Talismán entró en la tumba de Oshikái, el Terror de los Demonios, justo antes de la medianoche. Mientras Gorkái montaba guardia en el exterior, junto a la entrada, el guerrero nadir se movió sigilosamente y depositó cuatro bolsitas en el suelo, ante el ataúd. De una de ellas derramó un puñado de pólvora roja, y con el dedo índice trazó un círculo del tamaño de la palma de su mano. La pálida luz de la luna que entraba por la ventana abierta hacía su tarea más fácil. De otra bolsa extrajo tres largas hojas secas, las enrolló y se las metió en la boca, debajo de la lengua. Tenían un sabor amargo, y contuvo las arcadas. Se sacó una cajita de yesca del bolsillo del jubón del piel de cabra, prendió una llama y la acercó a la pólvora roja, que ardió de inmediato con una llamarada carmesí. Talismán aspiró el humo y se tragó el rollo de hojas.
El nadir se sintió mareado y a punto de desmayarse, y oyó, como si llegase desde muy lejos, una suave música seguida por un suspiro. Se le nubló la vista y se le aclaró de nuevo. En las paredes del santuario danzaban unas luces que lo hacían lagrimear. Se frotó los ojos con los dedos y volvió a mirar. Colgada de los ganchos de una pared relucía la armadura de Oshikái: la cota forjada con ciento diez placas de oro; el casco alado de hierro negro, adornado con runas plateadas, y la temible hacha, Kolmisái.
Talismán examinó cuidadosamente la estancia. Las paredes estaban adornadas con hermosos tapices que relataban acontecimientos de la vida de Oshikái: la caza del león negro, el saqueo de Chien Po, el vuelo sobre las montañas, la boda con Shul Sen… Aquel último en concreto era espectacular: mostraba una bandada de cuervos que llevaba a la novia al altar mientras Oshikái esperaba erguido, escoltado por dos demonios.
Talismán parpadeó y luchó por mantener la concentración frente a la oleada de drogas que corría por su sangre. De la tercera bolsa sacó un anillo de oro, y de la cuarta, una falange. Siguiendo las instrucciones de Nosta Jan, introdujo el hueso en el anillo y lo dejó frente a sí. Sacó el cuchillo, se hizo un corte en la palma de la mano izquierda e hizo que la sangre cayese sobre el dedo y el anillo.
—Señor de la Guerra, yo te invoco —dijo—. Requiero humildemente tu presencia.
No ocurrió nada al principio. Después, una fría brisa pareció recorrer la estancia, aunque no se movió ni una mota de polvo. Sobre el sarcófago empezó a concretarse una forma. La armadura dorada la cubrió, y el hacha flotó hasta depositarse en la mano derecha de aquella figura. Talismán contuvo la respiración mientras aquel espíritu descendía del ataúd y se sentaba frente a él con las piernas cruzadas. Oshikái era ancho de hombros, pero no tan imponente como Talismán se había figurado. Tenía el rostro plano y recio, y una nariz chata y ancha. Llevaba el cabello sujeto en una coleta, y era lampiño. Los ojos de color violeta brillaban llenos de energía, y el hombre irradiaba un aura de poderosa determinación.
—¿Quién llama a Oshikái? —preguntó la imagen translúcida.
—Yo; Talismán de los nadir.
—¿Tienes noticias de Shul Sen?
La pregunta había sido completamente inesperada, y Talismán titubeó.
—Yo… No sé nada de ella, mi señor, más que historias y leyendas. Hay quien dice que murió poco después que vos; otros, que cruzó los mares hasta llegar a un mundo sin oscuridad.
—He buscado en los Valles del Espíritu, en las Llanuras de los Condenados, en los Campos de los Héroes, en los Salones de los Poderosos. He recorrido el Vacío durante mucho tiempo, sin vacilación. No he podido hallarla.
—He venido, mi señor, para convertir vuestros sueños en realidad —dijo Talismán, como Nosta Jan le había indicado. Oshikái pareció no oírlo—. Los nadir tienen que unirse —prosiguió el guerrero—. Para ello hemos de encontrar a nuestro cabecilla de ojos violeta, pero no sabemos dónde buscar.
El espíritu de Oshikái miró a Talismán y suspiró.
—Lo encontraréis cuando los Ojos de Alcázar se devuelvan al lugar al que pertenecen. La magia recorrerá la tierra y él será revelado.
—Busco los Ojos, mi señor —replicó Talismán—. Se dice que fueron escondidos aquí. ¿Es cierto?
—Sí, es cierto, Talismán de los nadir. Pero no es tu destino encontrarlos.
—Entonces ¿quién ha de hallarlos?
—Un extranjero. No puedo decirte nada más.
—Y… El Unificador, mi señor. ¿Podéis decirme su nombre?
—Ulric. Ahora debo partir; he de continuar mi búsqueda.
—¿Por qué esa búsqueda, mi señor? ¿No existe el paraíso para vos?
El espíritu lo miró fijamente.
—¿Qué paraíso puede existir sin Shul Sen? Puedo soportar la muerte, pero no estar separado de ella. La encontraré aunque me lleve una docena de eternidades. Que tu camino sea venturoso, Talismán de los nadir.
El espíritu desapareció antes de que Talismán pudiera añadir nada más. El joven nadir se puso en pie, vacilante, y fue hasta la entrada.
Gorkái esperaba bajo la luz de la luna.
—¿Qué ha ocurrido? Te oía hablar, pero nadie respondía.
—Oshikái ha acudido, pero no ha podido ayudarme. Es un alma en pena que busca a su esposa.
—La bruja, Shul Sen. Dicen que fue quemada viva; sus cenizas, esparcidas a los cuatro vientos, y su espíritu, destruido mediante la hechicería.
—Nunca he oído esa historia —dijo Talismán—. A mí me contaron la de que cruzó el mar hasta llegar a una tierra en la que no se pone el sol, y que allí vivirá para siempre, con la esperanza de que Oshikái la encuentre.
—Es una historia más agradable que la mía —admitió Gorkái—, y las dos explican por qué no puede encontrarla el Señor de la Guerra. ¿Qué hacemos ahora?
—Veremos qué nos depara el alba —respondió Talismán.
