Los disturbios duraron tres días: comenzaron en los barrios bajos y se extendieron con rapidez. Se requirió la ayuda de tropas estacionadas en los alrededores, y la caballería cargó contra la turbamulta. Los cadáveres se amontonaron, y al finalizar el tercer día, el número de muertos ascendía a más de cuatrocientos. Los heridos fueron varios centenares más.
Los Juegos fueron suspendidos durante las algaradas y se aconsejó a los atletas que no saliesen a las calles. La zona de los alojamientos permaneció vigilada por soldados.
Mientras caía la noche, Druss observaba con expresión sombría, desde una ventana de la planta superior, las llamas que se alzaban sobre los edificios incendiados del barrio oeste.
—Es una locura —le dijo a Sieben cuando este se le unió.
—Majon me ha dicho que han atrapado al ballestero. Ha sido descuartizado.
—Eso no ha frenado la matanza. ¿Por qué, Sieben?
—Tú lo has dicho: locura. Locura y codicia. Casi todos habían apostado por Klay y se sienten traicionados. Tres casas de apuestas han ardido hasta los cimientos.
En el exterior, un escuadrón de caballería avanzaba al trote por la ancha avenida, dirigiéndose hacia la zona de los disturbios.
—¿Se sabe algo de Klay? —preguntó Druss.
—Aún nada, pero Majon me ha dicho que varios de los médicos son amigos suyos. Klay es un hombre rico, Druss; puede costearse los mejores cuidados.
—Yo habría muerto allí —dijo Druss en voz baja—. Un cuchillo venía directo hacia mis ojos, y yo no podría haber hecho nada. Su mano se movió como un rayo, poeta. Nunca he visto nada igual: atrapó el cuchillo en pleno vuelo. —Druss meneó la cabeza—. Aún no puedo creerlo. Y un instante después, la flecha de un cobarde lo derribó. No volverá a caminar, Sieben.
—No puedes asegurarlo, vieja mula. No eres médico.
—Sé que la columna vertebral se le ha partido en dos. He visto esa herida decenas de veces; no existe forma de curarla. No sin… —Druss guardó silencio.
—¿No sin qué?
Druss se apartó de la ventana.
—Un chamán nadir vino a verme justo antes del combate. Me habló de unas joyas mágicas capaces de curar cualquier herida.
—¿Intentó venderte también un mapa de una legendaria mina de diamantes? —preguntó Sieben, sonriendo.
—Voy a salir. Tengo que ver a Klay.
—¿Ahí fuera? ¿A ese caos? Vamos, Druss, espera hasta que sea de día. —Druss negó con la cabeza—. Pues llévate un arma —rogó Sieben—. La turba está sedienta de sangre.
—Entonces será mejor que se aparte de mi camino —gruñó Druss—, o derramaré suficiente para que se ahoguen todos.
Los alrededores estaban desiertos, y las puertas, abiertas. Druss se detuvo y contempló la estatua rota que yacía en el césped. Parecía como si le hubieran aplastado las piernas a golpes de mazo. El cuello estaba roto, y la cabeza, entre la hierba, observaba con sus ciegos ojos de piedra al guerrero de barba negra que permanecía de pie en la entrada.
Druss echó una ojeada a sus alrededores. Los arriates de flores habían sido arrancados, y el césped que rodeaba la estatua estaba pisoteado. El hachero caminó hasta la puerta delantera, que estaba abierta. Ningún criado salió a recibirlo mientras avanzó por la zona de entrenamiento. No se oía ningún sonido. No había luchadores en los círculos de arena, ni murmullo de agua en las fuentes. Apareció un anciano con un balde; era el criado que había atendido al chiquillo días antes.
—¿Dónde está todo el mundo? —le preguntó Druss.
—Se han ido. Todos se han ido.
—¿Y Klay?
—¡Lo han llevado a un hospicio del barrio sur, esa escoria bastarda!
Druss regresó al edificio principal. El mobiliario había sido destrozado; habían arrancado las cortinas de todas las ventanas. Un tajo cortaba por la mitad un retrato de Klay, y el lugar apestaba a orines. Druss meneó la cabeza, asombrado.
—¿Por qué han hecho esto? ¡Creía que todos lo apreciaban!
El anciano dejó el balde, enderezó un sillón y se dejó caer en él.
—¡Oh, sí! Todos apreciaban a Klay. Hasta que se le rompió la espalda. Desde entonces lo odian. Mucha gente había apostado por él los ahorros de toda la vida. Se comentó que se había visto envuelto en una riña de bar y que todas las apuestas habían sido anuladas. Se quedaron sin dinero y se volvieron contra él. ¡Se volvieron contra él como bestias! Después de todo lo que había ganado para ellos… Hecho por ellos. ¿Sabes? —dijo, levantando la mirada; el anciano rostro estaba retorcido por la ira—. El hospicio al que lo han llevado fue construido con los donativos de Klay. Muchos de los que han venido lanzando improperios son personas a las que Klay ayudó en el pasado. Ingratos. Pero el peor de todos ha sido Shonan.
—¿El entrenador de Klay?
—¡Bah! —maldijo el anciano—. ¿Entrenador? ¿Ayudante? ¿Propietario? Llámalo como quieras, pero yo lo llamo parásito chupasangres. Klay se ha ido, y sus riquezas también. Shonan dice que esta mansión le pertenece. Klay, por lo visto, no poseía nada. ¿Te lo puedes creer? El muy bastardo ni siquiera ha querido pagar el carromato que llevó a Klay al hospicio. Klay habría muerto aquí, arruinado. —El anciano rió con amargura—. Poco antes era el héroe de Gothir, amado por todos, adulado por todos. Ahora es pobre, está solo y no tiene amigos. Por los dioses, eso da que pensar, ¿eh?
—Te tiene a ti —dijo Druss—. Y a mí.
—¿A ti? Eres el luchador de Drenai y apenas lo conoces.
—Lo conozco, y eso basta. ¿Puedes llevarme junto a él?
—Sí, y encantado. Aquí no tengo nada más que hacer. Recogeré mis cosas y me reuniré contigo en la entrada de la mansión.
Druss salió al jardín delantero. Una docena de luchadores cruzaba la entrada de la valla, y el sonido de las risas hizo crecer la furia del hachero. En el centro del grupo caminaba un hombre con la cabeza rapada que lucía un torque de oro con gemas incrustadas. Se detuvieron junto a la estatua, y Druss oyó hablar a uno de los jóvenes.
—Por Shemak, esta monstruosidad costó tres mil raks. Ahora es sólo escombros.
—Lo que se fue, se fue —dijo el hombre del torque de oro.
—¿Qué vas a hacer ahora, Shonan? —preguntó otro joven.
El entrenador se encogió de hombros.
—Encontraré otro luchador. Será difícil, de todas formas, hallar a alguien tan dotado como Klay, eso es cierto.
El anciano apareció junto a Druss.
—¿No resulta conmovedora tanta pena? Klay los patrocinaba a todos. ¿Ves al rubio? Klay pagó todas sus deudas de juego hace menos de una semana. Unos mil raks. ¡Y así se lo agradece!
—Hatajo de desgraciados —masculló Druss.
Echó a andar a través del césped y se acercó a Shonan. El hombre sonrió.
—Cómo caen los poderosos —dijo, señalando a la estatua.
—Y los no tan poderosos —replicó Druss. El puño del hachero se estrelló contra el rostro del hombre y lo catapultó hacia atrás. Varios atletas hicieron ademán de adelantarse, pero Druss los miró y se detuvieron en seco. Se apartaron, moviéndose lentamente, mientras Druss se acercaba al caído Shonen, que había perdido los dientes delanteros y tenía la mandíbula colgando, floja. Druss le arrancó el torque de oro y se lo lanzó al anciano.
—Esto pagará un par de facturas del hospicio —dijo.
—Así es —asintió el anciano.
Los atletas aún estaban agrupados. Druss señaló al joven rubio.
—Tú, ven aquí.
El hombre parpadeó nerviosamente, pero se acercó.
—Cuando este montón de mierda se despierte, le dirás que Druss se encontrará con él de nuevo. Le dirás que espero que vele por Klay; que espero que el luchador vuelva a su casa, con sus criados y con dinero suficiente para pagarlos. De lo contrario, volveré y lo mataré. Y después te buscaré a ti y te arrancaré del cráneo esa cara bonita. ¿Lo has entendido? —El joven asintió, y Druss se volvió hacia los demás—. Y de vosotros también me acordaré, gusanos. Si me entero de que Klay necesita algo y no lo tiene, iré a por todos vosotros. No os equivoquéis: si Klay sufre un solo desprecio más, moriréis todos. Soy Druss, y esto es una promesa.
Druss se alejó del grupo. El anciano lo siguió.
—Me llamo Carmol —dijo sonriendo—, y me alegro de volver a verte.
