Nuang Xuan era un artero viejo zorro, y jamás habría llevado a su gente al territorio de los cortaespaldas si la fortuna no hubiera dejado de sonreírle. Escrutó el paisaje que lo rodeaba y fijó la mirada en las columnas de roca que se alzaban al oeste. Meng, su sobrino, cabalgó hasta detenerse junto a él.
—¿Son las Torres de los Condenados? —le preguntó, hablando en voz baja para no invocar a los espíritus que moraban en aquel lugar.
—En efecto —contestó Nuang—, pero no estamos lo bastante cerca para que nos ataquen los demonios.
El muchacho hizo girar a su montura y galopó de regreso a la pequeña caravana.
Nuang lo siguió con la mirada. Catorce guerreros, cincuenta y dos mujeres y treinta y un niños. No era una fuerza especialmente poderosa la que se disponía a entrar en aquellas tierras, pero ¿quién iba a figurarse que un cuerpo de caballería gothir se iba a acercar tanto a las Montañas de la Luna? Cuando Nuang había guiado el ataque contra las haciendas fronterizas de Gothir, con objeto de capturar caballos y cabras, lo hizo a sabiendas de que allí no sé había instalado una guarnición desde hacía cinco años, al menos. Había tenido suerte de huir junto a otros catorce guerreros cuando los lanceros cargaron contra su grupo. Más de veinte guerreros habían sido derribados en aquella carga, y entre ellos se hallaban dos de sus hijos y tres de sus sobrinos. Con los condenados gaiyín siguiéndole el rastro, no había tenido más remedio que reunir a los supervivientes y guiarlos en dirección a aquel territorio maldito.
Nuan espoleó al caballo y galopó hacia un terreno más elevado; entrecerró los ojos para protegerlos del sol matinal y observó el camino que acababan de recorrer. No había ni rastro de los lanceros; quizá tuvieran miedo de los cortaespaldas. En cualquier caso, ¿por qué se hallaban tan cerca de la frontera? Ningún ejército gothir había entrado jamás en las llanuras orientales, excepto en tiempo de guerra. ¿Estarían en guerra contra alguien? Quizá contra los cabezas de lobo, o contra los monos verdes… No; de haber sido así, habría oído hablar del asunto en las caravanas de mercaderes.
Era un misterio, y a Nuang no le gustaban los misterios. Echó otra ojeada a su pequeño grupo; era demasiado pequeño para convertir a su clan en una tribu. «Tendré que volver al norte con ellos», pensó. Carraspeó y lanzó un escupitajo. Cómo se iban a reír cuando Nuang suplicase que lo aceptasen de nuevo en los terrenos tribales. Nuang Sin Suerte, lo llamarían.
Meng y otros dos jóvenes subían al galope por la pendiente. Meng llegó el primero.
—Jinetes —dijo, señalando hacia el oeste—. Gaiyín. Dos. ¿Podemos matarlos, tío? —El muchacho estaba emocionado, y sus oscuros ojos brillaban.
Nuang miró en la dirección que señalaba Meng. A lo lejos, a través de la calima, apenas podía distinguir a los dos jinetes, y durante un instante envidió los ojos del joven.
—No; no atacaremos aún. Pueden ser exploradores de una fuerza superior. Dejemos que se acerquen.
Espoleó a su montura y descendieron de regreso al llano. Sus catorce guerreros se desplegaron a su lado, formando una línea de combate. Llamó a Meng.
—¿Qué ves, chico? —le preguntó.
—Siguen siendo sólo dos, tío. Gaiyín. Uno tiene barba, y lleva un casco redondo negro y un jubón también negro, con malla plateada en los hombros. El otro es rubio y no tiene espada; lleva cuchillos enfundados sobre el pecho. Oh…
—¿Qué ocurre?
—El de la barba negra tiene un hacha enorme, de dos filos. Montan en caballos gothir, pero llevan de las riendas cuatro de los nuestros.
—Eso puedo verlo yo —dijo Nuang con irritación—. Vuelve a la retaguardia.
—¡Quiero participar en la pelea, tío!
—Aún no tienes doce años. ¡Obedéceme o te calentaré las posaderas con la fusta!
—Tengo casi trece —protestó Meng, pero tiró de las riendas de su caballo y se unió de mala gana a la retaguardia.
Nuang Xuan aguardó, con una nudosa mano apoyada en la empuñadura de marfil de su sable. Poco a poco, los dos jinetes acortaron la distancia que los separaba de los nadir, hasta que Nuang pudo ver sus rostros con claridad. El gaiyín rubio tenía la piel muy clara, y sus gestos traicionaban el nerviosismo y el miedo que sentía; apretaba las riendas con fuerza y estaba rígido sobre la silla. Nuang desvió la mirada hacia el hachero; aquel no tenía miedo. En cualquier caso, ¿qué podrían hacer un hombre y un cobarde contra catorce guerreros? Nuang pensó que quizá su suerte empezara a mejorar.
Los dos jinetes tiraron de las riendas y se detuvieron justo delante del grupo. Nuang inspiró profundamente y estuvo a punto de dar la orden de atacar, pero su mirada se cruzó con la del hachero, y se encontró con los ojos más fríos que había visto nunca. Unos ojos del color de las nubes invernales; grises e implacables. Lo invadió la duda, y pensó en el resto de sus hijos y sobrinos, muchos de los cuales estaban heridos, como atestiguaban los vendajes ensangrentados.
La tensión creció. Nuang se humedeció los labios y se dispuso una vez más a ordenar el ataque. El hachero meneó la cabeza casi imperceptiblemente; después habló. Tenía una voz grave y, si aquello era posible, más fría aún que su mirada.
—Medita bien tu decisión, anciano. Parece que no has tenido muy buena suerte últimamente —dijo—. Tus mujeres ya superan a tus hombres en proporción de tres a uno, al menos, y tus guerreros parecen cansados y heridos.
—Quizá acabe de cambiar nuestra suerte —se oyó decir a sí mismo Nuang.
—Quizá —reconoció el jinete—. Estoy de humor para negociar. Tengo cuatro caballos nadir y varias espadas y arcos.
—También tienes un hacha magnifica. ¿Estaría incluida en el trato?
El hombre sonrió. No era una visión agradable.
—No. Esta es Snaga, que en la lengua ancestral significa la Inexorable; los Filos del Destino. Cualquiera que desee comprobar si el nombre es adecuado sólo tiene que decirlo.
Nuang notó que los hombres que lo flanqueaban se agitaban inquietos. Eran jóvenes y, a pesar de las recientes pérdidas, estaban ansiosos por entrar en combate. De repente sintió todo el peso de sus sesenta y un años. Hizo girar a su caballo y ordenó a sus hombres que se preparasen para acampar cerca de las columnas rocosas; después envió exploradores en busca de cualquier señal de un ejército enemigo. Obedecieron de inmediato. Se volvió hacia el hachero y sonrió forzadamente.
—Sois bienvenidos a nuestro campamento. Esta noche negociaremos.
Ya en el crepúsculo, se sentó frente a una hoguera, junto al hachero y su acompañante.
—¿No sería más seguro acampar entre las rocas? —preguntó el guerrero de barba negra.
—Sería más seguro… contra los hombres —explicó Nuang—. Aquellas son las Torres de los Condenados, y los demonios acechan entre ellas. Un antiguo hechicero fue enterrado allí, y sus demonios con él. Al menos, eso es lo que cuentan las historias. Dime… ¿Qué quieres a cambio de esos pencos escuálidos?
—Provisiones para el viaje, y un guía que nos lleve hasta el siguiente pozo y hasta el santuario de Oshikái, el Terror de los Demonios.
Nuang se sorprendió, pero su rostro permaneció impasible. ¿Qué se le había perdido a un gaiyín en el santuario?
—Es un trayecto duro y peligroso. Estas son las tierras de los cortaespaldas. Dos hombres y un guía serían una presa… tentadora.
—Ya han sentido esa tentación —le respondió el hachero—. Por eso tenemos caballos y armas con que negociar.
