NUEVE

Enshima, el sacerdote nadir ciego, estaba sentado en lo alto de unas rocas desde las que dominaba las estepas circundantes. A sus espaldas, a la sombra, junto a un manantial escondido, se había reunido un par de docenas de refugiados; principalmente mujeres mayores y niños pequeños, todos invadidos por el desánimo. El sacerdote había visto alzarse el distante incendio en la noche, y había sentido el paso de las almas al Vacío. Tenía la túnica azul claro sucia de polvo, y los pies le dolían y sangraban después de la, marcha a través de las afiladas rocas volcánicas que cubrían aquella parte de las montañas.

Enshima rezó una plegaria dando gracias por que aquel andrajoso grupo de la tribu del Cuerno hubiera logrado llegar al manantial, un par de días antes. Formaban parte de un grupo mayor que fue atacado por los lanceros gothir, y habían logrado alcanzar el terreno elevado donde los jinetes, pesadamente armados, no los habían podido seguir. Por el momento estaban a salvo; hambrientos, afligidos y desolados, pero a salvo. Enshima dio las gracias a la Fuente.

El sacerdote liberó su espíritu, sobrevoló las montañas y contempló las vastas estepas. A unas cuatro leguas al noroeste podía ver las exiguas fortificaciones del santuario, pero no se acercó. Escrutó el terreno en busca de los dos jinetes que sabía que pronto llegarían al manantial.

Los descubrió cuando salían de una garganta, a menos de una legua de las peñas donde estaba sentado su cuerpo. El hachero llevaba dos caballos de las riendas; el poeta, Sieben, iba detrás y llevaba en brazos a una criatura envuelta en una manta roja. El espíritu de Enshima se acercó al hachero y lo observó con atención; montaba en una yegua vieja, vestía un jubón de cuero negro con hombreras de malla y portaba una imponente hacha de doble filo.

Si seguían por aquel camino no pasarían por el manantial. Enshima se acercó al poeta, tendió la mano de su espíritu y se la apoyó en el hombro.

—Oye, Druss —dijo Sieben—, ¿crees que habrá agua en aquellas rocas?

—No la necesitamos —respondió el hachero—. Según nos dijo Nuang, el monasterio no se encuentra a más de tres leguas de aquí.

—Quizá sea cierto, vieja mula, pero la manta del chiquillo empieza a apestar, y me gustaría tener la oportunidad de lavar mis ropas antes de que hagamos nuestra entrada triunfal.

Druss soltó una risilla.

—De acuerdo, poeta. No sería muy digno que aparecieses con un aspecto que no hiciera justicia a tu esplendor.

Druss tiró de las riendas hacia la izquierda e hizo que los caballos se dirigiesen a las rocas volcánicas. Sieben se adelantó y se puso junto a él.

—¿Cómo vas a encontrar esas joyas milagrosas? —le preguntó. El hachero sopesó la cuestión.

—Puede que estén en el sarcófago —dijo—. Sería lo normal, ¿no?

—Es un antiguo santuario. Es muy posible que esté más que saqueado.

Druss no contestó, y acabó por encogerse de hombros.

—El viejo chamán dijo que estaban allí; le preguntaré cuando lo veamos.

Sieben sonrió con amargura.

—Me gustaría tener tu fe en la naturaleza humana, amigo mío.

La yegua alzó la cabeza, ensanchó los ollares y aceleró el paso.

—Hay agua, en efecto —dijo el poeta—. Los caballos la huelen.

Ascendieron por el estrecho y retorcido sendero; cuando llegaron a la cima, una pareja de ancianos guerreros nadir les cortó el paso. Los dos llevaban espadas. Apareció un sacerdote vestido con una túnica teñida de azul desvaído y habló a los dos hombres, que se apartaron a regañadientes. Druss avanzó, desmontó junto al manantial y observó con preocupación al grupo de nadir sentado en las cercanías.

El sacerdote se le acercó.

—Bienvenido a nuestro campamento, hachero —le dijo. El anciano estaba ciego; sus pupilas eran de un color blanco ahumado.

Druss apoyó a Snaga en una piedra, tomó el bebé que le tendía Sieben y esperó a que el poeta desmontase.

—El niño necesita leche.

El sacerdote gritó un nombre, y una joven se acercó con cierta aprensión. Cogió al bebé y volvió a reunirse con el grupo de nadir.

—Son supervivientes de un ataque nadir —dijo el sacerdote—. Me llamo Enshima, y soy sacerdote de la Fuente.

—Yo soy Druss, y ese es Sieben. Nos dirigimos…

—Al santuario de Oshikái —terminó Enshima—. Lo sé. Ven, siéntate conmigo un rato.

El anciano se dirigió a un grupo de rocas que se alzaba junto al manantial, y Druss lo siguió. Sieben dio de beber a los caballos y rellenó las cantimploras.

—En el santuario tendrá lugar una gran batalla —dijo Enshima—. Eso lo sabes.

Druss se sentó a su lado.

—Sí, lo sé. No me interesa.

—Oh, sí que te interesa, pues tu propia misión está relacionada con ella. No encontrarás las joyas antes de que comience la batalla, Druss.

El hachero se arrodilló frente al manantial y bebió; el agua era fresca, pero le dejó en la lengua un regusto amargo. Miró al anciano ciego.

—¿Eres vidente?

—Para bien o para mal, así es —respondió Enshima.

—Entonces explícame de qué va esta maldita guerra, porque no tiene sentido.

Enshima sonrió con tristeza.

—Tu pregunta parece dar a entender que existen las guerras con sentido.

—No soy filósofo, sacerdote, así que ahórrame tus divagaciones.

—En efecto, Druss, no eres filósofo —dijo Enshima con amabilidad—, pero eres un idealista. ¿De qué va esta guerra? Como todas las guerras, tiene que ver con la codicia y el miedo; codicia, porque los gothir son ricos y desean seguir siéndolo, y miedo, porque ven a los nadir como una amenaza a su prosperidad. ¿Alguna vez se ha declarado una guerra por otros motivos?

—Las joyas, ¿existen? —preguntó Druss.

—Existen, sí. Los Ojos de Alcázar fueron tallados hace varios siglos; son amatistas, cada una del tamaño de un huevo, y están imbuidas del formidable poder de esta tierra salvaje.

Sieben se sentó junto a ellos.

—¿Por qué no puedo encontrarlas antes de la batalla? —preguntó Druss.

—No es tu destino.

—Un amigo mío las necesita. Agradecería mucho tu ayuda.

Enshima sonrió.