Los dos hombres atravesaron la ciudad arrasada por los disturbios. De vez en cuando se encontraban con cadáveres en las aceras, y el viento les llevaba el olor de los edificios quemados.
El hospicio se hallaba en el centro del barrio más pobre de la ciudad; sus paredes encaladas contrastaban con la de las construcciones miserables que lo rodeaban. Los tumultos habían comenzado cerca de aquel lugar, pero en los días siguientes se habían desplazado. Un anciano sacerdote los guió hasta la habitación de Klay, pequeña y limpia, en la cual había un sencillo catre junto a la ventana. Klay estaba durmiendo cuando entraron, y el sacerdote llevó un par de sillas para los visitantes. El luchador se despertó cuando Druss se sentó junto al lecho.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó el drenai.
—He tenido días mejores —respondió Klay, forzando una sonrisa. Tenía el semblante pálido por debajo del bronceado, los ojos hundidos y los párpados amoratados.
Druss sostuvo la mano del luchador.
—Un chamán nadir me habló de un lugar al este, en el cual se encuentran unas joyas mágicas capaces de curar cualquier herida. Partiré mañana. Si existen, las encontraré y las traeré. ¿Me has comprendido?
—Sí —dijo Klay con desánimo—. ¡Joyas mágicas que me curarán!
—No pierdas la esperanza —dijo Druss.
—La esperanza no es nada que ofrezcan aquí, amigo mío. Esto es un hospicio y aquí se viene a morir. El edificio está lleno de gente que espera la muerte, algunos con tumores, otros con los pulmones podridos, otros con enfermedades que no tienen nombre. Hay maridos, esposas, hijos. Si esas joyas existen, hay otros que las merecen más que yo, pero te agradezco tus palabras.
—No son sólo palabras, Klay. Partiré mañana. Prométeme que lucharás por mantenerte con vida hasta que regrese.
—Siempre he luchado, Druss. Ese es mi talento. ¿Al este, has dicho? Aquello es territorio nadir. Está lleno de bandoleros, ladrones y asesinos. No te conviene tropezarte con ellos.
Druss rió entre dientes.
—Créeme, compañero: a ellos no les conviene tropezarse conmigo.
Garen Tsen contempló el cadáver del embalsamador. La muerte le había congelado el rostro en un rictus, en mitad de un grito, con los ojos muy abiertos y la mirada fija. La sangre había dejado de manar de una multitud de heridas, y los dedos rotos habían dejado de temblar.
—Este ha sido duro —dijo el torturador.
Garen Tsen no le prestó atención. La información que le habían sacado al embalsamador distaba mucho de ser completa; había conseguido mantener algo oculto hasta el final. Garen Tsen examinó el rostro muerto.
«Sabías exactamente dónde estaban», pensó. Tras muchos años de investigación, Chorin Tsu había logrado encajar las piezas que determinaban la ruta seguida por el chamán renegado que robó los Ojos de Alcázar. A él lo habían encontrado en su escondrijo de las Montañas de la Luna, y lo habían ejecutado allí, pero no se encontró rastro alguno de los Ojos. El chamán podía haberlos escondido en cualquier sitio, pero una serie de incidentes indicaba que podrían estar ocultos en la tumba de Oshikái, el Terror de los Demonios, o en sus inmediaciones. Se decía que en aquel lugar se habían producido curaciones milagrosas; ciegos que habían recuperado la vista y tullidos que habían vuelto a caminar. Por sí mismos, aquellos milagros no significaban nada. Las tumbas de héroes y profetas solían generar historias de aquel tipo, y un chiatze como Garen Tsen comprendía la naturaleza de la ceguera y la parálisis histérica. A pesar de ello, no dejaba de ser la única pista sobre el paradero de las joyas. Sin embargo, el problema era que la tumba había sido registrada al menos en tres ocasiones, sin encontrar rastro de joyas ocultas.
—Ocúpate del cadáver —le ordenó al torturador, que asintió. La universidad pagaba cinco monedas de oro por cada cadáver reciente, aunque aquel se hallaba en tan mal estado que probablemente no le darían más de tres.
El visir chiatze levantó el dobladillo de su larga túnica de terciopelo y salió de la sala de torturas. «¿Estoy intentando atrapar hojas arrastradas por el viento? —se preguntó—. ¿Puedo enviar tropas al valle de Shul Sen y tener alguna garantía de éxito?». Ya de regreso en sus aposentos, apartó el problema de su mente y se concentró en los informes del día. Una reunión secreta en la residencia del senador Borvan; una crítica al Rey Dios escuchada en una taberna de la calle de la Anguila; una reyerta en la mansión de Klay, el luchador. El nombre de Druss captó su atención, y recordó al temible luchador drenai. Siguió leyendo informes y tomando notas. El nombre de Druss apareció de nuevo: aquella mañana había visitado a Klay en el hospicio. Garen Tsen parpadeó mientras sus ojos recorrían la menuda caligrafía. «El sujeto ha mencionado ciertas joyas sanadoras, que buscará para ayudar al luchador…».
Garen Tsen cogió una campanilla de plata y la hizo sonar dos veces. Un criado acudió e hizo una reverencia.
Una hora más tarde, el informador estaba de pie, inquieto, ante la mesa de Garen Tsen.
—Cuéntame todo lo que hayas oído. Hasta la última palabra. No omitas nada —ordenó Garen Tsen.
El hombre obedeció. Cuando acabó, el chiatze lo despidió, se acercó a la ventana y contempló los tejados y las torres. Un chamán nadir había hablado a Druss de las joyas, y el drenai se dirigía al este. El valle de las Lágrimas de Shul Sen se hallaba al este. La hija de Chorin Tsu cabalgaba hacia el este junto a Talismán, el guerrero nadir.
Garen Tsen hizo sonar de nuevo la campanilla.
—Preséntate ante Larness —ordenó al criado— y dile que venga a verme hoy mismo. Que tenga preparada una orden de captura del luchador drenai, Druss.
—Sí, mi señor. ¿De qué se le debe acusar?
—De agresión a un ciudadano gothir, con el resultado de la muerte de este.
El criado se mostró confundido.
—Pero, mi señor, Shonan no, ha muerto. Sólo ha perdido unos cuantos dientes. —Garen Tsen clavó la mirada en el rostro del criado, que enrojeció—. Me encargaré de ello, mi señor. Disculpadme.
El regateo había llegado al punto culminante, y Sieben, el poeta, se dispuso a entrar a matar. El tratante de caballos había pasado de la amabilidad al desinterés cortés, y luego, a la irritación, y entonces mostraba una impresionante ira fingida.
—Probablemente no parece ser más que un caballo para vos —dijo el tratante, palmeando el costado del pinto—, pero para mí Ganael es como un miembro de la familia. Adoramos a este caballo. Su padre fue un campeón, y su madre era tan veloz como el viento del este. Es valeroso y leal, y me insultáis al ofrecer el precio que se paga normalmente por un vulgar jamelgo tambaleante.
Sieben adoptó una expresión seria y sostuvo la mirada del hombre.
—No estoy en desacuerdo con vuestra descripción de esta… montura. Y si tuviera cinco años menos, estaría dispuesto a desprenderme de un poco más de plata. Pero este caballo no vale más que lo que he ofrecido.
—Entonces, la negociación se acaba aquí —espetó el tratante—. Muchos nobles de Gulgothir estarían dispuestos a pagar el doble de lo que os pido, y sólo os estoy ofreciendo este precio especial porque me caéis bien, y porque me doy cuenta de que a Ganael también le agradáis.
Sieben echó otra ojeada al pinto y lo miró directamente a los ojos.
—Parece tener mal genio —dijo.
—Tiene mucho carácter —replicó el tratante—. Al igual que yo, no aguanta bien las bromas. Pero es audaz y fuerte. Vais a cabalgar por las estepas. Por los dioses, hombre, necesitaréis una montura capaz de dejar atrás a los caballos montaraces de los nadir.
—Treinta monedas son demasiado. Ganael puede ser fuerte, pero ya empieza a estar viejo.
—Tonterías. No tiene más de nueve… —Mientras el tratante de caballos hablaba, Sieben alzó una ceja con escepticismo—. Bien, quizá esté más cerca de los diez o los once; aun así, será capaz de trabajar durante varios años más. Tiene las patas robustas, y no tiene ninguna tara en los cascos. Además, le pondré herraduras nuevas antes de que vayáis a las estepas. ¿Qué os parece?
—Me parecerá estupendo… Por veintidós monedas de plata.
—Por los dioses, hombre, ¿habéis venido a insultarme? ¿Os levantasteis esta mañana y pensasteis: «Hoy pasaré el día intentando que un honrado hombre de negocios de Gothir tenga un ataque»? Veintisiete.