El regateo prosiguió y Sieben, aburrido, se fue a dar una vuelta. El clan nadir había montado las tiendas formando un círculo irregular, con pantallas cortavientos entre ellas. Las mujeres cocinaban en pequeñas fogatas; los hombres estaban sentados en tres pequeños grupos y compartían jarras de lyrrd, un licor hecho a base de leche fermentada de cabra. A pesar de las hogueras y las pantallas, la noche era fría. Sieben se acercó a los caballos, descolgó su manta y se la echó descuidadamente sobre los hombros. Al ver a los nadir había imaginado que morirían rápidamente, a pesar del increíble poder de Druss. Sin embargo, en aquel momento sufría el efecto de la tensión pasada y una abrumadora sensación de fatiga. Una joven nadir se apartó de una de las hogueras y le llevó un cuenco de madera lleno de carne estofada. Era alta y esbelta, de labios carnosos y tentadores. Sieben olvidó el cansancio instantáneamente, le dio las gracias y sonrió. La joven se alejó sin decir palabra, y la mirada del poeta siguió el movimiento de sus caderas. La carne estaba caliente y muy especiada; su sabor era nuevo para él, y la comió con placer. Al acabar, devolvió el cuenco a la joven, que estaba sentada junto a otras cuatro mujeres, y se agachó a su lado.
—Una comida digna de un príncipe —le dijo—. Os lo agradezco, mi señora.
—No soy tu señora —respondió ella con desinterés.
Sieben mostró su mejor sonrisa.
—Cierto, no lo sois, lo que estoy seguro de que es una lástima para mí. Se trata tan sólo de una expresión que usamos los… gaiyín. Lo que intento decir es: gracias por vuestra amabilidad y vuestra habilidad culinaria.
—Me has dado las gracias tres veces, y la carne de perro no es muy difícil de cocinar si se tiene al perro colgado el tiempo suficiente, hasta que le aparecen gusanos en las cuencas de los ojos.
—Delicioso —respondió él—. No olvidaré ese truco, sin duda.
—Y el animal no debe ser muy viejo —continuó la joven—. Los cachorros saben mejor.
—Por supuesto —dijo Sieben, poniéndose en pie.
De repente, la joven inclinó la cabeza y lo miró a los ojos.
—Mi hombre ha muerto —dijo—. Lo mataron los lanceros gothir. Ahora, mis mantas están frías, y no tengo a nadie que me caliente la sangre en las noches gélidas.
Sieben se volvió a sentar, más rápidamente de lo que habría deseado.
—Es una tragedia —dijo suavemente, mirando con intensidad aquellos ojos almendrados—. Una mujer hermosa nunca debería sufrir la soledad de una manta fría.
—Mi hombre era un gran luchador; mató a tres lanceros. Pero me montaba como un perro en celo, deprisa, y después se echaba a dormir. Tú no eres luchador; ¿qué eres?
—Estudioso —respondió Sieben, inclinándose hacia ella—. Estudio muchas cosas: historia, poesía, arte… Pero sobre todo, estudio a las mujeres. Me fascinan. —Alzó una mano, le acarició la larga melena oscura y le apartó el pelo de la frente—. Adoro el aroma de los cabellos de las mujeres, el roce de la piel contra la piel, la suavidad de unos labios sobre otros… Y no termino deprisa.
La joven sonrió y dijo algo en nadir a sus amigas; todas se echaron a reír.
—Me llamo Niobe —le dijo al poeta—. Vamos a ver si actúas tan bien como hablas.
Sieben sonrió.
—Siempre he apreciado la actitud directa, pero… ¿Esto está permitido? Quiero decir… ¿Qué ocurre con…? —Hizo un gesto en dirección a los hombres.
—Tú ven conmigo —dijo Niobe, levantándose—. Quiero averiguar si es cierto lo que dicen de los gaiyín. —Lo cogió de la mano y lo guió hasta una tienda a oscuras.
En la hoguera del jefe, Nuang rió entre dientes.
—Tu amigo se ha ido a cabalgar a un tigre. Niobe tiene bastante fuego para fundir el acero de cualquier hombre.
—Creo que sobrevivirá —dijo Druss.
—¿Quieres una mujer que te caliente la cama?
—No. Ya tengo una mujer en mi casa. ¿Qué le ha pasado a tu gente? Parece como si os hubieran machacado.
Nuang escupió en la hoguera.
—Los lanceros gothir nos atacaron. Salieron de ninguna parte montados en sus enormes caballos. He perdido veinte hombres. Estabas en lo cierto cuando comentaste que la suerte no me acompañaba; debo de haber hecho algo que ha ofendido a los Dioses de la Piedra y el Agua, pero no tiene sentido lamentarse. ¿Qué hay de ti? No eres gothir. ¿De dónde eres?
—De las tierras de Drenai, en las montañas azules del distante sur.
—Estás lejos de casa, drenai. ¿Por qué vas al santuario?
—Un chamán nadir me dijo que allí encontraría una cosa que me ayudaría a salvar a un amigo moribundo.
—Te arriesgas mucho para ayudar a tu amigo; no te encuentras en un territorio hospitalario. Yo mismo pensé en matarte, y se me considera un hombre pacífico entre los nadir.
—No soy fácil de matar.
—Lo supe en cuanto te miré a los ojos, drenai. Has visto muchas batallas, ¿no es cierto? Hay un gran rastro de tumbas a tus espaldas. Una vez, hace mucho tiempo, llegó aquí otro drenai. También era un gran guerrero; lo llamaban Viejo Duro de Matar, y luchó en una batalla contra los gothir. Años después se vino a vivir entre nosotros. Me contaron esas historias cuando era un chiquillo, y son las únicas historias de Drenai que conozco. Se llamaba Ángel.
—Ya había oído ese nombre —dijo Druss—. ¿Qué más sabes de él?
—Sólo que se casó con la hija de Cráneo de Toro y que tuvieron dos hijos. Uno era alto y apuesto, y no se parecía a Ángel. El otro era un poderoso guerrero; se casó con una doncella nadir, abandonaron la tribu y viajaron hacia el sur. Eso es todo lo que sé.
Dos mujeres se acercaron, se arrodillaron delante de los hombres y les ofrecieron cuencos de carne. De la tienda de Niobe salieron unos gritos de entusiasmo, y las mujeres se echaron a reír. Druss enrojeció y se puso a comer en silencio. Las mujeres se marcharon.
—Tu amigo estará muy cansado por la mañana —dijo Nuang.
Druss estaba acostado en silencio y contemplaba las estrellas. Rara vez le había costado conciliar el sueño, pero aquella noche no podía dormir. Se sentó y se quitó la manta de encima. El campamento estaba en silencio, y las hogueras se habían convertido en brasas que brillaban apagadamente. Nuang le había ofrecido un sitio en su tienda, pero Druss lo había rechazado; prefería dormir al raso.
Cogió el hacha, el yelmo y los guanteletes plateados, y se levantó y se estiró. La noche era fría y la brisa helada silbaba al pasar bajo los cortavientos que se habían extendido entre las tiendas. Druss estaba incómodo. Se puso el casco y los guanteletes, cruzó el campamento, apartó la lona de un cortavientos y salió a las estepas. Un centinela estaba sentado junto a un arbusto, envuelto en una capa de piel de cabra. Cuando Druss se acercó, vio que se trataba de Meng, el muchacho delgado al que Nuang había presentado como su sobrino menor. El joven levantó la mirada, pero no dijo nada.
—¿Todo está tranquilo? —preguntó Druss. El muchacho asintió, con fastidio evidente.
Druss caminó hacia las torres de piedra negra y se sentó en una roca, a unos veinte pasos del muchacho. De día, las estepas eran áridas e inhóspitas, pero la fría magia de la noche cubría la tierra con un aura de inquietante malignidad que hacía pensar en horrores sin nombre que acechaban entre las peñas embrujadas. Los ojos le jugaban malas pasadas al cerebro; las rocas irregulares se asemejaban a demonios agazapados que a veces parecían centellear y moverse; el silbido del viento en la estepa recordaba una voz siseante, portadora de promesas de dolor y muerte. Druss no era inmune a tal hechizo.
