Sieben recorrió con la mirada el destartalado almacén. Niobe y otras mujeres nadir lo habían limpiado de polvo, suciedad y telarañas, y habían colgado cinco lámparas en las paredes. En aquel momento sólo estaba encendida una, y el poeta examinó con la luz parpadeante la disposición del nuevo hospital. En el extremo norte de la gran sala cuadrada se habían colocado dos barriles llenos de agua, cerca de dos largos tablones que los nadir habían llevado un rato antes. Sieben examinó las herramientas dispuestas en ellos: un par de pinzas viejas, tres cuchillos afilados, unas cuantas agujas curvadas de cuerno y una aguja recta de hierro. Le temblaban las manos.
Niobe se acercó a su lado.
—¿Esto es todo lo que necesitas, po-e-ta? —le preguntó, depositando en la mesa una pequeña caja llena de hilo.
—Mantas —respondió Sieben—. Necesitaremos mantas. Y cuencos de comida.
—¿Para qué hacen falta los cuencos? —preguntó la joven—. Si un hombre tiene fuerza para comer, tendrá fuerza para luchar.
—Los heridos pierden sangre, y por ello pierden fuerzas. La comida y el agua los ayudan a recuperarlas.
—¿Por qué estás temblando?
—He ayudado a médicos en tres ocasiones; una vez, incluso, cosí una herida en un hombro. Pero mis conocimientos de anatomía…, del cuerpo humano…, son muy limitados. No sabría qué hacer con una herida profunda en el vientre.
—Nada —respondió la joven con indiferencia—. Una herida profunda en el vientre equivale a la muerte.
—Gracias por reconfortarme… Miel; necesitaríamos miel. Es buena para las heridas, sobre todo si la mezclamos con vino; evitaría infecciones.
—No hay abejas, po-e-ta. Y si no hay abejas, no hay miel. Pero tenemos hojas secas de lorassium, que son buenas para el dolor y para hacer dormir. Y también tenemos raíces de hakka, que sirven para mantener a distancia a los demonios de piel azul.
—¿Demonios de piel azul? ¿Qué es eso?
—Es verdad que no sabes mucho de heridas. Se trata de unos demonios invisibles que se meten en la carne abierta y la dejan azul; la carne apesta, y el hombre muere.
—Ya veo: gangrena. ¿Y qué es lo que hay que hacer con las raíces de hakka?
—Se prepara con ellas un emplasto que se extiende sobre la herida. Huele tan mal que los demonios no se acercan.
—¿Y no tendrás alguna cura para mis manos temblorosas?
Niobe se echó a reír, le pasó la mano por el vientre…, y la bajó.
—Tengo un buen remedio —le dijo.
Le rodeó el cuello con el brazo izquierdo, le hizo bajar la cabeza y lo besó. Sieben sintió la calidez y la dulzura de la lengua de la joven sobre la suya, y se excitó, pero Niobe se apartó de él.
—Mírate las manos —le dijo. Ya no le temblaban—. Buen remedio, ¿verdad?
—No tengo ninguna queja —respondió Sieben—. ¿Adonde podríamos ir?
—Me temo que a ningún sitio; tengo mucho que hacer. Shi Sai está a punto de dar a luz, y le prometí que iría con ella en cuanto rompa aguas. Pero si esta noche te vuelven a temblar las manos, búscame junto al muro norte.
Lo volvió a besar, se deshizo de su abrazo y abandonó la sala. Sieben echó una última ojeada al hospital, apagó la lámpara y salió también. El trabajo proseguía a la luz de la luna; varios hombres hacían reparaciones en la muralla junto a la grieta del muro occidental. Otros guerreros nadir estaban reunidos en torno a las hogueras.
Druss estaba hablando con Talismán y Bartsái en la muralla, encima de las puertas. El poeta pensó en reunirse con ellos, pero se le pasó por la cabeza la idea de que realmente no le apetecía oír hablar de batallas y muertes. Dejo que sus pensamientos se dirigiesen hacia Niobe. La joven no se parecía a ninguna otra mujer que hubiera conocido; cuando la vio por primera vez le pareció medianamente atractiva, pero no mucho más. Cuando la vio más de cerca, su mirada burlona le hizo replantearse la primera impresión. La belleza de la joven nadir palidecía al lado de la de otras mujeres con las que había compartido el lecho, pero cada vez que hacían el amor le parecía más hermosa. Era extraño; por comparación, todas sus amantes anteriores parecían insulsas.
Se hallaba perdido en aquellos pensamientos cuando se le acercaron dos guerreros. Uno de ellos le habló en nadir.
—Lo siento, compañeros —dijo, sonriendo con nerviosismo—. No entiendo vuestro idioma.
El más alto de los guerreros, un individuo de aspecto feroz y mirada malévola, señaló a su compañero.
—Este, mucho dolor —dijo.
—Mucho dolor —repitió Sieben.
—Tú, médico. Cura.
Sieben observó al hombre. Estaba pálido, y tenía los ojos hundidos y la mandíbula fuertemente apretada.
—Vamos adentro —dijo el guerrero alto, tirando de su compañero en dirección al hospital.
Sieben sintió que se le encogía el estómago, pero siguió a los dos nadir. Dentro de la sala, encendió una lámpara y la dejó en la mesa de operaciones. El guerrero enfermo intentó quitarse la camisa de color rojo desvaído y lanzó un gemido; su compañero lo ayudó a desvestirse. A la parpadeante luz de la lámpara, Sieben distinguió, junto a la columna del enfermo, un bulto del tamaño de una manzana pequeña. La piel de alrededor estaba enrojecida, inflamada e irritada.
—Tú, corta —dijo el guerrero más alto.
Sieben le indicó al guerrero enfermo que se tumbase en la mesa. Alargó la mano y, con mucho cuidado, tocó el bulto. El hombre dio un respingo, pero no se quejó. El bulto estaba duro como una piedra.
—Sujeta la lámpara —le ordenó Sieben al guerrero alto. Este obedeció, y el poeta estudió la herida más de cerca.
Sieben cogió el cuchillo más afilado e inspiró profundamente. No tenía la menor idea de qué era lo que tenía delante; parecía un enorme forúnculo pero, por lo que él sabía, podría tratarse de un tumor. Por otra parte, sentía que no tenía más remedio que satisfacer las expectativas de los dos guerreros. Apoyó la punta del cuchillo en el bulto y empujó con fuerza; del corte brotó un chorro de pus amarillento, y la piel se abrió como si fuera una fruta podrida. El guerrero lanzó un grito estrangulado, casi inhumano.
Sieben dejó el cuchillo a un lado y apretó el bulto. Más pus, mezclado con sangre, le manchó los dedos. El herido lanzó un gemido y se relajó. Sieben se acercó a un barril de agua, llenó un cuenco y se lavó las manos y las muñecas; después regresó junto al enfermo. La sangre manaba del corte y corría por la espalda, manchando la mesa. Sieben limpió la herida con un paño seco y le dijo al paciente que se sentara; le cubrió la herida con un paño y se lo sujetó con una venda en torno al pecho. El guerrero le dijo algo en nadir a su compañero, y sin añadir una palabra más, los dos abandonaron la sala.
Sieben se sentó.
—No hay de qué —dijo, en voz bastante baja para que no lo oyeran los guerreros.
Apagó la lámpara y abandonó la sala por una puerta lateral. Descubrió que se encontraba a pocos pasos de la puerta del mausoleo. Como Niobe estaba ocupada y él no tenía otra cosa que hacer, empujó la puerta y entró en la cripta. Había algo en el lugar que le causaba una incomodidad persistente, pero no conseguía averiguar qué era. Observó la placa de hierro empotrada en la superficie de piedra de la tapa; la escritura grabada en ella era chiatze, parte alfabética, parte jeroglífica, y Talismán le había explicado lo que significaba:
OSHIKÁI, EL TERROR DE LOS DEMONIOS, SEÑOR DE LA GUERRA
Sieben se arrodilló y examinó los símbolos grabados profundamente en el metal. No le decían nada. Irritado por no poder resolver el problema, abandonó el santuario y subió a la muralla norte, donde se sentó en el parapeto y contempló las lejanas montañas. Volvió a pensar en Niobe y en la belleza de la joven, y escuchó durante un rato esperando oír el llanto de un recién nacido, en vano.
«Ten paciencia», se dijo. Sacó del bolsillo el Ion tsia y contempló el perfil de la mujer; también era hermosa. Dio la vuelta al medallón y observó la imagen de Oshikái.
—Causas demasiados problemas para llevar tantos siglos muerto —dijo.
De repente, una idea lo golpeó como un rayo.
Se levantó, bajó de la muralla, volvió al santuario y se agachó ante la placa de metal. Comparó la escritura del nombre de Oshikái con la del medallón, y se dio cuenta de que en la placa había dos símbolos más, idénticos. Los examinó más de cerca y vio que estaban grabados más profundamente que el resto del texto.
—¿Has encontrado algo? —le preguntó Talismán desde la puerta. El delgado jefe nadir se acercó y se arrodilló junto al poeta.
—¿Esta es la placa original? —preguntó Sieben—. ¿La que fue grabada por los seguidores de Oshikái?
—Supongo que sí —respondió Talismán—. ¿Por qué?
—¿Qué son esos símbolos?
—El carácter nadir i.
—Pero esa letra no existe en chiatze —dijo Sieben—. La placa no es la original, o ha sido alterada.
—No entiendo adonde quieres llegar —dijo Talismán.
Sieben se sentó.
—No me gustan los misterios —dijo—. Si esta placa es la original, no debería aparecer ese carácter. Si no lo es, ¿por qué está en chiatze? ¿Por qué no escribir todo el texto en nadir?
Sieben se inclinó hacia delante, puso las manos en la placa y apretó con un dedo cada uno de los caracteres. Algo cedió a la presión, se oyó un chasquido apagado en el interior, y la placa de metal se desprendió. Bajo ella apareció una hendidura tallada en la losa de piedra, en la que reposaba una bolsita de cuero. Talismán apartó a Sieben a un lado y recogió la bolsa; el cuero se rompió, y el contenido cayó sobre el polvo del suelo. Se trataba de dos tabas cubiertas con símbolos negros, un mechón de pelo trenzado y un pergamino doblado. Talismán pareció decepcionado.
—Durante un instante he pensado que habrías encontrado los Ojos de Alcázar —dijo.
Sieben cogió el pergamino e intentó desplegarlo, pero se le deshizo entre los dedos.
—¿Qué es todo esto? —preguntó.
—Una bolsa de medicina de los chamanes. Las tabas se emplean para lanzar conjuros y hacer profecías, el pelo debe de pertenecer al mayor enemigo del chamán. No tengo ni idea de qué podría ser el pergamino.
