DOCE

Talismán y Lin Tse observaban a los gothir mientras retiraban a sus muertos y heridos a la luz brillante de la luna. Los camilleros gothir trabajaban con gran eficacia y no poco valor, acercándose hasta la muralla para recoger a los heridos. Los nadir no les arrojaron flechas; Talismán lo había prohibido, no porque se apiadase, sino porque todos los soldados gothir heridos necesitarían cuidados y alimentos, lo que haría disminuir las provisiones del enemigo. Los nadir muertos habían sido envueltos en mantas y depositados en el interior del frío santuario.

—Han perdido a otros sesenta y cuatro hombres, y dieciocho más han sido heridos —dijo animadamente Lin Tse—. Nuestras bajas son menos de un tercio.

—Veintitrés muertos —dijo Talismán—, y ocho heridos que no podrán seguir luchando.

—Está bien, ¿no?

—Nos superan por diez a uno; una relación de bajas de cinco a uno no está bien —le respondió Talismán—. Sin embargo, como decía Fanlon, siempre son los peores los que mueren primero; los menos hábiles, o los menos afortunados. Hoy nos ha ido bien.

—Los lanceros no están cabalgando —señaló Lin Tse.

—Sus caballos están agotados y sedientos, y los hombres, también. Esta mañana volvieron a enviar los carros en busca de agua, y no han regresado. Zun sigue impidiendo que alcancen el estanque.

Lin Tse se acercó al borde de la muralla.

—Me gustaría que pudiésemos recuperar el cadáver de Quing Chin —dijo—. Me entristece pensar que su espíritu vaga mutilado y ciego.

Talismán no respondió. Dos años antes, los tres guerreros nadir habían vengado la muerte de su compañero secuestrando y matando al hijo de Gargan; también lo habían cegado y mutilado. Dos años después, el círculo de violencia se cerraba, y el cadáver de Quing Chin yacía como frío testimonio de la cruel realidad de la venganza. Talismán se frotó los ojos.

Le llegó el olor de la madera chamuscada. Las puertas habían sufrido dos ataques, y los gothir las habían rociado con aceite para intentar quemarlas y abrirse paso. Aquellos ataques habían fracasado, y alrededor de veinte soldados gothir lo habían pagado con la vida. Talismán se estremeció.

—¿Qué sucede, hermano? —le dijo Lin Tse.

—Ya no los odio —respondió Talismán.

—¿Odiarlos? ¿A los gothir? ¿Por qué?

—No me malinterpretes, Lin Tse. Lucharé contra ellos y, si los Dioses de la Piedra y el Agua me lo permiten, veré cómo se derrumban las torres de sus ciudades. Pero no puedo seguir odiándolos. Cuando mataron a Zhen Shi estábamos sedientos de sangre. ¿Recuerdas el terror en la mirada de Argo cuando lo atrapamos y nos lo llevamos?

—Por supuesto.

—Ahora, su padre alimenta ese odio, y el odio se nutre de él como un murciélago en su garganta, listo para transmitirlo.

—Pero su padre comenzó, con su odio a los nadir —replicó Lin Tse.

—Precisamente, pero ¿qué lo causó? ¿Alguna atrocidad que sufrió en su juventud a manos de los nadir? Mi sueño es ver a los nadir unidos, y que todos los hombres se alcen con orgullo, pero nunca volveré a odiar a un enemigo.

—Estás cansado, Okái; deberías ir a dormir. No volverán hasta mañana.

Talismán paseó por la muralla. Nosta Jan se había ido, y ningún nadir lo había visto descolgarse por los muros. Había intentado llegar a Zhusái, pero se había encontrado con Gorkái de guardia en la puerta de la joven.

Talismán pensaba en ella cuando la vio caminar a través del patio. Zhusái vestía una blusa de seda blanca y calzas gris perla. La joven lo saludó, se acercó a él y le rodeó el cuello con los brazos.

—Estamos juntos, ahora y siempre —le dijo.

—Ahora y siempre —asintió Talismán.

—Ven. Tengo aceite perfumado en el cuarto; te ayudaré a que te liberes del cansancio. —Lo cogió de la mano y lo guió hasta la habitación.

Druss y Sieben, sentados en la muralla occidental, los vieron desaparecer.

—Hay amor en medio de tanta muerte —dijo Druss—. Eso es bueno.

—No hay nada bueno aquí —espetó Sieben—. Todo el asunto apesta como un pez que llevase diez semanas fuera del agua. Ojalá no hubiera venido nunca.

—Dicen que eres un gran médico —dijo Druss.

—Un gran costurero, más bien. Once hombres han muerto mientras los trataba, Druss, escupiendo sangre. No tengo palabras para explicar lo harto que estoy de todo esto. Odio a la guerra y odio a los guerreros; ¡son escoria!

—Eso no te impedirá seguir escribiendo canciones sobre ello, si sobrevivimos —señaló Druss.

—¿Qué significa eso?

—¿Quién es el que habla de la gloria, del honor y de la caballería? —le preguntó Druss en voz baja—. Rara vez es el soldado que ha visto entrañas desparramándose y a los cuervos devorando los ojos de los cadáveres. No; es el cantor de sagas el que les llena la cabeza a los jóvenes con historias sobre el heroísmo. ¿Cuántos jóvenes drenai han oído tus canciones y tus poemas, y han anhelado participar en las batallas?

—Eso es un golpe bajo —contestó Sieben—. ¿Ahora la culpa es de los poetas?

—No sólo de los poetas. Por todos los infiernos, somos una especie violenta. Lo que trato de decir es que los soldados no son escoria. Cada uno de los que están aquí lucha por algo en lo que cree. Lo sabías antes de que empezara la matanza, y lo recordarás cuando haya acabado.

—No acabará nunca, Druss, mientras queden hombres empuñando hachas y espadas —dijo Sieben con tristeza—. Creo que será mejor que vuelva al hospital. ¿Cómo tienes el hombro?

—Escuece como el demonio.

—Bien —dijo Sieben, con una sonrisa cansada.

—¿Cómo está Nuang?

—Descansa. Sus heridas no son mortales, pero no volverá a pelear.

Sieben se marchó y Druss se tendió en el parapeto. A lo largo de la muralla, los guerreros nadir dormían agotados. Para muchos de ellos, sería la última noche de sueño.

«Quizá también lo sea para mí —pensó el hachero—. Quizá muera mañana».

«O quizá no», concluyó, y cayó en un sueño tranquilo.

Gargan caminó entre los heridos, habló con los supervivientes y elogió su heroísmo. Después regresó a la tienda y mandó llamar a Premián.

—Los nadir siguen impidiéndonos llegar al agua —le dijo—. ¿Cuántos defienden el estanque?

—Es difícil de decir, señor. La senda que lleva hasta él es estrecha, y nuestros hombres son atacados por guerreros escondidos entre las rocas, pero diría que no son más de treinta. Están a las órdenes de un loco que lleva un pañuelo blanco atado a la frente; en el último ataque saltó desde una roca, a una altura de diez varas, y cayó sobre el caballo del comandante, rompiéndole el espinazo, y después mató al jinete, hirió a otro soldado y desapareció entre las rocas.

—¿Quién era el comandante?

—Mersham, señor. Había sido ascendido hacía poco.

—Lo conocía, era de buena familia. —Gargan se sentó en el catre. Tenía el rostro tenso y demacrado, y los labios secos—. Toma a cien hombres y acaba con los defensores; se nos ha acabado casi toda el agua, y si no conseguimos más estamos acabados. Ve ahora, de noche.

—Sí, señor. He puesto a unos soldados a excavar en el lecho seco que hay al este, y han alcanzado unas filtraciones. No es mucho, pero da para llenar unos cuantos barriles.

—Bien —dijo Gargan con cansancio.

El general se tendió en el catre y cerró los ojos. Cuando Premián estaba a punto de salir, habló de nuevo.

—Mataron a mi hijo —dijo—. Le sacaron los ojos.

—Lo sé, señor.

—No atacaremos hasta media mañana. Necesito que para entonces hayas vuelto con agua.

—Sí, señor.

Sieben cruzó el fuerte y despertó discretamente a Druss.

—Ven conmigo —susurró.