—No me causa ningún placer el mantenerte apartado de ellas, hachero, pero no puedo darte lo que me pides. Mañana guiaré a esta gente hacia las montañas con la esperanza, quizá vana, de mantenerla con vida. Tú viajarás al santuario y lucharás, pues es lo que mejor sabes hacer.

—¿Tienes palabras de consuelo para mí, anciano? —intervino Sieben.

El sacerdote sonrió, tendió la mano y palmeó el brazo de Sieben.

—Tenía un problema y tú me ayudaste a resolverlo, lo que te agradezco. Lo que hiciste en aquella celda de muerte fue un acto de auténtica bondad, y espero que la Fuente te bendiga por ello. Enséñame el Ion tsia.

Sieben hurgó en su bolsillo y sacó el pesado medallón de plata. El anciano lo sostuvo ante el rostro y cerró sus ojos ciegos.

—El hombre es Oshikái, el Terror de los Demonios; la mujer es su esposa, Shul Sen. La escritura es chiatze, y podría traducirse como «Oshikái y Shul Sen, juntos», pero en realidad significa «espíritus enlazados». Su amor fue muy grande.

—¿Por qué la torturaron así? —preguntó Sieben.

—No puedo responder a eso, joven; los caminos del mal se me escapan, y no alcanzo a comprender semejante brutalidad. Se usó una magia poderosa para mantener atrapado el espíritu de Shul Sen.

—¿Conseguí liberarla?

—No lo sé. Un guerrero nadir me dijo que el espíritu de Oshikái la ha estado buscando a través de los sombríos e infinitos valles del Vacío. Quizá la haya encontrado ya; espero que así haya sido. Pero, como te acabo de decir, se realizaron conjuros poderosos.

Enshima le devolvió el Ion tsia a Sieben.

—También se ha ejecutado un conjuro sobre este objeto —añadió.

—Espero que no se trate de una maldición —dijo el poeta, sosteniendo el medallón con aprensión.

—No; no se trata de una maldición. Creo que ha sido un hechizo de ocultación; lo habrá mantenido escondido a las miradas de los hombres. No es peligroso llevarlo encima, Sieben.

—Bien. Explícame una cosa… Dices que el hombre es Oshikái, pero el nombre que aparece escrito es Oshka. ¿Se trata de una abreviatura?

—No existe la letra i en el alfabeto chiatze; se representa mediante un pequeño trazo curvado en la letra que la precede.

Sieben se guardó el medallón mientras el sacerdote se ponía en pie.

—Que la Fuente os proteja a ambos.

Druss se levantó, se acercó a los caballos y montó en la yegua.

—Os dejamos dos caballos —dijo.

—Es muy amable por vuestra parte.

Sieben se detuvo un momento junto al sacerdote.

—¿Cuántos hombres defienden el santuario?

—Creo que habrá poco menos de doscientos cuando lleguen los gothir.

—¿Y las joyas están allí?

—En efecto.

Sieben maldijo, y después sonrió tímidamente.

—Habría preferido que no estuvieran. No soy muy bueno en medio de una batalla.

—Ningún hombre civilizado lo es —respondió el sacerdote.

—¿Por qué se escondieron allí las joyas?

Enshima se encogió de hombros.

—Fueron talladas hace cientos de años, y se engarzaron en los ojos de un lobo de piedra. Un chamán las robó; estaba claro que quería aquel poder para sí mismo. Lo persiguieron y escondió las joyas, y después intentó escapar a través de las montañas, pero fue capturado, torturado y matado cerca del lugar donde encontrasteis los restos de Shul Sen. No reveló el escondite de las joyas.

—Esa historia no tiene sentido —dijo Sieben—. Si las joyas tenían tanto poder, ¿por qué las abandonó? Podría haber usado ese poder contra sus perseguidores.

—¿Los actos de los hombres tienen sentido siempre? —replicó el sacerdote.

—A su manera, sí. ¿Cuál es el poder de los Ojos?

—Es difícil de decir; depende mucho de la habilidad del hombre que los emplee. Pueden sanar heridas o deshacer conjuros. Se dice que poseen poderes de regeneración y duplicación.

—El poder de los Ojos, ¿podría haber ocultado al chamán de sus perseguidores?

—Sí.

—Entonces ¿por qué no los utilizó?

—Me temo, joven, que eso seguirá siendo un misterio.

—Odio los misterios —dijo Sieben—. Has hablado de regeneración… ¿Son capaces de revivir a los muertos?

—Me refiero a regenerar la carne, en heridas o enfermedades. Se dice que un anciano guerrero resultó rejuvenecido después de haber sido sanado por los Ojos, pero creo que no es más que un cuento.

Druss se acercó.

—Hora de ponerse en marcha, poeta.

La joven nadir se acercó a los hombres con el bebé en brazos, y se lo ofreció en silencio a Sieben, que dio un paso atrás.

—No, no, querida —le dijo—. Aunque le hemos tomado cariño al cachorro, creo que estará mejor con su gente.

Talismán caminó a lo largo de la plataforma de madera del muro norte, comprobando la resistencia de la estructura y examinando las viejas vigas sobre las que se apoyaba; parecía sólida. Se habían instalado unas rudimentarias almenas para permitir que los arqueros pudieran disparar con cierta protección, pero no había más que una veintena de flechas por cada guerrero nadir, y se les acabarían tras el primer ataque. Podrían recoger flechas disparadas por el enemigo, pero no serían los arqueros los que decidiesen aquella batalla.

Echó una ojeada a su alrededor y vio a Zun dirigiendo los trabajos junto al muro roto; ya habían preparado una sólida estructura sobre la que combatir. El jefe de los lobos solitarios llevaba el pañuelo de lino que le había dado Zhusái; vio que Talismán lo observaba, pero no hizo ningún gesto de saludo. Quing Chin trabajaba en las puertas con su grupo; estaban embadurnando los goznes con grasa de caballo, intentando que volviesen a funcionar. Talismán se preguntó cuánto tiempo habría pasado desde que las puertas se cerraron por última vez; lo mismo podría tratarse de diez años que de un centenar.

Bartsái y diez de los suyos trabajaban en el muro oriental, en el que se había caído una sección de la plataforma. Habían arrancado tablones del suelo de los edificios cercanos y los estaban usando en las reparaciones.

Quing Chin subió a la muralla y saludó a Talismán a la manera gothir.

—Que sea el último saludo gothir que me diriges —le dijo Talismán con frialdad—. A los guerreros no les hace ninguna gracia.

—Lo siento, hermano.

Talismán sonrió.

—No te disculpes, amigo mío; no pretendía reprenderte. Hiciste un buen trabajo anoche; es una lástima que hayan podido salvar los carros de agua.

—No todos. Habrán tenido que racionarla.

—¿Cómo reaccionaron al ataque?

