chico. Y cuando digo «caminas», quiero decir precisamente eso.
El joven dirigió una mirada al cazador y sus ojos centellearon.
—Ya he matado a otros hombres hoy —dijo— y no voy a tolerar amenazas, ni tuyas ni de nadie. Nunca más. Si quiero irme de aquí en uno de tus caballos robados, lo haré. Y lo inteligente sería que no intentases impedirlo.
—No lo intentaría, chico. Lo haría.
Las palabras fueron dichas en voz baja, tranquila y confiada. Pero en su interior, Shadak estaba sorprendido: era una confianza que no sentía. Vio cómo la mano del joven se cerraba sobre el mango del hacha.
—Sé que estás furioso, chico, y que te preocupa la seguridad de Rowena. Pero en solitario no puedes hacer nada, a menos que seas un rastreador y un jinete experto. Puedes cabalgar en la oscuridad y perderles la pista; o puedes tropezarte con ellos e intentar matar tú solo a cuarenta guerreros. Entonces no quedará nadie para rescatarla; ni a ella ni a las demás.
La enorme mano del joven se relajó y se apartó del mango del hacha; el brillo de sus ojos se apagó.
—Me enferma estar aquí sentado mientras se alejan.
—Lo entiendo. Pero los atraparemos. No te preocupes; no van a hacer daño a las mujeres: son muy valiosas para ellos.
—¿Tienes algún plan?
—Así es. Conozco la zona, y creo que sé dónde acamparán mañana. Nos acercaremos de noche, nos ocuparemos de los centinelas y liberaremos a las cautivas.
Druss asintió.
—Y después, ¿qué? Nos perseguirán. ¿Cómo vamos a escapar con treinta mujeres?
—Sus jefes estarán muertos —dijo Shadak, en voz baja—. Me ocuparé de eso.
—Pero otros se harán con el mando y vendrán tras nosotros.
Shadak se encogió de hombros y sonrió.
—Entonces mataremos a todos los que podamos.
—Me gusta esa parte del plan —dijo el joven, sombríamente.
Las estrellas brillaban en lo alto y Shadak se sentó en el porche de la casa del leñador, observando a Druss, que permanecía sentado junto a los cadáveres de sus padres.
«Te estás haciendo viejo», se dijo Shadak, con la vista fija en Druss. «Tú me estás haciendo sentir viejo», susurró. Hacía más de veinte años que ningún hombre le había hecho sentir miedo. Recordaba bien el momento. Se trataba de un bárbaro sathuli llamado Jonacin; un hombre con ojos de hielo y fuego, una leyenda entre su gente. Era el campeón del jefe y había matado a diecisiete guerreros en combate singular; entre ellos a Vearl, el campeón vagriano.
Shadak había conocido al vagriano: un hombre alto y delgado, rápido como el rayo y poseedor de una técnica perfecta. Se decía que el sathuli lo había manejado como a un novato, cortándole la oreja derecha antes de despacharlo de una puñalada en el corazón.
Shadak sonrío al recordar cómo había deseado de todo corazón no tener que enfrentarse a aquel hombre. Pero aquel tipo de deseos tenían algo de mágico, lo sabía ahora, ya que en última instancia todos los hombres acababan teniendo que enfrentarse a lo que más temían.
Fue una mañana radiante, en las montañas de Delnoch. Los drenai estaban negociando un tratado con el jefe sathuli y Shadak se encontraba allí; era uno de los miembros del séquito de los parlamentarios. Jonacin se había comportado de forma insultante durante la cena de la noche anterior, hablando con desdén de las habilidades esgrimistas de los drenai. Shadak había recibido órdenes estrictas de hacer caso omiso de aquel hombre; pero a la mañana siguiente, el sathuli, vestido de blanco, se plantó frente a él cuando se dirigía a la sala de reuniones.
—Dicen que eres un luchador —dijo Jonacin, con un tono de incredulidad en la voz.
Shadak soportó con calma el escrutinio del sathuli.
—Déjame pasar, por favor. Me esperan en la reunión.
—Te dejaré pasar... cuando me beses las botas.