—¿Y por qué estaba escondida aquí?
—No lo sé —dijo Talismán. Sieben se inclinó y cogió las tabas…, y el mundo giró a su alrededor. Gritó, pero se vio arrastrado a la oscuridad…
Sorprendido por el súbito colapso del poeta, Talismán se arrodilló junto al cuerpo inmóvil del drenai y le tocó el cuello, buscándole el pulso. El corazón del poeta latía, pero de una forma increíblemente lenta. Lo sacudió por los hombros sin resultado; después se levantó y salió corriendo del santuario. Gorkái estaba sentado junto a la entrada, afilando su espada.
—Llama a Nosta Jan y al hachero drenai —le ordenó Talismán, y regresó junto al poeta.
Druss llegó primero.
—¿Qué ha pasado? —preguntó, arrodillándose junto a su amigo.
—Estábamos hablando y de repente se ha desmayado. ¿Le había pasado alguna vez?
—Nunca. —Druss maldijo en voz baja—. Su corazón apenas late.
Talismán observó al hachero y vio la expresión de miedo en su rostro barbudo. Nosta Jan entró en la cripta, y Talismán vio que los ojos del chamán miraban con intensidad la placa desprendida del sarcófago.
—¿Los ojos…? —dijo el chamán.
—No —respondió Talismán, y explicó qué había ocurrido.
—¡Idiota! —siseó Nosta Jan—. ¡Deberías haberme llamado!
—Se trataba sólo de una bolsa de medicina; no había joyas —respondió Talismán, sintiendo como crecía su irritación.
—Era la bolsa de medicina de un chamán —espetó Nosta Jan—. Sobre ella habría un conjuro.
—Yo también la he tocado y no me ha pasado nada —replicó Talismán.
El menudo chamán se arrodilló junto a Sieben y le abrió la mano derecha. Las tabas estaban en ella, pero ahora se hallaban completamente limpias; los símbolos negros habían pasado a la piel de la palma de la mano del poeta.
—La bolsa se ha roto —dijo Nosta Jan—. No has sido tú el que ha recogido los Huesos del Oráculo.
El hachero se levantó y se plantó frente a Nosta Jan.
—Me da igual quién tenga la culpa —dijo con voz amenazadora; le brillaban los ojos—. Lo que quiero es que hagas regresar a Sieben. ¡Ahora mismo!
Una oleada de pánico invadió a Nosta Jan cuando su mirada se cruzó con la del hachero. Al presentir el peligro, le apoyó una mano en el corazón y recitó dos palabras de poder; Druss se puso tenso y lanzó un gruñido. Se trataba de un antiguo hechizo que sujetaba a la víctima con cadenas de dolor; cualquier intento de moverse le causaría un terrible tormento y lo haría desmayarse.
«¡Que el gaiyín drenai sienta el poder de los nadir!», pensó Nosta Jan, triunfante. Estaba a punto de decir algo cuando Druss emitió un sonido grave y gutural; los ojos del hachero parecieron arder cuando alzó la mano y sus enormes dedos aferraron el cuello de Nosta Jan y levantaron en vilo al hombrecillo, que pataleó impotente mientras oía cómo Druss, a través de un mar de dolor, le decía:
—¡Retira… el hechizo… o… te rompo… el cuello!
Talismán desenvainó el cuchillo y se adelantó para defender al chamán.
—Un movimiento más y lo mato —advirtió el hachero.
Nosta Jan soltó un gemido estrangulado y se las arregló para decir tres palabras en un idioma que no reconocieron ninguno de los dos. El dolor de Druss se desvaneció; soltó al chamán y le clavó un dedo en el escuálido pecho.
—Vuelve a hacer algo así, enano repugnante, y te mataré.
Talismán distinguió el horror y la sorpresa en la expresión de Nosta Jan.
—Todos somos aliados aquí —dijo en voz baja, enfundando el cuchillo e interponiéndose entre Nosta Jan y la figura amenazadora de Druss—. Pensemos qué se puede hacer.
Nosta Jan se frotó el cuello magullado. Estaba estupefacto y apenas podía pensar con claridad. El hechizo había funcionado, estaba absolutamente seguro. Era imposible que un mortal pudiera sobreponerse a tal suplicio…
Se percató de que los dos guerreros estaban esperando a que hablase; se obligó a concentrarse, cogió las tabas y las sujetó con fuerza en un puño.
—Su alma ha sido arrastrada —dijo con voz cascada—. La bolsa de medicina pertenecía a Shaoshad el Renegado, el chamán que robó los Ojos de Alcázar. ¡Que su alma sea maldita para siempre y arda en diez mil fuegos!
—¿Por qué la escondería aquí? —preguntó Talismán—. ¿Con qué finalidad?
—No lo sé, pero vamos a intentar deshacer el conjuro.
Cogió la mano de Sieben y empezó a recitar.
Sieben cayó durante una eternidad, dando vueltas, y de repente se despertó con un sobresalto. Yacía junto a una hoguera, en el centro de un círculo de piedras. Un anciano estaba sentado junto a la pequeña fogata, desnudo, y llevaba una bolsa colgada de un hombro esquelético. De su barbilla caían dos mechones puntiagudos, uno a cada lado, tan largos que le llegaban al escuálido pecho. Tenía afeitado el lado izquierdo de la cabeza, y el pelo del lado derecho estaba anudado en una apretada trenza.
—Bienvenido —dijo el anciano.
Sieben se sentó, y estaba a punto de hablar cuando se dio cuenta, horrorizado, de que el anciano había sido mutilado. Le habían cortado las manos, y la sangre brotaba de los muñones.
—Por los cielos, debes de estar sufriendo un dolor terrible —le dijo.
—Siempre —confirmó el hombre, sonriendo—. Pero cuando algo se hace eterno y no cambia jamás, acaba por volverse tolerable.
El anciano sacudió el hombro, hizo caer la bolsa y hurgó en ella con los sangrantes brazos mutilados. Sacó una mano y la sostuvo cuidadosamente con los muñones; la sujetó entre las rodillas y acercó el brazo derecho a la muñeca cortada. El miembro dio un salto y se quedó sujeto al brazo. Los dedos se flexionaron.
—Ah, qué bien sienta —dijo.
Siguió buscando en la bolsa, sacó una mano izquierda y se la colocó en el otro brazo. Los cortes se unieron, y el anciano dio palmas; entonces se sacó los ojos y los guardó en la bolsa.
—¿Por qué te haces esto? —preguntó Sieben.
—Es cosa de brujería —respondió amigablemente el anciano—. ¡No tuvieron suficiente con matarme, no! Puedo poseer las manos o los ojos, pero no las dos cosas a la vez. Si lo intento, y créeme, lo he intentado, el dolor es insoportable. Tengo que admirar lo bien que realizaron el conjuro; no creí que pudiera durar tanto tiempo. Aunque me las apañé para anular la maldición que me impedía usar simultáneamente los oídos y la lengua. Veo que has encontrado mi bolsa de medicina.
El fuego parpadeó y comenzó a reducirse, pero el anciano extendió las manos, y las llamas cobraron vida de nuevo. Sieben le contempló las cuencas de los ojos vacías.
—¿Has probado a usar una mano y un ojo? —preguntó.
—¿Tengo aspecto de idiota? Por supuesto que he probado. Y lo he conseguido… Pero el dolor resulta indescriptible.
—He de decirte que esta es la peor pesadilla que he tenido en mi vida —dijo el poeta.
—No es ninguna pesadilla. Estás aquí realmente.
Sieben estaba a punto de preguntar algo más cuando un rugido inhumano surgió del exterior del círculo de piedras. El anciano alzó los brazos, y un relámpago de luz azulada surgió de sus manos, pasó entre las piedras y golpeó con un estallido. El rugido desapareció.
—Como ves, necesito las manos para sobrevivir aquí, pero tampoco puedo ir muy lejos sin los ojos. Es un suplicio increíblemente imaginativo; ojalá se me hubiera ocurrido a mí.
—¿Qué era… esa cosa? —preguntó Sieben, volviéndose y escrutando entre las piedras. No había nada que ver; al otro lado sólo había una oscuridad total y permanente.
—Es difícil de saber, pero no es nada bueno. Me llamo Shaoshad.
—Sieben. Sieben el poeta.
—¿Un poeta? Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que disfruté del delicioso sonido de un buen recital, pero me temo que no pasarás mucho tiempo aquí; quizá en otra ocasión… Dime cómo has encontrado mi bolsa de medicina.
—La descubrí gracias al carácter nadir para la i —respondió Sieben.
—Ah, sí. Fue una broma, ¿sabes? Sabía que ningún nadir se daría cuenta; no son muy aficionados a los acertijos, los nadir; estarían buscando los Ojos, pero no se fijarían en las íes. Fue una buena ocurrencia, ¿verdad?
—Muy divertida —admitió Sieben—. ¿He de entender que no eres nadir?
—Sólo en parte. Soy parte chiatze, parte sechuin y parte nadir. Y quiero que hagas una cosa por mí; por supuesto, no puedo ofrecerte nada a cambio.
—¿Qué necesitas?
—Mi bolsa de medicina. Quiero que quemes el mechón y arrojes las tabas al agua. El pergamino hay que deshacerlo y esparcirlo al viento, y la bolsa, enterrarla. ¿Lo recordarás?
—Quemar el pelo; tirar las tabas al agua; esparcir el pergamino y enterrar la bolsa —repitió Sieben—. ¿Para qué servirá?
—Creo que si libero mis poderes elementales acabaré con este condenado hechizo, y recuperaré los ojos y las manos. Hablando de lo cual… —Shaoshad sacó los ojos de la bolsa y se los introdujo en las cuencas. Extendió los brazos sobre la bolsa y sacudió las manos, que se desprendieron de las muñecas. Empezó a sangrar de inmediato—. Eres un mozo apuesto y tienes cara de honrado. Creo que puedo confiar en ti.
—Tú robaste los Ojos de Alcázar —dijo Sieben.
—En efecto, y fue un error excepcional. Pero quien no comete un error alguna vez, nunca aprende nada, ¿no es cierto?
—¿Por qué los robaste?
—Tuve una visión, que acabó resultando ser falsa. Creí que podría adelantar varios siglos la llegada del Unificador; la arrogancia fue siempre mi punto débil. Creí que podría usar los Ojos para levantar a Oshikái de entre los muertos, regenerar su cuerpo e invocar su espíritu. Bueno, eso último lo conseguí.
—¿Qué ocurrió?
—No te lo creerías; aún me cuesta creerlo a mí mismo.
—Creo que lo sé… —dijo Sieben—. No quiso vivir sin Shul Sen.
—Exactamente. Eres listo, compañero. ¿Sabes qué ocurrió a continuación?