Se dirigió a los aposentos que Gorkái había dispuesto para ellos. Había treinta pequeñas habitaciones en el edificio principal, construidas para los peregrinos. Zhusái había extendido sus mantas en el suelo, junto a la ventana, y fingió estar dormida cuando Talismán entró. El guerrero no se acercó a ella, sino que cogió una silla, se sentó y contempló las estrellas por la ventana. Incapaz de soportar el silencio, la joven habló.
—¿No ha acudido el espíritu? —preguntó.
—Sí, se ha presentado. —Talismán le relató la historia de la búsqueda de Shul Sen, y las dos leyendas relacionadas con la muerte de la mujer.
Zhusái se sentó y se envolvió con una manta.
—Hay más historias sobre Shul Sen. También se dice que fue arrojada a un precipicio de las Montañas de la Luna; que se suicidó; que se convirtió en árbol. Cada tribu tiene una historia diferente. Pero es triste que él no pueda encontrarla.
—Es más que triste —dijo Talismán—. Oshikái dice que para él no existirá el paraíso sin ella.
—Es conmovedor pero, al fin y al cabo, él era chiatze, y somos un pueblo que comprende la sensibilidad.
—He comprobado a menudo que la gente que presume de su sensibilidad se refiere a menudo a sus propias necesidades, y es bastante indiferente a las ajenas. Pero no estoy de humor para discutir.
Cogió una manta, se acostó junto a la joven y se quedó dormido. Sus sueños, como ocurría siempre, estuvieron llenos de dolor.
El látigo abría profundas heridas en su espalda, pero no gritó. Era un nadir. No importaba cuán intenso fuera el dolor; nunca mostraría su sufrimiento ante aquellos gaiyín, aquellos extranjeros de ojos redondos. Había sido obligado a fabricar el látigo él mismo; a atar apretadamente el cuero en torno al mango de madera, y después cortarlo en tiras estrechas rematadas por pequeñas bolas de plomo. Okái contó los golpes, hasta el número prescrito de quince. Cuando el último latigazo cruzó su espalda sanguinolenta, se permitió dejarse caer hacia delante y apoyarse en la estaca. Entonces se oyó la voz de Gargan:
—Dadle otros cinco.
—Es más de lo que permiten las normas, mi señor —dijo Premián—. Ha recibido el máximo número de golpes que se permite dar a un cadete.
Okái no podía creer que Premián hablase en su defensa. El cadete encargado de la disciplina había dejado muy claro el desprecio que sentía hacia los muchachos nadir.
Gargan volvió a hablar:
—Las normas están hechas para los seres humanos, Premián, no para la escoria nadir. Como ves, no parece muy molesto. No ha dejado escapar ni un gemido. Si no siente los golpes, no hay que preocuparse. ¡Cinco más!
—No puedo obedeceros, mi señor.
—Haré que te degraden, Premián. No esperaba esto de ti.
—Ni yo de vos, señor Gargan. —Okái oyó el sonido del látigo al caer al suelo—. Si este joven recibe un solo latigazo más, informaré de este incidente a mi padre, en palacio. Quince golpes ya son más que suficiente para una falta. Veinte serían una salvajada.
—¡Silencio! —estalló Gargan—. Una palabra más, y recibirás el mismo castigo y serás expulsado de la academia. No pienso tolerar insubordinaciones. ¡Tú! —dijo, señalando a otro muchacho al que Okái no alcanzaba a ver—. Cinco latigazos más, por favor.
Okái oyó el roce del látigo al levantarse del suelo e intentó reunir fuerzas. Al recibir el primer golpe se dio cuenta de que Premián se había estado conteniendo. Quien fuese el que había ocupado su lugar, descargaba el látigo con furia. Al tercer golpe no pudo evitar un gemido, que lo hizo avergonzarse más que el castigo recibido. Mordió con fuerza la tira de cuero y no volvió a gemir. La sangre le corría por la espalda y empapaba la cintura de las calzas. Tras el quinto latigazo, el silencio cubrió la sala. Gargan lo rompió.
—Y ahora, Premián, puedes ir a escribir a tu padre. ¡Soltad a este montón de mierda!
Tres muchachos nadir acudieron a la carrera y desataron las cuerdas que sujetaban a Okái. Mientras se derrumbaba en sus brazos, Okái volvió la cabeza para ver quién había manejado el látigo. Se trataba de Dalsh Chin, un miembro de la tribu de los Caballos Veloces.
Sus amigos llevaron a Okái a la enfermería, donde un auxiliar aplicó un bálsamo en la espalda del muchacho y le dio tres puntos en un corte más profundo que tenía en el hombro. Dalsh Chin entró y se detuvo ante él.
—Te has portado bien, Okái —dijo en el idioma nadir—. Mi corazón se llena de orgullo.
—¿Por qué me has obligado a gemir delante del gaiyín?
—Porque si no hubieras hecho ruido, habría ordenado cinco latigazos más. Y después otros cinco. Era una prueba de fuerza de voluntad; una prueba que te habría matado.
—¡Dejad de hablar en ese asqueroso idioma! —dijo el auxiliar—. ¡Va en contra de las normas y no pienso tolerarlo!
Dalsh Chin asintió; después tendió la mano y la apoyó en la cabeza de Okái.
—Eres valiente, joven —dijo en la lengua del sur, y se volvió y salió de la estancia.
—¡Veinte latigazos por defenderte! —dijo Zhen Shi, el mejor amigo de Okái—. No es justo.
—No se puede esperar justicia de los gaiyín —replicó Okái—. Sólo dolor.
—Han dejado de meterse conmigo —dijo Zhen Shi—. Quizá nos vaya mejor de ahora en adelante.
Okái no respondió. Sabía que habían dejado de atacar a Zhen Shi porque hacía recados para los mayores, les limpiaba las botas, se inclinaba y se humillaba, y actuaba como un esclavo. Cuando se burlaban de él, sonreía y sacudía la cabeza. Era una situación que entristecía a Okái, pero no podía hacer gran cosa: cada hombre tiene que hacer sus propias elecciones. La de Okái había sido resistir a toda costa y, a la vez, intentar aprender todo lo que pudieran enseñarle. Zhen Shi no tenía la fuerza necesaria para actuar así; era débil, e increíblemente delicado para ser un nadir.