En aquella época, Shadak tenía veintidós años. Miró a Jonacin a los ojos y supo que el enfrentamiento era inevitable. Se habían ido acercando otros guerreros sathuli, y Shadak se obligó a sonreír.
—¿Besarte las botas? No creo. ¡Besa tú esto!
Su puño derecho se estrelló contra la mandíbula de Jonacin; el golpe hizo caer al sathuli. Shadak prosiguió su camino y ocupó su lugar en la sala de reuniones. Al sentarse vio de reojo al jefe de los sathulis, un hombre alto de ojos oscuros y crueles. El hombre se fijó en él, y Shadak creyó distinguir una expresión de diversión, o quizá de triunfo, en los rasgos del bárbaro. Un mensajero se aproximó al jefe y le dijo algo, discretamente. El sathuli se puso en pie.
—Se ha abusado de mi hospitalidad —dijo a los enviados—. Uno de vuestros hombres ha atacado a Jonacin, mi campeón. Ha sido un ataque injustificado. Jonacin exige una satisfacción.
Los parlamentarios se quedaron sin habla. Shadak se levantó.
—La tendrá, mi señor. Pero solicito que el combate tenga lugar en el cementerio. De ese modo no habrá que arrastrar muy lejos el cadáver.
El ulular de un búho devolvió a Shadak al presente, y vio que Druss caminaba hacia él. Pareció que el joven iba a pasar a su lado, pero se detuvo.
—No encuentro palabras —dijo—. No se me ocurre nada que decir.
—Siéntate. Háblame de ellos —dijo Shadak—. Se dice que nuestras plegarias acompañan a los muertos hasta su lugar de descanso. Quizá sea cierto.
Druss se sentó junto al espadachín.
—No hay mucho que decir. Él era carpintero; también sabía fabricar joyas. A ella la compró como esposa.
—Pero te criaron. Te ayudaron a ser fuerte.
—No necesité ayuda para eso.
—Te equivocas, Druss. Si tu padre hubiera sido débil o rencoroso te podría haber dañado cuando eras pequeño; podría haber robado tu espíritu. La experiencia me dice que hace falta un hombre fuerte para criar a otro hombre fuerte. El hacha, ¿era suya?
—No. Perteneció a mi abuelo.
—Bardan, el Hachero —dijo Shadak en voz baja.
—¿Cómo lo sabes?
—Es un arma famosa. Snaga: así se llama. Tu padre no debió de tener una vida fácil a la sombra de una bestia como Bardan. ¿Qué le pasó a tu auténtica madre?
Druss se encogió de hombros.
—Murió en un accidente cuando yo era un bebé.
—Ah, sí. Recuerdo la historia —dijo Shadak—. Tres hombres atacaron a tu padre. Él mató a dos con las manos, y estuvo a punto de acabar con el tercero. Tu madre fue aplastada por un caballo al galope.
—¿Mató a dos hombres? —Druss estaba asombrado—. ¿Estás seguro?
—Eso es lo que dicen.
—No me lo puedo creer. Siempre se echaba atrás al primer indicio de discusión. Nunca hizo frente a nadie. Era débil... sin carácter.
—No lo creo.
—No lo conocías —protestó Druss.
—He visto su cadáver, y he visto los muertos que lo rodeaban. Y conozco algunas historias sobre el hijo de Bardan: ninguna de ellas lo trata de cobarde. Después de que su padre muriese, intentó establecerse en muchos sitios, con muchos nombres. Siempre lo descubrieron y lo obligaron a marcharse. Al menos en tres ocasiones fue perseguido y lo atacaron. En las afueras de Drenan fue rodeado por cinco soldados; uno de ellos disparó una flecha que lo alcanzó en el hombro. Según cuentan los soldados, llevaba en brazos a un niño pequeño: lo dejó junto a una roca y cargó contra ellos. No tenía armas, y ellos llevaban espadas, pero arrancó la rama de un árbol y los atacó. Dejó a dos fuera de combate en un instante, y los otros huyeron. Y sé que esa historia es cierta, Druss, porque mi hermano era uno de aquellos soldados. Sucedió un año antes de que mi hermano muriese en la campaña contra los sathuli. Me dijo que el hijo de Bardan era un gigante de barba negra con la fuerza de seis hombres.