—Con bastante eficacia; estaban bien dirigidos. Estuvimos a punto de acabar con Gargan; desde el risco en el que estaba observando lo vi caminar dando tumbos entre las llamas, pero un joven oficial las cruzó a caballo y lo rescató. Fue el mismo hombre que salvó los carros de agua.

Talismán se apoyó en el parapeto y contempló el valle.

—Por mucho que odie a Gargan, debo reconocer que es un general excelente; se merecerá un capítulo propio en los libros de historia de Gothir. Tenía veintidós años cuando dirigió la carga de caballería que terminó con la guerra civil. Ha sido el general más joven de la historia de Gothir.

—Pero ya no tiene veintidós años —dijo Quing Chin—. Es viejo y está gordo.

—El valor permanece aunque se marche la juventud —señaló Talismán.

—El espíritu de ese hombre está envenenado —replicó Quing Chin; se quitó el casco y se pasó una mano por el pelo empapado de sudor—. Está consumido por un odio indeleble, y se le avivará como las llamas de anoche cuando se entere de que tú estás al mando aquí.

—Esperemos que ocurra como dices. Un hombre furioso no toma decisiones sensatas.

Quing Chin se sentó en el borde de la muralla.

—¿Has pensado en quién dirigirá al grupo que protegerá el pozo?

—Sí. Zun.

Quing Chin lo observó dubitativo.

—¿No habías dicho que lo protegerían los de la tribu del Cuerno?

—En efecto. Bajo el mando de Zun.

—¿Un lobo solitario? ¿Lo obedecerán?

—Ya veremos —dijo Talismán—. Diles a tus hombres que reúnan rocas y piedras grandes, y que las dispongan a lo largo de las plataformas. Necesitaremos tener algo que arrojar sobre la infantería cuando intente trepar por las murallas.

Talismán dejó a Quing Chin, bajó de la plataforma y se acercó a Bartsái, que había interrumpido los trabajos de reparación mientras sus hombres descansaban y bebían del pozo del patio.

—¿Has escogido a los guerreros? —le preguntó.

—Sí. Veinte, como ordenaste. Pueden ser más; han llegado otros treinta y dos guerreros.

—Si el pozo está dispuesto tal como me explicaste, veinte serán suficientes. Haz venir a los hombres; tengo que hablar con ellos.

Bartsái se alejó, y Talismán caminó hasta donde Zun y los suyos daban los últimos retoques a la plataforma de combate. La parte superior había sido cubierta con tablones de madera sacados de las ruinas de la torre. Talismán subió a la plataforma y observó a través de la grieta del muro.

—Buen trabajo —le dijo a Zun, que se había situado a su lado.

—Servirá —respondió Zun—. ¿Es aquí donde deseas que luchemos mis hombres y yo?

—Tus hombres, sí; pero no tú. Designa un jefe para el grupo; quiero que tú te hagas cargo del grupo de la tribu del Cuerno que defenderá el pozo.

—¿Qué? —Zun enrojeció—. ¿Quieres que dirija a ese grupo de macacos asustadizos?

—Si los gothir capturan el pozo, tomarán el santuario —dijo Talismán en voz baja y fría—. El pozo es el corazón de nuestra defensa; sin agua, el enemigo tendrá que atacar a la desesperada, y si resistimos lo suficiente, empezará a morir de sed. Si dispone de agua tendrán muchas más posibilidades; incluso podría limitarse a esperar a que muramos de hambre.

—No tienes que explicarme lo importante que es el pozo, Talismán —espetó Zun—. Lo que quiero saber es por qué tengo que guiar a los de la tribu del Cuerno. Son más débiles; mis hombres podrían defender mejor el pozo, y confío en ellos y sé que lucharán hasta la muerte.

—Comandarás a los de la tribu del Cuerno —dijo Talismán—. Eres un luchador y te seguirán.

Zun parpadeó.

—Pero explícame: ¿por qué yo?

—Porque yo lo ordeno —dijo Talismán.

—No, hay otro motivo. ¿Qué me estás ocultando?

—Nada —respondió Talismán con voz suave—. El pozo es vital, y considero que eres el hombre más adecuado para defenderlo. Pero estamos en las tierras de la tribu del Cuerno, y se ofendería si fuera otra tribu la que se encargara de la defensa.

—¿Y crees que no se ofenderán cuando les digas que están a mis órdenes?

—Es un riesgo que tengo que correr. Acompáñame; nos están esperando.

Bartsái estaba furioso, pero se tragó la irritación mientras contemplaba cómo Zun guiaba a sus guerreros al cruzar las puertas. Sentía un dolor sordo y persistente en el pecho, como si una jaula de hierro le oprimiese las costillas. Había deseado ansiosamente combatir en el pozo; había numerosas vías de escape, y sus hombres y él podrían haber defendido el lugar, pero también podrían haberse retirado a un lugar seguro si no tenían más remedio. En lugar de ello, se encontraba atrapado en aquel podrido simulacro de fortaleza. Talismán se acercó a él.

—Acompáñame; tenemos que hablar —le dijo. Sintió otra punzada de dolor al mirar al joven guerrero.

—¿Hablar? Ya hemos tenido suficientes charlas. Si la situación no fuera tan desesperada, te habría desafiado.

—Comprendo tu ira, Bartsái, pero escúchame: Zun nos habría resultado inútil en el asedio. He observado su nerviosismo cuando está dentro de los muros, y he visto su lámpara encendida en medio de la noche. Duerme siempre al raso, ¿te has dado cuenta?

—Sí, es un tipo extraño, pero ¿por qué tiene que dirigir a mis hombres?

Talismán llevó a Bartsái hasta una mesa, a la sombra.

—Desconozco qué demonios acosan a Zun, pero está claro que teme estar entre muros. No le gusta la oscuridad y evita los espacios cerrados, y cuando comience el asedio, todos estaremos encerrados aquí. Creo que eso lo destrozaría. Pero es un gran luchador y defenderá el pozo con su vida.

—Y yo también —dijo Bartsái, esquivando la mirada de Talismán—. Y cualquier otro jefe.

—Cada uno de nosotros carga con sus propios temores, Bartsái —dijo Talismán en voz baja.

—¿Qué significa eso? —espetó el cabecilla de la tribu del Cuerno, enrojeciendo. Miró fijamente, con ansiedad, los oscuros y enigmáticos ojos de Talismán.

—Significa que yo también temo los días que están por venir, como los temen Quing Chin, Lin Tse y todos los guerreros. Ninguno de nosotros desea morir, y ese es el motivo por el que aprecio tu presencia aquí, Bartsái. Tú eres el más veterano de todos los jefes; tu tranquilidad y tu fuerza serán importantísimas cuando ataquen los gothir.