Tras un breve descanso en la enfermería, Okái fue caminando sin ayuda hasta la habitación que compartía con Lin Tse, un miembro de la tribu de los Jinetes Celestiales bastante más alto que la mayoría de los jóvenes nadir. Tenía el rostro cuadrado y los ojos apenas rasgados. Se rumoreaba que tenía sangre gaiyín, pero nadie osaría decírselo a la cara: Lin Tse tenía muy mal genio y no olvidaba las ofensas. Se levantó cuando entró Okái.
—Te he traído de comer y de beber, Okái —dijo—, y miel de montaña para las heridas de la espalda.
—Te lo agradezco, hermano —respondió Okái con formalidad.
—Nuestras tribus están en guerra —replicó Lin Tse—, así que no podemos ser hermanos, pero respeto tu valor. —Hizo una reverencia y volvió a sus estudios.
Okái se tumbó boca abajo en el jergón e intentó apartar de su mente el ardiente dolor que fluía desde su lacerada espalda.
—Nuestras tribus están en guerra ahora —dijo—, pero un día seremos hermanos, y los nadir caeremos sobre estos gaiyín y los borraremos de la faz de la tierra.
—Que así sea —respondió Lin Tse—. Tienes un examen mañana, ¿no?
—Sí. El papel de la caballería en las campañas punitivas.
—De acuerdo. Te preguntaré sobre el tema; te ayudará a olvidar el dolor.
Talismán despertó poco antes del amanecer. Zhusái seguía dormida cuando él se levantó y abandonó la habitación. En el patio, el sacerdote nadir ciego estaba sacando agua del pozo. A la débil luz que precedía el amanecer parecía más joven, y su semblante pálido estaba sereno.
—Espero que hayas dormido bien, Talismán —le dijo cuando lo vio acercarse.
—Lo suficiente.
—¿Sigues teniendo los mismos sueños?
—Mis sueños son asunto mío, anciano, y si deseas vivir para terminar de escribir tu historia no deberías olvidarlo.
El sacerdote dejó el balde y se sentó en el borde del pozo. Sus ojos opalinos reflejaban la luz de la luna.
—Los sueños nunca son secretos, Talismán, por mucho que uno intente mantenerlos ocultos. Son como los remordimientos: siempre intentan salir a la luz y darse a conocer. Y su significado va más allá de nuestro entendimiento, ya lo verás. Aquí, en este lugar, se cerrará el círculo.
El sacerdote llevó el balde a una mesa cercana y, con un cazo de cobre, se dedicó a llenar botijos de barro que fue colgando con cuerdas delgadas en las vigas del porche de la entrada. Talismán se acercó a la mesa y se sentó.
—¿De qué tratan las historias que escribes? —preguntó.
—De los chiatze y los nadir, sobre todo. He acabado fascinado por la vida de Oshikái. ¿Conoces el origen de la palabra nadir?
Talismán se encogió de hombros.
—En la lengua del sur significa «el lugar de la mayor desesperación».
—En el idioma chiatze quiere decir «el cruce de caminos de la muerte» —dijo el sacerdote—. Cuando Oshikái guió a su gente fuera de las tierra de Chiatze, un gran ejército fue tras ellos con la intención de exterminar a lo que consideraban una hueste de rebeldes. Oshikái se enfrentó a los chiatze en la llanura de Chu Chien, y los derrotó, pero se acercaban otros dos ejércitos, y Oshikái tuvo que guiar a los suyos a través de las Montañas de Hielo. Centenares de ellos murieron; muchos otros perdieron dedos, manos y pies a causa de la congelación. Cuando al fin cruzaron los pasos helados se encontraron con el terrible desierto de sal que se extendía al otro lado. Su desesperación fue abrumadora.
»Oshikái convocó a sus consejeros. Les explicó que eran un pueblo nacido en la penuria y el peligro, y que habían alcanzado su nadir. En aquel momento cambió el nombre de los suyos. Después se dirigió a la muchedumbre y le dijo que Shul Sen la guiaría hasta el agua, a una tierra prometida que los aguardaba al otro lado del desierto de sal.
Habló de un sueño en el que los nadir prosperaban y se extendían desde el mar resplandeciente hasta las cumbres cubiertas de nieve. Entonces recitó los versos que todos los chiquillos nadir aprenden cuando aún maman de la leche de sus madres:
»Nadir somos; recién nacidos empuñamos el hacha, escribimos con sangre, la victoria aguarda.
—¿Qué fue de Shul Sen? —preguntó Talismán.
El sacerdote sonrió, volvió a dejar el balde y se sentó en la mesa.
—Hay muchos relatos; algunos son muy enrevesados; otros, absurdos; otros están cargados de tanto simbolismo místico que acaban por no tener sentido. La verdad, me temo, es más vulgar. Creo que los enemigos de Oshikái la capturaron y la mataron.
—De haber ocurrido así, él la habría encontrado.
—¿Quién la habría encontrado?
—Oshikái. Su espíritu la ha estado buscando durante siglos, pero no ha logrado dar con ella. ¿Por qué?
—No lo sé —reconoció el sacerdote—, pero pensaré en ello. ¿Cómo sabes eso?
—Sencillamente, acepta mi palabra de que lo sé.
—Los nadir somos gente muy reservada, a la vez que curiosa —dijo el sacerdote sonriendo—. Volveré a mis estudios y meditaré sobre lo que me has preguntado.
—Has dicho que podías observar las muchas sendas del futuro —dijo Talismán—. ¿Por qué no puedes seguir la única senda que lleva al pasado y ver lo que ocurrió?
—Buena pregunta, joven. Y la respuesta es sencilla: un historiador ha de ser objetivo. Todo aquel que presencia un acontecimiento importante se crea automáticamente una visión subjetiva, porque se ve afectado. Es cierto: podría viajar hacia el pasado y observar, pero prefiero no hacerlo.
—Tu argumento tiene un fallo, sacerdote. Si un historiador no puede presenciar los acontecimientos, ha de confiar en el testimonio de aquellos que los presenciaron. Y estos, según tus propias palabras, sólo pueden dar un punto de vista subjetivo.
El sacerdote se echó a reír y aplaudió.
—¡Ah, hijo mío! Si tuviésemos más tiempo para charlar… Podríamos debatir sobre el oculto círculo de engaños que es la búsqueda del altruismo, o de la ausencia de pruebas que demuestren que no existe un ser supremo. —Su sonrisa desapareció—. Pero no tenemos tiempo.
