UNO

El hacha medía cuatro codos de largo y la cabeza, de diez libras de peso, tenía el filo acampanado y tan afilado como una espada. El mango, elegantemente curvado, era de madera de olmo de más de cuarenta años. Para la mayoría de los hombres resultaba una herramienta pesada, difícil de manejar y carente de precisión. Pero en manos del joven de cabello oscuro erguido junto a un haya imponente, silbaba al cortar el aire y parecía tan ligera como un sable. Cada uno de los amplios arcos hacía que la hoja golpease exactamente en el lugar deseado por el leñador y penetrara más y más profundamente en el tronco.

Druss dio un paso atrás y miró hacia arriba: varias ramas pesadas apuntaban al norte. Rodeó el árbol, calculando la dirección en la que caería, y reanudó su tarea. Era el tercer árbol que talaba aquel día; los músculos comenzaban a dolerle y el sudor le corría por la espalda desnuda. Su pelo, muy corto, estaba empapado, y el sudor también le caía por la frente y le irritaba los azules ojos. Tenía la boca seca, pero estaba decidido a terminar la faena antes de permitirse la recompensa de un trago fresco.

A su izquierda, un poco más lejos, los hermanos Pilan y Yorath estaban sentados en un árbol caído, charlando y riendo, con las hachas a un lado. Su tarea consistía en desbrozar los troncos, cortando las ramas más pequeñas, que serían usadas como leña durante el invierno. Pero interrumpían su tarea a menudo, y Druss podía oírlos charlar sobre las virtudes y los presuntos vicios de las chicas del pueblo. Eran dos jóvenes apuestos, altos y rubios, hijos de Tetrin el herrero. Ambos eran agudos e inteligentes, y tenían bastante éxito con las muchachas.

A Druss no le caían bien. A su derecha, algunos de los chavales mayores serraban las ramas más gruesas del primero de los árboles que Druss había talado aquel día, mientras que por doquier pululaban las jóvenes que recogían ramas secas y hojarasca, apropiada para encender los fuegos, y llenaban con ellas las carretillas en las que las transportarían al pueblo, colina abajo.

En el borde del terreno recién despejado aguardaban cuatro caballos, ramoneando y pastando mientras los árboles eran desbrozados, hasta el momento en que se sujetasen los troncos con cadenas y tuvieran que arrastrarlos por la larga senda que llevaba al valle. El otoño transcurría deprisa, y los ancianos del pueblo insistían en que la nueva empalizada estuviese terminada antes de que llegase el invierno. Las fronterizas montañas de Skoda contaban sólo con una tropa de caballería de Drenai, que tenía que patrullar una zona de más de cien leguas cuadradas. Por las montañas vagaban saqueadores, cuatreros, esclavistas, ladrones y proscritos, y el consejo regente de Drenai había dejado bien claro que no se haría responsable de los nuevos asentamientos en la frontera vagriana.

Pero los peligros de la vida en la frontera no desanimaban a los hombres y mujeres que viajaban hasta Skoda. Buscaban una vida nueva, lejos de los más civilizados este y sur, y levantaban sus hogares allá donde la tierra era aún libre y salvaje, y los hombres fuertes no tenían que agachar la cabeza e inclinarse cuando los nobles pasaban a caballo.

«Libertad» era la palabra clave, y los rumores sobre los saqueadores no les harían echarse atrás.

Druss levantó el hacha y estrelló la hoja contra la hendidura cada vez más ancha. Golpeó diez veces más, directamente en la base del tronco.

Y luego otras diez, con golpes limpios y potentes. Tres golpes más y el árbol crujiría y cedería, desgarrándose al caer.

Retrocedió un paso y observó el terreno a lo largo de la zona de caída. Un movimiento captó su atención, y vio a una chiquilla de pelo dorado sentada junto a un arbusto, jugando con una muñeca.

—¡Kiris! —gritó Druss—. ¡Si no has salido de ahí cuando cuente hasta tres te arrancaré una pierna y te moleré a palos con el extremo ensangrentado! ¡Uno! ¡Dos!

La chiquilla lo contempló boquiabierta, con los ojos como platos. Soltó la muñeca, se apartó de un salto del arbusto, y se alejó por el bosque corriendo y llorando. Druss meneó la cabeza y caminó hasta donde estaba la muñeca, la recogió y se la colgó del ancho cinturón. Sintió clavadas en él las miradas de los demás e imaginó lo que estarían pensando: Druss el bruto; Druss el cruel. Así lo veían. Y quizá tuvieran razón.

Sin hacer caso de las miradas, regresó junto al árbol y recogió el hacha.

Dos semanas atrás había estado talando un haya y lo habían interrumpido poco antes de que terminase el trabajo. Cuando regresó se encontró a Kiris subida a la copa, sentada en una rama y con la muñeca a su lado, como siempre.

—Baja —le dijo con tono paciente—. El árbol está a punto de caer.

—No —contestó Kiris—. Nos gusta estar aquí. Podemos ver muy lejos.

Druss miró a su alrededor, esperando encontrar a alguna de las jóvenes del pueblo, pero no había nadie. Examinó el corte del tronco: una ráfaga de viento un poco fuerte podría hacer que se partiera.

—Sé buena chica y baja. Si el árbol se cae, te harás daño.

—¿Y por qué se iba a caer?

