Cuando Druss se despertó, la luz del amanecer entraba por la ventana de la cripta. El hachero jamás se había sentido más feliz al contemplar la llegada de un nuevo día. Sieben se acercó a él, y Nosta Jan se inclinó hacia delante, bloqueando la luz del sol.
—¡Habla! —dijo el chamán—. ¿Lo has conseguido?
—Sí —respondió Druss, sentándose—. Se han reunido.
—¿Has preguntado por los Ojos de Alcázar?
—No.
—¿Qué? —estalló el chamán—. Entonces, ¿qué propósito ha tenido esta aventura de locos?
Sin hacerle caso, Druss se acercó al lugar donde dormía Talismán. Apoyó una enorme mano en el hombro del joven y lo llamó. Talismán abrió los ojos oscuros.
—¿Hemos triunfado? —preguntó.
—En cierto modo. —Druss le relató la aparición de los ángeles y la segunda separación.
Talismán se levantó.
—Espero que consigan estar juntos —dijo, y salió del edificio seguido por Nosta Jan.
—Tanta gratitud hace que se me salten las lágrimas —dijo Sieben con acritud.
Druss se encogió de hombros.
—Está hecho, eso es lo que importa.
—Cuéntamelo todo.
—No, poeta. No quiero canciones sobre esto.
—No habrá canciones; te doy mi palabra de honor —mintió Sieben.
Druss rió entre dientes.
—Quizá más tarde. De momento necesito comida, y un largo, muy largo trago de agua fresca.
—¿Ella era hermosa?
—Excepcional. Pero tenía unos rasgos un poco duros —respondió, alejándose. Sieben lo siguió al exterior, donde Druss se detuvo, disfrutando del azul del cielo—. El Vacío es un feo lugar, sin más colores que el rojo de las llamas, y el gris del cielo, las cenizas y las rocas. Da miedo pensar que quizá algún día tengamos que quedarnos allí.
—Da miedo, desde luego —reconoció Sieben—. Y ahora, Druss, la historia. Cuéntame la historia.
En lo alto de la muralla, con Gorkái y Nosta Jan a su lado, Talismán observaba a Druss y al poeta.
—Debería haber muerto allí —dijo Nosta Jan—. Su fuerza vital había desaparecido casi por completo; y de repente, la recuperó.
Talismán asintió.
—Jamás había visto nada igual —dijo—. Contemplar a Druss y a Oshikái codo con codo, luchando contra monstruos y demonios… Fue increíble. Desde el instante en que se encontraron se comportaron como hermanos de armas, y cuando luchaban parecía que se conocieran desde hacía una eternidad. No podía competir con ellos, chamán; era como un chiquillo entre hombres. Pero no siento amargura; me siento… honrado.
—Sí —susurró Gorkái—. Es un honor haber luchado junto a Oshikái, el Terror de los Demonios.
—Pero no estamos más cerca de encontrar los Ojos —espetó Nosta Jan—. Druss será un gran guerrero, pero es idiota. ¡Shaoshad le habría dicho dónde estaban si hubiera preguntado!
—Encontraremos los Ojos, o no. No pienso seguir preocupándome por ese asunto —dijo Talismán. Dejó al chamán, bajó los escalones de la muralla y se dirigió a los alojamientos.
Zhusái dormía en la cama, y Talismán se sentó a su lado y le acarició el pelo. La joven abrió sus ojos oscuros y le dirigió una sonrisa soñolienta.
—Esperé hasta que Gorkái me dijo que estabas a salvo; después me vine a dormir.
—Todos estamos a salvo —le contestó Talismán—. Shul Sen no volverá a acosarte.
El guerrero guardó silencio. Zhusái se sentó, lo cogió de la mano y vio el pesar en su mirada.
—¿Qué sucede, Talismán? ¿Por qué estás tan triste?
—Su amor duró una eternidad —respondió él, en voz muy baja—. Pero a nosotros no nos espera ese destino. Toda mi vida he deseado ayudar al Unificador y reunir a nuestro pueblo, y pensaba que no había una causa más importante. Pero ahora llenas mis pensamientos, Zhusái. Sé que cuando el Unificador te tome no seré capaz de permanecer a su lado. No podré.
—Podemos desobedecer la profecía —respondió Zhusái, cogiéndole las manos—. ¿Por qué no nos marchamos juntos?
Delicadamente, pero con firmeza, Talismán retiró las manos y se separó de la joven.
—Tampoco puedo hacer eso; mi deber me lo prohíbe. Le diré a Nosta Jan que te saque de aquí. Mañana.
—No me marcharé.
—Si me amas de verdad, te irás, Zhusái. Necesito tener la cabeza despejada con vistas a la batalla que se avecina.
Talismán se levantó y volvió al patio. Durante una hora recorrió la fortificación y examinó las reparaciones realizadas en las murallas. Después ordenó a Quing Chin y a tres jinetes que saliesen a buscar señales del enemigo.
—No te enfrentes a ellos, amigo mío —le dijo a Quing Chin—; te necesitaré cuando comience la batalla.
—Aquí estaré —prometió el guerrero, y salió del fuerte.
Gorkái se acercó a Talismán.
—Deberías tomar a la mujer —dijo en voz baja. Talismán se volvió, furioso.
—¿Estabas escuchando?
—Sí; cada palabra —admitió Gorkái en tono amable—. Deberías tomarla.
—¿Y qué hay del deber? ¿Qué hay del destino de los nadir?
Gorkái sonrió.
—Eres inteligente, Talismán, pero no estás enfocando bien este asunto. No sobreviviremos; todos vamos a morir aquí. Si te casas con ella, será viuda dentro de pocos días, de todas formas. Nosta Jan dice que puede sacarla de aquí; bien. Entonces, el Unificador se casará con tu viuda. ¿Por qué va a cambiar el destino por ello?
—¿Y si vencemos?
—¿Quieres decir, si el cachorrillo devora al león? —Gorkái se encogió de hombros—. Mi punto de vista es sencillo, Talismán: te sigo a ti. Si el Unificador quiere mi lealtad, ¡que venga a luchar a nuestro lado! Anoche reuniste a Oshikái y a Shul Sen. Mira a tu alrededor: aquí hay guerreros de cinco tribus, y los has unido tú. A mí, eso me parece digno de un Unificador.
—No soy el guerrero de la profecía.
—Me da igual; eres el único guerrero que se ha presentado aquí. Soy mayor que tú, chico, y he cometido muchos errores. Tú estás cometiendo uno ahora, al apartarte de Zhusái. El amor verdadero es escaso: tómalo donde lo encuentres. Eso es lo que te estoy diciendo.
Druss se sentó en la muralla y observó a los defensores, que proseguían con los trabajos en los parapetos y amontonaban piedras para arrojar a la infantería gothir. Habría unos doscientos guerreros, la mayoría refugiados de la tribu del Cuerno. Nuang Xuan había enviado a su gente al este, pero varias mujeres se habían quedado allí; entre ellas, Niobe. El anciano guerrero hizo un gesto con el brazo a Druss, y luego subió por los escalones rotos de la muralla. Cuando llegó arriba respiraba con dificultad.
—Un día excelente, hachero —dijo, e inspiró profundamente.
—Cierto —respondió Druss.
—El fuerte está ya bien, ¿verdad?
—Es un buen fuerte con puertas viejas —dijo Druss—. Ese es el punto débil.
—Ese es mi puesto —dijo Nuang, sin mostrar ninguna expresión—. Talismán me ha dicho que resista junto a los defensores de la puerta. Si la rompen, taparemos el hueco con cadáveres. —En el rostro del anciano apareció una sonrisa forzada—. Hacía mucho tiempo que no sentía un miedo semejante, pero es una buena sensación.
Druss asintió.
—Si rompen la puerta, viejo, estaré a tu lado.
—¡Ja! Entonces haremos una matanza.
Nuang suavizó su expresión.
—Volverás a luchar contra tu propia gente; ¿qué piensas de ello?
Druss se encogió de hombros.
—No son mi gente, y no he ido tras ellos. Son ellos los que vienen hacia mí; si mueren, es asunto suyo.
—Eres un tipo duro, Druss. Quizá tengas sangre nadir.
—Quizá.
