OCHO

Talismán estaba sentado en la muralla con las piernas cruzadas, los brazos extendidos, los ojos cerrados y el rostro alzado hacia el sol cegador. Había deseado alcanzar numerosas metas. La más importante de ellas era la de entrar en la ciudad de Gulgothir cabalgando al lado del Unificador; ver a los gothir humillados; las altas murallas de la ciudad, derribadas, y su ejército, dispersado. La ira lo inundó, y durante un rato permitió que la intensa emoción corriese por sus venas. Después, lentamente, se calmó. Lo que le había dicho a Nosta Jan era cierto: la batalla del santuario uniría a las tribus con más fuerza que ninguna otra cosa. Incluso si morían allí, lo que era bastante probable, aquello tendría como efecto adelantar la llegada del Unificador.

A los jefes de tribu les había dicho que la victoria era imposible. Aquello también era cierto. Pero si un comandante luchaba pensando en la derrota, perdería. Respiró lentamente, los latidos de su corazón se acompasaron, y su mente pasó por encima del sentimiento de rabia y frustración.

«Dos ejércitos están a punto de chocar; deja los números a un lado y concéntrate en lo esencial».

Recordó el despacho de Fanlon, revestido de madera, en la academia de Bodacas, y la voz del viejo soldado le habló a través de los años transcurridos: «La responsabilidad sobre las huestes reside en un solo hombre. Él es su espíritu. Si un ejército está desmoralizado, su general lo estará también. Orden y caos, valor y cobardía; son cualidades controladas por el corazón. El experto en controlar al enemigo consigue frustrarlo, y puede atacarlo. Acosar y hostigar al enemigo hará que se descorazone, lo atemorizará y afectará a su capacidad de decisión».

Talismán recordó a Gargan, y la furia reapareció. Esperó a que pasase. El señor de Larness había fracasado una vez frente a él, con todas las circunstancias a su favor. «¿Podré hacer que fracase de nuevo?», se preguntó Talismán.

Aquel hombre estaba lleno de odio, pero seguía siendo un general temible y un guerrero valiente, y cuando mantenía la calma no era ningún estúpido. El secreto residía, pues, en hacerle perder la calma y dejar que su odio se impusiera a su intelecto.

Talismán abrió los ojos, se levantó y escrutó el oeste. Desde lo alto de la muralla observó el terreno en el que acamparía el enemigo, en la base de las áridas colinas, donde los caballos podrían descansar a la sombra al atardecer. ¿Intentarían rodear el monasterio? No lo creía, pero habría lanceros patrullando la zona.

Se sentó en el borde, y estudió los edificios y la muralla del santuario. Se fijó en el lugar de reposo de Oshikái, en los tejados planos y en la residencia de dos plantas que había al lado, con diez habitaciones construidas para alojar a los peregrinos. Tras el mausoleo se distinguían las ruinas de una antigua torre. Tres de los muros de veinte palmos de alto que rodeaban los edificios se mantenían firmes, pero el del lado oeste, con la grieta, era un punto débil. El grueso del ataque se centraría en aquel punto. Gargan enviaría a sus arqueros para obligar a los defensores a parapetarse tras el muro, y los zapadores intentarían ensanchar la grieta. Si lo conseguía, la simple superioridad numérica bastaría para que los gothir acabasen por entrar.

Talismán descendió por los escalones de piedra y caminó junto al muro hasta llegar a la sección dañada. Si tuviera los hombres y el tiempo suficientes podría repararla o, al menos, reforzarla con los restos de la torre caída.

Hombres y tiempo. Los Dioses de la Piedra y el Agua no le habían concedido ninguna de las dos cosas.

Zun y sus lobos solitarios cruzaron la entrada. Talismán se quitó la camisa, la dejó caer al suelo y volvió a subir a la muralla. Quing Chin entró con los caballos veloces, seguido de Lin Tse y sus jinetes celestiales. Los últimos en llegar fueron Bartsái y los hombres de la tribu del Cuerno. Los guerreros nadir permanecieron montados, en silencio, con la mirada fija en el guerrero erguido en lo alto de la muralla.

—Soy Talismán —les dijo—. Mi tribu es la Cabeza de Lobo; mi sangre, nadir. Estas son las tierras de la tribu del Cuerno; deseo que Bartsái, su jefe, venga aquí a mi lado.

Bartsái pasó una pierna por encima del pomo de la silla y saltó al suelo. Subió los escalones y se detuvo junto a Talismán, que desenvainó su cuchillo y se hizo un corte en la palma de la mano izquierda. La sangre manó de la herida. Talismán mantuvo el brazo extendido hasta que las gotas rojas cayeron al suelo.

—Esta es mi sangre, y se la entrego a la tribu del Cuerno —dijo—. Mi sangre y mi promesa de que lucharé hasta la muerte para defender los restos de Oshikái, el Terror de los Demonios.

Guardó silencio durante unos instantes y después llamó al resto de los jefes. Cuando se le unieron, dirigió la mirada a los expectantes jinetes.

—En este lugar, muy atrás en el río del tiempo, Oshikái combatió en la batalla de los Cinco Ejércitos. Aquí venció y aquí murió. En los tiempos venideros, los nadir hablarán de nuestra gesta y la llamarán la batalla de las Cinco Tribus. Hablarán de nosotros con orgullo en sus corazones, porque somos guerreros e hijos de hombres. Somos Nadir y no conocemos el miedo. —Elevó el tono de su voz—. ¿Quiénes son los hombres que cabalgan contra nosotros? ¿Quiénes creen que son? Matan a las mujeres y a los niños, y saquean los lugares sagrados. —Señaló bruscamente a un jinete de la tribu del Cuerno—. ¡Tú! —le gritó—. ¿Has matado alguna vez a un guerrero gothir? —El hombre sacudió la cabeza—. Pronto lo harás. Le cortarás el cuello con la espada, y su sangre correrá sobre esta tierra. Oirás su grito de muerte y verás cómo se apaga el brillo de sus ojos. —Señaló a otros guerreros—. Y tú también. ¡Y tú! ¡Y tú! Todos los hombres que estamos aquí tendremos la oportunidad de hacerles pagar las ofensas y las atrocidades que han cometido. Mi sangre, sangre nadir, salpica el suelo. No dejaré este lugar hasta que los gothir se retiren o sean aplastados. ¡Cualquiera que no pueda repetir este juramento ha de marcharse ahora mismo!

Ninguno de los jinetes se movió.

Lin Tse dio un paso al frente y se colocó al lado de Talismán. Desenvainó una faca, se hizo un corte en la palma de la mano izquierda y alzó el brazo. Los otros jefes lo imitaron. Zun se volvió hacia Talismán, y tendió la mano ensangrentada; Talismán se la estrechó.

—¡Hermanos de sangre! —dijo Zun—. ¡Hermanos hasta la muerte!

Talismán se adelantó hasta el borde de la muralla, desenvainó el sable y miró a los jinetes.

—¡Hermanos hasta la muerte! —gritó. El sable siseó en el aire.

—¡Hermanos hasta la muerte! —rugieron los hombres.

El sacerdote ciego, sentado en sus aposentos, escuchaba los gritos.

«Los sueños de los hombres siempre giran en torno a la guerra. Batallas y muerte. Dolor y gloria. Los jóvenes lo anhelan; los ancianos lo recuerdan con nostalgia», pensó. Sintió una ira demencial y dio vueltas por la habitación, recogiendo sus papeles.

Hacía mucho tiempo, él también había sido un guerrero que recoría las estepas y participaba en incursiones, y recordaba bien el fragor de la batalla. Una parte de él aún deseaba unirse a aquellos jóvenes y cargar contra el enemigo. Pero era una parte muy pequeña.

En el mundo existía sólo un enemigo: el odio. Todo el mal nacía de aquella abominable emoción. Era inmortal, eterna, y se infiltraba en el corazón de los hombres generación tras generación. Cuando Oshikái y su ejército llegaron a aquellas tierras, cientos de años antes, se encontraron con un pueblo pacífico que habitaba las fértiles tierras del sur. Tras la muerte de Oshikái, los nadir los habían sojuzgado, habían atacado sus poblados y se habían llevado a las mujeres, sembrando así la semilla del odio. Aquella semilla arraigó, y los sureños se habían organizado y habían contraatacado. Al mismo tiempo, los nadir se habían dividido en varias tribus. Los sureños acabaron convirtiéndose en los gothir, y el recuerdo de los ultrajes sufridos se acabó transformando en odio hacia los nadir, que sufrieron en sus carnes el terror que habían causado sus mortales incursiones en el sur.