Apartó de su cabeza aquellos pensamientos, contempló la luna y pensó en Rowena, allá en la granja. Se había esforzado, en los años posteriores a su rescate, en hacer que la mujer se sintiera querida y necesitada, pero en su interior sentía un dolor lacerante que no podía olvidar. Ella había amado a Michanek, y había sido correspondida. No eran los celos lo que acosaba a Druss, sino un sentimiento de intensa vergüenza. Cuando Rowena fue raptada por los saqueadores, muchos años antes, Druss partió en su busca imbuido de una firme resolución que no admitía compromiso alguno. Había viajado hasta Mashrapur; allí, para reunir dinero suficiente para costearse el pasaje a Ventria, se había convertido en luchador. Después había cruzado los mares, había luchado contra corsarios y piratas, y se había unido al desmoralizado ejército del príncipe Gorben, convirtiéndose en su adalid. Todo para encontrar a Rowena y rescatarla de lo que imaginaba que sería una vida de abyecta esclavitud.
Pero al final había descubierto la verdad. La mujer había perdido la memoria y se había enamorado de Michanek, y era una esposa querida y respetada, que vivía en la prosperidad, feliz y satisfecha. Y aun sabiendo aquello, Druss había peleado al lado del ejército que destruyó la ciudad en la que ella vivía y asesinó al hombre que amaba.
Druss había sido testigo del combate de Michanek contra los Inmortales, y los había visto retroceder intimidados mientras el guerrero permanecía en pie, sangrando por decenas de heridas, rodeado de cadáveres de los atacantes.
—Eras todo un hombre, Michanek —susurró Druss, y suspiró.
Rowena nunca le había reprochado su participación en la muerte de Michanek. De hecho, jamás habían hablado de él. Sentado en aquel páramo solitario, Druss se dio cuenta de que aquello estaba mal. Michanek se merecía algo mejor. Y también Rowena, la tierna y amable Rowena. Lo único que quería la mujer había sido casarse con aquel granjero en que se habría convertido Druss, construir un hogar y criar a sus hijos. Druss había sido granjero antaño, pero ya no podría volver a aquella vida. Había probado la alegría del combate, la excitante droga de la violencia, y ni siquiera su amor por Rowena podía mantenerlo atado durante mucho tiempo a las montañas que eran su hogar. Tampoco habían sido bendecidos con hijos. A Druss le habría gustado tener alguno. Sintió un leve pesar, pero lo apartó con rapidez de su cabeza. Sus pensamientos se desviaron hacia Sieben, y sonrió. «No somos muy diferentes —pensó—. Ambos somos expertos en un arte estéril. Yo vivo para luchar sin motivo, y tú, para practicar el sexo sin amor. ¿Qué podemos ofrecerle a este atormentado mundo?».
La brisa se hizo más intensa, y con ella, la inquietud de Druss. Entrecerró los ojos y escrutó las estepas. Todo estaba tranquilo. Se puso en pie y caminó hacia el muchacho.
—¿Qué han encontrado los exploradores?
—Nada —respondió Meng—. No hay señales ni de gaiyín ni de cortaespaldas.
—¿Cuándo vendrá tu relevo?
—Cuando la luna toque el pico más alto.
Druss alzó la mirada. No faltaba demasiado. Dejó al muchacho y echó a andar de nuevo, cada vez más inquieto. Deberían haber acampado entre las rocas, y ¡al infierno con el miedo a los demonios!
Apareció un jinete, que saludó a Meng y se acercó al trote al campamento. Poco después, el relevo del jinete emprendió su ronda. Llegó otro de los centinelas montados, y luego un tercero. Druss aguardó un tiempo, y después se dirigió hacia el muchacho.
—¿No salieron cuatro jinetes?
—Sí. Yodái debe de estar durmiendo en algún sitio. A mi tío no le hará ninguna gracia.
El viento cambió de dirección. Druss alzó la cabeza y olfateó el aire. Agarró al muchacho de un hombro y lo hizo ponerse en pie.
—Despierta a tu tío. ¡Ahora! Dile que todo el mundo vaya hacia las rocas.
—¡Quítame la mano de encima! —El muchacho se retorció e intentó alejarse, pero Druss lo sostuvo junto a sí.
—¡Escúchame, chico! ¡La muerte se acerca! ¿Lo entiendes? No queda mucho tiempo, así que corre como si tu vida dependiera de ello, porque seguramente es así.
Meng se volvió y corrió hacia el campamento. Druss empuñó el hacha y observó la estepa aparentemente desierta. Después se volvió y también regresó corriendo al campamento. Nuang ya estaba en movimiento cuando Druss pasó bajo el cortavientos. Las mujeres recogían a toda prisa mantas y comida, y obligaban a los chiquillos a guardar silencio. Nuang corrió hacia Druss.
—¿Qué has visto?
—No he visto nada; lo he olido. Grasa de ganso. Los lanceros la emplean para proteger el cuero de las sillas de montar y para evitar que se oxiden las cotas de malla. Deben de haber escondido los caballos, y están cerca.
Nuang maldijo y se alejó. Sieben salió de la tienda ajustándose la bandolera con los cuchillos. Druss le hizo un gesto y señaló hacia las rocas que se alzaban a unos cientos de pasos del campamento. Los nadir dejaron las tiendas, abrieron un cortavientos y echaron a correr campo a través. Druss observó a los guerreros mientras llevaban los caballos hasta una profunda hendidura entre las rocas. Se unió a la retaguardia y corrió junto a los nadir. Una mujer tropezó; al ayudarla a levantarse, Druss vio que llevaba en brazos a un bebé y arrastraba de la mano a un niño pequeño. Druss cargó con el chiquillo y siguió corriendo.
Sólo un puñado de mujeres estaba aún fuera de las rocas cuando cincuenta lanceros surgieron de una barranca cercana y cargaron, a pie. Las hojas de sus armas brillaron a la luz de la luna.
Druss tendió al chiquillo a la aterrorizada madre, empuñó a Snaga y se volvió para hacer frente a los soldados que avanzaban. Varios guerreros nadir habían trepado a las rocas y disparaban flechas de asta negra contra el enemigo, pero los lanceros gothir iban bien protegidos con corazas, cotas de malla y cascos que les cubrían el rostro. Todos portaban un pequeño escudo redondo, atado al antebrazo izquierdo. La mayoría de las flechas golpeó sin causar daños, excepto una que se clavó en el muslo de un lancero, haciéndolo caer. Su casco adornado con crines blancas rodó por el suelo.
—¡Disparad bajo! —gritó Druss.
La entrada al grupo de rocas era estrecha, y Druss retrocedió hasta ella. Los tres primeros lanceros corrieron hacia la hendidura y, lanzando un rugido, Druss salió a su encuentro. Descargó a Snaga en el yelmo de uno, y mató a otro con un revés del hacha que le aplastó la cadera y le abrió el vientre. El tercer lancero lanzó un golpe con el sable, pero la hoja rebotó en el casco negro de Druss. Snaga cantó y se estrelló contra la malla que protegía el cuello del hombre. Había sido excelentemente forjada e impidió que el filo del hacha alcanzase la piel, pero la fuerza del golpe hundió la malla en la carne del soldado y le hizo pedazos los huesos del cuello.
Más soldados se acercaron a la carrera. Uno de ellos intentó bloquear el trayecto del hacha con su escudo de madera reforzado con hierro, pero el filo de Snaga lo atravesó limpiamente, cortando también el brazo que lo sostenía. El hombre lanzó un grito de dolor y cayó, haciendo tropezar a los dos soldados que venían tras él. La estrecha abertura entre las rocas no permitía atacar simultáneamente a más de tres hombres, y el resto de los lanceros se apelotonaba ante la entrada. Desde lo alto, los nadir arrojaban piedras y disparaban flechas contra las piernas desprotegidas de los soldados.
Druss golpeaba y cortaba. El hacha estaba cubierta de sangre…
Y los lanceros retrocedieron.
Un hombre gimió a los pies de Druss. Se trataba del lancero del brazo cercenado. Druss se arrodilló, le quitó el casco y lo agarró por el pelo.
—¿Cuántos sois? —le preguntó—. Responde y vivirás; te dejaré volver con tus compañeros.
—Dos compañías. ¡Lo juro!
—Levántate y corre. No respondo de los arqueros que están en las rocas.
El hombre se puso de pie torpemente y echó a correr. Dos flechas se estrellaron contra su coraza, y una tercera hizo blanco en la parte trasera de un muslo, pero siguió adelante, cojeando, y consiguió llegar junto a sus camaradas.