Bartsái suspiró y sintió que se le aligeraba el dolor del pecho.

—Cuando tenía tu edad habría recorrido cien leguas para participar en esta batalla. Ahora siento el frío aliento de la muerte en el cuello, y se me afloja el vientre. Soy demasiado viejo, y sería mejor que no confiases mucho en mí.

—Te equivocas, Bartsái; sólo los idiotas no tienen miedo. Soy joven, pero se me da bien juzgar el carácter de la gente. Te mantendrás firme e inspirarás a los guerreros que te rodean. ¡Eres nadir!

—Ahórrate los discursos; sé cuál es mi deber.

—No es ningún discurso, Bartsái. Hace doce años, cuando los cortaespaldas atacaron tu poblado, atacaste su campamento con veinte hombres. Dispersaste a los notás y recuperaste los caballos. Cinco años después te desafió un espadachín de los lobos solitarios; recibiste cuatro estocadas, pero lo mataste, y después, sin hacer caso a tus heridas, montaste a caballo y te alejaste. Eres un guerrero, Bartsái.

—Sabes mucho sobre mí, Talismán.

—Cualquier jefe tiene que conocer a los hombres que lo siguen. Pero si sé todas esas cosas es porque tus guerreros se jactan de tus hazañas.

Bartsái rió entre dientes.

—Me quedaré —dijo—. Pero ahora será mejor que vuelva al trabajo en las murallas; de lo contrario no tendré ningún sitio sobre el que mantenerme firme.

Talismán sonrió, y el veterano guerrero se marchó. Nosta Jan salió del santuario y cruzó el patio. El buen humor de Talismán se disipó cuando se acercó el chamán.

—No hay nada —dijo Nosta Jan—. He recitado conjuros de búsqueda sin resultado. Puede que Chorin Tsu estuviera equivocado; quizá las joyas no estén aquí.

—Los Ojos están aquí —dijo Talismán—, pero están ocultos para nosotros. El espíritu de Oshikái me dijo que un forastero estaba destinado a encontrarlos.

Nosta Jan escupió en el polvo.

—Se aproximan dos: Druss y el poeta. Esperemos que sea uno de ellos.

—¿Por qué viene Druss?

—Le dije que los Ojos sanarían a un amigo suyo gravemente herido en una pelea.

—¿Y es verdad?

—Por supuesto, aunque no se los llevarán. ¿Crees que voy a permitir que el sagrado futuro de los nadir quede en manos de un gaiyín? No, Talismán. Druss es un gran guerrero y será útil en la batalla que se avecina, pero cuando acabe, debe morir.

Talismán miró fijamente al hombrecillo, pero no dijo nada. El chamán se sentó en la mesa y llenó un cuenco de agua.

—¿Dices que hay un Ion tsia en el sarcófago?

—Así es. De plata.

—Es curioso —dijo Nosta Jan—. El santuario ha sido saqueado durante cientos de años. ¿Por qué dejarían atrás los ladrones de tumbas un objeto de plata?

—Es posible que Oshikái lo llevara junto a la piel, bajo la camisa, y lo pasaran por alto. Más tarde, la tela se pudrió, y por eso lo encontré.

—Hummm… —Nosta Jan no parecía muy convencido—. Es posible que se lanzase un hechizo y haya perdido fuerza con el tiempo. —Clavó los ojos oscuros en el rostro de Talismán—. Hablemos de la muchacha. No puedes tenerla, Talismán; está comprometida al Unificador, y no eres tú. De él descenderán los grandes guerreros del futuro, y Zhusái será su primera esposa.

Talismán sintió un nudo en el estómago, y la ira lo invadió.

—No quiero oír más profecías, chamán. La quiero más que mi vida. Es mía.

—¡No! —siseó Nosta Jan, acercándose—. Tu principal objetivo es el bienestar de los nadir; de hecho, es tu único objetivo. ¿Quieres ver llegar el día del Unificador? Entonces no te entrometas en su destino. Ahí fuera, en alguna parte —dijo el chamán, agitando un brazo en el aire—, está el hombre que esperamos. Los hilos de su destino están entretejidos con los de Zhusái. ¿Lo comprendes, Talismán? ¡No puedes tenerla!

El joven nadir contempló los ojos oscuros de Nosta Jan y distinguió un brillo de malignidad en ellos. Pero, sobre todo, vio que el nerviosismo del hombre era verdadero. El chamán había dedicado su vida, más aún que el propio Talismán, a un único fin: la llegada del Unificador.

Talismán se sintió como si le hubieran cambiado el corazón por una piedra.

—Lo comprendo.

—Bien. —El menudo chamán se relajó y echó una ojeada alrededor; los guerreros trabajaban en los muros—. Es impresionante. Has hecho un buen trabajo.

—¿Te quedarás aquí cuando comience la batalla? —preguntó Talismán con frialdad.

—Al principio, sí; usaré mis poderes contra los gothir. Pero no puedo morir aquí, Talismán; mi tarea es demasiado importante. Si fracasa la defensa, tendré que marcharme y llevarme a la muchacha.

Aquellas palabras aliviaron a Talismán.

—¿Podrás salvarla?

—Desde luego, pero debo hacerte una advertencia: si tomas su virtud, tendré que abandonarla.

—Tienes mi palabra de que no la tocaré, Nosta Jan. ¿Te basta?

—Desde luego, Talismán. No me odies, muchacho —dijo con tristeza—; ya me odia demasiada gente. La mayoría con buenos motivos, pero me rompería el corazón que estuvieras entre ellos. Servirás bien al Unificador, lo sé.

—¿Has visto mi futuro?

—Sí, pero hay ciertas cosas de las que no puedo hablar Y ahora necesito descansar.

El chamán comenzó a alejarse, pero Talismán lo detuvo.

—Si me aprecias en algo, Nosta Jan, dime qué has visto.

—No he visto nada —respondió Nosta Jan, sin volverse. Los estrechos hombros del chamán se hundieron—. Nada. No te he visto cabalgar junto al Unificador. No hay futuro para ti, Talismán. Este es tu momento de gloria; saboréalo.

Nosta Jan se marchó sin mirar atrás. Talismán se mantuvo inmóvil unos instantes, y después se dirigió al edificio de los peregrinos y entró en la habitación de Zhusái. La joven estaba esperándolo; se había peinado cuidadosamente, y el aceite perfumado hacía brillar sus largos cabellos negros. Cuando el guerrero entró, ella corrió a su lado, le echó los brazos al cuello y lo besó. Talismán la apartó de sí con delicadeza y le repitió lo que había dicho el chamán.