—Veinticinco. Y añadid la yegua vieja de la cuadra del fondo y dos sillas de montar.
El tratante giró en redondo.
—¿La yegua? ¿Añadirla? ¿Intentáis llevarme a la ruina? Esa yegua tiene un excelente historial. Es…
—Es como un miembro de la familia —interrumpió Sieben con una sonrisa—. También puedo ver que es fuerte, pero lo que es más importante, que es vieja y tranquila. Mi compañero de viaje no es jinete, y creo que será lo mejor para él. No la podréis vender, salvo como comida para la cárcel o para hacer pegamento, y en esos casos no pagan más de media moneda de plata.
La expresión del tratante se suavizó, y el hombre se acarició la barba puntiaguda.
—Da la casualidad de que tengo dos viejas sillas… De excelente artesanía; y van equipadas con alforjas y cantimploras. Pero no puedo venderlas por menos de una moneda de plata cada una. Veintisiete y cerramos el trato. Hace demasiado calor para seguir regateando.
—Hecho —aceptó Sieben—. Pero quiero que herréis a los dos caballos, y que me sean entregados dentro de tres horas. —El poeta sacó del bolsillo dos monedas de plata y se las dio al hombre—. Os entregaré el resto cuando los reciba.
Tras dejar su dirección al tratante, Sieben caminó hasta la cercana plaza del mercado. Se hallaba casi desierta, como un mudo testimonio de las algaradas que habían tenido lugar en ella la noche anterior. Una ramera salió de un portal ennegrecido por el humo y se le acercó.
—¿Buscáis placeres, mi señor? —le preguntó. Sieben la observó; el rostro de la mujer era joven y agradable, pero la expresión de sus ojos era de hastío y vacuidad.
—¿Cuánto?
—Para un noble como vos, mi señor, un cuarto de plata. A menos que deseéis una cama; en ese caso será media moneda.
—¿Y a cambio de eso me complacerás?
—Os proporcionaré horas de placer —prometió.
Sieben cogió la mano de la mujer y vio que tenía los dedos limpios. También estaba limpio el vestido barato que llevaba.
—Guíame —dijo.
El poeta regresó a su alojamiento dos horas más tarde. Majon estaba sentado junto a la ventana, preparando el discurso que pronunciaría al día siguiente, en el funeral real. Cuando Sieben entró, levantó la mirada y dejó a un lado la pluma de ganso.
—Tenemos que hablar —dijo, haciéndole un gesto para que se acercase.
El poeta estaba cansado, y ya empezaba a lamentar su decisión de acompañar a Druss. Se sentó en un sillón acolchado y se sirvió una copa de vino aguado.
—Que sea rápido, embajador, porque necesito dormir una hora antes de comenzar el viaje.
—El viaje, sí. No es oportuno, poeta. El funeral de la reina es mañana, y Druss es uno de los invitados de honor. Marcharse ahora representa un insulto de la peor especie, sobre todo después de los disturbios… que comenzaron a causa de Druss, a fin de cuentas. ¿No podríais esperar un par de días, al menos?
Sieben negó con la cabeza.
—Me temo que nos encontramos ante algo que quizá no comprendáis, embajador. Para Druss se trata de una deuda de honor.
—No intentes insultarme, poeta. Conozco el concepto. Pero Druss no le pidió ayuda a aquel hombre y, por tanto, no es responsable de sus heridas. No le debe nada.
—Fascinante —dijo Sieben—. Demostráis exactamente lo que trato de explicar. Yo hablo de honor, y vos, de transacciones. Escuchadme… Un hombre ha quedado lisiado cuando ayudaba a Druss. Ahora está muriéndose, y no durará mucho. El médico le ha dicho a Druss que apenas le queda un mes de vida. Así que nos marcharemos de inmediato, tan pronto como los caballos estén dispuestos.
—¡Pero es una estupidez! —estalló Majon—. ¡Joyas mágicas ocultas en un valle nadir! ¿Quién, en su sano juicio, daría crédito a esta…, esta descabellada historia? He hecho averiguaciones sobre la zona que pensáis visitar. Está asolada por numerosas tribus. Ninguna caravana la atraviesa a menos que disponga de una potente escolta armada. Hay un grupo de salteadores conocido como los Cortaespaldas. ¿Qué tal suena eso? ¿Sabes de dónde les viene el nombre? Pegan a los prisioneros un hachazo en la columna y los dejan en la estepa para que sean pasto de los lobos.
Sieben tomó un trago de vino y confió en que su expresión no traicionase el terror que lo había invadido.
—Habéis expuesto vuestros argumentos, embajador.
—¿Por qué va a hacer esto, en realidad?
—Os lo acabo de explicar: Druss tiene una deuda con ese hombre. Y será capaz de cualquier cosa con tal de pagarla.
Sieben se levantó, y Majon lo imitó.
—¿Por qué vas con él? No es el hombre más listo del mundo, y puedo…, hasta cierto punto…, comprender su visión simplista de las cosas. Pero ¿tú? Posees una inteligencia que se sale de lo habitual. ¿No eres capaz de ver la inutilidad de esta aventura?
—La veo —reconoció Sieben—. Y me parece lamentable, porque sólo hace destacar los graves defectos que tiene eso que llamáis inteligencia.
Ya en su habitación, Sieben se bañó y se tendió en la cama. Los placeres que le había prometido la puta habían mostrado ser efímeros e ilusorios, al igual que todos los placeres mundanos que Sieben había probado en su vida: lujuria seguida de un débil arrepentimiento por todo lo que faltaba. La experiencia definitiva, al igual que el mito de la mujer definitiva, siempre estaba lejana.
«¿Por qué vas con él?».
Sieben detestaba el peligro, y temblaba con sólo pensar en el horror que le esperaba. Pero Druss, pese a todos sus defectos, disfrutaba la vida y saboreaba hasta el menor aliento. Sieben nunca se había sentido más vivo que cuando acompañó a Druss en su búsqueda de Rowena, en la tormenta en la que el Hijo del Trueno había sido lanzado y sacudido como un trozo de madera, o en las batallas y las guerras en las que la muerte siempre parecía estar a la vuelta de la esquina. Habían regresado a Drenan, triunfantes, y Sieben había compuesto su poema épico Druss el Legendario. Era la saga más recitada en todas las tierras de Drenai y había sido traducida a más de una docena de idiomas. La fama había llegado acompañada de riqueza; la riqueza había comprado mujeres, y Sieben había caído con sorprendente velocidad en una vida de lujuria vacía.
Suspiró y se levantó de la cama. Los criados habían preparado sus ropas: calzas de lana azul claro; botas de montar de cuero blando que le llegaban hasta el muslo; una camisa de mangas amplias de seda azul, con cortes en los antebrazos, que revelaban retazos de seda gris decorados con perlas. Una capa azul, que se cerraba al cuello con una cadena de oro, completaba la indumentaria. Tras vestirse, Sieben se detuvo ante el espejo de cuerpo entero y se colocó una bandolera que portaba cuatro fundas negras, cada una de las cuales alojaba un puñal arrojadizo con mango de marfil.
«¿Por qué vas con él?».
Habría sido perfecto poder responder: «Porque es mi amigo». Sieben esperaba que al menos hubiera una pizca de verdad en ello. Sin embargo, la realidad era diferente.
—Necesito sentir que estoy vivo —dijo en voz alta.
—He comprado dos caballos —dijo Sieben—. Uno de raza para mí y una bestia de carga para ti. Dado que montas con la elegancia de un saco de zanahorias, creo que será más que adecuada.
Druss no hizo caso de la pulla.
—¿Dónde has encontrado esos cuchillos tan monos? —le preguntó al poeta, señalando la bandolera de cuero repujado que Sieben llevaba al hombro con indolencia.
—¿Monos? Se trata de armas letales maravillosamente equilibradas. —Sieben desenfundó un puñal; la hoja era de sección romboidal y estaba afilada como una cuchilla de afeitar—. Los estuve probando antes de comprarlos; acerté a una polilla a diez pasos.
—Serán útiles —gruñó Druss—. Me han dicho que las polillas nadir son ferocísimas.
—Oh, sí —murmuró Sieben—. Los chistes viejos son los mejores, pero este lo tenía que haber visto venir a varias leguas.
Druss llenó metódicamente sus alforjas con provisiones: tasajo, frutas, sal y azúcar. Ajustó las correas, cogió una manta de la cama, la enrolló apretadamente y la ató a las alforjas.
—A Majon no le hace mucha gracia que nos vayamos —dijo Sieben—. Mañana tendrá lugar el funeral de la reina, y tiene miedo de que el rey se tome nuestra partida en este momento como un insulto a su difunta esposa.
—¿Has preparado ya el equipaje? —preguntó Druss, echándose al hombro la silla de montar.