El sacerdote llevó el balde junto al pozo y se marchó. Talismán se recostó y contempló el majestuoso espectáculo de la salida de sol al otro lado de las montañas orientales.
Quing Chin salió de la tienda y se detuvo, al sol. Era un hombre alto, de ojos hundidos y expresión seria. Se dedicó a disfrutar de la calidez del sol en su rostro. Había dormido sin soñar, y se había despertado descansado y dispuesto a paladear el dulce sabor de la venganza. Su furia del día anterior había sido sustituida por una fría determinación. Sus hombres estaban cerca, sentados en círculo. Quing Chin elevó sus poderosos brazos por encima de la cabeza y estiró lentamente los músculos de la espalda. Chi Da, su amigo, se levantó y le llevó la espada.
—Está afilada, compañero —dijo—, y lista para sajar la carne del enemigo.
Los otros seis hombres sentados en círculo se levantaron. Ninguno de ellos era más alto que Quing Chin.
El hermano de sangre de Shanqui, el guerrero al que había matado el adalid de los Jinetes Celestiales, se acercó a Quing Chin.
—El alma de Shanqui espera su venganza —dijo, usando la expresión formal.
—Le enviaré a un criado que atienda sus necesidades —respondió Quing Chin de igual modo.
Un joven guerrero se acercó a los dos hombres, llevando de las riendas un caballo de pelaje manchado. Quing Chin tomó las riendas y montó. Chi Da le tendió la larga lanza adornada con dos mechones de crines oscuras, que indicaba que su poseedor era un guerrero veterano de la tribu de los Caballos Veloces, y le pasó un yelmo negro de madera lacada, ribeteado de piel. Quing Chin se echó hacia atrás la larga cabellera y se puso el yelmo. A continuación espoleó a su montura y se alejó del campamento, bordeando las murallas blancas del santuario de Oshikái.
Ya había movimiento en el campamento de los jinetes celestiales. Los hombres encendían hogueras para preparar el desayuno cuando llegó Quing Chin cabalgando entre las tiendas. No les prestó atención y dirigió a su montura hacia la más alejada de las dieciocho tiendas. En la entrada había una pica clavada en el suelo, y la cabeza de Shanqui coronaba el extremo del arma. La sangre había resbalado hasta llegar al suelo, y el rostro muerto lucía un color grisáceo.
—¡Sal! —gritó Quing Chin.
La lona que cubría la entrada de la tienda se apartó, y apareció un guerrero rechoncho. Sin hacer caso de Quing Chin, se desató las calzas y vació la vejiga. Después levantó la vista hacia la cabeza cortada.
—¿Has venido a contemplar mi árbol? —preguntó—. Mira, ya está floreciendo.
La mayoría de los jinetes celestiales se había reunido en torno a los dos hombres, y todos se echaron a reír. Quing Chin esperó hasta que cesó el sonido de las risas, y habló en tono frío y severo:
—Es perfecto. Sólo un árbol de los jinetes celestiales podría dar frutos podridos.
—¡Ja! De este árbol colgará un fruto fresco hoy. Es una lástima que no vayas a ser capaz de admirarlo.
—Oh, lo admiraré. De hecho, lo colgaré yo mismo. Y basta ya de charla; te espero en campo abierto, donde el aire no apesta con el hedor de este campamento.
Quing Chin tiró de las riendas e hizo galopar a su caballo hacia el norte, a unos doscientos pasos. Los veintiocho guerreros de la tribu de los Caballos Veloces ya se habían reunido allí, y esperaban en silencio, sobre sus monturas. Poco después, los treinta miembros de los Jinetes Celestiales se acercaron y formaron una línea frente a Quing Chin y sus hombres.
El guerrero rechoncho se adelantó, empuñando su lanza, y a continuación giró hacia la derecha y avanzó unos cincuenta pasos al galope antes de tirar fuertemente de las riendas. Quing Chin hizo avanzar a su montura entre las líneas formadas por los guerreros de las dos tribus, y después le hizo dar media vuelta y alzó la lanza. El guerrero rechoncho apuntó con su lanza, espoleó a su caballo y cargó contra Quing Chin. El jefe de los caballos veloces permaneció inmóvil mientras su rival se acercaba más y más.
En el último instante, Quing Chin dio un tirón a las riendas y gritó una orden. Su caballo tensó los músculos y dio un salto hacia la derecha. Al mismo tiempo, Quing Chin pasó la lanza por encima de la cabeza del caballo y la apuntó hacia la izquierda, con la intención de clavarla en el vientre de su contrincante, pero el jinete celestial había tirado de las riendas con más rapidez de la que esperaba Quing Chin, y la lanza se hundió en el cuello del caballo, que trastabilló y cayó, arrancando la lanza de las manos de Quing Chin. El jinete celestial salió volando por los aires y aterrizó pesadamente sobre la espalda. Quing Chin desmontó rápidamente y corrió hacia él, desenvainando la espada, pero su adversario se puso de pie, aún atontado por la caída, y consiguió desenvainar su propia espada y detener el primer golpe. Quing Chin avanzó y le dio una patada en la rodilla desprotegida, que lo hizo saltar hacia atrás y casi caer de nuevo. Quing Chin fue tras él y descargó un violento tajo que le rasgó el jubón y le abrió un profundo corte en la mejilla izquierda, haciendo que saltase un chorro de sangre.
El jinete celestial gritó de dolor y contraatacó. Quing Chin bloqueó un tajo dirigido a su vientre, giró sobre un talón y estrelló el codo izquierdo contra el rostro cubierto de sangre de su rival, que cayó de nuevo, pero logró levantarse antes de que Quing Chin se acercase. Era rápido, y lanzó una estocada relampagueante hacia el rostro de Quing Chin. El alto guerrero la esquivó inclinándose, no sin recibir un corte en un lóbulo, y respondió con un golpe dirigido al cuello de su enemigo. Dio demasiado bajo, y la hoja abrió una herida en el hombro izquierdo del jinete celestial. El guerrero rechoncho volvió a tambalearse, pero consiguió detener la siguiente estocada dirigida a su cuello.
Los dos guerreros se movieron en círculos, cautelosamente, cada uno de ellos sintiendo cómo crecía el respeto por su rival. Quing Chin estaba sorprendido por la velocidad del jinete celestial, que sangraba por las heridas de la cara y el hombro, y sabía que su situación era desesperada.
