TRES

Kels se lamió los dedos, cogió otro trozo de pan y rebañó los últimos restos del estofado. El viejo criado rió entre dientes.

—Tranquilo, chico, hay más. —Apartó la olla del horno y llenó el plato de nuevo.

Kels no disimuló su alegría. Cogió la cuchara y atacó el estofado con renovado entusiasmo. Poco después, el plato estaba vacío. El chiquillo eructó ruidosamente.

—Me llamo Carmol —dijo el anciano, tendiendo la mano.

Kels lo miró y extendió su mano huesuda. Carmol se la estrechó.

—Creo que en este momento es cuando me dices cómo te llamas —dijo.

Kels alzó la mirada hacia el rostro del anciano. Estaba arrugadísimo, especialmente alrededor de los ojos, que eran azules y lo miraban con simpatía.

—¿Por qué? —dijo. En su tono no había insolencia; se trataba de verdadera curiosidad inocente.

—¿Que por qué? Se considera de buena educación que dos personas se presenten cuando comparten una comida. También es así como comienzan las amistades.

El anciano era amable, y su sonrisa carecía de malicia.

—Me llaman Dedos Rápidos —dijo Kels.

—Dedos Rápidos —repitió Carmol—. ¿Ese es el nombre que te puso tu madre?

—No, ella me llama Kels. Pero todos los demás me llaman Dedos Rápidos. El estofado estaba muy bueno, y el pan era tierno. Recién hecho. He comido pan recién hecho y sé cómo sabe.

Kels bajó del banco y eructó de nuevo. La cocina era cálida y acogedora, y habría estado bien acurrucarse en el suelo delante del homo y dormir un rato. Pero no podía; su misión no había concluido.

—¿Cuándo podré ver… al señor Klay?

—¿Qué negocios tienes que tratar con él? —preguntó Carmol.

—No tengo negocios que tratar —respondió Kels—. No tengo negocios. Soy… mendigo —dijo al fin, pensando que sonaría mejor que ratero o carterista.

—¿Y has venido a pedir limosna?

—Así es. ¿Cuándo podré verlo?

—Es un hombre muy ocupado, pero yo puedo darte un par de monedas… y otro plato de estofado.

—No quiero monedas… —Se calló de repente y frunció el ceño—. Bueno, sí quiero monedas si me las das, pero no las quiero de él. No del señor Klay.

—Entonces, ¿qué quieres? —preguntó Carmol, sentándose en el banco.

Kels se le acercó. Seguramente no tendría nada de malo explicarle su misión al criado del señor Klay. El anciano podría convertirse en su aliado.

—Quiero que ponga sus manos sobre mi madre.

El anciano se echó a reír, lo que avergonzó a Kels. No era un asunto de risa, y miró al anciano con los ojos entornados. Carmol vio la expresión del chiquillo y dejó de reír.

—Lo siento, muchacho; me has pillado por sorpresa. Dime por qué necesitas… que mi amo haga eso.

—Porque sé la verdad —dijo Kels, en voz baja—. No se lo he dicho a nadie; el secreto está a salvo. Pero creo que puede compartir un poco de su magia con mi madre. Puede hacer que su bulto desaparezca y así pueda volver a andar y a reír. Y podrá trabajar y comprar comida.

Carmol ya no sonreía. Apoyó una mano en el hombro de Kels, con ternura.

—Crees… ¿Crees que el señor Klay es mago?

—Es un dios —susurró Kels.

El anciano guardó silencio durante un rato. Kels lo observaba con atención. La expresión del chiquillo se suavizó, y pareció preocupado.

—Juro que no se lo diré a nadie —afirmó.

—¿Y de dónde has sacado tú esa información, joven Kels?

—Le vi realizar un milagro el año pasado. Mi madre estaba con uno de sus… amigos, así que yo estaba escondido en el callejón. Había tormenta y caían rayos. Vi uno resplandecer en el callejón y oí el estampido cuando cayó cerca. Un cuerpo pasó volando a mi lado y se estrelló contra la pared. Fui corriendo a ver. Era Tess la Alta; era compañera de mi madre y trabajaba en la Gran Avenida. Posiblemente volvía a casa, pero el rayo la alcanzó. La mató. Le toqué el cuello, y no tenía pulso. Le apoyé una oreja en el pecho, y el corazón se había parado. Entonces llegó un carruaje y volví a ocultarme entre las sombras, por si pensaban que la había matado yo. Entonces apareció el señor Klay y se acercó a ella. Buscó el pulso y escuchó el corazón. Y entonces lo hizo. —Al recordarlo, la respiración de Kels se aceleró, y su corazón comenzó a latir con más fuerza.