Nuang vio al pie de la muralla a Meng, su sobrino, que lo llamaba. Sin despedirse, el anciano se alejó y bajó los escalones. Druss desvió la mirada al oeste, a la línea de las colinas. El enemigo tardaría poco en llegar. Pensó en Rowena, allá en la granja; en las jornadas de trabajo con el ganado y en la tranquilidad de las noches en la cabaña. Se preguntó por qué, cuando estaba lejos de ella, echaba de menos su compañía, y cuando estaba junto a ella sentía la llamada de las armas. Sus pensamientos se desviaron hacia su infancia y a los viajes con su padre, cuando intentaban huir del estigma que había dejado en ellos Bardan el Asesino. Druss bajó la mirada y contempló a Snaga, apoyada contra el parapeto. Aquella arma terrible había pertenecido a Bardan, su abuelo. En aquella época se hallaba poseída por un demonio, y había convertido a Bardan en un asesino feroz; en un carnicero. Druss también había sentido la influencia del hacha; se preguntó si sería como era por su causa. A pesar de que el demonio había sido exorcizado, quizá su maldad hubiera dejado huella en él durante todos los años que había pasado buscando a Rowena. Druss no tenía por costumbre dedicarse a la introspección, y sintió que se ponía de mal humor. No había llegado a las tierras de Gothir para luchar en una guerra, sino para participar en los Juegos. Pero en aquel momento, aunque no fuera culpa suya, se hallaba a la espera de la llegada de un ejército, y desesperado por encontrar las joyas que devolverían la salud a Klay.
—Pareces enfadado, vieja mula —dijo Sieben, sentándose a su lado. Druss miró a su amigo. El poeta vestía una camisa de color azul claro con botones de hueso, y llevaba puesta la bandolera, limpia y reluciente, en la que los mangos de los cuchillos sobresalían de las fundas. Se había peinado con esmero la melena rubia y la llevaba sujeta con una cinta en la que, en el centro, relucía un ópalo.
—¿Cómo te las apañas? —preguntó Druss—. Estamos en un páramo cubierto de polvo y pareces recién salido de una casa de baños.
—Hay que mantener el nivel —respondió Sieben, con una amplia sonrisa—. Estos salvajes tienen que ver cómo se comportan los hombres civilizados.
Druss rió entre dientes.
—Siempre consigues animarme, poeta.
—¿Por qué estabas tan huraño? La guerra y la muerte están al caer, en pocos días. Habría jurado que estarías dando saltos de alegría.
—Estaba pensando en Klay. Las joyas no están aquí, y no podré cumplir mi promesa.
—Yo no estaría tan seguro, vieja mula. Tengo una teoría… Pero no puedo decirte nada hasta que llegue el momento adecuado.
—¿Crees que las encontraremos?
—Como te acabo de decir, no es más que una teoría. Pero no es el momento. Nosta Jan te quiere muerto, ¿sabes? Y casi lo consigue. No podemos confiar en él, Druss; ni en Talismán. Las joyas son demasiado valiosas para ellos.
—En eso tienes razón —gruñó Druss—. El chamán es un asqueroso desgraciado.
—¿Qué es eso? —exclamó Sieben, señalando hacia las colinas—. ¡Por los cielos, ya están aquí!
Druss entrecerró los ojos. Una línea de lanceros de brillantes armaduras bajaba la colina cabalgando en fila india. Se oyó un grito en la muralla, y los guerreros corrieron a sus puestos, empuñando los arcos.
—Van montados en pintos —dijo Druss—. ¿Qué diablos…?
Talismán y Nosta Jan llegaron junto a Druss. Los jinetes emprendieron el galope y cruzaron la llanura con las lanzas en alto. En cada lanza había una cabeza clavada.
—¡Es Lin Tse! —gritó Talismán.
Los defensores nadir comenzaron a lanzar vítores mientras los treinta jinetes dieron una vuelta a medio galope alrededor de la muralla, alzando las lanzas y mostrando los macabros trofeos. Uno tras otro arrojaron las lanzas al suelo y cabalgaron a través de las puertas recién abiertas. Lin Tse desmontó de un salto y se quitó el yelmo gothir; los guerreros descendieron de la muralla y corrieron a rodear a los jinetes celestiales. Lin Tse empezó a cantar en el idioma nadir, saltando y bailando en medio de los gritos de los guerreros. En lo alto de la muralla, Sieben observaba la escena fascinado, pero no entendía ni una palabra. Se volvió a Nosta Jan.
—¿Qué está diciendo?
—Está relatando la matanza de los enemigos, y cómo sus hombres cabalgaron hasta el cielo para derrotarlo.
—¿Cabalgar hasta el cielo? ¿Qué significa eso?
—Significa que la primera victoria es nuestra —espetó el chamán—. Cállate y déjame escuchar.
—Irritante hombrecillo —musitó Sieben, sentándose al lado de Druss.
Lin Tse tardó alrededor de un cuarto de hora en contar su historia, y cuando acabó, los guerreros lo rodearon y lo alzaron en volandas. Talismán esperó sentado, en silencio, hasta que decreció el escándalo. Cuando volvieron a dejar a Lin Tse en el suelo, se reunió con Talismán y le dirigió una breve reverencia.
—Tus órdenes han sido cumplidas —le dijo—. Muchos lanceros han muerto, y traigo sus armaduras.
—Has hecho un buen trabajo, hermano.
Talismán subió los escalones de la muralla y se dirigió a los guerreros reunidos.
—¡Pueden ser derrotados! —dijo en nadir—. No son invencibles. Hemos probado su sangre, y beberemos más. Cuando vengan a despojar el santuario, los detendremos. Porque somos nadir, y está amaneciendo nuestro día. Esto es sólo el principio; lo que hagamos aquí formará parte de nuestras leyendas. El relato de vuestro heroísmo será transportado por alas de fuego a todas las tribus nadir, a cada campamento y cada pueblo, y hará que se acerque el día del Unificador. Y un día marcharemos ante las murallas de Gulgothir, y la ciudad temblará a nuestro paso.
Lentamente, alzó el brazo derecho con el puño cerrado.
—¡Nadir somos! —gritó. Los guerreros corearon el canto:
Nadir somos; recién nacidos empuñamos el hacha, escribimos con sangre, la victoria aguarda.
—Se le hiela a uno la sangre —dijo Sieben.
Druss asintió.
—Es muy inteligente. Sabe que las calamidades están por llegar, y hace que sus hombres se llenen de orgullo al principio. A partir de ahora lucharán por él como demonios.
—No sabía que entendieses el nadir.
—No lo entiendo…, pero no hace falta saber idiomas para comprender lo que está pasando aquí. Ha enviado a Lin Tse a por sangre enemiga. A por una victoria, para mantenerlos unidos. Probablemente les está diciendo que son todos unos héroes y que podrán resistir a cualquier fuerza. Algo por el estilo.
—¿Y podrán?
—No hay forma de saberlo, poeta, hasta que se produzcan las primeras bajas. Una fuerza de combate es como una espada; no está forjada hasta que pasa por el fuego.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Sieben con irritación—. Pero, aparte de las analogías guerreras, ¿qué impresión tienes? Conoces a los hombres, y confío en tu criterio.
—No conozco a estos hombres. Oh, desde luego que son fieros, pero no están disciplinados y son supersticiosos. No tienen a sus espaldas un historial de victorias que los sostenga en los peores momentos. Jamás han derrotado a los gothir. Todo depende del primer día de la batalla. Cuando termine, si sobrevivimos, vuelve a preguntarme.
—Pues sí que estás pesimista hoy, amigo mío —dijo Sieben—. ¿Qué te pasa?
—No es mi guerra, poeta; no me inspira ningún sentimiento. He luchado al lado de Oshikái, y sé qué a él no le importa un carajo lo que ocurra con sus huesos. Están luchando por nada, y nada se conseguirá, se gane o se pierda la batalla.
—Creo que te equivocas, vieja mula. Toda esa charla sobre el Unificador es importante para esta gente. Dices que no tiene un historial de victorias en el que apoyarse… Bueno, quizá ese historial empiece aquí. —Sieben se alzó sobre el parapeto, se sentó y miró a su amigo—. Pero todo eso ya lo sabes. Hay algo más, ¿verdad, Druss? Algo más profundo.
Una sonrisa preocupada cruzó el rostro de Druss, y se acarició la barba con su enorme manaza.
—En efecto, hay algo más. No me gustan, poeta; es así de fácil. No siento ninguna afinidad hacia estos guerreros; no sé cómo piensan ni qué sienten. Pero una cosa es segura: no piensan como nosotros.
—Nuang te cae bien. Y Talismán. Ambos son nadir —señaló Sieben.
—Lo sé. No lo entiendo.
Sieben rió entre dientes.
—Es muy sencillo, Druss. Eres drenai por nacimiento y educación; la mejor raza de la tierra. Es lo que nos han enseñado, al menos. Hombres civilizados en un mundo de salvajes. No te costó ningún trabajo luchar junto a los ventrianos, pero ellos son como nosotros, altos y de ojos redondos, y compartimos los mismos mitos. Pero los nadir descienden de los chiatze, y con ellos no compartimos nada. Somos como perros y gatos, Druss, o como lobos y leones, si lo prefieres, pero creo que te equivocas al decir que no piensan como nosotros, o que no sienten lo que nosotros. Sencillamente, los muestran de forma diferente; eso es todo. Provienen de una cultura diferente.
—No soy ningún intolerante —dijo Druss, a la defensiva. Sieben se echó a reír.