Se preguntó cuándo acabaría todo aquello.

Guardó los manuscritos, las plumas de ganso y la tinta en una mochila de lona. No tenía espacio para guardarlo todo, y dejó lo que no pudo empaquetar en un cofre escondido bajo las tablas del suelo. Se echó la mochila a la espalda y salió de la habitación, a la luz del sol matinal que no podía ver.

Los jinetes habían regresado a sus campamentos. El sacerdote oyó el sonido de unos pasos que se acercaban.

—¿Te marchas? —le preguntó Talismán.

—Así es. Hay una cueva varias leguas al sur. Suelo ir allí a meditar.

—Puedes ver el futuro, anciano. ¿Venceremos?

—Hay enemigos a los que no se puede derrotar —respondió el sacerdote, y se marchó.

Talismán lo observó mientras se alejaba. Zhusái acudió a su lado y le cubrió con una venda de lino la herida de la mano.

—Ha sido un buen discurso —comentó con admiración. Talismán alargó la mano y le acarició el pelo.

—Debes marcharte.

—No; me quedaré.

Talismán admiró la belleza de la joven; el brillo de los largos cabellos negros; la elegancia de la sencilla túnica de seda blanca que brillaba a la luz del sol.

—Ojalá hubieras podido ser mía —dijo.

—Soy tuya. Ahora y siempre.

—Es imposible. Estás prometida al Unificador, al hombre de ojos color violeta.

La joven se encogió de hombros.

—Eso dice Nosta Jan, pero hoy, tú has unido a cinco tribus, y eso es más que suficiente para mí. Me quedaré. —Se acercó al hombre, le tomó la mano y la besó.

Quing Chin se acercó.

—¿Querías verme, Talismán?

Zhusái empezó a alejarse, pero Talismán le sujetó una mano y la alzó hasta sus labios. Después se volvió e hizo un gesto a Quing Chin para que lo siguiera. Se sentaron a la mesa de los desayunos.

—Tenemos que frenar su avance —dijo Talismán.

—¿Cómo?

—Si se encuentran a dos días de camino, tendrán que acampar por la noche. Toma diez hombres y explora la zona. Cuando hayan acampado, intenta soltar a todos los caballos gothir que puedas.

—¿Con sólo diez hombres?

—Más serían un estorbo —replicó Talismán—. Sigue el ejemplo de Adrius. ¿Recuerdas lo que nos enseñó Fanlon en la academia?

—Lo recuerdo —dijo Quing Chin sonriendo—, pero nunca me lo creí.

—Haz realidad aquella historia, amigo mío, porque tenemos que ganar tiempo.

Quing Chin se levantó.

—Vivo para obedecer, mi general —dijo en gothir, realizando el saludo de los lanceros. Talismán sonrió.

—Márchate. Y no dejes que te maten; te necesito aquí.

—Intentaré seguir a toda costa ese consejo —prometió el guerrero.

A continuación, Talismán mandó llamar a Bartsái. El jefe de la tribu del Cuerno se sentó y se llenó una copa de agua. Talismán lo interrogó:

—¿Cuántas pozas hay a un día de marcha a la redonda?

—Tres. Dos de ellas son pequeñas charcas de filtración; la otra puede abastecer a un ejército.

—Háblame de ella.

—Se encuentra a unas siete leguas al este, en las montañas. Es profunda, fría, y permanece llena incluso en la estación seca.

—¿Se puede acceder a ella con facilidad?

Bartsái se encogió de hombros.

—Como te he dicho, está en las montañas. Se llega a ella a través de una senda tortuosa que avanza entre los pasos.

—¿Los carros pueden llegar a ella?

—Sí, aunque habría que apartar del sendero las rocas más grandes.

—¿Cómo la defenderías?

—¿Para qué hay que defenderla? ¡El enemigo viene hacia aquí!

—Necesitará agua, Bartsái. Tenemos que impedir que la consiga.

Bartsái sonrió, mostrando una hilera de dientes rotos.

—Ahora lo entiendo, Talismán. Con cincuenta hombres podría defender el camino frente a cualquier ejército.

—No podemos prescindir de cincuenta hombres. Elige a veinte de los mejores.

—Los guiaré yo mismo —dijo Bartsái.

—No es posible; te necesitamos aquí. Cuando se acerquen los gothir vendrán al santuario otros miembros de la tribu del Cuerno, y te buscarán para recibir órdenes.

Bartsái asintió.

—Tienes razón. Durante la noche han venido siete, y he ordenado a unos cuantos jinetes que busquen a más. —El guerrero suspiró—. Tengo casi cincuenta años, Talismán, y siempre he soñado con luchar contra los gothir. Pero no así: con un puñado de hombres en un santuario en ruinas.

—Esto es sólo el principio, Bartsái. Te lo prometo.

Zun colocó otra piedra en su sitio y dio un paso atrás, y se quitó el sudor de la cara con una mano sucia. Él y sus hombres habían pasado las últimas tres horas recogiendo bloques de piedra de la torre caída y amontonándolos contra el muro occidental, al pie de la grieta, construyendo una plataforma de unos cuarenta palmos de largo y diez de altura, según había ordenado Talismán. Se trataba de un trabajo agotador y algunos de sus hombres habían protestado, pero Zun los hizo callar. No quería oír la menor queja delante de los miembros de las otras tribus.

Echó una ojeada al lugar donde Talismán charlaba con Lin Tse, aquel jinete celestial de rostro alargado. Le entró sudor en los ojos. Odiaba aquel trabajo; le recordaba los dos años que había pasado en las minas de oro gothir, en el norte. Sintió un escalofrío al recordarlo.

Un día lo habían llevado a la fuerza, con grilletes en los tobillos, hasta la boca de un pozo, y le habían ordenado bajar. No le quitaron los grilletes. Durante el descenso, los pies de Zun resbalaron en un par de ocasiones, y el nadir se quedó colgando en la oscuridad. Al fin llegó al fondo del pozo, donde lo esperaban dos guardias con antorchas. Uno de ellos le asestó un fuerte puñetazo, que lo hizo chocar contra la pared.

—Esto es para que no olvides que debes obedecer en el acto cualquier orden que recibas, mono de mierda. ¡En el acto!

Zun tenía quince años. Se puso en pie torpemente y miró el feo rostro barbudo de aquel hombre. Había visto venir el segundo puñetazo sin poder evitarlo. El golpe le rompió los labios y la nariz.

—Y esto es para que aprendas que nunca debes mirar a un guardián a los ojos. Levántate y síguenos.

A aquel lo habían seguido dos años en la oscuridad, llagas sangrantes en los tobillos, en el lugar donde mordían los grilletes, ampollas en la espalda y en la nuca, y el beso del látigo cuando su debilitado cuerpo no lograba moverse a la velocidad que le exigían los guardias. Los hombres morían a su alrededor, con el espíritu quebrantado mucho antes de que sus cuerpos se rindiesen a la oscuridad. Pero Zun no se había dejado dominar. Día tras día se había dedicado a abrir túneles a golpes de piqueta, o con la pala de mango corto; había llenado cestos de piedras, o había cargado con ellos y los había vaciado en los carros tirados por caballos ciegos. Y en cada turno de dormir, pues era imposible saber cuándo era de día y cuándo de noche, su cuerpo exhausto se derrumbaba al recibir la orden de detenerse y descansaba en el suelo de alguno de aquellos túneles que no cesaban de crecer. En dos ocasiones se habían producido derrumbamientos, que acabaron con la vida de varios mineros. Zun quedó semienterrado en el segundo accidente, pero consiguió salir antes de que llegase la ayuda.

