La casa de la calle de los Tejedores era un antiguo edificio gothir de piedra gris, de dos plantas, con un tejado cubierto de tejas rojas. Sin embargo, el interior había sido remodelado al estilo chiatze. No quedaban habitaciones cuadradas ni rectangulares, y las paredes fluían en curvas perfectas: óvalos, círculos, círculos dentro de óvalos. Las puertas y sus marcos seguían las mismas líneas, e incluso las recias y cuadradas ventanas al estilo gothir, de aspecto gris y funcional vistas desde el exterior, habían sido adornadas en el interior con marcos circulares primorosamente tallados.
En el pequeño despacho del centro, Chorin Tsu estaba sentado con las piernas cruzadas en una alfombra de seda chiatze bordada, y sus ojos oscuros observaban sin parpadear al hombre que estaba arrodillado ante él. Los ojos del recién llegado eran oscuros y miraban con cautela, y aunque estaba arrodillado en presencia de su anfitrión, como imponía la etiqueta, su cuerpo estaba alerta y dispuesto para la acción. A Chorin Tsu le recordaba a una serpiente agazapada: absolutamente quieta, pero lista para atacar.
La mirada de Talismán recorrió las paredes curvadas, las tallas en la madera lacada y los delicados cuadros dispuestos en marcos también lacados. Sus ojos pasaban de una obra de arte a otra; las examinó durante un buen rato, y al fin devolvió su atención al pequeño chiatze.
«¿Eres de mi agrado? —se preguntó Chorin Tsu, mientras se alargaba el silencio—. ¿Eres digno de confianza? ¿Por qué te ha escogido el destino para salvar a tu pueblo?».
Chorin Tsu estudió sin parpadear el rostro del joven nadir. Tenía la frente alta, lo que a menudo denotaba inteligencia, y el color de su piel se parecía más al dorado de los chiatze que al amarillo ictérico de los nadir. ¿Qué edad tendría? ¿Diecinueve años? ¿Veinte? ¡Tan joven! Y aun así ya irradiaba un aura de poder, fuerza y determinación.
«Tu experiencia sobrepasa a tu edad —pensó el anciano—. ¿Y qué ves ante ti, joven guerrero? Un viejo arrugado; una lámpara cuyo aceite está a punto de agotarse y cuya llama comienza a temblar. ¡Un viejo en una habitación llena de cuadros! Bueno, yo también fui fuerte, como tú, y también tenía grandes sueños».
Pensando en aquellos sueños, Chorin Tsu permitió vagar a su mente durante unos instantes; después se encontró con los rasgados ojos oscuros de Talismán y sintió una punzada de temor, pues su mirada era más fría y mostraba impaciencia.
—¿Serías tan amable de mostrarme el objeto? —dijo Chorin Tsu en la lengua meridional, en voz muy baja.
Talismán se introdujo la mano en la túnica, sacó una pequeña moneda acuñada que representaba la cabeza de un lobo, y se la ofreció al anciano, que la cogió con dedos temblorosos y se inclinó hacia delante para examinarla. Talismán se encontró contemplando la pequeña coleta canosa que coronaba la cabeza afeitada de Chorin Tsu.
—Es una pieza interesante, joven. Sin embargo, por desgracia, cualquiera puede tener un objeto como este —dijo el embalsamador, en un susurro—. Podía haberle sido robado al auténtico mensajero.
Talismán sonrió con frialdad.
—Nosta Jan me dijo que eras místico, Chorin Tsu. No debería resultarte muy difícil juzgar mi integridad.
Dos pequeñas copas de porcelana llenas de agua descansaban en un tapete de seda. El joven nadir fue a coger una, pero el anciano alzó una mano y sacudió la cabeza.
—Aún no, Talismán. Discúlpame, pero yo te indicaré cuándo puedes beber. En cuanto a lo que dices, debo aclararte que Nosta Jan no hablaba de poderes paranormales. Nunca he sido un auténtico místico. Toda mi vida he sido un estudiante. He estudiado mi oficio y he estudiado los grandes lugares históricos. Pero, sobre todo, he estudiado a los hombres y, cuanto más estudio a la humanidad, más entiendo sus debilidades. Pero lo curioso que tiene el estudio, cuando se tiene la mentalidad abierta, es que lo hace a uno más pequeño. Pero discúlpame de nuevo; la filosofía no es un tema que preocupe a los nadir.
—¿Porque son salvajes, quieres decir? —respondió el nadir con hostilidad—. Quizá debería dejar que responda Dardalion, el sacerdote filósofo, quien dijo: «Cada pregunta que se responde plantea otras siete preguntas. De ese modo, cuando un estudiante aumenta sus conocimientos se limita a aumentar su consciencia de cuánto le queda por conocer». ¿Basta con esa respuesta, maestro embalsamador?
Chorin Tsu ocultó su asombro e hizo una profunda reverencia.
—Basta con ella, joven, y te ruego que disculpes a este anciano por su descortesía. Vivimos tiempos interesantes y temo que la emoción esté afectando a mis modales.
—No me has ofendido —dijo Talismán—. La vida en las estepas es dura, y hay pocas oportunidades para dedicarse a la existencia contemplativa.
El anciano se inclinó de nuevo.
—No deseo agravar mi falta de educación, joven señor, pero me intriga que un guerrero nadir pueda citar las palabras de Dardalion, el de los Treinta.
—Dicen que un toque de misterio añade interés a las relaciones —respondió Talismán—. Además, me hablabas de tus estudios.
Chorin Tsu se descubrió explicándose animadamente ante el joven.
—Mis estudios incluyen también la astrología, la numerología, las runas, la quiromancia y los hechizos. Y aun así quedan muchas materias desconcertantes. Te daré un ejemplo. —Se sacó del cinturón un puñal arrojadizo con mango de marfil y señaló con él una diana colgada en la pared, a unos veinte pasos—. Cuando era joven, era capaz de clavar el puñal en el centro dorado de aquella diana. Ahora, como puedes ver, mis dedos están artríticos y torcidos. Hazlo por mí, Talismán.
El joven nadir cogió el puñal y lo sopesó durante unos instantes, sintiendo su equilibrio. Después echó el brazo hacia atrás y lo lanzó. La hoja de acero destelló a la luz de las lámparas y atravesó la sala antes de clavarse en la diana. No acertó en el centro dorado por menos del grosor de un dedo.
—La diana está cubierta de pequeños símbolos. Dime cuál ha sido el que ha atravesado el puñal —ordenó Chorin Tsu.
Talismán se levantó y cruzó la sala. La diana estaba cubierta por jeroglíficos chiatze trazados con pintura dorada. No pudo identificar la mayoría de ellos, pero el puñal se había clavado en un óvalo en cuyo centro había una garra cuidadosamente dibujada: una imagen que comprendía.