Druss se levantó, y los dos hombres bajaron los escalones de la muralla, cruzaron el patio y entraron en el santuario. Estaba muy oscuro, y aguardaron unos instantes hasta que sus ojos se acostumbraron a la escasa luz que entraba por la ventana. Los cadáveres de los nadir estaban colocados junto al muro norte, y el hedor de la muerte ya inundaba el aire.

—¿Qué hacemos aquí? —susurró Druss.

—Quiero las Piedras que Curan —dijo Sieben—. No quiero que mueran más hombres en mis manos.

—Ya hemos registrado el lugar.

—Así es; y creo que ya las habíamos encontrado. Levanta la tapa.

Druss se acercó al sarcófago de piedra y empujó la losa que lo cubría, moviéndola lo suficiente para que el poeta pudiera introducir el brazo. Sieben tanteó los huesos secos y la tela ajada de las ropas de Oshikái, y buscó hasta que encontró la calavera. Cerró los ojos, se concentró y hurgó bajo la mandíbula rota hasta que sus dedos tocaron el frío metal del Ion tsia; lo cogió y lo sacó.

—Ya tienes un par, y ahora ¿qué?

—Shaoshad vino a pedirle a Oshikái que le permitiera regenerarlo. Oshikái se negó, a menos que Shul Sen pudiera unirse a él. ¿Cómo la encontró?

—No lo sé —dijo Druss, impacientándose—. No entiendo de magia.

—Préstame atención y observa los detalles. Oshikái y Shul Sen tenían un Ion tsia cada uno. La tumba de Oshikái había sido saqueada, pero nadie encontró el medallón. ¿Por qué? El sacerdote ciego me dijo que se había lanzado un hechizo de ocultación sobre el Ion tsia de Shul Sen. Parece lógico suponer que se habría lanzado un hechizo similar sobre el de Oshikái. Creo que Shaoshad anuló el conjuro en este último —explicó, sosteniendo el Ion tsia en alto—. ¿Para qué? Para que lo ayudase a encontrar a Shul Sen. Gorkái me dijo que los Ion tsia de los ricos solían estar bendecidos con muchos conjuros. Creo que Shaoshad, de alguna forma, utilizó este medallón para encontrar el otro. ¿Me sigues?

—No del todo, pero continúa —respondió Druss con cansancio.

—¿Por qué no llevaba las piedras encima cuando lo atraparon?

—¿Quieres dejar de preguntarme cosas para las que no tengo respuesta? —espetó Druss.

—Era una pregunta retórica, Druss; no me interrumpas. Según me dijo Gorkái, un hechizo de búsqueda es como un sabueso. Creo que Shaoshad imbuyó el medallón de Oshikái con el poder de una de las piedras, y envió a la otra en busca del Ion tsia de Shul Sen, tras lo cual intentó seguirle el rastro espiritual. Por eso lo atraparon entre este lugar y el lugar donde estaban los restos de Shul Sen.

—¿Y adonde nos lleva todo esto?

Sieben buscó en el bolsillo, sacó el otro Ion tsia y lo acercó al primero.

—Nos trae aquí —dijo con voz triunfante, uniendo las manos y juntando los dos medallones.

Nada ocurrió.

—¿Nos lleva adonde?

Sieben abrió las manos. Los dos Ion tsia brillaban a la luz de la luna; el poeta maldijo.

—Estaba seguro de que lo había adivinado —dijo—. Creía que si unía los dos medallones, las piedras aparecerían.

—Me voy a dormir —dijo Druss, volviéndose para abandonar la cripta.

Sieben se guardó los medallones, y estaba a punto de seguir al hachero cuando se dio cuenta de que el sarcófago seguía abierto. Volvió a maldecir y empujó la tapa, intentando devolverla a su lugar.

—Te ha faltado muy poco, amigo mío —dijo una voz. Sieben se giró y se encontró con la figura menuda y brillante de Shaoshad, sentada en el suelo con las piernas cruzadas—. Pero no oculté los ojos en los Ion tsia.

—¿Dónde, entonces? —preguntó el poeta—. Y al fin de cuentas, ¿para qué los escondiste?

—No deberían haberse creado —dijo Shaoshad, con la voz llena de pesar—. La magia estaba en la tierra, y ahora la tierra está baldía. Fue un acto de arrogancia pasmoso. Y en cuanto a por qué los oculté… Bien, sabía que me arriesgaba a que me capturasen; no podía arriesgarme a que los Ojos fuesen recuperados. Incluso ahora me llena de pesar que deban aparecer una vez más.

—¿Dónde están?

—Aquí. Has acertado en casi todas tus conjeturas. Usé los ojos para encontrar la tumba de Shul Sen, y también imbuí su Ion tsia con el poder suficiente para regenerarla. Observa y asómbrate como es debido.

Los dos medallones se separaron de las manos de Sieben, flotaron hasta el sarcófago y se quedaron en el aire, justo encima de la placa de metal.

—¿No lo adivinas? —dijo el espíritu del chamán.

—¡Sí!

Sieben se acercó, cogió los medallones ingrávidos, los sostuvo sobre el nombre de Oshikái y los apretó contra las dos muescas que representaban sendas íes. Los Ion tsia desaparecieron, y un brillo violáceo surgió del ataúd. Sieben echó un vistazo al interior: en las cuencas de los ojos de Oshikái reposaban las joyas. Sieben introdujo la mano y las sacó; tenían el tamaño de huevos de gorrión.

—No le digas a nadie que las has encontrado —le advirtió Shaoshad—. Ni siquiera a Druss. Es un gran hombre, pero carece de malicia. Si los nadir las encuentran, te matarán, de modo que no uses sus poderes de una forma demasiado obvia. Cuando atiendas a los heridos, cóseles las heridas y véndalos como hasta ahora, y después concéntrate en su cura. No es necesario que saques las joyas; si las llevas ocultas en tu persona, el poder fluirá a través de ti.

—¿Cómo sabré la forma de sanar?

Shaoshad sonrió.

—No necesitas saber; esa es la belleza de la magia, poeta. Simplemente, pon las manos sobre las heridas y piensa que se curarán. Cuando lo hayas hecho alguna vez lo entenderás mejor.

—Gracias, Shaoshad.

—No, poeta; soy yo quien te da las gracias. Usa las joyas sabiamente. Y vuelve a cerrar la tapa del ataúd.

Sieben sujetó la piedra y, cuando se disponía a tirar, echó una última mirada al interior. Durante un instante vio el Ion tsia de Oshikái, que brillaba entre los huesos. Después, el brillo se desvaneció. Colocó en su sitio la tapa y se volvió a Shaoshad.

—Vuelve a llevarlo puesto —dijo.

—En efecto, como debe ser; y de nuevo protegido por un hechizo de ocultación. Nadie lo robará. El otro ha regresado al lugar donde descansan los restos de Shul Sen.

—¿Ganaremos esta batalla? —preguntó Sieben a la imagen del chamán, que ya empezaba a desvanecerse.

—La victoria y la derrota dependen por completo de por qué se lucha —respondió Shaoshad—. Todos los defensores pueden morir, y aun así vencer; o todos pueden salir con vida y ser derrotados. Te deseo suerte, poeta.

El espíritu se desvaneció. Sieben sintió un escalofrío. Después, se metió las manos en los bolsillos y sostuvo las joyas con los puños fuertemente apretados.

El poeta regresó al hospital y caminó en silencio entre las filas de heridos. En una esquina, un hombre gimió; Sieben se acercó a él y se arrodilló a su lado. Observó el rostro demacrado a la parpadeante luz de la lámpara de la pared. Había recibido un tajo en el vientre, y aunque Sieben había suturado la herida, el corte era profundo y sangraba internamente. Los ojos del nadir brillaban, febriles. Sieben apoyó una mano en los vendajes y cerró los ojos, concentrándose. Durante un instante no ocurrió nada; después, el poeta visualizó brillantes colores y distinguió los músculos desgarrados, las entrañas cortadas y el charco de sangre que crecía en el interior de la herida. En aquel instante identificó cada músculo y cada fibra, las uniones, el recorrido de la sangre, las fuentes del dolor. Era como si flotase dentro de la herida. La sangre brotaba de un corte profundo, formando un retorcido cilindro morado, pero en cuanto Sieben lo miró, el corte se cerró y se curó. Sieben siguió moviéndose y cerró otros cortes; su mente flotaba y sanaba a su paso. Al final alcanzó la sutura exterior y se detuvo; convenía que el hombre sintiese el tirón de los puntos cuando se despertase. Si alguna herida parecía cerrarse mágicamente, se descubriría el secreto de las joyas.