—Por supuesto que lo eres; nos han educado así. Pero eres un buen hombre, Druss, y eso no afectará en lo más mínimo a tu comportamiento. La educación drenai puede haber dejado un poso en tu cabeza, pero tienes un gran corazón, y eso es lo que te guía.
Druss se relajó, sintiendo que parte de su tensión se evaporaba.
—Espero que tengas razón —dijo—. Mi abuelo fue un asesino implacable, y aún me persiguen las atrocidades que cometió. No querría ser nunca culpable de ese tipo de maldad; no me gustaría luchar en el bando equivocado. La guerra en Ventria fue justa, lo creo realmente, y tenía sentido. Los ventrianos están gobernados ahora por Gorben, y creo que es uno de los mejores hombres que he conocido.
—Quizá —dijo Sieben, dubitativo—. La historia lo juzgará mejor que tú o yo. Pero si te preocupa la… bondad de este lío en el que nos hemos metido, despreocúpate. Esto es un santuario, y aquí reposan los restos del mayor héroe de los nadir. Este lugar significa algo para ellos. Los soldados que se acercan están a las órdenes de un emperador loco y vienen con intención de profanar el santuario con el objetivo de humillar a las tribus, para mantenerlas sojuzgadas. Sabe la Fuente que odio la violencia, pero no estamos en el lado equivocado, Druss. ¡Por los cielos, claro que no!
Druss dio una palmada en el hombro del poeta.
—Empiezas a hablar como un guerrero —le dijo, sonriendo.
—Bueno, eso es porque aún no ha llegado el enemigo. Cuando llegue, me encontrarás escondido en un barril de harina vacío.
—No me lo creo ni por asomo —le respondió Druss.
En una pequeña habitación, junto al hospital improvisado, Zhusái estaba sentada en silencio mientras Talismán y Lin Tse hablaban del asalto. Los dos hombres eran muy diferentes físicamente. Lin Tse era alto, y su rostro serio mostraba las señales de su herencia mestiza; apenas tenía los ojos rasgados, y los pómulos y la mandíbula eran recios; tampoco su pelo era del negro ala de cuervo de los nadir, sino de un tono castaño oscuro. Talismán, con el pelo recogido en una coleta, representaba hasta el último detalle la estampa de un guerrero nadir: piel dorada, rostro chato, ojos oscuros e inexpresivos. Pero entre los dos hombres había cierto parecido que iba más allá del aspecto físico; un aura de hermandad. Quizá fuera la experiencia compartida en la academia de Bodacas; quizá, el deseo de ver a los nadir libres y orgullosos de nuevo; quizá, ambas cosas.
—Llegarán mañana por la tarde, como máximo —dijo Lin Tse.
—No hay nada más que podamos hacer; los guerreros están tan preparados como es posible.
—Pero ¿resistirán, Talismán? Nunca he oído hablar muy bien de la tribu del Cuerno. Y en cuanto a los Lobos Solitarios… Parecen estar nerviosos sin su jefe. Además, los grupos no se mezclan entre sí.
—Resistirán —le contestó Talismán—. No hagas mucho caso de lo que se dice de la tribu del Cuerno; me pregunto qué habrán oído decir ellos de los Jinetes Celestiales. Nadie tiene por costumbre elogiar a sus enemigos tribales. Y no has dicho nada de los Caballos Veloces. ¿Es porque están a las órdenes de nuestro amigo Quing Chin?
Lin Tse sonrió.
—Está bien, ya capto la idea. El hachero parece un gran luchador.
—Lo es. He caminado en el Vacío con él, amigo mío, y créeme si te digo que es formidable.
—Aun así, no me siento muy cómodo con un gaiyín dentro de los muros. ¿Es un amigo?
—¿De los nadir? No. ¿Mío? Quizá. Me alegro de que esté aquí; es un guerrero indómito. —Talismán se levantó—. Deberías descansar, Lin Tse; te lo has ganado. Ojalá hubiera visto cómo tus hombres y tú saltabais la grieta. En verdad fuisteis jinetes celestiales en aquel instante. Los hombres cantarán sobre ello en los años venideros.
—Sólo si sobrevivimos, general.
—Entonces tendremos que sobrevivir, porque me gustaría oír la canción.
Lin Tse se levantó, y los dos guerreros se estrecharon la mano. Lin Tse hizo una inclinación hacia Zhusái y abandonó la habitación. Talismán se dejó caer en su asiento.
—Estás más cansado que él —lo reprendió Zhusái—. Eres tú quien necesita descansar.
Talismán le sonrió.
—Soy joven y estoy repleto de vigor.
Zhusái cruzó la habitación, se arrodilló ante él y le apoyó las manos en los muslos.
—No iré con Nosta Jan —dijo—. Lo he pensado bien. Sé que es la costumbre nadir que sea el padre de la joven quien elija al esposo, pero mi padre no era nadir, y mi abuelo no tenía derecho a comprometerme. Te digo, Talismán, que si me obligas a marcharme esperaré a recibir noticias de ti. Y si mueres…
—¡No lo digas! ¡Te lo prohíbo!
—No me puedes prohibir nada —le respondió Zhusái—. No eres mi esposo; eres mi guardián. Nada más. Está bien; no lo diré, pero sabes qué será lo que haré.
Talismán, irritado, agarró a la mujer por los hombros y la obligó a ponerse en pie.
—¿Por qué me torturas de esta forma? —gritó—. ¿No te das cuenta de que tu seguridad me da fuerza y esperanza?
Zhusái se relajó en los brazos de Talismán y se sentó en su regazo.
—¿Esperanza? ¿Qué esperanza tendré si has muerto, amor mío? ¿Qué me deparará el futuro? ¿Un matrimonio con un hombre sin nombre que tendrá los ojos de color violeta? No; no es mi futuro. Estaré contigo o no estaré con nadie.
Zhusái se inclinó hacia delante y besó a Talismán, que sintió en los labios la calidez de la lengua de la joven. El cerebro le gritaba que se apartase de ella, pero sintió una oleada de excitación y la apretó más contra sí, devolviendo el beso con un ardor que desconocía que poseyera. Acarició los hombros de la mujer, y sintió en los dedos la suavidad de la túnica de seda blanca y la piel que cubría. La mano de Talismán siguió el contorno del cuerpo de la joven y, cuando pasó sobre un pecho, la dureza del pezón lo hizo detenerse y apretarlo entre el índice y el pulgar.
Talismán no oyó abrirse la puerta, pero sintió la ráfaga de aire cálido que entró en la habitación. Se apartó de Zhusái y se volvió y vio a Nuang Xuan.
—¿Llego en mal momento, chico? —dijo el viejo guerrero, guiñando un ojo.
—No —le respondió Talismán, con voz pastosa—. Entra.
Zhusái se levantó, se inclinó y besó a Talismán en una mejilla. Talismán la siguió con la mirada mientras abandonaba la habitación, con los ojos fijos en el movimiento de sus esbeltas caderas.
Nuang Xuan se sentó torpemente en la silla de madera.
—Es más cómodo sentarse en el suelo a la manera nadir —dijo—, pero no quiero tener que mirarte desde abajo.
—¿Qué quieres, anciano?
—Me pediste que guardara la puerta, pero preferiría estar en lo alto del muro, junto a Druss.
—¿Por qué?
Nuang suspiró.
—Creo que moriré aquí, Talismán. No me preocupa, porque he vivido mucho tiempo. Y he matado a muchos hombres, no lo dudes.
—¿Por qué habría de dudarlo?
—Porque no es cierto —dijo Nuang, con una sonrisa aviesa—. En toda mi vida he matado a cinco hombres: tres en duelos, cuando era joven, y dos lanceros, cuando nos atacaron. Le prometí al hachero que mataría a un centenar de soldados en la muralla, y me respondió que él llevaría la cuenta por mí.
—¿Sólo un centenar? —preguntó Talismán.
—No me encuentro muy bien —respondió Nuang, sonriendo.
—Dime la auténtica razón por la que quieres estar junto al hachero.
Los ojos de Nuang se convirtieron en dos rendijas, e inspiró profundamente.
—Lo he visto luchar, y es letal. Muchos gaiyín morirán a su alrededor. Si estoy a su lado los hombres me verán pelear. No mataré a un centenar, pero se lo parecerá a los que estén mirando. Cuando se escriban las canciones sobre la defensa del santuario, mi nombre estará en ellas. ¿Lo entiendes?
—Nuang y el Mensajero de la Muerte —dijo Talismán con voz suave—. Sí; lo entiendo.
—¿Por qué lo llamas así?
—Él y yo combatimos en el vacío y volvimos para contarlo. Es un buen nombre.
—Es excelente. Nuang y el Mensajero de la Muerte. Me gusta. ¿Puedo luchar junto a él?
—Puedes. Yo también te observaré, anciano, y llevaré la cuenta.
—¡Ja! Me has hecho feliz, Talismán. —Nuang se levantó y se frotó las posaderas—. No me gustan estas sillas.