—Porque he estado cortándolo. Baja.

—Está bien —contestó la chiquilla, y comenzó el descenso. De repente, el árbol tembló, y Kiris lanzó un grito y se abrazó a una rama. Druss sintió la boca seca.

—Deprisa —dijo.

Kiris no dijo nada, ni se movió. Druss lanzó una maldición, apoyó un pie en un nudo del tronco y se alzó hasta la rama más baja. Despacio, con mucho cuidado, trepó por el árbol medio cortado, subiendo más y más, acercándose a la chiquilla.

Finalmente llegó hasta ella.

—Abrázate a mi cuello —ordenó. Ella lo hizo así y comenzaron el descenso.

Cuando estaban llegando al suelo, Druss sintió cómo cedía el árbol. Saltó, abrazando a la chiquilla, y cayó en el blando suelo sobre el hombro izquierdo. Su cuerpo había protegido el de Kiris, que estaba ilesa, pero Druss lanzó un gemido al levantarse.

—¿Te has hecho daño? —preguntó Kiris.

Los claros ojos de Druss se clavaron en la chiquilla.

—Si vuelvo a verte cerca de mis árboles te echo a los lobos —gruñó—. ¡Lárgate!

La niña se alejó corriendo tan deprisa como si su vestido estuviera en llamas. Al recordarlo, Druss rió entre dientes, alzó el hacha y clavó la hoja en el haya. El tronco del árbol emitió un tremendo crujido, un sonido de desgarramiento que apagó el cercano golpeteo de las hachas y el rumor de las sierras.

El haya se inclinó y cayó. Druss se acercó al odre de agua que colgaba de una rama; la caída del árbol fue la señal del descanso de mediodía, y los jóvenes del pueblo se reunieron en grupos, sentándose al sol, riendo y bromeando. Pero nadie se acercó a Druss. Su reciente pelea con Alarin, un antiguo soldado, los había incomodado, y ahora lo trataban con más desconfianza que nunca. Druss se sentó a solas a comer su pan y su queso, regados con largos tragos de agua fresca.

Pilan y Yorath se habían sentado junto a Berys y Tailia, las hijas del molinero. Las muchachas sonreían alegremente, inclinaban la cabeza y disfrutaban de la atención que recibían. Yorath se acercó a Tailia y la besó en la oreja. Tailia fingió ofenderse.

Los jugueteos se interrumpieron cuando un hombre alto, de anchos hombros, barba negra y ojos del color de las nubes invernales apareció en el claro. Druss vio acercarse a su padre y se puso en pie.

—Vístete y ven conmigo —dijo Bress, y echó a andar hacia el bosque. Druss se puso el jubón y siguió a su padre.

Fuera del alcance de los oídos de los demás, el hombre alto se sentó junto a un arroyo. Druss se le unió.

—Tienes que aprender a controlar tu carácter, hijo —dijo Bress—. Estuviste a punto de matar a ese hombre.

—Sólo lo golpeé... una vez.

—Ese único golpe le rompió la mandíbula y le saltó tres dientes.

—¿Los ancianos han decidido ya el castigo?

—Sí. Tendré que mantener a Alarin y a su familia durante el invierno. Es algo que no me puedo permitir, chico.

—Habló ofensivamente de Rowena y eso es algo que no estoy dispuesto a tolerar. Nunca.

Bress inspiró profundamente, pero antes de decir nada cogió un guijarro y lo lanzó a la corriente. Suspiró.

—Aquí no saben nada de nosotros, Druss, salvo que somos buenos trabajadores y vivimos en el pueblo. Hemos venido desde muy lejos para libramos del estigma que heredamos de mi padre. Pero no olvides la lección que tuvimos que aprender. Él nunca fue capaz de controlarse, y se convirtió en un paria y un renegado: un carnicero sediento de sangre. Dicen que de tal palo, tal astilla. Espero que en nuestro caso se equivoquen.

—Yo no soy ningún asesino —protestó Druss—. Si hubiera querido matar a Alarin le podría haber roto el cuello de un solo golpe.

—Lo sé. Eres fuerte; en eso has salido a mí. Y orgulloso. Eso debe de venirte de tu madre, que en paz descanse. Sólo los dioses saben cuán a menudo he tenido que tragarme mi orgullo.

Bress se atusó la barba, miró a su hijo y prosiguió:

—Ahora vivimos en un poblado pequeño y no podemos permitimos el lujo de que se produzcan actos de violencia entre nosotros. No sobreviviríamos. ¿Lo entiendes?

—¿Qué te han ordenado decirme?

Bress suspiró.

—Has de hacer las paces con Alarin. Y ten esto muy presente: si vuelves a agredir a cualquier otro miembro del poblado serás expulsado.

La expresión de Druss se ensombreció.

—Trabajo más que cualquiera y no me meto en líos. No me emborracho como Pilan o Yorath, ni trato de convertir en putas a las doncellas, como hace su padre. No robo. No miento. ¿Y me van a expulsar a mí?

—Les das miedo, Druss. Me das miedo a mí también.

—Yo no soy mi abuelo. No soy un asesino.

Bress volvió a suspirar.