—Lo está preparando un criado en este momento. Odio estas sacas; arrugan la seda. No hay túnica ni camisa que tenga buen aspecto tras rozarse con una de esas ordinarieces.
Druss sacudió la cabeza con exasperación.
—¿Vas a llevar camisas de seda a las estepas? ¿Crees que hay muchos amantes de la ropa lujosa entre los nadir?
Sieben rió entre dientes.
—¡Cuando me vean pensarán que soy un dios!
Druss se acercó a la pared y recogió a Snaga, su hacha. Sieben contempló las brillantes hojas de acero plateado en forma de alas de mariposa y el mango negro cubierto de runas plateadas de aquella formidable arma.
—Odio esa cosa —dijo con aprensión.
Druss salió de la habitación y cruzó la gran sala, seguido por Sieben, en dirección al vestíbulo de la entrada. Majon, el embajador, estaba hablando con tres soldados de la Guardia Real, hombres robustos que vestían corazas plateadas y capas negras.
—Ah, Druss —dijo con tono suave—. Estos caballeros desean que los acompañes al palacio de la Inquisición. Evidentemente, se trata de un error, pero desean hacerte unas cuantas preguntas.
—¿Sobre qué?
Majon carraspeó y se pasó nerviosamente una mano por sus cabellos canos cuidadosamente peinados.
—Al parecer hubo un altercado en la residencia Klay, el luchador, y a consecuencia de ello ha muerto un tal Shonan.
Druss dejó a Snaga en el suelo y se descolgó del hombro la silla de montar.
—¿Muerto? ¿De un puñetazo en la boca? ¡Bah! No lo creo. Estaba vivo cuando lo dejé.
—Vendrás con nosotros —dijo uno de los guardas, dando un paso al frente.
—Será mejor que accedas, Druss —intervino Majon con rapidez—. Estoy seguro de que…
—¡Basta de charla, drenai! —dijo el guarda—. Este hombre está buscado por asesinato y nos lo llevaremos. —Se descolgó unas esposas del cinturón. Druss entrecerró los ojos.
—Creo que comete un error —dijo Sieben.
Pero las palabras del poeta llegaron demasiado tarde. El guarda había dado un paso y se encontró directamente con el puño derecho de Druss, que se estrelló contra su mandíbula. Se tambaleó hacia la derecha y se golpeó la cabeza contra la pared, lo que le hizo perder el casco de penacho blanco. Los otros dos guardas se adelantaron. Druss recibió al primero con un gancho de izquierda, y al segundo, con un directo de derecha.
Uno de los hombres soltó un gemido. Después se hizo el silencio. Majon habló con voz temblorosa.
—¿Qué has hecho? ¡No puedes atacar a la Guardia Real!
—Acabo de hacerlo. ¿Estás listo, poeta?
—Desde luego que sí. Voy a recoger mi equipaje, y creo que será mejor que salgamos de la ciudad cuanto antes.
Majon se dejó caer en un sillón acolchado.
—¿Qué les digo cuando… cuando se despierten?
—Sugiero que les repitas aquel discurso sobre las ventajas de recurrir a la diplomacia antes que a la violencia —dijo Sieben. Dio una palmada amistosa en el hombro de Majon y salió corriendo hacia sus aposentos en busca del equipaje.
Los caballos estaban amarrados en la parte trasera del edificio. Druss ensilló a la yegua y montó con torpeza. Medía dieciséis palmos de alzada y, a pesar de bambolearse ligeramente, se trataba de un animal robusto. La montura de Sieben tenía una alzada similar pero, tal como le había comentado a Druss, era un animal de raza, un pinto de líneas esbeltas. El poeta montó y abrió la marcha por la calle principal.
—¡Debiste de golpear a Shonan con demasiada fuerza, vieja mula!
—No con la suficiente para matarlo —replicó Druss. Se tambaleó en la silla y se agarró al pomo.
—Sujétate con los muslos, no con las pantorrillas —aconsejó Sieben.
—Nunca me ha gustado montar. Me siento como un idiota, aquí colgado.
Otros jinetes se dirigían también a la Puerta Oriental, y Druss y Sieben se encontraron formando parte de una larga fila que avanzaba por las estrechas calles. En las puertas, un grupo de soldados interrogaba a cada jinete, y el nerviosismo de Sieben aumentó.
—No pueden haber empezado a buscarte aún, ¿no es cierto?
Druss se encogió de hombros.
Cuando por fin llegaron a las puertas, se adelantó un centinela.
—Documentación —exigió.
—Somos drenai —replicó Sieben—. Salimos a cabalgar un rato.
—Necesitáis un salvoconducto firmado por el Oficial de Salidas de la Guardia —dijo el centinela. Sieben vio que Druss se tensaba. Se metió discretamente una mano en la bolsa y extrajo una moneda de plata; se inclinó en la silla y se la dio al soldado.
—A veces uno se siente encerrado en la ciudad —dijo el poeta, con una amplia sonrisa—. Una hora cabalgando por campo abierto aligera el espíritu.
El centinela se guardó la moneda.
—A mí también me gusta cabalgar —respondió—. Que disfrutéis. —Les hizo un gesto para que avanzasen. Los dos jinetes pusieron sus monturas a medio galope y se dirigieron hacia el este, rumbo a las colinas.
Dos horas más tarde, Sieben vació la cantimplora y contempló el camino que se extendía ante ellos. A excepción de las lejanas montañas, el paisaje tenía un aspecto agostado y anodino.
—No hay ríos ni arroyos —dijo—. ¿De dónde vamos a sacar agua?
Druss señaló un grupo de colinas rocosas, unas millas adelante.
—¿Cómo puedes estar seguro? —insistió Sieben—. No quiero morir de sed aquí.
—No te morirás. —Druss sonrió al poeta—. He combatido en varias campañas en el desierto, y sé encontrar agua. Además, conozco un truco mejor que cualquier otro.
—¿Y cuál es?
—¡Comprar un mapa que señale los pozos! Anda, vamos a caminar un rato junto a los caballos.
Druss desmontó y siguió a pie. Sieben lo imitó. Durante un tiempo avanzaron en silencio.
—¿Por qué estás tan callado, vieja mula? —preguntó Sieben cuando llegaron a las estribaciones de las colinas.
—Estaba pensando en Klay. ¿Cómo pudo la gente volverse contra él de esa forma? Después de todo lo que ha hecho por ellos…
—A veces, las personas son criaturas viles, Druss. Egoístas que sólo miran por sí mismos. Pero el principal problema no es suyo, sino nuestro, por esperar otra cosa. Cuando Klay muera todos hablarán de lo bueno que fue, y probablemente llorarán por él.
—Se merece algo mejor —gruñó Druss.
—Es posible —aceptó Sieben. Se secó el sudor de la frente con un pañuelo perfumado—. Pero ¿qué importa? ¿Acaso conseguimos lo que merecemos? No lo creo. Conseguimos lo que podemos ganar o lo que podemos tomar, sea un trabajo, dinero, mujeres o tierras. ¡Mira tu caso! Unos asaltantes raptaron a tu esposa; tenían poder para llevársela, y se la llevaron. Por desgracia para ellos, tú tenías la capacidad de perseguirlos y la firme determinación de ir tras tu amada aunque tuvieras que cruzar los mares. Pero no la recuperaste, por suerte ni por la intervención de alguna deidad caprichosa; la recuperaste por la fuerza de las armas. Podrías haber fracasado por muchos motivos: enfermedades, guerras, el vuelo de una flecha, el golpe de una espada, una repentina tormenta en el mar… No conseguiste lo que merecías, Druss; conseguiste aquello por lo que luchaste. Klay ha tenido mala suerte: recibió una flecha que te estaba destinada. Esa fue tu buena suerte.
—Eso no voy a discutirlo —dijo Druss—. Así es: tuvo mala suerte. Pero derribaron su estatua, y sus amigos le robaron y lo abandonaron. Gente a la que había apoyado, ayudado y protegido. Eso es lo que se me hace difícil de tragar.
Sieben asintió.
—Mi padre me dijo en una ocasión que un hombre es afortunado si en su vida puede contar al menos con dos buenos amigos. Siempre sostuvo que un hombre con muchos amigos tiene que ser rico o estúpido. Y creo que tenía razón. En toda mi vida sólo he tenido un amigo, Druss, y ese eres tú.
—¿No cuentas a tus mujeres?
Sieben negó con la cabeza.
—Mi relación con ellas siempre ha sido un negocio. Ellas necesitan algo de mí; yo necesito algo de ellas. Nos aprovisionamos mutuamente. Ellas me proporcionan el calor de sus cuerpos y su carne complaciente; yo les proporciono la experiencia increíble de un amante perfecto.
—¿Cómo puedes considerarte amante, si el amor nunca está presente en tus relaciones?
—No seas pedante, Druss. Me he ganado el título. Incluso las putas veteranas me han dicho que soy el mejor amante que han tenido jamás.