—¿Dónde se ha clavado? —preguntó Chorin Tsu. Talismán se lo dijo—. Bien, bien. Vuelve aquí, chico.
—¿He superado tu prueba?
—Una de ellas. Ahora llega la segunda: bebe de una de las copas.
—¿Cuál es la envenenada? —Chorin Tsu guardó silencio, y Talismán observó las copas—. De repente no tengo tanta sed —añadió.
—Aun así, has de beber —insistió Chorin Tsu.
—Dime cuál es la finalidad de este juego, anciano, y luego decidiré.
—Sé que eres capaz de lanzar un cuchillo, Talismán; lo he visto. Pero ¿eres capaz de pensar? ¿Eres digno de servir al Unificador, de traérselo a nuestro pueblo? Como bien has supuesto, una de las copas está envenenada. Bastará con que la roces con los labios para que mueras. La otra copa contiene sólo agua. ¿Cómo elegirás?
—No me has dado bastante información —dijo Talismán.
—Te equivocas.
Talismán permaneció sentado en silencio, pensando en el problema. Cerró los ojos y trató de recordar cada una de las palabras que había dicho el anciano. Se inclinó hacia delante, alzó la copa de la izquierda y la sopesó; después hizo lo mismo con la de la derecha. Eran idénticas. Dirigió la mirada al tapete y sonrió. Estaba bordado con los mismos símbolos que estaban dibujados en la diana, y bajo la copa de la izquierda estaba el óvalo con la garra en el centro. Talismán levantó la copa y bebió el agua; estaba fresca y dulce.
—Bien, eres observador —dijo Chorin Tsu—. Pero ¿no te parece sorprendente haber clavado el puñal en el símbolo preciso, cuando había otros doce blancos posibles?
—¿Cómo sabías que acertaría en el correcto?
—Estaba escrito en las estrellas. Nosta Jan también lo supo, gracias a su Talento, mientras que yo lo descubrí mediante el estudio. Y ahora responde a esta pregunta: ¿Cuál es la tercera prueba?
Talismán inspiró profundamente.
—La garra es la marca de Oshikái, el Terror de los Demonios; el óvalo es el símbolo de su esposa, Shul Sen. Cuando Oshikái cortejó a Shul Sen, el padre de ella lo obligó a superar tres pruebas. La primera era de puntería, y la segunda, de inteligencia. La tercera… requería un sacrificio. Oshikái tuvo que matar a un demonio que había sido amigo suyo. Yo no conozco a ningún demonio, Chorin Tsu.
—Como todos los mitos, joven mío, este tiene una moraleja que va más allá de la simple belleza del cuento. Oshikái era un hombre imprudente que se solía dejar llevar por la ira. El demonio era una parte de sí mismo, el lado salvaje y peligroso de su carácter. El padre de Shul Sen lo sabía, y pidió a Oshikái que se comprometiera a amarla hasta el fin de sus días, a no dañarla nunca y a no abandonarla por otra mujer.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
—Todo.
Chorin Tsu dio una palmada. Se abrió una puerta; una joven chiatze entró en la habitación, hizo una reverencia a los dos hombres, y se arrodilló hasta tocar el suelo con la frente a los pies de Chorin Tsu. Talismán la contempló a la luz de la lámpara. Era increíblemente hermosa: tenía el cabello negro como ala de cuervo, los ojos, grandes y almendrados, y los labios, voluminosos. Su esbelta figura iba cubierta por una blusa de seda blanca y una larga falda de raso.
—Te presento a Zhusái, mi nieta. Es mi deseo que la lleves contigo en tu búsqueda. También lo quieren así Nosta Jan y tu propio padre.
—¿Y si me niego?
—No seguiremos hablando. Abandonarás mi casa y regresarás a las tiendas de tu tribu.
—¿Y mi misión?
—Seguirá sin mi ayuda.
—No estoy preparado para tomar esposa. He dedicado mi vida a la venganza y a propiciar la llegada del Unificador. Pero aunque estuviera dispuesto a contraer matrimonio, como hijo de un jefe de tribu tengo derecho a elegir a mi esposa y, desde luego, es mi deseo que sea nadir. Respeto en grado sumo a los chiatze, pero no sois mi pueblo.
Chorin Tsu se inclinó hacia delante.
—Los líderes no tiene derechos; es uno de los secretos del mando. Sin embargo, me has interpretado mal, joven. Zhusái no va a ser tu esposa: es la prometida del Unificador. Será la Shul Sen del nuevo Oshikái.
—Entonces no lo entiendo —dijo Talismán, aliviado—. ¿Qué sacrificio se me pide?
—¿Aceptas a Zhusái bajo tu custodia? ¿Protegerás su vida con la tuya?
—Si es lo que se me pide, lo haré —prometió Talismán—, pero sigo sin saber cuál será el sacrificio.
—Quizá no tengas que hacer ninguno. Zhusái, acompaña a nuestro huésped a su habitación.
La joven hizo otra reverencia, se levantó en silencio y salió de la sala seguida por Talismán. Al final de un corto pasillo, Zhusái abrió una puerta y la cruzó. Las paredes de la habitación estaban cubiertas de tapices, y había mantas extendidas en el suelo. No había sillas ni adornos.
—Aquí dormirás —dijo la joven.
—Gracias, Zhusái. Dime, ¿has estado alguna vez en el desierto?
—No, mi señor.
—¿Te preocupa nuestro viaje? Cruzaremos territorios hostiles, llenos de peligros.
—Sólo temo una cosa, mi señor.
—¿Cuál es? —En cuanto hizo la pregunta, el nadir vio el brillo en los ojos y la expresión tensa en el rostro de la joven. En ese instante, la dócil y acomodaticia muchacha chiatze pareció desaparecer y ser sustituida por una mujer de mirada dura. Después, tan rápidamente como había desaparecido, la máscara infantil volvió a su lugar.
—Es mejor no hablar de los temores, mi señor. El miedo se parece mucho a la magia. Buenas noches; descansad bien.
La puerta se cerró a su paso.
El sonido de las carcajadas de Sieben llenó la sala, y el embajador drenai enrojeció.
—Creo que este asunto no es divertido en absoluto —dijo el embajador, secamente—. Estamos hablando de un problema diplomático internacional, y los caprichos individuales no tienen cabida.
El poeta se recostó en su asiento y observó el rostro delgado del embajador. Llevaba los cabellos plateados peinados cuidadosamente y perfumados. Sus vestiduras eran impecables, y muy caras. Majon llevaba una capa blanca de lana y una túnica de seda azul con bordados dorados; sus dedos jugueteaban con el pañuelo rojo y el broche ceremonial que indicaba su rango, en el cual había grabado un caballo plateado alzado de manos. El hombre estaba furioso y permitía que se notase. Aquello era, decidió Sieben, un insulto calculado. Los diplomáticos dominaban el arte de mostrar una cortesía exquisita y una expresión siempre amistosa en el trato con sus superiores.