—Esperaba que Rowena, con su carácter amable, ayudase a calmar ese genio que tienes. Pero a la mañana siguiente del día de vuestra boda casi acabas con uno de nuestros vecinos. Y ¿por qué? No me vengas con que dijo cosas ofensivas. Lo único que dijo fue que eras un hombre afortunado y que le gustaría estar en tu lugar. ¡Por los dioses, hijo! Si piensas romperle la mandíbula a cualquiera que haga un cumplido a tu esposa, no van a quedar hombres en el poblado capaces de trabajar.

—No lo dijo como un cumplido. Y puedo controlar mi carácter, pero Alarin es un bocazas y recibió exactamente lo que se merecía.

—Espero que hayas tomado nota de lo que te he dicho, hijo. —Bress se puso en pie y se estiró—. Sé que no me tienes mucho respeto, pero espero que pienses en cómo se lo tomaría Rowena si ambos sois expulsados del pueblo.

Druss levantó la mirada y se tragó las protestas. Bress era físicamente un gigante, más fuerte que nadie que Druss hubiera conocido nunca, pero un aire de derrota lo rodeaba como si fuera una capa. El joven se puso en pie junto a su padre.

—Tendré cuidado —dijo.

Bress sonrió cansadamente.

—He de volver a la empalizada. Tendría que estar terminada dentro de tres días. Todos dormiremos más tranquilos entonces.

—Tendrás los troncos —prometió Druss.

—Eres bueno con el hacha, eso es indudable.

Bress se alejó unos pasos, se detuvo y se volvió hacia Druss.

—Si te expulsan, hijo, no estarás solo. Yo me iré contigo.

Druss sacudió la cabeza.

—Eso no va a ocurrir. Ya le he prometido a Rowena que me controlaré de ahora en adelante.

—Seguro que se enfadó —dijo Bress, sonriendo.

—Peor aún: se mostró decepcionada. —Druss soltó una risilla—. La decepción de una recién casada es más afilada que un diente de serpiente.

—Deberías reír más a menudo, hijo. Te sienta bien.

Pero mientras Bress se alejaba, la sonrisa se fue desvaneciendo del rostro del joven, que bajó la mirada a sus nudillos magullados y recordó las emociones que había sentido al golpear a Alarin. Había sentido ira y una necesidad incontrolable de luchar. Pero cuando su puño alcanzó el blanco y Alarin cayó, sólo quedó en él una sensación, breve e indescriptiblemente poderosa.

Alegría. Puro placer, de un tipo y una intensidad que nunca había experimentado.

Cerró los ojos y expulsó la escena de su mente.

—No soy mi abuelo —dijo para sí—. No estoy loco.

Aquella noche había repetido las mismas palabras, dirigiéndoselas a Rowena mientras yacían en la amplia cama que les había hecho Bress como regalo de bodas.

Rowena giró, poniéndose boca abajo y apoyándose en el pecho de él, con su larga melena extendida como si fuera seda sobre el hombro musculoso.

—Pues claro que no estás loco, amor mío —le aseguró—. Eres el hombre más amable que he conocido.

—No es así como me ven —dijo él, extendiendo una mano y acariciándole el cabello.

—Lo sé. No ha estado bien que le rompieras la mandíbula a Alarin. Sólo eran palabras, y no importa un comino que las dijese groseramente. Eran sólo ruidos que cruzaban el aire.

Druss la apartó de sí suavemente y se sentó.

—No es tan sencillo, Rowena. El tipo me había estado provocando durante semanas. Estaba buscando pelea, porque quería que me humillase. Pero no lo consiguió. Ni lo hará nadie.

Rowena se estremeció.

—¿Tienes frío? —preguntó Druss, abrazándola.

—El mensajero de la muerte... —dijo ella, en un susurro.

—¿Qué? ¿Qué has dicho?

Rowena parpadeó. Sonrió y le besó la mejilla.

—No importa. Olvidemos a Alarin y disfrutemos de la mutua compañía.

—Siempre disfruto de tu compañía —respondió él—. Te quiero.

Los sueños de Rowena fueron sombríos e inquietantes, y al día siguiente, a la orilla del río, no consiguió apartar de su cabeza aquellas imágenes. Druss, vestido de negro y plata, empuñando una poderosa hacha, estaba de pie en lo alto de una colina. De las hojas del hacha emanaba una hueste de almas que flotaban como humo alrededor de su siniestro asesino: el Mensajero de la Muerte. La visión había sido muy intensa. Rowena escurrió la blusa que estaba lavando y la dejó en una roca plana, junto a las sábanas que se secaban y el vestido de lana recién lavado. Se estiró, se puso en pie y caminó desde la orilla hasta los árboles cercanos, donde se sentó, con el puño cerrado sobre el broche que Druss le había labrado en el taller de su padre: tiras de cobre blando entrelazadas alrededor de un ópalo traslúcido. Mientras sus dedos acariciaban la piedra, cerró los ojos y despejó la mente. Vio a Druss, sentado a solas junto a un arroyo.

—Estoy contigo —susurró. Pero el hombre no podía oírla, y suspiró.

En el pueblo, nadie conocía su talento, ya que Voren, su padre, le había inculcado bien la necesidad de mantenerlo en secreto. El año anterior, en Drenan, los sacerdotes de Missael habían declarado culpables de brujería a cuatro mujeres, y las habían quemado vivas. Voren era un hombre cauteloso. Había llevado a Rowena a aquel pueblo remoto, lejos de Drenan, ya que, tal como le dijo: «Los secretos no descansan tranquilamente entre las multitudes. Las ciudades están llenas de miradas indiscretas y oídos atentos, de mentes rencorosas y pensamientos malévolos. Estarás más segura en las montañas».