—No sabía nada de todo eso —dijo Druss—. ¿Por qué no habló nunca de ello?
—¿Por qué habría tenido que hacerlo? Quizá no le gustara ser el hijo de un monstruo. Quizá no le hiciera gracia hablar de cómo mató a hombres con sus propias manos, o de cómo los dejó inconscientes golpeándolos con la rama de un árbol.
—No lo conocía en absoluto —susurró Druss.
—Creo que él tampoco te conocía a ti —dijo Shadak, y suspiró—. Es la maldición de padres e hijos.
—¿Tú tienes hijos?
—Uno. Murió la semana pasada en Corialis. Se creía inmortal.
—¿Qué ocurrió?
—Se enfrentó a Collan y acabó hecho pedazos.
Shadak carraspeó y se puso en pie.
—Es hora de dormir un poco. Pronto amanecerá, y no soy tan joven como antes.
—Que descanses —dijo Druss.
—Lo haré, chico. Siempre lo hago. Vuelve junto a tus padres y piensa algo que decirles.
—¡Espera!
—¿Sí? —preguntó el espadachín, deteniéndose en la entrada de la casa.
—Tenías razón antes. No me habría gustado que Rowena se quedase sola en las montañas. Estaba... furioso.
Shadak asintió.
—Un hombre sólo es tan fuerte como aquello que sea capaz de enfurecerle. Recuérdalo, chico.
Shadak no podía dormir. Se había acomodado en el amplio sillón de cuero, frente al hogar, con las piernas estiradas, la cabeza apoyada en un cojín y el cuerpo relajado. Pero su cabeza era un torbellino de imágenes, recuerdos y cavilaciones.
Volvió a recordar el cementerio sathuli y a Jonacin con el pecho desnudo, empuñando con las dos manos una enorme cimitarra, y con un pequeño escudo redondo atado al antebrazo izquierdo.
—¿Tienes miedo, drenai? —preguntó Jonacin
Shadak no respondió. Se desabrochó lentamente el cinto de la espada y se quitó la pesada camisa de lana. El sol le calentaba la espalda, y el aire fresco de la montaña le llenaba los pulmones.
«Hoy vas a morir», le dijo una voz en su interior.
El duelo comenzó. Jonacin hizo saltar la primera sangre: un corte fino apareció en el pecho de Shadak. Más de un millar de sathulis rodeaban el cementerio y contemplaban la escena, y lanzaron un grito de triunfo cuando la sangre comenzó a manar. Shadak retrocedió.
—¿No vas a ir a por la oreja? —dijo, en tono relajado.
Jonacin lanzó un aullido de furia y atacó de nuevo. Shadak bloqueó la estocada y dio un puñetazo en el rostro del sathuli. Le acertó en la mejilla, pero el hombre se tambaleó. Shadak atacó con una estocada al vientre, y el sathuli esquivó, desplazándose a la derecha, pero la hoja le hizo un corte en la cintura. Fue el turno de retroceder de Jonacin. La sangre le manaba de la herida superficial del costado; el bárbaro se tocó el corte con los dedos y mostró una expresión sorprendida.
—Sí —dijo Shadak—. Tú también sangras. Ven aquí, sangra un poco más.
Jonacin gritó y cargó de frente, pero Shadak se echó a un lado y dio un tajo con el sable en el cuello del sathuli. Mientras el hombre caía, moribundo, Shadak se vio inundado por una extraordinaria sensación de alivio y tomó consciencia de una cosa: ¡Había sobrevivido!
Pero su vida profesional estaba destrozada. El tratado se deshizo, y fue despojado de su cargo en cuanto regresó a Drenan.
Después de aquello, Shadak descubrió su auténtica vocación: Shadak el cazador. Shadak el rastreador. Proscritos, asesinos, renegados... A todos daba caza, persiguiéndolos como un lobo sigue un rastro.
Y en todos aquellos años, desde la muerte de Jonacin, jamás había sentido semejante terror. Hasta aquel día, cuando el joven hachero se había detenido ante él.
«Es joven y no está entrenado. Podría haberlo matado», se dijo.