—¿No estás de acuerdo? —preguntó Majon.
—Rara vez estoy en desacuerdo con los políticos —contestó Sieben—. Tengo la impresión de que el peor de ellos podría convencerme de que una boñiga de caballo sabe como un pastel de miel. El mejor me haría creer que soy la única persona del mundo que ha sido incapaz de paladearlo.
—Encuentro insultante ese comentario —espetó Majon.
—Mis disculpas, embajador. Se trataba de un elogio.
—¿Intentarás convencerlo o no? Es un asunto de vital importancia. Te juro por Missael que esto puede provocar una guerra.
—No lo dudo, embajador. He visto al Dios Rey, ¿recuerdas? —Majon abrió mucho los ojos y se apresuró a llevarse un dedo a los labios, indicando silencio. Sieben sonrió—. Un preclaro líder —dijo, guiñando un ojo—. Cualquier gobernante capaz de despedir a un político y nombrar ministro a su gato favorito tiene todo mi apoyo.
Majon se levantó del sillón, se acercó a la puerta, la abrió y echó una ojeada al pasillo. Después se acercó al poeta y se paró frente a él.
—No es muy inteligente burlarse de un gobernante, y menos en la capital de su reino. Drenai y Gothir están en paz, y ojalá que las cosas sigan así.
—Y para ello —dijo Sieben, dejando de sonreír—, ¿druss debe ser derrotado por Klay?
—Esa es la situación, en pocas palabras. No sería… apropiado… que Druss venciese.
—Ya veo. No tienes mucha fe en la profecía del Dios Rey, por lo que parece.
Majon se llenó una copa de vino y bebió antes de responder.
—No es cuestión de fe, Sieben; es simple política. El Dios Rey siempre hace una profecía en esta época del año. Siempre se cumple. Hay quien cree que, ya que las profecías siempre se refieren a actos humanos, los implicados se aseguran de que se cumpla. Para otros, es una demostración de la divinidad de su gobernante. Sea como sea, se trata de un detalle insignificante. El Dios Rey ha predicho que Klay ganará el oro. Una victoria de Druss se tomará como una ofensa al Dios Rey, y probablemente se interprete como una intriga de Drenai con el objeto de desestabilizar este gobierno. Las consecuencias podrían ser catastróficas.
—Supongo que puede poner a su gato al mando del ejército y ordenarle atacar Dros Delnoch. ¡Es terrorífico!
—¿Hay algún cerebro dentro de esa acicalada cabeza? Ese ejército del que hablas está formado por más de cincuenta mil hombres, muchos de los cuales son veteranos de las guerras contra los nadir y los sathuli. Pero eso es lo de menos; en Gothir existen tres facciones dominantes: una de ellas cree que Gothir tiene el derecho divino de conquistar el mundo; otra aspira a conquistar el mundo sin preocuparse del problema del derecho, divino o no. ¿Lo entiendes? Por razones que sólo ellos conocen, cada facción odia a la otra; este país coquetea permanentemente con la guerra civil. Y mientras estén ocupadas luchando entre sí, Drenai se ahorrará el coste de hacer frente a una invasión.
—¿El coste? ¿Estamos hablando de dinero?
—Por supuesto que estamos hablando de dinero —dijo Majon, montando en cólera—. Movilizar a los hombres, entrenarlos, equiparlos con armaduras, espadas y petos… Hay que alimentar a los reclutas. ¿Y de dónde salen los reclutas? Del campo. Campesinos y granjeros. Si se convierten en soldados, ¿quién recogerá las cosechas? Así que muchos campos quedarán sin labrar, y el precio del trigo se pondrá por las nubes. Al final de todo, ¿qué habremos conseguido? Las fortalezas resistirán; los hombres volverán a sus casas y descubrirán que los impuestos han subido para costear la guerra. Tendremos cincuenta mil soldados entrenados furiosos con sus gobernantes.
—No has mencionado a los muertos —dijo Sieben en voz baja.
—Bien dicho. El peligro de que los cadáveres causen enfermedades, los costes de los entierros… Y luego están los lisiados, que son un lastre constante para las arcas del estado.
—Creo que tu punto de vista ha quedado aclarado, embajador —interrumpió Sieben—. Y tanta humanidad por tu parte me asombra. Pero antes has mencionado tres facciones, y sólo me has descrito dos.
—La tercera es la Guardia Real. Diez mil hombres, la élite del ejército de Gothir. Ellos colocaron al Dios Rey en el trono después de la última insurrección, y son los que lo mantienen en él. Ninguna de las otras facciones es suficientemente poderosa para vencer sin el apoyo de la Guardia, de modo que la situación está bloqueada: nadie puede hacer un movimiento. Es la situación idónea, y deberíamos hacer lo posible para evitar que cambie.
Sieben se echó a reír.
—Y entretanto, un loco está sentado en el trono y el reinado está salpicado de asesinatos, torturas y suicidios forzados.
—Ese es un problema de Gothir, Sieben. Nuestro problema son los drenai, unos tres mil de los cuales viven en Gothir, y su vida correría peligro si se declaran las hostilidades. Comerciantes, artesanos, médicos… y, sí, diplomáticos. ¿Sus vidas no significan nada, Sieben?
—Bien dicho, Majon —dijo Sieben, aplaudiendo—. Y ahora llegamos a la boñiga de caballo y el pastel de miel. Por supuesto que sus vidas importan, pero Druss no es responsable de ellos, ni es responsable de los actos de un loco. ¿Lo entiendes, embajador? Ni el Dios Rey ni tú podéis cambiar eso: Druss no es estúpido y ve las cosas bastante bien. Saldrá, se enfrentará a Klay y hará todo lo que esté en su mano para vencer. No hay nada que podamos decirle que le obligue a no intentarlo. Nada en absoluto, así que tus argumentos serían inútiles. Druss respondería que cualquier cosa que haga o deje de hacer el Dios Rey caerá sobre la conciencia de este. Pero, sobre todo, Druss se negaría a dejarse ganar por una sencilla razón.
—¿Y cuál es esa razón?
—Porque no sería lo correcto.
—¡Yo creía que decías que era inteligente! —estalló Majon—. ¡Lo correcto! ¿Qué tiene que ver lo correcto con esta situación? Estamos tratando con un gobernante… peculiar… y lleno de sensibilidad…
—Estamos tratando con un lunático que, si no fuera el rey, estaría encerrado por su propio bien —replicó Sieben.
Majon se frotó los cansados ojos.