Y le había hecho prometer que no hablaría a nadie sobre sus habilidades. Ni siquiera a Druss. Rowena lamentaba haber hecho aquella promesa cuando miraba a su esposo con los ojos del espíritu. No era capaz de encontrar la menor dureza en los rasgos firmes y sinceros, ni nubes de tormenta en los ojos gris azulado, ni un gesto sombrío en la línea de los labios. Era Druss, y ella lo amaba. Con la certidumbre nacida de su talento, sabía que no sería capaz de amar a otro hombre como amaba a Druss. Y también sabía por qué: él la necesitaba. Rowena había entrevisto a través de una ventana el alma del hombre y había encontrado calidez y pureza; una isla de tranquilidad en medio de un mar de emociones violentas. Mientras ella estaba a su lado, Druss era amable y su espíritu turbulento estaba en paz. En compañía de ella, él sonreía.

«Quizá —pensaba—, con mi ayuda, podrá mantenerse en paz. Quizá el sombrío asesino nunca llegue a vivir.»

—Otra vez soñando, Ro —dijo Mari, sentándose junto a Rowena.

La joven abrió los ojos y sonrió a su amiga. Mari era bajita y regordeta, con el cabello del color de la miel y una sonrisa amplia y luminosa.

—Pensaba en Druss —dijo Rowena.

Mari asintió y contempló el paisaje, y Rowena percibió su preocupación. Durante semanas, su amiga había intentado disuadirla de su intención de casarse con Druss, sumando sus argumentos a los de Voren y los otros.

—¿Pilan será tu pareja en la danza del solsticio? —preguntó Rowena, cambiando de tema.

El humor de Mari cambió de golpe, y soltó una risilla.

—Sí. Pero él no lo sabe todavía.

—¿Y cuándo lo sabrá?

—Esta noche —Mari bajó la voz, aunque no había nadie cerca—. Nos hemos citado en el prado de abajo.

—Ten cuidado —advirtió Rowena.

—¿Ése es el consejo de la vieja señora casada? ¿Acaso Druss y tú no os acostabais juntos antes de la boda?

—Sí —reconoció Rowena—, pero Druss ya había hecho su promesa ante el roble. Pilan no.

—Sólo son palabras, Ro. No las necesito. Oh, ya sé que Pilan ha estado coqueteando con Tailia, pero no es adecuada para él. No hay pasión, ¿sabes? Lo único en lo que ella piensa es en el dinero, y no tiene la menor intención de quedarse en estas tierras salvajes; suspira por volver a Drenan. No le apetece mantener caliente por la noche a un montañés, ni jugar a la bestia de dos espaldas en un prado húmedo, mientras la hierba le hace cosquillas...

—¡Mari! De verdad que eres demasiado directa —le reconvino Rowena.

Mari se echó a reír y se acercó más.

—¿Qué tal amante es Druss?

Rowena suspiró; la tensión y las preocupaciones se habían esfumado.

—¡Oh, Mari! ¿Cómo te las apañas para hablar de temas prohibidos y hacerlos parecer tan... tan maravillosamente corrientes? Eres como el sol que sigue a la lluvia.

—No son temas prohibidos aquí, Ro. Ése es el problema de las chicas de la ciudad: que vivís rodeadas de muros de piedra, mármol y granito. No sentís la tierra. ¿Por qué viniste aquí?

—Ya sabes por qué —contestó Rowena, incómoda—. Mi padre quería vivir en las montañas.

—Sé que eso es lo que dices siempre, pero nunca lo he creído. Eres muy mala mentirosa: siempre te ruborizas y desvías la mirada.

—No... No puedo decírtelo. Hice una promesa.

—¡Estupendo! —exclamó Mari—. Me encantan los misterios. ¿Es un delincuente? Tu padre era contable, ¿no? ¿Acaso se quedó con el dinero de algún tipo rico?

—¡No! No tiene nada que ver con él. ¡Se trata de mí! No me hagas más preguntas, por favor.

—Creía que éramos amigas. Creía que podíamos confiar la una en la otra.

—Y podemos. De verdad.

—No se lo diré a nadie.

—Lo sé —dijo Rowena con tristeza—. Pero estropearía nuestra amistad.

—Nada podría hacer eso. ¿Cuánto tiempo llevas aquí? ¿Dos estaciones? Y ¿acaso hemos discutido alguna vez? Vamos, Ro. ¿Cuál es el problema? Cuéntame tu secreto y te contaré el mío.

—Yo ya conozco el tuyo —susurró Rowena—. Te entregaste al capitán drenai cuando sus hombres y él pasaron por aquí el verano pasado. Lo llevaste al prado de abajo.

—¿Cómo te has enterado?

—No me había enterado. Estabas pensando en ello cuando me has dicho que compartirías tu secreto conmigo.

—No lo entiendo.

—Puedo ver lo que piensa la gente. Y a veces puedo saber lo que va a pasar. Ése es mi secreto.

—¿Tienes el Talento? ¡No me lo puedo creer! ¿En qué estoy pensando ahora?

