CUATRO

Druss terminó su cena y apartó a un lado el plato de madera. La carne era excelente, magra y tierna, aderezada con especias y una salsa oscura y sabrosa, pero a pesar de la calidad de la comida apenas había podido saborearla: sus pensamientos eran confusos, y se sentía deprimido. Su encuentro con Klay no lo había ayudado. Maldijo mentalmente; aquel hombre le había caído bien.

Levantó su jarra y vació la mitad del contenido. La cerveza era algo floja, pero refrescante; le evocó recuerdos de su juventud y de la cerveza que fabricaban en las montañas. Se había criado entre gente corriente; hombres y mujeres de gustos sencillos que trabajaban desde el amanecer hasta la puesta de sol y vivían dedicados a sus familias, luchando para que siempre hubiera comida en la mesa. A menudo, en las tardes de verano, se reunían en la sala comunal y bebían cerveza, cantaban y contaban anécdotas. No les importaban los grandes debates políticos, los compromisos ni los ideales traicionados. La vida era dura, pero sencilla.

Druss había sido arrancado de aquella vida cuando Collan, el renegado, había atacado su pueblo, había matado a los hombres y a las ancianas, y se había llevado a las jóvenes para venderlas como esclavas.

Entre ellas estaba Rowena, la esposa de Druss, el amor de su vida. Él se encontraba talando árboles en la linde montañosa del bosque cuando se había producido el ataque. Tras regresar a su pueblo en ruinas, había salido en persecución de los asesinos. Y los había encontrado.

Druss había matado a muchos de los atacantes y liberado a las mujeres, pero Rowena no estaba con ellas; Collan se la había llevado a Mashrapur y se la había vendido a un comerciante ventriano. Para conseguir dinero con que pagarse un pasaje a Ventria, Druss se había convertido en luchador en los círculos de arena de Mashrapur y, paso a paso, sembrando el camino de huesos rotos, el joven leñador había cambiado; su fuerza y salvajismo naturales se habían ido puliendo, hasta que llegó a convertirse en el luchador más temido de la ciudad.

Por último había continuado su viaje, en compañía de Sieben y del comandante ventriano Bodasen; participó en las guerras ventrianas, donde adquirió su reputación de invencible, y empezaron a llamarlo la Muerte Gris por las hazañas que realizó con Snaga, su hacha acerada y brillante de doble filo.

Druss había combatido en una veintena de batallas y en más de un centenar de escaramuzas. Había resultado herido muchas veces, pero siempre había salido triunfante.

Tras muchos años de búsqueda había encontrado a Rowena, la había llevado a casa y había creído sinceramente que los vagabundeos y las batallas eran un sangriento sueño que pertenecía al pasado. Rowena, que lo conocía, sabía que no era así. Druss se volvía más taciturno cada día; ya no se sentía granjero, y no encontraba placer alguno en labrar la tierra y cuidar el ganado.

Poco después de que transcurriese un año desde el momento en que volvieron a casa, Druss había viajado a Dros Delnoch para unirse a la milicia que se formó para luchar contra los ataques de los nómadas sathuli. Seis meses después, cuando se rechazó el ataque y los sathuli retrocedieron a sus montañas, había regresado a casa con cicatrices frescas y nuevos recuerdos.

Druss cerró los ojos y recordó las palabras que había dicho Rowena la noche en que volvió de la campaña contra los sathuli. Estaban sentados frente al fuego, en una alfombra de piel de cabra, y su esposa extendió el brazo y lo cogió de la mano.

—Mi pobre Druss. ¿Cómo se puede vivir para batallar? Es tan fútil…

Él había visto la pena en los ojos de color avellana, y se había esforzado por dar con una respuesta.

—No es sólo el combate en sí, Rowena. Es la camaradería, el fuego en la sangre, enfrentarse a los miedos. Cuando el peligro amenaza me convierto… en un hombre.

Rowena había suspirado.

—Eres lo que eres, amor mío, pero eso me entristece. Es hermoso hacer que la tierra dé fruto; contemplar la salida del sol tras las montañas y el reflejo de la luna en los lagos. Aquí hay satisfacciones y alegrías, pero no son para ti. Dime, Druss, ¿por qué recorriste el mundo en mi busca?

—Porque te amo. Lo eres todo para mí.

Ella había sacudido la cabeza.

—Si eso fuese verdad, no sentirías ningún deseo de abandonarme y partir en busca de otras guerras. Mira a los demás granjeros. ¿Salen corriendo al oír hablar de una batalla?

Druss se levantó, se acercó a la ventana; la abrió de par en par y se quedó contemplando las estrellas.

—Ya no soy como ellos. No sé si lo fui alguna vez. He nacido para la guerra, Rowena.

—Lo sé —había respondido ella, con tristeza—. Oh, Druss, lo sé…

Druss vació su jarra y llamó a la camarera rubia.

—¡Otra! —gritó, agitando la jarra en el aire.

—En un momento, señor —respondió la joven.

La taberna estaba llena, y el ambiente era animado y ruidoso. Druss había ocupado una mesa de una esquina de la sala, donde podía sentarse con la espalda contra la pared y observar a los parroquianos. Normalmente disfrutaba con el ritmo caótico de las tabernas; la mezcla de conversaciones y risas, el tintineo de los platos, el entrechocar de jarras, el sonido de los pasos y el arrastrar de sillas. Pero aquella noche, no.

La camarera le llevó otra jarra de cerveza. Era una joven regordeta, con tetas grandes y anchas caderas.

—¿Habéis disfrutado de la comida, señor? —le preguntó, inclinándose y apoyándole la mano en un hombro. La joven deslizó la mano hasta el pelo oscuro cortado casi al rape del hachero. Rowena solía hacer lo mismo cuando él estaba tenso o irritado; aquello lo calmaba siempre. Sonrió a la joven.

—Ha sido una cena digna de un rey, muchacha, pero me temo que no la he saboreado como es debido. Tengo demasiados problemas y pocos sesos para resolverlos.

—Deberíais relajaros en compañía de una mujer —dijo ella, acariciándole la barba.

Druss le cogió la mano y se la apartó del rostro con delicadeza.

—Mi mujer está lejos de aquí, muchacha, pero siempre está cerca de mi corazón. Aunque eres una preciosidad, creo que esperaré para disfrutar de su compañía. —Introdujo la mano en la bolsa y sacó dos monedas de plata—. Una es por la comida; la otra es para ti.

—Sois muy amable, señor. Si cambiáis de opinión…

—No cambiaré.

La joven empezó a alejarse. En aquel instante, Druss sintió un golpe de aire frío en la cara.

Todos los sonidos se interrumpieron de inmediato. Druss parpadeó. La camarera estaba quieta como una estatua; su ancha falda, que ondulaba al andar, estaba inmóvil en el aire. Alrededor del hachero, los comensales y los bebedores estaban congelados en sus posiciones. Druss miró el fuego y vio que las llamas habían interrumpido su danza entre los leños y parecían solidificadas, al igual que el humo que desaparecía por la chimenea. Todos los olores habituales de una taberna, la carne asada, el humo de leña y el sudor de la gente, habían desaparecido, y los había reemplazado el aroma dulzón de la canela y el sándalo ardiendo.

Entonces vio a un nadir esmirriado, cubierto con una túnica tejida con pelo de cabra, que se abría paso entre los silenciosos parroquianos. Era mayor, pero no muy viejo, y llevaba el lacio pelo negro aceitado. Atravesó la sala y se sentó frente a Druss.

—Bienhallado seas, hachero —dijo con voz baja y siseante.

Druss clavó la mirada en los oscuros y rasgados ojos del hombre, y vio el odio en ellos.

—Tu magia tendrá que ser muy poderosa para impedir que estire un brazo y te rompa ese flaco cuello.

El viejo sonrió, mostrando unos dientes manchados y rotos.

—No he venido a hacerte daño, hachero. Soy Nosta Jan, chamán de la tribu Cabeza de Lobo. Ayudaste a un joven llamado Talismán, un amigo mío; luchaste a su lado.

—¿Y qué?

—Es alguien importante para mí, y los nadir pagamos nuestras deudas.

—No hay nada que pagar, ni nada que me puedas ofrecer.

Nosta Jan sacudió la cabeza.

—No estés tan seguro. En primer lugar, quizá te sorprenda saber que hay una docena de hombres fuera, esperándote, armados con porras y cuchillos. Pretenden impedir que te enfrentes al campeón gothir. Les han ordenado que intenten lesionarte si pueden, y que te maten si es preciso.

—Parece que todo el mundo desea que pierda —dijo Druss—. ¿Por qué me avisas? Y no me tomes por tonto con ese cuento de las deudas; puedo ver el odio en tus ojos.

El chamán guardó silencio durante un rato. Cuando habló de nuevo, su voz estaba cargada con una mezcla de malignidad y pesar.

—Mi pueblo te necesita, hachero.

Druss sonrió con frialdad.

—Te ha costado decirlo, ¿eh?