—Estoy sorprendido —dijo Druss, sonriendo—. Seguro que no se lo dicen a muchos.
—La ironía no es lo tuyo, Druss. Todos tenemos nuestras habilidades. La tuya tiene que ver con ese arma espantosa; la mía, con hacer el amor.
—Es posible —aceptó Druss—, pero tengo la impresión de que mi habilidad acaba con los problemas, y la tuya los crea.
—Muy gracioso. Justo lo que necesitaba mientras cruzamos este yermo desolado: un discurso sobre la moralidad. —Sieben palmeó el cuello del pinto y montó en la silla. Hizo visera con la mano y observó el paisaje—. Hay mucho verdor. Nunca había visto una tierra que prometiese tanto y diese tan poco. ¿Cómo pueden sobrevivir todas esas plantas?
Druss no respondió; estaba intentando meter el pie en el estribo, pero la yegua se movía en círculos. Sieben rió entre dientes, se acercó y sujetó las riendas del animal, manteniéndolo quieto mientras el hachero montaba.
—Tienen raíces profundas —respondió Druss al cabo de un rato—. En invierno llueve durante un mes, y los arbustos y el resto de las plantas aprovechan para empaparse. Después luchan por sobrevivir durante un año más. Es una tierra dura, cruel y salvaje.
—Como la gente que vive en ella —añadió Sieben.
—Así es. Los nadir son un pueblo feroz.
—Majon me ha hablado de una tribu que se hace llamar Cortaespaldas.
—Son renegados —explicó Druss—. Los nadir los llaman Notás, los sin tribu. Son parias, ladrones y asesinos. Intentaremos evitarlos.
—¿Y si no podemos?
Druss se echó a reír.
—Entonces veremos lo bien que manejas esos puñales.
Nosta Jan estaba sentado a la sombra de un saliente rocoso, con la escuálida mano izquierda sumergida en las frescas aguas del estanque de piedra. El sol estaba ya alto, y el calor, fuera de la zona de sombra, resultaba despiadado e implacable. Pero no le causaba la menor molestia a Nosta Jan. Ni el calor ni el frío, ni el dolor ni el pesar hacían mella en él. Era un Maestro del Camino, un chamán.
Nunca había deseado seguir la senda del misticismo. Cuando era joven tenía los mismos sueños que cualquier otro guerrero nadir: conseguir muchos caballos, muchas mujeres y muchos hijos. Una vida breve saciada con la salvaje alegría del combate y la resollante y húmeda calidez del sexo.
Pero nada de aquello estaba en su destino. Su Talento le había negado sus sueños. No habría esposas para Nosta Jan, ni chiquillos que jugasen a sus pies. Cuando aún era un niño lo llevaron a la cueva de Asta Jan, donde había estudiado el Camino.
Sacó la mano del agua y se tocó la frente. Cerró los ojos cuando unas gotas de agua fría resbalaron por la arrugada piel de su rostro.
Tenía ocho años cuando Asta lo había llevado junto a otros seis chiquillos a la cima de la Roca del Halcón, y los había hecho sentarse bajo el sol abrasador con taparrabos y mocasines como única vestimenta. El anciano chamán les cubrió con barro la cabeza y el rostro, y les ordenó que permanecieran quietos hasta que el barro se secara y se cayese. Unos caños de junco les permitían respirar. Cubiertos con el barro, no podían ver ni oír, y carecían de sentido del tiempo. Se le quemó la piel de los hombros, y se le levantaron ampollas, pero Nosta no se movió. Durante tres días abrasadores y tres noches gélidas había permanecido sentado dentro de aquella tumba de barro seco.
Y el barro no se caía. Muchas veces había deseado alzar las manos y quitárselo de encima, pero no lo había hecho… ni siquiera cuando el terror hizo presa en él. ¿Qué ocurriría si acudían los lobos? ¿Y si se acercaba un enemigo? ¿Podría ser que Asta lo hubiese abandonado para que muriese allí, porque él, Nosta, no era digno? A pesar de todo, había permanecido inmóvil. Estaba sentado en el suelo, húmedo a causa de la orina y los excrementos, y las hormigas y las moscas se paseaban sobre su cuerpo. Sentía las minúsculas patas sobre la piel y se estremecía. ¿Y si no eran moscas, sino escorpiones?
Había seguido inmóvil. En la mañana del cuarto día, cuando el sol se levantó para devolver el calor, y el dolor, a su piel helada y en carne viva, un trocito de barro se había resquebrajado y le había permitido mover los músculos de la mandíbula. Inclinó la cabeza y obligó a su boca a abrirse. Los dos caños de junco se cayeron y, tras ellos, se desprendió un buen trozo de barro cocido por encima de la nariz. Entonces sintió una mano en la cabeza y se estremeció; Asta Jan retiró el resto del barro.
La luz cegadora del sol hizo lagrimear los ojos del muchacho. El chamán hizo un gesto de asentimiento.
—Te has portado bien —había dicho. Fueron las únicas palabras de alabanza que le oyó pronunciar a Asta Jan en toda su vida.
Cuando por fin recuperó el uso de sus ojos, Nosta miró a su alrededor. El anciano y él estaban solos en la Roca del Halcón.
—¿Dónde están los demás?
—Se han ido. Han vuelto a sus pueblos. Tú has ganado el premio.
—¿Y por qué me siento tan triste? —había preguntado Nosta, con una voz que sonó como un graznido.
Al principio, Asta Jan no respondió; le pasó un pellejo de agua y se quedó sentado en silencio mientras el muchacho bebía.
—Cada hombre —había dicho, al fin— da al futuro algo de sí mismo. La mayoría, en la forma de un hijo que perpetuará su semilla. Pero a los chamanes les está vetado ese placer. —Cogió al muchacho de la mano y lo guió hasta el borde del precipicio; ante ellos se extendían la llanura y las distantes estepas—. Observa cómo se comportan las cabras que posee nuestra tribu. Se preocupan de poco, salvo de comer, de dormir y de aparearse cuando están en celo. Pero fíjate en el pastor. Tiene que estar pendiente de los lobos y los leones, y de las moscas de fuego que consumen a los animales; también tiene que buscar zonas de pasto seguras y con suficiente alimento. Tu tristeza nace del conocimiento de que no puedes ser una cabra del rebaño: te espera un destino más importante.
Nosta Jan suspiró y se volvió a refrescar la cara. Hacía mucho tiempo que Asta había muerto, y no lo recordaba con cariño.
Una leona y tres cachorros se acercaron por el sendero. Nosta inspiró profundamente y se concentró.
«Las rocas que me rodean forman parte del cuerpo de los Dioses de la Piedra y el Agua. Yo soy uno con las rocas».
La leona avanzó con cautela, olfateando el aire. Tranquila tras comprobar que su camada estaba a salvo, se acercó al estanque. Los cachorros retozaban tras ella; uno saltó sobre otro y comenzaron a pelearse, jugando. La leona no les prestó atención y siguió bebiendo. Estaba flaca, y tenía el pelaje deslucido. Cuando se sintió satisfecha, caminó hasta la sombra y se tumbó al lado de Nosta Jan. Los cachorros la siguieron y hundieron el hocico en su vientre para mamar. Uno de ellos trepó sobre las piernas desnudas de Nosta Jan, se acurrucó en el regazo del anciano y le apoyó la cabeza en el muslo.
Nosta Jan extendió la mano y tocó la cabeza de la leona, que no se movió. El anciano chamán dejó que su mente echase a volar. Flotó sobre las colinas, y exploró los desfiladeros y los barrancos. A menos de una legua, al este, descubrió un grupo de ochpi, unas cabras monteses de cuernos cortos y curvados. Había un macho, tres hembras y varias crías. Nosta regresó a su cuerpo y se enlazó con el espíritu de la leona, que levantó la cabeza y ensanchó los agujeros de la nariz. No había forma de que pudiera captar el olor de las cabras a tanta distancia y con el viento en contra, pero Nosta Jan había llenado su mente con la imagen de los ochpi. La leona se quitó a los cachorros de encima, se levantó y se alejó trotando. Al principio, los cachorros se quedaron donde estaban, pero la leona lanzó un gruñido grave y echaron a correr tras ella.
Con un poco de suerte, comería.
Nosta se recostó y esperó. Los jinetes llegarían en menos de una hora. Visualizó al hachero; el rostro ancho y chato; los ojos hundidos y de mirada fría. «Ojalá todos esos sureños pudieran ser manipulados con tanta facilidad», pensó, recordando su encuentro en espíritu en la taberna. Fuera de ella había sido muy fácil hechizar al ballestero y obligarlo a disparar contra el luchador gothir. Nosta recordó con agrado el vuelo de la flecha, el impacto estremecedor y la intensa sorpresa del ballestero cuando se dio cuenta de lo que acababa de hacer. Las hebras estaban ya bien dispuestas, pero aún quedaba mucho por tejer. Nosta dejó descansar a su cuerpo y a su espíritu, flotando medio dormido en aquel calor.