Dos compañías. Cincuenta hombres. Druss echó una ojeada a los cadáveres que tenía ante sí. Siete habían muerto bajo los golpes de Snaga; varios más habían sido acertados por las flechas, y no podrían seguir peleando. En total, quedarían unos cuarenta. No eran bastantes para sacarlos de las rocas, pero sí para mantener sitiados a los nadir hasta que llegasen refuerzos.
Tres jóvenes nadir descendieron hasta donde se encontraba el hachero y comenzaron a despojar a los muertos de sus armas y corazas. Nuang bajó también.
—¿Crees que volverán?
Druss negó con la cabeza.
—Buscarán otra forma de entrar. Tenemos que adentramos en las rocas; de lo contrario hallarán la forma de rodearnos. ¿Cuántos hombres había en el grupo que te atacó en la frontera?
—No más de un centenar.
—Entonces, la pregunta es: ¿Dónde están las otras dos compañías?
De repente, los lanceros cargaron de nuevo. Los jóvenes nadir se retiraron a toda prisa y Druss se adelantó.
—¡Venid a morir, hijos de puta! —gritó. Su voz levantó ecos entre las rocas.
Un lancero movió su sable en un arco sibilante dirigido a la garganta de Druss, pero Snaga relampagueó y partió la hoja. El soldado saltó hacia atrás y se tropezó con dos de sus compañeros. Druss cargó contra ellos, y los tres se volvieron y echaron a correr. Nuang, espada en mano, se colocó junto a Druss.
Las llamas se alzaban en el campamento nadir. Nuang maldijo, pero Druss rió entre dientes.
—Las tiendas pueden reponerse, viejo. Creo que tu suerte ha mejorado.
—Oh, sí —respondió Nuang con ira—. Salto de alegría ante este giro de la fortuna.
Niobe estaba tumbada boca abajo y observaba la estrecha hendidura de negra roca basáltica.
—Tu amigo es un gran luchador —dijo, apartándose de la cara el pelo negro azabache. Sieben se agachó junto a ella.
—Ese es su talento —convino, irritado por el tono de admiración de la voz de la joven y por la forma en que sus oscuros ojos almendrados observaban al hachero.
—¿Por qué no combates a su lado, po-e-ta?
—Querida, cuando Druss comienza a balancear esa arma de pesadilla, el peor lugar donde uno se puede encontrar es a su lado. Además, Druss prefiere tener las probabilidades en contra. Eso le saca más partido.
Niobe giró sobre un costado y lo miró a los ojos.
—¿Cómo es que ya no estás asustado, po-e-ta? Cuando corriamos hacia aquí, estabas temblando.
—No me gusta la violencia —reconoció Sieben—, y menos si está dirigida contra mí. Pero los soldados no nos seguirán aquí arriba. Son lanceros con armadura pesada, entrenados para realizar cargas de caballería en campo abierto. Usan botas reforzadas con metal y talones altos para mantener los pies bien sujetos a los estribos, pero todo ello es absolutamente inadecuado para trepar por la roca volcánica. No; retrocederán e intentarán atraparnos en campo abierto, así que por ahora estamos a salvo.
La joven sacudió la cabeza.
—Nadie está a salvo aquí —dijo—. Mira a tu alrededor, po-e-ta. Estas rocas negras forman parte de las Torres de los Condenados. El mal habita en este lugar. ¡Quizá ahora mismo nos estén acechando los demonios!
Sieben sintió un escalofrío, pero a la débil luz de la luna percibió la mirada traviesa de los ojos de la joven.
—No te crees eso ni por casualidad —respondió.
—Quizá sí.
—No; sólo intentas asustarme. ¿Quieres saber por qué creen los nadir que aquí hay demonios? —Ella asintió—. Esta zona es, o fue, tierra de volcanes. Escupirían fuego, cenizas tóxicas y lava ardiente. Los viajeros que se acercasen oirían los temblores bajo el suelo. —Se giró y señaló las dos torres gemelas que apuntaban al cielo despejado—. Aquello son conos huecos de lava enfriada.
—¿No crees en los demonios? —le preguntó la joven.
—Claro que sí —respondió Sieben en tono sombrío—. Se puede invocar a las bestias del Pozo. Pero son como cachorrillos comparadas con los demonios que los hombres llevan en el corazón.
—¿Tu corazón tiene demonios? —susurró la joven, con los ojos abiertos de asombro.
—Qué gente más literal —dijo el poeta, sacudiendo la cabeza y levantándose.
Sieben descendió con agilidad hasta donde Druss esperaba en compañía de Nuang y varios de sus acompañantes, y sonrió irónicamente cuando se fijó en la forma en que los nadir permanecían junto al hachero, pendientes de sus palabras y sonriendo mientras hablaba. Unas horas antes ansiaban matarlo; ahora era un héroe y un amigo.
—¿Qué hay, vieja mula? —saludó Sieben. Druss se volvió hacia él.
—¿Qué opinas, poeta? ¿Crees que volverán a atacar?
—Lo dudo mucho, pero será mejor que encontremos otra forma de salir de estas colinas. No me gustaría que nos atrapasen en terreno abierto.
Druss asintió. La sangre le manchaba el jubón y la barba, pero había limpiado las hojas del hacha.
La luz del amanecer empezó a iluminar la cumbre de las montañas lejanas, y Druss caminó hasta el extremo de la hendidura. Los lanceros se habían retirado en la oscuridad, y no se veía a nadie. Los nadir aguardaron nerviosos entre las rocas una hora más; después, unos cuantos descendieron y se acercaron cautelosamente a los restos humeantes del campamento, para recoger sus pertenencias, o al menos las que no habían sido pasto de las llamas.
Nuang se acercó a Druss y a Sieben.
—Niobe me ha dicho que crees que las rocas son seguras —le dijo al poeta.
Sieben volvió a explicar lo que sabía sobre la actividad volcánica. Nuang no pareció muy impresionado; su rostro chato y ancho permanecía inexpresivo, y su mirada era de preocupación.
Druss se echó a reír.
—Si tenemos que escoger entre unos demonios que no hemos visto y unos lanceros que sí, no tengo dudas.
Nuang gruñó, carraspeó y lanzó un escupitajo.
—¿Tu hacha puede matar demonios?
Druss sonrió con frialdad, levantó a Snaga y acercó las hojas al rostro del nadir.
—Lo que se puede cortar se puede matar.
—Creo que atravesaremos las Colinas de los Condenados —dijo Nuang, sonriendo.
—Contigo es imposible aburrirse —masculló Sieben. Druss le palmeó el hombro, y el poeta bajó la mirada hasta la mano ensangrentada—. Vaya, gracias. Justo lo que necesita una camisa de seda azul: una mancha de sangre seca.
—Tengo hambre —dijo Druss; sonrió y se alejó.
Sieben se sacó un pañuelo del bolsillo de las calzas e intentó limpiarse la desagradable mancha. Después fue en pos del hachero. Niobe le llevó carne fría y queso de cabra, y se sentó a su lado mientras comía.
—¿Hay agua? —preguntó el poeta.
—Todavía no. Los gaiyín han destrozado todos los barriles menos uno; hoy pasaremos sed y calor. —Extendió la mano y acarició la seda de la camisa, pasando los dedos por los botones de madreperla del cuello—. Bonita prenda —añadió.
—Me la tejieron en Drenan —le contestó el poeta.
—Todo es tan suave… —murmuró la joven; acarició las calzas de lana y dejó la mano apoyada en el muslo de Sieben—. Tan suave…
—Pon la mano más arriba y notarás algo un poco más duro —le advirtió. Niobe lo miró, alzó una ceja y movió la mano para acariciarle la parte interior del muslo.
—Vaya —dijo—. Es verdad.
—¡Es hora de moverse, poeta! —gritó Druss.
—Tienes un sentido de la oportunidad excelente —masculló Sieben.
El grupo marchó durante dos horas, adentrándose en las negras colinas. No había vegetación, y estaban rodeados por altos muros de roca volcánica. Avanzaron en silencio; los nadir echaban ojeadas nerviosas a su alrededor. Incluso los chiquillos evitaban hacer ruido. El terreno era traicionero, y nadie cabalgaba. Cerca del mediodía, el suelo se hundió bajo los cascos de un caballo, que cayó y se rompió una pata delantera. El animal se retorció hasta que un joven nadir saltó sobre él y lo degolló; la sangre salpicó las rocas. Las mujeres se acercaron, arrastraron al animal fuera del agujero y lo descuartizaron.