Pero entonces recordó de nuevo los fríos ojos azules y el hacha resplandeciente.
Druss estaba sentado bajo las estrellas. Estaba cansado, pero no podía dormir. Un zorro salió de la espesura y se aproximó a un cadáver. Druss le tiró una piedra y el animal retrocedió, pero no se alejó demasiado.
Cuando se hiciese de día, los cuervos se darían un festín, y otras bestias carroñeras harían presa en la carne de los muertos. Pocas horas antes, aquello había sido una comunidad viva, llena de gente que saboreaba sus esperanzas y sus sueños. Druss se levantó y caminó por la calle principal del poblado. Pasó frente a la casa del panadero, cuyo cadáver estaba tendido ante la entrada, al lado del de su esposa. La herrería estaba abierta; los fuegos de la forja, aún encendidos. Había tres cadáveres allí. Tetrin, el herrero, había matado a dos de los asaltantes a golpes de martillo, pero yacía junto al yunque con la garganta cortada.
Druss se alejó de la escena.
Todo aquello, ¿para qué? Esclavos y oro. A los asaltantes no les interesaban los sueños de los demás.
«Lo pagaréis —pensó Druss. Echó una última ojeada al cadáver del herrero—. Te vengaré. Y a tus hijos. Os vengaré a todos», prometió.
Pensó en Rowena y sintió la garganta seca; el corazón le latió con fuerza. Reprimió sus temores y observó los restos del poblado.
A la luz de la luna, el lugar parecía extrañamente vivo, con las casas intactas. Druss se preguntó el motivo. ¿Por qué no habrían incendiado el pueblo? En todos los relatos sobre ataques semejantes que había oído, los saqueadores quemaban los edificios. Entonces recordó que una tropa de caballería de Drenai patrullaba las montañas. Si estaba cerca, una columna de humo la pondría sobre aviso.
Druss supo entonces qué debía hacer. Volvió a donde yacía Tetrin, lo arrastró hasta el edificio principal del pueblo, abrió la puerta de una patada y dejó el cadáver en el centro de la gran sala. Regresó a la calle y comenzó a reunir, uno a uno, a todos los muertos. Estaba cansado cuando empezó, y quedó agotado al terminar. Había llevado cuarenta y cuatro cadáveres a la gran sala, y se aseguró de colocar a los hombres junto a sus esposas e hijos. No sabía por qué lo había hecho así, pero le pareció que era lo correcto.
Por último, llevó al edificio el cadáver de Bress y lo tendió junto al de Patica. Se arrodilló junto a la mujer, le tomó la mano muerta entre las suyas y bajó la cabeza.
—Gracias —dijo en voz baja—, por los años que me cuidaste y el amor que diste a mi padre. Merecías algo mejor, Patica.
Una vez reunidos todos los cadáveres, empezó a amontonar madera de la reserva invernal, apilándola junto a las paredes y entre los cuerpos. Al final sacó del almacén principal un enorme barril de aceite para lámparas y lo esparció por las pilas de leña y las paredes del edificio.
Cuando las primeras luces del amanecer despuntaban en el cielo oriental, lanzó una antorcha y dio vida a la pira. La brisa matinal avivó las llamas de la entrada, y éstas alcanzaron la yesca esparcida en el interior. Las llamas crecieron, hambrientas, y alcanzaron las paredes.
Druss retrocedió hasta el centro de la calle. Al principio, la hoguera no desprendió mucho humo, pero luego se convirtió en un infierno llameante, y una columna negra de humo aceitoso se elevó hacia el cielo, osciló bajo la ligera brisa y se extendió como una nube de tormenta surgida del suelo.
—Has estado trabajando duro —dijo Shadak, que se había acercado silenciosamente hasta donde estaba el joven.
Druss asintió.
—No hay tiempo para enterrarlos —dijo—. Y quizá alguien vea el humo.
—Es posible —asintió el cazador—, pero deberías haber descansado. Esta noche vas a necesitar todas tus fuerzas.