El guerrero parpadeó.

—Morir me está llevando mucho tiempo —dijo.

—No vas a morir —le prometió Sieben—. La herida se está curando, y eres fuerte.

—Me abrieron las tripas.

—Duérmete. Por la mañana te sentirás mejor.

—¿De verdad?

—De verdad. La herida no era tan profunda como crees, y te curarás bien. Duerme.

Sieben apoyó una mano en la frente del hombre; al instante se le cerraron los ojos y ladeó la cabeza. Sieben se detuvo ante cada uno de los heridos. La mayoría estaba durmiendo; y con los que estaban despiertos intercambiaba unas palabras mientras los curaba. Por fin llegó junto a Nuang; mientras flotaba en el interior de las heridas del anciano se sintió arrastrado hasta su corazón, donde descubrió una parte tan fina que era casi transparente. Se dio cuenta de que Nuang podría haber muerto en cualquier momento porque, de haber sufrido tensión, su corazón se habría desgarrado como un papel mojado. Sieben se concentró en aquella zona y la observó mientras se robustecía. Las arterias del anciano estaban endurecidas; las paredes interiores, estrechas y atascadas. Las ensanchó y les dio flexibilidad.

Cuando terminó por fin, se sentó. No había en él ninguna sensación de cansancio; al contrario, se sentía satisfecho y exultante.

Niobe dormía en una esquina de la sala. Sieben guardó las joyas en una bolsa, la ocultó tras un tonel de agua, se acercó a Niobe y se acostó junto a ella, y sintió la calidez de su cuerpo. Extendió una manta sobre ambos, se inclinó y le besó la mejilla. Niobe gimió, se giró hacia él y susurró un nombre que no era el de Sieben. El poeta sonrió.

Niobe se despertó y se apoyó en un codo.

—¿Por qué sonríes, po-e-ta? —le preguntó.

—¿Por qué no? Hace una hermosa noche.

—¿Quieres hacer el amor?

—No, pero agradecería un abrazo. Acércate.

—Estás muy caliente —dijo ella, acurrucándose junto a Sieben y apoyándole el brazo en el pecho.

—¿Qué quieres de la vida? —susurró Sieben.

—¿Querer? ¿Qué hay que querer aparte de un buen hombre e hijos sanos?

—¿Eso es todo?

—Alfombras —dijo la joven, después de pensar unos instantes—, buenas alfombras. Y un brasero de hierro. Mi tío tenía un brasero de hierro y calentaba la tienda en las noches frías.

—¿Y qué hay de los anillos y brazaletes? ¿Sortijas de oro y de plata?

—Sí, eso también —admitió—. ¿Me darás cosas de esas?

—Claro. —Volvió la cabeza y le besó la mejilla—. Por increíble que parezca, creo que me estoy enamorando de ti. Quiero que estés conmigo. Te llevaré a mi país, y te compraré un brasero de hierro y montañas de alfombras.

—¿Y los bebés?

—Veinte, si quieres.

—Siete; quiero siete.

—Pues siete serán.

—Si te burlas de mí, po-e-ta, te arrancaré el corazón.

Sieben soltó una risilla.

—No me burlo, Niobe. Eres el mayor tesoro que he encontrado.

Niobe se sentó y pasó la mirada por el hospital.

—Todos están dormidos —dijo, de repente.

—Sí.

—Creo que alguno habrá muerto ya.

—Yo no —le dijo Sieben—. De hecho, estoy seguro de que no. También estoy seguro de que no se despertarán en varias horas, así que creo que aceptaré tu oferta de antes.

—¿Ahora quieres hacer el amor?

—Desde luego que sí. Creo que por primera vez en mi vida.

El sargento mayor Yomil se apretó con los dedos el corte que tenía en la cara, intentando reducir el flujo de sangre. Le entró sudor en la herida; la sal le escoció, y maldijo.

—Te estás rezagando, Yomil —dijo Premián.

—Ese bastardo casi me saca un ojo…, señor.

Los cadáveres de los defensores nadir fueron sacados a rastras de entre las rocas y dispuestos en una línea al borde del estanque. Los catorce gothir muertos estaban envueltos en sus capas; los cadáveres de los lanceros habían sido atados sobre las sillas de sus caballos, y los soldados de infantería, enterrados donde habían caído.

—Por la sangre de Missael que han sido duros de pelar, ¿verdad, señor? —dijo Yomil.

Premián asintió.

—Luchan por orgullo y por su tierra; no hay mayor motivación. —Premián había liderado la carga por la cuesta, mientras la infantería atacaba las rocas. Habían vencido por la fuerza del número, pero los nadir habían combatido bien—. Necesitas puntos en esa herida; me ocuparé yo mismo.

—Gracias, señor —dijo Yomil sin mucho entusiasmo.

Premián le sonrió.

—¿Cómo es que un hombre capaz de hacer frente sin pestañear a espadas, hachas, flechas y lanzas puede asustarse ante una aguja y un poco de hilo?

—A los mamones de las hachas y las espadas les puedo devolver los golpes —respondió Yomil. Premián lanzó una carcajada.

Se acercaron al profundo estanque; el agua era fresca y limpia. Premián se arrodilló, metió las manos en copa y bebió. Después se levantó y recorrió la línea de nadir muertos.

Dieciocho hombres, algunos apenas unos chiquillos. La ira creció en su interior; qué desperdicio. ¡Qué guerra tan fútil! Dos mil soldados gothir altamente entrenados cruzando un erial para saquear un santuario. Pero algo no encajaba; Premián se daba cuenta de ello. Una sensación de preocupación indefinida se aferraba a su subconsciente.

Un soldado de infantería se le acercó y saludó. Llevaba un vendaje manchado de sangre en torno a la cabeza.

—¿Podemos encender fuego para cocinar, señor? —preguntó.

—Sí, pero adentraos en las rocas. No quiero que el humo asuste a los caballos cuando lleguen los carros; ya es bastante difícil hacerles subir la cuesta.

—Sí, señor.

Premián se acercó a su montura y sacó de la alforja agujas e hilo de sutura. Yomil lo vio y maldijo en voz baja. Sólo habían transcurrido dos horas desde el amanecer, y el calor ya era impresionante y recalentaba las rocas rojizas. Premián se arrodilló al lado de Yomil y colocó el jirón de carne en su lugar, en la mejilla, tras lo cual suturó hábilmente la herida.

—Ya está —dijo al acabar—. Te quedará una bonita cicatriz con que impresionar a las mujeres.

—Ya tengo bastantes cicatrices de las que jactarme —gruñó Yomil. De repente sonrió—. ¿Recordáis la batalla del paso de Lincairn, señor?

—Sí. Tengo entendido que recibiste una desafortunada herida.

—Yo no la llamaría desafortunada. A las mujeres les encanta esa anécdota, no sé muy bien por qué.

—Las heridas en el trasero suelen ser fuente de diversión —dijo Premián—. Por lo que recuerdo, fuiste recompensado con cuarenta monedas de oro por tu valor. ¿Ahorraste alguna?

—Ni una moneda de cobre. Me gasté casi todo en bebida, mujeres y apuestas. El resto lo perdí. —Premián echó una ojeada a los cadáveres de los nadir—. ¿Os incomoda algo, señor? —le preguntó Yomil.

—Sí… Pero no sé qué.

—¿Esperabais más resistencia, señor?

—Quizá algunos guerreros más. —Premián se acercó a los nadir muertos y llamó a un joven lancero, que se acercó corriendo—. Tú participaste en el primer ataque. ¿Cuál de estos era el jefe?

El lancero examinó los rostros.

—Es difícil de decir, señor; todos me parecen iguales, con esa piel de color vómito y los ojos rasgados.

—Sí, sí —dijo Premián con irritación—. Pero ¿qué recuerdas de aquel hombre?

—Llevaba un pañuelo blanco anudado en la cabeza… Ah, y tenía los dientes podridos; recuerdo eso. Eran amarillos y negros, asquerosos.

—Revisa la dentadura de los muertos —ordenó Premián—. Encuéntralo.

—Sí, señor —dijo el lancero sin mucho entusiasmo.

Premián regresó junto a Yomil, le tendió la mano y lo ayudó a levantarse dando un tirón.