—Esta noche habrá carne fresca —le dijo Niobe a Sieben.
El calor se intensificó. Era tan fuerte que Sieben había dejado de sudar y se sentía como si los sesos se le agostasen y se encogieran al tamaño de una nuez. A la hora del crepúsculo, el agotado grupo había llegado al centro del conjunto de colinas. Acamparon cerca de una de las torres gemelas. Sieben llevaba un buen rato suspirando por tomar un trago de agua del único barril superviviente, e hizo cola junto a los guerreros para que le llenasen una copa. El sabor del agua le pareció más dulce que la miel.
Poco antes del anochecer, el poeta se alejó del campamento y trepó por las rocas quebradas en dirección al pico más occidental. El ascenso no era muy difícil, pero sí agotador. A pesar de ello, Sieben necesitaba alejarse del grupo y estar un rato a solas. Cuando coronó el pico, se sentó y contempló el paisaje. Había unas pocas nubes, serenas y tranquilas, como salpicaduras blancas en el cielo. El sol se ponía tras ellas y cubría de luz dorada las lejanas montañas. La brisa era deliciosamente fresca, y las vistas, extraordinarias. Las lejanas montañas fueron perdiendo color a medida que el sol se hundía tras ellas, y se convirtieron en siluetas negras semejantes a nubes de tormenta en el horizonte. El cielo, sobre ellas, se fue tiñendo de violeta, de gris plateado y, por último, de un suave tono dorado. Las nubes también cambiaron de color, pasando del blanco purísimo al rojo intenso, rodeadas por un mar de azul intenso. Sieben se recostó en una roca y saboreó la escena. Al fin, el cielo se oscureció y surgió la luna, brillante y nítida. Sieben suspiró.
Niobe apareció y se sentó a su lado.
—Quería estar solo —dijo él.
—Estamos solos.
—Qué tonto soy. Por supuesto que sí.
Se apartó un poco de la joven y contempló la cima de la torre cónica. Un rayo de luna atravesó las nubes y la iluminó. Niobe le tocó el hombro.
—Mira aquella cornisa de piedra —le dijo.
—No estoy de humor para el sexo, preciosa. No en este momento.
—No. ¡Mira! ¡En el extremo de la cornisa!
La mirada del poeta siguió la dirección a la que apuntaba el índice de la mujer. Unas siete varas más abajo, a la derecha, se distinguía lo que parecía ser una abertura excavada en la piedra.
—Es un juego de luces —dijo, observando con atención el cono.
—¡Ahí hay escalones! —replicó ella.
Era cierto. En un extremo de la cornisa se distinguía una serie de escalones tallados en la pared interior del cono.
—¡Vete a buscar a Druss! —le ordenó Sieben.
—Es el hogar de los demonios —susurró la joven antes de marcharse.
—Dile que traiga una cuerda, antorchas y yesca.
Niobe se detuvo y se volvió.
—¿Vas a bajar? ¿Por qué?
—Porque soy así de curioso, querida. Me gustaría saber por qué alguien se tomó la molestia de excavar una entrada al interior de un volcán.
Las nubes se dispersaron, y la luna brilló con intensidad; Sieben caminó por el borde del cráter y se acercó a los vetustos escalones. Justo encima del primero se distinguían unos asideros tallados en la lisa piedra volcánica. Los escalones habían sido tallados a toda prisa, o habían sido maltratados por la intemperie; quizá ambas cosas. Sieben se inclinó sobre el borde y tocó el primer escalón; la piedra se resquebrajó bajo la presión de sus dedos. Era imposible que pudiera soportar el peso de un hombre.
Druss, Nuang y unos cuantos guerreros nadir se le acercaron. Niobe no iba con ellos. El anciano jefe nadir se inclinó sobre el borde de piedra y observó la entrada rectangular tallada más abajo. No dijo nada. Druss se agachó junto a Sieben.
—La chica dice que quieres bajar. ¿Crees que es sensato, poeta?
—Quizá no, vieja mula, pero no deseo pasar el resto de mi vida preguntándome qué había ahí dentro.
Druss contempló el interior del cono.
—Es una larga caída.
Sieben escrutó las oscuras profundidades. La luna brillaba, pero no alcanzaba a iluminar el fondo del cráter.
—Ayúdame a descolgarme hasta la cornisa —le dijo al hachero, reuniendo sus últimas reservas de coraje. Ya no podía echarse atrás—. Pero no sueltes la cuerda cuando llegue; esta piedra se resquebraja como los cristales de sal, y no creo que aguante mi peso.
El poeta se ató la cuerda a la cintura y esperó a que Druss la asegurase en torno a sus poderosos hombros. Después se descolgó por el borde. Druss soltó cuerda poco a poco hasta que Sieben alcanzó la cornisa, que resultó ser firme y sólida.
El poeta se detuvo frente a la entrada. No cabía la menor duda de que había sido tallada por manos humanas. Había símbolos extraños labrados en la superficie de la piedra; espirales y estrellas que rodeaban lo que parecía ser el dibujo de una espada rota. Unos barrotes de hierro clavados en la roca y cubiertos de óxido impedían el paso al interior. Sieben tiró de uno de ellos, pero no cedió.
—¿Has encontrado algo? —oyó decir a Druss.
—Baja y míralo tú mismo. Voy a desatarme la cuerda.
Un momento después, Druss estaba a su lado sosteniendo una antorcha encendida.
—Apártate un poco —dijo el hachero. Le pasó la antorcha a Sieben, se desató la cuerda, agarró con ambas manos un barrote y tiró con fuerza. El metal comenzó a doblarse con un sonido chirriante, y después se vio arrancado de la piedra. Druss lo arrojó por encima del hombro, y Sieben lo oyó rebotar mientras caía por la pared interior del cráter. Druss arrancó otros dos barrotes, que siguieron el mismo camino.
—Tú primero, poeta —dijo el hachero.
Sieben atravesó el hueco que había quedado entre los barrotes y alzó la antorcha. Se encontraba en el interior de una celda redonda; a un lado vio dos cadenas que colgaban del techo. Druss entró tras el y se acercó a las cadenas. Algo colgaba de una de ellas.
—Acerca la antorcha —le ordenó al poeta.
Del extremo de la cadena colgaba un brazo enjuto, y reseco, que se había desprendido del hombro al deteriorarse el cadáver al que estaba unido. Sieben bajó la antorcha y contempló los restos prácticamente momificados. La llama temblorosa iluminó un vestido largo de seda blanca ajada; el tejido aún tenía un aspecto extrañamente hermoso en aquel oscuro y lúgubre escenario.
—Una mujer —dijo Druss—. La enterraron viva.
Sieben se arrodilló junto al cadáver, vio un destello en las cuencas vacías y estuvo a punto de dejar caer la antorcha. Druss miró más de cerca.
—Los hijos de puta le sacaron los ojos con unos clavos de oro —dijo. Sostuvo la cabeza del cadáver y la hizo girar. También surgieron destellos dorados de los dos oídos. Sieben deseó que Niobe no hubiera visto la cornisa. Sintió una congoja inmensa ante el terrible sufrimiento que habría padecido aquella mujer, muerta tanto tiempo atrás.
—Vámonos de aquí —dijo en voz baja.
Cuando regresaron al borde del cráter le contaron a Nuang lo que habían visto. El anciano jefe permaneció sentado en silencio hasta que terminaron el relato.
—Debió de ser una gran hechicera —dijo—. Las espirales y las estrellas talladas en la entrada indican que se realizaron conjuros para mantener su espíritu atado a este lugar; los clavos le impedirían ver y oír en el mundo de los espíritus. Es muy posible que también le hayan clavado la lengua.
Sieben se levantó y comenzó a atarse la cuerda.
—¿Qué haces? —le preguntó Druss.
—Voy a bajar otra vez, vieja mula.
—¿Por qué? —preguntó Nuang. Pero en lugar de responder, Sieben comenzó a descolgarse por el borde.
Druss le sonrió mientras sujetaba la cuerda.
—Siempre un romántico, ¿eh, poeta?
—Limítate a alcanzarme la antorcha.