Aparecieron dos jinetes. El chamán inspiró profundamente y se concentró, igual que cuando la leona se había acercado al estanque. Era una roca, eterna, inmutable salvo por la erosión de los vientos del tiempo. El jinete que abría la marcha, un joven rubio alto y esbelto, vestido con sedas de colores chillones, desmontó con agilidad y sujetó las riendas con firmeza, evitando que el pinto se acercase al agua fresca.
—Aún no, precioso —dijo con suavidad—. Primero tienes que enfriarte un poco.
El otro jinete, el hachero de barba negra, pasó una pierna por encima del pomo y saltó a tierra. Su montura era vieja y estaba muy cansada. Druss dejó el hacha en el suelo, desciñó la silla y liberó del peso la espalda de la yegua, que estaba cubierta de sudor y respiraba ruidosamente. El hombre la secó con un paño y la ató junto al otro caballo, bajo la pequeña sombra del lado oriental del estanque. El rubio se acercó al agua y se quitó la ropa, le sacudió el polvo y la dobló con cuidado. Tenía la piel pálida como el marfil, suave y delicada. «No es un guerrero», pensó Nosta Jan mientras lo observaba sumergirse en el agua. Druss recogió el hacha y se acercó a la sombra, donde estaba sentado el chamán. Se agachó, bebió, y se remojó el pelo y la barba.
Nosta Jan cerró los ojos, extendió la mano y tocó el brazo de Druss, con intención de leerle el pensamiento. Una mano se cerró sobre la muñeca del chamán como un cepo de hierro, y el anciano abrió los ojos. Druss lo miraba fijamente.
—Te he estado esperando —dijo Nosta, esforzándose por mantener la calma.
—No me gusta que se me acerquen a hurtadillas —dijo el hachero con voz fría. Nosta miró al estanque y se tranquilizó. El conjuro de ocultación no había fallado. Simplemente, Druss había visto su mano reflejada en el agua. El hachero lo soltó y volvió a beber.
—Estás buscando las Piedras que Curan, ¿verdad? Eso está bien. Un hombre debe mantenerse fiel a sus amigos en los momentos de penuria.
—¿Dónde están exactamente? —preguntó Druss—. No queda mucho tiempo. Klay se muere.
—No puedo decírtelo con exactitud. Las robó un chamán renegado hace cientos de años. Cuando lo perseguían, se detuvo a descansar en el santuario de Oshikái, donde lo encontraron y lo mataron. A pesar de que lo sometieron a torturas terribles, se negó a confesar dónde las había escondido. Creo que están ocultas en el santuario.
—¿Y por qué no las has buscado?
—Creo que las ocultó en la tumba de Oshikái, el Terror de los Demonios. Ningún nadir se atrevería a profanar el lugar sagrado. Sólo un… extranjero podría mancillarlo.
—¿Qué más me estás ocultando, hombrecillo?
—Muchas cosas —admitió Nosta—. Pero lo que te he dicho es todo lo que necesitas saber. Lo único que te interesa de verdad es esto: las joyas salvarán la vida de tu amigo y le devolverán la salud.
Sieben salió del agua y caminó por las piedras recalentadas hasta la sombra.
—Has hecho amistades, por lo que veo —dijo mientras se sentaba junto al chamán—. Imagino que se trata del anciano que habló contigo en la taberna. —Druss asintió, y su acompañante tendió la mano—. Me llamo Sieben. Soy poeta; quizá hayas oído hablar de mí.
—Nunca he oído hablar de ti —replicó Nosta, sin hacer caso de la mano extendida.
—Has herido mi orgullo —dijo Sieben sonriendo—. ¿No hay poetas entre los nadir?
—¿Para qué? —preguntó el anciano.
—Arte, alegría, diversión… —Sieben vaciló al percatarse de la mirada de incomprensión que le dirigía el anciano—. ¡Historia! —añadió de forma repentina—. ¿Cómo se transmiten las historias de tu tribu?
—Las madres enseñan a los niños las historias de la tribu, y los padres, la de la familia. Y el chamán de la tribu conoce todas las historias, y las gestas de los héroes nadir.
—¿No tenéis arte? ¿Escultores? ¿Actores? ¿Pintores?
Los ojos oscuros de Nosta Jan brillaron.
—Tres de cada cinco nadir mueren antes de llegar a adultos. La media de vida de los nadir es de veintiséis años. Vivimos en guerra constante, unos contra otros, y cuando tenemos una tregua, los nobles gothir nos cazan por deporte. La peste, las enfermedades, la constante amenaza de la sequía y el hambre… Esas son las preocupaciones de los nadir. No tenemos tiempo para el arte. —Nosta Jan escupió la última palabra como si notase un sabor repugnante en la lengua.
—Qué terriblemente aburrido —dijo Sieben—. Nunca había sentido lástima por tu pueblo, hasta ahora. Disculpadme mientras doy de beber a los caballos.
Sieben se levantó y se vistió. Nosta Jan se tragó su irritación y miró a Druss.
—¿Hay muchos como él en las tierras del sur?
Druss sonrió.
—No hay muchos como él en ninguna parte.
Buscó en su morral, y sacó un pedazo de queso envuelto en tela y un poco de tasajo. Se lo ofreció a Nosta, que rehusó. Druss comió en silencio. Sieben regresó y se le unió. Cuando acabaron de comer, Druss bostezó y se estiró a la sombra. Un instante después ya estaba dormido.
—¿Por qué viajas con él? —le preguntó Nosta Jan a Sieben.
—Por la aventura. Donde vaya Druss, habrá aventuras. Y me gusta la idea de dar con unas joyas mágicas; estoy seguro de que ahí habrá un cantar o una historia.
—En eso estamos de acuerdo —dijo Nosta Jan—. En este momento se están reuniendo dos millares de soldados gothir. Los comanda Gargan, señor de Larness, y se disponen a marchar hacia el santuario de Oshikái, el Terror de los Demonios, y a asediarlo, con la intención de matar a todos sus ocupantes y llevarse las joyas como presente para ese loco que ocupa el trono. Cabalgas hacia el ojo del huracán, poeta. Sí, estoy seguro de que podrás sacar un cantar de ahí.
Nosta saboreó la expresión de temor que apareció en los ojos del joven. El chamán estiró sus escuálidos miembros, se puso de pie y se alejó del estanque. Todo iba según estaba planeado, pero no podía evitar sentirse incómodo. ¿Sería capaz Talismán de reunir suficientes tropas nadir para hacer frente a Larness? ¿Podría encontrar los Ojos de Alcázar? Nosta cerró los ojos y dejó que su espíritu volase hacia el este, pasando sobre las montañas y los valles agostados. A lo lejos distinguió el santuario; la blanca muralla curva relucía como un anillo de marfil, y al otro lado se levantaban las tiendas de los guardianes nadir.
«¿Dónde estás, Talismán?», se preguntó. Se concentró en el rostro del joven guerrero y dejó que su espíritu descendiese, arrastrado por la personalidad de Talismán. Nosta Jan abrió los ojos de la mente y vio cómo el joven nadir coronaba la última cima que lo separaba del valle. Tras él iba la mujer chiatze, Zhusái. Entonces apareció un tercer jinete que guiaba dos caballos. Nosta se sorprendió. Flotó sobre el desconocido y lo tocó en el cuello con los dedos del espíritu. El jinete se estremeció y se ajustó la capa alrededor de su poderosa figura.
Nosta se retiró, satisfecho. Durante el contacto había percibido el ataque fallido sufrido por Talismán y la joven, y la conversión de Gorkái a la causa del Unificador. El muchacho lo había hecho muy bien. Los Dioses de la Piedra y el Agua estarían complacidos.
El espíritu de Nosta siguió su vuelo y flotó sobre el santuario. En otro tiempo había sido un pequeño fuerte de aprovisionamiento, con parapetos de madera y sin torres. El muro medía poco más de siete varas y había sido construido para mantener a raya a los merodeadores, no a dos mil soldados entrenados. Las puertas que daban al oeste se habían carcomido en sus goznes de bronce, y el muro occidental se había derruido por el centro, convertido en una pila de escombros al pie de una grieta. El temor hizo presa en el corazón de Nosta Jan.
¿Resistirían frente a los guardias de Gothir?
¿Y qué pasaba con Druss? ¿Cuál sería el papel del hachero? Era descorazonador poder ver tanto y saber tan poco. ¿Se dispondría a resistir, empuñando el hacha, al píe de los muros? En aquel instante, una imagen parpadeó en su mente: un guerrero de pelo cano estaba en pié en lo alto de una muralla colosal y alzaba su hacha, desafiante. Tan rápidamente como había llegado, la imagen desapareció.