—¿Qué hizo? —preguntó Carmol.

—¡Se inclinó y la besó! No podía creer lo que veían mis ojos. Besó a una mujer muerta. Directamente en los labios, como un amante. ¿Y sabes lo que pasó después?

—Cuéntamelo.

—Tess gimió… y regresó de entre los muertos. Así lo supe. No le he dicho nada a nadie, ni siquiera a Tess. Tenía quemaduras en los pies, y un pendiente se le había fundido con la carne, pero ella no sabía que había estado muerta.

El anciano suspiró.

—Es una historia impresionante, muchacho, y creo que debes hablar con el señor Klay. Siéntate y veré si puede dedicarte un momento. Allí hay fruta; come la que quieras.

Kels no necesitó que se lo dijeran dos veces. Antes de que Carmol hubiera salido de la cocina, el chico había arramblado con un par de naranjas y unos cuantos plátanos. Los devoró a toda velocidad y los hizo bajar con el zumo que encontró en una jarra de barro.

Se sentía feliz. Una buena comida… ¡y un milagro para su madre!

Había sido un día bien aprovechado. Kels se sentó junto al horno y pensó en lo que le diría al dios; en cómo le explicaría que su madre estaba enferma y no podía trabajar. No era ninguna holgazana. Cuando le apareció el primer bulto en el pecho, siguió trabajando en la Pequeña Avenida, aunque se mareaba y a veces se desmayaba en mitad de la faena. Cuando el bulto se hizo más grande y ya no pasaba desapercibido, empezó a perder clientes y se vio obligada a trabajar más horas, la mayor parte en los callejones oscuros donde se despachaban intercambios fugaces. Entonces le salió otro bulto a un lado del cuello, tan grande como las naranjas que se acababa de comer, y desde aquel momento nadie quiso pagar por sus favores. También había perdido el color; tenía el rostro fantasmagóricamente pálido, y ojeras profundas. Y estaba delgada, terriblemente delgada, a pesar de toda la comida que Kels robaba para ella.

Le diría todo aquello al dios, y él lo arreglaría. No como el médico al que había contratado Tess la Alta. Se quedó con cinco monedas de plata y no hizo nada. Oh, tanteó los bultos y pasó las manos por el resto del cuerpo de su madre, el muy asqueroso. Después habló con Tess en voz baja y sacudió mucho la cabeza. Tess se echó a llorar y habló con su madre, que se echó a llorar también.

Kels se tumbó delante del horno y se quedó dormido.

Se despertó de repente y se encontró con el dios, agachado frente a él.

—Estás cansado, chico —dijo el dios—. Duerme si quieres.

—No, señor —dijo Kels, poniéndose de rodillas—. ¡Tenéis que venir conmigo! Mi madre está enferma.

Klay asintió y suspiró.

—Carmol me ha dicho lo que viste. No fue un milagro, Kels. Es un truco que me enseñó uno de mis médicos. El rayo detuvo el corazón de la mujer. Yo soplé aire en sus pulmones y masajeé el corazón. No fue magia, te lo juro.

—¡Estaba muerta y le devolvisteis la vida!

—Pero sin magia.

—Entonces ¿no me ayudaréis?

Klay asintió.

—Haré lo que pueda. Carmol ha ido a buscar al médico del que te he hablado. Cuando regrese iremos a ver a tu madre y veremos qué se puede hacer.

Kels se quedó sentado en una esquina mientras el médico de pelo blanco examinaba a Loira. El anciano tanteó con cuidado los bultos, y después examinó el vientre y la espalda de la mujer. La moribunda gemía sin cesar y deliraba; sólo el dolor la mantenía consciente. Su melena pelirroja estaba grasienta y desgreñada, y tenía la cara pálida cubierta de sudor. Aun así, a Kels le seguía pareciendo hermosa.