—Fuiste en su busca; por eso te atraparon cerca de su tumba. Lo que no logro entender es por qué no utilizaste el poder de las joyas.
—Ah, claro que las utilicé. Por eso me capturaron y me mataron.
—Cuéntame —dijo Sieben en voz baja, fascinado…
El poeta gimió y abrió los ojos. Nosta Jan estaba inclinado sobre él y Sieben maldijo. Druss le cogió por un brazo y lo ayudó a levantarse.
—Por los cielos, poeta, qué susto nos has dado. ¿Cómo estás?
—¡Furioso! —espetó Sieben—. Unos instantes más y me habría dicho dónde escondió las joyas.
—¿Has hablado con Shaoshad? —dijo Nosta Jan.
—Sí. Me ha dicho por qué robó los Ojos.
—Descríbelo.
—Un tipo con una barba curiosa, y manos y ojos desmontables.
—¡Ajá! —gritó alegremente Nosta Jan—. El conjuro resiste. ¿Sufre?
—Sí, pero se lo toma bastante bien. ¿Puedes enviarme de nuevo con él?
—Sólo si te arranco el corazón y recitó siete conjuros —dijo el chamán.
—Lo tomaré como una negativa.
En el exterior se oyó el llanto de un recién nacido, y Sieben sonrió.
—¿Me disculpáis? He pasado por una experiencia agotadora y necesito descansar. —Recogió el mechón, las tabas, la bolsa y los restos del pergamino.
—¿Qué vas a hacer con eso? —dijo Nosta Jan.
—Quedármelo como recuerdo de esta interesante experiencia —respondió Sieben—. Se lo enseñaré a mis nietos y fanfarronearé sobre mi visita al Inframundo.
Zhusái estaba asustada, pero no se trataba de un miedo normal, como el temor de la muerte; era algo peor. Morir no era más que traspasar otro umbral, pero en aquel caso se enfrentaba a la extinción total. Al principio, sus sueños sobre Shul Sen habían sido simplemente sueños; visiones incómodas que la asaltaban mientras dormía. Pero cada vez oía con más intensidad las voces que susurraban en su subconsciente, y sus propios recuerdos eran borrosos e imprecisos, a diferencia de los de la otra vida: la vida de la esposa del jefe renegado Oshikái, el Terror de los Demonios. Aquellos recuerdos eran cada vez más nítidos, más distinguibles. Recordaba la travesía de las extensas colinas; el sexo sobre la hierba a la sombra de Jiang Shin, la Madre de las Montañas; el vestido de seda blanca con que había acudido a su boda, en el Palacio Blanco de Pechuin.
—¡Basta! —gritó, cuando los recuerdos parecieron ahogarla—. No soy yo. No es mi vida. Yo nací en… en… —Pero el recuerdo se negaba a surgir—. Mis padres murieron, y me crió mi abuelo… —Durante un instante fue incapaz de recordar el nombre—. ¡Chorin Tsu! —gritó, triunfal.
Talismán entró en la habitación, y corrió hacia él.
—¡Ayúdame! —le rogó.
—¿Qué sucede, amor mío?
—Está intentando matarme —sollozó Zhusái—, y no puedo luchar contra ella.
Los ojos almendrados de la joven estaban muy abiertos, y su mirada irradiaba terror.
—¿Quién intenta matarte? —le preguntó Talismán.
—Shul Sen. Quiere mi vida… Mi cuerpo. Puedo sentirla en mi interior; sus recuerdos me están ahogando.
—Cálmate —le dijo Talismán con voz suave. La llevó a la cama y la hizo sentarse. Se acercó a la ventana y llamó a Gorkái, que acudió corriendo. Talismán le habló de los temores de Zhusái.
—He oído hablar de esto —dijo Gorkái con preocupación—. Posesión de un espíritu.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Talismán.
—Averiguar qué quiere.
—¿Y si me quiere a mí? —preguntó Zhusái—. ¿Y si quiere mi vida?
—¿Por qué no hablas con el chamán? —preguntó Gorkái—. Sabe mucho más que yo de estas cosas.
—No quiero que se me acerque —dijo Zhusái con un hilo de voz—. Jamás. No me fío de él. Probablemente le parecerá bien que Shul Sen me mate. Es Shul Sen, la Madre de la Nación Nadir. Y una bruja; tiene poderes que pueden resultarle útiles, y yo no tengo nada.
—Pero yo no sé cómo ocuparme de esto, Talismán —dijo Gorkái—. No sé lanzar hechizos.
Talismán cogió la mano de Zhusái.
—Tenemos que llamar a Nosta Jan.
—¡No! —gritó Zhusái, intentando levantarse. Talismán la sujetó con fuerza y la abrazó contra su pecho.
—¡Confía en mí! —le rogó—. No permitiré que te haga daño. Lo vigilaré con atención, y si te pone en peligro, lo mataré. ¡Confía en mí!
El cuerpo de la joven se sacudió con un violento espasmo, y Zhusái cerró los ojos. Cuando los abrió, el miedo había desaparecido de su mirada.
—Confío en ti, Talismán —dijo con voz suave. Talismán sintió que la mujer movía un hombro, y un sexto sentido lo hizo apartarse, justo a tiempo de ver la hoja del cuchillo. Bloqueó el golpe con la mano derecha, y con la izquierda dio un puñetazo en la mandíbula de Zhusái; su cabeza se sacudió hacia atrás y cayó en la cama. Talismán le quitó de la mano el cuchillo y lo arrojó al otro extremo de la habitación. Nosta Jan entró.
—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó.
—Me ha quitado el cuchillo y ha intentado matarme; pero no se trataba de Zhusái. Está poseída.
—Tu criado me lo ha dicho. El espíritu de Shul Sen busca la forma de liberarse. Deberías haber hablado conmigo antes, Talismán. ¿Qué otros secretos me ocultas? —El chamán se acercó al lecho sin esperar respuesta—. Átale las manos a la espalda —le ordenó a Gorkái.
El guerrero miró a Talismán, que asintió. Gorkái ató las muñecas de la mujer con una cuerda fina, y entre Nosta Jan y él la acostaron bien, con la cabeza en la almohada. Nosta Jan sacó un collar de dientes humanos de una bolsa que llevaba colgada a la cintura y lo colocó alrededor del cuello de la inconsciente joven.
—Que nadie hable a partir de ahora.
Puso la mano en la frente de Zhusái y empezó a recitar. A los dos guerreros les pareció que la temperatura de la habitación descendía, y un viento gélido entró por la ventana. El cántico prosiguió; la voz de Nosta Jan se alzaba y descendía. Talismán desconocía aquel idioma, en caso de que se tratara de un idioma, pero tuvo un efecto asombroso en la habitación. En el marco de la ventana comenzaron a formarse cristales de hielo, y Gorkái temblaba de forma incontrolable, pero Nosta Jan no mostraba la menor señal de incomodidad.
Al final, el chamán guardó silencio y retiró la mano de la frente de Zhusái.
—Abre los ojos —ordenó—. Dime tu nombre.
Los ojos oscuros se abrieron.
—Soy… —Sonrió—. Soy aquella que ha sido bendecida más que ninguna otra mujer.
—¿Eres el espíritu de Shul Sen, la esposa de Oshikái, el Terror de los Demonios?
—Soy ella.
—Estás muerta. Aquí no hay lugar para ti.
—No me siento muerta, chamán. Siento latir mi corazón, y siento la cuerda que sujeta mis manos.
—El cuerpo que usas es robado. Tus huesos yacen en una celda, en la ladera de un volcán. ¿No recuerdas la noche de tu muerte?
—La recuerdo —dijo, con los labios tensos y los ojos brillantes—. Recuerdo a Chakata y los clavos de oro. En aquel tiempo, él era humano. Aún puedo sentir el dolor mientras hundía los clavos, lo bastante para cegarme pero no para acabar con mi vida. Recuerdo. Oh, sí; lo recuerdo todo. Pero he vuelto. Suéltame las manos, chamán.
—No —replicó Nosta Jan—. Estás muerta, Shul Sen, y tu esposo también. Tu tiempo ha pasado.
La carcajada de la mujer llenó la habitación, y Talismán sintió que un frío terrible le penetraba hasta los huesos. A su lado, Gorkái temblaba violentamente y apenas podía mantenerse en pie. La risa se interrumpió.
—Soy bruja, y mis poderes son grandes; Oshikái lo sabía y los utilizó bien. Sé, por los recuerdos de este cuerpo, que estáis a punto de enfrentaros a un ejército. Puedo ayudaros si me liberáis.
—¿Cómo podrías ayudar?
—Libérame y lo sabrás.
Talismán intentó sacar el cuchillo, pero se encontró la funda vacía. Extendió la mano y desenvainó el cuchillo de Gorkái; la mujer lo miró.
—Piensa matarte —le dijo a Nosta Jan.
—¡No habléis ninguno de los dos! —advirtió el chamán. Se volvió hacia la mujer y comenzó a recitar de nuevo; ella parpadeó, descubrió los dientes, lanzó un gruñido feroz y pronunció una palabra de poder. Nosta Jan se vio arrancado de al lado de la cama y se estrelló contra la pared, justo bajo la ventana.
El chamán se arrodilló, pero la voz de la mujer se oyó de nuevo, y Nosta Jan voló hacia atrás, se golpeó la cabeza contra el alféizar de la ventana y cayó al suelo, inconsciente.
La mujer miró a Gorkái.
—Desátame —le dijo. Gorkái avanzó con pasos temblorosos.
—¡Quédate donde estás! —le ordenó Talismán. Gorkái gimió de dolor, pero se obligó a mantenerse quieto. Después se puso de rodillas, lanzó otro gemido y cayó de bruces.
—Vaya —dijo la mujer, mirando a Talismán—, eres poderoso. Tus criados te obedecen a pesar del dolor que ello les pueda causar. Muy bien; me liberarás tú.
—¿No amabas a Oshikái? —preguntó Talismán de repente.
—¿Qué? ¿Te atreves a poner en duda mi devoción hacia él, campesino ignorante?
—Es una simple pregunta.
—Te responderé: en efecto, lo amaba. Amaba su aliento sobre mi piel, el sonido de su risa y su furia desatada. Y ahora, ¡suéltame!
—Aún te busca —le dijo Talismán.
—Murió hace cientos de años. Su espíritu está en el Paraíso.
—No es así. Hablé con él cuando llegué a este lugar; invoqué su espíritu. Lo primero que hizo fue preguntar por ti. Le dije que conocía varias leyendas, pero que no sabía qué había sido de ti. Él me contestó: «He buscado en los Valles del Espíritu, en las Llanuras de los Condenados, en los Campos de los Héroes, en los Salones de los Poderosos. He recorrido el Vacío durante mucho tiempo, sin vacilación. No he podido hallarla». Y en cuanto al Paraíso, sus palabras fueron: «¿Qué Paraíso puede existir sin Shul Sen? Puedo soportar la muerte, pero no estar separado de ella. La encontraré aunque me lleve una docena de eternidades».