—No me importa lo que haya dicho —le respondió la joven—. Nunca sentiré por otro hombre lo que siento por ti. ¡Nunca!

—Ni yo por otra mujer. Vamos a sentarnos un rato, Zhusái. Necesito sentir el contacto de tu mano.

Se sentaron en la estrecha cama. Zhusái cogió la mano del guerrero y la besó; Talismán sintió la calidez de las lágrimas que le mojaban la piel.

—Cuando todo esté perdido —susurró—, nosta Jan te llevará a un lugar seguro. Su magia es poderosa, y podréis escapar de los gothir. Vivirás, Zhusái.

—No quiero vivir sin ti. No me marcharé.

Aquellas palabras conmovieron a Talismán, pero también lo preocuparon.

—No digas eso, amor mío. Tienes que comprender que, para mí, tu seguridad es tan importante como la victoria. Moriré feliz.

—¡No quiero que mueras! —dijo Zhusái con un hilo de voz—. Quiero estar contigo en algún lugar, en las montañas. Quiero darte hijos.

Talismán la abrazó, aspiró el perfume de sus cabellos y su piel, y le acarició el rostro y el cuello. No tenía palabras, y lo invadió una profunda tristeza. Siempre había pensado que su sueño de una nación nadir unida era más importante que su vida, pero empezaba a cambiar de opinión. Aquella esbelta joven le había mostrado una verdad desconocida para él; por ella podría traicionar su destino. Casi. El guerrero sintió la boca seca y, haciendo un terrible esfuerzo, soltó a la mujer y se levantó.

—Debo irme —le dijo. La joven sacudió la cabeza y también se levantó.

—Aún no —replicó, con voz contenida—. Soy chiatze, Talismán, y he sido entrenada en numerosas artes. Quítate la camisa.

—No puedo. Le di mi palabra a Nosta Jan.

La joven sonrió.

—Quítate la camisa. Estás cansado y tenso, y tus músculos parecen nudos; te daré un masaje en los hombros y en el cuello, y podrás dormir. Hazlo por mí, Talismán.

Talismán se quitó el jubón de piel de cabra y la camisa, se desabrochó el cinturón de la espada y se sentó en la cama. La joven se arrodilló detrás de él e hizo trabajar sus dedos sobre los tensos músculos. Al cabo de un rato le pidió que se tumbara boca abajo; Talismán obedeció, y Zhusái le cubrió la espalda con aceite perfumado. El aceite desprendía un delicado aroma, y Talismán sintió que la tensión lo abandonaba.

Cuando se despertó, ella estaba acostada a su lado, cubierta con una manta, con un brazo en el pecho del guerrero y el rostro sobre la almohada, a muy poca distancia. El sol del amanecer entraba por la ventana. Talismán apartó el brazo con cuidado y se levantó. Zhusái se despertó.

—¿Cómo te sientes, mi señor? —le preguntó.

—Muy bien, Zhusái. Eres muy hábil.

—El amor es mágico —dijo ella, sentándose. Estaba desnuda, y a la luz del sol, su piel parecía de oro.

—El amor es mágico —asintió Talismán, apartando la mirada de sus pechos—. ¿Has soñado con Shul Sen?

—Sólo he soñado contigo, Talismán.

El nadir se puso la camisa y el jubón, se echó a la espalda el cinto de la espada y abandonó la habitación. Gorkái esperaba fuera.

—Llegan dos jinetes —dijo—, quizá sean exploradores gothir. Uno lleva una gran hacha. ¿Los quieres vivos o muertos?

—Dejad que vengan; los estaba esperando.

Druss dirigió a la yegua hacia el muro occidental y examinó la grieta que lo recorría.

—He visto fortalezas mejores —le dijo a Sieben.

—Y bienvenidas más amistosas —murmuró el poeta, observando a los arqueros que los apuntaban desde lo alto de la muralla. Druss rió entre dientes y tiró de las riendas a un lado, y la yegua echó a andar. Las puertas eran viejas y estaban carcomidas en parte, pero pudo ver que los goznes habían sido limpiados recientemente. El suelo mostraba marcas semicirculares bajo ambas puertas, lo que indicaba que poco antes habían estado cerradas.

Espoleó con suavidad a la yegua, cruzó la entrada y desmontó. Vio acercarse a Talismán.

—Volvemos a encontramos, amigo —le dijo—. ¿Hoy no te atacan los ladrones?

—Sólo unos dos mil —respondió Talismán—. Lanceros, infantería y arqueros.

—Harías bien en ordenar a tus hombres que mojasen las puertas —dijo Druss—. La madera está tan seca que no se molestarán en golpearla, les bastará con prenderle fuego.

El hachero paseó su mirada experta por las defensas y quedó impresionado con lo que vio. Las murallas habían sido reparadas, y se había alzado una plataforma sobre la que poder luchar al pie de la grieta del muro occidental. En lo alto de cada muro se habían amontonado rocas, listas para ser arrojadas contra la infantería.

—¿De cuántos hombres dispones?

—De doscientos.

—Espero que todos sean luchadores.

—Son nadir, y se prestan a defender los restos del más grande guerrero nadir de todos los tiempos; lucharán. ¿Y tú?

Druss soltó una risilla.

—Me encantan los buenos combates, pero este no es mío. Un chamán nadir me dijo que aquí había unas joyas que tenían la capacidad de curar. Las necesito para un amigo.

—Eso tenía entendido; pero no las hemos encontrado. Dime, ¿ese chamán te prometió las joyas?

—No exactamente —reconoció Druss—. Sólo me dijo que estaban aquí. ¿Te importa que las busque?

—En absoluto —respondió Talismán—. Te debo la vida; lo mínimo que puedo hacer es ayudarte. —Señaló al edificio principal—. Aquel es el santuario de Oshikái, el Terror de los Demonios. Si las joyas están en algún sitio, estarán escondidas ahí. Nosta Jan, el chamán que habló contigo, ha estado usando conjuros para buscarlas, pero no las ha encontrado. Yo mismo invoqué al espíritu de Oshikái, pero no me lo quiso decir. Te deseo más suerte, hachero.

Druss se apoyó el hacha en un hombro y cruzó el patio con Sieben a su lado. El santuario estaba escasamente iluminado, y el hachero se detuvo ante el sarcófago. La cripta estaba cubierta de polvo y carecía de ornamentos.

—Ha sido saqueada —dijo Sieben—. Mira las perchas de las paredes; en otro tiempo colgaban de ellas armaduras y estandartes.

—Esa no es forma de tratar a un héroe —dijo Druss—. ¿Tienes alguna idea de dónde buscar?

—Dentro del ataúd, pero no creo que haya muchas joyas en él.