—Te burlas de la política —dijo en voz baja—. Te burlas de la diplomacia. Pero ¿cómo crees que mantenemos la paz? Te lo diré, Sieben: hombres como yo viajamos a lugares como este y nos tragamos esos pasteles de boñiga de caballo que mencionabas. Y sonreímos y alabamos lo deliciosos que son. Nos movemos por el espacio libre que queda entre los egos de los demás y lubricamos el roce, y no por beneficio propio, sino por la paz y la prosperidad. Hacemos esto y, en Drenai, los granjeros, los comerciantes, los sacerdotes y los artesanos pueden mantener a sus familias en paz. Druss es un héroe; se puede permitir el lujo de hacer lo que quiera y mantener sus principios. Los diplomáticos, no. Y ahora, ¿me ayudarás a convencerlo?
Sieben se levantó.
—No, embajador, no te ayudaré. Creo que estás equivocado, aunque concederé el beneficio de la duda a tus motivaciones. —Fue hasta la puerta y se detuvo un momento antes de salir—. Quizá llevas demasiado tiempo comiendo esos pasteles y has empezado a cogerles el gusto.
Al otro lado de la pared cubierta de paneles, un criado se marchó, disponiéndose a dar parte de aquella conversación.
Garen Tsen se levantó el dobladillo de la larga túnica morada y bajó con cuidado por la desgastada escalera que llevaba a las mazmorras. El hedor era intenso, pero el alto chiatze se concentró en no sentirlo. Se suponía que las mazmorras tenían que apestar; los prisioneros a los que llevaban allí se encontraban rodeados por el sombrío, húmedo y terrible aroma del miedo. Aquello hacía que los interrogatorios resultasen mucho más fáciles.
Se detuvo en el pasillo que daba a las celdas y aguzó el oído. De alguna parte llegaban los sollozos de un hombre, apagado a través de los muros de piedra de la celda. En la puerta había dos guardias. Garen Tsen llamó a uno.
—¿Quién está llorando? —le preguntó.
El guardia, un tipo gordo y barbudo con los dientes sucios, inspiró ruidosamente por la nariz.
—Maurin, señor. Lo trajeron ayer.
—Lo veré cuando acabe de hablar con el senador —dijo Garen Tsen.
—Sí, mi señor.
El hombre regresó a su puesto, y Garen Tsen se dirigió lentamente a la sala de interrogatorios, ocupada por un anciano. Tenía la cara hinchada y llena de hematomas, y su ojo derecho estaba cerrado a causa de los golpes. La sangre manchaba su camisola blanca.
—Buenos días, senador —dijo Garen Tsen. Se acercó a una silla de respaldo alto que un guardia acababa de llevar. Se sentó frente al prisionero, que lo miró torvamente—. Tengo entendido que habéis decidido persistir en vuestra falta de cooperación.
El prisionero inspiró profundamente.
—Soy de sangre real, Garen Tsen. La ley prohíbe la tortura en esos casos.
—Ah, sí; la ley. También prohíbe planear la muerte del rey, si no me equivoco, y no ve muy bien las conspiraciones para derrocar al legítimo gobernante.
—¡Por supuesto! —espetó el prisionero—. Y por eso mismo no se me debería acusar de semejantes cargos. Ese hombre es mi sobrino; ¿creéis que planearía la muerte de alguien de mi propia sangre?
—¿Añadís la herejía a vuestros crímenes? —dijo Garen Tsen con voz suave—. Nadie puede referirse al Dios Rey como si fuera un simple hombre.
—Lo he dicho sin pensar… —murmuró el senador.
—Semejantes descuidos pueden costar caros. Pero hablemos de nuestros asuntos. Tenéis cuatro hijos, tres hijas, siete nietos, catorce primos, una esposa y dos concubinas. Permitidme ser sincero, senador: vos moriréis. La única cuestión que sigue sin aclarar es si toda vuestra familia os acompañará al patíbulo.
El rostro del prisionero perdió el color, pero su valor permaneció intacto.
—Eres un vil demonio, Garen Tsen. Mi sobrino, el rey, tiene una excusa: está loco. Pero tú… Eres un hombre inteligente y culto. ¡Que los dioses te maldigan!
—Sí, sí; estoy seguro de que lo harán. ¿Debo pues ordenar la detención de toda vuestra familia? No estoy seguro de que vuestra esposa disfrute del clima de estas mazmorras.
—¿Qué quieres?
—Estoy preparando un documento que quiero que firméis. Cuando esté redactado y tenga vuestra firma, os autorizaré a tomar veneno y perdonaré a vuestra familia. —Garen Tsen se levantó—. Y ahora, os ruego que me excuséis. Hay otros traidores que esperan su interrogatorio.
El anciano miró fijamente a Garen Tsen.
—Aquí sólo hay un traidor, perro chiatze. Y un día entrarás gritando y a rastras en esta misma celda.
—Es probable que eso también sea cierto, senador. Sin embargo, no estaréis aquí para verlo.
Una hora más tarde, Garen Tsen abandonó su baño perfumado. Un joven criado se acercó con una toalla caliente y secó con cuidado el agua que cubría la piel dorada. Otro criado llevó un frasco de aceite perfumado y masajeó el cuello y los hombros del chiatze. Cuando terminó, un tercer muchacho acudió portando una túnica morada limpia. Garen Tsen levantó los brazos, y le ajustaron la túnica hábilmente sobre el cuerpo. En la alfombra, delante de sus pies, depositaron unas zapatillas bordadas. Garen Tsen se calzó y se dirigió a su despacho. La mesa de roble tallado había sido pulida cuidadosamente con cera de abeja y perfumada con espliego; en ella habían colocado tres tinteros y cuatro plumas blancas de ganso recién arrancadas. Garen Tsen se sentó en la silla tapizada de cuero, cogió una pluma y un papel, y comenzó a escribir su informe.
Cuando sonó la campanada que anunciaba el mediodía, el chiatze oyó unos golpecitos en la puerta.
—¡Adelante! —gritó.
Un hombre delgado de ojos oscuros se acercó a la mesa e hizo una reverencia.
—De acuerdo, Orez. Presenta tu informe —le ordenó Garen Tsen.
—Los hijos del senador Gyal han sido detenidos. Su mujer se ha suicidado. Otros miembros de la familia han huido, pero los estamos buscando. La esposa del noble Maurin ha enviado dinero a un banquero de Drenan; ochenta mil monedas de oro. Sus dos hermanos ya están en la capital de Drenai.
—Envía un mensaje a nuestra gente de Drenan; que se encarguen de los traidores.
—Así se hará, mi señor.
—¿Algo más, Orez?
—Un pequeño detalle, mi señor. Druss, el luchador drenai. Es posible que intente ganar el combate. Su embajador intenta convencerlo de que no lo haga, pero Sieben, un amigo del luchador, dice que no se dejará persuadir.
—¿Quiénes están vigilando al luchador?
—Yarid y Copass.
—He estado hablando con Klay, y dice que el drenai será un rival duro. Muy bien. Haz lo que sea necesario para que lo dejen fuera de juego. Cualquier herida profunda bastará.