Shadak se alejó y Druss se quedó observándolo. Los movimientos del hombre eran seguros y fluidos, llenos de fuerza y seguridad. Druss apreció aquello, al igual que había apreciado la forma en que Shadak había consolado a Tailia, como podría haberlo hecho un padre o un hermano. Druss sabía que la muchacha necesitaba aquel consuelo, pero él había sido incapaz de proporcionárselo. Nunca había tenido la habilidad de Pilan y Yorath, y siempre se había sentido algo incómodo en compañía de las mujeres.
Pero no había sido así con Rowena. Recordó el día en que su padre y ella habían llegado al pueblo, en primavera, hacía ya tres estaciones. Habían llegado junto a otras familias, y vio a Rowena junto a un carromato, mientras ayudaba a descargar muebles. Parecía tan frágil... Druss se acercó al carromato.
—Puedo ayudarte, si quieres —ofreció el quinceañero Druss, de una forma más brusca de lo que había deseado.
Ella se giró y le sonrió, con una sonrisa radiante y amistosa. Druss se irguió y sujetó el sillón que el padre de ella estaba descargando, y lo cargó hasta la vivienda a medio construir. Los ayudó a descargar y a colocar el resto de los muebles, y se dispuso a marcharse. Pero Rowena le llevó un vaso de agua.
—Has sido muy amable al ayudarnos —le dijo—. Eres muy fuerte.
Druss masculló alguna tontería, atendió mientras ella le decía su nombre y se marchó sin decir el suyo. Aquella tarde, Rowena lo encontró sentado junto al arroyo del sur y se acomodó junto a él. La tenía tan cerca que se sintió incómodo.
—Es un lugar precioso, ¿verdad? —dijo ella.
Lo era. Las montañas eran inmensas, como gigantes de pelo blanco. El cielo tenía el color del cobre fundido, y el sol poniente parecía un disco dorado. Las colinas estaban cubiertas de flores. Pero Druss no había apreciado aquella belleza hasta el momento en que ella la mencionó. Se sintió en paz; un manto de calma cubrió su turbulento espíritu, arropándolo con su calidez.
—Me llamo Druss.
—Lo sé. Le he preguntado a tu madre dónde estabas.
—¿Por qué?
—Eres el primer amigo que he hecho aquí.
—¿Cómo podemos ser amigos? Ni siquiera me conoces.
—Por supuesto que te conozco. Eres Druss, el hijo de Bress.
—Eso no es conocerme. No... no tengo muy buena fama aquí —dijo, sin saber por qué tenía que reconocerlo tan pronto—. No caigo bien.
—¿Por qué no les caes bien?
La pregunta fue hecha con toda ingenuidad, y Druss miró a la joven. El rostro de ella estaba tan cerca que lo hizo ruborizar. Se aparto ligeramente.
—Supongo que soy demasiado tosco. No... no tengo facilidad de palabra. Y a veces... me pongo furioso. No entiendo sus bromas ni su sentido del humor. Prefiero... estar solo.
—¿Quieres que me vaya?
—¡No! Yo sólo... No sé lo que estoy diciendo. —Se encogió de hombros y enrojeció más aún.
—Entonces, ¿podemos ser amigos? —preguntó la joven, tendiendo la mano.
—Nunca he tenido un amigo.
—Pues dame la mano y empecemos ya.
Druss la tomó de la mano y sintió la calidez de los dedos en su palma callosa.
—¿Amigos? —volvió a preguntar ella, sonriendo.
—Amigos —contestó él.
La joven empezó a retirar la mano, pero él la sujetó un instante más.
—Gracias —añadió en voz baja, y la soltó.
La joven se echó a reír.
—¿Por qué me das las gracias?
Druss se encogió de hombros.
—No lo sé. Es sólo que... Me has hecho un regalo que nadie me había hecho antes. Y no es algo que me tome a la ligera. Seré tu amigo, Rowena, hasta que las estrellas ardan y se apaguen.
—Ten cuidado con esas promesas, Druss. No sabes adonde te pueden llevar.
Una viga del techo se partió y cayó al fuego. Shadak lo llamó.
—Elige un caballo, hachero. Es hora de ponerse en marcha.
Druss recogió el hacha y miró hacia el sur. En alguna parte, en aquella dirección, estaba Rowena.
—Voy a buscarte —susurró.
Y ella lo oyó.