—En un caballo blanco con una guirnalda de flores rojas.

—¡Oh, Ro! Es maravilloso. Adivíname el futuro —rogó Mari, apretándole la mano.

—¿No se lo dirás a nadie?

—Te lo he prometido, ¿no?

—No siempre funciona.

—Inténtalo de todas formas —insistió, mostrando la palma de la mano.

Rowena la cogió entre las suyas y pasó sus finos dedos por ella, pero de repente se estremeció y el color desapareció de su rostro.

—¿Qué ocurre?

Rowena comenzó a temblar.

—Tengo... Tengo que encontrar a Druss. No puedo... hablar...

Se levantó y se alejó tambaleándose, olvidando la colada.

—¡Ro! ¡Rowena, vuelve!

En lo alto de la colina, un jinete observaba a las mujeres junto al río. Después hizo dar la vuelta a su caballo y se alejó al trote hacia el norte.

Bress cerró la puerta de la cabaña y se dirigió al taller. De un pequeño cajón sacó un guante de encaje. Era viejo y estaba amarillento, y faltaban algunas de las perlas que tiempo atrás habían adornado la muñeca. Era un guante pequeño. Bress se sentó en su banco, contemplándolo y acariciando con sus grandes dedos las perlas que quedaban.

—He perdido el rumbo —dijo en voz baja, con los ojos cerrados y recordando el hermoso rostro de Alizae—. Me desprecia. Dioses, yo mismo me desprecio.

Se recostó en el asiento y dejó correr la mirada por las paredes y los estantes llenos de bobinas de hilo de cobre y latón, herramientas, tarros de tinte y cajas de abalorios. En aquella época eran raras las ocasiones en las que Bress encontraba un rato para dedicarse a fabricar joyas; en las montañas no había mucho lugar para aquellos lujos. Allí, lo que se valoraba eran sus habilidades como carpintero, y se había convertido en un mero fabricante de puertas, mesas, sillas y camas.

Sosteniendo aún el guante, regresó a la sala principal.

—Creo que nacimos bajo una estrella poco propicia —dijo, hablando para la fallecida Alizae—. O quizá el mal que hizo Bardan ha salpicado nuestras vidas. Druss es como él, ¿sabes? Lo veo en sus ojos, en sus arranques de furia. No sé qué hacer. Nunca pude controlar a Padre, y no puedo llegar a Druss.

Sus pensamientos retrocedieron en el tiempo, y los recuerdos, sombríos y dolorosos, llenaron su mente. Recordó a Bardan la última vez que lo vio, cubierto de sangre y rodeado de enemigos. Seis hombres habían muerto, y la temible hacha seguía cortando a derecha e izquierda... hasta que una lanza atravesó el cuello de Bardan. La sangre manaba de la herida, pero Bardan consiguió alcanzar al lancero antes de caer de rodillas. Un hombre corrió hacia él y lanzó un tajo terrible al cuello de Bardan.

Escondido entre las ramas de un roble, un Bress de catorce años vio morir a su padre y oyó la voz de uno de los asesinos:

—El viejo lobo ha muerto. ¿Dónde se ha metido el cachorro?

Permaneció toda la noche en la copa del árbol, sobre el cuerpo decapitado de Bardan. En el frío del amanecer descendió y permaneció en pie junto al cadáver. No sentía pena; sólo una tremenda sensación de alivio mezclado con culpa. Bardan había muerto. Bardan el carnicero. Bardan el asesino. Bardan el demonio.

Caminó veinte leguas hasta que llegó a un poblado, donde encontró trabajo como aprendiz del carpintero. Pero apenas se había establecido cuando el pasado volvió para atormentarlo: un calderero vagabundo lo reconoció, ¡al hijo del demonio! Una muchedumbre se congregó ante el local del carpintero; una turba furiosa armada con palos y piedras.

Bress salió por la ventana trasera y huyó del poblado. En los cinco años siguientes se vio obligado a huir en otras tres ocasiones, hasta que conoció a Alizae.

La fortuna le sonrió, y recordó cuando el padre de Alizae, el día de la boda, se acercó a él y le ofreció una copa de vino.

—Sé que has sufrido, muchacho —dijo el anciano—, pero no creo que la maldad de un padre salpique el alma de sus hijos. Te conozco, Bress. Sé que eres un buen hombre.

«Sí —pensó Bress, mientras se sentaba en la sala—. Un buen hombre.»

Alzó el guante y lo besó suavemente. Alizae lo llevaba puesto cuando tres hombres del sur llegaron al poblado donde se habían establecido Bress, su esposa y su hijo recién nacido. Bress tenía un pequeño pero próspero negocio de orfebrería. Una mañana salió a dar un paseo, con Alizae a su lado, llevando al bebé.

—¡Es el hijo de Bardan! —oyó gritar, y miró a su alrededor.

Los tres jinetes se habían detenido, y uno de los hombres lo señalaba. Los tres espolearon a sus monturas y cabalgaron en su dirección. Alizae, golpeada por uno de los caballos, cayó pesadamente. Bress saltó hacia el jinete y lo derribó. Los otros dos hombres desmontaron. Bress golpeó a derecha e izquierda, y sus grandes puños los arrojaron al suelo.

Cuando se asentó el polvo, se volvió hacia Alizae... y la encontró muerta, con el bebé llorando a su lado.