—Quizá no sea tan fácil, mi señor. El hombre se vio envuelto en una reyerta y derrotó a varios atacantes. Quizá sea necesario matarlo.
—Pues matadlo. Otros asuntos más importantes requieren mi atención, Orez. No tengo tiempo para dedicarme a estas minucias.
Garen Tsen tomó la pluma, la mojó en un tintero y siguió escribiendo. Orez hizo una reverencia y se marchó.
Garen Tsen continuó trabajando durante una hora más. Sin embargo, las palabras del senador seguían rondándole la cabeza. «Un día entrarás gritando y a rastras en esta misma celda».
Existía alguna posibilidad de que ocurriese algo así. En aquel momento, Garen Tsen estaba en la cumbre de una montaña, pero en un equilibrio muy inestable, ya que su puesto dependía por completo de un loco. Dejó a un lado la pluma y meditó sobre el futuro. Hasta el momento, y en buena parte gracias a sus propios esfuerzos, las dos facciones rivales estaban equilibradas, pero no era posible mantener esa armonía durante mucho tiempo, ya que la enfermedad del emperador se agravaba a pasos de gigante. No pasaría mucho tiempo antes de que su locura escapase de cualquier control, y probablemente se produciría un baño de sangre. Garen Tsen suspiró.
—En lo alto de la montaña —dijo en voz alta—. No es una montaña, en absoluto. Es un volcán a punto de estallar.
La puerta se abrió, y un soldado de mediana edad entró en el despacho. Tenía una constitución robusta y vestía la larga capa negra de la Guardia Real. Los extraños ojos del chiatze se fijaron en el hombre.
—Sed bienvenido, señor Gargan. ¿Qué puedo hacer por vos?
El recién llegado se dirigió a un sillón y se dejó caer en él pesadamente. Se quitó el yelmo de bronce y plata y lo dejó en la mesa.
—El loco acaba de matar a su esposa —dijo.
Dos guardias reales escoltaron a Chorin Tsu al palacio. Los seguían otros dos cargados con un baúl que contenía las herramientas y el material necesarios para que el embalsamador realizase su tarea. El anciano jadeaba mientras intentaba mantener el paso de los soldados. No hizo preguntas.
Los guardias lo guiaron por los pasillos de servicio y lo hicieron subir por una escalera alfombrada hasta el laberinto de las dependencias reales. Pasaron junto al legendario salón de las concubinas, entraron en la capilla real y se inclinaron ante la imagen del Dios Rey. Cuando pasaron por la capilla redujeron el paso, que se hizo más sigiloso, y Chorin Tsu pudo recobrar el aliento. Al fin llegaron a una habitación privada con una puerta doble y dos hombres montando guardia en el exterior. Uno era un soldado cuya barba ahorquillada tenía el color del hierro. El otro era Garen Tsen, el visir, vestido con su túnica morada. Era alto, delgado como un palo, y su expresión era inescrutable.
Chorin Tsu se inclinó ante su compatriota.
—Que los Señores del Cielo os colmen de bendiciones —dijo en chiatze.
—Resulta indecoroso y descortés usar una lengua extranjera en los aposentos reales —reconvino Garen Tsen, en la lengua sureña. Chorin Tsu se inclinó de nuevo.
El largo índice izquierdo de Garen Tsen dio unos golpecitos en el segundo nudillo de su mano derecha. Después, el visir cruzó los brazos y se tocó el bíceps con el índice. Chorin Tsu interpretó la lengua de signos: «Haz lo que se te pide y saldrás de aquí con vida».
—Os ruego que me disculpéis, señor —dijo—. Perdonad a vuestro humilde siervo. —Unió las manos bajo la barbilla y se inclinó aún más profundamente.
—Necesitamos vuestras habilidades, maestro embalsamador. Nadie entrará en esta habitación hasta que hayáis completado vuestra tarea. ¿Comprendéis?
—Por supuesto, señor.
Los guardias dejaron el baúl de Chorin Tsu junto a la puerta. Garen Tsen la abrió el mínimo imprescindible para que el anciano chiatze entrase arrastrando sus utensilios.
Chorin Tsu oyó cómo se cerraba la puerta tras él y echó un vistazo a los aposentos. Las alfombras eran de delicadísima seda chiatze, al igual que las cortinas que rodeaban el lecho real. La cama era un trabajo de talla exquisito que posteriormente había sido chapado en oro. Cada objeto de la habitación era un lujo que sólo los monarcas podían permitirse.
Incluso el cadáver.
El cuerpo de la mujer colgaba por los brazos, atado a unas cadenas sujetas a unos aros enganchados en el techo de la habitación, sobre la cama. La sangre empapaba las sábanas. Chorin Tsu había visto a la reina en dos ocasiones: una de ellas, durante el desfile de la boda real; la otra, hacía dos semanas, en la inauguración de los Juegos de Hermandad. En su nuevo papel de Bokat, diosa de la sabiduría, la reina había bendecido la ceremonia. Chorin Tsu la había podido observar de cerca en aquella ocasión. La mujer tenía una expresión ausente y repitió la fórmula de la bendición con voz pastosa.
El chiatze se acercó a una silla, se sentó y contempló el cadáver.
El anciano suspiró. Al igual que en la ceremonia de los Juegos, la reina llevaba el yelmo de Bokat: un casco de oro con alas desplegadas y largos guardamejillas. Chorin Tsu no conocía muy bien la mitología de Gothir, pero sabía lo suficiente. Bokat era la esposa de Missael, el dios de la guerra. El hijo de ambos, Caales, futuro señor de las batallas, había salido totalmente adulto del vientre de su madre.
Pero ese no era el mito que había inspirado aquella locura. Bokat había sido capturada por el enemigo. Los dioses de Gothir habían ido a la guerra y el mundo había ardido bajo las flechas incendiarias de Missael. Bokat había sido raptada por otro de los dioses, que la había colgado de unas cadenas, a las puertas de la Ciudad Mágica. Su esposo, Missael, recibió una advertencia: si atacaba, Bokat sería la primera en morir. Missael cogió su arco y le clavó una flecha en el corazón. Tras ello, sus compañeros cargaron, escalaron las murallas y mataron a todos los habitantes de la ciudad. Después de la batalla, Missael sacó la flecha del corazón de su esposa y besó la herida, que se curó de inmediato. Bokat despertó y lo abrazó.
En aquellos aposentos habían intentado reproducir el mito. La flecha ensangrentada estaba en el suelo. Sintiéndose muy cansado, Chorin Tsu subió a la cama y aflojó los pernos que sujetaban las cadenas doradas a las finas muñecas de la reina muerta. El cadáver cayó en la cama, y el yelmo rodó sobre ella y acabó golpeando el suelo con un ruido sordo. El cabello rubio de la reina se extendió, y Chorin Tsu se fijó en que las raíces eran de color castaño.