—Así es —reconoció el hombrecillo—. Pero por mi pueblo sería capaz de tragar brasas encendidas, así que decir una pequeña verdad a un ojos redondos es un dolor que podré soportar. —Sonrió de nuevo—. Un antepasado tuyo nos ayudó hace tiempo. Odiaba a los nadir, pero ayudó a mi abuelo en una gran batalla contra Gothir. Su heroísmo nos recordó los tiempos del Unificador. Lo llamaban Ángel, pero su nombre nadir era Difícil de Matar.

—Nunca he oído hablar de él.

—¡Los ojos redondos, sois repugnantes! Nos llamáis bárbaros, pero al menos conocemos la historia de nuestros antepasados. ¡Bah! Pero tenemos que ponernos en marcha; mis poderes tienen un límite, y esta apestosa taberna volverá pronto a estar llena de ruidos y hedores. Ángel tenía un enlace con los nadir, un vínculo de sangre creado por el destino. Y tú también. He arriesgado mi vida en muchos sueños místicos, y en todos ellos aparecía tu rostro ante mí. Aún no sé qué papel desempeñarás en nuestro pequeño drama; quizá no sea importante, pero lo dudo. Sea como sea, sé dónde debes estar en los próximos días: es preciso que viajes hasta el valle de las Lagrimas de Shul Sen. Está a cinco días a caballo, hacia el este. Allí hay un santuario consagrado a Oshikái, el Terror de los Demonios, el más grande de los guerreros nadir.

—¿Y a mí qué se me ha perdido allí? —preguntó Druss—. Dices que es necesario, pero no veo la necesidad por ningún lado.

El chamán sacudió la cabeza.

—Te hablaré de las Piedras que Curan, hachero. Se dice que no hay herida que no puedan sanar; hasta hay quien dice que pueden devolverles la vida a los muertos. Están ocultas en el santuario.

—Si te fijas bien, verás que no estoy herido.

El hombrecillo esquivó la mirada de Druss, y una sonrisa intrigante animó sus facciones castigadas por la intemperie.

—No, ahora no. Pero en Gulgothir pueden pasar muchas cosas. ¿Olvidas a los hombres que te esperan? Recuerda, Druss: cinco días a caballo hacia el este, en el valle de las Lágrimas de Shul Sen.

Druss sintió que se le nublaba la vista, y el bullicio de la taberna lo rodeó de nuevo. Parpadeó. La falda de la camarera seguía ondulando con los pasos de la joven, y no había ni rastro del chamán.

Terminó su cerveza y se levantó. Según había dicho el chamán, una docena de hombres lo estaba esperando. Matones contratados para impedirle luchar contra Klay. Suspiró y se acercó a la barra montada sobre caballetes. El tabernero, un tipo gordo y rubicundo, se dirigió a él.

—¿Otra cerveza, señor?

—No —respondió Druss. Dejó una moneda de plata en la barra—. Préstame tu garrote.

—¿Mi garrote? No sé a qué os referís.

Druss sonrió, se inclino hacia delante y habló en tono conspiratorio:

—Amigo mío, nunca he conocido a un tabernero que no tenga a mano una buena estaca. Soy Druss, el luchador drenai, y me han dicho que fuera hay grupo esperándome, dispuesto a impedir mi combate con Klay.

—He apostado para ese combate —murmuró el tabernero—. Escucha, ¿por qué no me acompañas a la bodega? Hay una salida secreta, y podrás evitar a esos tipos.

—No necesito salidas secretas —dijo Druss, pacientemente—. Sólo necesito que me prestes tu garrote.

—Un día, compañero, te darás cuenta de que es más sensato evitar los problemas. Nadie es invulnerable. —El tabernero se inclinó, sacó una porra de metal negro de un codo de largo y la dejó en la barra—. El exterior es de hierro, pero está rellena de plomo. Devuélvemela cuando termines.

Druss examinó el arma: era el doble de pesada que la mayoría de las espadas cortas. Se la ocultó en la manga derecha y se abrió paso entre la multitud. Abrió la puerta y vio a varios hombres. Vestían ropas gastadas y parecían mendigos. A la derecha distinguió a un segundo grupo. Todos se tensaron cuando Druss cruzó la puerta de la taberna; durante un instante, nadie se movió.

—Bueno, muchachos —dijo Druss, sonriendo de oreja a oreja—. ¿Quién quiere empezar?

—Dejádmelo a mí —dijo un tipo alto de barba enmarañada. Tenía hombros anchos y fuertes y, a pesar de sus ropajes, Druss sabía que no era ningún mendigo. Tenía la piel del cuello limpia, al igual que las manos, y el cuchillo que empuñaba era de acero ventriano: un arma nada barata—. Pareces asustado; lo leo en tus ojos —le dijo el cuchillero—, y puedo oler tu miedo.

Druss se quedó muy quieto y el hombre saltó hacia delante, apuntando con el cuchillo al hombro del hachero. Druss desvió la estocada con el antebrazo izquierdo y, en un movimiento fluido, clavó un gancho de izquierda en la barbilla del hombre, que cayó de bruces contra los adoquines y no volvió a moverse.

Druss abrió los dedos de la mano derecha y dejó caer la porra desde dentro de la manga. Varios hombres salieron de las sombras, y Druss cargó contra los atacantes. Embistió a uno con el hombro y lo hizo salir volando. La porra golpeó a diestro y siniestro, y más hombres fueron cayendo. El filo de un cuchillo le arañó un hombro; Druss agarró de la túnica al hombre que lo empuñaba y le dio un cabezazo en la cara, rompiéndole la nariz y un pómulo. Después hizo frente a otros dos atacantes. Uno cayó estúpidamente y se clavó su propio cuchillo; cuando la hoja atravesó la carne, el hombre comenzó a gritar. El otro retrocedió.

Pero llegaron más atacantes. Ocho luchadores, todos ellos con armas de acero afiladas. Druss sabía que habían olvidado su intención original de herirlo; sentía el odio y el ansia de sangre que irradiaban.

—¡Estás muerto, drenai! —dijo uno de ellos mientras el grupo avanzaba.

De repente se oyó una voz tronante.

—¡Aguanta, Druss! ¡Ya llego!

Druss echó una ojeada a la izquierda y vio a Klay, que se acercaba a la carrera desde el extremo del callejón. Los hombres reconocieron al gigantesco gothir, retrocedieron y echaron a correr. Klay llegó junto a Druss.

—Llevas una vida emocionante, amigo mío —dijo con una amplia sonrisa.

De repente, algo brillante voló hacia la cara de Druss. En un terrorífico instante, el hachero vio muchas cosas: el reflejo de la luna en la hoja del puñal, al lanzador, la expresión de triunfo en su rostro, y la mano de Klay que salía disparada como una serpiente, a una velocidad imposible, y atrapaba el puñal arrojadizo por la empuñadura, deteniéndolo a un par de dedos del ojo de Druss.

—Como te decía, Druss, la velocidad lo es todo.

Druss inspiró profundamente.

—No lo sé, compañero, pero me has salvado la vida, y no lo olvidaré.

Klay rió entre dientes.

—Vamos, amigo mío; tengo que comer. —Pasó un brazo por los hombros de Druss y se dirigió a la entrada de la taberna.

En aquel instante, una saeta con plumas negras atravesó el aire y se hundió en la espalda del campeón gothir. Klay dejó escapar un grito y cayó contra Druss. El hachero se tambaleó bajo el peso, y vio la flecha clavada en la espalda del luchador, a la altura de la cintura. Lo sujetó y lo tendió en el suelo con mucho cuidado; después escrutó las sombras buscando señales del atacante, y vio a dos hombres que huían; uno de ellos llevaba una ballesta. Druss quería perseguirlos, pero no podía abandonar a Klay.

—Quédate tumbado y quieto. Voy a buscar un médico.

—¿Qué ha pasado, Druss? ¿Por qué estoy tumbado?

—Te han clavado una flecha de ballesta. ¡Estate quieto!

—No puedo mover las piernas, Druss…

La sala de interrogatorios era fría y húmeda, e hilillos de agua fétida dejaban el rastro de su paso en las paredes grasientas. Dos lámparas de bronce que colgaban de un muro proporcionaban una luz parpadeante, pero no calor. Sentado ante una mesa rudimentaria, en cuya superficie se distinguían manchas de sangre antiguas y recientes, Chorin Tsu meditaba y aguardaba pacientemente. El menudo chiatze no habló con el guardia, un corpulento soldado vestido con una sucia túnica de cuero y unos pantalones rotos, de rostro brutal y ojos crueles, que estaba de pie junto a la puerta con los brazos cruzados. Chorin Tsu no lo miraba, sino que observaba la sala con objetividad clínica. Pero sus pensamientos estaban en el guardia. Había conocido a muchos hombres buenos de aspecto espantoso, y también a auténticos malvados con buena presencia, pero bastaba con echar una ojeada a aquel guardia para reconocer su carácter brutal; de alguna forma, su naturaleza grosera y vil había salido de su interior y moldeado sus rasgos: sus ojos se abrían bajo bolsas de grasa y estaban muy juntos, sobre una nariz ancha y cubierta de pústulas, y sus labios eran gruesos y carentes de firmeza.