De nuevo en el interior de la celda, Sieben se arrodilló junto al cadáver, y se obligó a meter los dedos en las resecas cuencas de los ojos y a tirar de los clavos dorados, que salieron con facilidad, al igual que el de la oreja derecha. El de la izquierda se hallaba hundido profundamente, y el poeta tuvo que ayudarse con la punta de un puñal. Cuando abrió la boca del cadáver, la mandíbula se desprendió. Sieben se armó de valor y retiró el último clavo.
—No sé si tu espíritu ya está libre, señora —dijo en voz baja—. Espero que sea así.
Se disponía a levantarse, pero distinguió un brillante destello metálico entre los ajados pliegues del vestido de la mujer. Alargó la mano y cogió un objeto. Se trataba de un medallón circular ribeteado de oro. Lo sostuvo ante la luz de la antorcha y vio que en el centro, en la plata deslustrada, había un relieve que no alcanzó a identificar. Se lo guardó en el bolsillo, salió a la cornisa y le pidió a Druss que lo ayudara a subir.
De nuevo en el campamento, Sieben se sentó a la luz de la luna y limpió el medallón hasta devolverle el brillo. Druss se sentó a su lado.
—Veo que has encontrado un tesoro —dijo el hachero.
Sieben le tendió el medallón. En un lado estaba grabado el perfil de un hombre; en el otro, el de una mujer. En torno al rostro de la mujer había palabras escritas en un idioma que Sieben no supo reconocer. Druss examinó el objeto.
—Quizá sea una moneda; un rey y una reina —dijo—. ¿Crees que es la mujer de la celda?
Sieben se encogió de hombros.
—No tengo ni idea, Druss, pero fuese quien fuese, fue asesinada con una crueldad repugnante. ¿Te puedes imaginar lo que debió de ser para ella? La arrastraron a aquella tétrica celda, le arrancaron los ojos y la abandonaron allí, colgada de las cadenas y sangrando, mientras la muerte se la llevaba con una lentitud espantosa.
Druss le devolvió el medallón.
—Quizá se tratara de una bruja maligna que devoraba bebés. Quizá sufriera un castigo justo.
—¿Justo? No hay crimen para el que semejante castigo se pueda considerar justo. Si alguien es malvado, se le da muerte. Pero mira lo que le hicieron a ella. Quienquiera que fuese el responsable, se regodeó. Todo parecía planeado cuidadosamente, y ejecutado con meticulosidad.
—Bueno, poeta, tú has hecho lo que has podido.
—No ha sido gran cosa, ¿verdad? ¿Crees que he permitido que su espíritu pueda volver a ver, oír y hablar?
—Me gustaría creer que sí.
Niobe se acercó a los dos hombres y se sentó junto a Sieben.
—Estás muy tenso, po-e-ta. Creo que necesitas revolearte un poco. Sieben sonrió.
—Creo que tienes toda la razón —respondió. Se levantó, la cogió de la mano y se alejaron.
Más tarde, mientras Niobe dormía a su lado, Sieben se quedó sentado bajo la luz de la luna y pensó en la mujer encerrada en la tumba. Se preguntaba quién habría sido y qué crimen habría cometido. No cabía duda de que se trataba de una hechicera; sus asesinos habían llegado muy lejos y habían pagado un alto precio para destruirla.
Niobe se movió.
—¿No puedes dormir, po-e-ta?
—Estaba pensando en la mujer muerta.
—¿Por qué?
—No lo sé. Tuvo una muerte muy cruel; cegada, encadenada y abandonada en una cueva en el interior de un volcán. Fue algo salvaje y brutal. ¿Y por qué la trajeron a este lugar desolado? ¿Por qué escondieron el cadáver?
Niobe se sentó.
—¿Adonde va el sol cuando duerme? —preguntó—. ¿Desde dónde grita el viento? Te haces preguntas que no tienen respuesta.
Sieben sonrió y la besó.
—Así es como aumenta el conocimiento —le dijo—. La gente se hace preguntas para las que no hay una respuesta inmediata. El sol no se va a dormir, Niobe: es una gran bola de fuego que viaja por el cielo, y estamos sobre otra bola más pequeña que gira en torno a él. —La mujer lo miró con expresión de burla, pero no dijo nada—. Lo que intento decirte es que siempre hay respuestas, incluso cuando no las podemos ver directamente. La mujer de la cueva era rica y probablemente de alta cuna, una princesa o una reina. El medallón que he encontrado tiene dos rostros grabados, el de un hombre y el de una mujer. Los dos tienen rasgos nadir o chiatze.
—Enséñamelo.
Sieben sacó el medallón de la bolsa y lo depositó en la mano de la joven, que examinó los rostros a la intensa luz de la luna.
—Es muy hermosa, pero no es nadir.
—¿Cómo lo sabes?
—Por las palabras que hay escritas en el lon tsia. Están en chiatze. Ya había visto estos símbolos.
—¿Puedes leer lo que pone?
—No. —Le devolvió el medallón.
—¿Cómo lo has llamado? ¿Lon tsia?
—Sí. Es un regalo de compromiso. Y muy caro. En una boda se fabrican dos. La mujer lleva su lon tsia con el rostro de su esposo hacia dentro, mirando al corazón de ella. El hombre lleva el suyo al revés, y es la cabeza de ella la que mira hacia su corazón. Es una vieja costumbre chiatze, pero sólo se la pueden permitir los ricos.
—¿Qué sería del marido?
Niobe se acurrucó junto a él.
—Basta de preguntas, po-e-ta —susurró—. Quiero dormir.
Sieben se acostó; la joven le acarició el rostro, y después le pasó la mano por el pecho y el vientre.
—Yo creía que querías dormir.
—Siempre se duerme mejor después de hacer el amor.
A la tarde del siguiente día, el grupo alcanzó el último afloramiento rocoso que lo separaba de las estepas. Nuang envió por delante a varios exploradores, y el agua que quedaba fue repartida entre las mujeres y los niños. Druss, Nuang y el muchacho, Meng, treparon por las rocas y escrutaron la inhóspita y aparentemente desierta llanura. No había señales de enemigos.
Los exploradores regresaron una hora después e informaron de que los lanceros se habían marchado. Los jinetes habían seguido su rastro hasta una charca de agua, al fondo de un barranco; los lanceros habían bebido hasta agotarla y después la habían abandonado.
Nuang guió hasta la charca a su agotado grupo, y acamparon allí.
—Los gaiyín no tienen paciencia —le dijo a Druss mientras descansaban al borde del fango—. Esto es una poza de filtrado, pero dejaron que los caballos se metieran en ella. Si hubieran esperado y sacado el agua poco a poco, habrían tenido suficiente para todos los hombres y todos los animales. Pero tal como lo han hecho… ¡Ja! Los caballos apenas se habrán mojado la lengua, y estarán agotados a la puesta de sol.
Varias mujeres nadir comenzaron a excavar en el barro y en la grava que había debajo, y poco a poco despejaron la charca. Después se sentaron a esperar. Un rato después había empezado a rellenarse.
Nuang ordenó salir a otro grupo de exploradores, que volvió una hora antes del anochecer. Nuang habló con ellos y se acercó al lugar en el que Druss y Sieben estaban ensillando sus monturas.
—Los gaiyín se dirigen al noroeste. Mis hombres han visto levantarse una gran nube de polvo en aquella dirección. Se acercaron todo lo que se atrevieron y descubrieron un ejército acampado cerca de la frontera. ¿Por qué hay un ejército allí? ¿Qué busca?
Druss apoyó la mano en el hombro del anciano.
—Se dirigen al valle de las Lágrimas de Shul Sen. Pretenden saquear el santuario.
—¿Quieren los huesos de Oshikái? —dijo el anciano con incredulidad.
—¿Está muy lejos el santuario? —le preguntó Druss.
—Si tomas dos caballos de refresco y cabalgas día y noche hacia el noreste, verás la muralla en dos días —respondió Nuang—. Pero los gaiyín te pisarán los talones.
—Te deseo mucha suerte —dijo el hachero, tendiendo la mano. El nadir asintió y se la estrechó.
Sieben se acercó adonde estaba Niobe.
—Espero que volvamos a vernos, mi señora —le dijo.
—Nos veremos, o no nos veremos —respondió la mujer, y le dio la espalda.
Sieben regresó a su caballo y se encaramó en la silla de un salto. Druss montó en la yegua y, con otros dos caballos de las riendas, los dos hombres abandonaron el campamento.