La mayoría de los esclavos que trabajaban en la mina habían cometido crímenes en Gothir; habían sido ladrones y rateros de poca monta. Pero los esclavos nadir habían sido «reclutados». En el caso de Zun, aquello significaba que los soldados gothir habían asaltado su poblado y habían capturado a todos los jóvenes que pudieron encontrar. En aquel asalto se llevaron a diecisiete. Había minas en todas las montañas de la zona, y Zun nunca había vuelto a ver a sus amigos.

En una ocasión, a uno de los carpinteros que preparaban los postes que sostenían el techo del túnel se le rompió la lima; lanzó un juramento y se marchó en busca de una nueva. Zun recogió el extremo de la lima; no era más largo que su pulgar. Durante días, en cada turno de descanso, se dedicó a limar los cierres de las argollas que lo apresaban. El ruido era una constante en los túneles: el rugido de los torrentes subterráneos; los ronquidos de los esclavos con los pulmones saturados de suciedad y polvo de la mina. A pesar de ello, Zun había trabajado con cautela.

Zun se dedicó a limar por igual las dos argollas. Un día, una de ellas cedió. Zun redobló sus energías y siguió limando la otra, que acabó por soltarse también. El muchacho se levantó y recorrió el túnel hasta llegar al almacén de herramientas. Era un lugar silencioso, y un hombre que llevase grilletes habría sido oído por los guardias que pasaban el tiempo en el cuarto situado al pie del pozo. Pero Zun estaba libre de las cadenas. Cogió una piqueta y se acercó sigilosamente al cuarto de los guardias. Había dos hombres en el interior, que se dedicaban a jugar a los dados. Zun tomó aliento, saltó al interior y clavó la piqueta en la espalda de uno de los guardias, con tanta fuerza que la punta le salió por el pecho. Sin detenerse, el muchacho soltó la piqueta, desenvainó el cuchillo del guardia y se arrojó sobre el otro, golpeando de arriba abajo. El guardia se levantó e intentaba desenvainar el cuchillo, pero era demasiado tarde: el arma de Zun se había hundido ya junto a su cuello, con un golpe tan fuerte que le rompió la clavícula y penetró hasta el corazón.

Zun desnudó al hombre rápidamente y se puso sus ropas. Las botas eran demasiado grandes, y las arrojó a un lado.

Después se dirigió al pozo y trepó por la escalera de hierro fijada a la piedra. Sobre su cabeza, el cielo estaba oscuro, y pudo ver el brillo de las estrellas. Se le hizo un nudo en la garganta. Ya cerca de la salida, ralentizó el ascenso, y cuando llegó al borde del pozo se asomó y observó minuciosamente los alrededores. Había un grupo de edificios en los que se trataba el mineral, y unos barracones donde se alojaban los guardias. Zun salió del pozo y caminó lentamente a través del campo abierto. La brisa nocturna transportaba el olor de los caballos, y la siguió hasta llegar a los establos.

Robó un caballo, se alejó del asentamiento y cabalgó, respirando el aire puro de las montañas.

Cuando por fin consiguió regresar a su poblado se encontró con que nadie lo reconocía como el muchacho al que los gothir se habían llevado dos años antes. Había perdido el pelo, y su piel tenía la palidez de un cadáver. También le faltaban varios dientes, y su cuerpo, antaño fornido, era enjuto como el de un lobo.

Los gothir no fueron en su busca. Para ellos, los nadir «reclutados» carecían de nombre, y no guardaban ningún registro de las aldeas atacadas.

Zun colocó otro bloque de piedra y se apartó del nuevo muro. Aún no medía más de ocho palmos de alto. Una hermosa joven se acercó con un cubo lleno de agua y un cazo de cobre, le hizo una reverencia y le ofreció un pañuelo de lino blanco.

—Para la cabeza, mi señor —le dijo respetuosamente.

—Gracias —respondió sin sonreír, por miedo a mostrar su arruinada dentadura—. ¿Quién eres? —le preguntó mientras se ataba el pañuelo alrededor de la cabeza calva.

—Me llamo Zhusái. Soy la mujer de Talismán.

—Eres hermosa, y él, un hombre afortunado.

La joven se inclinó de nuevo y le ofreció el cazo lleno de agua. Zun bebió, y pasó el cazo y el cubo a sus hombres.

—Dime, ¿cómo es que Talismán sabe tanto de los métodos gothir?

—Se lo llevaron cuando era un chiquillo —respondió Zhusái—. De rehén. Fue entrenado en la academia de Bodacas, al igual que Quing Chin y Lin Tse.

—Ya veo; un jenízaro. He oído hablar de ellos.

—Es un gran hombre, mi señor.

—Sólo un gran hombre puede merecer a alguien como tú —dijo Zun—. Gracias por el pañuelo.

La joven hizo otra reverencia y se alejó. Zun suspiró. Uno de sus hombres hizo un comentario soez, y Zun se volvió hacia él.

—¡Ni una palabra más, Chisk, o te arranco la lengua!

—¿Qué opinas de los otros jefes? —preguntó Talismán.

Lin Tse dejó la pregunta en el aire durante un instante, mientras ponía en orden sus pensamientos.

—Bartsái es el más débil. Es viejo y no quiere morir. Quing Chin es como lo recuerdo, valeroso y prudente… He de estarle agradecido a Gargan; de no estar marchando hacia aquí al frente de su ejército, me habría visto obligado a matar a Quing Chin, lo que me habría roto el corazón. En cuanto a Zun… Es un hombre trastornado y poseído, Talismán, pero estará a la altura.

—¿Y qué me dices de Lin Tse?

—Sigue siendo el mismo que conociste. Mi gente me llama el Hombre con Dos Almas. Creo que se equivocan, pero los años pasados en Bodacas me cambiaron; siempre debo intentar conscientemente comportarme como un nadir. Pero para Quing Chin es peor; mató a mi mejor guerrero y se negó a arrancarle los ojos. Yo no me habría comportado como él, pero habría deseado imitarlo. ¿Comprendes lo que quiero decir?

—Lo comprendo —respondió Talismán—. Los gothir nos quitaron algo, pero nosotros también tomamos algo de ellos; y lo emplearemos aquí.

—Lo que haremos aquí será morir, amigo mío —dijo Lin Tse en voz baja—. Pero moriremos con honor.

—Hermanos hasta la muerte…, y quizá más allá. ¿Quién sabe?

—¿Cuáles son tus órdenes, general?

Talismán sostuvo la lúgubre mirada de los oscuros ojos de Lin Tse.

—Es importante que empecemos consiguiendo una victoria, por insignificante que sea. Gargan se acercará al mando de la fuerza principal de su ejército, pero enviará por delante varias compañías de lanceros, que serán quienes primero se encuentren con nosotros. Quiero que tus jinetes celestiales y tú los hagáis pedazos. Bartsái me ha dicho que el camino que han de seguir pasa por un desfiladero que se encuentra a unas cuatro leguas al oeste de aquí. Cuando los lanceros lleguen a la entrada, ataca. Pero no cargues contra ellos; usa las flechas, y después retírate por el desfiladero. Tienes el resto del día y posiblemente parte de mañana para prepararles algunas sorpresas. Trae algún botín, si es posible.

Lin Tse hizo un gesto de comprensión.

—Estás pensando en la Larga Marcha de Fecrem.

—En efecto. Como te he dicho, es importante empezar con una victoria; pero lo que es realmente esencial es que no corras riesgos innecesarios. Si la avanzadilla está formada por más de tres compañías, no te enfrentes a ellos; tus treinta hombres son irreemplazables.

—Nos esforzaremos al máximo, general.

—No lo dudo. Eres el jefe que tiene más sangre fría, Lin Tse, y por ello te he escogido para esta misión.

Lin Tse permaneció impasible. Se levantó y, sin decir una palabra más, se marchó. Gorkái se acercó a Talismán.

—Un tipo duro, este guerrero —comentó.

—Como una roca —convino Talismán—. ¿Dónde está Zhusái?

—Ha ido al santuario.

Talismán se dirigió al mausoleo y la encontró de pie junto al sarcófago. Hacía frío en la oscura cripta. El guerrero nadir contempló a la mujer, que se volvió hacia él y le sonrió.

—Hay tanta tranquilidad aquí… —dijo la joven.