Oyó hablar al médico y a Klay, pero no entendió la conversación. Tampoco le hacía falta; el lúgubre tono de sus voces le decía todo lo que necesitaba saber. Su madre se estaba muriendo, y ningún dios posaría las manos sobre ella. La rabia, amarga como la bilis, subió por la garganta del muchacho. Tragó saliva mientras las lágrimas corrían por sus mejillas y dejaban regueros en la sucia cara. Parpadeó y luchó por controlarse. Tess la Alta estaba en la otra esquina, cruzada de brazos. Aún llevaba el harapiento vestido rojo que indicaba su oficio.

—Tenemos que llevarla al hospicio —dijo el médico.

—¿Qué es eso? —preguntó Kels, poniéndose en pie.

El anciano médico se arrodilló ante él.

—Es un lugar financiado por el señor Klay, donde la gente que sufre grandes dolores puede pasar sus… Donde puede esperar cuando su enfermedad es demasiado grave para curarla. Tenemos medicinas para calmar el dolor. Puedes venir tú también, joven. Puedes estar a su lado.

—Va a morirse, ¿verdad?

Klay puso las manos en los delgaduchos hombros del muchacho.

—Eso me temo, chico. No se puede hacer nada. Eduse es el mejor médico de Gulgothir; no hay nadie que sepa más que él.

—No podemos pagarlo —dijo Kels, amargamente.

—Lo paga el señor Klay —dijo Eduse—. El hospicio se construyó para la gente que no tiene nada, ¿lo entiendes? El señor Klay…

—El chico no necesita que le expliques quién soy, amigo mío. Soy mucho menos de lo que él creía, y no hay palabras que puedan paliar su decepción. —Se inclinó sobre el lecho y cogió a la mujer en brazos.

La enferma gimió. Tess se acercó a ella y le acarició la cabeza, apoyada en el pecho del luchador.

—Todo está bien, palomilla. Iremos contigo. Tess estará allí, Loira. Y Kels.

Klay llevó a Loira al carruaje y abrió la puerta. Kels y Tess subieron, y Klay tendió a la mujer inconsciente en un asiento acolchado y se sentó junto a ella. Eduse, el médico, se sentó al lado del conductor. Kels oyó el chasquido de las riendas en los lomos de los caballos, y el carruaje se puso en marcha. Loira se despertó y gritó de dolor, y a Kels le pareció que su corazón estaba a punto de estallar.

El trayecto fue breve, pues el hospicio había sido construido junto al barrio pobre. Kels siguió a Klay mientras este llevaba a su madre al edificio de paredes blancas. Unos camilleros vestidos con túnicas blancas salieron a ayudarlo, tendieron a Loira en una camilla y la cubrieron con una manta blanca de lana. Eduse los guió por un largo pasillo hasta la sala más grande que Kels había visto en su vida. A lo largo de las paredes norte y sur se alineaban los camastros en los que descansaban los enfermos y los moribundos. Una multitud de personas se movía por la inmensa habitación; enfermeros vestidos de blanco, visitantes que acudían a ver a sus familiares y amigos, médicos que preparaban remedios. Kels siguió a los camilleros cuando llevaron a su madre a través de la sala y entraron en otro pasillo que daba a una sala pequeña, de poco más de cuatro pasos de longitud, en la cual había dos camastros con sábanas blancas de lino. Los camilleros dejaron a su madre en uno de ellos, la taparon con una manta y salieron.

Eduse sacó una ampolla llena de un líquido oscuro, levantó la cabeza de Loira y se lo hizo beber. La mujer tuvo una arcada, pero tragó la medicina, aunque un poco le resbaló por la comisura de la boca y la barbilla. Eduse la limpió con un paño y la recostó en la almohada.

—Puedes quedarte a dormir con ella, Kels —dijo Eduse—. Tú también —le dijo a Tess.

—No puedo quedarme —contestó la mujer—, tengo que trabajar.

—Te pagaré tus… ganancias —dijo Klay.

Tess le dirigió una sonrisa mellada.

—Sois encantador, pero no se trata de eso. Si no ocupo mi lugar, alguna otra puta se quedará con mi negocio. Tengo que estar allí. Pero vendré cuando pueda. —Se acercó a Klay, tomó la mano del hombre y la besó. Después se volvió, avergonzada, y abandonó la habitación.

Kels se acercó al camastro y cogió la mano de su madre, que dormía con tranquilidad, pero la piel le ardía y tenía un tacto grasiento. El muchacho suspiró y se sentó en la cama. Klay y Eduse salieron de la habitación.