—La próxima vez que hablemos me sentaré en el suelo —le prometió Talismán.
Nuang meneó la cabeza.
—No queda mucho tiempo para hablar; los gaiyín llegarán mañana. ¿Tu mujer se quedará aquí?
—Sí.
—Como debe ser —dijo el anciano—. Es muy hermosa, y acostarte con ella te resultará de ayuda en los próximos días. De todas formas, tiene las caderas un poco estrechas. El primer parto suele ser difícil para las mujeres como ella.
—Lo tendré en cuenta, anciano.
Nuang se dirigió hacia la puerta, se detuvo un instante y se volvió a mirar a Talismán.
—Eres muy joven pero, si sobrevives, serás un gran hombre. Entiendo de estas cosas.
Después de decir aquellas palabras, se marchó.
Talismán se acercó a otra puerta que se abría al fondo de la habitación y entró en el hospital. Sieben extendía mantas en el suelo mientras una joven nadir barría.
—Todo listo, general —dijo el poeta animadamente—. Tenemos montones de hilo y agujas. Vendas también. Y las hierbas más apestosas que me he encontrado en mi vida; creo que sólo su olor bastará para que los heridos vuelvan enseguida a sus puestos, en la muralla.
—Hongos secos —dijo Talismán—; evitan las infecciones. ¿Tienes alcohol?
—No tengo la habilidad necesaria para operar; no será necesario emborrachar a los heridos.
—Úsalo para limpiar las heridas y los instrumentos; eso también ayuda a evitar las infecciones.
—Quizá deberías ser el médico —dijo Sieben—. Pareces saber de esto mucho más que yo.
—Estudiamos medicina militar en Bodacas. Había muchos libros.
Cuando Talismán se marchaba, la joven se le acercó. No poseía una belleza convencional, pero era increíblemente atractiva. Se detuvo muy cerca del nadir.
—Eres joven para ser general —le dijo, rozándolo con los pechos—. ¿Es cierto lo que se dice de ti y de la mujer chiatze?
—¿Qué es lo que se dice?
—Que está prometida al Unificador, y que tú no puedes tenerla.
—¿Eso se dice? Bueno, aunque fuese cierto, ¿en qué te incumbe?
—Yo no estoy prometida al Unificador, y un general no debería tener que preocuparse de sus dos cabezas, la de arriba y la de abajo. Se dice que no hay bastante sangre dentro de un hombre para llenar las dos al mismo tiempo. ¿No deberías vaciar una para que la otra pueda trabajar?
Talismán soltó una carcajada.
—Eres una de las mujeres de Nuang… ¿Niobe?
—Niobe, sí —repitió ella, halagada por el hecho de que él recordase su nombre.
—Bueno, Niobe; te agradezco tu ofrecimiento. Me siento honrado y me has animado.
—¿Eso es un sí o un no? —le preguntó, desconcertada.
Talismán sonrió, se volvió y salió. Cuando Niobe regresó junto a Sieben, el poeta soltó una risilla.
—Por los cielos, eres una zorra desvergonzada. ¿Qué ha pasado con el guerrero al que habías echado un vistazo antes?
—Tiene dos esposas, un caballo y mala dentadura.
—No desesperes; hay casi doscientos más entre los que puedes escoger.
Niobe lo miró e inclinó la cabeza.
—No hay nadie aquí. Ven, acuéstate conmigo.
—Algunos hombres, querida, se sentirían ofendidos por ser el segundo plato después de alguien con un caballo y los dientes podridos; por mi parte, no tengo reparos en aceptar tan descortés ofrecimiento. Al fin y al cabo, los hombres de mi familia siempre hemos tenido debilidad por las mujeres atractivas.
—¿Todos los hombres de tu familia hablan tanto? —le preguntó ella, desatándose el cinturón de cuerda para dejar caer la falda.
—Hablar es el segundo mejor talento que poseemos.
—¿Cuál es el primero?
—¿Sarcástica además de hermosa, querida? Eres una criatura encantadora.
Sieben se quitó la ropa, extendió una manta en el suelo y arrastró a la mujer hacia sí.
—Tendrás que ser rápido —dijo ella.
—La velocidad en los asuntos de caderas es un talento que no he llegado a dominar. Por suerte.
Zun sintió una oleada de júbilo al contemplar los dos carros en llamas. Bajó saltando entre las rocas hasta el lugar donde el conductor del carro gothir, con una flecha atravesándole el cuello, intentaba huir a rastras. Zun le hundió el cuchillo en la espalda y lo retorció con fiereza; el hombre gritó, y después comenzó a ahogarse con su propia sangre. Zun se levantó y lanzó un grito de guerra, y los guerreros de la tribu del Cuerno salieron de sus escondrijos, entre las rocas, y bajaron por la pendiente para unirse a él. El viento cambió, y el humo acre irritó los ojos de Zun, que rodeó los carros en llamas y contempló la escena. En total había siete carros y quince soldados. Doce de los lanceros estaban muertos: ocho de ellos, atravesados por las flechas; cuatro, acuchillados en feroces combates mano a mano. Zun había matado a dos. Después de aquello, los gothir habían dado la vuelta a los carros que quedaban enteros y habían huido. Zun habría querido perseguirlos, pero tenía órdenes de permanecer allí e impedir que el enemigo se acercase al estanque.
Los guerreros de la tribu del Cuerno habían luchado bien, y sólo uno de ellos había recibido una herida grave.
—¡Recoged las armas y las armaduras! —ordenó Zun—. Después volved a las rocas.
Un joven guerrero que se había puesto el yelmo de penacho blanco de un lancero, se le acercó.
—Ahora nos marcharemos, ¿no?
—¿Marchamos? ¿Adonde?
—¿Adonde? —repitió el joven, asombrado—. Fuera de aquí, antes de que regresen.
Zun se alejó del joven y subió por la cuesta salpicada de rocas que llevaba al estanque. Se arrodilló y se limpió la sangre del torso desnudo. A continuación se quitó el pañuelo blanco que llevaba atado en torno a la frente y lo empapó en el estanque antes de volvérselo a atar en la cabeza calva. Los guerreros se reunieron con él.
Zun se levantó y los miró. Escrutó sus rostros y vio en ellos el miedo. Habían matado a soldados gothir; ahora vendrían más, muchos más.
—¿Queréis huir? —les preguntó.
Un guerrero delgado de pelo canoso se adelantó.
—No podemos luchar contra un ejército, Zun. Hemos quemado los carros, ¿no? Volverán; quizá un centenar, quizá más. No podemos luchar contra ellos.
—Entonces huid —dijo Zun con tono de desprecio—. No esperaba otra cosa de unos cobardes de la tribu del Cuerno. Pero yo soy del Lobo Solitario, y nosotros no huimos. Me han ordenado que defienda este estanque con mi vida, y es lo que pretendo hacer. Mientras yo siga en pie, ni un solo gaiyín probará esta agua.
—¡No somos cobardes! —gritó el guerrero, enrojeciendo. Un murmullo de irritación se alzó del grupo de guerreros que rodeaba a Zun—. Pero ¿qué sentido tiene morir aquí?
—¿Qué sentido tiene morir en cualquier sitio? —replicó Zun—. Doscientos hombres aguardan en el santuario dispuestos a defender los huesos de Oshikái. Vuestros propios hermanos están entre ellos. ¿Crees que huirán?
—¿Qué quieres que hagamos? —preguntó otro guerrero.
—¡No me importa qué diablos hagáis! —estalló Zun—. Lo único que sé es que me quedaré aquí y lucharé.
El guerrero de pelo cano llamó a sus compañeros, se alejaron hasta el otro lado del estanque y se sentaron en círculo para debatir sus opciones. Zun no les hizo caso.
El lobo solitario oyó un gemido a su izquierda y vio al guerrero herido de los Cuerno, sentado con la espalda apoyada en una roca rojiza, con las manos cubiertas de sangre apretadas sobre una profunda herida que tenía en el vientre. Zun cogió el casco de un lancero, lo sumergió en el estanque y llevó el agua al moribundo. Se agachó y acercó el casco a los labios del guerrero, que bebió un par de tragos, tosió y gritó de dolor. Zun se sentó a su lado.
—Has peleado bien —le dijo.
El joven guerrero se había arrojado sobre un lancero y lo había derribado de la silla. En la pelea que siguió, el lancero había desenvainado un largo puñal y lo había hundido en el vientre del nadir. Zun había corrido en su ayuda y había acuchillado al lancero.
El sol se alzó sobre las colinas rojizas e iluminó el rostro del herido. Zun se dio cuenta de que no tendría más de quince años.
—Solté la espada —dijo el guerrero—, y ahora voy a morir.
—Morirás por defender tu tierra. Los Dioses de la Piedra y el Agua te darán la bienvenida.
—No somos cobardes —dijo el muchacho moribundo—. Pero… hemos pasado demasiado tiempo… huyendo de los gaiyín.