Una rata negra correteó por la sala. El guardia se sobresaltó e intentó darle una patada, pero falló por mucho. El roedor desapareció por un agujero en la esquina más alejada de la pared.

—¡Putas ratas! —siseó el guardia, avergonzado por haberse dejado sorprender delante del prisionero—. Está claro que a ti te caen bien. ¡Perfecto! Pronto estarás viviendo con ellas; corretearán sobre tu cuerpo, te morderán y dejarán que sus pulgas te chupen la sangre en la oscuridad.

Chorin Tsu no le prestó atención.

La puerta chirrió al abrirse, y Garen Tsen entró. A la luz de las lámparas, el rostro del visir tenía un lustre amarillento y enfermizo, y sus ojos parecían brillar de un modo antinatural. Chorin Tsu no saludó; tampoco siguió la costumbre chiatze de ponerse en pie y hacer una reverencia ante la presencia de un superior. Simplemente, siguió sentado con expresión imperturbable.

El visir despidió al guardia y se sentó frente al menudo embalsamador chiatze.

—Os pido disculpas por lo inhóspito del entorno —dijo Garen Tsen, en chiatze—. Ha sido necesario, por vuestra seguridad. Hicisteis un trabajo maravilloso con la reina; su belleza no había sido nunca tan radiante.

—Os agradezco vuestros elogios, Garen Tsen —respondió Chorin Tsu con frialdad—, pero ¿por qué estoy aquí? Me prometisteis que sería liberado.

—Y así será, mi querido compatriota, pero primero tenemos que hablar. Explicadme vuestro interés por las leyendas nadir.

Chorin Tsu sostuvo la mirada del flaco visir. No era más que un juego con un único final posible. «Voy a morir —pensó—. Aquí, en este frío y miserable lugar». Quiso gritar, mostrar su odio al monstruo que tenía sentado ante él, rebelarse y desafiarlo. La fuerza de aquel sentimiento lo sorprendió, pues iba en contra de todas las enseñanzas chiatze, pero en su cara no apareció el menor rastro del torbellino desatado en su interior, y siguió sentado con expresión serena.

—Todas las leyendas se basan en hechos reales, Garen Tsen. Me gusta estudiar historia, y el estudio por sí mismo me complace.

—Por supuesto. Pero en los últimos tiempos, vuestros estudios se han concentrado en algo concreto, ¿no es cierto? Habéis pasado cientos de horas en la Gran Biblioteca, consultando volúmenes relacionados con Oshikái, el Terror de los Demonios, y con la leyenda del Lobo de Piedra. ¿Por qué?

—Me siento honrado por vuestro interés, pero lo cierto es que me resulta desconcertante descubrir que una persona de vuestro nivel y vuestras responsabilidades se preocupa por algo que no es, al fin y al cabo, nada más que un pasatiempo —replicó Chorin Tsu.

—Las ocupaciones e intereses de todos los residentes extranjeros están bajo observación, pero mi interés va más allá de esos asuntos rutinarios. Sois un erudito, y vuestro trabajo merece un público mayor. Me sentiría honrado de conocer vuestro punto de vista sobre el Lobo de Piedra, pero el tiempo apremia; quizá sea mejor que me resumáis los descubrimientos relacionados con los Ojos de Alcázar.

Chorin Tsu inclinó la cabeza casi imperceptiblemente.

—Quizá fuese conveniente posponer esta conversación hasta que ambos estemos sentados cómodamente en algún aposento más adecuado.

El visir se recostó en su asiento y cruzó los dedos bajo su afilada barbilla. Cuando habló, su voz era fría.

—Sacaros de aquí será costoso y peligroso, compatriota. ¿Cuánto vale vuestra vida?

Chorin Tsu se sorprendió. La pregunta era de lo más vulgar, y considerablemente indigna de un chiatze de buena cuna.

—Mucho menos de lo que creeríais, pero mucho más de lo que me puedo permitir —contestó.

—Creo que descubriréis que el precio está dentro de vuestras posibilidades, maestro embalsamador. Dos joyas, para ser exactos —dijo Garen Tsen—. Los Ojos de Alcázar. Estoy convencido de que habéis localizado su escondrijo. ¿Me equivoco?

Chorin Tsu guardó silencio. Durante muchos años había sabido que la muerte sería su única recompensa, y creía que se había preparado adecuadamente para recibirla. Pero en aquel instante, en aquel frío y húmedo calabozo, su corazón empezaba a latir de pánico. ¡Quería vivir! Levantó la vista y se encontró con la mirada ofídica de su compatriota. Con una voz que consiguió mantener firme, dijo:

—Supongamos, sólo por seguir el hilo de la conversación, que no os equivocáis. ¿De qué forma sería útil para este humilde embalsamador el compartir esa información?

—¿De qué forma sería útil? Quedaríais en libertad. Tenéis la sagrada palabra de un noble chiatze. ¿No es suficiente?

Chorin Tsu inspiró profundamente e hizo acopio del escaso valor que le quedaba.

—La palabra de un noble chiatze es sagrada, ciertamente, y no dudaría en compartir mis conocimientos en presencia de alguien así. Quizá deberíais ordeñar que trajesen a alguno, y así podríamos dar por terminada esta conversación.

El rostro de Garen Tsen se ensombreció.

—Habéis cometido un lamentable error, ya que ahora tendréis que entrevistaros con el torturador real. ¿Es eso lo que deseáis realmente, Chorin Tsu? Os hará hablar. Gritaréis, balbucearéis, lloraréis y suplicaréis. ¿Por qué someteros a tal sufrimiento?

Chorin Tsu meditó cuidadosamente sobre la pregunta. Durante toda su vida había seguido las costumbres y enseñanzas chiatze, sobre todo las leyes que gobernaban el sometimiento de la personalidad a los rigores de una etiqueta férrea, el fundamento de la cultura chiatze. Y en aquel momento se encontraba buscando la respuesta a una pregunta que ningún chiatze auténtico sería capaz de formular. La idea era detestable e impertinente; era el tipo de pregunta que sólo un bárbaro sería capaz de hacer. Miró a Garen Tsen a los ojos; el hombre esperaba una respuesta. Chorin Tsu suspiró y, por primera vez en su vida, habló como un bárbaro:

—Para fastidiarte, perro embustero.

El viaje había sido largo y árido. El sol caía a plomo sobre las estepas, y el calor extenuante había dejado a jinetes y monturas al borde del agotamiento. El estanque de piedra se hallaba en lo alto de las colinas, bajo un saliente de esquisto y pizarra. Eran pocos los que conocían su existencia, y en cierta ocasión, Talismán encontró los huesos descamados de un viajero que había muerto de sed a menos de veinte pasos de la salvación. El estanque tenía unas siete varas de largo y menos de cinco de ancho, pero era increíblemente profundo, y el agua estaba muy fría, casi helada. Después de atender a los caballos y dejarlos atados, Talismán se quitó el jubón y la camisa. El polvo y la arena le irritaban la piel de los brazos y los hombros. Se quitó las botas, se aflojó el chito, se sacó las calzas y se acercó, desnudo, hasta el borde del estanque. El sol le golpeaba la espalda, y sentía el calor de la roca en la planta de los pies. Tomó una bocanada de aire y se zambulló torpemente en las aguas cristalinas, levantando salpicaduras que brillaron al sol. Después salió a la superficie y se apartó de la cara el pelo negro.

Zhusái estaba sentada en el borde del estanque, completamente vestida. Su largo cabello negro estaba empapado de sudor; tenía la cara manchada de polvo, y su túnica de seda verde claro, un ropaje caro y exquisito que resplandecía cuando salió de Gulgothir, estaba arrugado por el viaje y cubierto de polvo.

—¿Sabes nadar, Zhusái? —le preguntó el hombre. Ella sacudió la cabeza—. ¿Quieres que te enseñe?

—Sois muy amable, Talismán. Quizá en otra ocasión.

Talismán nadó hasta el borde, salió y se sentó en una roca, al lado de la joven. Zhusái se arrodilló, se inclinó sobre el borde, metió las manos en el agua y se refrescó la frente y las mejillas. En los dos días que llevaban juntos, la mujer no había iniciado ninguna conversación. Si Talismán le preguntaba algo, ella se limitaba a contestar con su habitual educación y cortesía chiatze.

Zhusái se volvió a poner el ancho sombrero de paja y se sentó, soportando el calor agobiante sin una queja, y sin mirar a Talismán.

—Nadar no es difícil —dijo el nadir—. Y no hay peligro, Zhusái, estaré en el agua y te ayudaré. Además, está maravillosamente fresca.

Zhusái inclinó la cabeza y cerró los ojos.