—Te vi darle un pañuelo a Zun. ¿Por qué?

—Es un hombre peligroso; alguien que podría… cuestionar tus órdenes.

—Es alguien a quien todo el oro del mundo no podría comprar, y tú te has ganado su favor con un trozo de lino. Eres una mujer sorprendente, Zhusái.

—Haría cualquier cosa por ti, Talismán. Tendrás que disculpar mi osadía, pero el tiempo apremia, ¿no es así?

—Me temo que sí —aceptó el guerrero. Talismán se acercó a la joven, que le cogió una mano y se la apretó contra el pecho.

—¿Has estado alguna vez con una mujer? —le preguntó.

—No.

—Entonces tenemos muchas cosas que descubrir. —Zhusái se acercó más y lo besó en los labios. Talismán se sintió abrumado por el aroma del pelo de la mujer y el sabor de sus labios. Se sintió mareado y débil, y se apartó de ella.

—Te amo, Talismán —dijo Zhusái en un susurro.

Durante unos instantes, el guerrero había olvidado el peligro que los acechaba, pero la consciencia cayó sobre él como un mazazo.

—¿Por qué justo ahora? —preguntó, apartándose.

—Porque esto es todo lo que queda —respondió Zhusái, volviéndose hacia el ataúd y acariciando la placa de hierro—. Oshikái, el Terror de los Demonios, el Señor de la Guerra. Estaba rodeado de enemigos cuando se casó con Shul Sen, y tuvieron tan poco tiempo, Talismán… No estuvieron juntos más de cuatro años, pero su amor fue inmenso. El nuestro también lo será; lo sé; lo siento aquí, en este lugar. Y si morimos, caminaremos juntos a través del Vacío; también sé eso.

—No deseo que mueras —dijo Talismán—. Desearía con todo mi corazón no haberte traído nunca a este lugar.

—Pero me alegro de que me trajeras. Saldrás victorioso, Talismán; tu causa es justa, y el mal viene desde Gothir.

—Tus palabras me conmueven, Zhusái, y desearía que fuesen ciertas. Por desgracia, no siempre vence el bien. Y ahora debo marcharme; hay muchas cosas que hacer.

—Cuando hayas hecho todo lo posible y la noche se alargue, ven a verme, Talismán. ¿Vendrás?

—Iré —prometió él.

Las bandadas de cuervos y buitres oscurecían el cielo cuando Druss y Sieben coronaron un risco y empezaron a descender hacia el valle envuelto en sombras. Ante ellos se alzaban los restos de unas cuarenta tiendas de cuero de cabra, y había cadáveres por todas partes, cubiertos por una masa ondulante de aves carroñeras. Aquí y allá, grupos de licaones arrancaban bocados de carne putrefacta.

—Por los Cielos —susurró Sieben, tirando de las riendas.

Druss espoleó a la yegua y descendió por la ladera. Sieben lo siguió, llevando de las riendas a los caballos de refresco. Los buitres, demasiado ahítos para poder volar, desplegaban las alas y se apartaban a saltos del paso de los caballos. El hedor de la muerte asustaba a los animales, que intentaban alejarse, pero los jinetes los obligaron a continuar. Sieben procuraba no mirar los cadáveres; había mujeres y niños, a veces juntos y abrazados, a veces interceptados en el intento de huir. Druss tiró de las riendas.

—¿Por qué nos detenemos? —preguntó Sieben.

Druss desmontó y le tendió las riendas al poeta. Empuñó el hacha, se dirigió a una tienda, se agachó y entró en ella. Sieben, sentado en la silla, se obligó a contemplar la escena. Los asesinos habían atacado por la tarde, cuando en el campamento se encendían las hogueras para preparar la cena. Los nadir habían intentado huir, pero habían sido liquidados con implacable eficacia. Varios cadáveres estaban mutilados, decapitados o descuartizados.

Druss salió de la tienda, se acercó a los caballos y cogió una cantimplora.

—Hay una mujer ahí dentro —dijo—. Está viva, pero resiste a duras penas. Tiene un bebé.

Sieben desmontó y amarró los caballos a un poste. Los animales gothir se agitaban, nerviosos, ante la presencia de los licaones y los buitres, pero los pintos nadir permanecían tranquilos. El poeta maneó a los caballos con tiras de cuero y fue tras Druss. En el interior de la tienda yacía una joven, desnuda, con una terrible herida en el vientre; la sangre empapaba las mantas de vivos colores sobre las que estaba acostada. La mujer tenía los ojos abiertos, pero la mandíbula le colgaba flojamente. Druss le levantó la cabeza y le acercó la cantimplora a los labios; el agua le resbaló por la barbilla, pero consiguió tragar un poco.

Sieben observó la profunda herida; prácticamente, el arma había cortado por la mitad a la mujer. El bebé, parcialmente oculto bajo un montón de pieles, gemía sin fuerza. Druss lo cogió y lo sostuvo junto al pecho henchido de su madre; el bebé comenzó a mamar, débilmente al principio. La mujer gimió y rodeó con un brazo a la criatura, apretándola contra sí.

—¿Qué hacemos? —preguntó Sieben. Druss lo miró con sus ojos fríos y guardó silencio.

Sieben alargó la mano para tocar el rostro de la mujer, y su mirada tropezó con unos ojos muertos. El bebé seguía mamando.

—La reservaron para violarla —masculló Druss—. ¡Los muy hijos de puta!

—Así ardan en los Siete Infiernos —dijo Sieben.

El bebé dejó de mamar, y Druss lo alzó y se lo apoyó en el hombro, sosteniéndole la pequeña cabeza y acariciándole la espalda con suavidad. Sieben observó el pezón de la mujer; goteaba sangre y leche.

—¿Por qué, Druss?

—¿Por qué, qué?

—¿Por qué han hecho esto?

—No me lo preguntes a mí, poeta. He sido testigo de varios saqueos y he visto a hombres honrados convertirse en bestias, invadidos por la violencia y la lujuria. No sé por qué han hecho esto; los responsables volverán a sus hogares, junto a sus esposas y sus hijos, y se comportarán como buenos esposos y padres. Para mí, es un misterio.

Envolvió al bebé en una manta y salió de la tienda con él en brazos. Sieben lo siguió.

—Cuando escriban sobre esto, lo describirán como una gran victoria, ¿no es cierto? —preguntó el poeta—. ¿Cantarán canciones sobre este ataque?

—Esperemos que en el santuario haya alguna mujer con leche en el pecho —dijo Druss, sin hacer caso de la pregunta de Sieben.

El poeta desató los caballos y sostuvo al bebé mientras Druss montaba; después le entregó al niño al hachero y subió a la silla de su pinto.

—Ha mamado leche y sangre —dijo—. Ha bebido leche de un cadáver.

—Pero está vivo y respira.

Los dos hombres siguieron cabalgando. Druss cubrió con la manta la cabeza del bebé dormido para protegerlo del sol. Druss podía oler el aroma de la nueva vida que tenía en sus brazos y el aliento a leche de la criatura. Pensó en Rowena y en su anhelo de tener un hijo al que sostener junto a su pecho.

—Me haré granjero —dijo de repente—. Cuando regrese a casa, me quedaré allí. No quiero ver más guerras ni más buitres.

—¿Lo dices en serio, amigo mío? —preguntó Sieben.

Druss se sintió deprimido.

—No —reconoció.

Siguieron su camino a través de las ardientes estepas. Una hora después pasaron las sillas de montar a los potros nadir. El bebé se había despertado y se echó a llorar; Druss intentó calmarlo, y después se lo pasó a Sieben.

—¿Qué edad tendrá? —dijo el poeta.

—Un mes; quizá dos, no lo sé.

Sieben maldijo y Druss se echó a reír.

—Te acaba de dejar un regalo a ti también, ¿no?

—Durante mi breve y agitada vida he tenido que preocuparme de muchas cosas, Druss, vieja mula —dijo el poeta, sosteniendo al bebé lejos de su cuerpo—, pero nunca pensé que tendría que preocuparme de las manchas de orina en la seda. ¿Crees que estropeará el tejido?

—Esperemos que no.

—¿Qué hay que hacer para que deje de llorar?