—Lo sé.
—Tengo miedo del Vacío. Si…, si espero…, ¿caminarás conmigo en la oscuridad?
Zun se estremeció.
—Ya he estado en la oscuridad, chico. Conozco ese miedo. Sí, puedes esperarme; caminaré contigo.
El joven le dirigió una sonrisa cansada y, después, su cabeza cayó hacia atrás. Zun cerró los ojos del muchacho y se puso de pie. Giró en redondo y caminó hacia el otro lado del estanque, donde los guerreros seguían discutiendo. Levantaron la mirada cuando se acercó.
Zun se abrió paso hasta el centro del círculo.
—Hay un momento para luchar —dijo— y un momento para huir. Recordad vuestra vida. ¿No habéis huido ya bastante? ¿Y adonde iréis? ¿Hasta dónde tendréis que correr para que no os alcancen los lanceros? Los guerreros del santuario alcanzarán la inmortalidad. ¿Hasta dónde tendréis que correr para escapar de las canciones que hablen de ellos?
»El enemigo sólo podrá luchar mientras tenga agua, y este es el único estanque. Cada día que les neguemos el agua da a nuestros hermanos una oportunidad más de victoria, y por ello formaremos parte de la Gran Canción. No tengo amigos ni hermanos de armas, y los gothir me robaron la juventud en sus minas, haciéndome trabajar en la oscuridad con el cuerpo cubierto de llagas. No tengo esposa ni hijos; Zun no otorgará regalos al futuro. Cuando haya muerto, ¿quién llorará por mí? Nadie. La sangre de Zun no continúa en ninguna criatura viva. Los gothir encadenaron mi espíritu, y cuando maté a los guardias y liberé mi cuerpo, mi espíritu siguió atrapado en la oscuridad. Creo que sigue allí, entre la tierra, oculto en los oscuros túneles. No pude… No puedo sentir el espíritu de pertenencia que es el corazón de lo que somos. Lo único que me queda es el deseo de ver a mi gente, los nadir, caminar libres y orgullosos.
»No debería haberos llamado cobardes, puesto que sois valerosos. Pero vuestro espíritu también ha sido encadenado por los gaiyín. Hemos nacido para temerlos, para huir de ellos, para agachar la cabeza. Son los amos del mundo, y nosotros, sólo alimañas de las estepas. Bien: Zun no volverá a aceptar eso. Zun es un hombre perdido y amargado. —Alzó la voz—. ¡Zun no tiene nada que perder! Vuestro compañero ha muerto, y antes de morir me ha preguntado si caminaría en la oscuridad junto a él; ha dicho que su espíritu me esperaría, y en ese instante he sabido que moriré aquí. Estoy dispuesto. Quizá me reuniré con mi espíritu, quizá no, pero me encontraré con el del muchacho en la senda oscura, y atravesaremos juntos el Vacío. Cualquiera de vosotros que no esté dispuesto a hacer lo mismo debe marcharse ahora; no lo maldeciré. Aquí es donde resistirá Zun. Aquí es donde caerá Zun. No tengo nada más que decir.
Abandonó el círculo y trepó a las rocas que dominaban las estepas. Los carros habían dejado de arder, pero la madera quemada todavía humeaba. Los buitres habían empezado a picotear los cadáveres. Zun se puso de cuclillas a la sombra; le temblaban las manos, y el miedo creció en su interior, haciendo que le subiera bilis hasta la garganta.
Lo esperaba una eternidad en la oscuridad, y Zun no podía imaginar un horror más grande. Alzó la mirada hacia el cielo azul. Lo que les había dicho a los guerreros era cierto: cuando muriese, ninguna criatura en toda la inmensidad de la estepa lloraría por él. No poseía nada más que un cuerpo cubierto de cicatrices y sin pelo, y los dientes podridos, y aquello era lo único que se llevaría de su vida. En las minas no había lujos como la amistad; cada hombre resistía para sí mismo. Cuando escapó, el legado de los años pasados en la oscuridad lo perseguía. No podía soportar dormir dentro de una tienda en compañía de otros; necesitaba el aire abierto y el maravilloso sabor de la soledad. Había deseado a una mujer, pero nunca se lo dijo a nadie; en aquella época, Zun era un guerrero que poseía muchos caballos, y podría haber pujado por ella, pero no se arriesgó, y observó con desesperación cómo ella se casaba con otro.
Una mano se apoyó en su hombro. El guerrero de pelo cano se había agachado a su lado.
—Dices que no tienes hermanos de armas. Ahora sí. Nos quedaremos a tu lado, Zun del Lobo Solitario, y caminaremos por la senda oscura junto a ti.
Por primera vez desde el día en que había sido llevado a las minas, Zun sintió que unas lágrimas cálidas le corrían por las mejillas. Inclinó la cabeza y lloró sin sentir vergüenza.
Gargan, señor de Larness, tiró de las riendas de su imponente semental gris y se inclino sobre el pomo de la silla. Ante él se alzaban los edificios del santuario de Oshikái, el Terror de los Demonios. Tras él, las tropas aguardaban: los ochocientos soldados de infantería, formados en pacientes filas de a cuatro; los doscientos arqueros, flanqueando a los soldados de a pie; y los Lanceros Reales, formados en cuatro columnas de doscientos cincuenta hombres, se desplegaban a ambos lados. Gargan estudió con atención la muralla blanca y tomó nota de la grieta que se abría en el lado occidental. Entrecerró los ojos y observó a los defensores, buscando el despreciable rostro de Okái, pero a aquella distancia no podía ver con suficiente claridad.
Gargan abrió y cerró los puños, y apretó el pomo de la silla con tanta fuerza que se le pusieron los nudillos blancos a pesar del bronceado de la piel.
—Te atraparé, Okái —susurró—. Y te torturaré mil veces antes de que mueras.
Gargan alzó una mano y llamó al heraldo. El joven soldado adelantó su montura y se situó al lado del general.
—Sabes lo que has de decir. ¡Muévete! E intenta mantenerte fuera del alcance de los arcos; esos salvajes carecen de honor.
El soldado saludó, espoleó a su montura y galopó hacia las murallas, levantando una nube de polvo rojizo. Cuando llegó a una distancia adecuada tiró de las riendas, y el caballo se encabritó. A continuación se oyó la voz del heraldo:
—Sabed que el general Gargan, con la autoridad que le otorga el Dios Rey, ha venido a visitar el santuario de Oshikái, el Terror de los Demonios. Las puertas deberán abrirse dentro de una hora, y el traidor Okái, conocido como Talismán, será entregado a Gargan. Si se cumplen estas instrucciones, los hombres estacionados en el santuario no sufrirán daño alguno. —Hizo una pausa para recuperar el aliento, y prosiguió—: En caso de que no se obedezcan las órdenes, Gargan considerará traidores a todos los ocupantes del santuario. El ejército hará que entreguen el lugar y los hará prisioneros. Se cortarán las manos a todos los ocupantes, se les arrancarán los ojos y serán colgados, y todos los hombres vagarán por el Vacío ciegos y mutilados. Estas son las palabras de Gargan. Tenéis una hora.
El lancero hizo girar a su caballo y regresó a la columna.
Premián se acercó a Gargan.
—No se rendirán, señor.
—Lo sé.
Premián observó el rostro del general y vio en él una expresión de triunfo.
—Sólo disponemos de treinta escalas, señor. Será difícil asaltar los muros.
—Para eso reciben su paga los soldados. Que monten el campamento, y envía a cincuenta lanceros a patrullar los alrededores. Lanzaremos el primer ataque al anochecer. Que se concentre en el muro dañado y en quemar las puertas.
Gargan hizo dar la vuelta a su montura y recorrió la línea, mientras Premián daba las órdenes de acampada a las tropas. La tienda de Gargan había sido destruida por el fuego, pero se había fabricado otra con lonas de sacos y ropas que habían sobrevivido al fuego. El general permaneció a caballo mientras los soldados alzaban la tienda, y cuando terminaron, desmontó y entró. La sillas se habían perdido en el incendio, pero habían podido recuperar el camastro. Gargan se sentó en él, agradecido por poder ponerse a cubierto del ardiente sol. Se quitó el yelmo emplumado, se desabrochó las correas de la coraza y se tumbó en el camastro.
La tarde anterior había llegado un mensajero de Gulgothir. En la ciudad aumentaba el descontento, según decía el mensaje de Garen Tsen, pero la policía secreta había detenido a docenas de nobles, y la situación estaba controlada por el momento. El Dios Rey estaba oculto, protegido por los sicarios del chiatze, que rogaba al general que completase con celeridad su misión y regresase a la ciudad cuanto antes.
Gargan pensó que habrían tomado el santuario al amanecer. Con algo de suerte estaría de regreso en Gulgothir en diez días.
Un criado entró en la tienda, con una copa de agua. Gargan dio un trago; el agua estaba caliente y tenía un regusto salobre.