Garen Tsen entró en la habitación y los dos chiatze hablaron en lengua de signos.
—El Dios Rey intentó salvarla. Al ver que la hemorragia no se detenía, se asustó y ordenó llamar al médico real.
—Hay sangre por todas partes —dijo Chorin Tsu—. No puedo realizar mi trabajo en estas condiciones.
—¡Debes hacerlo! Nadie debe enterarse de esta… —Los dedos de Garen Tsen vacilaron—. De esta estupidez.
—¿El médico ha muerto?
—Así es.
—Al igual que moriré yo cuando haya finalizado mi trabajo.
—No. He organizado tu salida del palacio. Te dirigirás al sur, a Dros Delnoch.
—Te lo agradezco, Garen Tsen.
—He dejado un arcón en la entrada. Mete todos los… desperdicios en él. —Pasó a hablar en voz alta—: ¿Cuánto tardarás en tenerla lista?
—Tres horas. Quizá algo más.
—Volveré para entonces.
El visir abandonó la habitación, y Chorin Tsu suspiró de nuevo. El hombre le había mentido; no habría huida hacia el sur. Dejó de lado aquella idea, se acercó al baúl que esperaba junto a la puerta y empezó a sacar las jarras de líquido de embalsamar, los cuchillos y los rascadores, y dispuso todo el material ordenadamente en una mesa, junto a la cama.
En la parte trasera de la habitación se abrió un panel repujado. Chorin Tsu cayó de rodillas y apartó la vista, no sin haber atisbado la pintura dorada que cubría el rostro del emperador, y la sangre seca de sus labios, adherida cuando besó la herida del pecho de su esposa.
—La despertaré ahora —dijo el Dios Rey. Se acercó al cadáver y apretó sus labios contra los de ella—. Vuelve a mí, hermana y esposa. Abre los ojos, diosa de los muertos. Vuelve a mí, ¡te lo ordeno!
Chorin Tsu siguió arrodillado y con los ojos cerrados.
—¡Te lo ordeno! —gritó de nuevo el Dios Rey. Entonces comenzó a llorar. Los sollozos continuaron durante un rato.
—¡Ah! —dijo de repente—. Me está engañando. Finge estar muerta. ¿Quién eres tú?
Chorin Tsu se quedó sin respiración cuando se dio cuenta de que el rey se dirigía a él. Abrió los ojos y contempló el rostro de la locura. Los ojos azules brillaban bajo la máscara dorada; la mirada era amistosa y tranquila. Chorin Tsu inspiró profundamente.
—Soy el embalsamador real, alteza.
—Tienes los ojos rasgados, pero no eres nadir. Tu piel es dorada como la de mi amigo Garen. ¿Eres chiatze?
—En efecto, alteza.
—¿Me adoran allí, en tu tierra natal?
—He vivido aquí los últimos cuarenta y dos años, alteza. Por desgracia no recibo noticias de mi tierra natal.
—Ven, vamos a charlar. Siéntate aquí, en la cama.
Chorin Tsu se levantó y miró fijamente al joven Dios Rey. Era de estatura mediana y delgado; se parecía mucho a su hermana. Tenía el pelo teñido de oro, y la piel pintada del mismo color. Sus ojos eran intensamente azules.
—¿Por qué no se levanta? Se lo he ordenado.
—Me temo, alteza, que la reina se ha… desplazado a su segundo reino.
—¿Su segundo…? Oh, entiendo. Diosa de la sabiduría y reina de los muertos. ¿Lo crees así? ¿Cuándo volverá?
—¿Cómo podría un mortal predecir su llegada, alteza? Los dioses están muy por encima de los simples mortales como yo.
—Sí, supongo que lo estamos. Creo que tu suposición es correcta, embalsamador. En este momento está gobernando a los muertos. Espero que sea feliz; muchos amigos nuestros están allí para servirla. Muchos. ¿Crees que los he enviado allí por eso? Por supuesto. Sabía que Bokat regresaría a su reino y envié por delante a muchos amigos suyos para que le diesen la bienvenida. Sólo fingía estar enfadado con ellos. —Sonrió alegremente y dio una palmada—. ¿Para qué sirve esto? —preguntó, cogiendo un largo instrumento de bronce terminado en dos púas.
—Es un… una ayuda que necesito, alteza, en mi trabajo. Sirve para… hacer que el objeto de mis cuidados permanezca hermoso para siempre.
—Ya veo. Está muy afilado, y está engarfiado de una forma siniestra. ¿Para qué son los cuchillos y los rascadores?
—Los muertos no necesitan sus órganos internos, alteza, y se estropean. Para que el cuerpo se conserve hermoso han de ser retirados.
El Dios Rey se acercó al baúl que seguía abierto junto a la puerta. Echó un vistazo a su interior y sacó un frasco transparente lleno de ojos de cristal.
—Creo que os dejaré trabajar, maestro embalsamador —dijo alegremente—. Tengo otros asuntos que atender. Muchos amigos de Bokat querrán seguirla, y he de hacer una lista con sus nombres.
Chorin Tsu se inclinó profundamente y guardó silencio.
Sieben se había equivocado. Cuando Majon le habló a Druss de la profecía, el hachero no lo rechazó de inmediato. El guerrero drenai escuchó, impasible y sin mostrar ninguna expresión en sus ojos claros. Cuando el embajador terminó de hablar, Druss se levantó de su asiento. —Lo pensaré— había dicho.
—Pero, Druss, hay que tener en cuenta que…
—He dicho que lo pensaré. Ahora, vete.
El tono de la voz de Druss heló las palabras de Majon como un viento invernal.
Aquella tarde, Druss se vistió de manera informal, con un jubón con mangas de cuero marrón flexible, calzas de lana y botas altas, y salió a pasear por el centro de la ciudad. No prestó atención a la multitud que lo rodeaba: los criados que compraban suministros y hacían recados para sus amos, los hombres que se reunían en posadas y tabernas, las mujeres que andaban por el mercado y las tiendas, ni los amantes que paseaban por los parques cogidos de la mano. Druss se abrió paso entre todos ellos, con sus pensamientos concentrados en la petición del embajador.
Cuando los esclavistas habían asaltado el pueblo de Druss y se habían llevado a las mujeres, entre ellas a Rowena, el hachero se había lanzado en persecución de los atacantes sin dudarlo un instante. Aquello había sido lo correcto, y no había cuestiones morales ni políticas por medio.
Pero en Gothir, en aquel momento, todo era confuso. «Es una decisión honorable», le había asegurado Majon. Había argumentado que se salvarían miles de vidas en Drenai. Pero ¿ceder a los caprichos de un loco? ¿Sufrir la humillación de la derrota?
¿Eso era honor?