Nosta Jan regresó a su cuerpo, se estremeció e inspiró profundamente.
Junto al estanque, el poeta dormía al lado del hachero.
Nosta suspiró y echó a andar hacia el este.
Talismán estaba sentado en el muro más alto y contemplaba el valle de las Lágrimas de Shul Sen. El sol golpeaba con fuerza, pero corría una ligera brisa que paliaba ligeramente el intenso calor. En la lejanía, las montañas se asemejaban a nubes oscuras de tormenta sobre el horizonte. Dos águilas planeaban en círculos sobre él. Los ojos oscuros de Talismán escrutaron el valle. Junto a la muralla sur del último reposo de Oshikái se levantaban dos campamentos. En uno de ellos, un estandarte de crines de caballo que mostraba el cráneo y los cuernos de un uro se alzaba ante la mayor de las tiendas. Los treinta guerreros de la tribu del Cuerno se hallaban sentados bajo la menguante luz del atardecer, preparando la cena. Trescientos pasos al oeste se alzaba otro grupo de tiendas de piel de cabra, en torno al estandarte de los Caballos Veloces. Fuera de su vista, en el lado norte del santuario, había dos campamentos más: el de la tribu del Lobo Solitario y el de los Jinetes Celestiales. Cada uno de ellos vigilaba un punto cardinal en torno al último lugar de reposo del más grande guerrero nadir.
La brisa se desvaneció; Talismán descendió por los desvencijados escalones de madera hasta el patio, y se dirigió a una mesa cercana al muro. Desde allí alcanzaba a ver el muro del oeste, derrumbado en el centro. A través de la abertura irregular se distinguía la arboleda distante que cubría la base de las colinas occidentales.
«Este sitio se está pudriendo —pensó—. Como los sueños de los hombres cuyos huesos reposan aquí». Talismán luchaba por controlar la ira helada y persistente que crecía en su interior. Habían llegado la noche anterior, justo a tiempo para ser testigos de un duelo a espada entre dos guerreros nadir, que terminó súbitamente con el sangriento tajo que desgarró el vientre de un joven de la tribu de los Caballos Veloces. El vencedor, un enjuto guerrero que portaba la muñequera blanca de piel de los Jinetes Celestiales, saltó sobre el moribundo, apoyó la punta de la espada en el cuello de su víctima y empujó, atravesando las vértebras. Con un movimiento de vaivén del arma, separó la cabeza de los hombros del joven y, cubierto de sangre, se puso en pie y lanzó un grito triunfal.
Talismán guió a su caballo a través de las puertas. Dejó que Gorkái se ocupase de las monturas y cruzó el patio, hasta la entrada del santuario.
Pero no entró. No podía entrar. Tenía la boca seca y un nudo en el estómago, a causa del miedo. Fuera, a la luz de la luna, sus sueños eran tangibles, y su confianza, inquebrantable. Sin embargo, una vez cruzada aquella puerta, podrían desvanecerse como el humo.
«¡Cálmate! —se dijo—. El santuario ha sido saqueado anteriormente. Los Ojos estarán bien escondidos. Entra y rinde pleitesía al espíritu del héroe».
Inspiró profundamente, dio un paso al frente y empujó la vetusta puerta de madera. La estancia cubierta de polvo no mediría mucho más de diez pasos de largo y siete de ancho. Había perchas de madera clavadas en las paredes, pero nada colgaba de ellas. En otro tiempo sostuvieron la armadura de Oshikái, la cota y el yelmo, y también a Kolmisái, el hacha de batalla de un solo filo que había derribado a un centenar de enemigos. Tapices y mosaicos narraban la vida y las victorias del héroe. Pero sólo quedaban paredes desnudas; el santuario había sido saqueado hacía cientos de años. Nosta Jan le había contado que los ladrones llegaron al extremo de abrir el ataúd y cortar los dedos del cadáver para hacerse con los anillos de oro de Oshikái. La estancia era lóbrega; el sarcófago de piedra descansaba en una plataforma, en el centro, y carecía de cualquier ornamento, a excepción de un cuadrado de hierro negro incrustado en la piedra. En él, grabadas en relieve, se podían leer las palabras:
OSHIKÁI, EL TERROR DE LOS DEMONIOS. SEÑOR DE LA GUERRA
Talismán apoyó una mano en la fría piedra de la tapa del ataúd.
—Vivo para ser testigo del regreso de tus sueños. Estaremos unidos de nuevo. Seremos nadir, y el mundo se estremecerá —dijo.
—¿Por qué los sueños de los hombres siempre llevan a la guerra? —dijo una voz. Talismán se giró y vio a un anciano ciego, sentado entre las sombras, que vestía un hábito gris. El anciano era calvo y delgado como un palo. Se apoyó en su báculo, se levantó y se acercó a Talismán—. He estudiado la vida de Oshikái —prosiguió—, cribando los mitos y las leyendas, y sé que nunca quiso la guerra. La guerra lo buscó a él. Por eso fue un enemigo tan temible. Los sueños de los que hablas consistieron, ante todo, en encontrar una tierra prometedora y fértil en la cual su pueblo pudiera prosperar en paz. Fue un gran hombre.
—¿Quién eres? —preguntó Talismán.
—Un sacerdote de la Fuente. —Cuando quedó iluminado por la luz de la luna que atravesaba la ventana que daba al oeste, Talismán se dio cuenta de que era nadir—. Ahora vivo aquí y escribo mis historias.
—¿Cómo puede escribir un ciego?
—Sólo los ojos de mi cuerpo están ciegos, Talismán. Cuando escribo uso los de mi espíritu.
Talismán se estremeció al oír al sacerdote pronunciar su nombre.
—¿Eres chamán?
El sacerdote negó con la cabeza.
—Entiendo el Camino, pero mi propio camino es diferente. No preparo hechizos, Talismán, aunque puedo quitar verrugas y leer el corazón de los hombres. Por desgracia, no puedo cambiarlo. Puedo caminar por las sendas de los muchos futuros posibles, pero desconozco cuál será el que tendrá lugar. Si pudiera, abriría este ataúd y reviviría al hombre que yace en él. Pero no puedo.
—¿Cómo conoces mi nombre?
—¿Por qué no iba a conocerlo? Eres la flecha llameante, el mensajero.
—Sabes por qué estoy aquí —dijo Talismán, con su voz convertida en un susurro.
—Por supuesto. Buscas los Ojos de Alcázar, escondidos aquí hace muchos años.
Talismán aferró la empuñadura del cuchillo y lo desenvainó silenciosamente.
—¿Los has encontrado?
—Sé que están aquí, pero no me corresponde encontrarlos. Escribo historias, Talismán, no las creo. Que la Fuente te conceda sabiduría.
El anciano se volvió y caminó hasta la entrada iluminada, donde se detuvo un instante, como si esperase algo. Entonces volvió a hablar.
—Al menos en tres futuros de los que he visto acabas con mi vida aquí mismo, clavándome tu cuchillo en la espalda. ¿Por qué no lo has hecho en esta ocasión?
—Lo había pensado, anciano.
—Si me hubieras matado, te habrían sacado a rastras de esta sala, te habrían atado los brazos y las piernas a las sillas de cuatro caballos, y te habrían descuartizado, Talismán. Eso también ha sucedido.
—Es evidente que no, pues sigues vivo.
—Ocurrió en algún lugar —dijo el anciano. Después se marchó.
Talismán lo siguió al exterior, pero el hombre había desaparecido en alguno de los edificios. Vio a Gorkái sacando agua de un pozo y se acercó a él.
—¿Dónde está Zhusái?
—La mujer duerme —respondió Gorkái—. Parece que hoy habrá otra pelea. La cabeza del chico que mataron ayer adorna el extremo de una pica, en el campamento de los jinetes celestiales. Sus compañeros están decididos a vengar ese insulto.
—Estúpidos —dijo Talismán.
—Debemos de llevarlo en la sangre. Quizá nos hayan maldecido los dioses.
Talismán asintió.
—La maldición nos llegó cuando fueron robados los Ojos de Alcázar. Cuando sean devueltos al Lobo de Piedra, veremos una nueva era.
—¿Crees eso de verdad?
—Un hombre tiene que creer en algo, Gorkái. De lo contrario, no somos más que granos de arena arrastrados por el viento. Hay cientos de miles de nadir, quizá millones; pero vivimos en la miseria. Estamos rodeados de riquezas que disfrutan naciones con ejércitos de no más de veinte mil hombres. Incluso aquí, las cuatro tribus que guardan el santuario son incapaces de convivir pacíficamente. Tienen la misma misión: el santuario que protegen es de un héroe para todos los nadir. Y sin embargo se observan unos a otros con odio indisimulado. Creo que esto ha de cambiar. Nosotros lo cambiaremos.