—Que vengan Premian y Marlham —le ordenó al criado.
—Sí, señor.
Cuando llegaron los comandantes, saludaron al general, se quitaron el yelmo y lo sostuvieron bajo el brazo. Marlham parecía terriblemente cansado, y la barba entrecana que le cubría las mejillas lo hacía parecer diez años mayor. Premián, aunque más joven, también parecía agotado, y tenía profundas ojeras bajo los ojos azules.
—¿Cómo está la moral de las tropas? —preguntó Gargan.
—Ha mejorado ahora que hemos llegado a nuestro destino —respondió Marlham—. Los nadir no destacan por su capacidad defensiva. La mayoría de los hombres cree que huirán en cuanto alcancemos las murallas.
—Probablemente tengan razón —dijo Gargan—. Quiero que los lanceros rodeen el santuario; no han de escapar. Ni uno. ¿Entendido?
—Entendido, señor.
—No creo que huyan —intervino Premián—. Lucharán hasta la muerte; este santuario es su lugar sagrado.
—Ese no es el estilo nadir —dijo Gargan con desprecio—. No entiendes a estas sabandijas; son cobardes por naturaleza. ¿Crees que se preocuparán de los huesos de Oshikái cuando empiecen a volar las flechas y el frío acero alcance su carne? No.
Premián inspiró profundamente.
—Okái resistirá. No es ningún cobarde, y ha estudiado estrategia… El mejor alumno que haya salido nunca de Bodacas.
Gargan se puso de pie de un salto.
—¡No lo elogies! —rugió—. ¡Ese hombre asesinó a mi hijo!
—Lamento vuestra pérdida, general; Argo era amigo mío. Pero aquel acto diabólico no cambia el hecho de que Okái tiene talento. Es posible que haya unido a esos guerreros, y sabe mantener la disciplina y la moral. No huirán.
—Entonces, que se queden y mueran —dijo Gargan—. No existen diez nadir que puedan superar a un solo espadachín gothir. ¿Cuántos guerreros son? Unos doscientos. Al anochecer, el doble de soldados de infantería atacará los muros. Que resistan o huyan es indiferente.
—También los acompaña ese hombre, Druss —dijo Premián.
—¿Y qué? ¿Acaso Druss es un semidiós? ¿Arrojará montañas sobre nuestras cabezas?
—No, señor —respondió Premián sin alterarse—, pero es una leyenda entre los suyos, y sabemos, porque lo hemos comprobado nosotros mismos, que es capaz de luchar. Acabó con siete lanceros cuando atacamos el campamento renegado. Es un guerrero audaz, y los hombres ya empiezan a hablar de él. Ninguno está deseando enfrentarse a su hacha.
Gargan miró fijamente al joven.
—¿Qué sugieres, Premián? ¿Que volvamos a casa?
—No, señor. Tenemos órdenes y las cumpliremos. Lo que trato de decir es que deberíamos evaluar al enemigo con un poco más de respeto. Dentro de una hora, la infantería atacará los muros. Si cree que no habrá más que una oposición simbólica y se equivocan la sorpresa incapacitará a los soldados; podríamos perder un centenar antes del anochecer. Ya están cansados y sedientos; sería un golpe terrible para la moral.
—No estoy de acuerdo, señor —dijo Marlham—. Si les decimos que el asalto será peligroso, podría anidar en su interior el temor a la derrota. Los miedos de ese tipo suelen convertirse en profecías que se cumplen por sí mismas.
—No es eso lo que estoy diciendo —insistió Premián—. Deberíamos decirles que los defensores están dispuestos a sacrificar la vida y que la batalla no será fácil. Y entonces insistiremos en que son soldados gothir y nadie puede resistir frente a ellos.
Gargan regresó al catre, se sentó y meditó en silencio un rato; después alzó la mirada.
—Sigo creyendo que los nadir huirán; sin embargo, sería un mal general si no considerase cierto margen de error. Haz lo que has sugerido, Premián. Advierte a los hombres y después anímalos.
—Sí, señor. Gracias, señor.
—Cuando llegue la hora del ataque, soltad al prisionero y enviadlo hacia las murallas. Cuando esté bastante cerca para que lo vean los defensores, que lo liquiden tres arqueros montados.
Premián saludó y se puso el yelmo.
—¿No hay palabras de rechazo, Premián? —preguntó Gargan.
—No, señor. No me agradan estas cosas, pero ver morir a uno de los suyos pondrá nerviosos a los defensores, sin duda.
—Bien. Vas aprendiendo.
Sieben contempló el ejército enemigo y sintió la gélida garra del miedo en las entrañas.
—Creo que aguardaré en el hospital, vieja mula —le dijo a Druss. El hachero asintió.
—Será lo mejor —dijo torvamente—. Dentro de poco tendrás mucho que hacer allí.
Sieben descendió de la muralla con las piernas temblorosas. Nuang Xuan se acercó a Druss.
—Me quedaré a tu lado —le dijo, con el rostro pálido y parpadeando.
Una veintena de guerreros nadir estaba en las inmediaciones, en silencio.
—¿De qué tribu sois? —le preguntó Druss al que estaba más cerca, un joven de mirada nerviosa.
—Del Lobo Solitario —respondió el joven, humedeciéndose los labios.
—Bien —dijo Druss en tono relajado, alzando la voz para que los demás guerreros lo oyeran—. Este viejo me ha dicho que va a matar a cien soldados gothir, y voy a llevar la cuenta. No quiero que ninguno de los lobos solitarios se cruce en su camino. Matar a un centenar exige mucha concentración.
El joven echó una ojeada a Nuang y sonrió.
—Mataré más que él —dijo.
—Esto huele a apuesta en perspectiva —dijo Druss—. ¿Cómo te llamas?
—Chisk.
—Bien, Chisk. Te apuesto una moneda de plata a que cuando se haga de noche, el viejo Nuang habrá matado más soldados que tú.
El guerrero pareció deprimido.
—No tengo tanta plata para apostar.
—¿Y qué tienes? —le preguntó el hachero.
El guerrero nadir hurgó en el bolsillo de su mugriento jubón de cuero de cabra y sacó un amuleto redondo con un lapislázuli encajado.
—Esto protege de los malos espíritus —dijo—. Vale muchas monedas de plata.
—Estoy seguro de que así es —dijo Druss—. ¿Te animas a apostar?
El joven asintió.
—Y apuesto a que también mataré más que tú —añadió. Druss se echó a reír y dio una palmada en el hombro del joven.
—Una apuesta por persona es suficiente, chico. ¿Algún otro lobo solitario quiere apostar?
Los guerreros se adelantaron y le ofrecieron cinturones repujados, facas y botones de cuerno labrado. Druss aceptó todas las ofertas.
Un fornido guerrero de ojos hundidos le dio un golpecito en el brazo.
—¿Quién llevará la cuenta? —preguntó—. Nadie puede estar mirándonos a todos.
Druss sonrió.
—Todos sois héroes y hombres de palabra: que cada uno cuente los suyos. Por la noche, cuando el enemigo haya vuelto a su campamento con el rabo entre las piernas, nos reuniremos y veremos quién ha ganado. Ahora, volved a vuestros puestos; ya casi ha pasado la hora.
Nuang se le acercó.
—Creo que vas a perder un montón de plata, hachero —susurró.
—Sólo es dinero.
Talismán apareció junto a ellos.
—¿Qué es este jaleo? —preguntó. Varios guerreros lo rodearon y hablaron en nadir. Talismán asintió y sonrió, con cierta preocupación.
—Creen que eres un idiota —le dijo a Druss.
—No es la primera vez que alguien lo dice —reconoció el hachero.
Tres jinetes salieron del campamento enemigo; uno de ellos arrastraba a un prisionero. Cuando estuvieron a poca distancia frenaron a los caballos. El prisionero cayó pesadamente e intentó ponerse de pie.
—Es Quing Chin —dijo Talismán con un hilo de voz. Su rostro permanecía inexpresivo.
Habían cortado las manos del prisionero y le habían cubierto los muñones con brea. El jinete que lo arrastraba cortó la cuerda. Quing Chin se tambaleó y dio media vuelta.
—También le han sacado los ojos —susurró Nuang.
Los nadir que estaban en el muro llamaron al hombre mutilado, que alzó la cabeza y avanzó dando tumbos en dirección al sonido. Los tres jinetes le permitieron acercarse; después, cargaron los arcos y galoparon hacia él. La primera flecha lo acertó a la altura de los riñones, pero el herido no gritó. Una segunda flecha se le hundió entre los omóplatos. Quing Chin cayó, y comenzó a arrastrarse. Otro jinete tiró de las riendas, se detuvo junto al nadir, tensó el arco y disparó. La última flecha se hundió profundamente en la espalda de Quing Chin.
Una flecha voló desde las murallas y cayó cerca de los jinetes.
—¡Que nadie dispare! —gritó Talismán.