—Os lo agradezco, señor Talismán; sois un acompañante muy atento. Pero el sol calienta demasiado; quizá deberíais vestiros, u os quemaréis.

—No. Creo que nadaré otro poco —dijo, saltando de nuevo al agua.

Sus conocimientos sobre los chiatze se limitaban a las tácticas guerreras, que eran aparentemente rituales. Según los anales de los gothir, la mayoría de las campañas se desarrollaban y concluían sin derramamientos de sangre. Los ejércitos maniobraban en los campos de batalla hasta que uno de los bandos aceptaba la ventaja del otro.

Pero aquello no lo ayudaba a entender a Zhusái. Talismán se puso de espaldas y flotó inmóvil; los buenos modales de su acompañante empezaban a resultarle fastidiosos. Sonrió, nadó hasta el borde y subió un brazo a la piedra, para sujetarse.

—¿Confías en mí? —le preguntó a la joven.

—Por supuesto. Sois el guardián de mi honor.

Talismán se sorprendió.

—Puedo proteger tu vida, Zhusái, y pondré en ello todo mi empeño, pero tu honor sólo puedes defenderlo tú misma. No es nada que un hombre, o una mujer, pueda quitarte. Para perderlo tendrías que renunciar a él.

—Si así lo decís, así debe de ser, señor —contestó Zhusái, dócilmente.

—¡No, no! No quiero que me des la razón por simple cortesía, Zhusái.

La joven lo miró a los ojos y guardó silencio, en unos momentos que se hicieron muy largos. Cuando habló, su voz era extrañamente diferente. Aún era suave y musical, pero traslucía una confianza y un aplomo que impresionaron a Talismán.

—Me temo que estamos hablando de cosas distintas. El honor del que habláis es un concepto masculino, surgido del combate y de la sangre. La palabra de un hombre. El patriotismo de un hombre. El coraje de un hombre. Es verdad que ese tipo de honor sólo puede perderse si se renuncia a él. Quizá guardián de mi virtud sería una expresión más apropiada. Y aunque también podríamos enredamos en una discusión filosófica sobre el significado de la palabra virtud, la uso en el sentido en que un hombre puede aplicársela a una mujer; especialmente si ese hombre es un nadir. Tengo entendido que entre vuestra gente se condena a muerte a las mujeres violadas, mientras que a los violadores sólo los destierran. —Guardó silencio y apartó de nuevo la mirada. Había sido el discurso más largo que Talismán había oído salir de sus labios.

—Estás enfadada —dijo.

Zhusái Se inclinó y sacudió la cabeza.

—Sólo es el calor, mi señor. Me temo que me ha hecho ser indiscreta.

Talismán salió del agua, fue hasta los caballos, y sacó una camisa y unas calzas limpias de las alforjas. Tras vestirse, regresó junto a la joven.

—Descansaremos aquí el resto del día y durante la noche. —Señaló al lado sur del estanque—. Allí hay una cornisa en la que el agua no tiene más de cuatro codos de profundidad. Te puedes bañar ahí. Iré a recoger leña para esta noche; tendrás intimidad mientras tanto.

—Gracias, señor —dijo Zhusái, inclinándose.

Talismán se puso las botas, se echó a la espalda un saco de lona y se alejó lentamente por el sendero. Al pasar por un altozano echó un vistazo a las estepas que se extendían frente a él: no había ni rastro de jinetes. El calor era intenso y abrasador. Talismán bajó lentamente de la colina, recogiendo ramas y echándolas en el saco. Por allí crecían arbustos y arbolillos del desierto; sus raíces se hundían profundamente en el seco suelo, y su árida existencia se mantenía gracias a la intensa lluvia que caía en los escasos días que allí pasaban por ser el invierno. Había leña en abundancia, y Talismán no tardó en llenar el saco.

Comenzaba a subir por la cuesta cuando oyó gritar a Zhusái. Dejó caer el saco y echó a correr. La joven había resbalado de la cornisa y agitaba los brazos en el centro del estanque. De repente, su cabeza desapareció bajo la superficie. Talismán se zambulló tras ella; estaba hundiéndose, a unas siete varas por debajo de él, y le salían burbujas de la boca. Talismán se sumergió tras ella, la agarró del pelo, giró sobre sí mismo y pataleó intentando ascender. Al principio no pudo, y estuvo a punto de dejarse llevar por el pánico. ¡La joven pesaba mucho, y si seguía agarrado a ella se ahogarían los dos! Miró a su alrededor y vio la cornisa desde la cual había resbalado Zhusái; estaba a poco más de tres varas, a su izquierda. La superficie debía de estar cerca. Zhusái era un peso muerto, y Talismán empezaba a quedarse sin aire, pero aguantó y pataleó con más energía, hasta que logró sacar la cabeza del agua. Tomó una gran bocanada de aire y arrastró a Zhusái hacia la comisa. El cuerpo de la joven se quedó flotando boca abajo. Talismán se puso a su lado y, con los pies ya apoyados en roca sólida, se la cargó en un hombro y salió del agua. La tendió en el suelo y le apretó la espalda con todo su peso; de la boca de Zhusái salió un hilo de agua, y el nadir siguió apretando. De repente, Zhusái tosió y vomitó. Talismán se levantó, corrió hacia los caballos y cogió una manta. Cuando volvió junto a la joven, ella se había sentado. La envolvió con la manta.

—Me estaba muriendo —dijo Zhusái.

—Sí, pero ahora estás viva.

Durante un rato, Zhusái guardó silencio. Después miró al nadir.

—Me gustaría aprender a nadar —dijo. Talismán sonrió.

—Te enseñaré. Pero no hoy.

El sol se estaba poniendo y empezó a hacer frío. Talismán fue a buscar el saco de leña. Cuando regresó, Zhusái se había puesto una túnica azul y unas calzas, y estaba limpiando el polvo de la túnica de viaje. El nadir encendió una hoguera en un pequeño nicho de la pared rocosa, sobre las cenizas de una fogata anterior. Zhusái se le unió y se sentaron un rato, en un cómodo silencio.

—¿Estudias historia, como tu abuelo? —preguntó él al cabo de un rato.

—Lo he ayudado desde que tenía ocho años, y he viajado a los lugares sagrados con él, muchas veces.

—¿Has estado en el santuario de Oshikái?

—Sí. Dos veces. Allí se irguió un templo, hace mucho tiempo. Mi abuelo cree que es la construcción más antigua que existe en las tierras de Gothir. Se dice que Oshikái fue llevado allí después de la Batalla del Valle. Su esposa estaba junto a él cuando murió, y desde entonces recibió el nombre del valle de las Lágrimas de Sul Shen. Algunos viajeros dicen que aún se la oye llorar, cerca del santuario en las noches de invierno. ¿La habéis oído llorar alguna vez, señor Talismán?

—Nunca he estado allí —dijo el guerrero.

—Perdonadme, señor —dijo Zhusái en voz baja, bajando la cabeza y cerrando los ojos—. Temo que mis palabras, que pretendían ser triviales, os hayan ofendido.

—En absoluto, Zhusái. Háblame del santuario. Dime cómo es.

Zhusái levantó la mirada.

—Han pasado tres años desde la última vez que estuve allí. Tenía catorce años, y mi abuelo me dio mi nombre de mujer: Zhusái.

—¿Cuál era tu nombre de niña?

—Voni. Significa «Rata Parlanchina» en chiatze.

Talismán rió entre dientes.

—Tiene un significado… parecido… en nadir.

—En nadir significa «Cabra Charlatana» —dijo Zhusái.

La joven inclinó la cabeza y mostró una sonrisa tan deslumbrante que tuvo en Talismán el efecto de un puñetazo en el entrecejo. Parpadeó e inspiró profundamente. Antes de aquella sonrisa, Zhusái había lucido una belleza fría y distante, y al nadir no le causaba ningún problema el hecho de viajar con ella. Pero todo había cambiado. Se sorprendió por haberse quedado sin aliento. Cuando la había salvado de ahogarse, que ella estuviera desnuda no lo había afectado, pero en aquel momento se sintió perturbado por el recuerdo de la piel dorada, la curva de sus caderas y su vientre, y los pezones grandes y oscuros que coronaban los pechos menudos.

Se dio cuenta de que Zhusái le estaba hablando.

—¿Estáis bien, señor?

—Sí —respondió, con más sequedad de la que pretendía.

Talismán se levantó y se alejó de la sorprendida joven, fue hasta el sendero y trepó a una roca cercana al altozano. La sonrisa de Zhusái resplandecía en su mente, y sintió por ella un deseo físico casi doloroso. Era como si lo hubieran hechizado. Echó una ojeada nerviosa a la hoguera, donde Zhusái seguía sentada en silencio. «No es ninguna bruja —pensó—. No es eso». Era, sencillamente, la mujer más hermosa que Talismán había encontrado en su vida.

Y él se había comprometido, por su honor, a entregarla a otro hombre.

Chorin Tsu había hablado de un sacrificio.