Desde aquel momento vivió sin esperanza. En raras ocasiones sonreía, y nunca se le oyó reír.

El espectro de Bardan planeaba sobre él. Comenzó a viajar, cruzando los territorios de Drenai en compañía de su hijo. Bress aceptaba cualquier trabajo disponible: albañil en Drenan, carpintero en Delnoch, constructor de puentes en Mashrapur, mozo de cuadra en Corteswain... Cinco años atrás había contraído matrimonio con Patica, la hija de un granjero; una muchacha sencilla, de rostro vulgar y no muy lista. Bress la trataba bien, pero no había lugar para el amor en su corazón, porque Alizae se lo había llevado consigo al morir. Bress se casó con Patica sólo para darle una madre a Druss, pero el muchacho nunca se sintió apegado a ella.

Dos años atrás, cuando Druss tenía quince, llegaron a Skoda. Pero aun allí los siguió el espectro, renacido, al parecer, en el muchacho.

—¿Qué puedo hacer, Alizae? —preguntó.

Patica entró en la cabaña, con tres panes recién horneados en las manos. Era una mujer grande, de rostro redondo y amable enmarcado por una melena castaña. Vio el guante y trató de ocultar el dolor que le causaba.

—¿Has visto a Druss? —preguntó.

—Sí. Ha dicho que intentará no perder los estribos.

—Dale tiempo. Rowena lo tranquilizará.

Bress oyó el sonido de cascos al galope procedente del exterior. Dejó el guante en la mesa y fue hasta la puerta. Unos jinetes armados entraban en el pueblo, empuñando las espadas.

Bress vio cómo Rowena corría hacia el poblado con las faldas alzadas. La joven vio a los asaltantes e intentó huir en otra dirección, pero uno de los jinetes fue a por ella. Bress salió corriendo y cortó el paso al hombre, haciéndolo caer de la silla. El jinete golpeó el suelo con dureza y soltó la espada. Bress se hizo con ella, pero una lanza le atravesó el hombro. Rugiendo de furia, giró sobre sí mismo y la lanza se partió. Bress golpeó con la espada. El caballo se encabritó y el jinete cayó hacia atrás.

Los asaltantes lo rodearon, apuntándolo con sus lanzas.

Bress supo que iba a morir. El tiempo pareció detenerse. Contempló el cielo encapotado y olió el aroma de la hierba recién segada. Otros jinetes cruzaban el poblado al galope, y oyó los gritos de los aldeanos moribundos. Todo lo que había construido había sido en vano. Una ira terrible creció en su interior.

Aferrando la espada, lanzó el grito de guerra de Bardan.

—¡Sangre y muerte!

Y atacó.

En lo profundo del bosque, Druss estaba apoyado en el hacha, con una sonrisa en su normalmente serio rostro. Sobre él, el sol brillaba a través de un claro en las nubes. Un águila pasó, planeando, y las alas doradas parecieron cubrírsele de llamas. Druss se quitó la cinta de lino empapada de sudor que llevaba atada en la cabeza y la dejó en una piedra para que se secase. Alzó un odre y bebió un largo trago. Cerca, Pilan y Yorath descansaban junto a sus hachas.

Pronto llegarían Tailia y Berys con los caballos de tiro, y el trabajo comenzaría de nuevo, cuando enganchasen las cadenas y arrastrasen los troncos hasta el poblado. Pero en aquellos momentos no había que hacer nada más que sentarse y esperar. Druss abrió el paquete envuelto en lino que Rowena le había dado por la mañana; dentro había un trozo de carne asada y una gran rebanada de tarta de miel.

—¡Ah, las alegrías de la vida de casado! —dijo Pilan.

Druss se echó a reír.

—Deberías haberla cortejado con más entusiasmo. Ahora es tarde para sentirse celoso.

—No me habría escogido, Druss. Dijo que estaba esperando a que llegase un hombre cuya cara fuese capaz de agriar la leche, y que si se hubiera casado conmigo se pasaría el resto de la vida preguntándose cuál de sus preciosas amigas intentaría apartarme de su lado. Creo que soñaba con encontrar al hombre más feo del mundo.

La sonrisa de Pilan se desvaneció cuando vio la expresión del rostro del leñador y la fría mirada que apareció en sus claros ojos.

—Sólo bromeaba —murmuró, palideciendo.

Druss inspiró profundamente y, recordando la advertencia de su padre, se esforzó por calmar su irritación.

—No soy... No se me dan bien las bromas —dijo. Las palabras le dejaron en la boca un regusto a bilis.

—No pasa nada —dijo el hermano de Pilan, sentándose junto al gigante—. Pero si no te importa que te lo diga, Druss, necesitas desarrollar algo de sentido del humor. Siempre bromeamos a costa de los amigos. No significa nada.

Druss asintió y volvió su atención hacia la carne. Yorath tenía razón. Rowena había dicho exactamente las mismas palabras, pero le resultaba más fácil aceptar la crítica si venía de ella. A su lado se sentía en calma, y el mundo era un lugar alegre y colorido.

Terminó de comer y se puso en pie.

—Las chicas tendrían que haber llegado ya —dijo.

—Oigo caballos —dijo Pilan, levantándose.

—Vienen deprisa —añadió Yorath.