—Es hora de poner manos a la obra, sargento. Que la infantería limpie el sendero; quiero que el camino quede despejado. Vienen catorce carros hacia aquí, y ya será bastante difícil hacer que suban por la cuesta para que encima tengan que andar esquivando las rocas.

—Sí, señor.

Se acercó el lancero que estaba examinando los cadáveres.

—El jefe no está, señor; habrá huido.

—¿Huir? ¿Un hombre capaz de saltar diez varas para caer en medio de un grupo de lanceros, y que ha inspirado a esos hombres a morir por él? ¿Huir? Lo dudo mucho. Si no está aquí, entonces… ¡Por Kama! —Premián se volvió hacia Yomil—. ¡Los carros! ¡Han ido a por los carros!

—Pero no pueden ser más que un puñado de guerreros —dijo Yomil—. En los carros van catorce hombres, veteranos armados.

Premián corrió a su caballo y montó de un salto. Llamó a dos de los oficiales, y les ordenó reunir a sus compañías y seguirlo. Espoleó a su montura y abandonó el estanque al galope. Cuando coronó el risco vio la columna de humo que se alzaba una media legua al sur; puso a su montura a galope tendido y descendió seguido por cincuenta lanceros.

Pocos minutos después doblaron un recodo del camino y vieron los carros en llamas. Habían soltado a los caballos, y vieron los cadáveres de varios conductores acribillados a flechazos. Premián tiró de las riendas, hizo detenerse a su agotada montura y estudió con atención la escena. El humo se arremolinaba por todo el lugar y hacía que le escocieran los ojos. Cinco de los carros estaban en llamas.

De repente, vio entre el humo a un guerrero que portaba una antorcha. Llevaba en la cabeza un pañuelo blanco.

—¡Atrapadlo! —gritó Premián, espoleando a su caballo. Los lanceros lo siguieron a través del humo aceitoso.

Un pequeño grupo de guerreros nadir intentaba prender fuego a los carros que quedaban. Al oír el tronar de los cascos de los caballos por encima del rugido de las llamas, los nadir tiraron las antorchas y corrieron hacia sus caballos.

Los lanceros cayeron sobre ellos.

Premián hizo girar a su caballo, justo cuando una figura oscura saltaba sobre él desde un carro en llamas. El gothir intentó esquivarla instintivamente, pero el guerrero del pañuelo blanco lo embistió y lo derribó de la silla. Cayeron pesadamente al suelo, y Premián rodó e intentó desenvainar la espada, pero el nadir no le prestó atención y, agarrándose al pomo de la silla, montó en el caballo del gothir, desenvainó el sable y cargó contra los lanceros, dando tajos y estocadas. Uno de los lanceros cayó del caballo con el cuello cortado; otro salió disparado hacia la izquierda cuando la hoja centelleante le alcanzó el rostro. Una lanza se hundió en la espalda del nadir y casi lo levantó de la silla; el guerrero giró bruscamente e intentó golpear al lancero. Otro soldado espoleó a su caballo y golpeó con la espada el hombro del nadir que, aun moribundo, envió un último golpe hacia el espadachín, alcanzándolo en el brazo. Después, se inclinó a la derecha; el caballo se encabritó y lo arrojó al suelo, y la lanza que llevaba clavada en la espalda se hundió más aún.

El nadir buscó a tientas el sable caído, lo recogió y se levantó con dificultad. La sangre salía de su boca a borbotones, y las piernas apenas lo sostenían. Un jinete se le acercó, y el nadir lanzó un tajo que hizo una herida en el costado del caballo.

—¡Apartaos de él! —gritó Premián—. Se está muriendo.

El nadir se tambaleó y se volvió hacia Premián.

—¡Nadir somos! —gritó.

Un lancero adelantó a su caballo y dejó caer la espada sobre el guerrero, que esquivó el golpe y saltó, lo aferró por la capa y dio un tirón, a la vez que daba una estocada con el sable y ensartaba el vientre del gothir. El lancero gritó y resbaló en la silla; los dos hombres cayeron al suelo. Otros jinetes desmontaron, rodearon al nadir caído y lo golpearon con sus armas.

Premián se acercó corriendo.

—¡Dejadlo, idiotas! —gritó—. ¡Salvad los carros!

Los lanceros intentaron apagar las llamas golpeándolas con las capas, pero fue inútil. El fuego había prendido en la madera seca y se alzaba incontenible. Premián ordenó que apartasen los carros que quedaban y mandó jinetes a reunir los caballos de tiro, que habían olfateado el agua y se dirigían lentamente hacia el estanque. Encontraron a diez conductores escondidos en una barranca y los llevaron ante Premián.

—Huisteis ante siete guerreros nadir, y hemos perdido la mitad de los carros —les dijo—. Vuestra cobardía ha puesto en peligro a todo el ejército.

—Aparecieron gritando en medio de la estepa, envueltos en una nube de polvo —protestó uno de los soldados—. Creíamos que era un ejército.

—Ocupad vuestro puesto en los carros, llenad los toneles y llevadlos al campamento. Después os presentaréis ante el general Gargan, y no me cabe duda de que vuestra espalda probará la caricia del látigo. Y ahora, ¡fuera de mi vista!

Premián se alejó del grupo y analizó la situación: cinco carros Con ocho barriles cada uno; unos treinta azumbres por barril. En la situación en que se hallaban, un combatiente necesitaba, como mínimo, dos pintas de agua al día. Un barril serviría para aprovisionar a sesenta hombres; los cuarenta barriles apenas alcanzarían para los soldados, y aún había que tener en cuenta a los caballos; y en un día los caballos necesitaban…

Desde aquel momento tendrían que mantener una caravana constante de carros entre el campamento y el estanque.

De todas formas, pensó que podría haber sido mucho peor. De no haber reaccionado, habrían perdido todos los carros. Sin embargo, aquel pensamiento no lo animó; si hubiera puesto los carros bajo guardia, el ataque nadir habría fracasado.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por una carcajada y el silbido de las espadas. El nadir del pañuelo blanco había sido decapitado y descuartizado. Furioso, Premián corrió hasta el grupo que vitoreaba.

—¡Atención! —gritó. Los soldados formaron nerviosamente—. ¿Cómo os atrevéis? —estalló Premián—. ¿Cómo os atrevéis a comportaros como salvajes? ¿Tenéis idea de lo que parecéis ahora mismo? ¿Querríais que os viese alguno de vuestros seres queridos, saltando y agitando sobre la cabeza los brazos y las piernas de un guerrero muerto? ¡Sois gothir! Esta… Esta barbaridad es cosa de razas inferiores.

—¿Me dais permiso para hablar, señor? —dijo un enjuto soldado.

—Escupe.

—Bueno, el general Gargan dijo que había que cortar las manos a todos los nadir, ¿no es cierto, señor?

—Eso era una amenaza para asustar a los nadir, que creen que quien pierde un miembro carecerá de él durante toda la eternidad cuando esté en el Vacío. No era una amenaza que Gargan pensara llevar a la práctica, aunque puedo estar equivocado. Pero aquí y ahora, yo estoy al mando. Cavaréis una tumba y enterraréis a este hombre, y pondréis todos sus miembros juntos. Era un enemigo, pero ha sido valiente y ha dado su vida por una causa en la que creía: será enterrado completo. ¿Me he explicado con claridad? —Los soldados asintieron—. Pues obedeced.

Yomil se reunió con Premián y ambos hombres se alejaron del hosco grupo de soldados.

—Eso no ha sido inteligente, señor —dijo Yomil en voz baja—. Empezarán a llamaros amigo de los nadir. Se dirá que sois blando con el enemigo.

—No me importa un carajo, amigo mío. En cuanto termine la batalla presentaré mi renuncia.

—Es una suposición mía, señor, pero…, y perdonad mi franqueza… No creo que Gargan lanzase amenazas huecas. No me gustaría que acabaseis en un consejo de guerra por desobediencia.

Premián sonrió y miró al viejo soldado de barba cana.

—Eres un buen amigo, Yomil, y te tengo en gran estima, pero mi padre me enseñó que nunca debía tomar parte en nada que implicase un deshonor. En cierta ocasión me dijo que para un hombre no existe mayor satisfacción que contemplarse en el espejo, mientras se afeita, y sentirse orgulloso de lo que ve. Y en este momento no estoy orgulloso.