En aquel momento, Talismán entendió qué quería decir.

Zhusái estaba sentada junto a la pequeña hoguera, con la manta multicolor sobre los hombros. Talismán dormía cerca; su respiración era lenta y regular. Uno de los caballos se movió, dormido, y rascó el suelo de piedra con un casco; Talismán se agitó, pero no se despertó. La joven contempló el rostro del nadir a la luz de la luna. No era especialmente apuesto, pero tampoco era feo. Le resultaba atractivo, y Zhusái recordó su toque amable cuando le echó la manta por los hombros y la mirada preocupada con que la observó mientras se recuperaba de la terrible experiencia en el estanque. Durante los siete años que había pasado con su abuelo, Zhusái había conocido a muchos nadir. Algunos le habían caído bien; otros le parecieron despreciables. Pero todos la atemorizaban; había una ferocidad inherente en el carácter de los nadir, un apetito por la sangre y la violencia. Talismán era distinto. Era fuerte, y emanaba un aura de poder que no era habitual en una persona tan joven, pero ella sentía que no era cruel ni ansiaba derramar sangre.

Zhusái echó al fuego los últimos trozos de leña. La noche no era especialmente fría, pero la luz de las llamas era reconfortante. «¿Quién eres, Talismán?», se preguntó. Era un nadir, no había la menor duda, y ya era un hombre. ¿Por qué no llevaba un nombre nadir? ¿Por qué usaba precisamente el de Talismán?

Por otra parte estaba su forma de hablar. El idioma nadir era gutural; muchos sonidos surgían de la garganta, lo que hacía que fuesen normalmente torpes cuando hablaban el idioma más suave de los ojos redondos sureños. Pero no era el caso de Talismán; se expresaba con fluidez y modulaba bien las palabras. Zhusái había pasado muchos meses entre los nadir, pues su abuelo viajaba a menudo en busca de lugares de interés histórico. Era un pueblo brutal, tan duro e implacable como las estepas que habitaba. Trataban a las mujeres con crueldad indiferente. Zhusái se recostó y repasó los sucesos del día anterior.

Cuando Talismán se había desnudado y había saltado al agua, Zhusái se había sentido ofendida y curiosamente alterada. No había visto nunca a un hombre desnudo. La piel del nadir era de un tono dorado desvaído, y su cuerpo, fibroso como el de un lobo. Tenía la espalda, las nalgas y los muslos cubiertos de cicatrices blancas: marcas de latigazos. Los nadir eran crueles con las mujeres, pero raramente azotaban a los niños y, desde luego, nunca con suficiente fuerza para dejar marcas como aquellas.

Indudablemente, Talismán era un enigma.

—Será uno de los generales del Unificador —le había dicho su abuelo—. Es un pensador y, a la vez, un hombre de acción. Los hombres así son poco corrientes. Los nadir alcanzarán la gloria con hombres como él.

Su abuelo hablaba con un fervor que la dejó confusa.

—No son nuestra gente, abuelo. ¿Por qué debería importamos?

—Tenemos los mismos orígenes, pequeña. Pero esa no es la razón; no toda. Chiatze es una nación próspera y orgullosa, y nuestro orgullo se basa en nuestra individualidad y nuestra cultura. Los ojos redondos son salvajes, y sus malvados objetivos están más allá de nuestra comprensión. ¿Cuánto tiempo tardarán en posar sus ojos en Chiatze y traer sus guerras, sus enfermedades y su locura a nuestra tierra? Una nación nadir unificada sería un muro contra esa invasión.

—Nunca han estado unidos; se odian entre sí.

—Aquel que vendrá, el hombre de ojos violeta, tendrá el poder de unirlos; de cerrar heridas que tienen siglos de antigüedad.

—Perdona mi falta de agudeza, abuelo, pero no lo entiendo —dijo Zhusái—. Si realmente viene el Unificador, si está escrito así en las estrellas, ¿por qué has de pasar tanto tiempo estudiando, viajando y reuniéndote con chamanes? ¿No conseguirá el poder independientemente de tus esfuerzos?

Chorin Tsu había sonreído y le había cogido las manos.

—Quizá sea así, Voni. Quizá. Un quiromante puede decirte muchas cosas sobre tu vida, tu pasado y tu presente, pero cuando mire al futuro, te dirá: «Esta mano dice lo que debería ocurrir; esta otra, lo que podría ocurrir». Nunca dirá: «Esta mano dice lo que va a ocurrir». Soy astrólogo de cierto talento: sé que el hombre de ojos violeta está allí fuera, en alguna parte. Pero también sé que lo acechan peligros. No basta con que posea el valor, la energía y el poder de unir a las masas, las fuerzas que se le opondrán son poderosas. Existe, Zhusái. Es alguien especial que destaca entre la multitud. Debería alzarse y gobernar. Podría cambiar el mundo. Pero ¿lo conseguirá? ¿O antes lo encontrará el enemigo, o caerá por culpa de una enfermedad? No puedo sentarme a esperar. Mis estudios me indican que tengo el poder de catalizar la acción en este pequeño drama; que puedo ser el soplo de viento que desencadena la tormenta.

De modo que habían continuado los viajes y los estudios, en busca del hombre de los ojos violeta.

Un día, aquel horrible chamán, Nosta Jan, se presentó en su casa, en Gulgothir. A Zhusái le había caído mal desde el primer momento; de él surgía un aura casi palpable de perversidad y malevolencia. El chamán y su abuelo se habían encerrado durante varias horas, y cuando el chamán se marchó, Chorin Tsu le reveló el alcance del horror que estaba por llegar. Zhusái se llevó una impresión tan grande que su educación chiatze pareció evaporarse, y habló sin rodeos.

—¿Quieres que me case con un salvaje, abuelo? ¿Que viva rodeada de suciedad y de miseria entre gentes que valoran a sus mujeres menos que a sus cabras? ¿Cómo puedes hacerme esto?

Chorin Tsu pasó por alto la falta de modales, aunque Zhusái se dio cuenta de que su estallido lo había ofendido y decepcionado.

—Ese salvaje, como tú lo llamas, es alguien especial. Nosta Jan ha caminado por la Niebla. He estudiado las cartas astrales y echado las runas. No cabe duda: eres crucial en esta misión. Sin ti, el tiempo del Unificador no llegará.

—¡Ese es tu sueño, no el mío! ¿Cómo puedes hacerme esto?

—Contrólate, nieta; te lo ruego. Esta… exhibición inapropiada es descorazonadora. Yo no he creado esta situación. Te diré una cosa, Zhusái: siempre que he analizado tus cartas astrales he visto que estabas destinada a casarte con un gran hombre. Sabes que eso es cierto. Bien, pues resulta que ese hombre es el Unificador. Lo sé, sin la menor duda.

Bajo la luna y las estrellas, Zhusái contempló a Talismán.

—¿Por qué no habrás sido tú? —susurró.

Talismán abrió sus ojos oscuros.

—¿Decías algo?

Zhusái se estremeció.

—No. Siento haberte despertado.

Talismán se puso de lado y vio que el fuego seguía encendido. Entonces se volvió a acostar y se durmió de nuevo.

Cuando se despertó, Zhusái se dio cuenta de que estaba tapada con su manta y la de Talismán. Se incorporó y vio al nadir sentado con las piernas cruzadas en unas rocas, a cierta distancia y de espaldas a ella. Apartó las mantas y se levantó. El sol despuntaba tras las cumbres y la temperatura empezaba a subir. Zhusái se estiró y se acercó a Talismán, que tenía los ojos cerrados, los brazos doblados y las manos juntas sobre el pecho, con los pulgares entrecruzados. El abuelo de Zhusái adoptaba aquella postura para meditar, normalmente cuando estaba intentando resolver algún problema. Sin hacer ruido, Zhusái se sentó frente al guerrero.

«¿Dónde estás, Talismán? —se preguntó—. ¿Por dónde vuela tu espíritu inquieto?».

Era un niño que no había visto nunca una ciudad. Su corta vida había transcurrido en las estepas, donde corría y jugaba entre las tiendas de la tribu de su padre. A los cinco años había aprendido a cuidar las cabras, a hacer queso con su leche, y a tensar y raspar las pieles de los animales sacrificados. A los siete años era capaz de montar un potro y disparar un arco. Pero a los doce había sido separado de su padre por hombres con armaduras brillantes que viajaron lejos de las estepas, hasta una ciudad de piedra situada junto al mar.

Aquella fue la primera conmoción que Talismán había sufrido en su vida. Su padre, el más fuerte y valiente de los jefes nadir, se había quedado sentado en silencio cuando llegaron los guerreros de ojos redondos y armaduras. Aquel hombre que había luchado en cien batallas no había dicho una palabra; ni siquiera había mirado a los ojos de su hijo. Nosta Jan se le había acercado y había apoyado su sarmentosa mano en el hombro del chiquillo.

—Has de ir con ellos, Okái. La seguridad de la tribu está en juego.