—¿Cuánto le queda? —oyó Kels decir al luchador, en una voz que era poco más que un susurro.

—Es difícil de decir. El cáncer está muy avanzado. Puede morir esta noche o aguantar otro mes. Pero tú debes volver a casa; mañana tienes que combatir. He visto luchar al drenai… Necesitarás estar en la mejor forma posible.

—Y estaré en forma, amigo mío. Pero no iré aún a casa. Creo que daré un paseo y tomaré un poco el fresco. ¿Sabes? Nunca había deseado ser un dios, hasta esta noche.

Kels los oyó alejarse.

Yarid era un hombre cauto, y un pensador. Pocos se daban cuenta de ello, pues lo único que veían era a un hombre alto, de hombros redondeados, aspecto general de oso y lento de palabra; por tanto, debía de ser un idiota.

Se trataba de una impresión equivocada que Yarid no tenía intención de cambiar; al contrario. Había nacido en los barrios bajos de Gulgothir, y había aprendido pronto que la única forma de prosperar era ser más listo que quienes lo rodeaban. La lección más importante consistía en que la moral no era más que un arma de los ricos. En el fondo no existía, ni existiría jamás, nada como el bien o el mal absolutos. La vida misma consistía en robar, de una forma u otra. Los ricos llamaban impuestos a sus latrocinios; un rey podía robar una nación invadiéndola y conquistándola, y los hombres se referirían a ello como una gloriosa victoria. Pero si un mendigo robaba una barra de pan, esos mismos hombres lo llamarían robo y colgarían al mendigo.

Yarid no tenía moral. Había matado por primera vez poco después de cumplir los doce años. La víctima había sido un comerciante gordo de cuyo nombre no se acordaba. Lo había apuñalado en el vientre y le había arrancado la bolsa. El hombre había gritado durante mucho tiempo, y el sonido persiguió a Yarid mientras huía por las callejuelas. El dinero había servido para comprar medicinas para su madre y su hermana, y comida para sus vacíos estómagos.

A sus cuarenta y cuatro años, Yarid era un asesino profesional, tanto que sus habilidades habían llamado la atención del gobierno, y ahora sus trabajos eran financiados por el erarlo público. Hasta tenía adjudicado un número de contribuyente, el símbolo definitivo de la ciudadanía, que le permitía participar en las elecciones locales. Poseía una casa pequeña en el barrio sudeste, con un ama de llaves que también le calentaba el lecho. No era rico, pero había progresado bastante desde sus tiempos de raterillo.

Oculto en el callejón, había observado a Druss cuando entró en La Espada Rota y lo había seguido al interior. Le había oído pedir su comida, y la repuesta de la camarera cuando le dijo que el local estaba lleno y que la comida tardaría un poco en estar lista.

Yarid salió de la taberna, fue adonde aguardaba Copass, le dio unas órdenes y volvió a su puesto de vigilancia en las sombras.

Copass regresó con una docena de hombres; camorristas duros y hábiles, armados con cuchillos y porras. Uno de ellos portaba una pequeña ballesta. Yarid agarró al ballestero por un brazo, lo alejó del grupo y habló con él en voz baja.

—No debes disparar, a menos que los demás fracasen. Se te pagará de todas formas. Tu objetivo es un drenai de barba negra que lleva un jubón de cuero oscuro. No tendrás problemas para reconocerlo.

—¿Por qué no lo mato en cuanto asome por la puerta?

—Porque yo lo ordeno, estúpido. Es el campeón de Drenai. Lo que nos interesa es que quede herido. ¿Has entendido?

—¿Y por qué nos interesa eso?

Yarid sonrió.

—Las apuestas del combate de mañana son muy altas. Si lo deseas, te diré el nombre de mi jefe. Por supuesto, en cuanto te lo diga tendré que agarrarte el cuello y romperte todos los huesos. La elección es tuya. ¿Quieres saberlo o no?

—No, entendido. Pero tú tienes que entender que si tus hombres fallan tendré que disparar contra un blanco móvil en la oscuridad. No puedo garantizar que la flecha no vaya a matarlo. ¿Qué ocurriría entonces?

—Se te pagará. Y ahora, vete a tu puesto.

Yarid volvió con los demás, reunió al grupo y habló en voz muy baja.