—Cuéntale uno de tus cuentos, poeta. A mí siempre me hacen dormir.

Sieben acunó al bebé, y se puso a cantar un poema sobre la princesa Ulastay y su deseo de adornarse el pelo con estrellas. El poeta tenía una hermosa voz, grave y armoniosa; el chiquillo nadir le apoyó la cabeza en el pecho y pronto se quedó dormido.

Cerca del crepúsculo, los dos hombres vislumbraron una columna de polvo que se alzaba por delante de ellos; Druss guió a las monturas fuera del sendero, y se ocultaron en una pequeña garganta rocosa. Dos compañías de lanceros pasaron cabalgando por delante de ellos, en dirección al oeste, con sus armaduras brillantes y los cascos reluciendo a la luz del sol del atardecer. El corazón del poeta latía desbocado; el bebé se agitó entre sus brazos y gimió, pero el sonido no se llegó a oír por encima del tronar de los cascos de los caballos.

Cuando los jinetes acabaron de pasar, los dos hombres se dirigieron al nordeste.

Tras la puesta de sol, el aire comenzó a enfriarse, y el poeta fue consciente del calor que emitía el cuerpo del bebé.

—Creo que tiene fiebre —le dijo a Druss.

—Los bebés siempre están calientes.

—¿De verdad? ¿Por qué será?

—Simplemente es así. Por los cielos, poeta, ¿tienes que hacer preguntas sobre todo?

—Tengo una mente inquieta.

—Entonces ponla a trabajar e intenta averiguar qué vas a darle de comer cuando se despierte. Tendrá hambre; el llanto de un bebé se oye desde muy lejos, y es bastante improbable que lo que encontremos por aquí sean amigos.

—Así me gusta, Druss. Siempre acabando las charlas con un comentario reconfortante.

Gargan, el señor de Larness, aguardó con paciencia mientras Bren, su ayuda de cámara, le desabrochaba las correas de la pesada coraza y se la quitaba. Gargan había engordado desde la última vez que se la puso, y al poderse mover con libertad soltó un suspiro de alivio. Un mes antes había encargado la fabricación de una armadura nueva, pero aún no estaba lista cuando Garen Tsen le ordenó ir urgentemente en busca de las joyas.

Bren le retiró las protecciones de los muslos y las espinilleras, y Gargan se sentó en una silla plegable de lona y estiró las piernas. «Gothir se hunde —pensó con amargura—. La locura del emperador aumenta día tras día; las distintas facciones conspiran en la sombra, y estamos al borde de una guerra civil. ¡Es una locura! Y todos estamos atrapados por ella. ¡Joyas mágicas! La única magia que importa es la que habita en las espadas de la Guardia Real y en las reluciente picas de los lanceros».

Gargan estaba convencido de que lo que necesitaban en aquel momento era una amenaza exterior que hiciera unirse a la nación gothir. Una guerra contra las tribus nadir haría que los pensamientos de la gente se concentrasen a las mil maravillas. Serviría para ganar tiempo hasta que desapareciese el emperador. Lo que no se sabía era cuándo y cómo, ni quién lo reemplazaría. Hasta que llegase aquel día, Gargan tenía que ofrecer a las distintas facciones algo en que pensar.

Bren salió de la tienda y regresó con una bandeja en la que llevaba vino, mantequilla, queso y pan.

—Los oficiales desean saber cuándo les concederéis audiencia, mi señor —dijo. Gargan lo miró; el hombre se estaba haciendo viejo y parecía cansado.

—¿En cuantas campañas has estado a mi servicio? —le preguntó Gargan.

—En doce, mi señor —respondió Bren. El criado cortó tres rebanadas de pan y las untó con la mantequilla.

—¿Cuál es la que recuerdas con más agrado?

El anciano interrumpió su tarea.

—Gassima —respondió tras pensarlo. Vertió vino en una copa, añadió un poco de agua y se la tendió al general. Gargan bebió.

¡Gassima! La última de las guerras civiles. Habían pasado veinticinco años desde entonces. Superado en número, Gargan guió la retirada a través de las marcas fronterizas, y a continuación hizo desviarse a su ejército y lanzó un ataque aparentemente suicida. A lomos de Skall, su poderoso semental blanco, cargó contra el centro del campamento enemigo y mató a Barin en un combate singular. Aquel día, con su victoria, terminó la guerra civil.

Gargan apuró la copa y se la tendió al criado, que volvió a llenarla.

—Aquel sí que era un caballo, por Missael. No temía a nada; se habría lanzado a la carga contra los mismos fuegos del Infierno.

—Era un espléndido corcel —asintió Bren.

—Nunca he vuelto a tener otro igual. ¿Te has fijado en el que cabalgo ahora? Tiene la sangre de Skall, es nieto suyo; pero no tiene las mismas cualidades. Skall era un príncipe entre los caballos. —Gragan rió entre dientes—. El mismo día que murió montó a tres yeguas, y ya tenía veintidós años. Sólo he llorado dos veces en mi vida, Bren, y la primera de ellas fue cuando murió Skall.

—Lo sé, mi señor. ¿Qué debo decirles a los oficiales?

—Diles que vuelvan dentro de una hora. Tengo que despachar el correo.

—Sí, mi señor.

Bren dejó la comida en la mesa y salió de la tienda. Gargan se levantó y se sirvió otra copa de vino, aunque sin agua. Los mensajeros habían alcanzado la vanguardia del ejército al anochecer, y llevaban tres cartas para él. Abrió la primera, la que lucía el sello de Garen Tsen, e intentó desentrañar la retorcida escritura del visir. Descolgó una lámpara de un poste y la dejó en la mesa. Sus ojos no eran los de antes.

«Nada es lo que fue», pensó.

La carta hablaba del funeral de la reina y de cómo Garen Tsen había sacado al rey de la ciudad y lo había hecho trasladarse al Palacio de Invierno, en Siccus. Las facciones opositoras empezaban a hablar abiertamente en el senado sobre «cierta necesidad de cambios». Garen Tsen le solicitaba que agilizase el fin de la campaña cuanto estuviera en sus manos, y que volviese rápidamente a la capital.

La segunda carta era de su esposa, y la leyó por encima: cuatro páginas contándole asuntos de poco interés y extendiéndose en detalles sobre incidentes domésticos y problemas de las granjas: una criada se había roto un brazo al caerse de una silla mientras limpiaba las ventanas; un potro premiado había sido vendido por mil raks; tres esclavos habían huido de la granja del norte pero habían sido atrapados en un burdel de las cercanías.

La última era de Mirkel, su hija: había dado a luz a un bebé y le había puesto el nombre de Argo. Esperaba que Gargan pudiera visitarlos pronto.

Los ojos del viejo soldado se humedecieron.

Argo.

Encontrar su cadáver mutilado había sido como una puñalada en el corazón, y Gargan aún podía sentir el dolor. Siempre supo que meter escoria nadir en la academia acabaría en desastre, pero ni remotamente había contemplado la posibilidad de que la consecuencia fuera la muerte de su hijo. Sobre todo una muerte tan horrible. La pena y la ira lo inundaron.

El viejo emperador había sido un hombre sabio, y en general había gobernado bien; pero en sus últimos años se había mostrado confuso, y su carácter se había ablandado. Gargan había luchado en Gassima por aquel hombre. «Yo te entregué la corona —pensó—. Yo te la puse en la cabeza. Y por tu culpa, mi hijo murió».

¡Jenízaros nadir! Había sido una idea estúpida; ¿por qué no se había dado cuenta aquel hombre de lo estúpida que era? Nadir. Innumerables, soñaban con la llegada del día en que el Unificador apareciese y los convirtiese en una fuerza irresistible; y al emperador no se le había ocurrido otra cosa que llevarse a los hijos de los jefes y adiestrarlos en las artes guerreras de los gothir. Gargan aún no podía acabar de creérselo.

Fue un triste día aquel en el que Okái había salido de la academia como el primero de su promoción. Lo que lo hacía aún peor era el conocimiento de que el hombre que había subido al estrado era el asesino de su hijo. Lo había tenido ante sí; Gargan podía haber extendido los brazos y haberle roto el cuello.