Incluso antes de que Nosta Jan llegase al santuario, las noticias sobre los invasores gothir habían circulado por los cuatro campamentos. Un jinete de la tribu del Cuerno había llegado al galope; su montura estaba empapada de sudor. Corrió entre las tiendas y desmontó de un salto. Un cuerpo de caballería había atacado los poblados de la tribu, y los soldados habían matado a hombres, mujeres y niños. Miles de soldados más se dirigían al valle.
El jefe del grupo de la tribu del Cuerno, un guerrero de mediana edad llamado Bartsái, hizo llamar a los jefes de los otros tres grupos, y se reunieron en su tienda aquel mediodía: Lin Tse, de los Jinetes Celestiales; Quing Chin, de los Caballos Veloces, y Zun, el del cráneo rapado, el jefe guerrero de la tribu del Lobo Solitario. Guardaron silencio mientras el jinete les contaba lo que había descubierto: un ejército gothir avanzaba hacia allí, dando muerte a todos los nadir que encontraba en su camino.
—No tiene sentido —dijo Zun—. ¿Por qué han declarado la guerra a la tribu del Cuerno?
—¿Y por qué vienen al valle? —señaló Lin Tse.
—Quizá sea más importante decidir qué vamos a hacer —intervino Quing Chin—. Están a apenas dos días de camino.
—¿Hacer? —repitió Bartsái—. ¿Qué podemos hacer? ¿Ves algún ejército por aquí? Somos menos de ciento veinte hombres.
—Somos los guardianes del santuario —respondió Lin Tse—. El número no es importante. Aunque sólo fuésemos cuatro, nuestro deber es luchar.
—¡Habla por ti! —espetó Bartsái—. No tiene ningún sentido que nos sacrifiquemos. Si no hay guerreros, los gaiyín abandonarán el santuario. Aquí no hay nada, excepto los huesos de Oshikái. No hay tesoros ni botín. El santuario estará más seguro si nos marchamos.
—¡Bah! —maldijo Lin Tse—. ¿Qué se puede esperar de un cuerno cobarde?
Bartsái se levantó y echó mano a la faca que llevaba al cinto, y Lin Tse aferró la empuñadura de su sable, pero Quing Chin se interpuso entre ambos hombres.
—¡No! —gritó—. ¡Esto es una locura!
—No voy a tolerar que me insulten en mi propia tienda —gritó Bartsái, mirando con el ceño fruncido al jefe de los Jinetes Celestiales.
—Entonces no hables de huir —replicó Lin Tse, volviendo a encajar el sable en la funda.
—¿De qué otra cosa podemos hablar? —preguntó Zun—. No me hace ninguna gracia retirarme ante los gaiyín, pero tampoco quiero desperdiciar la vida de mis hombres. No aprecio a la tribu del Cuerno, pero Bartsái es un guerrero que ha luchado en numerosas batallas. No es ningún cobarde, y yo tampoco. Pero lo que dice es cierto: sea cual sea el motivo, los gaiyín intentan matar a todos los nadir que encuentran. Si no estamos aquí, se marcharán. Podemos hacer que nos sigan a las estepas, lejos del agua. Sus caballos morirán allí.
La lona de la entrada de la tienda se abrió, y entró un hombre. Era un viejo de piel arrugada, y llevaba un collar de falanges humanas.
—¿Quién eres? —preguntó Bartsái con recelo; el collar de huesos indicaba que el anciano era un chamán.
—Me llamo Nosta Jan. —Se acercó al grupo y se sentó entre Zun y Bartsái. Los dos hombres se movieron un poco para dejarle espacio—. Conocéis la amenaza que pende sobre vosotros —continuó—. Dos mil soldados gothir, guiados por Gargan el Asesino de Nadir, se acercan a este lugar sagrado. Lo que no sabéis es el porqué, y eso es lo que os voy a explicar. Vienen a destruir el santuario, a derribar los muros y a llevarse los huesos de Oshikái y reducirlos a polvo.
—¿Por qué? —preguntó Zun.
—¿Quién puede comprender los pensamientos de un gaiyín? —replicó Nosta Jan—. Nos tratan como a alimañas a las que pueden exterminar a su antojo. No me importan sus motivos; es suficiente con saber que se acercan.
—¿Qué aconsejas que hagamos, chamán? —preguntó Lin Tse.
—Debéis elegir a un jefe y resistir todo lo que podáis. El santuario no debe caer en manos de los gaiyín.
—¡Apestosos Ojos Redondos! —siseó Zun—. No les basta con darnos caza y matamos, ahora quieren profanar nuestro lugar sagrado. No pienso tolerarlo. La pregunta es: ¿quién de nosotros estará al mando? No deseo parecer presuntuoso, pero he combatido en treinta y siete batallas. Me ofrezco.
—Escuchadme —dijo Quing Chin en voz baja—. Respeto a todos los jefes reunidos aquí, y mis palabras no pretenden insultar a ninguno. De todos los aquí reunidos, sólo dos pueden dirigir la resistencia: Lin Tse y yo mismo. Ambos hemos sido entrenados por los gaiyín y sabemos cómo dirigen los asedios. Pero entre nosotros se encuentra un hombre que conoce las artes guerreras de los gaiyín mejor que nadie.
—¿Y quién es ese… héroe? —preguntó Bartsái.
Quing Chin se volvió hacia Lin Tse.
—Hubo un tiempo en que se llamó Okái. Ahora, su nombre es Talismán.
—¿Y creéis que nos llevará a la victoria? —dijo Zun—. ¿Contra un ejército que nos supera veinte a uno?
—Los Jinetes Celestiales lo seguirán —dijo de repente Lin Tse.
—Y los Caballos Veloces también —añadió Quing Chin.
—¿A qué tribu pertenece ese hombre? —preguntó Bartsái. Lin Tse le respondió:
—A la Cabeza de Lobo.
—Vamos a hablar con él. Quiero verlo con mis propios ojos antes de poner a mis hombres en sus manos —dijo Bartsái—. Entretanto, voy a despachar unos cuantos mensajeros. Hay varios poblados de la tribu del Cuerno cerca de aquí, y necesitaremos a todos los guerreros que podamos reunir.
Zhusái había pasado una mala noche; sueños extraños habían invadido su mente. Unos hombres la arrastraban a través de un paisaje de pesadilla y la encadenaban en una celda tétrica y oscura. La insultaban: «¡Bruja! ¡Zorra!». Le golpeaban la cara y el cuerpo.
Abrió los ojos; el corazón le latía desbocado a causa del miedo. Bajó de la cama de un salto y corrió hasta la ventana; la abrió y respiró ansiosamente el aire fresco de la noche. Demasiado asustada para volverse a dormir, salió al patio del santuario.
Talismán y Gorkái estaban allí, y Talismán se levantó al verla acercarse.
—¿Te encuentras bien, Zhusái? —le preguntó, sosteniéndola por un brazo—. Estás muy pálida.
—He tenido una pesadilla horrible, pero ya se está disipando. —Sonrió—. ¿Puedo sentarme con vosotros?
—Por supuesto.
Los tres hablaron de la búsqueda de los Ojos de Alcázar. Talismán había registrado meticulosamente el santuario, y había tanteado las paredes y los suelos en busca de compartimentos ocultos, pero no había hallado nada. Incluso había levantado la tapa del sarcófago, ayudado por Gorkái, y había examinado los huesos. No había nada que ver, excepto un Ion tsia de plata en el que estaban grabados los rostros de Oshikái y de Shul Sen. Talismán lo había vuelto a dejar entre los restos, y había vuelto a cerrar el ataúd.
—El espíritu de Oshikái me dijo que los Ojos estaban escondidos aquí, pero no sé dónde más buscar.
Zhusái se tendió al lado de los dos hombres, y el sueño la invadió…
Un hombre delgado de ojos brillantes acercó su rostro al de ella y le mordió el labio hasta hacerlo sangrar.
—Ahora morirás, bruja, y ya era hora.
La mujer le escupió en la cara.
—Entonces me reuniré con mi amado —contestó—, y no tendré que volver a ver jamás tu rostro despreciable.
El hombre la abofeteó salvajemente, una y otra vez. Después la agarró del pelo.