—El drenai es un luchador poderoso y temible. En cuanto cualquiera de vosotros consiga clavarle un cuchillo en la espalda, en un hombro, en el pecho o en un brazo, os dispersáis y salís corriendo, ¿entendido? No es una lucha a muerte; lo que necesitamos es una herida profunda.

—Disculpadme, señor —dijo un hombre al que le faltaban los dientes delanteros—, pero he apostado por Klay. ¿No se anularán las apuestas si el drenai no puede pelear?

Yarid sacudió la cabeza.

—Las apuestas se ganan si gana Klay. Si el drenai no pelea, el oro será automáticamente para Klay.

—¿Qué pasa si un cuchillo se le clava demasiado y lo mata? —preguntó otro hombre.

Yarid se encogió de hombros.

—La vida es un juego de azar.

Se alejó de los hombres para entrar en un callejón, atravesó una explanada y llegó a una puerta en sombras. La cruzó. Tess la Alta estaba de pie ante un espejo roto; se había aflojado la parte superior del vestido y se lo había bajado hasta las caderas, y se refrescaba el pecho con una esponja mojada en agua fría.

—Esta noche hace calor —dijo, sonriendo a Yarid. El hombre no devolvió la sonrisa. Se acercó a ella, le agarró el brazo y se lo retorció. Tess gritó.

—¡Silencio! —ordenó él—. Te dije que nada de clientes hoy, chica. Me gusta que las mujeres que uso estén frescas.

—No he estado con nadie, querido —dijo Tess—. He tenido que venir corriendo desde el hospicio. ¡Por eso estoy sudando!

—¿El hospicio? ¿De qué diablos hablas, chica? —Le soltó el brazo y retrocedió un paso. Tess se frotó el escuálido brazo.

—De Loira. Se la han llevado hoy. Klay vino a por ella y la montó en su carruaje. Era maravilloso, Yarid. Todo de maderas oscuras o lacadas en negro, con asientos de cuero y cojines de raso. Y ahora, ella descansa en una cama de sábanas tan blancas que deben de estar hechas de nubes.

—No sabía que Klay estuviera entre sus clientes.

—No la conocía. Su mocoso, Dedos Rápidos, le suplicó ayuda. Y la ayudó. Ahora, Loira está bien atendida, y tiene comida y medicinas.

—Más vale que me estés diciendo la verdad, chica —dijo Yarid, con voz ronca. Se acercó a la mujer y le apretó los pechos caídos.

—Nunca te mentiría, querido —susurró—. Eres mi amor, mi único amor.

Tess bajó una mano y dejó que su mente emprendiese el vuelo. A partir de aquel momento, todo era una representación con la que estaba ya muy familiarizada, cuyos movimientos tenía tan aprendidos que no necesitaba pensar. Mientras gemía, tocaba, mostraba y acariciaba, estaba pensando en Loira. Era injusto que alguien se acostase en unas sábanas tan limpias sólo para morir. En muchas ocasiones, Loira y ella tuvieron que acurrucarse juntas bajo una manta desgastada en una gélida noche de invierno, cuando el viento helado alejaba a los clientes de las calles. A veces charlaban sobre lujos, como una chimenea siempre encendida, almohadas rellenas de plumas, y sábanas y mantas de suave lana. Y se reían y se apretaban una contra otra, para darse calor. Ahora, la pobre Loira tenía las sábanas con las que había soñado, y no se daría cuenta. Un día, pronto, se moriría, y los quistes se le abrirían y derramarían su repugnante contenido en aquellas sábanas limpias y blancas.

Los empujones de las caderas del hombre aumentaron su ritmo y su intensidad. Tess comenzó a gemir rítmicamente, apretando su cuerpo contra el de él. El hombre le respiraba agitadamente junto a la oreja, y, por fin, lanzó un gemido y dejó caer su peso sobre ella. Tess lo rodeó con los brazos y le acarició la nuca.

—Eres maravilloso, querido. Eres mi amor, mi único amor.

Yarid se quitó de encima de la mujer, se subió las calzas y se levantó. Tess se colocó el vestido rojo y se sentó. Yarid le arrojó una moneda de plata.

—¿Quieres quedarte un rato, Yarid? Tengo vino.

—No, tengo trabajo. —Le sonrió—. Hoy ha estado bien.

—Inmejorable —respondió Tess.