Aun así, su victoria en el combate podría originar una guerra. Majon le había preguntado si valía la pena correr ese riesgo sólo por ganar una pelea; por obtener la satisfacción de hacer morder el polvo a otro hombre.
Druss atravesó el parque de los Gigantes y giró a la izquierda. Pasó junto al Arco de Mármol y siguió adelante hasta el valle de los Cisnes, el lugar donde estaba la residencia de Klay. Era el barrio de los ricos; las calles estaban flanqueadas de árboles, las mansiones mostraban su elegante arquitectura, los terrenos estaban salpicados de pequeños estanques y fuentes, y hermosas estatuas bordeaban los senderos que cruzaban los inmaculados jardines.
Todo lo que lo rodeaba decía una sola palabra: dinero. Enormes cantidades de oro. Druss se había criado en villorrios montañeses donde las casas estaban construidas con troncos rudamente trabajados y cuyas rendijas se sellaban con barro. Lugares donde el dinero era tan poco habitual como la honra entre las putas. En aquel momento contemplaba mansión tras mansión de mármol blanco, con columnas doradas, frescos y bajorrelieves, y techadas con tejas rojas o pizarra negra lentriana.
Siguió andando y encontró la residencia del campeón de Gothir. Había dos centinelas ante las puertas de hierro forjado; llevaban petos de plata y espadas cortas. El edificio era impresionante, aunque no tan ostentoso como algunos de los que Druss acababa de ver. Se trataba de una construcción de planta cuadrada con un tejado inclinado cubierto de tejas rojas; no lucía columnas talladas ni frescos, y no estaba pintada; el hogar del campeón era de sencilla piedra blanca. La entrada principal estaba coronada por un dintel de piedra, y las ventanas eran funcionales; no tenían vidrios plomados, mosaicos ni adornos de ninguna clase. Para su fastidio, Druss sintió que el propietario de esa casa, alzada entre sauces y hayas, empezaba a caerle bien.
Había una pequeña concesión a la vanidad: una estatua del luchador, a tamaño doble del real, se levantaba en un pedestal en el centro de un césped bien cuidado. Al igual que la casa, era de piedra blanca sin pinturas ni adornos, y mostraba a Klay con los puños alzados, desafiante.
Druss permaneció un rato en la amplia avenida, sin entrar. Un movimiento en las sombras atrajo su atención, y se fijó en un chiquillo agachado junto al tronco de un olmo. Druss le sonrió.
—¿Esperas echar un vistazo al gran luchador? —le preguntó con voz amable. El chiquillo asintió sin decir nada. Era tan delgado que dolía verlo; canijo, con los ojos hundidos y el rostro descamado y enfermizo. Druss echó mano a la bolsa que llevaba del cinturón, sacó una moneda de plata y se la arrojó al golfillo—. Vete y cómprate algo de comer.
El zagal atrapó la moneda y se la guardó en la andrajosa túnica, pero se quedó donde estaba.
—Realmente quieres verlo, ¿verdad? ¿Ni siquiera el hambre te hará irte? Entonces ven conmigo, chico. Vamos adentro.
El chiquillo, con el rostro iluminado, dio un paso adelante. De pie y a la luz parecía aún más delgado, con los codos y las rodillas más anchos que los brazos y los muslos. Al lado del luchador drenai no parecía más que una sombra frágil.
El hombre y el niño se acercaron a la entrada. Los centinelas se adelantaron y cerraron el paso.
—Soy Druss. Me han invitado.
—Ese mendigo no está invitado —dijo uno de los guardias.
Druss se le acercó y miró fríamente a los ojos del hombre, casi pegando su rostro al de él. El centinela dio un paso atrás, intentando apartarse, pero el drenai siguió avanzando hasta que el peto del guardia chocó contra la puerta.
—Lo invito yo, chico. ¿Algún problema?
—No. Ningún problema.
Los centinelas se apartaron y empujaron las puertas de hierro forjado. Druss y el chiquillo entraron. El hachero se detuvo a observar la estatua, y luego echó otra ojeada a la mansión y el terreno que la rodeaba. La estatua estaba fuera de lugar allí; desentonaba con el aspecto natural del jardín. Siguió caminando hacia la casa y, cuando llegó a la puerta, un anciano criado la abrió y se inclinó.
—Bienvenido, señor Druss —dijo.
—No soy ningún señor, ni quiero serlo. Este chiquillo estaba oculto en las sombras, esperando, intentando ver a Klay. Le he prometido que podría verlo de cerca.
—Mmm… Creo que antes debería ver dé cerca una comida —dijo el anciano—. Lo llevaré a la cocina. Mi amo os espera en la zona de entrenamiento, en la parte trasera de la mansión. Seguid por el pasillo, no podéis perderos.
El anciano cogió al chiquillo de la mano y se marchó.
Druss echó a andar. En el terreno que se extendía tras la mansión había una veintena de atletas, dedicados a entrenarse. La zona estaba bien diseñada: había tres círculos de arena, sacos, pesas, mesas de masaje y dos fuentes que proporcionaban agua fresca. En el extremo más lejano había una piscina, y Druss vio que había varios nadadores. La disposición del conjunto era sencilla y relajante, y Druss sintió que la tensión de su interior se desvanecía.
Dos hombres practicaban en un círculo de arena mientras un tercero, el colosal Klay, los observaba con atención. A la luz del crepúsculo, el pelo rubio y casi al rape de Klay parecía de oro. Tenía los brazos cruzados, y Druss observó la poderosa musculatura de sus hombros y su espalda, y la forma en que su cuerpo se afinaba en la cintura y las caderas.
«Un cuerpo rápido y fuerte», pensó el hachero.
—¡Separaos! —ordenó Klay. Los luchadores obedecieron y Klay entró en el círculo—. Estás demasiado rígido, Calas —dijo—, y tu izquierda se mueve como una tortuga enferma. Creo que no te estás entrenando de forma equilibrada; estás ganando masa en los hombros y los brazos, lo que es bueno para la potencia, pero descuidas la parte inferior del cuerpo. Los golpes son más eficaces si se refuerzan por las piernas: la fuerza fluye por las caderas e impulsa los hombros y los brazos. Cuando llega al puño, el efecto es como el de un rayo. Mañana te entrenarás con Shonan. —Se volvió hacia el otro luchador y le puso una mano en un hombro—. Eres muy hábil, chico, pero te falta instinto. Tienes valor y estilo, pero no tienes corazón de luchador. Sólo ves con los ojos. Shonan me ha dicho que tu trabajo con la jabalina es excelente; creo que de ahora en adelante nos concentraremos en eso.
Los dos hombres hicieron una reverencia y se alejaron.
Klay se volvió y vio a Druss. Sonrió ampliamente y salió de la zona de entrenamiento, con la mano extendida. Druss se la estrechó.