—Creo que sí tenéis derecho a estarlo —le respondió Yamil.

Había pasado bastante tiempo desde el mediodía, y el enemigo no había atacado aún. Los soldados de infantería estaban sentados en el campamento, y muchos de ellos habían utilizado las capas y las espadas para construir sombrajos con los que protegerse del ardiente sol. Los caballos de los lanceros estaban atados al oeste; la mayoría tenía la cabeza gacha, y algunos habían caído al suelo a causa de la sed.

Druss entrecerró los ojos, vio que regresaban cinco carros de agua y maldijo en voz baja. Los carros iban escoltados por soldados gothir.

Talismán subió al parapeto y se detuvo junto a Druss.

—Debería haber enviado más hombres con Zun.

Druss se encogió de hombros.

—Anoche enviaron catorce carros; Zun ha hecho un buen trabajo. Ahí apenas llevan agua para todo el ejército, y no les durará un día. Sólo los caballos necesitan más agua que la que pueden transportar esos carros.

—¿Has participado alguna vez en un asedio? —le preguntó Talismán.

—Sí, chico; demasiadas.

—¿Y qué crees que planean hacer?

—Me parece que cargarán contra nosotros con todas sus fuerzas. No pueden jugar a la espera; no tienen zapadores que minen los muros ni arietes con los que hundir las puertas. Creo que atacarán todos, los lanceros y la infantería, para sobrepasar la muralla por la pura superioridad numérica.

—No estoy seguro —dijo Talismán—. Creo que intentarán un ataque a tres bandas. El muro occidental soportará el grueso del ataque, pero también intentarán derribar las puertas y sobrepasar alguno de los otros muros. Querrán que tengamos que dividir las fuerzas, y sólo si falla eso lanzarán un ataque frontal.

—Lo averiguaremos pronto. Si intentan hacer lo que has dicho, ¿cómo organizarás la defensa?

—No tenemos muchas opciones —contestó Talismán con una sonrisa cansada—. Sencillamente, aguantaremos lo mejor que podamos.

Druss meneó la cabeza.

—Tienes que prever que algunos de los soldados sobrepasarán la muralla y que quizá entren en el fuerte, y la forma en que respondamos será crucial. Por instinto, cada hombre se enfrentará al enemigo que tenga más cerca, pero en una situación así, seguir ese instinto puede ser fatal. Si un muro cae, la primera acción tiene que ser cerrar la brecha; los soldados que hayan entrado son un problema secundario.

—¿Qué sugieres?

—Ya tienes dispuesta una pequeña fuerza, lista para llenar huecos. Refuérzala con más guerreros y divídela en dos grupos. Si el enemigo toma una sección de la muralla, un grupo ha de unirse a los defensores para recuperarla; el otro puede atacar a los que hayan entrado. Sólo tenemos una línea de defensa, y no hay ningún sitio donde replegarse, así que debemos mantener la muralla. Ninguno de los defensores debe abandonar su puesto, da igual lo que esté ocurriendo dentro del fuerte. La muralla, Talismán, es lo único que importa.

El joven nadir asintió.

—Daré instrucciones a los guerreros. ¿Sabes que las tribus han estado echando a suertes qué grupo tendrá el privilegio de estar hoy a tu lado?

Druss rió entre dientes.

—Así que a eso se dedicaban. ¿Quién me ha tocado?

—Los Jinetes Celestiales; se han puesto muy contentos. Es raro que un gaiyín despierte tanta simpatía.

—¿Eso crees? —Druss alzó el hacha—. Suelo despertar simpatía en situaciones como esta. Es la historia de los soldados: cuando la guerra o el temor a la guerra caen sobre la gente, todos adoran a los guerreros. En cuanto todo ha pasado, los olvidan o los vituperan. Siempre ocurre lo mismo.

—No parece sentarte muy mal —dijo Talismán.

—No me sienta mal que se ponga el sol, ni que sople el frío viento del norte; son cosas que suceden así. Una vez participé en un asalto para rescatar a un puñado de terratenientes de las manos de unos nómadas sathuli. Por supuesto, se deshicieron en elogios sobre nuestro heroísmo y juraron agradecimiento eterno. Con nosotros iba un joven soldado que perdió un brazo en el ataque, y era de la misma ciudad que ellos. Seis meses después, el soldado y su familia prácticamente se habían muerto de hambre. Las cosas suceden así.

—El soldado y su familia… ¿Murieron?

—No. Me pasé por la llanura de Sentran, tuve una charla con el más destacado de aquellos terratenientes y le recordé sus obligaciones.

—No me extraña mucho que te hiciera caso —dijo Talismán, mirando los fríos ojos de Druss—. Pero aquí no pasará lo mismo; los nadir tenemos buena memoria. Eres el Mensajero de la Muerte, y tu leyenda vivirá en nosotros.

—Leyendas. ¡Bah! Estoy harto de leyendas. Si tuviera la mitad del valor que tiene un granjero estaría en casa con mi mujer, atendiendo mis tierras.

—¿No tienes hijos?

—No, ni los tendré —dijo Druss con voz fría—. Lo único que quedará tras mi paso serán esas condenadas leyendas.

—Hay hombres que morirían por tener tu fama.

—Hay muchos que han muerto ya —señaló Druss.

Los dos guerreros guardaron silencio durante un rato y observaron el avance de los carros de agua gothir.

—¿Te arrepientes de haber venido? —dijo Talismán.

—Intento no arrepentirme de nada —le respondió Druss—. No tiene mucho sentido.

Veinte jinetes celestiales subieron al parapeto y guardaron silencio mientras los dos hombres hablaban. Druss observó a uno de ellos, un hombre con perfil de halcón y ojos castaños.

—¿Eres uno de los jinetes que saltaron sobre el desfiladero?

En el rostro del nadir apareció una amplia sonrisa. Asintió.

—Me gustaría conocer los detalles —dijo el hachero—. Más tarde, cuando nos hayamos quitado de encima a los gothir, me lo cuentas.

—De acuerdo, Mensajero.

—Bien. Acercaos, chicos, que os voy a explicar un par de cosas sobre los asedios.

Talismán bajó de la muralla; cuando llegó al patio oyó carcajadas procedentes del grupo de guerreros que rodeaba a Druss. Lin Tse se le acercó.

—Debería estar ahí, Talismán; en la muralla, con mis hombres.

—No. —Talismán le pidió que seleccionara a cuarenta guerreros de las otras tribus—. Tú estarás al mando de un grupo, y Gorkái, del otro.

Después, le explicó el plan de batalla de Druss para responder a una posible ruptura de la línea de defensa del muro. Un guerrero pasó junto a ellos, dirigiéndose al muro norte. Talismán lo llamó.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—Chi Da, general.

—¿Eras amigo de Quing Chin?

—Sí.

—Ayer estabas herido en el vientre y en el pecho.

—Las heridas no eran tan profundas como creía, general. El médico me ha curado, y puedo luchar.

—¿No sientes dolor?

—Sí, general; los puntos me duelen un poco. Pero resistiré junto a los Caballos Veloces, general.

—Déjame ver la herida. —Talismán guió al joven hasta una sombra y le pidió que se sentara en una mesa. Chi Da se desabrochó el jubón de piel de cabra; había sangre en la venda que le rodeaba el pecho. El joven hizo ademán de ir a quitársela, pero Talismán se lo impidió—. El vendaje está bien puesto, no lo toques. Que combatas bien hoy, Chi Da.

El joven asintió con expresión seria y se marchó.

—¿Qué pasaba? —preguntó Lin Tse.

—Todos los heridos han vuelto a las murallas —dijo Talismán—. En verdad que el poeta es un médico excelente; vi cómo herían a Chi Da, y habría jurado que la espada lo había atravesado.

—¿Crees que ha encontrado los Ojos de Alcázar? —dijo Lin Tse en voz baja.

—Si los ha encontrado, los cogeré.

—Creí que habías dicho que Druss los necesitaba.

—Druss es un guerrero al que admiro más que a nadie, pero los Ojos pertenecen a los nadir. Forman parte de nuestro destino, y no puedo permitir que se los lleve un gaiyín.

Lin Tse apoyó una mano en el hombro de Talismán.

—Si sobrevivimos, hermano, y si Sieben tiene las joyas, sabes lo que ocurrirá si intentas quitárselas: Druss luchará; no es de los que se echan atrás por estar en inferioridad numérica. Y tendríamos que matarlo.