Druss dejó el hacha a un lado y se acercó al sarcófago. Aferró la tapa de piedra, tensó los músculos y dio un tirón. La piedra emitió un sonido chirriante al ser arrastrada.

Sieben inspeccionó el interior.

—Vaya, vaya —dijo.

—¿Están ahí?

—Por supuesto que no —espetó Sieben—, pero el cadáver lleva un Ion tsia idéntico al que encontramos en la mujer.

—¿Nada más?

—Nada. No tiene dedos, Druss. Alguien debió de cortárselos para robar los anillos. Vuelve a poner la tapa.

Druss obedeció.

—Y ahora ¿qué? —dijo.

—Déjame pensar —respondió el poeta—. Aquí hay algo que no encaja; averiguaré qué.

—Date prisa, poeta, o te verás en medio de una guerra.

—Qué agradable pensamiento.

Oyeron el sonido de los cascos de unos caballos. Druss fue hasta la entrada y salió al exterior; Sieben fue tras él y lo alcanzó a tiempo de ver a Nuang Xuan desmontando, y a su grupo cruzando las puertas tras él.

—Yo creía que te ibas lejos de aquí —voceó Druss. El jefe nadir lo miró y escupió.

—Yo también, hachero, pero algún cretino prendió fuego justo en nuestro camino y nos vimos obligados a alejamos al galope. Cuando intentamos rodearlo por el este descubrimos una columna de lanceros. Los Dioses de la Piedra y el Agua deben de odiarme.

—Todavía estás vivo, viejo.

—¡Bah! No por mucho tiempo; miles de gothir vienen hacia aquí. Pero dejaré que mi gente descanse esta noche.

—Eres un mal mentiroso, Nuang Xuan —dijo Druss—. Has venido a luchar; a defender el santuario. No hay otra forma de que cambies tu suerte.

—¿Tendrá algún límite la maldad gothir? ¿Para qué les servirá destruir nuestro lugar sagrado? —Inspiró profundamente—. Me quedaré. Enviaré a otro sitio a las mujeres y a los niños, pero mis guerreros y yo nos quedaremos. En cuanto a la suerte, hachero, morir defendiendo el lugar sagrado será un privilegio. Y no soy tan viejo; me ocuparé de matar yo mismo a un centenar de gothir. Tú te quedarás, ¿verdad?

—No es mi guerra, Nuang.

—¡Lo que intentan hacer es un crimen, Druss! —De repente sonrió, mostrando su dentadura mellada—. Creo que te quedarás. Los Dioses de la Piedra y el Agua te han traído para que seas testigo de cómo mato a los cien que me tocan. Voy a buscar al que manda aquí.

Sieben se acercó a la sombra, donde descansaba Niobe. La mujer llevaba una bolsa de lona, que había dejado en el suelo. Sieben sonrió.

—¿Me has echado de menos? —le preguntó.

—Estoy demasiado cansada para acostarme contigo —replicó ella con voz apagada.

—Ah, el romanticismo nadir —dijo Sieben—. ¿Quieres que te traiga un poco de agua?

—Puedo servirme agua yo sola.

—Estoy seguro de que puedes, querida, pero me encantaría disfrutar de tu compañía.

Sieben la cogió de la mano y la llevó hasta una mesa a la sombra en la que había unas cuantas jarras llenas de agua y varios cuencos de barro. El poeta llenó uno y se lo tendió a Niobe.

—¿En tu tierra sirven los hombres a las mujeres? —le preguntó ella.

—De un modo o de otro —asintió Sieben. Niobe vació el cuenco y se lo devolvió al poeta, que lo volvió a llenar.

—Eres extraño —le dijo—. Y no eres guerrero. ¿Qué harás cuando empiece a correr la sangre?

—Con un poco de suerte no estaré aquí cuando empiece el combate. Pero si sigo aquí… —Abrió los brazos—. Tengo algunas habilidades que serán útiles. Seré el médico del fuerte.

—Yo también sé coser heridas. Necesitaremos tela para hacer vendas, y mucho hilo. Y agujas. Buscaré todo eso. También habrá que preparar un lugar para dejar a los muertos; de lo contrario apestarán, se hincharán, reventarán y atraerán a las moscas.

—Muy delicadamente expresado —dijo Sieben—. ¿Hablamos de otra cosa?

—¿Para qué?

—Porque ese tema resulta… desmoralizador.

—Desconozco esa palabra.

—Eso me había figurado. Dime, Niobe, ¿tienes miedo?

—¿De qué?

—De los gothir.

La mujer sacudió la cabeza.

—Ellos vendrán; nosotros los mataremos.

—O nos matarán ellos —señaló el poeta. Niobe se encogió de hombros.

—Como sea.

—Querida, eres una fatalista.

—Te equivocas, po-e-ta. Pertenezco a la tribu del Lobo Solitario —replicó Niobe—. Con Nuang éramos la tribu del Ala del Águila, pero ahora no quedamos suficientes, así que volveremos a ser lobos.

—Niobe del Lobo Solitario, te adoro —dijo Sieben sonriendo—. Eres un soplo de aire fresco en mi vida de hastío.

—Sólo perteneceré a un guerrero —le dijo ella con severidad—. Pero hasta que llegue mi hombre, me sirves para dormir.

—¿Qué caballero podría resistirse a una proposición hecha con tal delicadeza?

—Eres raro —murmuró ella, y se alejó.

Druss cruzó el patio.

—Nuang dice que está cansado de huir. Sus hombres y él se quedarán y lucharán.

—¿Pueden vencer, Druss?

—Son guerreros duros, y Talismán ha hecho un buen trabajo con las defensas.

—No has contestado a mi pregunta.

—No hay respuesta —dijo Druss—, sólo posibilidades. No apostaría media moneda de cobre a que aguantarán más de un día.

Sieben suspiró.

—Por supuesto, eso no significará que haremos algo sensato como, por ejemplo, marchamos.

—Los gothir no tienen derecho a profanar este lugar —dijo Druss, con una expresión gélida en sus ojos grises—. No está bien. Oshikái es un héroe para todos los nadir; sus restos deberían descansar en paz.

—Discúlpame por resaltar lo evidente, vieja mula, pero esta tumba ya ha sido saqueada, y han revuelto los restos de Oshikái. ¡Es poco probable que le importe algo a estas alturas!

—No se trata de Oshikái; se trata de ellos —replicó Druss señalando a los nadir—. Profanar el santuario será como robarles su herencia; un acto así carece de honor. Es algo malvado, y no pienso tolerar algo así.

—Entonces ¿nos quedamos?

Druss sonrió.

—Tú deberías marcharte —le respondió—. Este no es lugar para un poeta.