El general fue a coger la jarra de nuevo y se detuvo, dubitativo. Los oficiales acudirían en breve, y el alcohol no era la mejor ayuda a la hora de hacer planes.

Se levantó, se frotó los cansados ojos y salió de la tienda. Los dos guardas se pusieron firmes; Gargan paseó la mirada por el campamento, satisfecho con la pulcra disposición de las tiendas y las cinco líneas de piquetes. Alrededor de las hogueras, el terreno había sido despejado, excavado y humedecido, de forma que ninguna brasa pudiera prender en la hierba seca de la estepa.

Gargan echó a andar, observando el campamento en busca de señales de desorganización o negligencia; no halló ninguna, a excepción de que una letrina había sido excavada en una zona donde la dirección del viento podría arrastrar el olor hacia el campamento, y tomó nota de ello mentalmente. En un poste alzado a la entrada de una tienda habían atado dos cabezas de nadir. Un grupo de lanceros se hallaba sentado alrededor de una hoguera cercana; cuando Gargan se acercó, se pusieron en pie y saludaron.

—Enterrad las cabezas —ordenó el general—. Atraerán moscas y mosquitos.

—¡Sí, señor! —le respondieron los soldados a coro.

Gargan regresó a su tienda, se sentó a la mesa, cogió una pluma de ganso y escribió una breve misiva a Mirkel, felicitándola y expresando su intención de visitarla pronto.

«Cuida bien al pequeño Argo —escribió—. No lo dejes en manos de nodrizas. Un bebé extrae muchas cosas de la leche de su madre; no sólo alimento, sino también fuerza y valor. No se debería permitir que una criatura de noble familia mamase de un pecho plebeyo; se diluye su carácter».

Quing Chin y sus nueve jinetes viajaron con cautela, a través de gargantas secas y depresiones, para evitar que los descubrieran las patrullas gothir. A la caída de la noche se hallaban escondidos al sur del campamento enemigo. Chi Da se acercó sigilosamente hasta los arbustos donde Quing Chin estaba arrodillado, examinando el campamento, y le puso una mano en el hombro.

—Todo está listo, hermano.

Quing Chin se puso en cuclillas. El viento arreció.

—Excelente.

—¿Cuándo? —preguntó Chi Da con un expresión ansiosa en su joven rostro.

—Aún no. Esperaremos a que se dispongan a descansar.

—Háblame de Talismán —dijo Chi Da, sentándose junto al guerrero—. ¿Por qué ha sido el elegido? No es tan fuerte como tú.

—El vigor físico no es la cualidad más importante de un general —respondió Quing Chin—. Talismán es valeroso y tiene una mente afilada como un cuchillo.

—Tú también eres valeroso, hermano.

Quing Chin sonrió; la admiración del joven lo halagaba y lo incomodaba a la vez.

—Yo soy un halcón; Talismán es un águila. Yo soy un lobo, y él, un tigre. Un día será un gran jefe guerrero de los nadir y liderará ejércitos, hermano. Está especialmente dotado para… —Quing Chin vaciló; no existía una palabra en nadir para el término logística—. Para hacer planes. Cuando un ejército se pone en marcha debe aprovisionarse; necesita comida y agua y, lo que es igual de importante, necesita información. Son pocos los hombres capaces de tener en cuenta todos los detalles, y Talismán es uno de esos hombres.

—¿Estuvo contigo en la academia?

—Sí. Y fue el número uno; derrotó a todos los demás.

—¿Luchó contra todos?

—En cierto modo. —Tras ellos se oyó el relincho de un caballo, y Quing Chin echó una ojeada al lugar donde se ocultaban los otros jinetes—. Vuelve con ellos —le dijo a Chi Da—, y dile a Ling que si no es capaz de controlar a su caballo lo enviaré de vuelta para su vergüenza.

El joven desanduvo su camino por la cresta del barranco, y Quing Chin se sentó a esperar. Fanlon repetía a menudo que el principal talento de un oficial era la paciencia: debía saber cuándo atacar, pero también debía tener la presencia de ánimo necesaria para esperar al momento adecuado.

El viento arreció; el aire se volvió más frío, y la humedad aumentó a causa del cambio de temperatura. Todos aquellos factores, combinados, hacían que la elección del momento preciso fuese esencial. Quing Chin volvió a estudiar el campamento enemigo y sintió que su irritación aumentaba. No se había levantado en formación defensiva, tal como se debía hacer en territorio enemigo; no habían construido parapetos ni fortificaciones, y las tiendas se habían dispuesto de acuerdo a lo que dictaban las ordenanzas para realizar maniobras en tiempo de paz: cinco líneas de piquetes, cada una con doscientos caballos, y las tiendas montadas en cuadros, uno por regimiento. Qué arrogantes eran aquellos gaiyín y qué bien comprendían la mentalidad nadir.

Por el este se acercaron tres exploradores gothir, y Quing Chin se escondió tras el borde del barranco hasta que pasaron de largo. Iban charlando y riendo mientras cabalgaban. Al día siguiente no se reirían: estarían demasiado ocupados mordiendo una tira de cuero mientras un látigo les azotaba la espalda.

Quing Chin descendió cautelosamente por el barranco hasta el lugar donde lo esperaban sus hombres. Habían envuelto un gran montón de leña y maleza en una red de esparto, y habían atado el conjunto al extremo de una larga cuerda.

—Es el momento —dijo Quing Chin. Shi Da se adelantó.

—¿Puedo arrastrar el fuego? —pidió.

—No. —El joven se mostró decepcionado, pero Quing Chin pasó a su lado y se detuvo ante un guerrero bajo de piernas arqueadas—. La gloria es tuya, Nien. Recuerda: cabalga unas cuatrocientas varas hacia el sur, no muy deprisa, antes de soltar la cuerda. Después regresa a lo largo de la misma línea.

—Eso está hecho —respondió el hombre.

Los guerreros montaron con agilidad y cabalgaron hasta el borde del barranco. Quing Chin y otros dos saltaron de sus sillas, sacaron yesca y prendieron el fardo de leña a los pies del caballo de Nien. Se alzó una llama rugiente.

Nien espoleó al caballo y avanzó a un trote lento a través de la hierba seca de las estepas. El fuego iba prendiendo tras él, y se alzaron volutas de humo oscuro y espeso. El viento azuzó las llamas, y unos instantes después, un muro de fuego se alzaba y corría en dirección al campamento gothir.

—¿Puedo preguntar, señor, cuál es el objetivo de esta misión? —dijo Premián cuando él y los otros diez comandantes se reunieron en la tienda de Gargan.

—Puedes —replicó el general—. Nuestros espías nos han informado de que los nadir planean un levantamiento, y es nuestra obligación evitar que tenga lugar. Según los informes, la tribu del Cuerno ha reunido fuerzas para lanzar un ataque a las tierras que rodean Gulgothir; debemos aplastar a esa tribu, y eso servirá de advertencia a los otros cabecillas nadir. Sin embargo, en primer lugar marcharemos sobre el santuario de Oshikái y no dejaremos piedra sobre piedra. Machacaremos los huesos de su héroe, los convertiremos en polvo y los esparciremos por las estepas.

El veterano Marlham habló:

—Pero, señor, el santuario es un lugar sagrado para todas las tribus. Los nadir lo tomarán como una provocación.

—Mejor así —dijo Gargan con un gruñido—. Así aprenderán, de una vez por todas, que son una raza de esclavos. Ojalá hubiera podido traer a las estepas un ejército de cuarenta mil hombres. ¡Por Shemak que los exterminaría!

Premián sintió la tentación de replicar, pero se dio cuenta de que Gargan había estado bebiendo; tenía el rostro enrojecido y, sin duda, poca paciencia. El general estaba apoyado en la mesa; la luz de las lámparas mostraba la tensión de los músculos de sus brazos, y los ojos le brillaban.

—¿Alguien tiene algo que objetar a esta misión? —preguntó.

Los demás oficiales negaron con la cabeza. Gargan se irguió, rodeó la mesa y se inclinó hacia Premián.

—¿Y tú? Si no recuerdo mal, tienes cierta debilidad por esa basura.

—Soy soldado, señor. Mi deber es cumplir las órdenes que me dé mi superior.