Tailia y Berys entraron corriendo en el claro. El terror cubría sus rostros y miraban hacia atrás, en dirección a unos jinetes aún invisibles. Druss desclavó el hacha del tronco y corrió hacia ellas. Tailia tropezó y cayó.

Aparecieron seis jinetes; sus armaduras brillaban a la luz del sol. Druss vio los cascos alados, las lanzas y las espadas. Los caballos estaban cubiertos de sudor. Al ver a los tres jóvenes, los guerreros lanzaron gritos de guerra y cargaron contra ellos.

Pilan y Yorath echaron a correr hacia la derecha. Tres jinetes desviaron sus monturas y salieron en su persecución. Los otros tres siguieron directos hacia Druss.

El joven permaneció de pie, tranquilo, sosteniendo relajadamente el hacha ante su pecho. Justo delante de él había un árbol caído. El primero de los jinetes, un lancero, se inclinó hacia delante mientras su caballo saltaba el obstáculo. Druss se movió en aquel instante; corrió hacia el jinete levantando el hacha en un arco letal. Cuando los cascos del caballo tocaron el suelo, la hoja del hacha pasó silbando sobre la cabeza del animal y se empotró en el pecho del lancero, atravesando el peto y destrozándole las costillas. El golpe arrancó al hombre de la silla. Druss intentó sacar el hacha, pero ésta se había trabado con la coraza. Una espada se dirigía a la cabeza del joven, que se agachó y rodó por el suelo. Cuando el segundo jinete se acercó, Druss se levantó de un salto y atrapó una pata delantera del caballo, dio un fortísimo tirón e hizo caer a la montura y al jinete. A continuación saltó sobre el tronco caído y corrió al lugar donde los otros dos jóvenes habían dejado sus hachas. Cogió la primera y, al volverse, vio a uno de los guerreros cabalgando directamente hacia él. El brazo de Druss se extendió hacia atrás y, de golpe, se lanzó hacia delante. El hacha voló, y la cabeza de hierro se estrelló directamente contra la boca del jinete, que se tambaleó en la silla. Druss corrió hacia él dispuesto a desmontarlo. El atacante, que había dejado caer la lanza, intentó desenvainar un puñal. Druss se lo arrancó de las manos, le dio un puñetazo en la mandíbula, rompiéndole los huesos, y le clavó el puñal en la garganta desprotegida.

—¡Druss, cuidado! —gritó Tailia.

Druss giró justo cuando una espada se dirigía a su vientre. Desvió la estocada con el antebrazo y lanzó un directo de derecha que acertó de lleno en la mandíbula del atacante y le separó los pies del suelo. Druss saltó sobre el hombre, le agarró el mentón con una de sus enormes manos y la frente con la otra, y dio un tirón brutal. El cuello del atacante se rompió con un chasquido, como una rama seca.

Druss caminó rápidamente hacia el primero de los hombres que había matado y desprendió su hacha del peto, mientras Tailia salía de su escondrijo entre los arbustos y corría hacia él.

—Están atacando el pueblo —dijo, con los ojos llenos de lágrimas.

Pilan entró corriendo en el claro, perseguido por un lancero.

—¡Aparta! —gritó Druss.

Pero Pilan estaba demasiado aterrorizado para obedecer y siguió corriendo en línea recta, hasta que la lanza le atravesó la espalda. Un chorro de sangre le brotó del pecho. El joven gritó y cayó. Druss lanzó un rugido de rabia y cargó contra el guerrero, que intentaba desesperadamente liberar su arma del cuerpo del joven moribundo. Druss trazó un amplio arco con el hacha, y ésta golpeó el hombro del lancero y rebotó, clavándose en el lomo del caballo. El animal relinchó de dolor y cayó, sacudiendo las patas. El jinete se puso en pie, sangrando por el hombro, e intentó huir; pero el siguiente golpe de Druss prácticamente lo decapitó.

Druss oyó un grito. Echó a correr en aquella dirección y se encontró a Yorath forcejeando con uno de los atacantes; el otro estaba arrodillado, sangrando por una herida en la cabeza. El cadáver de Berys estaba a su lado, con una piedra cubierta de sangre en la mano. El hombre que luchaba con Yorath le dio un cabezazo que le hizo retroceder varios pasos. Desenvainó la espada.

Druss gritó, intentando distraer al guerrero, pero éste no le hizo caso. El arma atravesó el costado de Yorath. El espadachín desclavó la espada y se enfrentó a Druss.

—Tu hora de morir, granjero —dijo.

—Ni lo sueñes —masculló el leñador.

Druss levantó el hacha sobre su cabeza y se lanzó al ataque. El espadachín dio un paso a la derecha, pero Druss había estado esperando aquel movimiento y, con toda la fuerza de sus poderosos hombros, cambió la trayectoria del hachazo. El golpe atravesó el peto y destrozó los pulmones del atacante.

Druss liberó el hacha y se volvió a tiempo de ver cómo intentaba levantarse el otro guerrero. Dio un salto hacia delante y le atravesó el cuello con un golpe asesino.

—¡Ayúdame! —gritó Yorath.

—Le diré a Tailia que venga —contestó Druss, y echó a correr entre los árboles.

Cuando llegó a la cima de la colina contempló el pueblo. Vio cadáveres esparcidos por doquier, pero ninguna señal de los asaltantes. Durante un momento pensó que los lugareños habían conseguido expulsarlos... Pero no se movía nada.