—Es una idea tentadora, vieja mula. Probablemente me marche en cuanto veamos los estandartes de gothir.

Nuang llamó a Druss, y el hachero se alejó. Sieben seguía en la mesa, bebiendo agua de un cuenco, cuando Talismán se sentó frente a él.

—Háblame del amigo que está muriendo —le dijo. Sieben le contó todo lo que sabía de la pelea en la que Klay había acabado lisiado. Talismán escuchó con expresión seria.

—Es cierto que un hombre debe arriesgarlo todo por la amistad —dijo cuando Sieben terminó su relato—. Eso muestra que tiene honor. ¿Druss ha luchado en muchas batallas?

—En demasiadas —dijo Sieben con amargura—. ¿Has visto alguna vez cómo los árboles más altos atraen los rayos en una tormenta? Druss es así. Dondequiera que esté, las batallas parecen fluir hacia él. Resulta irritante.

—Pero siempre sobrevive.

—Es su talento. Dondequiera que vaya, la muerte anda cerca.

—Aquí nos vendrá bien —dijo Talismán—. Pero ¿qué hay de ti, Sieben? Niobe me ha dicho que te quedarás para atender a los heridos. ¿Por qué?

—La estupidez es congénita en mi familia.

Lin Tse se irguió en la silla y escrutó el paso. A su derecha se alzaba la escarpada mole de roca rojiza de la Piedra del Templo, un imponente monumento al esplendor de la naturaleza; erosionado por los vientos del tiempo, había sido esculpido por un mar ya olvidado que había cubierto aquellas tierras. A la izquierda de Lin Tse se extendía una serie de laderas escarpadas cubiertas de rocas. El enemigo tendría que avanzar por la estrecha senda que discurría a lo largo de la base de la Piedra del Templo.

El nadir desmontó, ascendió corriendo por la cuesta más cercana y se detuvo junto a unas rocas prominentes. Con los hombres y el tiempo suficientes podría desprenderlas y provocar una avalancha que cerrase el sendero. Estudió el problema durante un rato; después regresó hasta el caballo, montó de un salto y se adentró en las rocas rojas a la vanguardia del pequeño grupo que lo acompañaba. Necesitaba una victoria, algo que aumentase la moral de los defensores.

Pero ¿cómo? Talismán había mencionado a Fecrem y la Larga Marcha. Aquella campaña había consistido en una serie de ataques localizados a las líneas de suministro enemigas; Fecrem era el sobrino de Oshikái, y un experto guerrillero.

El polvo rojizo se alzaba bajo los cascos de los caballos, y Lin Tse sentía la garganta reseca mientras se inclinaba sobre la silla, obligando al semental a ascender por la empinada cuesta. Cuando llegó a la cima detuvo a la montura. Por debajo de donde se encontraba, la senda se ensanchaba. Un largo saliente rocoso se alzaba desde la izquierda y apuntaba hacia un grupo de rocas, más a la derecha. La distancia que las separaba del extremo del saliente no superaba los treinta palmos. Lin Tse se imaginó la columna de lanceros en marcha; viajarían lentamente, probablemente en fila de a dos. Si pudiera hacer que se apresurasen en aquel punto…

Se giró sobre la silla y examinó el camino por el que habían llegado. La cuesta era empinada, pero un jinete hábil podría ascenderla al galope; y los lanceros eran jinetes hábiles.

—Esperad aquí —les dijo a sus hombres.

Sacudió las riendas. El caballo retrocedió y se agitó, pero Lin Tse lo espoleó y lo hizo descender por la pendiente al galope, y al llegar abajo tiró bruscamente de las riendas. El polvo se había alzado tras él y se había extendido como una niebla rojiza sobre el sendero. Lin Tse se desvió hacia la derecha y siguió avanzando, con más cuidado. En la senda, más adelante, el terreno era más irregular, y llevaba hasta una grieta que formaba un despeñadero de casi ciento cincuenta varas de altura. Desmontó, se acercó al borde de la grieta y lo recorrió lentamente. En el punto más ancho, la distancia entre los bordes era de unas veinticinco varas, pero se estrechaba hasta unos veinte palmos en el punto donde se encontraba en aquel momento. Al otro lado de la grieta, el terreno se empinaba y estaba salpicado de rocas, pero llevaba hasta una senda más ancha que Lin Tse siguió con la mirada: conducía directamente al pie de la Piedra del Templo.

Se sentó e hizo planes durante un rato; después regresó junto a sus hombres.

Premián guió a sus cien lanceros a través de la zona de rocas rojizas. Estaba cansado, y le escocían los ojos enrojecidos. Los hombres que lo seguían cabalgaban en silencio en columnas de a dos. Iban sin afeitar y sedientos; las raciones de agua se habían reducido a un tercio. Por cuarta vez en aquella mañana, Premián alzó un brazo y los soldados tiraron de las riendas. Mikal, un joven oficial, se adelantó hasta situarse a su altura.

—¿Qué habéis visto, señor? —le preguntó.

—Nada. Envía un explorador a aquel cerro del nordeste.

—No nos espera ningún ejército —se quejó Mikal—. ¿Para qué tantas precauciones?

—Te he dado una orden; obedece.

El joven se ruborizó y espoleó a su montura. Premián habría preferido que Mikal no lo acompañase en aquella misión; era demasiado joven e impulsivo y, lo que era aún peor, seguía menospreciando la capacidad de los nadir, incluso después del incendio del campamento. Pero Gargan había impuesto su rango; al general le caía bien Mikal, ya que veía en él una versión más joven de sí mismo.

Premián sabía que a sus hombres no les importaba avanzar lentamente por el territorio enemigo; los Lanceros Reales se habían enfrentado a los guerreros nadir en el pasado, y casi todos eran veteranos que preferían sufrir la incomodidad de una lenta cabalgada antes que caer en una emboscada.

Una cosa era cierta: el hombre que había planeado el incendio del campamento tenía cuerdas de repuesto para su arco. Premián no había viajado nunca por aquellas tierras, pero había estudiado los detallados mapas de la Gran Biblioteca de Gulgothir y sabía que la zona que rodeaba la Piedra del Templo estaba llena de escondrijos desde los que los arqueros podrían disparar contra sus soldados, y provocar avalanchas. No estaba dispuesto, bajo ninguna circunstancia, a arrojar a sus hombres a ciegas a los brazos de los nadir.

Siguió con la mirada al explorador que cabalgaba hacia el terreno elevado. El hombre alcanzó una cresta y movió el brazo en círculos, indicando que el terreno estaba despejado. Premián ordenó avanzar a las cuatro compañías.