Quing Chin amagó un ataque al cuello. La espada del jinete celestial se alzó para bloquearlo, pero la velocidad lo traicionó. La parada fue demasiado rápida; Quing Chin había desviado el arma y consiguió clavársela en el pecho, pero no se adentró más de un par de dedos; en el momento del impacto, el jinete había saltado hacia atrás y se había alejado.
El jinete celestial cayó, rodó y se levantó torpemente.
—Eres muy bueno —dijo—. Será un honor para mí colgar tu cabeza en mi árbol.
El brazo izquierdo del hombre colgaba, inútil, mientras la sangre corría por él y goteaba en el suelo. En aquel instante, Quing Chin sintió un leve arrepentimiento. Shanqui era un joven arrogante y fanfarrón que había desafiado a aquel guerrero y había muerto por ello. Y ahora, tal como imponía la costumbre nadir, Quing Chin enviaría el alma de aquel hombre a servir a Shanqui durante toda la eternidad. Suspiró.
—El honor es mío —dijo—. Eres un guerrero entre guerreros. Te saludo, jinete celestial.
El hombre asintió…, y cargó. Quing Chin esquivó la desesperada estocada y hundió la espada en el vientre de su contrincante, en un golpe ascendente que le llegó hasta el corazón. El jinete celestial cayó hacia Quing Chin, y su cabeza quedó apoyada en el hombro del guerrero, mientras se le aflojaban las rodillas. Quing Chin detuvo la caída y lo recostó con suavidad. Con un estremecimiento, contempló cómo moría el jinete celestial.
Había llegado el momento. Quing Chin se arrodilló ante el cadáver y desenvainó el cuchillo. Las dos líneas de jinetes esperaban, pero Quing Chin se puso en pie.
—No tomaré los ojos de este hombre —dijo—. Que sus compañeros preparen el cadáver para el entierro.
Chi Da desmontó y corrió hacia él.
—¡Debes hacerlo, hermano! ¡Shanqui debe tener esos ojos en la mano, o no tendrá sirviente en el Más Allá!
Uno de los jinetes celestiales hizo avanzar a su caballo y desmontó junto a Quing Chin.
—Has luchado bien, Dalsh Chin —dijo.
El caballo veloz se volvió al oír su nombre de la infancia y escrutó los apenados ojos del jinete celestial. Lin Tse no había cambiado mucho en los dos años que habían transcurrido desde que abandonaron la academia de Bodacas. Ahora tenía los hombros más anchos y se había rapado la cabeza, con excepción de un mechón de pelo oscuro en la coronilla.
—Me alegro de verte de nuevo, Lin Tse —dijo Quing Chin—. Es una lástima que sea en estas circunstancias.
—Hablas como un gothir —dijo Lin Tse—. Mañana iré a tu campamento, y cuando te haya matado te sacaré los ojos y se los entregaré a mi hermano. Serás su sirviente hasta que las estrellas se conviertan en polvo.
De nuevo en su tienda, Quing Chin se quitó el jubón manchado de sangre y se arrodilló. En los dos años transcurridos desde que abandonó la academia de Bodacas había luchado por recuperar sus raíces nadir, consciente de que los suyos lo consideraban contaminado en cierto modo por los años que había pasado en Gothir. Él lo negaba incluso ante sí mismo, pero aquel día había descubierto que tenían razón.
Oyó a sus jinetes regresar con la cabeza de Shanqui, pero permaneció en la tienda sumido en lúgubres pensamientos. Los rituales de duelo y venganza variaban según la tribu, pero los principios eran los mismos. Si hubiera sacado los ojos al jinete celestial y los hubiera colocado en la mano muerta de Shanqui, el espíritu del jinete habría quedado ligado a Shanqui por toda la eternidad. Según sus creencias, el jinete celestial permanecería ciego en el Vacío, excepto cuando Shanqui le permitiera utilizar sus ojos, lo que le garantizaría su obediencia. Pero Quing Chin había quebrantado el ritual. ¿Y para qué? Al día siguiente tendría que volver a pelear. Y si ganaba, sería desafiado por otro guerrero.
Chi Da entró en la tienda y se agachó frente a él.
—Has luchado con valor —le dijo—. Ha sido un buen combate. Pero mañana deberás tomar los ojos de tu rival.
—Los ojos de Lin Tse —susurró Quing Chin—. ¿Los ojos de alguien que fue mi amigo? No puedo.
—¿Qué te ocurre, hermano? ¡Son enemigos nuestros!
Quing Chin se levantó.
—Voy al santuario. Tengo que pensar.
Dejó a Chi Da, pasó bajo la lona de la entrada y salió al sol. El cadáver de Shanqui, envuelto en pieles, se encontraba a unos pasos de la tienda. Le habían dejado la mano derecha al aire, con los dedos abiertos. Quing Chin montó en su caballo manchado y cabalgó hacia el santuario.
«¿Cómo han envenenado mi espíritu nadir? —se preguntó—. ¿Fue con los libros? ¿Los manuscritos? ¿Las pinturas? ¿Quizá fueron los estudios sobre moral? ¿O las interminables charlas sobre filosofía? ¿Cómo puedo saberlo?».
Las puertas estaban abiertas. Quing Chin entró y desmontó. Dejó su caballo a la sombra y caminó hacia el santuario.
—Los haremos sufrir, como sufrió Zhen Shi —dijo una voz.
Quing Chin se detuvo en seco y se giró lentamente hacia el que hablaba.
Talismán surgió de las sombras y se acercó al alto guerrero.
—Me alegro de verte de nuevo, amigo mío —dijo.
Quing Chin guardó silencio durante un instante, y después estrechó la mano de Talismán.
—Mi corazón se llena de alegría, Okái. ¿Cómo te van las cosas?
—Más o menos bien. Ven, comparte conmigo el pan y el agua.
Los dos hombres se sentaron bajo un sombrajo de madera. Talismán cogió una jarra, llenó de agua fresca dos tazas de barro y le pasó una a Quing Chin.
—¿Qué ha ocurrido en el combate de esta mañana? —preguntó—. Había demasiada polvareda, y no alcanzaba a ver nada desde la muralla. —Un jinete celestial ha muerto— respondió Quing Chin.
—¿Cuándo acabará esta locura? —dijo Talismán con tristeza—. ¿Cuándo abriremos los ojos y veremos al auténtico enemigo?