—No lo verás en una eternidad. —Abrió la mano y le mostró cinco clavos de oro—. Con estos clavos te sacaré los ojos y te perforaré los oídos. El último te lo clavaré en la lengua, y tu espíritu seguirá en mi poder a lo largo de las eras. Estarás sujeta a mi, como deberías haberlo estado en vida. ¿Quieres rogar mi perdón? Si te suelto, ¿te arrodillarás y me jurarás lealtad?
Zhusái deseaba responder que sí, pero la voz que salió de su boca no era la suya.
—¿Jurar lealtad a un gusano? No eres nada, Chakata. Se lo advertí a mi señor, pero no me escuchó. ¡Te maldigo, y mi maldición te perseguirá hasta que mueran las estrellas!
El hombre le echó la cabeza hacia atrás y levantó la mano; ella sintió cómo uno de los brillantes clavos se le hundía en un ojo…
Zhusái se despertó gritando de dolor. Talismán estaba sentado junto al lecho.
—¿Cómo he llegado aquí? —le preguntó.
—Te he traído yo. Empezaste a hablar en sueños, en chiatze. No entiendo ese idioma; tu voz sonaba increíblemente diferente.
—He vuelto a soñar, Talismán. Era todo tan real… Un hombre… Varios hombres me arrastraban hasta una celda oscura, y me sacaban los ojos. Ha sido espantoso. Me llamaban bruja y ramera. Habían… Creo que habían asesinado a mi esposo.
—Descansa —le aconsejó Talismán—. Estás muy alterada.
—Estoy alterada, sí —aceptó la joven—, pero… jamás he tenido un sueño como este. Los colores eran terriblemente nítidos, y…
Talismán le acarició la cabeza, y Zhusái, agotada, se quedó dormida de nuevo. Y aquella vez durmió sin soñar.
Cuando la joven se despertó estaba sola, y la luz del sol llenaba la estancia. En una mesilla, junto a la ventana, había una jarra de agua y una jofaina. Se levantó del estrecho camastro, se quitó la ropa, llenó de agua la jofaina, añadió tres gotas de perfume de un pequeño frasco y se limpió la cara y el cuerpo. Sacó de su equipaje una larga túnica de seda blanca, arrugada pero limpia, y se vistió. A continuación, lavó la túnica que había llevado el día anterior y la tendió en el alféizar de la ventana para que se secase. Abandonó descalza la habitación y bajó los escalones de madera que daban al patio.
Talismán estaba sentado, solo, desayunando pan y queso. En el otro extremo del patio, Gorkái cepillaba a los caballos. Zhusái se sentó junto a Talismán, y el hombre le llenó un cuenco de agua.
—¿Has vuelto a soñar? —le preguntó.
—No.
«Parece agotado —pensó la joven—. Y su mirada es tan desanimada…».
—¿Qué vas a hacer ahora? —dijo Zhusái.
—Sé… Creo… Los Ojos están aquí, pero ya no sé dónde buscar.
Cinco hombres atravesaron a caballo el portalón abierto. A Zhusái se le cayó el alma a los pies cuando reconoció a Nosta Jan; se levantó y se ocultó entre las sombras. Talismán se mantuvo impasible mientras los hombres se acercaban. El primero de ellos, un guerrero con la cabeza rapada que llevaba un aro de oro en una oreja, se detuvo ante él.
—Soy Zun, de la tribu del Lobo Solitario —dijo con voz grave y fría. Su cuerpo era enjuto y fuerte, y Zhusái sintió una punzada de miedo al mirarlo. Se mantenía firme ante Talismán con actitud desafiante—. Quing Chin, de los Caballos Veloces, dice que eres un jefe guerrero al que hemos de seguir. No me pareces un jefe guerrero.
Talismán se levantó y pasó junto a Zun, sin hacer caso del hombre. Se acercó a un guerrero alto de expresión solemne.
—Me alegro de volverte a verte, Lin Tse —dijo.
—Y yo de verte a ti, Okái. Los Dioses de la Piedra y el Agua nos han reunido aquí.
Un guerrero corpulento de mediana edad dio un paso al frente.
—Soy Bartsái, de la tribu del Cuerno. —Clavó una rodilla en tierra y extendió una mano con la palma hacia arriba—. Quing Chin nos ha hablado de ti, y hemos venido para ponemos a tus órdenes.
—No; aún no —espetó Zun—. Primero tiene que demostrar que lo merece.
—¿Para qué necesitáis un jefe de guerra? —preguntó Talismán, dirigiéndose a Lin Tse.
—Gargan se aproxima al frente de un ejército. Los gothir quieren destruir el santuario.
—Han atacado varios campamentos nadir —añadió Quing Chin.
Talismán se alejó del grupo y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas. Tres guerreros lo siguieron y se sentaron a su alrededor.
Zun dudó, pero acabó por reunirse con ellos. Gorkái cruzó el patio y permaneció de pie, con los brazos cruzados, detrás de Talismán.
—¿Cuántos hombres forman la fuerza gothir? —preguntó Talismán.
—Unos dos mil —dijo Nosta Jan—. Lanceros de caballería y soldados de infantería.
—¿Cuánto tardarán en llegar?
—Dos días. Quizá tres —respondió Bartsái.
—¿Y pretendéis luchar?
—¿Para qué íbamos a necesitar un jefe de guerra si no? —preguntó Zun.
Talismán miró directamente al hombre por primera vez.
—Dejemos una cosa clara, Zun del Lobo Solitario —dijo con voz tranquila—. En última instancia, el santuario es indefendible. Un ataque de dos mil hombres acabará por conquistarlo. No existe la más mínima posibilidad de victoria. En el mejor de los casos podremos resistir unos cuantos días, quizá una semana. Mira a tu alrededor: una de las murallas ya se ha derrumbado, y las puertas son inútiles. Todos los defensores morirán.
—Eso fue exactamente lo que dije —intervino Bartsái.
—Entonces, ¿sugieres que huyamos? —preguntó Zun.
—Por el momento no sugiero nada —dijo Talismán—. Estoy exponiendo la situación. ¿Queréis pelear?
—Así es —dijo Zun—. Este lugar es sagrado para todos los nadir; no podemos entregarlo sin plantar batalla.
Lin Tse intervino:
—Tú sabes cómo actúan los gothir, Okái. Sabes de qué modo atacarán. ¿Nos guiarás?
—Volved junto a vuestros guerreros. —Talismán se levantó—. Decidles que se reúnan aquí dentro de una hora. Hablaré con ellos.
Dejó a los hombres sentados, cruzó el patio y trepó al parapeto oriental. Confusos, los jefes se pusieron en pie y abandonaron el santuario. Nosta Jan siguió a Talismán.
Zhusái estaba junto a una pared, en silencio. Gorkái se le acercó.
—Creo que no viviremos para ver llegar al Unificador —dijo el hombre con amargura.
—Pero te vas a quedar —le respondió la joven.
—Soy un cabeza de lobo —respondió él, con orgullo en la voz—. Me quedaré.
En lo alto de la muralla, Nosta Jan se acercó a Talismán.
—No había previsto esto —dijo el chamán.
—No importa —respondió el guerrero—. Ganemos o perdamos, esto hará que el día del Unificador esté más cerca.
—¿Cómo es eso?
—Cuatro tribus van a pelear unidas. Mostrarán el camino que debemos seguir. Si tenemos éxito, los nadir sabrán que los gothir pueden ser derrotados. Si fracasamos, la profanación del santuario unirá a las tribus con cadenas de fuego.
—¿Hablas de éxito? Has dicho que todos moriremos.
—Hemos de estar listos para morir, pero existe una posibilidad, Nosta Jan. Los atacantes carecen de agua, de modo que hemos de proteger los muros e impedirles la entrada. Dos mil hombres necesitan casi seiscientos azumbres de agua al día; los caballos, el triple. Si no les dejamos proveerse de agua durante unos días, los caballos empezarán a morir de sed, y tras ellos, los hombres.
—Pero los gothir lo tendrán previsto —dijo Nosta Jan.
—Lo dudo. Esperarán tomar el santuario en menos de un día. Y aquí hay tres pozos.
—¿Podrás resistir con un centenar de hombres y guardar los pozos al mismo tiempo? —preguntó el chamán.
—No; necesitamos más guerreros. Pero vendrán.
—¿De dónde?
—Nos los enviarán los gothir —respondió Talismán.