—Una forma asquerosa de morir —susurró Nuang Xuan—. Esto es lo que nos ha prometido el enemigo.
—Deja que disfruten de su momento —dijo Druss con voz gélida—. Dentro de un rato será nuestro momento, y no van a disfrutar tanto.
Del campamento enemigo llegó el redoble de un tambor, y centenares de soldados de infantería comenzaron a avanzar hacia el muro occidental. El sol brillaba sobre las corazas y los yelmos plateados. Los seguían los doscientos arqueros, con las flechas preparadas en los arcos.
Druss se volvió a Talismán, que había desenvainado el sable.
—Aquí no hay sitio para ti, general —le dijo en voz baja.
—Tengo que luchar —siseó Talismán.
—Eso es lo que quieren. Eres el jefe; no puedes morir en el primer ataque, o el daño para la moral sería irrecuperable. Confía en mí y abandona el muro. ¡No permitiré que pasen!
Talismán vaciló un instante, y después enfundó el sable y volvió sobre sus pasos.
—¡Mantened la cabeza baja! —gritó Druss—. Lo primero que harán será acribillarnos a flechazos. Situaos a lo largo del muro y enfundad las armas. Cuando los soldados con escalas lleguen junto al muro, les arrojaremos una lluvia de piedras. Cuando estén arriba, usad los puñales; son mejores a corta distancia. Dejad las espadas para cuando alcancen los parapetos.
Las líneas de la infantería atacante se detuvieron, justo fuera del alcance de las flechas. Druss se arrodilló y observó a los arqueros mientras corrían a lo largo de las filas. Cientos de flechas surcaron el aire.
—¡Cubríos! —gritó.
A lo largo del muro, los defensores nadir se agacharon tras las almenas. Druss echó una ojeada al interior. Talismán y un grupo de reserva de veinte guerreros, guiados por Lin Tse, estaban en el patio cuando las flechas pasaron sobre la muralla. Uno de los hombres fue herido en una pierna; el resto corrió a cubrirse en el edificio de las viviendas.
Fuera, en la llanura, la infantería se puso en marcha; lentamente al principio; cuando se acercaron a la muralla, alzaron los escudos redondos para protegerse de las flechas y se lanzaron a la carga. Las saetas nadir llovieron sobre ellos, y varios hombres cayeron. Los arqueros gothir seguían disparando descarga tras descarga sobre las cabezas de los infantes. Dos arqueros nadir cayeron.
Los portadores de las escalas alcanzaron el muro occidental. Druss se arrodilló, cogió una roca tan grande como la cabeza de un toro y, con un gruñido, la apoyó en la almena. Una escala golpeó contra el muro. Druss cogió la roca con las dos manos, la levantó por encima de la cabeza y la arrojó al otro lado del parapeto. Siete soldados subían por la escalera cuando la roca golpeó al que iba delante, haciéndole añicos el cráneo; después golpeó al tercero en un hombro, rompiéndole la clavícula y haciéndolo caer y arrastrar en su caída a los que subían tras él. Rocas grandes y piedras más pequeñas llovían sobre los gothir, pero no aflojaban la presión.
Uno de los atacantes alcanzó el parapeto, sosteniendo el escudo sobre la cabeza. Chisk se adelantó y le hundió el cuchillo en un ojo; el soldado cayó lanzando un grito ahogado.
—¡Uno para Chisk! —gritó el nadir.
Dos gothir más coronaron la muralla. Druss se inclinó a la derecha, y Snaga aplastó un yelmo de madera y el cráneo que protegía; un golpe de revés del hacha descalabró al segundo soldado. Nuang saltó hacia delante y golpeó con la faca el rostro de un soldado que intentaba escalar el parapeto; la hoja abrió un tajo en la frente del atacante, pero este respondió con un golpe de su espada corta que acertó en la muñeca izquierda de Nuang y le desgarró la carne. Snaga cayó sobre el hombro del soldado y partió la cota; la sangre brotó de la herida, y el atacante cayó al otro lado.
A la izquierda de Druss, cuatro soldados gothir se habían abierto camino en la muralla y formaban un frente que permitiría que otros soldados coronasen el muro sin oposición. Druss cargó contra el grupo, y Snaga describió un arco letal; uno de los soldados cayó al instante. Druss embistió a otro con un hombro y lo hizo caer al patio interior. El tercero recibió un terrible hachazo en el pecho, que le aplastó las costillas. El último lanzó una estocada al vientre del hachero, pero la hoja de Nuang se interpuso, bloqueó la estocada y, siguiendo el movimiento, Nuang la encajó en el cuello del gothir, que soltó la espada y se tambaleó hacia atrás, lanzando un chorro de sangre por la yugular cortada.
Druss soltó el hacha, agarró al soldado por la garganta y el vientre, y lo alzó sobre su cabeza. Se giró y arrojó el cuerpo contra dos soldados que estaban a punto de sobrepasar el parapeto, haciéndolos caer al exterior. Nuang se adelantó a tiempo de encajar la espada en la boca abierta de un soldado barbudo que acababa de llegar al extremo de la escala; la punta le atravesó el paladar y le asomó por la nuca. La caída del soldado arrancó la espada de la mano del nadir. Druss recogió una espada corta caída en el parapeto y se la arrojó al anciano, que la atrapó con habilidad.
A lo largo de todo el muro occidental, los nadir luchaban enconadamente para detener las sucesivas oleadas de atacantes. Abajo, en el patio, Talismán aguardaba junto a Lin Tse y los veinte guerreros, intentando decidir cuál sería el mejor momento para enviar refuerzos al combate. Lin Tse esperaba junto al general nadir, con la espada desenvainada. La defensa fue superada durante un breve instante, y cinco soldados se abrieron paso hasta los escalones. Lin Tse dio un paso al frente, pero Talismán lo retuvo: Druss había cargado contra los gothir y había derribado a tres en el espacio de otros tantos latidos del corazón.
—Es terrible —dijo Lin Tse—. Jamás había visto nada igual.
Talismán no respondió. Los lobos solitarios luchaban como demonios, inspirados por la ferocidad del hachero. En los otros muros, los nadir observaban con asombrada admiración.
—¡Se acercan a las puertas! —gritó Gorkái—. Traen braseros y hachas.
Talismán le hizo un gesto para confirmar que lo había oído, pero no se movió. Más de una docena de los defensores del muro occidental estaban heridos. Cinco de ellos seguían combatiendo; los demás bajaban por la escalera y se dirigían al hospital.
—¡Ahora! —le dijo a Lin Tse.
El alto jinete celestial subió corriendo los escalones.
Las hachas golpeaban las puertas, y Talismán vio a Gorkái y a los guerreros de los Caballos Veloces arrojando piedras por encima del parapeto. La madera de la puerta comenzó a humear, pero, tal como había sugerido Druss, la habían empapado a diario, y los fuegos se extinguieron con rapidez. Talismán hizo una señal a Gorkái para que enviara de vuelta a diez hombres y esperasen junto a él.
La batalla arreció. Druss, cubierto de sangre, corrió por el parapeto, bajó a la plataforma de combate y dispersó a los soldados gothir que se habían abierto camino a través de la muralla. Talismán ordenó a diez hombres que fuesen en ayuda del hachero, desenvainó el sable y los siguió. Sabía que Druss tenía razón sobre el golpe que supondría para la moral que él muriese, pero los hombres tenían que verlo luchar.
Subió a la plataforma, y su sable abrió un tajo en el cuello de un soldado gothir. Otros dos corrieron hacia él; Druss descargó el hacha sobre el hombro de uno, y el anciano Nuang Xuan destripó al otro.
Los gothir retrocedieron, llevándose las escalas.
Un grito de guerra brotó de todas las gargantas nadir; los guerreros vitorearon y agitaron las espadas sobre sus cabezas.
Talismán llamó a Lin Tse.
—Cuenta los heridos, y que lleven al hospital a los que estén peor.
Los lobos solitarios se apelotonaron alrededor de Druss, dándole palmadas en la espalda y felicitándolo. En su excitación hablaban en nadir, y Druss no entendía una palabra de lo que le decían. Se volvió hacia el fornido Chisk.
—Bueno, compañero —le dijo—, ¿a cuántos has matado?
—He perdido la cuenta, pero sé que a bastantes.
—¿Crees que has superado al viejo? —preguntó Druss, pasando un brazo sobre los hombros de Nuang.
—¡Me da igual! —gritó Chisk alegremente—. ¡Hasta le besaré la fea mejilla! —El joven soltó la espada, sujetó al sorprendido Nuang por los hombros y lo abrazó—. Les hemos enseñado cómo luchan los nadir, ¿eh? Hemos pateado a los perros gaiyín.
Nuang sonrió, dio un paso y, de repente, cayó al suelo con una expresión de sorpresa en la cara. Chisk se arrodilló al lado del anciano y le abrió el jubón. En la piel de Nuang se abrían tres heridas, y la sangre salía a borbotones.