—Entonces lo mataremos —dijo Talismán—, aunque eso me rompería el corazón.

Talismán llenó un cuenco de agua, bebió y se dirigió junto a Lin Tse hacia el murete que se había construido en torno a las puertas. Niobe salió de entre las sombras y se dirigió al hospital.

Sieben estaba sentado con Zhusái. Se estaban riendo, y Niobe se sorprendió al sentir una punzada de irritación cuando los vio juntos. La mujer chiatze era esbelta y hermosa, y vestía prendas de seda blanca adornada con madreperla. Niobe llevaba aún la camisa de seda azul de Sieben, pero estaba manchada con la sangre de los heridos y el sudor de su propio cuerpo. Sieben la miró y sonrío ampliamente; cruzó la habitación desierta y la abrazó.

—Eres una hermosa visión —le dijo, besándola.

—¿Qué hace esta aquí? —preguntó Niobe.

—Se ha ofrecido a ayudar con los heridos. Ven, salúdala.

Sieben cogió a Niobe de la mano y fue con ella junto a Zhusái. La mujer chiatze parecía nerviosa bajo la escrutadora mirada de Niobe. Sieben las presentó.

—Debería haberme ofrecido antes a ayudar —le dijo Zhusái a Niobe—. Os ruego que me disculpéis.

Niobe se encogió de hombros.

—No necesitamos ayuda; el po-e-ta es muy hábil.

—Estoy segura, pero tengo experiencia en atender heridas.

—Nos será de ayuda —intervino Sieben.

—No la quiero aquí —dijo Niobe.

Sieben ocultó su sorpresa y se volvió hacia Zhusái.

—Quizá, mi señora, deberíais cambiaros de ropa. La sangre va a destrozar esa seda tan delicada. Volved cuando haya comenzado al batalla.

Zhusái saludó con una inclinación de cabeza y salió de la sala.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó Sieben a Niobe—. ¿Estás celosa, palomilla?

—No soy ninguna palomilla y no estoy celosa. ¿No sabes a qué ha venido?

—A ayudar; eso es lo que ha dicho.

—Corres un grave peligro, po-e-ta.

—¿Por ella? Lo dudo mucho.

—No es por ella, idiota. Todos los nadir conocemos la historia de los Ojos de Alcázar, las joyas moradas de poder. Talismán cree que las has encontrado, y yo también. Ayer había moribundos que ahora están en lo alto de la muralla.

—Tonterías. Se han…

—¡No me mientas! —gritó Niobe—. He escuchado a Talismán. Dice que si tienes las joyas te las quitará, y que matará a Druss si intenta interponerse. Entrégale las joyas a Talismán y estarás a salvo.

Sieben se sentó en la mesa recién lavada.

—No puedo entregárselas, amor. Druss le hizo una promesa a un moribundo, y Druss es ante todo un hombre de palabra. ¿Entiendes?

Pero no nos quedaremos con las joyas, te lo prometo. Si salimos de aquí con vida, lo que ya es difícil, las llevaré a Gulgothir y curaré al amigo de Druss. Después se las devolveré a Talismán.

—No lo permitirá. Por eso ha enviado a la mujer chiatze; te vigilará como una serpiente. No debes curar a más moribundos, po-e-ta.

—Tengo que curarlos. El poder de las joyas es para eso.

—No es momento para debilidades. Los hombres mueren en la batalla; van a la tierra y le sirven de abono. ¿No lo comprendes? —Niobe miró con intensidad los ojos azules de Sieben y vio que no se dejaba convencer—. Idiota. ¡Idiota! Está bien, mantenlos con vida. Pero no los cures tanto como para que puedan salir de aquí por su propio pie al día siguiente, ¿me oyes?

—Sí, Niobe. Y tienes razón: no debo arriesgarme a que Druss sea asesinado por culpa de las joyas. —Sonrió y acarició el negro pelo de la mujer—. Te quiero. Eres la luz de mi vida.

—Y tú eres un montón de problemas —le respondió Niobe—. No eres un guerrero, y eres blando como un cachorro. No debería sentir nada por alguien como tú.

—Pero sientes algo, ¿verdad? —dijo, abrazándola—. ¡Dilo!

—No.

—¿Aún estás enfadada conmigo?

—Sí.

—Entonces dame un beso para que se te pase.

—No quiero que se me pase —dijo Niobe, apartándose.

Fuera sonó un cuerno de batalla.

—Ya empezamos —suspiró Sieben.

La infantería gothir formó en tres grupos de unos doscientos hombres. Druss los observó con atención; sólo dos de los grupos llevaban escalas.

—El otro grupo irá a las puertas —dijo, sin dirigirse a nadie en particular.

Tras la infantería, más de quinientos lanceros aguardaban en dos líneas, a pie, sin las lanzas y empuñando sus sables. Sonó un redoble de tambor, y el ejército se puso en marcha lentamente. Druss sintió que crecía el miedo entre los hombres que lo rodeaban.

—No os fijéis en el número de soldados —dijo—, lo que importa son las escalas, y tienen menos de treinta; sólo treinta hombres pueden llegar a lo alto de la muralla al mismo tiempo, el resto tiene que arremolinarse abajo, sin poder hacer nada. Nunca os dejéis impresionar por los simples números.

—¿No conoces el miedo, hachero? —le preguntó Nuang Xuan.

Druss se volvió y sonrió.

—¿Qué haces aquí, viejo? Estás herido.

—Soy duro como un lobo y fuerte como un oso. ¿Cuántos me faltan para mi centenar?

—Más de noventa.

—Bah, está claro que has contado de menos.

—Quédate cerca de mí, Nuang —dijo Druss en voz baja—. Pero no demasiado.

—Seguiré aquí cuando acabe el día, y los gothir muertos serán una montaña —prometió Nuang.

Los arqueros enemigos se adelantaron y lanzaron una lluvia de flechas sobre los defensores, que se protegieron tras los parapetos. Nadie resultó herido. El ritmo de los tambores se aceleró, pero al cabo de un momento, el sonido de las pisadas de los soldados ahogó al de los tambores. Las escalas chocaron contra el muro y un guerrero empezó a levantarse, a la izquierda de Druss, pero Druss lo sujetó y lo obligó a mantenerse agachado.

—Aún no, chico; los arqueros están esperando.

El guerrero parpadeó nervioso. Druss esperó unos instantes más y se alzó; el hacha destelló a la luz del sol. Justo en aquel momento, un soldado gothir alcanzó el extremo de la escala; Snaga cayó y aplastó el cráneo del soldado.

—¡Subid a morir! —rugió Druss, y lanzó un corte de revés en el rostro del siguiente guerrero.

A su alrededor, los nadir daban tajos y estocadas a los atacantes. Dos soldados gothir alcanzaron el parapeto, y fueron liquidados instantáneamente. Un guerrero nadir cayó con la frente atravesada por una flecha.

En la zona del muro situada sobre la puerta, Talismán observó mientras Druss y los jinetes celestiales defendían el muro occidental. El segundo grupo de soldados gothir se había dirigido al muro norte, donde Bartsái y sus guerreros de la tribu del Cuerno luchaban por contenerlos.

Las hachas golpearon las puertas e hicieron saltar astillas de la madera envejecida. Los defensores nadir arrojaban rocas sobre los soldados que se arremolinaban debajo, pero el sonido de los hachazos no cesaba.

—¡Preparados! —ordenó a los guerreros de los Caballos Veloces, que colocaron flechas en los arcos y corrieron a lo alto de la muralla y al muro semicircular construido delante de las puertas. En aquel momento, Talismán sintió en su interior una oleada de fiero orgullo. Aquellos hombres eran nadir, ¡su pueblo! Y estaban luchando unidos contra el enemigo común.

«Así es como debe ser —pensó—. No más obediencia sumisa a los malditos gaiyín. No más huir de la amenaza de los lanceros, de las expediciones de castigo, de los asesinos».

De repente, las puertas cedieron y docenas de soldados las cruzaron, sólo para encontrarse ante otro muro de cuatro varas de altura.

—¡Ahora! ¡Ahora! —gritó Talismán.