—¿Por qué? Somos los cabezas de lobo; los más fuertes.

—Porque tu padre lo ordena.

Habían aupado a Okái a la silla de un caballo enorme, y el largo viaje dio comienzo. No todos los chiquillos nadir aprendían la lengua de los ojos redondos, pero Okái tenía buen oído para los idiomas, y Nosta Jan pasó mucho tiempo enseñándole sus sutilezas, de modo que comprendía bien a los soldados relucientes. Bromeaban a costa de los chiquillos que recogían, y se referían a ellos como cachorros de boñiga. Aparte de aquello, no trataban mal a sus prisioneros. Viajaron durante veinticuatro días y por último llegaron a un lugar de pesadilla que los pequeños nadir contemplaron con asombro y terror. Todo era de piedra; piedra que cubría el suelo y se alzaba hasta el cielo. Muros altos y casas aún más altas; calles estrechas y una masa humana que se agitaba sin cesar como una gigantesca serpiente a través de plazas, calles, callejones y avenidas.

Aquel verano llevaron a la ciudad de Bodacas diecisiete muchachos nadir, todos hijos de jefes. Talismán-Okái recordó el trayecto por las calles de la ciudad; a los chiquillos que señalaban con el dedo a los nadir y chillaban, aullaban y hacían gestos de burla. Los adultos se detenían y observaban, con expresión sombría. La cabalgata se detuvo ante un edificio rodeado por muros, en las afueras de la ciudad, donde se abrió una doble puerta de bronce y hierro. A Okái le pareció que atravesaba cabalgando la boca de una gran bestia, y el miedo le atenazó la garganta.

Pasadas las puertas se extendía un terreno de entrenamiento pavimentado, completamente llano, y Okái observó a los muchachos y jóvenes que practicaban con espadas y escudos, lanzas y arcos. Todos vestían igual: túnica roja, pantalones oscuros y botas altas de cuero marrón lustrado. Interrumpieron los ejercicios cuando los muchachos nadir y sus guardianes atravesaron el terreno.

Un joven rubio se adelantó, empuñando aún su espada de prácticas.

—Veo que nos han traído dianas para el tiro al blanco —dijo a sus compañeros. Todos se echaron a reír.

Los nadir recibieron la orden de desmontar, y fueron llevados a un edificio de seis plantas, en el cual subieron por una escalera interminable que llevaba hasta el quinto piso. Allí avanzaron por un largo y claustrofóbico pasillo que conducía a una gran sala en la que, tras una mesa de roble pulido, estaba sentado un robusto guerrero que lucía una barba bifurcada. Tenía una gran cicatriz que iba desde el lado derecho de su nariz y se curvaba hasta debajo de la mandíbula. Sus antebrazos mostraban también innumerables cicatrices de combate. Cuando los nadir entraron, se levantó.

—Formad en dos filas —ordenó. Su voz era grave y fría.

Los muchachos obedecieron. Okái, al ser uno de los más pequeños, estaba en la línea delantera.

—Habéis venido aquí para convertiros en jenízaros. No sabréis lo que significa, pero os lo voy a explicar. El rey, ¡larga vida al rey!, ha diseñado un brillante plan para detener los ataques nadir, ahora y en el futuro. Estáis aquí como rehenes y garantía de que vuestros padres se comportarán como es debido. Pero además de eso, durante los años que pasaréis aquí aprenderéis a ser civilizados, y qué son los buenos modales y el buen comportamiento. Aprenderéis a leer, a debatir, a pensar. Estudiaréis poesía, literatura, matemáticas y cartografía. Estudiaréis las artes de la guerra, la estrategia, la logística y el mando. Primero seréis cadetes, y después, oficiales del ejército de Gothir. —Levantó la mirada y se dirigió a los dos oficiales que habían guiado a los muchachos a la sala—. Id a tomar un baño y limpiaos el polvo del viaje; yo tengo un par de cosas más que decir a estos… cadetes.

Cuando salieron los oficiales, cerrando la puerta a su paso, el guerrero se acercó a los muchachos nadir y se detuvo justo delante de Okái.

—Lo que acabáis de oír, monos comemierda, es la bienvenida oficial a la academia de Bodacas. Soy Gargan, señor de Lames, y la mayoría de estas cicatrices las he conseguido luchando contra vuestra miserable estirpe. Me he pasado la vida matando escoria nadir. No se os puede enseñar nada, porque no sois humanos; sería como intentar que un perro aprendiese a tocar la flauta. Esta estúpida idea ha salido de la mente confusa de un viejo demente; cuando muera, su estupidez morirá con él. Pero hasta que llegue ese anhelado día más vale que trabajéis duro, porque los lentos y los estúpidos tendrán una cita con el látigo. Y ahora, id a las escaleras. Abajo os espera un cadete que os llevará a intendencia, donde os darán túnicas y calzado.

Talismán regresó bruscamente al presente cuando oyó a Zhusái moverse delante de él. Abrió los ojos y sonrió.

—Hoy tenemos que ir con cuidado. Esta zona, según me dijo tu abuelo, está controlada por una tribu de notás llamada Cortaespaldas. Me gustaría evitarlos, si es posible.

—¿Por qué los llaman así? —preguntó Zhusái.

—Dudo que sea por algo relacionado con sus prácticas filantrópicas —respondió Talismán. Se acercó a los caballos.

—¿«Prácticas filantrópicas»? —repitió Zhusái—. ¿Qué clase de nadir eres?

—Soy el perro que aprendió a tocar la flauta —respondió él. Terminó de ajustar las cinchas de los caballos y montó en el suyo.

Cabalgaron durante toda la mañana, y a mediodía se detuvieron en una hondonada para dar un descanso a los caballos, y para comer un poco de tasajo y queso. No habían divisado ningún jinete, pero Talismán había descubierto un rastro reciente, y en una ocasión habían pasado junto a unas bostas de caballo que aún estaban húmedas.

—Tres guerreros —dijo el nadir—. Van por delante de nosotros.

—Es extraño. ¿No podría tratarse de simples viajeros?

—Quizá, pero no es probable. No llevan carga y no se han esforzado lo más mínimo en cubrir su rastro. Si podemos, evitaremos el contacto.

—Tengo dos puñales arrojadizos, uno en cada bota, señor —dijo Zhusái, inclinando la cabeza—. Soy hábil con ellos. Aunque, por supuesto —se apresuró a añadir—, no me cabe duda de que un guerrero como vos podrá acabar fácilmente con tres notás.

Talismán asimiló la información.

—Pensaré en lo que has dicho, pero confío en que no haga falta derramar sangre. Intentaré parlamentar para que nos permitan el paso; no deseo matar a otro nadir.

Zhusái se inclinó de nuevo.

—Estoy segura, señor, de que idearéis un plan adecuado.

Talismán descorchó la cantimplora, bebió un trago de agua y se enjuagó la boca. Según el mapa que le había proporcionado Chorin Tsu, el agua más cercana se encontraba a medio día de viaje hacia el este. Allí era donde tenía la intención de acampar, aunque supuso que los notás habrían tenido la misma idea. Le pasó la cantimplora a Zhusái y esperó mientras la joven bebía; después se acercó a los caballos, humedeció un paño y les limpió el polvo y la arena de los ollares. Volvió junto a Zhusái y se agachó delante de ella.

—Acepto tu ofrecimiento —dijo—. Pero dejemos muy clara una cosa: no usarás tus puñales a menos que te lo ordene expresamente. ¿Eres diestra? —Zhusái asintió—. Entonces apuntarás al hombre que esté más alejado de tu izquierda. Si nos encontramos con los notás, desenvainarás el cuchillo subrepticiamente; después esperarás mi orden, y lanzarás el cuchillo cuando pronuncie tu nombre.

—Entendido, señor.

—Hay otro asunto que tenemos que aclarar. La cortesía chiatze es legendaria, y resulta apropiada en un mundo de asientos cubiertos de seda, bibliotecas inmensas y diez mil años de civilización, pero aquí no. Sácate de la cabeza la relación entre guardián y protegida; hemos decidido el plan de batalla y somos dos guerreros que cabalgan juntos a través de un territorio hostil. De ahora en adelante, me alegraría que me hablases con menos formalidad.

—¿No deseáis que os llame señor?

Talismán la miró a los ojos y se le secó la boca.

—Reserva el tratamiento para tu esposo, Zhusái. Puedes llamarme Talismán.

—Se hará como ordenéis… ordenes, Talismán.

El sol de la tarde caía sobre la estepa, y los caballos avanzaban pesadamente, con la cabeza gacha, hacia las distantes montañas. El terreno parecía llano y despejado, pero Talismán sabía que estaba lleno de hondonadas y depresiones, y los tres notás podían estar en un centenar de escondrijos diferentes. El nadir entrecerró los ojos y escrutó el paisaje asolado.

Nada a la vista. Aflojó el sable y siguió cabalgando.