El oficial gothir tenía la boca seca. Hurgó en las alforjas, sacó una moneda pequeña de plata y se la metió bajo la lengua para aumentar la salivación. Los hombres lo observaban: si él bebía, lo imitarían, y según los mapas no había reservas de agua en la zona, aunque habían cruzado el cauce seco de varios arroyos. Quizá si excavasen profundamente podrían alcanzar alguna filtración que fuera suficiente para dar de beber a los caballos, o podrían encontrar algún estanque de roca desconocido por los cartógrafos. Premián buscó señales de abejas, pues nunca se alejaban demasiado del agua, pero no vio nada. Los caballos tampoco habían detectado humedad, aunque eran capaces de oler el agua a gran distancia.

Premián llamó a Yomil, el sargento mayor, un hombre cercano a la cincuentena y veterano de las campañas nadir. El sargento espoleó su montura, se acercó a Premián y le dirigió un brusco gesto de saludo. La barba entrecana de dos días lo hacía parecer aún mayor.

—¿Qué opinas? —le preguntó Premián.

—Están cerca —respondió Yomil—. Prácticamente puedo olerlos.

—El señor de Larness quiere prisioneros —dijo Premián—. Házselo saber a los hombres.

—Estaría bien ofrecer una recompensa —sugirió el sargento.

—Y la habrá, pero no lo anuncies. No quiero temeridades.

—Ah, pero vos sois un hombre cauteloso, señor —dijo Yomil, sonriendo. Premián le devolvió la sonrisa.

—Eso es lo que me gustaría que dijeran mis nietos cuando me siente con ellos en el jardín para disfrutar del fresco otoñal: «Era un hombre cauteloso».

—Yo ya tengo nietos —dijo Yomil.

—Probablemente más de los que conoces.

—Seguro que sí, señor.

Yomil volvió con los hombres y les comunicó la orden de hacer prisioneros. Premián se quitó el yelmo adornado con el penacho de crines blancas y se pasó la mano por el pelo empapado de sudor. Sintió una breve sensación de frescor mientras el sudor se evaporaba, y después regresó el agobiante calor. Volvió a ponerse el yelmo.

Tras un recodo del camino surgió ante sus ojos la Piedra del Templo; parecía una gigantesca campana, y se alzaba majestuosamente hacia el cielo. Premián se impresionó, y deseó tener tiempo para realizar un bosquejo del paisaje.

La senda se elevaba hacia una cima rocosa, y el oficial gothir llamó a Mikal y le ordenó que reuniese a su compañía, a los veinticinco hombres, que coronasen la colina y que aguardasen allí la llegada del cuerpo principal. El joven saludó y se alejó con sus hombres hacia el este, mientras Premián lo observaba con el ceño fruncido; cabalgaban a demasiada velocidad. ¿Acaso no se daba cuenta de que los caballos estaban cansados y apenas tenían agua?

Mikal y sus hombres alcanzaron la cima justo a tiempo de ver a cuatro nadir que corrían hacia sus monturas. Gargan había dicho que quería prisioneros, y Mikal ya podía escuchar prácticamente las felicitaciones del general.

—¡Un rak de oro para quien capture a un nadir! —gritó, y espoleó al caballo, que salió disparado hacia delante.

Los nadir saltaron a las sillas y emprendieron el galope, alzando nubes de polvo rojo al descender por la pendiente. Los pintos no eran rivales para los caballos gothir, y Mikal y sus hombres los alcanzarían en cuestión de instantes. Mikal desenvainó el sable, entrecerró los ojos para protegérselos del polvo y se inclinó sobre el cuello de su montura, instándola a avanzar más deprisa. Alcanzó a ver a duras penas, a través de la nube de polvo, cómo los nadir doblaban un recodo del sendero. Su caballo galopaba a rienda suelta cuando alcanzó la curva; sus hombres lo seguían formando un grupo cerrado. Un poco hacia la izquierda vio a los nadir; los pintos se movieron como si saltaran una valla de escasa altura…

En aquel terrible instante, Mikal alcanzó a ver la grieta que se abría frente a él como la boca de una bestia gigantesca. Se echó hacia atrás en la silla dando un fuerte tirón a las riendas, pero era demasiado tarde. Su caballo, a galope tendido, rebasó el borde del precipicio y cayó de cabeza; Mikal se separó de la silla y cayó, gritando, hacia las lejanas rocas del fondo. Los lanceros que iban tras él también habían intentado frenar a sus monturas, pero siete de ellos lo siguieron en la caída. El resto consiguió detenerse justo al borde del precipicio. Quince guerreros nadir aparecieron entre las rocas de aquel lado de la grieta, y cargaron lanzando gritos de combate. Los aterrorizados caballos nadir se desbocaron, y otros diez lanceros se precipitaron hacia la muerte. Los ocho hombres restantes desmontaron y se dispusieron a luchar. Superados en número y desmoralizados, con el abismo a sus espaldas y ningún lugar adonde huir, fueron aniquilados rápidamente y sin piedad.

Sólo un guerrero nadir resultó herido: había recibido un corte en la cara, y la piel de la mejilla le colgaba sobre la mandíbula. Los nadir reunieron a los caballos gothir supervivientes, recogieron los yelmos caídos y se alejaron por el sendero a toda velocidad.

Premián y las tres compañías restantes coronaron la cresta poco después. Yomil avanzó y encontró los cadáveres; regresó junto al comandante e informó:

—Han muerto todos, señor. La mayoría ha caído por un precipicio; los cadáveres están aplastados contra las rocas del fondo. Hemos perdido varios buenos soldados, señor.

—Buenos soldados —dijo Premián—, al mando de un oficial con menos sesos que una cabra.

—He oído las órdenes que le dabais, señor; le habéis dicho que esperase al llegar a la cima. No tenéis la culpa.

—Buscaremos un camino para bajar al fondo de la grieta y enterraremos a los hombres —dijo Premián—. ¿Cuántos guerreros crees que formarían el grupo atacante?

—A juzgar por las huellas no debían de ser más de veinte, señor. Unos cuantos nadir hicieron de señuelo, galoparon en dirección a la grieta y la saltaron en el punto más estrecho.

—Han muerto veintiséis hombres para acabar con… ¿Cuántos enemigos?

—Algunos fueron heridos, señor. Hay huellas de sangre en el lugar donde tenían escondidos a los caballos. Yo diría que unos diez.

Premián lo miró con severidad.

—Bien… Quizá hubiera uno o dos heridos —reconoció Yomil.

Los gothir tardaron cerca de tres horas en llegar al fondo del precipicio. Cuando llegaron junto a los cadáveres de los soldados gothir estaba a punto de anochecer.

Los dieciocho habían sido despojados de sus armas y armaduras, y estaban decapitados.