La mujer guardó silencio, y el brillo feroz se desvaneció de sus ojos.
—Sé que dices la verdad, porque puedo leer el corazón de los hombres. Pero Oshikái nunca me encontrará. Chakata arrastró mi espíritu al Lugar Oscuro, donde está vigilado por demonios que antaño fueron hombres. Chakata está allí, pero ningún ser humano podría reconocerlo. Se burla de mí y me tortura cuando le viene en gana; o al menos, eso hacía antes de que escapase. No puedo ir hacia Oshikái, Talismán. Si muero aquí, volveré al Lugar Oscuro.
—¿Es allí donde has enviado a Zhusái?
—Así es, pero ¿qué es su vida comparada con la mía? Fui una reina y volveré a serlo.
—Entonces ¿dejarás que Oshikái te busque por toda la eternidad y arriesgue su alma en los horrores del Vacío?
—¡No puedo hacer nada! —gritó la mujer.
Junto a la ventana, Nosta Jan empezó a incorporarse, pero guardó silencio. Gorkái yacía muy quieto, sin respirar apenas.
—¿Dónde está el Lugar Oscuro? —preguntó Talismán—. ¿Por qué no puede encontrarlo Oshikái?
—No forma parte del Vacío —respondió Shul Sen con voz neutra—. ¿Conoces la naturaleza del Inframundo? El Vacío se extiende entre dos niveles: entre el Paraíso y Giragast; entre el cielo y el infierno. El Vacío es el lugar por donde vagan las almas en busca del descanso final. Chakata me encerró en el oscuro centro de Giragast, en el pozo rodeado por lagos de fuego. Ningún alma humana se acercaría voluntariamente, y Oshikái no tiene motivos para pensar que yo pueda estar allí. Él confiaba en Chakata; jamás podría imaginar cuál era la profundidad de su ambición y su capacidad de traición. Pero si lo descubriese moriría de nuevo, y sería una muerte definitiva. Nadie, ni siquiera un guerrero tan poderoso como mi señor, podría atravesar en solitario los pasillos vigilados por demonios, ni derrotar a la criatura en que se ha convertido Chakata.
—Yo iré con él —prometió Talismán.
—¿Tú? ¿Y quién eres tú? Sólo un chiquillo en el cuerpo de un hombre. ¿Qué edad tienes, muchacho? ¿Diecisiete años? ¿Veinte?
—Diecinueve. Y caminaré junto a Oshikái a través del Vacío hasta las puertas de Giragast.
—No es suficiente. Veo que eres valiente, Talismán, y hábil e inteligente. Pero para cruzar aquellas puertas hace falta algo más. Me estás pidiendo que me arriesgue a que mi alma permanezca atormentada para siempre en la oscuridad eterna, y que arriesgue el alma del hombre que amo. El número sagrado es tres. ¿Existe algún guerrero que se iguale a Oshikái? ¿Hay alguien más que pueda cruzar el Vacío contigo?
—Iré yo —dijo Gorkái, poniéndose en pie. La mujer lo miró fijamente; Gorkái le sostuvo la mirada.
—Otro valiente. Pero no lo bastante hábil.
Talismán se acercó a la ventana y se asomó. Junto al pozo estaba Druss, con el jubón quitado, lavándose. El jefe nadir lo llamó y le hizo un gesto para que se acercase. Druss se echó el jubón a un hombro, se acercó al edificio y subió las escaleras. Cuando entró, sus ojos claros inspeccionaron la habitación. Gorkái estaba aún de rodillas, y Nosta Jan permanecía sentado bajo la ventana, con un hilillo de sangre corriéndole de la herida de la sien. El hachero vio a Zhusái atada. No dijo nada.
—Este hombre cruzó el Vacío en busca de su esposa, y la encontró —dijo Talismán.
—Puedo leerle el pensamiento, Talismán. No siente lealtad hacia los nadir. Ha venido a buscar… —Observó fijamente a Druss—. Las Piedras que Curan, para auxiliar a un amigo moribundo. ¿Por qué iba a correr un riesgo como el de enfrentarse a los horrores de Giragast? Ni siquiera me conoce.
Talismán se volvió hacia Druss.
—Esta mujer no es Zhusái —le dijo—. Su cuerpo está poseído por el espíritu de Shul Sen. Para liberarla he de enviar mi espíritu al Vacío. ¿Me acompañarás?
—Como ella ha dicho, vine en busca de las joyas de las que me habló el chamán, y me había mentido. ¿Por qué tendría que ayudarte?
Talismán suspiró.
—No puedo darte más motivos que el hecho de que la mujer que amo está atrapada en aquel lugar oscuro y horrible. Oshikái, nuestro mayor héroe, ha estado buscando el espíritu de su esposa durante mil años, y no sabe dónde mirar. Yo puedo decírselo, pero Shul Sen dice que semejante viaje consumiría su alma. Dos hombres no pueden enfrentarse a los demonios que habitan aquel lugar.
—¿Y tres sí? —dijo Druss.
—No puedo contestar a eso —le dijo Talismán—. Esta mujer no liberará el espíritu de Zhusái a menos que encuentre a otro guerrero que esté a la altura de Oshikái. Tú eres el único que se ha convertido en leyenda. Es lo único que puedo decir.
Druss pasó junto a Talismán y se acercó a la mujer atada.
—¿Cómo moriste? —preguntó.
—Chakata me clavó en los ojos… —La mujer se interrumpió y sus ojos se abrieron, asombrados—. ¡Tú! Tu compañero y tú me liberasteis. Pude veros en la celda; tu amigo regresó y me quitó los clavos de oro. Él encontró mi Ion tsia.
Druss se irguió y miró a Talismán a los ojos.
—Si voy contigo, chico, quiero que me des tu palabra en una cosa.
—¡Lo que desees!
—Me permitirás usar las joyas para salvar a mi amigo.
—¿No fue para eso para lo que viniste? —dijo Talismán.
—Eso no parece un compromiso —replicó Druss, y se dirigió hacia la puerta.
—Espera. Te doy mi palabra. Cuando encontremos las joyas, te las daré y te irás con ellas a Gulgothir.
—¡No! —gritó Nosta Jan—. ¿Qué estás diciendo?
Talismán levantó una mano.
—Pero quiero tu palabra de que las devolverás en cuanto tu amigo esté curado.
—La tienes —respondió Druss.
—Acércate, barbanegra —dijo Shul Sen. Druss se acercó a la cama y se sentó; la mujer lo miró a los ojos—. Todo lo que soy, y lo que podría ser, está en tus manos. ¿Puedo confiar en ti?
—Puedes.
—Te creo. —Miró a Talismán y siguió hablando—. Regresaré al Lugar Oscuro y liberaré el alma de Zhusái. No me falles.
Shul Sen cerró los ojos y se estremeció; de su boca salió un largo suspiro. Talismán corrió junto al lecho y desató la cuerda que le sujetaba las muñecas. La mujer abrió los ojos y gritó; Talismán la abrazó.
—Todo marcha bien, Zhusái. Ya has vuelto.
Nosta Jan se acercó a la cama y apoyó una mano en la frente de la joven.
—Es cierto; es Zhusái. Prepararé unos conjuros que impedirán que vuelva a ser poseída. Has sido inteligente al engañarla, Talismán.
—No la he engañado —dijo el nadir fríamente—. Cumpliré mi parte del trato.
—¡Bah! ¡Es una locura! Se acerca un ejército, y el destino de los nadir está en tus manos; no hay tiempo para hacerse los hombres de honor.
Talismán fue hasta la pared más alejada y recogió su cuchillo; después se acercó lentamente hasta Nosta Jan.
—¿Quién manda aquí? —dijo con suavidad, con voz gélida.
—Tú. Pero…
—Yo, miserable gusano. Yo soy el jefe y tú eres mi chamán. No volveré a tolerar insubordinaciones. No estoy… haciéndome el hombre de honor; lo soy, y mi palabra es inquebrantable, ahora y siempre. Iremos al santuario e invocarás a Oshikái, y después harás lo que sea necesario para enviarnos a Druss y a mí al Vacío. ¿Está claro, chamán?
—Sí, Talismán.
—¡No te dirijas a mí de esa forma! —estalló el guerrero—. ¿Está claro?
—Sí…, mi señor.
—¿Por qué me tomas de la mano, po-e-ta? —preguntó Niobe mientras Sieben y ella paseaban por la muralla occidental. Sieben, calmada su pasión durante las dos horas anteriores, le dirigió una sonrisa cansina.
—Es una costumbre de mi gente. —Se acercó la mano de la mujer a los labios y le besó los dedos—. A menudo, los amantes pasean cogidos de la mano. Es, quizá, una unión espiritual; o al menos una forma de mostrar que son amantes. También es placentero. ¿No te agrada?
—Me gusta sentirte dentro —respondió Niobe, soltándose la mano para sentarse en la muralla—. Me agrada el sabor de tu lengua en la mía, y los muchos placeres que me pueden dar tus manos. Pero me gusta sentirme libre cuando camino. Cogerse de la mano es para las madres y los niños pequeños, y no soy tu hijita.
Sieben rió entre dientes y se sentó, admirando la forma en que la luz de la luna hacía brillar el pelo de la joven.
—Eres deliciosa —le dijo—. Un soplo de aire fresco tras una vida pasada en habitaciones mohosas.
—Llevas unas ropas muy bonitas —dijo ella, alargando una mano y acariciando la seda azul de la camisa de Sieben—. Los botones tienen reflejos de muchos colores.
—Madreperla —dijo Sieben—. Hermosa, ¿verdad? —Siguiendo un impulso, se quitó la camisa y se irguió sobre el muro con el pecho desnudo—. Toma; para ti.
Niobe soltó una risilla ahogada y se quitó la túnica de lana verde claro. Sieben le miró los pechos desnudos y los pezones erectos, y sintió cómo lo invadía una oleada de excitación. Se adelantó e intentó acariciarla, pero ella retrocedió y se cubrió los pechos con la camisa de seda azul.
—No —dijo—. Antes tenemos que hablar.
—¿Hablar? ¿De qué quieres hablar ahora?
—¿Por qué no tienes esposa? Tu amigo la tiene, y tú eres más viejo.
—¿Viejo? Tener treinta y cuatro años no es ser viejo; estoy en la flor de la vida.
—Estás perdiendo pelo en la coronilla; lo he visto.
Sieben se pasó la mano por los cabellos rubios y se tanteó el cuero cabelludo con los dedos.
—¿Que pierdo pelo? No puede ser.
La joven se echó a reír.