—No lo bastante pronto, Okái. Mañana tendré que luchar de nuevo. —Su mirada se cruzó con la de Talismán—, contra Lin Tse.
Lin Tse estaba sentado en una roca y afilaba su espada. Su rostro permanecía impasible, ocultando su ira. De todos los hombres del mundo, el último al que desearía matar era a Dalsh Chin, pero aquel era su destino, y un hombre de verdad no se quejaba cuando los Dioses de la Piedra y el Agua le retorcían el cuchillo en la herida.
La piedra de afilar corría por el filo del sable, y Lin Tse imaginaba la hoja de acero cortando la garganta de Dalsh Chin. Maldijo en voz baja, se levantó y se estiró.
Al final del periodo de instrucción sólo quedaban cuatro jenízaros en la academia: él, Dalsh Chin; el miserable de Zhen Shi, de la tribu del Mono Verde, y aquel tipo tan extraño de la tribu Cabeza de Lobo, Okái. De los demás, algunos habían huido; otros habían fracasado lamentablemente en las pruebas, para delicia de Gargan, el señor de Larness. Uno de ellos había sido ahorcado por matar a un oficial. Otro se había suicidado. El experimento, tal como había deseado el señor de Larness, había sido un fracaso. Aun así, para disgusto del general gothir, cuatro jóvenes nadir habían superado las pruebas. Uno de ellos, Okái, había superado a todos los demás estudiantes; incluso a Argo, el hijo del general.
Lin Tse envainó el arma y fue a dar un paseo por la estepa. Sus pensamientos se volvieron hacia Zhen Shi, el de la mirada asustadiza y la sonrisa nerviosa. Insultado y maltratado, había acabado por rondar servilmente a los cadetes gothir, especialmente a Argo, al que servía como si friera su esclavo, y que le había puesto el apodo de Mono Sonriente. Lin Tse despreciaba al joven por su cobardía. Zhen Shi lucía escasas cicatrices, pues era todo aquello que a los jóvenes gothir les habían enseñado a esperar de un bárbaro: un ser servil e inferior a las razas civilizadas.
Pero había cometido un error que le había costado la vida. Al final del último año, en las pruebas, había obtenido calificaciones más altas que cualquier otro, a excepción de Okái. Lin Tse aún recordaba la expresión del rostro de Zhen Shi cuando se anunciaron los resultados. Al principio, su alegría fue patente, pero entonces, al observar a Argo y al resto de los gothir, la comprensión de lo peligroso de su situación cayó sobre sus hombros. El Mono Sonriente los había superado a todos. Ya no volvería a ser un objeto de escarnio y desprecio; se había convertido en un objeto de odio. El pequeño Zhen Shi se encogió más aún ante aquellas miradas malévolas.
Aquella misma noche, Zhen Shi había sido arrojado desde el tejado. Su cuerpo se hizo pulpa contra el empedrado cubierto de nieve.
Fue en pleno invierno. La noche era gélida y desapacible, y el hielo se condensaba en el interior del cristal de las ventanas.
Zhen Shi estaba cubierto sólo con un taparrabos. Lin Tse lo había oído gritar en su caída, se había asomado a la ventana y había visto el charco de sangre que se extendía y teñía la nieve bajo aquel cuerpo retorcido. Okái y él acudieron a la carrera, junto a docenas de muchachos más, y se detuvieron frente al cadáver. El cuerpo desnudo revelaba las rojas marcas del látigo en la espalda, las nalgas y los muslos. Las muñecas también estaban cubiertas de sangre.
—Estaba atado —dijo Lin Tse. Okái no respondió. Estaba observando el tejado del que Zhen Shi había caído. Las habitaciones de aquella planta estaban reservadas a los cadetes veteranos procedentes de familias nobles, y la ventana más cercana era la de Argo. Lin Tse siguió la mirada de Okái. El rubio hijo de Gargan estaba asomado a la ventana y contemplaba la escena del patio con desinterés.
—¿Has visto lo que ha pasado, Argo? —gritó alguien.
—Ese mono ha intentado subir al tejado. Creo que estaba borracho. —Argo volvió a su habitación y cerró la ventana de un golpe.
Okái se volvió hacia Lin Tse, y los dos muchachos regresaron a su habitación. Dalsh Chin los esperaba. Los tres se agacharon y hablaron en nadir, en voz baja.
—Argo mandó llamar a Zhen Shi hará unas tres horas —había susurrado Dalsh Chin.
—Ha sido atado y golpeado —había dicho Okái—. Zhen Shi no era capaz de soportar el dolor, así que lo amordazarían también; de lo contrario lo habríamos oído gritar. Habrá una investigación.
—Y llegarán a la conclusión —había replicado Lin Tse— de que el Mono Sonriente bebió demasiado para celebrar su éxito y se acabó cayendo del tejado. Será una saludable lección sobre la incapacidad de los bárbaros para tolerar el alcohol.
—Así es, amigo mío —había dicho Okái—. Pero los haremos sufrir, como sufrió Zhen Shi.
—Es un pensamiento agradable —repuso Lin Tse—. ¿Cómo nos las apañaremos para que se cumpla tal milagro?
Okái había permanecido en silencio durante unos instantes. Lin Tse nunca olvidaría lo que ocurrió a continuación. El tono de voz de Okái bajó más aún:
—Los trabajos de reconstrucción de la torre norte no han finalizado todavía. Los obreros no volverán hasta dentro de tres días. Está desierta. Mañana por la noche esperaremos a que todos duerman; entonces iremos allí y prepararemos nuestra venganza.
Gargan, el señor de Larness, se quitó el casco e inspiró una bocanada del cálido aire del desierto. El sol golpeaba con fuerza y formaba calima sobre las estepas. Gargan giró sobre la silla y observó la columna de soldados que lo seguía. Mil lanceros, ochocientos infantes de la Guardia Real y doscientos arqueros avanzaban lentamente, en fila, entre la nube de polvo que se alzaba a su alrededor. Gargan tiró de las riendas y cabalgó a lo largo de la columna, dejando atrás los carros que transportaban agua y provisiones. Se le unieron dos guardias, y los tres jinetes cabalgaron hasta la cima de un cerro. Gargan tiró de las riendas y se detuvieron. Desde allí estudiaron el paisaje que los rodeaba.