Las flechas llovieron sobre la masa apelotonada. Los gothir estaban pegados unos a otros y, en el exterior, más soldados seguían pugnando por entrar, lo que les impedía alzar los escudos para protegerse, y fueron acribillados a flechazos y pedradas. Talismán y dos guerreros alzaron una roca y la lanzaron desde la muralla a aquel pozo de muerte. Presas del pánico, los gothir intentaban retirarse y tropezaban con sus propios heridos.

Talismán miró con macabra satisfacción los más de treinta cadáveres amontonados. Una flecha le pasó rozando la cara, y se inclinó. Los arqueros enemigos se habían acercado a las puertas y disparaban contra los defensores. Dos guerreros nadir cayeron con el pecho atravesado.

—¡Agachaos! —gritó Talismán.

De repente, unas escalas chocaron contra los parapetos. Talismán lanzó una maldición; con los arqueros disparando desde lejos y un asalto a corta distancia, sería difícil mantener aquella sección del muro. Se tumbó boca abajo, avanzó a rastras hasta el borde del parapeto y llamó a los arqueros del muro semicircular.

—¡Diez de vosotros, disparad a los arqueros! —ordenó—. ¡El resto, seguidme!

Sin hacer caso de la lluvia de flechas, Talismán se irguió y desenvainó el sable. Tres soldados aparecieron al otro lado del parapeto; Talismán saltó hacia delante y hundió el acero en el rostro del que iba en vanguardia, ensartándole la boca abierta. Abajo, en el patio, Gorkái aguardaba con veinte hombres. El sudor le corría por el rostro mientras contemplaba a Talismán y a los caballos veloces que combatían contra los soldados que desbordaban el parapeto.

—Tengo que ir a ayudarlo —le dijo a Lin Tse.

—Aún no, hermano. Espera.

En el muro norte, Bartsái y los suyos retrocedieron cuando los lanceros ganaron los parapetos. La línea defensiva se rompió con aterradora brusquedad, y una docena de soldados enemigos se abrió paso y bajó las escaleras de la muralla hasta el patio.

Lin Tse y sus hombres salieron a hacerles frente. Gorkái se pasó el sable a la mano izquierda y se secó en el muslo la palma húmeda de la derecha. Los guerreros de la tribu del Cuerno estaban a punto de ser superados, y Gorkái se preparó para acudir en su ayuda.

En aquel instante, presintiendo el peligro, Druss corrió por el parapeto del muro occidental y saltó hacia el hueco que se abría en la defensa del muro norte. Su inmensa figura cayó en medio de los atacantes, y las hojas plateadas del hacha segaron la línea de enemigos. Su repentina aparición insufló una renovada ferocidad en los guerreros del Cuerno, y los atacantes gothir fueron obligados a retroceder.

Lin Tse había perdido a ocho hombres, pero los doce lanceros gothir se habían reducido a cuatro, que se defendían espalda contra espalda, en dos parejas. Otros dos nadir cayeron antes de que Lin Tse y los suyos acabaran con los lanceros.

Gorkái se volvió a mirar a Talismán. La línea resistía, pero ya habían muerto más de diez nadir, y el ataque acababa de comenzar. Algunos de los heridos se retiraban hacia el hospital; otros yacían donde habían caído e intentaban detener el flujo de sangre con las manos.

Lin Tse y el resto de sus hombres retrocedieron hasta el lugar donde esperaba el grupo de Gorkái. La sangre manaba de una herida del rostro del alto jefe nadir.

—Tú te encargas de la próxima brecha —le dijo a Gorkái, forzando una sonrisa.

Gorkái no tuvo que esperar mucho tiempo. Los hombres de Talismán fueron superados, y una sección del parapeto cedió; el propio Talismán recibió una lanzada en el pecho. Gorkái lanzó un grito de guerra y cargó junto a sus hombres, subiendo los escalones del muro de dos en dos. Talismán dio un tajo en el vientre del lancero, se arrancó del pecho la punta rota de la lanza y cayó. Gorkái saltó sobre el cuerpo de su general mientras otros soldados gothir superaban el parapeto.

A Talismán se le nubló la vista, y la cabeza le dio vueltas.

«No puedo morir —pensó—. ¡No ahora!».

Se puso de rodillas con dificultad y buscó el sable a tientas. La oscuridad lo rodeaba, y luchó contra ella.

Gorkái y sus hombres reconquistaron el parapeto y obligaron a retirarse a los soldados gothir. La sangre salía a borbotones del pecho de Talismán, y el nadir supo que tenía un pulmón perforado. Dos guerreros lo cogieron por los brazos y lo ayudaron a ponerse en pie.

—¡Llevadlo al médico! —les ordenó Gorkái.

Talismán fue llevado medio a rastras al hospital. El nadir oyó el grito de Zhusái cuando lo introdujeron en la sala; intentó enfocar la vista desesperadamente, y vio el rostro de Sieben sobre el suyo. Después se desmayó.

Los gothir habían cejado en el intento de asaltar el muro norte, y Druss abandonó el hueco en el parapeto y se reunió con los caballos veloces. Nuang Xuan, herido en el pecho y en los brazos, estaba sentado con la espalda apoyada en el muro.

Los gothir se retiraban. Druss se arrodilló junto al viejo nadir.

—¿Cómo ha ido? —le preguntó.

—Más de un centenar —dijo Nuang—. Creo que he matado a todos los gothir, y lo que ves ahí fuera son sólo fantasmas.

Druss se levantó y estudió las defensas. En el muro norte sólo aguantaban en pie dieciocho guerreros. A su alrededor, en el muro occidental, quedarían unos veinticinco jinetes celestiales. Sobre las puertas contó a treinta, incluido Gorkái. Abajo, en el patio, Lin Tse tenía menos de una docena de hombres. Druss intentó sumar las cifras, pero se perdió en un mar de cansancio. Inspiró profundamente y repitió la cuenta.

Alcanzaba a ver a menos de un centenar de defensores, pero los cadáveres de los nadir caídos estaban esparcidos por todas partes. Vio a Bartsái, el jefe de la tribu del Cuerno, que yacía al pie de un parapeto; tres gothir muertos rodeaban su cadáver.

—Estás sangrando, Mensajero —dijo un jinete celestial.

—No es nada —respondió Druss, reconociendo el rostro de halcón del joven con el que había hablado antes.

—Quítate el jubón —dijo el guerrero.

Druss lanzó un gruñido al quitarse el jubón de cuero casi destrozado. Había recibido cuatro cortes en los hombros y los brazos, pero tenía una herida más profunda bajo el omóplato derecho. La sangre corría hasta empaparle el cinturón.

—Hay que darte puntos, o te desangrarás —le dijo el nadir.

Druss se asomó sobre el parapeto y observó al ejército gothir, que se había retirado fuera del alcance de las flechas.

—Llévate al viejo —dijo el nadir, sonriendo—. Pelea tan bien que nos avergüenza a todos.

Druss forzó una sonrisa y ayudó a levantarse a Nuang Xuan.

—Vamos a dar un paseo, viejo. —Se volvió al guerrero nadir y añadió—: Habremos vuelto antes de que te des cuenta.

Talismán sintió que el dolor de la herida remitía, y se encontró acostado en una colina desnuda bajo un cielo gris. El corazón le latió desbocado por el pánico cuando reconoció el paisaje del Vacío.

—No estás muerto —dijo una voz suave. Talismán se sentó y vio al pequeño hechicero, Shaoshad, sentado junto a una hoguera. Shul Sen estaba a su lado, y su capa plateada brillaba a la luz del fuego.

—Entonces ¿por qué estoy aquí?

—Para aprender —dijo Shul Sen—. Cuando Oshikái y yo llegamos a las estepas, quedamos impresionados por su belleza; pero más aún, fuimos atraídos por su magia. Cada piedra la almacenaba; cada planta crecía con ella. Un poder elemental emanaba de las montañas y corría por los arroyos. Los Dioses de la Piedra y el Agua, los llamamos. ¿Sabes de dónde provenía aquella magia, Talismán?

—No.

—De la vida y de la muerte. La fuerza vital de millones de hombres y animales, insectos y plantas. Cada vida viene de la tierra y luego retorna a la tierra. Es un círculo de armonía.

—¿Qué tiene que ver eso conmigo?