—Pero no estás de acuerdo con él, ¿no es cierto? —espetó Gargan, acercando tanto su rostro al de Premián que el oficial pudo oler el aliento a vino del general.

—No me corresponde cuestionar las órdenes, señor.

—«No me corresponde» —lo imitó Gargan—. No, señor, no te corresponde. ¿Sabes cuántas tribus hay? ¿Cuántos guerreros?

—No, señor.

—«No, señor». Yo tampoco, chico. Ni nadie. Son innumerables. ¿Puedes imaginar lo que pasaría si se uniesen al mando de un único líder? Nos arrastrarían como una ola. —Parpadeó, regresó a la mesa y se dejó caer pesadamente en la silla plegable de lona, que crujió bajo la repentina carga—. Como una ola… —murmuró. Inspiró profundamente, intentando eliminar los efectos del vino—. Deben ser humillados. Aplastados. Desmoralizados.

Se produjo un alboroto en el exterior, y Premián oyó los gritos de los hombres. Los oficiales salieron de la tienda y contemplaron el muro de llamas que iluminaba el cielo nocturno, y la nube de humo que se alzaba alrededor del campamento. El fuego avanzaba directamente hacia ellos.

—¡Los carros de agua! —gritó—. ¡Asegurad los carros!

Premián echó a correr hacia el lugar donde habían dispuesto veinte carros en un cuadrado; cada uno llevaba dieciséis barriles. Se cruzó con un hombre que corría presa del pánico y lo sujetó por un hombro.

—Busca caballos para los carros —dijo con voz autoritaria.

—Sí, señor —respondió el soldado, saludando, y se alejó.

Premián vio que un grupo de soldados intentaba sacar sus pertenencias de la tienda comunal

—¡Dejad eso! —gritó—. Si perdemos los carros, moriremos. Vosotros tres, id a la línea de piquetes, traed caballos y enjaezadlos. Los demás id a colocar los carros en fila.

Las llamas habían alcanzado el límite del campamento. Centenares de hombres intentaban apagar el fuego con mantas y capas, pero Premián se dio cuenta de que su esfuerzo era inútil. Los soldados regresaron llevando de las riendas algunos caballos asustados. El fuego prendió en una tienda. Ya había un carro preparado, y un soldado saltó al pescante y sacudió las riendas; los caballos relincharon y comenzaron a arrastrar el carro.

El proceso se repitió con un segundo carro, y luego con un tercero. Llegaron más hombres a ayudar. Premián corrió a la primera línea de piquetes.

—Soltad a los caballos —le dijo a un soldado—. Los recuperaremos mañana.

—Sí, señor —respondió el hombre. Desenvainó un cuchillo y empezó a cortar las cuerdas. Premián cogió las riendas de un caballo y lo montó a pelo. El animal estaba aterrorizado y se encabritó, pero Premián era un experto jinete. Se inclinó y palmeó el cuello de su montura.

—Valor, precioso —le dijo.

Cabalgó hasta los carros, y comprobó que los hombres habían conseguido preparar seis más y los llevaban hacia el este, alejándolos de la línea de fuego. Otras tiendas habían empezado a arder, y en el aire se alzaban columnas de humo y brasas. Un hombre gritó cuando sus ropas se prendieron; unos cuantos soldados lo arrojaron al suelo y lo taparon con mantas, para ahogar las llamas. El calor era cada vez más intenso, y costaba trabajo respirar. Las llamas rozaban ya el carro más cercano, pero dos más habían sido preparados.

—¡Ya es suficiente! —les gritó Premián a los soldados—. ¡Poneos a salvo!

Los hombres montaron en los últimos caballos y se alejaron al galope del campamento en llamas. Premián se volvió y vio que otros soldados corrían presas del pánico. Varios tropezaron, cayeron y fueron engullidos por el fuego.

Premián hizo girar a su montura y vio a Gargan, que caminaba a través del humo. El general parecía perplejo y confuso.

—¡Bren! —gritaba—. ¡Bren!

Premián intentó aproximarse al general, pero su montura se negó a acercarse a las llamas. Premián se quitó la camisa, cubrió con ella los ojos del caballo, la aseguró como pudo y espoleó al semental, que avanzó a ciegas hacia Gargan.

—¡Señor! ¡Montad detrás de mí!

—No puedo abandonar a Bren. ¿Dónde está?

—Habrá escapado ya, señor. ¡Si nos quedamos aquí más tiempo, las llamas nos cortarán el paso!

Gargan maldijo, agarró la mano que le tendía Premián y, con la agilidad de un jinete experto, subió a la grupa. El joven oficial picó espuelas, y se lanzaron al galope a través de la estepa en llamas, esquivando el muro de fuego que corría hacia el noroeste. El calor era abrasador, y Premián apenas podía ver a través del humo mientras el caballo corría con los costados chamuscados.

Al fin consiguieron alejarse del fuego, y Premián hizo detenerse al animal. Se volvió y contempló el campamento incendiado. Gargan lo imitó.

—Buen trabajo, chico —le dijo, apoyando la ancha mano en el hombro de Premián.

—Gracias, señor. Creo que hemos salvado la mayoría de los carros de agua.

Los costados del semental estaban cubiertos de ampollas, y el enorme animal temblaba. Premián lo hizo dirigirse hacia el este, donde se había reunido la mayoría de los soldados.

Lentamente, cuando el fuego comenzó a extinguirse, los hombres fueron regresando al campamento y rebuscaron entre los restos. Al amanecer habían reunido todos los cadáveres; veintiséis hombres y doce caballos habían muerto entre las llamas. Todas las tiendas habían ardido, pero se había podido rescatar la mayor parte de las provisiones: el fuego había pasado demasiado deprisa para prender los sacos de harina, sal, avena y tasajo. Habían tenido que abandonar nueve carros de agua, y seis habían ardido, pero la mayoría de los barriles que contenían el precioso líquido se habían salvado; sólo se perdieron tres.

Cuando el sol matinal se alzó sobre el suelo chamuscado del campamento, Gargan inspeccionó los restos.

—Los nadir prendieron fuego por el sur —le dijo a Premián—. Averigua los nombres de los centinelas que patrullaban ese sector. Treinta latigazos a cada uno.

—Sí, señor.

—Hemos sufrido menos daños de lo que cabía esperar —dijo el general.

—Sí, señor, aunque hemos perdido más de mil flechas y unas ochenta lanzas. Lamento lo ocurrido a vuestro criado; encontramos su cadáver bajo la tienda.

—Bren era un buen hombre, y muy leal. Lo aparté del servicio cuando el reuma le impidió sostener la espada. ¡Era un buen hombre! Los nadir pagarán por su muerte con la de cien de los suyos.

—Hemos perdido seis carros de agua, señor. Con vuestro permiso, ajustaré la ración diaria y cancelaré la orden de que los lanceros deben afeitarse a diario.

Gargan asintió.

—No hemos recuperado todos los caballos —dijo—. Los potros más jóvenes habrán huido en dirección a Gulgothir.

—Me temo que tenéis razón —dijo Premián.

—No importa. Unos cuantos lanceros serán transferidos a infantería; así apreciarán más a sus monturas en el futuro. —Gargan carraspeó y escupió—. Envía cuatro compañías al otro lado del paso; quiero que informen de cualquier movimiento de los nadir. Y quiero prisioneros. El ataque de anoche estuvo muy bien planeado; me ha recordado la campaña de invierno de Adrius, cuando detuvo al ejército enemigo empleando el fuego.

Premián guardó silencio durante unos instantes, pero vio que Gargan lo observaba, esperando una respuesta.

—Okái era un cabeza de lobo, señor, no de la tribu del Cuerno. De hecho, no recuerdo que hubiera jenízaros de aquella tribu.

—Desconoces las costumbres nadir, Premián. El santuario está guardado por cuatro tribus; quizá esté entre ellos. Espero que sea así; daría mi brazo izquierdo por tenerlo en mi poder.