—Acamparemos al pie de aquellas colinas —dijo Gargan, señalando unos cerros rocosos que se alzaban varias millas al este—. Hay unos cuantos estanques de roca.
—Así se hará, mi señor —respondió Marlham, un oficial de carrera de cabello y barba canosos, cercano a la edad de retirarse.
—Envía exploradores —ordenó Gargan—. Que maten a cualquier nadir que descubran.
—Sí, mi señor.
Gargan se volvió al otro guardia, un joven apuesto de ojos azules.
—Premián, toma cuatro compañías y da una batida por la llanura. No tomes prisioneros. Todos los nadir que encuentres han de ser considerados enemigos. ¿Entendido?
—Sí, señor Gargan. —El joven no había aprendido aún a evitar que sus sentimientos se trasluciesen en su expresión.
—He hecho que te transfieran a este cuerpo —dijo Gargan—. ¿Sabes por qué?
—No, señor Gargan.
—Porque eres blando, chico —espetó el general—. Lo supe cuando estábamos en la academia. Tu acero, si es que hay algo de acero en ti, está sin forjar, pero eso cambiará durante esta campaña. Tengo la intención de anegar las estepas con sangre nadir.
Gargan espoleó a su semental y descendió la ladera al galope.
—Ten cuidado, chico —dijo Marlham—. Ese hombre te odia.
—Es un animal —dijo Premián—. Feroz y malvado.
—Estoy de acuerdo —aceptó Marlham—. Siempre fue un hombre cruel. Pero cuando desapareció su hijo… Aquello lo cambió. No ha sido el mismo desde entonces. Tú andabas cerca en aquella época, ¿no es cierto?
—Sí. Fue un feo asunto —respondió Premián—. Se iba a realizar una investigación sobre la muerte de un cadete que cayó desde la ventana de Argo, pero la noche anterior a los interrogatorios, Argo desapareció. Lo buscamos por todas partes. Faltaban sus ropas y una tienda de campaña individual. Al principio creímos que tenía miedo de verse envuelto en la muerte del otro cadete, pero la idea era ridícula; Gargan lo habría protegido.
—¿Qué crees que ocurrió?
—Algo muy desagradable —respondió Premián.
El joven tiró de las riendas y regresó a la retaguardia de la columna, donde ordenó a sus guardias que se le unieran a él. Rápidamente les comunicó las nuevas órdenes. Los doscientos hombres a su cargo recibieron la noticia con agrado, ya que significaba no seguir tragando el polvo que levantaba la columna.
Mientras sus hombres se aprovisionaban, Premián se descubrió pensando en los últimos días en la academia, en aquel verano de dos años antes. Del contingente nadir original, tan sólo Okái seguía allí; sus dos camaradas habían sido enviados de vuelta a sus tribus después de que fracasaran en la más difícil de las penúltimas pruebas. Aquel fracaso había preocupado a Premián, pues había estudiado con ellos y sabía muy bien que dominaban las materias evaluadas tan bien o mejor que él mismo, que había sacado buenas notas. Sólo permaneció Okái; un estudiante tan brillante que era imposible que fracasara, aunque hasta él aprobó por los pelos.
Premián había comunicado sus preocupaciones al mejor y más veterano de los instructores, un antiguo oficial llamado Fanlon. Por la noche, en el despacho del anciano, le había dicho a Fanlon que creía que los otros muchachos habían sido expulsados injustamente.
—Hablamos a menudo de honor —había dicho Fanlon con tristeza—, pero en realidad las existencias son más bien escasas. Siempre ha sido así. No se me ha permitido participar en la evaluación de sus pruebas; el señor de Larness y dos de sus compinches las marcaron. Pero me temo que tienes razón, Premián. Dalsh Chin y Lin Tse eran más que capaces de aprobar.
—Se ha permitido que Okái apruebe. ¿Por qué?
—Es excepcional. Pero no le permitirán que se gradúe; encontrarán una forma de echarlo.
—¿No podemos ayudarlo de algún modo?
—Contéstame antes a una pregunta, Premián: ¿Por qué tendrías que ayudarlo? No sois amigos.
—Mi padre me enseñó a odiar las injusticias —había respondido Premián—. ¿No es suficiente?
—Lo es, de hecho. Está bien, te ayudaré.
El día de la última prueba, antes de entrar en la sala de exámenes, se entregó a cada uno de los cadetes un disco numerado extraído de una bolsa de terciopelo negro sostenida por el jefe de cadetes, un joven larguirucho llamado Yashin. Cada disco estaba envuelto en un papel, para evitar que el jefe de cadetes pudiera ver el número. Se trataba de una costumbre destinada a garantizar que ningún cadete recibiría un trato preferente; cada cual se limitaría a escribir el número escrito en el disco al principio de su examen. Al acabar, los jueces recogerían los escritos y los sellarían.
En la fila de cadetes, Premián estaba justo detrás de Okái, y se había dado cuenta de que Yashin tenía el puño cerrado cuando lo introdujo en la bolsa, antes de sacar el disco correspondiente al nadir. El joven gothir había seguido a Okái a la sala de exámenes, llena de filas de mesas.
El examen había durado tres horas y constó de dos partes. La primera consistía en establecer la logística y la estrategia necesarias para abastecer a un ejército invasor de veinte mil soldados en una campaña al otro lado del mar de Ventria; la segunda, en redactar una carta de sugerencias para el comandante en jefe de tal expedición, analizando los peligros que podrían presentarse durante la invasión de Ventria.
Al acabar, Premián se encontraba agotado, pero estaba seguro de que había realizado un buen examen. Las preguntas estaban basadas en una campaña real que había tenido lugar doscientos años antes, dirigida por Bodacas, el legendario general gothir que daba nombre a la academia. Por suerte, Premián había estudiado hacía poco tiempo aquella campaña.
Mientras los cadetes salían, Premián había visto entrar en la sala al general Gargan y al resto de los jueces. Esquivó la mirada al general y fue en busca de Fanlon. El anciano instructor sirvió al cadete una copa de vino aguado, y ambos se quedaron sentados en silencio junto a una ventana desde la que se divisaba la bahía.
La tarde fue pasando hasta que, por fin, sonó la campana de la torre. Premián se unió a los demás estudiantes que corrían hacia la sala principal para oír el resultado.