—No tanto contigo, hijo, como conmigo —intervino Shaoshad—. Yo fui uno de los Tres que despojaron a la tierra de su magia. La drenamos y la guardamos en los Ojos de Alcázar, y convertimos la tierra en estéril. Deseábamos redirigir aquel esplendor, aquella energía, hacia los nadir, pero en el proceso destruimos el enlace entre los nadir y los Dioses de la Piedra y el Agua. Nuestro pueblo se convirtió en nómada, perdido el amor por la tierra que pisaba y las montañas que se alzaban sobre su cabeza. Nos dividimos, aislados unos de otros.

—¿Por qué me cuentas esto? —preguntó Talismán.

—¿Por qué crees? —replicó Shul Sen.

—No tengo los Ojos. Creía que los tenía el poeta, pero ahora pienso que no es más que un médico hábil.

—Si los tuvieras, Talismán, ¿harías lo que es necesario por el bien de la tierra? —preguntó Shaoshad.

—¿Qué es lo necesario?

—Devolver lo que fue robado.

—¿Entregar el poder de los Ojos? Con ellos podría unir a las tribus y formar un ejército irresistible.

—Quizá —admitió Shul Sen—. Pero, sin amor a la tierra, ¿por qué lucharía? ¿Para saquear y violar? ¿Por venganza? ¿Para matar? Y ese ejército del que hablas estaría formado por hombres cuyas vidas son sólo una fracción de un latido del corazón de la eternidad. La tierra es inmortal; devuélvele su magia, y la recompensa vendrá multiplicada por mil. Te entregará al Unificador con el que sueñas; te entregará a Ulric.

—¿Y cómo debo hacerlo?

—La herida no es tan profunda como parece —dijo Sieben. Druss estaba acostado en la mesa y sentía los dedos del poeta, que tanteaba el corte de la espalda del hachero. No le dolía demasiado, aparte del tirón de los puntos.

—Estás lleno de sorpresas —dijo Druss mientras se sentaba. Los puntos se tensaron y soltó un gruñido—. Quién lo iba a pensar.

—Cierto. ¿Cómo van las cosas ahí fuera?

—Lanzarán el ataque definitivo… pronto —respondió Druss—. Si resistimos…

La voz de Druss se apagó.

—Vamos a perder, ¿no es cierto? —dijo Sieben.

—Eso me temo, poeta, por mucho que me fastidie admitirlo. ¿Talismán ha muerto?

—No, está dormido. Sus heridas no son tan graves.

—Será mejor que vuelva al muro. —Druss estiró los músculos de la espalda—. Asombroso; me siento como si hubiera dormido ocho horas, lleno de energía. Esos emplastos que usas son bastante potentes; me gustaría saber qué hay en ellos.

—A mí también. Los prepara Niobe.

Druss se puso el jubón y se abrochó el cinto.

—Siento haberte metido en esto —le dijo al poeta.

—Soy mayorcito y tomo mis propias decisiones —le contestó Sieben—. Y no lo lamento en absoluto; he conocido a Niobe. Por los cielos, Druss, que amo a esa mujer.

—Tú amas a todas las mujeres —dijo Druss.

—No, de verdad; esto es diferente. Y lo que es más increíble aún es que, si pudiera escoger, no cambiaría nada. Debe de ser terrible morir sin haber conocido el amor verdadero.

Nuang se acercó.

—¿Estás listo, hachero?

—Eres duro, viejo cabrón —le dijo Druss.

Los dos guerreros regresaron a la muralla. Sieben los miró salir, y después recorrió las filas de heridos. Su mirada se cruzó con la de Niobe, y la joven señaló el lugar donde estaba sentada Zhusái, junto a Talismán, sosteniendo la mano del guerrero dormido. La muchacha chiatze sollozaba. Sieben cruzó la sala y se sentó junto a ella.

—Vivirá —dijo con voz suave.

La joven asintió con rostro inexpresivo.

—Te lo prometo —dijo Sieben, apoyando la mano en el pecho de Talismán.

El guerrero nadir se agitó y abrió los ojos.

—¿Zhusái…?

—Sí, amor mío.

Talismán gimió e intentó levantarse. Sieben lo ayudó a ponerse en pie.

—¿Qué está pasando? —preguntó Talismán.

—El enemigo se prepara para atacar de nuevo —dijo Sieben.

—Debo salir.

—No, ¡debes descansar! —dijo Zhusái.

Los oscuros ojos de Talismán se volvieron hacia Sieben.

—Dame más fuerza —dijo el guerrero.

El poeta se encogió de hombros.

—No puedo. Has perdido mucha sangre y estás débil.

—Tienes los Ojos de Alcázar.

—Ojalá los tuviera; curaría a todos los presentes. Por los cielos, ¡hasta resucitaría a los muertos!

Talismán lo observó con intensidad, pero Sieben le devolvió una mirada inexpresiva. El guerrero nadir pasó un brazo por los hombros de Zhusái y besó a la joven en la mejilla.

—Ayúdame a llegar a la muralla, esposa —dijo—. Nos quedaremos juntos.

Cuando los jóvenes salían, Sieben oyó una vocecilla susurrándole al oído: «Ve con ellos». Se giró en redondo, pero no había nadie cerca. Sieben sintió un escalofrío y permaneció donde estaba. «Confía en mí, chico», le dijo la voz de Shaoshad.

Sieben salió a la luz del sol y corrió para alcanzar a Talismán y a Zhusái. Sujetó al guerrero por el otro brazo y lo ayudó a ascender a los parapetos del muro occidental.

—Se están reagrupando —dijo Druss.

En la llanura que se extendía ante el fuerte, los gothir habían formado de nuevo en orden de combate y esperaban a que los tambores dieran la señal de avanzar. En la muralla, los cansados defensores nadir esperaban también, con las espadas preparadas.

—Debe de haber más de un millar —dijo Sieben, aterrorizado.

Redoblaron los tambores, y el ejército gothir se puso en marcha.

Zhusái se puso rígida y lanzó un gemido entrecortado.

«Ponle una mano en el hombro», le ordenó a Sieben la voz de Shaoshad. El poeta tocó a Zhusái y sintió que el poder de las joyas fluía desde él como de un embalse repleto. La joven soltó el brazo de Talismán y se acercó al parapeto.

—¿Qué estás haciendo, Zhusái? —siseó Talismán.

La mujer se volvió y le dirigió una sonrisa deslumbrante.

—Ella volverá —dijo la voz de Shul Sen.

Subió a lo alto del parapeto y alzó los brazos. En lo alto, el sol, deslumbrante en el cielo azul, pareció iluminar con más fuerza a la mujer de la túnica manchada de sangre. El viento arreció y le agitó la negra melena. Empezaron a formarse nubes a una velocidad asombrosa: unas pequeñas volutas blancas fueron creciendo y oscureciéndose, hasta que taparon la luz del sol. Un viento rugiente azotó a los defensores, mientras el cielo se oscurecía más y más. De repente, un trueno resonó sobre el santuario, y cayó un relámpago que estalló en medio del ejército gothir. Varios hombres salieron despedidos. Más lanzas de luz cayeron sobre el ejército enemigo, mientras los truenos resonaban en lo alto.

Los gothir rompieron filas y echaron a correr, pero los rayos siguieron cayendo sobre ellos y los hicieron saltar por los aires. El fiero viento llevó a los asombrados defensores el olor de la carne quemada. Los caballos gothir se liberaron de sus ataduras y huyeron en estampida. En la llanura, los soldados se quitaban las corazas y arrojaban sus lanzas, en vano. Sieben vio a un soldado acertado directamente por un rayo: su coraza estalló. Los soldados que estaban cerca de él fueron arrojados al suelo, y sus cuerpos comenzaron a retorcerse.

La luz del sol atravesó las nubes, y la mujer vestida de blanco bajó del parapeto.

—Mi señor está en el Paraíso —le dijo a Talismán—. Así pago mi deuda.

La mujer se apoyó en Talismán, y este la sostuvo.

En la llanura, la mitad del ejército gothir estaba muerto; los supervivientes sufrían horribles quemaduras.

—No volverán a luchar —dijo Gorkái, mientras las nubes se dispersaban.

—No. Pero aquellos sí —dijo Druss, señalando a una línea de caballería que descendía por las colinas y cabalgaba hacia el campamento gothir destruido.

El corazón de Sieben saltó en su pecho cuando apareció un millar de guerreros, cabalgando en columnas de a dos.

—¿Quién querría tener mi suerte? —dijo Nuang con irritación.