—Eres como un pavo real —dijo—, y peor que una mujer.
—Mi abuelo conservó toda su cabellera hasta el día en que murió, a los noventa años. En mi familia no hay calvicie.
Niobe se puso la camisa de seda y se acercó al poeta, lo cogió del brazo y le hizo apartarse la mano de la cabeza.
—Así pues… ¿Por qué no estás casado?
—Lo del pelo era una broma, ¿verdad?
—No. ¿Por qué no estás casado?
—Es difícil de decir. —Se encogió de hombros—. He conocido a muchas mujeres hermosas, pero nunca he deseado pasar toda mi vida con ninguna de ellas. Quiero decir… Me gustan las manzanas, pero no me gustaría pasarme toda la vida comiendo sólo manzanas.
—¿Qué son las manzanas?
—Una fruta. Son…, bueno, como los higos.
—Buenos para el vientre —dijo la joven.
—Exactamente; pero dejemos eso, ¿de acuerdo? Lo que intento decir es que me gusta tener la compañía de muchas mujeres. Me aburro con facilidad.
—No eres fuerte —dijo Niobe con tristeza—. Eres una persona asustadiza. Tener muchas mujeres es fácil; hacer niños es fácil. Vivir con ellos y criarlos es lo difícil. Ver cómo mueren… Es lo más difícil. Yo he estado casada dos veces; ambos eran buenos hombres, fuertes, y ambos murieron. Mi tercer marido también será fuerte y me dará muchos hijos; así sobrevivirán algunos.
Sieben sonrió irónicamente.
—Tiendo a pensar que la vida consiste en algo más que criar niños fuertes. Yo vivo para el placer, para disfrutar los momentos de alegría. Para sorprenderme. Ya hay bastante gente que se dedica a hacer niños y consigue a duras penas mantenerse con vida en el árido desierto o en las esplendorosas montañas. El mundo no echará de menos un par de criaturas mías.
La joven meditó sobre lo que Sieben acababa de decir.
—Mi gente vino con Oshikái desde las montañas. Criaron niños, que crecieron fuertes y orgullosos. Dieron su sangre a la tierra, y la tierra alimentó a sus hijos durante cientos de años. Y por eso yo estoy aquí. Les debo a mis antepasados traer nueva vida a la tierra, y así, dentro de mil años, habrá gente que lleve la sangre de Niobe y sus antepasados. Eres un buen amante, po-e-ta, y tu habilidad me produce un gran placer. Pero producir placer es fácil; yo misma puedo hacerlo sola. Te tengo cariño, pero no me quedaré con un hombre asustadizo. Hay un fuerte guerrero de la tribu del Cuerno que no tiene esposa; creo que me iré con él.
Sieben recibió aquellas palabras como un puñetazo en el estómago, pero se obligó a sonreír.
—Por supuesto, querida; ve y fabrica bebés.
—¿Quieres que te devuelva la camisa?
—No, te queda bien. Estás… Te queda muy bien.
Niobe se marchó sin decir nada más. Sieben se estremeció como si una corriente helada le hubiera golpeado la piel. Se preguntó qué hacía allí.
Un guerrero nadir de pelo corto y entrecejo poblado subió al parapeto y, sin hacer caso de Sieben, se quedó de pie mirando hacia el oeste.
—Hermosa noche —comentó Sieben.
El guerrero se volvió y miró al poeta.
—Será una noche muy larga —dijo con voz grave.
Sieben vio la luz de una lámpara a través de la ventana del santuario.
—Aún están buscando —dijo.
—No están buscando nada —respondió el guerrero—. Talismán, mi señor, se dispone a viajar a Giragast con tu amigo.
—Me temo que he interpretado algo mal —dijo Sieben—. Giragast no es un lugar, ¿no es cierto? Es un mito.
—Es un lugar —replicó el guerrero con obstinación—. Sus cuerpos yacen en el suelo frío, pero sus almas han partido hacia Giragast.
Sieben sintió que se le secaba la boca.
—¿Estás diciendo que han muerto?
—No, pero se dirigen a la tierra de los muertos. Creo que no volverán.
Sieben dejó al guerrero y fue corriendo al santuario. Como había dicho el nadir, Druss y Talismán yacían uno junto a otro en el suelo polvoriento. Nosta Jan, el chamán, estaba sentado a su lado. En lo alto del sarcófago de piedra había una vela encendida, marcada con siete líneas de tinta negra.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Sieben al chamán.
—Han partido junto a Oshikái para rescatar a la bruja, Shul Sen —susurró Nosta Jan.
—¿Al Vacío?
—Más allá del Vacío. —Nosta Jan le dirigió una mirada llena de malignidad—. Te he visto arrojar el pergamino al viento. ¿También tiraste las tabas al pozo?
—Sí. Y quemé el mechón y enterré la bolsa.
—Los gaiyín sois débiles y apocados. Shaoshad merecía el castigo.
—Quería devolver a la vida a Oshikái y a Shul Sen, para unir a los nadir —dijo Sieben—. No me parece un crimen tan terrible.
Nosta Jan sacudió la cabeza.
—Buscaba poder y gloria. Oh, podría haber alzado el cadáver, y quizá lo habría imbuido con la esencia de Oshikái, pero el cuerpo habría necesitado constantemente la magia de las joyas; habría sido esclavo de Shaoshad. Y ahora, por culpa de su arrogancia, hemos perdido las joyas; el poder de esta tierra no está a nuestro alcance, y los gaiyín nos tratan como a alimañas. El ansia de poder de Shaoshad nos sentenció a quinientos años de esclavitud; debería haber seguido pudriéndose durante toda la eternidad.
Sieben se sentó junto al chamán.
—No sois un pueblo muy indulgente, ¿eh?
Nosta Jan sonrió.
—Nuestros hijos mueren durante la infancia. Nuestros hombres son cazados como animales. Nuestros poblados arden y nuestro pueblo es asesinado. ¿Por qué deberíamos ser indulgentes?
—¿Y cuál es vuestra respuesta, viejo? ¿Reunir a los nadir en un ejército inmenso y cazar a los gaiyín como animales, quemar sus pueblos y ciudades, y asesinar a las mujeres y a los niños?
—¡Sí! Ese será el principio. Después conquistaremos el mundo y esclavizaremos a todas las demás razas.
—Entonces no seréis muy diferentes de los gaiyín a los que despreciáis.
—No pretendemos ser diferentes —replicó Nosta Jan—. Pretendemos salir triunfantes.
—Un punto de vista encantadoramente sincero —dijo el poeta—. Dime, ¿por qué viajan a través del Vacío?
—Por honor —dijo el chamán con admiración—. Talismán es un gran hombre. Si hubiera estado destinado a vivir, habría sido un gran general a las órdenes del Unificador.
—¿Va a morir?
—En efecto —dijo Nosta Jan con tristeza—. He observado los distintos futuros, y Talismán no aparece en ninguno de ellos. Y ahora, cállate; tengo mucho que hacer.
Nosta Jan sacó de la bolsa dos hojas secas y se las colocó bajo la lengua. Alzó los brazos, con las manos totalmente abiertas, y cerró los ojos. De los cuerpos de Druss y Talismán surgió luz de diferentes colores: morada alrededor del corazón, blanco brillante en la cabeza; roja en el vientre; blanca y amarilla en las piernas. Se trataba de una visión extraordinaria, y Sieben guardó silencio hasta que Nosta Jan suspiró y abrió los ojos.
—¿Qué les has hecho?
—Nada —respondió Nosta Jan—. Me he limitado a hacer visible su fuerza vital. Este Druss es un hombre poderoso. ¿Has visto cómo la energía de su zhi empequeñece la de Talismán? Y Talismán es superior a muchos.
Sieben observó las figuras y se dio cuenta de que las palabras del chamán eran exactas. El aura que rodeaba a Druss se extendía casi hasta seis palmos, mientras que la de Talismán no iba más lejos que un par.
—¿Qué es ese… zhi? —preguntó.
Nosta Jan guardó silencio durante un rato. Después explicó:
—Nadie comprende totalmente ese misterio —dijo—. La energía flota alrededor del cuerpo, y le aporta vida y salud. Parpadea y cambia cuando llega la enfermedad. He visto ancianos agobiados por el reuma cuyo zhi apenas fluye, y he visto cómo los curanderos místicos transferían su propio zhi y sanaban a los enfermos. Está conectado con el alma, de algún modo. Tras la muerte, el zhi parece llamear hasta alcanzar unas cinco veces su tamaño normal, durante tres días. Después, en un instante, desaparece.
—¿Por qué lo has hecho visible?
—Sus almas viajan a un lugar plagado de peligros innombrables, donde lucharán contra demonios. Cada golpe que encajen, cada herida que reciban, afectará a su zhi. Estaré vigilando, y si veo que se acercan a la muerte, espero ser capaz de hacerlos volver.
—¿Quieres decir que no estás seguro de poder conseguirlo?
—En Giragast no hay certezas —espetó Nosta Jan—. Piensa en una batalla cualquiera. Un soldado resulta herido en un brazo; sufre, pero vivirá. Otro recibe una estocada en el corazón y muere al instante. Algo parecido puede ocurrir en el Vacío; podré ver las heridas que sufran, pero un golpe mortal extinguiría el zhi en un instante.
—Acabas de decir que el zhi llamea durante tres días después de la muerte —dijo Sieben.
—Eso ocurre cuando el alma está dentro del cuerpo. No es el caso.
Los dos hombres esperaron en silencio. No ocurrió nada durante un largo rato, y de repente, el cuerpo de Talismán se estremeció. Los colores brillantes que lo rodeaban ondularon, y un brillo verdoso apareció en su pierna derecha.
—Ha empezado —dijo Nosta Jan.
Pasó más tiempo, y la llama alcanzó la primera de las líneas negras marcadas en la vela. La tensión que sentía Sieben era casi intolerable. Se levantó, salió de la cripta y se dirigió al muro oriental, donde había dejado las alforjas. Sacó una camisa limpia de lino blanco con bordados dorados y se la puso. Gorkái, el criado de Talismán, se le acercó.
—¿Siguen vivos? —le preguntó.
—Sí.
—Debería haber ido con ellos.
—¿Por qué no me acompañas? Podrás verlos tú mismo.
El guerrero sacudió la cabeza.
—Esperaré fuera.
Sieben lo dejó allí y regresó al santuario. El brillo que rodeaba a Druss no parecía haber cambiado, pero el zhi de Talismán era más débil. Sieben se sentó con la espalda apoyada en la pared. Era muy propio de Druss presentarse voluntario a un viaje al infierno. Sieben se preguntó en qué estaría pensando su amigo. ¿Por qué corría tales riesgos innecesarios? ¿Acaso se creía inmortal, o especialmente bendecido por la Fuente? Sieben sonrió. Quizá fuera así; quizá hubiera algo indestructible en el alma de Druss.