Gargan y los decanos habían subido al estrado alzado en el extremo sur de la gran sala que ocupaban los doscientos cadetes. En aquella ocasión, Premián miró directamente al general, que se había puesto la armadura completa distintiva de su rango: la coraza dorada y la capa blanca de oficial de la Guardia Real. Tras él, ordenados sobre bancos de madera, se disponían docenas de sables relucientes. Cuando los cadetes ocuparon sus puestos, Gargan caminó hasta la parte delantera del estrado.
La voz del general resonó en la sala:
—Ciento cuarenta y seis cadetes han superado la prueba final y recibirán sus sables —había dicho—. Treinta y seis han fracasado y abandonarán este honorable lugar bajo el peso de la vergüenza que su indolencia ha causado. Como es tradición, comenzaremos con los aprobados y seguiremos hasta llegar al cadete que obtuvo la máxima puntuación. Acercaos cuando se lea el número de vuestro disco.
Uno tras otro, los cadetes se fueron adelantando, entregaron sus discos, recibieron sus sables, hicieron una reverencia a los decanos y se dirigieron al fondo de la sala, donde se iban situando en filas.
Fueron seguidos por los estudiantes meritorios. Premián no estaba entre ellos, y tampoco Okái. Premián tenía la boca seca. Se había colocado cerca del estrado y miraba fijamente a Gargan.
—Por último —había dicho el general—, llegamos al estudiante de honor; la flor y nata de la academia. Un hombre cuyas habilidades en el arte de la guerra servirán para perpetuar la gloria de Gothir.
Se había vuelto y había cogido el último sable del estante. La hoja de acero plateado relucía. La empuñadura estaba adornada con remaches de oro.
—Acércate, número diecisiete.
Okái salió de las filas de estudiantes y subió por los escalones de madera del estrado mientras un murmullo recorría la sala. Premián observó el rostro del general. Gargan tenía los ojos muy abiertos, y el joven gothir vio cómo le temblaba la mandíbula. El general permaneció en silencio, observando con odio indisimulado al joven nadir.
—Ha habido un error —dijo finalmente—. ¡No puede ser! ¡Buscad su examen!
El silencio cubrió la sala mientras el jefe de cadetes bajaba corriendo del estrado. Pasaban los minutos, y nadie era capaz de moverse ni hablar. El jefe de cadetes regresó y tendió un fajo de hojas a Gargan, que lo cogió y se dedicó a estudiarlo meticulosamente. Fanlon se acercó.
—No se puede dudar de quién es esta letra, señor Gargan —dijo en voz baja—. Es el examen de Okái, y veo que lleva vuestro propio sello. No hay posibilidad de error.
Gargan parpadeó. Okái se había adelantado con la mano extendida. Gargan lo miró y bajó la vista al sable que sostenía en sus manos temblorosas. De repente, le arrojó el sable a Fanlon.
—¡Dáselo tú! —siseó, y se marchó.
El anciano instructor sonrió a Okái.
—Mereces este honor, joven —dijo, haciendo que su voz resonase por toda la sala—. Durante cinco años has soportado lo indecible, y has sido tratado dura y cruelmente. Por lo que pueda valer, y espero que sirva de algo, tienes mi respeto y mi admiración. Espero que cuando te marches de aquí te lleves algún recuerdo agradable. ¿Deseas dirigir unas palabras a tus compañeros?
Okái asintió, dio un paso al frente, se irguió y observó a los cadetes reunidos.
—He aprendido mucho aquí —dijo—. Un día haré buen uso de estos conocimientos.
Sin decir una palabra más, bajó del estrado y abandonó la sala.
Fanlon bajó del estrado y se acercó a Premián.
—Hablaré en tu favor y haré que tu examen sea reevaluado.
—Gracias, señor. Por todo. Teníais razón en cuando a los discos. Vi que Yashin tenía el puño cerrado cuando metió la mano en la bolsa; ya tenía preparado un disco para Okái.
—Yashin tendrá graves problemas —había dicho Fanlon—. Gargan no es indulgente.
Aquel mismo día, Premián había sido convocado al despacho de Gargan. El general vestía aún la armadura y estaba pálido.
—Siéntate, muchacho —le ordenó. Premián obedeció—. Voy a hacerte una pregunta, y confío por tu honor en que me respondas la verdad.
—Sí, señor —respondió Premián, con el corazón en un puño.
—¿Okái es amigo tuyo?
—No, señor. Casi nunca hemos hablado, y no tenemos nada en común. ¿Por qué lo preguntáis, señor?
Durante un instante que pareció eterno, Gargan se quedó observándolo. Después suspiró.
—No importa. Ha sido un duro golpe para mí ver que se llevaba el sable. Sin embargo, eso no es nada que te interese. Te he hecho llamar porque se ha producido un error con los sellos. Has aprobado con honores.
—Os lo agradezco, señor. Cómo… ¿Cómo ha podido ocurrir?
—Ha sido una lamentable confusión. Te ruego que aceptes mis disculpas.
—Por supuesto, señor. Gracias, señor.
Premián salió del despacho y regresó a su habitación. A medianoche lo despertaron unos golpes en la puerta; se levantó y descorrió el pestillo. En el pasillo estaba Okái, completamente preparado para emprender viaje.
—¿Te marchas? Pero la entrega de premios es mañana.
—Ya tengo mi sable —había respondido Okái—. He venido a darte las gracias. Creía que el honor gothir era un cuento. Estaba equivocado.
—Has sufrido mucho aquí, Okái, pero has triunfado y te admiro por ello. ¿Adonde irás?
—Volveré a mi tribu.
Premián tendió la mano, y Okái se la estrechó. Cuando el nadir comenzaba a alejarse, Premián lo detuvo.
—¿Te importa que te haga una pregunta?
—En absoluto.
—Cuando estábamos en el entierro de tu amigo, Zhen Shi, abriste el ataúd y le pusiste un pequeño paquete en la mano. Estaba manchado de sangre. Muchas veces me he preguntado qué sería. ¿Es algún ritual nadir?
—En efecto —respondió Okái—. Le entregué un sirviente para el Más Allá.
Y tras decir aquello, se había marchado.
Tres días más tarde, ante las quejas continuas sobre el mal olor que llegaba de detrás de una pared de la nueva sección construida junto a la torre norte, los obreros extrajeron varios bloques de piedra. Tras ellos apareció un cadáver putrefacto al que le habían arrancado los ojos.