La luna se alzaba sobre el valle de las Lágrimas de Shul Sen, y Talismán, profundamente cansado, hizo una última ronda por la muralla, pasando con cuidado por encima de los cuerpos de los guerreros nadir dormidos. Tenía los ojos irritados y cansados, y sentía una fatiga desacostumbrada; el cuerpo le dolía mientras subía lentamente los escalones de la muralla. La nueva plataforma de madera crujió bajo sus pies; al carecer de clavos, las planchas de madera habían sido sujetas con cuerdas, pero la plataforma era bastante sólida y al día siguiente lo sería aún más, después de que Bartsái y sus hombres terminasen el trabajo.

La plataforma de combate preparada por Zun y sus lobos solitarios estaba a punto de terminarse. Zun había trabajado incansablemente, pero tenía preocupado a Talismán. A menudo, durante el día, se alejaba del santuario y vagaba por las estepas, y ya no dormía junto a sus hombres, sino en el campamento de los lobos solitarios.

Gorkái se reunió con él. Siguiendo las instrucciones de Talismán, el antiguo notás había pasado el día trabajando junto a Zun.

—¿Qué has averiguado? —le preguntó Talismán en voz baja.

—Es un tipo extraño —respondió Gorkái—. Nunca duerme dentro de su tienda; saca las mantas y las extiende bajo las estrellas. Jamás ha tomado esposa, y en las tierras de la tribu del Cuerno vive solo, alejado de la tribu. No tiene hermanos de armas.

—¿Por qué lo pusieron al mando de los guardianes del sepulcro?

—Es un fiero luchador. Ha participado en once duelos y jamás ha recibido una herida. Todos sus enemigos están muertos. Sus hombres lo odian, pero lo respetan.

—¿Y qué opinas tú?

Gorkái se encogió de hombros y se rascó la frente.

—No me cae bien, Talismán, pero si tuviera que enfrentarme a muchos enemigos, me gustaría que estuviese a mi lado. —Talismán se sentó en la muralla, y Gorkái lo observó con atención—. Deberías dormir.

—Todavía no; tengo cosas en que pensar. ¿Dónde está Nosta Jan?

—En el santuario. Ha estado recitando conjuros, pero no ha encontrado nada. Lo he oído maldecir.

Gorkái recorrió el muro con la mirada. La primera vez que vio el santuario pensó que era pequeño, pero en aquel momento le parecía que las murallas, de unos sesenta pasos cada lado, eran ridículamente largas.

—¿Podremos defender este lugar? —preguntó de repente.

—Durante algún tiempo —le respondió Talismán—. Depende en parte de cuántas escalas tengan los atacantes. Si están bien equipados, se nos colarán por todas partes.

—Mil maldiciones caigan sobre ellos —siseó Gorkái. Talismán sonrió.

—No tendrán bastantes escalas, no esperarían tener que organizar un asedio. Y aquí no hay árboles con los que las puedan fabricar. Tenemos doscientos hombres, y podemos poner cincuenta en cada muro si atacan por todas partes a la vez. Resistiremos, Gorkái, al menos algunos días.

—Y después, ¿qué?

—Viviremos o moriremos —respondió Talismán, encogiéndose de hombros.

En la lejanía, al sudoeste, se empezó a distinguir un parpadeante brillo rojizo.

—¿Qué es aquello? —preguntó Gorkái.

—Con un poco de suerte, el campamento enemigo en llamas —dijo Talismán con voz grave—. No los detendrá demasiado tiempo, pero les bajará un poco los humos.

—Espero que mueran muchos.

—¿Por qué te quedas? —le preguntó Talismán.

Gorkái lo miró con asombro.

—¿Qué quieres decir? ¿Adonde me iba a ir? Ahora soy un cabeza de lobo, Talismán. Eres mi jefe.

—Quizá te esté guiando por un camino sin retomo, Gorkái.

—Todos los caminos llevan a la muerte, Talismán, pero aquí soy uno con los Dioses de la Piedra y el Agua. Vuelvo a ser un nadir, y eso significa algo.

—Así es. Y te voy a decir una cosa, amigo mío: significará aún más en los años venideros. Cuando el Unificador guíe a sus ejércitos, el mundo temblará al oír mencionar a los nadir.

—Es un pensamiento agradable para llevármelo a dormir —dijo Gorkái, sonriendo.

Los dos hombres observaron cómo Zhusái salía de la habitación. Llevaba tan sólo una túnica de lino blanco y caminaba lentamente, como en sueños, en dirección a las puertas. Talismán bajó corriendo los escalones, seguido de cerca por Gorkái, y la alcanzó cuando ya había llegado a las estepas. La sujetó suavemente por un brazo. Vio que tenía los ojos abiertos y no parpadeaba.

—¿Dónde está mi señor? —preguntó.

—Zhusái, ¿qué ocurre? —susurró Talismán.

—Estoy perdida —respondió—. ¿Por qué se halla encadenado mi espíritu en el Lugar Oscuro? —Una lágrima corrió por su mejilla. Talismán la abrazó y la besó en la frente.

—¿Quién habla? —dijo Gorkái, cogiendo la mano de Zhusái.

—¿Conoces a mi señor? —le preguntó ella.

—¿Quién eres? —preguntó Gorkái. Talismán aflojó su abrazo y se volvió hacia el guerrero. Gorkái le hizo un gesto para que guardase silencio y se colocó frente a la mujer—. Dime tu nombre.

—Soy Shul Sen, la esposa de Oshikái. ¿Puedes ayudarme?

Gorkái le besó la mano.

—¿Qué necesitas, mi señora?

—¿Dónde está mi señor?

—Está…

Gorkái guardó silencio y miró a Talismán.

—No está aquí —dijo este—. ¿Recuerdas cómo has llegado hasta aquí?

—Estaba ciega, pero ahora puedo ver; y oír, y hablar. —Recorrió con la mirada los alrededores, lentamente—. Creo que conozco este valle, pero no recuerdo estos edificios. Intenté abandonar el Lugar Oscuro, pero había demonios. Mis conjuros no tenían efecto. El poder me abandonó, y no podía marcharme.

—Pero te has marchado —dijo Gorkái—. Estás aquí.

—No lo entiendo —replicó la mujer—. ¿Estoy soñando? Alguien me llamó y me he despertado aquí. Estas no son mis ropas. ¿Y dónde está mi Ion tsia? ¿Dónde están mis anillos?

De repente, se sacudió como si hubiera recibido un golpe.

—¡No! —gritó—. Me está arrastrando de nuevo. ¡Ayudadme! ¡No puedo regresar al Lugar Oscuro!

Extendió una mano bruscamente y aferró el brazo de Talismán, dio un paso torpe y cayó sobre él. Parpadeó, y Zhusái miró a Talismán.

—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó.

—¿Qué recuerdas?

—Estaba soñando. ¿Recuerdas a la mujer de la cueva? Caminaba junto a un hombre, iban cogidos de la mano. El sol se ponía, y unos muros de roca negra se alzaron a nuestro…, a su alrededor. La luz se desvaneció, y la oscuridad fue absoluta. El hombre se había ido. Intenté… Intentó encontrar una salida en la piedra, pero no había ninguna. Y muy cerca sonaron gemidos y gruñidos. No recuerdo nada más. ¿Me estoy volviendo loca, Talismán?

—Creo que no, mi señora —dijo Gorkái en voz baja—. Dime, ¿has tenido visiones alguna vez?

—No.

—¿Has oído voces, aunque no hubiera nadie cerca?

—No. ¿Qué intentas decir?

—Creo que te ha poseído el espíritu de Shul Sen, pero no sé por qué. Lo que sé es que no estás loca. Yo he visto espíritus y he hablado con ellos. Mi padre también podía verlos. No estabas soñando ni caminando sonámbula; tu voz y tus gestos eran diferentes. ¿No es verdad, Talismán?

—Esto se escapa a mi comprensión —dijo Talismán—. ¿Qué deberíamos hacer?

—No sé qué podemos hacer —dijo Gorkái—. Me dijiste que Oshikái vaga buscando a su esposa, y creo que Shul Sen lo busca a él. Pero su mundo no es el nuestro, Talismán. No podemos reunirlos.

La luna se ocultó tras un banco de nubes, y la estepa se sumergió en la oscuridad. Un hombre gritó a lo lejos. Talismán vio un destello, y en el exterior de la tienda de Zun se encendió una luz.