Gorkái era asesino y ladrón; normalmente, aunque no exclusivamente, por aquel orden. El sol caía a plomo sobre él, pero ni una gota de sudor corría por su chato y feo rostro. Los dos hombres que lo acompañaban llevaban sombreros de paja de ala ancha para protegerse la cabeza y el cuello del sol inmisericorde, pero a Gorkái no lo incomodaba el calor; estaba acechando a una nueva víctima. Tiempo atrás había aspirado a ser algo más que ladrón; había poseído su propio rebaño de cabras y una cuadra de excelentes caballos nacidos de la semilla de los recios sementales de los pasos del norte. Gorkái soñaba con el día en que pudiera comprar una segunda esposa, incluso antes de haber conseguido la primera. Y más aún. En aquellos tiempos en los que dejaba volar su imaginación se veía como miembro del consejo de la tribu. Aquellos sueños no eran más que humo, un regusto agrio en el fondo de su memoria.

Ahora era un notás; un nadir sin tribu.

Estaba sentado bajo el sol abrasador y contemplaba la estepa, y ya no soñaba. En el campamento, la zorra de nariz hendida que lo esperaba exigiría alguna chuchería a cambio de otorgarle sus favores.

Baski se agachó a su lado.

—¿Crees que habrán perdido el rastro? —preguntó.

Habían escondido los caballos en una hondonada cercana, y los dos hombres se ocultaban parcialmente tras las enmarañadas ramas de unos arbustos sihjis. Gorkái miró de reojo al fornido guerrero que estaba junto a él.

—No. Cabalgan lentamente para no agotar a sus monturas.

—¿Atacaremos cuando estén a la vista?

—¿Crees que será una víctima fácil? —replicó Gorkái.

Baski carraspeó, lanzó un escupitajo y se encogió de hombros.

—Es un hombre solo. Y nosotros somos tres.

—¿Tres? Si fueras más listo no incluirías a Diung en la cuenta.

—Diung ya ha matado antes, yo lo he visto.

Gorkái sacudió la cabeza.

—Sabe matar, sí, pero nos enfrentamos a alguien que sabe pelear.

—Aún no lo hemos visto, Gorkái. ¿Cómo lo sabes?

El hombre mayor se recostó.

—No hace falta conocer a las aves para saber que el halcón es el cazador, y la paloma, la presa; ¿comprendes? Las garras afiladas, el pico curvo, la potencia y la velocidad de las alas… Con los hombres ocurre igual. El que nos sigue es cuidadoso; avanza con precaución y evita las zonas donde se puede montar una emboscada, lo que demuestra que conoce el arte del asalto. También sabe que está en un territorio hostil, pero a pesar de ello cabalga por él. Eso demuestra que tiene valor y seguridad en sí mismo. No tenemos prisa, Baski. Primero observaremos; mataremos después.

—Me inclino ante tu sabiduría, Gorkái.

Oyeron un ruido a sus espaldas. Gorkái se giró y vio a Diung trepando por la cuesta.

—¡Despacio! —siseó Gorkái—. ¡Estás levantando polvo!

Diung frunció el ceño.

—No se ve desde lejos —dijo—. Te preocupas como una vieja.

Gorkái dio la espalda al joven. No era necesario decir nada más. Diung tenía un talento especial para comportarse con estupidez, y una habilidad casi sobrenatural para resistirse a la lógica.

Los jinetes no habían dado aún señales de vida, y Gorkái se relajó. En otros tiempos lo habían considerado prometedor, alguien cuya voz se escucharía en el futuro. Aquellos días estaban ya muy lejos, sepultados por el polvo del pasado. Cuando fue desterrado creyó que había tenido mala suerte, pero ahora, con la sabiduría inútil que le daba la experiencia, sabía que no había sido cuestión de suerte. Había sido impaciente y había llegado demasiado lejos, demasiado deprisa. La arrogancia de la juventud. Era demasiado listo para reconocer su estupidez.

Tenía sólo diecisiete años cuando participó en el ataque a la tribu Cabeza de Lobo. Gorkái capturó treinta caballos. Repentinamente rico, se había convertido en un fanfarrón; parecía que los dioses de la piedra y del agua lo sonreían. Retrospectivamente, se daba cuenta de que había sido un regalo envenenado. Si hubiera atrapado a dos caballos, le habría servido para conseguir una esposa. Diez, y se habría hecho un hueco entre la élite. Pero treinta eran demasiados para un chico tan joven, y cuanto más presumía, más disgusto provocaba. No era algo que un joven entendiese con facilidad. En la gran reunión del verano hizo una oferta por Li Shi, la hija de Lon Tsen. ¡Cinco caballos! Nadie había ofrecido nunca cinco caballos por una virgen.

Y fue rechazado. El recuerdo de aquella vergüenza hacía que se le encendiesen las mejillas, incluso después de tantos años. Fue humillado ante todo el mundo: Lon Tsen entregó su hija a un guerrero que le había ofrecido un caballo y siete mantas.

Gorkái se enfureció terriblemente, y la humillación alimentó en su interior un odio tan intenso que cuando se le ocurrió el plan, lo aceptó ciegamente como un brillante ardid que le permitiría recuperar su orgullo mancillado. Había raptado a Li Shi, la había violado y luego se la había devuelto a su padre. «A ver quién se queda ahora con las sobras de Gorkái», le había dicho al anciano. Según la costumbre nadir, ningún otro hombre se casaría con ella. La ley decía que su padre podría entregársela a Gorkái o matarla por llevar la vergüenza a la familia.

Fueron a buscarlo por la noche, y lo arrastraron ante el consejo. Fue testigo de la ejecución de la muchacha, estrangulada por su propio padre, y a continuación oyó a los miembros del consejo pronunciar las palabras que ordenaban su destierro.

A pesar de todas las muertes que había causado desde entonces, recordaba la ejecución de la muchacha con auténtico pesar. Li Shi no se había resistido; había clavado los ojos en Gorkái y no los había apartado hasta que el brillo de su mirada se apagó y su mandíbula colgó flojamente. La culpa se quedó con él, como una losa sobre su corazón.

—¡Ahí están! —susurró Baski.

Gorkái dejó de lado sus recuerdos y entrecerró los ojos. Aun a cierta distancia, el hombre caminaba justo delante de la mujer. Era lo máximo que se habían acercado a ellos en todo aquel tiempo. Gorkái estudió al hombre. Del pomo de su silla colgaban un arco y un carcaj, y en la cintura llevaba un sable de caballería. Soltó las riendas a unos sesenta pasos de Gorkái, que se sorprendió al ver lo joven que era. A juzgar por su habilidad, el jefe notás esperaba encontrar a un guerrero experimentado de unos treinta años.

La mujer se adelantó hasta colocarse junto al guerrero, y Gorkái se quedó boquiabierto. Era increíblemente hermosa, esbelta y de pelo negro como el ala de cuervo, pero lo que más lo asombró fue el parecido que tenía con la muchacha a la que amó una vez. ¿Los dioses le estaban ofreciendo otra oportunidad? El áspero sonido del acero saliendo de su funda rompió el silencio, y Gorkái miró irritado a Diung, que acababa de desenvainar la espada.

En la estepa, el jinete hizo girar a su montura y se desvió a la izquierda. Hombre y mujer emprendieron el galope.

—¡Imbécil! —dijo Gorkái.

—Somos tres. Vamos a por ellos —apremió Baski.

—No hace falta. La única agua que hay en quince leguas a la redonda está en el estanque de Kall. Los encontraremos.

Talismán estaba sentado de espaldas al fuego cuando tres jinetes se acercaron al campamento que había montado a doscientos pasos del estanque de Kall. Se trataba de otro estanque de piedra, alimentado en parte por unos profundos pozos artesianos. Alrededor del estanque crecían varios arbolillos, y unas cuantas flores de colores vivos habían nacido en la tierra húmeda que rodeaba el borde del agua. Zhusái había querido acampar allí mismo, pero Talismán se había negado y había encendido la hoguera al lado de una pared de roca desde la que se divisaba el estanque. La joven estaba dormida junto al fuego mortecino cuando los jinetes hicieron su aparición, pero Talismán montaba guardia. Tenía el sable desenvainado ante sí, y a un lado, el arco de caza; había sacado tres flechas del carcaj y estaban clavadas en el suelo.

Los jinetes se detuvieron, observándolo mientras él los estudiaba a ellos. El guerrero que estaba en el centro era robusto, llevaba el pelo muy corto, y la línea de su cuero cabelludo formaba un pico en mitad de la frente. A su derecha estaba un jinete más bajo y delgado, de ojos brillantes, y a la izquierda, un tipo de cara redonda que llevaba un casco de hierro sujeto con tiras de cuero.

Los jinetes esperaron, pero Talismán no se movió ni habló. Al fin, el que parecía el jefe desmontó.

—Un lugar solitario —susurró. Zhusái se despertó y se sentó.

—Todos los lugares parecen desolados para un hombre solitario —replicó Talismán.