—¿Tú y yo? ¿Solos? —preguntó Gorkái en voz baja.
—¿Por qué no?
—Todavía no he visto a ningún hombre con los ojos violeta.
—Lo verás. Te lo prometo.
Cuando Druss se despertó, Nosta Jan se había ido. Se acercaba el crepúsculo, y Sieben estaba sentado en el borde del estanque, con los pies en el agua. Druss bostezó y se estiró; se levantó, se quitó el jubón, las botas y las calzas, y saltó al estanque, donde el agua lo recibió con un frío acogedor. Después de haberse refrescado, salió al exterior y se sentó junto al poeta.
—¿Cuándo se fue el hombrecillo? —le preguntó.
—Poco después de que te durmieses —respondió Sieben con tono desanimado.
Druss observó el rostro de su amigo y vio la tensión dibujada en sus rasgos.
—¿Te preocupan los dos mil soldados que se dirigen al santuario?
Sieben respondió con irritación.
—La palabra preocupación no alcanza a describir lo que siento, vieja mula. Por otra parte, ya veo que no pareces muy sorprendido.
Druss meneó la cabeza.
—Me dijo que estaba pagando una deuda, ya que yo ayudé a su joven amigo. Pero esa no es la costumbre nadir. No; lo que quiere es que yo esté en el santuario porque sabe que habrá una batalla.
—Ya veo. Y el poderoso Druss el Legendario hará retroceder la marea, supongo.
Druss rió entre dientes.
—Quizá, poeta. Y quizá no. Sea cual sea el resultado, la única forma de encontrar las joyas consiste en ir allí.
—¿Y si no existen esas joyas mágicas? Imagínate que también ha mentido sobre eso.
—Entonces, Klay morirá, y yo habré hecho todo lo posible.
—Todo es muy sencillo para ti, ¿verdad? —estalló Sieben—. Blanco y negro, luz y oscuridad, bien y mal. Dos mil guerreros van a atacar el santuario, y tú no podrás detenerlos. ¿Por qué tendrías que intentarlo siquiera? ¿Qué pasa con Klay para que estés tan interesado? Muchos otros hombres han sufrido heridas terribles en otras ocasiones. Durante años has visto morir ante tus ojos a camaradas tuyos.
Druss se levantó, se vistió, se acercó a los caballos y descolgó una bolsa de pienso del pomo de la silla. Sacó de las alforjas dos morrales, los llenó y los colgó de las orejas de los caballos. Sieben se reunió con él.
—Dicen que los caballos alimentados con pienso puede dejar atrás a cualquiera que sólo coma pasto —dijo Druss—. Tú sabes de caballos; ¿es verdad eso?
—Vamos, Druss. ¡Responde a mi pregunta, maldita sea! ¿Por qué Klay?
—Me recuerda a un hombre que nunca conocí —respondió Druss.
—¡Que nunca conociste! ¿Qué significa eso?
—Significa que intentaré encontrar las joyas, y me importan un bledo los dos mil hijos de puta gothir y la nación nadir entera. ¡Déjalo estar, poeta!
Los interrumpió el sonido de cascos en el sendero. Los dos hombres se volvieron; seis guerreros nadir, cabalgando en fila, se acercaban al estanque. Llevaban túnicas de piel de cabra y cascos ribeteados de piel; cada uno portaba una ballesta y dos espadas cortas.
—¿Qué hacemos? —susurró Sieben.
—Nada. Los estanques son sagrados, y ningún nadir lucharía junto a ellos. Darán de beber a sus caballos y se marcharán.
—Y después, ¿qué?
—Después intentarán matarnos, pero de eso ya nos ocuparemos en otro momento. Relájate, poeta. ¿Querías aventuras? Ya las tienes.
Druss regresó a la sombra y se sentó junto a su temible hacha. Los nadir fingieron no prestarle atención, pero Sieben percibió las miradas furtivas que dirigían al hachero. Al final, el jefe, un guerrero maduro, bajo y robusto, con una barba fina y puntiaguda, se sentó frente a él.
—Estás lejos de casa —dijo, pronunciando de forma titubeante el idioma del sur.
—Y aun así estoy cómodo —replicó Druss.
—Rara vez se encuentra cómoda la paloma en casa del halcón.
—No soy una paloma, compañero, y tú no eres un halcón.
El hombre se levantó.
—Creo que volveremos a vernos, ojos redondos. —Regresó junto a sus compañeros, montó, y el grupo de jinetes se alejó hacia el este.
Sieben se sentó junto a Druss.
—Buen trabajo, vieja mula. Siempre conviene apaciguar a un enemigo que te supera tres a uno.
—No tenía sentido. Él sabía lo que tenía que hacer. Y yo también. Espera aquí con los caballos; ensíllalos y tenlos preparados.
—¿Adonde vas?
—A dar un paseo hacia el este. Quiero ver qué trampa nos preparan.
—¿Eso es sensato, Druss? Son seis.
Druss sonrió.
—¿Crees que será más justo si dejo aquí el hacha?
Druss tomó a Snaga y trepó por las rocas. Sieben lo vio desaparecer y se dispuso a esperar. La noche caía con rapidez en las montañas, y deseó haber reunido ramas secas por el camino. Una hoguera sería una buena compañía en aquel lugar desolado. Por lo menos, la luna brillaba, y Sieben se envolvió en una manta y se sentó entre las sombras de la pared rocosa.
«Nunca más —pensó—. De ahora en adelante recibiré al aburrimiento con mi mejor sonrisa y un fuerte abrazo».
¿Qué había dicho Druss sobre Klay? «Me recuerda a un hombre que nunca conocí». De repente, Sieben lo entendió. Druss se refería a Michanek, el hombre que había amado y desposado a Rowena en Ventria. Al igual que Druss, Michanek era un poderoso guerrero; un adalid de los rebeldes que luchaban contra el príncipe Gorben. Y Rowena, que había perdido la memoria, había llegado a amarlo; incluso intentó suicidarse cuando se enteró de su muerte. Druss estaba allí cuando Michanek se enfrentó al cuerpo de élite de Gorben, los Inmortales. Luchó solo y llegó a matar a muchos. Pero hasta la prodigiosa resistencia de Michanek acabó por agotarse, drenada de su cuerpo junto a la sangre que manaba de decenas de heridas. Cuando murió, le pidió a Druss que cuidase de Rowena.
En cierta ocasión en que visitó a Druss y a su dama en su granja en las montañas, Sieben dio un paseo por el prado con Rowena. Le había preguntado por Michanek, y ella había sonreído con cariño.
—Era como Druss en muchos aspectos, pero también era cortés y amable. Lo amé, Sieben, y sé que a Druss le resulta difícil de aceptar, pero me habían robado la memoria. No sabía quién era yo, y no recordaba a Druss. Lo único que sabía era que aquel hombretón me amaba y se preocupaba por mí. Y aún me entristece que Druss fuese en parte responsable de su muerte.
—No conoció a Michanek —había dicho Sieben—. Lo único en que pensaba en todos aquellos largos años era en encontrarte y traerte a casa.
—Lo sé.
—Si tuvieras que escoger entre ambos, ¿a quién elegirías? —preguntó Sieben de repente.
—Es una pregunta que no me he hecho jamás —le respondió ella—. Sólo se que he sido afortunada por ser amada por ambos, y por amarlos a ambos.
Sieben quería preguntar algo más, pero Rowena le puso un dedo en los labios.
—¡Es suficiente, poeta! Volvamos a la casa.
Un viento helado soplaba sobre el estanque de piedra, y Sieben se arrebujó más aún en la manta. No se oía más sonido que el del viento entre las rocas, y Sieben se sintió terriblemente solo. El tiempo transcurría con una lentitud hipnótica; el poeta se quedó dormido en varias ocasiones, y siempre se despertaba con un sobresalto, aterrorizado ante la idea de que los asesinos nadir se le acercaran ocultos, a hurtadillas.
Poco antes del amanecer, cuando el cielo comenzaba a clarear, oyó el sonido de cascos sobre la piedra. Se puso en pie, desenvainó un puñal, lo sujetó, listo para lanzarlo, y esperó. Druss apareció ante sus ojos llevando de las riendas a cuatro caballos nadir, y Sieben se adelantó a recibirlo. Había sangre en el jubón y en las calzas del hachero.
—¿Estás herido? —preguntó Sieben.
—No, poeta. El camino ya está despejado, y tenemos cuatro caballos para comerciar.
—¿Se han escapado dos nadir?
Druss meneó la cabeza.
—No; los nadir, no. Pero dos de los caballos se han desatado y han huido al galope.
—¿Los has matado a los seis?
—A cinco. Uno se ha caído por un barranco cuando lo perseguía.
Y ahora, en marcha.