—Aguanta, hermano —le dijo Chisk—. Las heridas no son graves; te llevaremos al médico, ¿de acuerdo?
Dos lobos solitarios ayudaron a Chisk a llevar a Nuang Xuan al hospital.
Druss caminó hasta el pozo y sacó un cubo de agua fresca. Se descolgó un trapo del cinturón y se limpió la sangre de la cara y el jubón; después se vació el cubo sobre la cabeza.
De la muralla llegó el sonido de las carcajadas.
—¡Vosotros también deberíais tomar un baño, cabrones! —gritó. Echó el cubo al pozo, volvió a sacarlo lleno y bebió un largo trago de agua.
Talismán llegó a su lado.
—Hemos matado o herido a setenta —dijo el jefe nadir—, a costa de nueve muertos y quince heridos. ¿Qué crees que harán ahora?
—Lo mismo, pero con tropas frescas —dijo Druss—. Y antes de que anochezca. Creo que hoy atacarán al menos dos veces más.
—Estoy de acuerdo. Y resistiremos; ahora estoy seguro.
Druss rió entre dientes.
—Son buenos luchadores. Mañana volverán a atacar las puertas, coordinando los asaltos.
—¿Por qué no esta noche?
—Aún no han aprendido la lección —dijo Druss.
Talismán sonrió.
—Eres un buen maestro, hachero. Estoy seguro de que aprenderán antes de que termine el día.
Druss volvió a beber; después señaló a un grupo de hombres que se afanaban en la base de la torre caída. Estaban recogiendo bloques de granito y los apartaban de los escombros.
—¿Para qué hacen eso? —preguntó el hachero.
—Las puertas caerán —dijo Talismán—, pero tenemos preparada una sorpresa para los primeros soldados que las crucen.
Nuang Xuan yacía en el suelo, con la cabeza apoyada en una almohada rellena de paja y tapado con una manta. Notaba la tirantez en los puntos que había recibido en el pecho y el hombro, y le dolían las heridas, pero se sentía en paz. Había resistido junto al hachero y había matado a cinco enemigos. ¡Cinco! Al otro lado de la sala, un hombre gritó. Nuang se puso de lado, con cuidado, y vio al médico que suturaba una herida en el vientre de un hombre. El herido se retorcía, y Niobe le sujetaba los brazos. «Una pérdida de tiempo», pensó Nuang. Poco después, el herido lanzó un grito ahogado y se quedó inmóvil. El médico maldijo; Niobe arrastró el cadáver fuera de la mesa, y dos hombres colocaron en ella a otro herido.
Sieben abrió el jubón del guerrero. Había recibido un corte en el pecho, que se hacía más profundo al llegar al costado; la espada se había roto, y la punta había quedado clavada a la altura de la cadera.
—Necesito unas pinzas —dijo Sieben, limpiándose el sudor de la frente con una mano ensangrentada y dejando una mancha carmesí.
Niobe le pasó unas pinzas rudimentarias, y Sieben metió los dedos en la herida, tanteando en busca del trozo de metal. Cuando lo encontró, hundió las pinzas en la carne abierta y, dando un tirón, sacó el trozo de acero. En otra parte de la sala, dos mujeres nadir cosían y vendaban heridas.
Nosta Jan entró, echó un vistazo, cruzó la habitación, pasando al lado de Nuang, y entró en la pequeña sala del fondo. Nuang oyó la conversación que siguió.
—Me marcho esta noche —dijo el chamán—. Dile a la mujer que se prepare.
—Se queda —dijo Talismán.
—¿No entendiste lo que te dije sobre el destino?
—Eres tú quien no entiende —gruñó Talismán—. No conoces el futuro; tienes atisbos, que resultan tentadores e incompletos. A pesar de tus poderes, no puedes localizar a Ulric. ¿Tan difícil es encontrar a un jefe de ojos violeta? No puedes encontrar los Ojos de Alcázar. Y no me advertiste de que capturarían a Quing Chin. Márchate si quieres, pero te irás solo.
—¡Loco! —gritó Nosta Jan—. No es momento para traiciones. Todo aquello para lo que has vivido está en juego. Si me la llevo, vivirá. ¿Puedes entender eso?
—Te equivocas de nuevo, chamán. Si te la llevas, ella misma se dará muerte; me lo ha dicho, y la creo. Vete. Busca al hombre de ojos violeta. Que construya sobre lo que hemos conseguido aquí.
—Vas a morir aquí, Talismán —dijo Nosta Jan—. Está escrito en las estrellas. Druss logrará escapar, pues lo he visto en el futuro, pero tú no tienes ningún lugar en él.
—Mi lugar es este —respondió Talismán—. Aquí resistiré.
El chamán dijo algo más, pero Nuang no pudo oírlo, pues los dos hombres habían bajado la voz.
Niobe se arrodilló junto al anciano con un cuenco de barro lleno de lyrrd.
—Bebe, anciano —dijo—. Devolverá la fuerza a tus viejos huesos.
—Puede que sea viejo, pero mi sangre sigue fluyendo, Niobe. He matado a cinco enemigos. Me siento tan fuerte que creo que hasta sobreviviría a una noche contigo.
—Nunca tuviste suficiente fuerza para eso —le respondió la joven, palmeándole la mejilla—. Además, Chisk nos ha dicho que has matado a una docena, por lo menos.
—¡Ja! Son buenos guerreros, esos lobos solitarios.
Niobe se levantó y regresó a la mesa de operaciones. Cogió un paño y limpió la sangre y el sudor de la frente de Sieben.
—Estás trabajando bien —le dijo—. No cometes errores.
En el exterior volvieron a sonar los gritos de los heridos y el entrechocar de aceros.
—Es horrible —dijo el poeta—. Horrible.
—Dicen que tu amigo es un dios guerrero. Lo llaman Mensajero de la Muerte.
—El nombre le cuadra.
La puerta se abrió, y dos heridos fueron llevados al interior.
—Más vendas e hilo —le dijo Sieben a Niobe.
Fuera, en la muralla, Druss se relajó; el enemigo había retrocedido por segunda vez. Chisk se le acercó.
—¿Estás herido, Mensajero de la Muerte?
—La sangre no es mía —le dijo Druss.
—Te equivocas; te sangra el hombro.
Druss bajó la mirada al corte que tenía en el jubón: de él manaba la sangre. Se quitó la prenda y examinó la herida, que no medía más de dos dedos, pero era profunda. Lanzó una maldición.
—Custodiad esta condenada muralla hasta que vuelva —dijo.
—Hasta que las montañas se conviertan en polvo —prometió Chisk; mientras Druss se alejaba, añadió—: Pero no tardes demasiado, ¿eh?
En el hospital, Druss llamó a Niobe, y la joven corrió hacia él.
—No molestes a Sieben por esto —le dijo—, no es más profunda que la mordedura de un perro. Tráeme aguja e hilo, me lo coseré yo mismo.
La joven regresó con lo pedido y una larga venda. La herida estaba justo al final de la clavícula, y Druss fue dando puntadas, uniendo los bordes de la herida.
—Tienes muchas cicatrices —le dijo Niobe, examinándole el torso.
—Todos cometemos descuidos —respondió Druss.
Empezaba a sentir un dolor punzante en la herida. Se levantó y abandonó la sala; el sol empezaba a ponerse. Junto a las puertas de la muralla, unos treinta guerreros estaban colocando bloques de granito, con los que construían un muro semicircular. El trabajo era lento y agotador, pero ninguno se quejaba. Habían alzado un tosco cabrestante con una polea en lo alto de la muralla, y con él colocaban las piedras. De repente, la polea cedió, y el bloque de piedra que sostenía cayó, atrapando a dos guerreros. Druss se acercó a toda prisa. Uno de ellos había muerto, con el cráneo aplastado; el otro sólo estaba aturdido. Los demás guerreros apartaron el cadáver y siguieron trabajando con expresión adusta. Ya habían colocado cuatro filas de bloques, formando un muro curvado de unas cuatro varas de alto.
—Se llevarán una desagradable sorpresa cuando entren —dijo Lin Tse, que había bajado de la muralla y estaba al lado de Druss.
—¿Qué altura vais a darle?
—Unas seis varas en la parte delantera, y cinco detrás. Pero necesitaremos una polea más fuerte
—Arrancad las tablas del suelo de las habitaciones de la planta alta y utilizad las viguetas en que se apoyan —aconsejó Druss.
El hachero regresó a su puesto en el muro, y se puso el jubón y los guanteletes de cuero. Gorkái se le unió.
—La tribu del Cuerno luchará a tu lado en el próximo ataque —le dijo—. Te presento a Bartsái, su jefe.
Druss asintió y estrechó la mano del fornido nadir.
—Bien, compañeros —dijo con una amplia sonrisa—, ¿lucháis tan bien como los lobos solitarios?
—¡Mejor! —dijo un joven guerrero.
—¿Estás dispuesto a apostar, chico?