—¿Y eso qué significa? —preguntó el guerrero. Hizo una señal para que sus compañeros se acercasen.

—¿Hay algún lugar en la Tierra de Piedra y Agua en el que un notás se sienta bienvenido?

—No eres muy amistoso —dijo el hombre, dando un paso. Los otros dos se movieron, flanqueándolo, con las manos en las empuñaduras de las espadas.

Talismán se levantó dejando el sable en el suelo. Los brazos le colgaban relajadamente a los lados. La luna brillaba sobre el grupo. Zhusái fue a levantarse, pero Talismán se lo impidió.

—Quédate donde estás… Zhusái —dijo—. Acabaremos en un momento.

—Pareces muy seguro —dijo el jefe—. Pero estás en tierras extrañas, no entre amigos.

—Esta tierra no es extraña para mí —dijo Talismán—. Es territorio nadir, gobernado por los dioses de Piedra y Agua. Soy nadir, y esta es mi tierra por derecho y por la sangre. Vosotros sois quienes desentonáis aquí. ¿No sentís vuestra muerte en el aire, en la brisa? ¿No sentís que la tierra os desprecia? ¡Notás! El nombre apesta como un cerdo que lleva tres días muerto.

El jefe enrojeció.

—¿Te crees que hemos escogido ese nombre, bastardo arrogante? ¿Crees que vivir así es elección nuestra?

—¿Por qué hablas con él? —espetó el guerrero de cara redonda—. ¡Vamos a por él!

La espada del guerrero salió de la funda como una serpiente, y su propietario cargó. La mano derecha de Talismán fue hacia arriba y hacia atrás, y el puñal atravesó el aire y se alojó en el ojo derecho del hombre, hundiéndose hasta la empuñadura de marfil. El guerrero avanzó un par de pasos más antes de caer de bruces. Cuando el otro guerrero se adelantó, el puñal de Zhusái se le hundió en el cuello. La sangre le bajó por la garganta, y el hombre tosió, soltó su espada, se desclavó el puñal y miró con incredulidad la fina hoja. Cayó de rodillas e intentó hablar, pero la sangre salió de su boca en un chorro carmesí.

Talismán hizo saltar su sable con el pie y lo atrapó hábilmente por la empuñadura.

—Tu difunto amigo te había hecho una pregunta —le dijo al asombrado jefe—, y me gustaría oír la respuesta. ¿Por qué estás hablando conmigo?

El hombre parpadeó y se sentó ante el fuego.

—Tienes razón —dijo—. Puedo sentir el desprecio, y estoy solo, pero no fue siempre así. Cometí un error por culpa de mi orgullo y mi estupidez, y llevo veinte años pagándolo. Y no veo el final.

—¿A qué tribu pertenecías?

—A la de los Grises del Norte.

Talismán se sentó frente al hombre.

—Me llamo Talismán y vivo para servir al Unificador. Su momento está a punto de llegar. Si quieres volver a ser nadir, sígueme.

El hombre sonrió y sacudió la cabeza.

—¿El Unificador? ¿El héroe de los ojos violeta? ¿Crees que existe? Y aunque existiera, ¿por qué iba a aceptarme?

—Te aceptará si estás conmigo.

—¿Sabes dónde está?

—Sé lo que nos llevará hasta él ¿Me seguirás?

—¿Cuál es tu tribu?

—Cabeza de Lobo. También será la tuya.

El guerrero contempló las llamas con tristeza.

—Todos mis problemas empezaron con los cabezas de lobo. Quizá con los cabezas de lobo se acaben. —Cruzó su mirada con la de Talismán—. Te seguiré. ¿Qué juramento de sangre me exiges?

—Ninguno —respondió Talismán—. Has dicho que me seguirías, y cumplirás tu palabra. ¿Cómo te llamas?

—Gorkái.

—Monta guardia, Gorkái. Estoy cansado.

Talismán guardó su sable, se tapó con una manta y se durmió.

Zhusái guardó silencio mientras Talismán se acostaba y apoyaba la cabeza en un antebrazo, y su respiración se hacía más lenta y profunda. No daba crédito a lo que acababa de presenciar. Echó una ojeada nerviosa a Gorkái y vio que estaba tan confuso como ella. Un momento antes, aquel hombre y otros dos habían entrado a caballo en su campamento con intención de matarlos. Ahora, dos de aquellos hombres estaban muertos, y el tercero estaba sentado junto al fuego. Gorkái se levantó, y la joven se estremeció, pero el guerrero nadir se limitó a acercarse a uno de los cadáveres y arrastrarlo lejos del campamento, y luego repitió la operación con el otro. Cuando regresó, se agachó frente a Zhusái y tendió una mano. La joven la miró y vio que sostenía su puñal arrojadizo de mango de marfil. Lo aceptó en silencio.

Gorkái se levantó y recogió más leña, antes de sentarse junto al fuego. Zhusái no podía dormirse, convencida de que en el momento en que cerrase los ojos aquel asesino degollaría a Talismán, y luego la violaría y la mataría.

La noche fue pasando, pero Gorkái no hizo ningún movimiento hacia ella ni hacia el dormido Talismán. Estuvo sentado en silencio, con las piernas cruzadas, pensativo. Talismán gimió en sueños y, repentinamente, habló en la lengua de Gothir.

—¡Nunca! —dijo.

Gorkái se volvió hacia la mujer, y sus miradas se cruzaron. Zhusái no apartó la vista. El guerrero se levantó, le hizo un gesto para que fuese con él y echó a andar sin mirar si lo seguía. Pasó junto a los caballos y se sentó en una roca. Durante un rato, Zhusái no hizo ningún movimiento. Luego, empuñando el cuchillo, lo siguió.

—Háblame de él —dijo Gorkái.

—La verdad es que apenas lo conozco.

—Os he observado. No os tocáis. No hay intimidad.

—No es mi esposo —dijo Zhusái con frialdad.

—¿De dónde es? ¿Quién es?

—Es Talismán, de los cabezas de lobo.

—Talismán no es un nombre nadir. Le he entregado mi vida, porque ha descubierto mis sueños y mis deseos. Pero tengo que saber.

—Créeme, Gorkái, sabes prácticamente tanto como yo. Pero es fuerte, y sueña grandes sueños.

—¿Adonde vamos?

—Al valle de las Lagrimas de Shul Sen; a la tumba de Oshikái.

—Ah —dijo Gorkái—, un peregrinaje. Sea, pues. —Se levantó e inspiró profundamente—. Yo también tengo sueños. O los tenía, pero los he olvidado. —Dudó un instante y después siguió hablando—. No me temas, Zhusái. Nunca te haré daño.

Gorkái regresó junto al fuego y se sentó.

Zhusái volvió a su manta.

El sol del amanecer quedó oculto por una espesa capa de nubes. Zhusái se despertó sobresaltada; había decidido no dormir, pero en algún momento de la noche se había deslizado hacia el reino de los sueños. Talismán estaba levantado y hablaba con Gorkái. La joven avivó el fuego, abrió su morral y preparó un desayuno con avena salteada y cecina. Los hombres comieron en silencio; después Gorkái tomó los platos de madera y los lavó en el estanque. Era el trabajo de una mujer o de un criado, y Zhusái supo que era la forma en que Gorkái establecía su lugar entre ellos. El guerrero guardó los platos en el morral de lona y lo ató a su silla de montar. Después la ayudó a encaramarse a su montura y le alcanzó las riendas de los dos caballos sin jinete.

Talismán guió el avance a través de la estepa. Gorkái cabalgaba a su lado.

—¿Cuántos notás se mueven por esta zona? —preguntó Talismán.

—Unos treinta —respondió Gorkái—. Nos… Prefieren llamarse cortaespaldas.

—Eso tenía entendido. ¿Has estado alguna vez en la tumba de Oshikái?

—Tres veces.

—Háblame del lugar.

—Es un simple sarcófago, guardado en una construcción de piedra blanca. En tiempos fue una fortaleza Gothir; ahora es un santuario.

—¿Quién la vigila?

Gorkái se encogió de hombros.

—Es difícil de decir. Siempre hay guerreros de cuatro tribus como mínimo acampados en las cercanías. Un sacerdote ciego les envía mensajes y les dice cuándo deben cumplir sus obligaciones. También les dice cuándo deben regresar a su territorio, y en esas ocasiones, otras tribus envían más guerreros. Es un honor guardar el lecho de reposo de Oshikái. La última vez que estuve allí, la tribu del Mono Verde vigilaba la tumba, y en los alrededores aguardaban los Grises del Norte, los Tigres de Piedra y los Caballos Veloces.

—¿Cuántos hombres hay en cada grupo?

—Cuarenta, como mucho.

Las nubes comenzaron a despejarse, y el ardiente sol brilló sin obstáculos. Zhusái descolgó del pomo de su silla un sombrero de paja de ala ancha y se lo puso. El polvo del camino le secó la garganta, pero resistió el impulso de beber.

El trío siguió cabalgando todo el día.