—¡Rowena! —gritó—. ¡Rowena!

Druss corrió colina abajo. Tropezó y rodó, y el hacha se le escapó de la mano, pero se levantó y siguió corriendo; atravesó el prado y cruzó las puertas de la empalizada a medio construir. Había cuerpos por todas partes. El padre de Rowena, el antiguo contable Voren, había sido degollado, y la sangre formaba un charco bajo él. Druss se detuvo, jadeando, y contempló la plaza del pueblo.

Las mujeres mayores, los niños más pequeños y todos los hombres estaban muertos. Mientras avanzaba tambaleándose descubrió el cadáver de Kiris, la chiquilla de pelo dorado a la que todo el pueblo quería, caído descuidadamente junto a su muñeca. El cuerpo estaba recostado contra una casa, y una mancha de sangre en la pared, sobre él, indicaba de qué forma había muerto.

Druss encontró a su padre en la calle, rodeado por cuatro de los asaltantes muertos. Patica yacía a su lado, con una maza en las manos y su vestido de lana marrón empapado de sangre. Druss cayó de rodillas junto a su padre. Estaba cubierto de heridas en el pecho y el vientre, y tenía el brazo izquierdo casi completamente cortado. Bress gimió y abrió los ojos.

—Druss...

—Estoy aquí, padre.

—Se han llevado a las mujeres... Rowena... estaba con ellas.

—La encontraré.

El moribundo miró a su derecha, a la mujer muerta a su lado.

—Ha sido una chica valiente; ha intentado ayudarme. Debería... haberla querido más.

Bress suspiró; después, tosió cuando la sangre le corrió por la garganta.

—Hay... un arma. En la casa... en la pared del fondo, bajo las tablas del suelo. Su historia es terrible. Pero... pero la necesitarás.

La mirada de Druss se encontró con la del moribundo. Bress alzó la mano derecha. Druss la cogió.

—He hecho lo que he podido, hijo —dijo su padre.

—Lo sé.

Bress se debilitaba rápidamente, y Druss no era hombre de muchas palabras. Abrazó a su padre y le dio un beso en la frente, y permaneció así hasta que el cuerpo destrozado exhaló su último aliento.

Después se puso en pie y entró en la casa de su padre. Había sido saqueada: los armarios, abiertos; los cajones de los aparadores, tirados; los tapices, arrancados de las paredes. Pero junto a la pared del fondo había un compartimento oculto que los asaltantes no habían encontrado. Druss apartó las tablas y sacó un baúl oculto bajo el suelo. Estaba cerrado. Druss fue al taller de su padre, y regresó con un gran martillo y un cincel que usó para hacer saltar las bisagras. A continuación empujó la tapa, y la cerradura de bronce se retorció y se soltó.

En el interior, envuelta en tela resinada, había un hacha. ¡Y qué hacha! Druss la desenvolvió con reverencia. El mango de metal negro era tan largo como el brazo de un hombre, y las hojas, de doble filo, estaban torneadas en una curva que recordaba las alas de una mariposa. Comprobó los filos con el pulgar: eran tan cortantes como la navaja de afeitar de su padre. En el mango se distinguían unas runas plateadas, y aunque Druss no podía leerlas sabía bien lo que decían: se trataba de la tristemente famosa hacha de Bardan, el arma que había acabado con hombres, mujeres e incluso niños durante su reinado de terror. Las palabras formaban parte de la tradición más siniestra de Drenai.

SNAGA, LA INEXORABLE, LOS FILOS DEL DESTINO

Alzó el hacha, sorprendido por su ligereza y su perfecto equilibrio.

Dentro del baúl encontró un jubón de cuero negro con las hombreras reforzadas con tiras de acero plateado, dos guanteletes de cuero negro, también reforzados con nudilleras de metal, y un par de botas negras con caña hasta las rodillas. Bajo las ropas había una pequeña bolsa y, en ella, dieciocho monedas de plata.

Druss se quitó los mocasines de cuero, y se puso las botas y el jubón. En el fondo del baúl había un casco de metal negro, con los bordes plateados. En la zona de la frente tenía grabada un hacha plateada flanqueada por dos calaveras del mismo color. Druss se colocó el casco y alzó el hacha de nuevo: contempló su reflejo en las pulidas hojas y vio un par de ojos azules y fríos, vacíos y carentes de sentimientos.

Snaga, forjada en los tiempos de los Antiguos, creada por un maestro. La hoja no había sido afilada nunca, puesto que nunca había sufrido mella a pesar de las muchas batallas y combates en los que había participado en manos de Bardan. Y antes de éste, las hojas habían sido usadas. Bardan había conseguido el hacha de batalla durante la segunda guerra vagriana, en el saqueo de un viejo túmulo en el que reposaban los restos de un antiguo rey guerrero, un monstruo legendario: Caras, el Hachero.

—Era un arma maldita —le había explicado Bress en una ocasión, cuando tenía trece años—. Todos aquellos que la han empuñado han sido asesinos desalmados.

—¿Por qué la conservas entonces?

—No puede matar mientras la tenga guardada —fue la respuesta de Bress.

Druss contempló la hoja.

—Ahora podrás matar —susurró.

Fuera sonaron los cascos de un caballo. Lentamente, se puso en pie.