El cuerpo de Talismán se sacudió, y llamas verdes oscilaron sobre su zhi. Druss se estremeció también; tenía los puños apretados.
—Están combatiendo —susurró Nosta Jan, arrodillado con las manos extendidas.
El zhi de Talismán parpadeó, y su brillo comenzó a desvanecerse. Nosta Jan gritó tres palabras, guturales y discordantes. La espalda de Talismán se arqueó, y el guerrero lanzó un gemido. Abrió los ojos, y un grito ahogado brotó de su boca. Extendió un brazo, como si aún sujetara una espada.
—¡Tranquilízate! —gritó Nosta Jan—. Estás a salvo.
Talismán se arrodilló; tenía el rostro empapado de sudor y respiraba con esfuerzo.
—Envía… Envíame de vuelta —dijo.
—No. Tienes el zhi demasiado débil; morirías.
—¡Envíame de vuelta, maldito seas! —Talismán intentó levantarse pero cayó de bruces en el polvo. Sieben corrió hacia él y lo ayudó a sentarse.
—Tu chamán tiene razón, Talismán. Te estabas muriendo. ¿Qué ha ocurrido?
—Había bestias como nunca había visto. Enormes y cubiertas de escamas, con ojos de fuego. Durante los primeros días de viaje no vimos nada; después nos atacaron unos lobos enormes, del tamaño de caballos. Matamos a cuatro, y el resto huyó. Creí que aquello ya era bastante malo, pero, por los Dioses de la Piedra y el Agua, no eran más que cachorrillos comparados con lo que apareció después. —El guerrero se estremeció—. ¿Cuántos días he estado fuera?
—Menos de dos horas —le respondió Sieben.
—Es imposible.
—El tiempo carece de significado en el Vacío —dijo Nosta Jan—. ¿Llegasteis muy lejos?
—Alcanzamos las Puertas de Giragast. Allí esperaba un hombre. Oshikái lo conocía; era un chamán muy delgado, con una barba bifurcada. —Talismán se volvió hacia Sieben—. Me pidió que te agradeciese tu ayuda. Dice que no lo olvidará.
—Shaoshad el Maldito —siseó Nosta Jan.
—Quizá esté maldito, pero no habríamos superado a los demonios de las Puertas sin su ayuda. Druss y Oshikái eran… colosales. Jamás había visto tanto poder, tanta furia controlada. Cuando aparecieron las bestias escamosas creí que había llegado nuestro fin, pero Oshikái cargó contra ellas, seguido inmediatamente por Druss. Yo ya estaba herido y era incapaz de moverme. —Se llevó la mano a un costado, como palpando una herida. Sonrió—. Me siento tan débil…
—Necesitas reposo —dijo Nosta Jan—. Tu zhi se ha atenuado demasiado. Mientras duermes realizaré unos cuantos hechizos de curación.
—No podrán triunfar. Había demonios por todas partes.
—¿En qué situación estaban cuando te marchaste? —preguntó Sieben.
—Druss estaba herido en un muslo y en el hombro izquierdo; Oshikái sangraba por el pecho y por un costado. Los vi entrar en un túnel oscuro. El hombrecillo, Shaoshad, abría el camino; sostenía un cayado que desprendía luz, como una antorcha. Intenté seguirlos, pero… De repente me encontré aquí. No debería haber aceptado la petición de Shul Sen. He matado a Druss y he destruido el alma de Oshikái.
—Druss conserva aún sus fuerzas —dijo Sieben, señalando el aura que envolvía al hachero—. Lo conozco desde hace mucho tiempo y estoy seguro de que regresará. Confía en mí.
Talismán se estremeció de nuevo; Nosta Jan le cubrió los hombros con una manta.
—Descansa, Talismán —le dijo—. Deja que el sueño arrastre la debilidad que sientes.
—Esperaré —replicó el joven, con voz agotada.
—Como deseéis, mi señor —susurró Nosta Jan. Mientras Talismán se recostaba, el chamán comenzó a recitar en voz baja. Los ojos del guerrero nadir se cerraron. Nosta Jan siguió cantando durante algunos minutos, y después se detuvo y se dirigió a Sieben—. Dormirá durante un largo rato. Ah, pero mi corazón se llena de orgullo; es un guerrero entre los guerreros y un hombre de honor.
Sieben echó una ojeada al cuerpo de Druss. El aura había disminuido.
—Será mejor que lo traigas de vuelta —le dijo al chamán.
—Aún no. Todo va bien.
Druss apoyó su inmenso cuerpo contra la pared de roca negra y resbaló hasta quedar arrodillado. Casi no le quedaban fuerzas, y una sangre blanca manaba de las numerosas heridas que tenía en el torso. Oshikái apoyó el hacha dorada en una piedra y se sentó; también tenía graves heridas. El escuálido chamán se acercó a Druss y le apoyó una mano en un profundo corte del hombro del hachero. La herida se cerró al instante.
—Casi hemos llegado —dijo el hombrecillo—. Sólo queda un puente por cruzar.
—No creo que pueda dar otro paso —dijo Druss. Shaoshad siguió tocándole las heridas, una tras otra, y el líquido blanquecino dejó de manar.
—Un puente más, drenai —repitió Shaoshad. Después se fue junto a Oshikái y le curó las heridas de igual modo.
—¿Talismán ha muerto? —le preguntó Oshikái al chamán con voz débil.
—No lo sé, pero no está aquí. Sea como sea, ya no puede ayudarnos. ¿Puedes continuar?
—Encontraré a Shul Sen —dijo Oshikái con tesón—. Nada me detendrá.
Druss pasó la mirada por la imponente caverna negra. Enormes estalagmitas se alzaban hacia el enorme techo abovedado, al encuentro de colosales estalactitas; se asemejaban a filas de colmillos dentro de unas fauces inmensas. Una de las criaturas parecidas a murciélagos que habían sobrevivido seguía a la vista, agazapada en una comisa que sobresalía sobre los guerreros. Druss observó los siniestros ojos rojos. Los cadáveres de los compañeros de la criatura yacían dispersos por el suelo de la caverna, con las alas grises abiertas y rotas; la superviviente no parecía dispuesta a atacar.
Había sido un viaje largo y terrorífico, a través de un paisaje que no se parecía a nada que existiera en el mundo de la carne. Druss había caminado una vez por el Vacío, para recuperar a Rowena de entre los muertos, pero había seguido el Camino de las Almas; un auténtico vergel comparado con aquello. La tierra no obedecía las leyes de la naturaleza que conocía Druss; se movía y cambiaba incesantemente bajo un cielo gris pizarra. En una llanura desolada se alzaban de repente inmensos acantilados, y del cielo caían rocas del tamaño de una casa. De golpe se abrían grietas en el suelo yermo, como creadas por un arado invisible. Árboles negros y retorcidos se convertían en bosques, y las ramas se estiraban y se clavaban como garras en la carne de los viajeros. En un momento anterior, que podía haber tenido lugar horas o días antes, habían descendido por un desfiladero cuyo suelo estaba cubierto de lo que parecían yelmos de hierro oxidado. El cielo estaba cruzado constantemente por relámpagos, que arrojaban a su alrededor sombras terroríficas. Talismán abría la marcha cuando los yelmos comenzaron a temblar; el suelo se abrió, y guerreros largo tiempo enterrados salieron de la tierra negra; tenían la piel del rostro podrida, y los gusanos se arrastraban por la carne. Los cadáveres avanzaron en silencio. Talismán decapitó al primero, pero el siguiente le hizo una profunda herida. Druss y Oshikái cargaron contra el ejército fantasmal; sus hachas segaban la carne putrefacta.
La batalla fue larga y agotadora. Shaoshad lanzaba bolas de fuego que estallaban entre aquellos guerreros de pesadilla, y el aire apestaba con el hedor de la carne quemada. Finalmente, Druss y Oshikái se alzaron sobre un montículo de cadáveres y miraron a su alrededor. No había ni rastro de Talismán.
Alcanzaron el otro extremo del desfiladero y entraron en un túnel que los llevó al corazón de la montaña más alta que Druss hubiera visto en su vida. En una caverna, en el interior, se habían enfrentado al ataque desesperado de los demonios semejantes a murciélagos.
—Dime que no quedan más guardianes —le dijo Druss a Shaoshad—. Me alegraría muchísimo.
—Hay unos cuantos más, hachero. Pero ya sabes lo que se suele decir —añadió, con una sonrisa irónica—: Nada que valga la pena se consigue sin esfuerzo.
—¿Qué nos vamos a encontrar? —preguntó Oshikái.
—El puente está custodiado por el Gran Oso; después, no sé con seguridad qué más habrá; sólo sé que os encontraréis con Chakata. Fue quien asesinó a Shul Sen de una manera tan desagradable. Estará ahí…, de alguna forma.
—Ese es mío —dijo Oshikái—. ¿Me oyes, Druss? ¡Es mío!
Druss contempló la fornida figura del guerrero envuelta en la armadura dorada llena de abolladuras.
—No pienso discutirte eso, compañero.
Oshikái rió entre dientes, se acercó a Druss y se sentó a su lado.
—Por los Dioses de la Piedra y el Agua, Druss, eres un hombre al que estaría orgulloso de llamar hermano. Me habría gustado conocerte en vida. Habríamos vaciado una docena de jarras de vino y nos habríamos pasado la noche contándonos nuestras hazañas.
—Lo del vino suena bien —dijo Druss—, pero contar hazañas nunca ha sido lo mío.
—Es una habilidad que mejora con la práctica —dijo Oshikái—. Cualquier historia suena mejor si el número de enemigos se multiplica por diez. Excepto, por supuesto, si es de dominio público que sólo había dos o tres; entonces se los convierte en gigantes.
—Tengo un amigo con el que te entenderías muy bien —dijo Druss.
—¿Es un buen guerrero?
Druss miró los ojos violeta de Oshikái.
—No; es poeta.
—¡Ah! Yo siempre llevaba un poeta a mi lado, para que tomase nota de mis hazañas. No tengo ningún problema en jactarme yo mismo, pero cuando escuchaba sus canciones acababa por avergonzarme. Donde yo habría hablado de matar gigantes, él se refería ya a someter a los mismos dioses… ¿Te encuentras más descansado?
—Casi —mintió Druss, y se dirigió a Shaoshad—. Dime, hombrecillo, ¿qué es ese Gran Oso del que hablas?
—Es el guardián del Puente de Giragast. Se dice que mide dieciséis palmos de alto y tiene dos cabezas: una, la de un oso de afilados colmillos; la otra, la de una serpiente que escupe un veneno que puede fundir cualquier armadura. Las uñas de sus garras son largas como espadas y afiladas como el odio. Tiene dos corazones: uno en el pecho y otro en el vientre.