El campeón gothir era una cabeza más alto que Druss, y más ancho de hombros. Tenía el rostro plano; no le sobresalían los huesos en las cejas ni en los pómulos, y sería muy difícil que un puñetazo le abriese la piel por encima o por debajo de los ojos. Su mandíbula era recia y cuadrada; tenía los rasgos de un luchador nato.
—Esto es una zona de entrenamiento como es debido —dijo Druss—. Es excelente; bien organizada.
El luchador gothir asintió.
—Satisface mis necesidades, aunque desearía que fuese más grande. No hay espacio para el lanzamiento de jabalina o de disco. Shonan, mi entrenador, usa un terreno que está cerca de aquí. Acompáñame; te enseñaré todo esto.
Dos masajistas estaban trabajando, masajeando y estirando con habilidad los músculos de los atletas cansados, y había una sala de baños con piscinas de agua caliente un poco más lejos de la zona de entrenamiento. Durante un rato, los dos hombres pasearon por el lugar. Después, Klay guió a Druss al interior de la casa.
Las paredes del despacho de Klay estaban cubiertas con pinturas y grabados del cuerpo humano que mostraban la estructura de los músculos y las articulaciones. Druss nunca había visto nada igual.
—Algunos amigos míos son médicos —dijo el gothir—. Parte de su formación incluye la disección de cadáveres y el estudio del funcionamiento del cuerpo humano. Es fascinante, ¿verdad? La mayoría de nuestros músculos parece trabajar de forma antagonista. Para que el bíceps se pueda contraer, el tríceps ha de relajarse y estirarse.
—¿Para qué sirve saber eso? —preguntó Druss.
—Me ayuda a encontrar el equilibrio —respondió Klay—. La armonía, si lo prefieres. Los dos músculos son imprescindibles; se necesitan mutuamente. De modo que sería estúpido desarrollar uno a expensas del otro.
Druss asintió.
—Tenía un amigo en Mashrapur; un luchador llamado Borcha. Estaría tan impresionado como yo.
—He oído hablar de él. Me dijeron que te entrenó y te ayudó a ser campeón. Después de que dejases Mashrapur, fue el primer campeón en la historia del círculo de arena que recuperó el título. Se retiró hace seis años, después de ser derrotado por Prosecis en un combate que duró más de dos horas.
Un criado llevó una jarra y dos copas. Druss bebió de la suya.
—Refrescante —dijo.
—Es el zumo de cuatro frutas —dijo Klay—. Resulta estimulante.
—Prefiero el vino.
—El vino tinto alimenta la sangre —admitió Klay—, pero he descubierto que impide entrenarse bien.
Durante un rato, los dos hombres permanecieron en silencio. Después, Klay se levantó del sillón.
—Te preguntarás por qué te he invitado.
—Al principio pensé que se trataría de un intento de intimidarme —dijo Druss—, pero ahora ya no lo creo.
—Te lo agradezco. Quería que supieras que la profecía me dejó consternado. Para ti debe de ser muy incómodo. Siempre me ha resultado odioso que la política se mezcle en lo que debería ser un enfrentamiento limpio, de modo que quería tranquilizarte.
—¿Cómo?
—Quiero convencerte de que luches para ganar. Que te emplees a fondo.
Druss se inclinó hacia delante y observó con atención al campeón gothir.
—Mi propio embajador me ruega que haga justo lo contrario. ¿Es que deseas ver humillado a tu rey?
Klay se echó a reír.
—Me has entendido mal, Druss. Te he visto luchar. Eres bueno; tienes valor e instinto. Le pregunté a Shonan cómo nos veía, y me contestó: «Si tuviera que jugarme el dinero por uno de los luchadores, apostaría por ti, Klay. Pero si necesito que alguien luche por mi vida, escogería a Druss». Soy un hombre arrogante, amigo mío, pero mi arrogancia no nace de un orgullo mal entendido. Sé quién soy y de qué soy capaz. En cierto modo, como dice mi médico, soy un monstruo. Mi fuerza es prodigiosa, y mi velocidad no tiene igual. Levántate un momento.
Druss se puso en pie, y Klay se colocó a un brazo de distancia.
—Voy a arrancarte un pelo de la barba, Druss. Quiero que me interceptes, si puedes.
Druss se preparó.
El brazo de Klay dio un latigazo, y Druss sintió un aguijonazo cuando le arrancó unos cuantos pelos de la barba. Apenas había comenzado a alzar un brazo para cubrirse.
Klay regresó a su asiento.
—No puedes vencerme, Druss. Ningún hombre puede. Ese es el motivo por el que no debes preocuparte de las profecías.
Druss sonrió.
—Me caes bien, Klay —dijo—, y si hubiera medalla de oro por arrancar pelos, creo que sería tuya. Pero hablaremos de esto después del combate.
—¿Lucharás para vencer?
—Siempre lucho para vencer, chico.
—Por los cielos, Druss, realmente puedo identificarme contigo. Nunca te rindes, ¿verdad? ¿Por eso te llaman el Legendario?
Druss sacudió la cabeza.
—Cometí el error de hacerme amigo de un maestro de sagas. Ahora, vaya adonde vaya, se dedica a inventar nuevas historias, a cual más descabellada. Lo que me asombra es que la gente se las crea. Cuanto más las niego, más se extiende la convicción de que son ciertas.
Klay y Druss volvieron a la zona de entrenamiento. Los atletas se habían marchado, pero los criados habían encendido antorchas.
—Sé cómo te sientes, Druss. La negación se interpreta como modestia, y la gente quiere creer en los héroes. Una vez perdí la calma durante un entrenamiento y golpeé una estatua de piedra con el canto de la mano. Me rompí tres huesos. Pues bien, ahora hay al menos un centenar de tipos que afirman que la fuerza de mi golpe rompió la estatua en mil pedazos, y no menos de veinte juran que fueron testigos de ello… —Sacudió la cabeza—. ¿Te quedarás a cenar?
—He pasado por delante de una taberna cuando venía hacia aquí y he olido la carne especiada que estaban preparando. Siempre me ha encantado.
—Esa taberna… ¿tenía las ventanas pintadas de azul?
—Sí. ¿La conoces?
—Se llama La Espada Rota, y tiene el mejor cocinero de Gulgothir. Me gustaría acompañarte, pero tengo que hablar con Shonan, mi entrenador.
—Lástima; me habría gustado disfrutar de tu compañía. Sieben, mi amigo, está entretenido con una dama en nuestros aposentos, y no le haría ninguna gracia verme regresar temprano. ¿Podríamos venir mañana, después de la final?
—Será un placer.
—Ah, por cierto; tienes un invitado. Un granujilla que he encontrado esperando fuera. Te quedaría muy agradecido si lo tratas amablemente y charlas un poco con él.
—Por supuesto. Disfruta de la cena.