—¿Y cómo vamos a superar a esa bestia?
—Mi magia está casi agotada, pero aún puedo preparar un conjuro de ocultación para cubrir a Oshikái. Después me quedaré aquí y esperaré a que regreséis.
Oshikái se levantó y apoyó una mano en el hombro del chamán.
—Me has servido bien, Shaoshad. Ya no soy rey, pero si existe alguna justicia en este horrible lugar, serás recompensado. Lamento haberte llevado a la muerte al rehusar tu ofrecimiento.
—Todos los hombres mueren, Gran Rey, y fueron mis actos los que causaron mi muerte. No le guardo rencor a nadie, pero… Cuando alcancéis el Paraíso, decidle al Guardián de la Puerta unas palabras en mi favor.
—Cuenta con ello. —Recogió a Kolmisái, el hacha dorada, y se volvió hacia Druss—. ¿Estás preparado, hermano?
—Nací preparado —gruño Druss, obligándose a ponerse en pie.
—El puente está a unos cien pasos en aquella dirección. —Shaoshad señaló—. Pasa sobre un abismo de fuego; si caéis, caeréis durante una eternidad, y después os devorarán las llamas. El puente es amplio a este lado, de unos veinticinco pasos de ancho, pero después se estrecha. Druss, tendrás que atraer al Oso a la parte más ancha para permitir que Oshikái pueda pasar al otro lado.
—No —dijo Oshikái—. Nos enfrentaremos juntos a la bestia.
—Confiad en mí, Gran Rey, y seguid mi consejo. Cuando el Oso muera, Chakata sabrá que os acercáis y matará a Shul Sen. Es esencial que lleguéis al otro lado del puente antes de que eso ocurra.
—¿Y entretanto debo bailar con el Oso e intentar no matarlo? —dijo Druss.
—Retrasa el momento tanto como puedas —aconsejó Shaoshad—. Y no mires a los ojos de la bestia; en ellos sólo encontrarás muerte.
El chamán cerró los ojos y alzó las manos. Alrededor de Oshikái, el aire se cubrió de luces brillantes; la imagen del Gran Rey comenzó a desvanecerse, se volvió traslúcida y después transparente, hasta que desapareció por completo.
Shaoshad abrió los ojos y aplaudió.
—Quizá sea arrogante —dijo, riéndose—, ¡pero también soy hábil!
Su sonrisa se desvaneció, y se volvió hacia Druss.
—Cuando te acerques al puente, Oshikái debe permanecer a tu lado; de lo contrario, el oso detectará dos espíritus. Cuando la bestia haga frente a Druss, Gran Rey, tendréis que pasar a su lado y echar a correr. No hagáis ruido ni llaméis a Shul Sen; sentiréis su presencia cuando esté cerca.
—Entendido —dijo Oshikái—. Adelante, Druss; yo iré justo detrás de ti.
Druss cogió a Snaga y emprendió la marcha. Sentía las piernas pesadas y los brazos agotados. Nunca en su vida, ni siquiera cuando estuvo encerrado en la mazmorra de un castillo, había llegado a sentir tal debilidad. El miedo creció en su interior. Tropezó con una piedra y se tambaleó.
Oyó por encima el sonido de unas alas. Se volvió y vio que el último murciélago caía sobre él, con las alas completamente desplegadas y las garras extendidas. Snaga relampagueó y segó el cuello de la criatura, pero no antes de que las garras alcanzasen la cara de Druss y le abrieran un corte en la mejilla. El cuerpo del demonio se estrelló contra el del hachero y lo hizo caer. Druss sintió que la mano de Oshikái lo agarraba de una muñeca y tiraba de él, ayudándolo a levantarse.
—Estás agotado, amigo mío —dijo Oshikái—. Descansa aquí; yo intentaré esquivar al Oso.
—No; yo me ocuparé de él —gruñó Druss—. No te preocupes por mí.
Siguió andando, tambaleándose, hasta llegar a un recodo de la caverna negra. Al otro lado, un formidable puente cruzaba sobre un abismo. Druss se adentró un par de pasos y se asomó al borde; le pareció que estaba contemplando el infinito. La visión lo hizo sentirse mareado; retrocedió y se apoyó en la piedra negra. Después empuñó a Snaga con las dos manos y echó a andar. Desde el lugar donde se encontraba no alcanzaba a ver el otro extremo del puente.
—Debe de estar a leguas de distancia —susurró, mientras le invadía una ola de desesperación.
—Cada cosa a su tiempo, amigo mío —dijo Oshikái.
Druss se abrió paso a través de una neblina de agotamiento. Un viento helado sopló sobre el abismo, y el hachero percibió un olor acre. Reunió sus fuerzas y obligó a su cuerpo a avanzar cansadamente.
Tras una caminata que pareció interminable llegó al centro del puente, desde donde ya alcanzaba a ver el otro extremo: una columna monumental de roca negra se recortaba contra el cielo gris pizarra. Una forma se movió al otro lado del puente, y Druss entrecerró los ojos, intentando distinguirla con claridad. La figura se movía lentamente sobre las patas traseras, y se acercaba con los enormes brazos extendidos. Instantes después, Druss comprobó que la descripción que había hecho Shaoshad era correcta hasta el menor detalle: dos cabezas, una de oso y otra de serpiente. Lo que Shaoshad no había alcanzado a describir era el aura de maldad que rodeaba a la criatura, y que golpeó a Druss como la garra entumecedora de una ventisca invernal: una fuerza colosal que empequeñecía las fuerzas del hombre.
El puente se había estrechado hasta tener unos cinco pasos de anchura; el demonio que se acercaba lentamente parecía cubrir todo el espacio.
—Que los Dioses de la Piedra y el Agua te sonrían, Druss —susurró Oshikái.
Druss dio un paso al frente. La bestia lanzó un terrible rugido, grave y ensordecedor. La ola de sonido cayó sobre el hachero como un golpe y lo empujó hacia atrás.
La bestia habló:
—Somos el Gran Oso, el devorador de almas. ¡Tendrás una muerte atroz, humano!
—Ya lo veremos, hijo de puta —respondió Druss.
—¡Tráelo de vuelta! —gritó Sieben—. ¿No ves que se está muriendo?
—Es por una buena causa —dijo Nosta Jan. Sieben miró al hombrecillo y vio la malévola expresión de su rostro.
—¡Perro traicionero! —siseó, poniéndose en pie de un salto y lanzándose contra el chamán.
Nosta Jan extendió la mano derecha, y unas agujas de fuego parecieron clavarse en la cabeza del poeta, que gritó y cayó hacia atrás. A pesar del dolor, intentó desenvainar el cuchillo que llevaba a la cintura. Nosta Jan dijo una palabra, y el brazo de Sieben se inmovilizó.
—No le hagas eso —suplicó Sieben—. Merece algo mejor.
—Lo que merezca no tiene nada que ver con este asunto, estúpido. Él escogió entrar en el infierno; nadie lo obligó. Pero aún no ha cumplido su misión; si ha de morir, que así sea. Y ahora, ¡cállate!
Sieben intentó hablar, pero la lengua se le quedó pegada al paladar. El dolor se fue mitigando, pero siguió sin poder moverse.
La bestia habló; la voz surgía de las dos cabezas:
—¡Acércate y muere, Druss!
Druss empuñó con fuerza el hacha y avanzó. El Gran Oso se puso a cuatro patas y cargó a increíble velocidad. Snaga relampagueó y golpeó brutalmente entre ambas cabezas, cortando tendones y aplastando huesos. El cuerpo de la bestia chocó duramente contra el de hachero y lo alzó en vilo. Druss soltó el hacha y resbaló hasta el borde del puente; las piernas le quedaron colgando sobre el abismo. Consiguió ponerse boca abajo, se aferró a la piedra negra, frenando su movimiento, y logró trepar de nuevo al puente.
El Gran Oso había retrocedido; gotas de sangre negra manaban de la herida, entre las cabezas. Druss se irguió y se lanzó contra la bestia, que descargó una garra que rasgó el jubón de piel y abrió la carne del hachero, causándole un dolor penetrante. A pesar de ello, Druss consiguió aferrar el mango del hacha y la desprendió de la carne de la bestia. La boca de la serpiente se abrió y escupió un chorro de veneno, que cubrió el jubón y lo hizo arder. Druss hizo caso omiso del dolor y lanzó un tajo que cortó el cuello escamoso. La cabeza cayó y rebotó en las piedras del puente, mientras del cuello cercenado salían volutas de humo.
El Gran Oso lanzó otro golpe; acertó de lleno al hachero, que cayó pesadamente, pero rodó sobre el suelo y se puso en pie, hacha en mano. La bestia fue tras él. El veneno había traspasado el jubón de Druss y comenzaba a quemarle la piel; con un grito de rabia y dolor, se lanzó contra el guardián del puente, que ya estaba herido de muerte. Las garras cayeron sobre él, pero la velocidad del ataque le permitió esquivar el golpe, y su hombro se estrelló contra el pecho de la bestia. El Gran Oso trastabilló y cayó del puente.
Druss se arrastró al borde y contemplo cómo la figura de la bestia caía y caía; después se tumbó de espaldas en la piedra negra. El agotamiento lo invadió, y deseó poder recibir la bendición del sueño.
—No cierres los ojos —oyó decir a Shaoshad. Druss parpadeó y vio al hombrecillo arrodillado a su lado. Shaoshad tocó con su delgada mano las heridas de Druss, y el dolor remitió—. Dormirse aquí significa morir.
Oshikái cruzó el puente a la carrera y llegó al otro extremo en el instante en que el Gran Oso se precipitaba al abismo. Ante él se alzaba la colina negra. Trepó por la ladera a toda velocidad, con los pensamientos fijos en Shul Sen. Al principio no vio nada; después distinguió una entrada rectangular cubierta con una losa negra, que daba al interior de la colina, y sintió la presencia del espíritu de Shul Sen al otro lado. Oshikái empujó con fuerza, pero la puerta no cedió. Dio un paso atrás y descargó el hacha dorada; una nube de chispas se desprendió de la piedra, y se abrió una pequeña grieta. Oshikái siguió dando poderosos golpes con Kolmisái; al tercero, la puerta cayó hecha pedazos.
Tras ella se abría un profundo túnel. Cuando Oshikái dio el primer paso, adentrándose, un león negro con ojos de fuego surgió de entre las sombras, rugiendo. Kolmisái saltó a su encuentro, y la hoja del hacha desgarró el pecho de la criatura, que cayó a la izquierda de Oshikái con un rugido terrible. El Rey giró y descargó el hacha en el robusto cuello del animal, decapitándolo. Oshikái agarró la melena de la bestia, levantó la cabeza y avanzó; el fuego de los ojos del león se había apagado ligeramente, pero aún emitían un brillo tenue que iluminaba las paredes del túnel.
Oshikái siguió su camino. Oyó un susurro a su izquierda; se volvió hacia el sonido y arrojó en aquella dirección la cabeza que sostenía en la mano. Unas enormes mandíbulas la atraparon y aplastaron los huesos del cráneo del león, cuyos sesos entre las filas de dientes reptilianos del largo hocico. La bestia con forma de lagarto abrió las mandíbulas, sacudió la cabeza y escupió él cráneo aplastado. Oshikái aprovechó aquel instante para saltar hacia delante y golpear con el hacha la cabeza cubierta de escamas; la hoja dorada de Kolmisái atravesó los huesos de la segunda bestia, que cayó al suelo, lanzó un gruñido profundo y murió.
Oshikái siguió su avance en la oscuridad, palpando la pared con una mano.
—¡Shul Sen! —gritó—. ¿Puedes oírme?
—Estoy aquí —dijo una voz—. Mi señor, ¿eres tú?
La voz llegaba de algún lugar, por delante y a la izquierda. Oshikái avanzó y encontró una estrecha puerta, que golpeó en la oscuridad. La puerta giró, abriéndole paso. Al otro lado no había más que oscuridad, pero Oshikái entró.
Una delicada mano le acarició el rostro.
—¿Eres tú, de verdad? —susurró la mujer.
—Sí —respondió Oshikái, con la voz ahogada por la emoción. Rodeó a la mujer con el brazo izquierdo y la acercó hacia sí, temblando—. Amor mío, alma de mi cuerpo —susurró. Sus labios se rozaron, y sintió que las lágrimas de Shul Sen se mezclaban con las suyas. Durante un instante se olvidó de todo; del peligro que aún corrían.
Del túnel llegó el sonido de unos pasos sigilosos. Oshikái cogió la mano de Shul Sen y se dirigió hacia la puerta. Las pisadas llegaban de la derecha. Oshikái giró a la izquierda y, con Shul Sen de la mano, se adentró más en el túnel. Al cabo de un rato, el suelo comenzó a elevarse, y siguieron caminando, subiendo cada vez más. Por encima se distinguía una débil luz, que procedía de una grieta de la pared de la colina.
Oshikái se detuvo y esperó.
Apareció otro león de ojos de fuego, y se arrojó sobre ellos con un rugido. Oshikái se adelantó a hacerle frente, y Kolmisái trazó un arco que atravesó el cráneo del animal. La bestia se agitó en el suelo.
Oshikái trepó hasta la grieta de la roca y la golpeó con el hacha. Se abrió un par de palmos, con una lluvia de piedras. Había quedado empotrada una piedra más grande, y Oshikái la empujó hasta desprenderla. Trepó por el agujero, giró y le tendió la mano a Shul Sen, pero el terreno se estremeció bajo el guerrero. Oshikái salió disparado hacia la izquierda y estuvo a punto de perder el hacha; lo que había tomado por terreno firme se sacudió y se alzó, arrojando por los aires al guerrero. La colina entera pareció estremecerse mientras se desplegaban dos inmensas alas; la cima de la colina se elevó y se transformó en la cabeza de un gigantesco murciélago.
Oshikái se aferró a un ala mientras la colosal criatura se alzaba por los aires y alzaba el vuelo, pasando sobre el puente y el abismo sin fondo. Oshikái hundió los dedos con más fuerza en la piel de la bestia. El murciélago giró la cabeza y abrió la enorme boca; entre la oscuridad del interior de aquellas fauces apareció un rostro que Oshikái reconoció.
—¿Os gusta mi nueva forma, Gran Rey? —dijo Chakata en tono burlón—. ¿Verdad que es magnífica? —Oshikái no respondió, pero empezó a arrastrarse hacia el cuello de la criatura—. ¿Queréis que os diga cuántas veces he disfrutado de Shul Sen? ¿Debo describir los placeres que la he obligado a satisfacer?
El Rey prosiguió su avance, y el rostro de Chakata sonrió. El murciélago se inclinó repentinamente, y Oshikái empezó a resbalar, hasta que golpeó con el hacha y la hundió profundamente en el ala negra. Poco a poco, volvió a acercarse al cuello de la criatura, desclavando y volviendo a clavar el hacha a través de la piel, acercándose palmo a palmo a su enemigo.
—¡No seas estúpido, Oshikái! —gritó Chakata—. Si me matas, caerás conmigo y no volverás a ver a Shul Sen.
Lenta e inexorablemente, el Rey avanzaba. El murciélago giró y voló boca abajo; después abrió y cerró las alas intentando desprenderse la minúscula figura del Rey, pero Oshikái aguantó, acercándose a la cabeza más y más. Las mandíbulas del murciélago se cerraron sobre él, pero las esquivó.
Oshikái liberó el hacha y descargó un poderoso golpe en el cuello de la criatura. Sangre negra brotó de la herida, y Oshikái golpeó dos veces más. De repente, las alas del murciélago se plegaron, y el cuerpo comenzó a caer hacia el puente que se extendía muy por debajo. Oshikái no dejó de descargar golpes en el cuello medio cercenado, cortando huesos y tendones, hasta que la enorme cabeza se desprendió y la bestia muerta cayó a plomo hacia el pozo.
Oshikái estaba decidido a no morir junto a aquella alimaña, y dio un salto que lo alejó del cadáver. Por debajo, a lo lejos, distinguió el cuerpo desnudo de Shul Sen, que había salido del túnel y observaba el épico combate que se desarrollaba en aquel cielo gris. Liberada de los conjuros con que Chakata la había atado, la mujer sintió que su poder regresaba. Hizo un gesto y quedó vestida con una túnica y calzas de seda plateada, y una capa blanca como la nieve. Se quitó la capa de los hombros, recitó las Cinco Palabras del Undécimo Hechizo y arrojó al aire la capa, que se alzó, girando rápidamente y formando una rueda de tela blanca que destellaba contra el fondo gris del cielo. Shul Sen alzó una mano y dirigió la capa con todo el poder que pudo reunir.
La criatura muerta que había sido Chakata se hundió en el abismo. La capa interceptó a Oshikái, envolvió su cuerpo y, durante un instante, detuvo su caída. Shul Sen gritó; la capa se extendió, y el veloz descenso de Oshikái comenzó a amortiguarse. Al fin, la capa flotó hasta el puente, y Oshikái saltó sobre la piedra negra. Shul Sen bajó corriendo de la colina hacia él, con los brazos abiertos. El guerrero soltó el hacha y fue al encuentro de la mujer, y ambos se fundieron en un estrecho abrazo. Después se apartaron, y Oshikái pudo ver las lágrimas en las mejillas de Shul Sen.
—Te he buscado tanto tiempo… —dijo Oshikái—. Creí que no te encontraría jamás.
—Pero me has encontrado, mi señor —susurró Shul Sen, besándole los labios y las mejillas empapadas de lágrimas.
Durante un largo rato permanecieron allí, abrazados. Después, Oshikái tomó la mano de la mujer y la llevó hasta donde yacía Druss. Oshikái se arrodilló junto al hachero.
—Por todo lo que es sagrado, Druss, jamás había conocido a nadie como tú. Espero que volvamos a vernos.
—Pero no aquí, ¿de acuerdo? —gruñó Druss—. Quizá puedas encontrar un lugar más… hospitalario.
Sobre el puente aparecieron dos formas envueltas en luz. Druss entrecerró los ojos y se los protegió del intenso brillo cuando las figuras se acercaron. No eran ninguna amenaza, y Oshikái se levantó y se acercó a ellas.
—Es la hora —dijo una voz suave.
—Podéis llevarnos a los dos —dijo Oshikái.
—No. Sólo a ti.
—Entonces no iré.
Una de las figuras se volvió hacia la mujer.
—Tú no estás preparada, Shul Sen. Aún hay oscuridad en ti; todo lo que tienes de bueno viene de tu unión con este hombre, y tu único acto de generosidad lo realizaste por él. Él ha renunciado al Paraíso en dos ocasiones; esta tercera renuncia será definitiva…, y no volveremos a buscarlo.
—Dejadme un instante a solas con él —dijo Shul Sen.
Las figuras luminosas se alejaron unos pasos. Shul Sen se acercó a Oshikái.
—No te dejaré —dijo él—. No quiero volver a perderte.
La mujer rodeó con un brazo el cuello de su marido, lo hizo inclinarse y le dio un largo beso. Cuando se separaron, le acarició el rostro y sonrió con tristeza.
—¿Por qué me niegas el Paraíso, amor mío? —le preguntó.
—¿Qué quieres decir?
—Si te niegas a ir con ellos, jamás podrás pisar la Tierra de los Sueños Celestiales. Y si tú no puedes… ¿cómo podría visitarla yo? Si rehúsas, nos condenarás a vagar para siempre por el Vacío.
Oshikái besó con ternura los dedos de la mujer.
—Pero te he esperado tanto tiempo… No podría soportar que nos separásemos de nuevo.
—Es necesario —replicó Shul Sen, forzando una sonrisa—. Estamos unidos, Oshikái; nos uniremos de nuevo. Y la próxima vez que te vea será bajo un cielo azul, junto a una fuente susurrante. Márchate… y espérame.
—Te amo —dijo él—. Eres las estrellas y la luna para mí.
Shul Sen se apartó de él y se volvió hacia las figuras de luz.
—Lleváoslo —les dijo—. Que conozca la felicidad.
Cuando las figuras se acercaron, Shul Sen miró con severidad a una de ellas.
—Dime, ¿podré ganarme un lugar a su lado?
—Lo que acabas de hacer es un paso adelante, Shul Sen. Sabes dónde estamos. El viaje será largo y lleno de dificultades. Parte junto a Shaoshad; él también tiene mucho que aprender.
La otra figura se acercó a Druss y le apoyó una mano dorada en el pecho. Todas las heridas se cerraron, y Druss sintió que una oleada de fuerza corría por su interior.
Un instante después, las dos figuras habían desaparecido, llevándose a Oshikái. Shul Sen cayó de rodillas, y la larga melena negra le cubrió el rostro. Shaoshad se puso a su lado.
—Lo encontraremos, mi señora. Juntos. Y ese será un día feliz.
Shul Sen lanzó un largo suspiro.
—Pongámonos en marcha, pues —dijo, levantándose.
Druss también se puso en pie.
—Ojalá pudiera ayudaros —dijo.
La mujer le cogió una mano y se la besó.
—Sabía que eras digno; eres como él en muchos aspectos —le dijo—. Regresa al mundo que conoces.
Shul Sen tocó la frente de Druss, y la oscuridad lo rodeó.