La multitud pedía sangre a gritos mientras Sieben, el poeta, se dedicaba a contemplar el vasto coliseo, las imponentes columnas y arcos, las gradas y las estatuas. Abajo, en el círculo dorado de la arena, dos hombres combatían por la gloria de sus países, mientras quince mil personas gritaban y creaban un rugido cacofónico, como el de una bestia primitiva. Sieben se acercó a la nariz un pañuelo perfumado, intentando amortiguar el olor a sudor que le llegaba de todas partes.
El coliseo era una maravillosa obra de arquitectura, con columnas talladas en forma de antiguos héroes y dioses. Los asientos de mármol estaban cubiertos con cojines de terciopelo verde que irritaban al poeta, pues no formaban un buen contraste con su túnica de seda azul claro con adornos de ópalo y mangas abolsadas. Se sentía orgulloso de su vestuario, que le había costado una suma considerable en el mejor sastre de Drenan, y que el efecto se arruinase por culpa de la lamentable elección de las fundas de los asientos era casi más de lo que podía soportar.
De todas formas, al estar todo el mundo sentado, el efecto se suavizaba. Los criados se movían sin pausa entre la multitud, transportando bandejas con bebidas frías, dulces, pasteles, bollos y otras exquisiteces. Las gradas de los espectadores acomodados estaban cubiertas con sedas, aunque también de aquel horrible color verde. Los verdaderamente ricos estaban sentados en esplendorosos cojines rojos, y unos esclavos los abanicaban. Sieben había intentado cambiar su asiento y mezclarse con los nobles, pero ni los despliegues de adulaciones ni los intentos de soborno le habían servido de nada.
A la derecha, Sieben alcanzaba a ver el extremo del palco del Rey Dios y las espaldas erguidas de dos de los guardias reales, con sus petos de plata y sus capas blancas. Los cascos, en opinión del poeta, eran particularmente magníficos: repujados en oro y con penachos blancos de crin.
«Es la ventaja de los colores sencillos —pensó—. Negro, blanco, dorado y plateado; es poco probable que queden eclipsados por la tapicería, sea del color que sea».
—¿Va ganando? —preguntó Majon, el embajador de Drenai, tirando de la manga del poeta—. Le están dando una paliza terrible. El lentriano nunca ha sido derrotado, ¿sabes? Se dice que la primavera pasada mató a dos luchadores en un torneo, en Mashrapur. Maldita sea, he apostado diez raks de oro por Druss.
Sieben, con delicadeza, se apartó de la manga los dedos del embajador, se alisó la seda con la mano y se obligó a desviar su atención de las maravillas arquitectónicas y concentrarse un poco en el combate. El lentriano acertó a Druss con un gancho, al que siguió un directo de derecha. Druss retrocedió un paso, sangrando por la ceja izquierda.
—¿A cuánto estaban las apuestas? —le preguntó al embajador.
El esbelto drenai se pasó la mano por el corto cabello cano.
—Seis a uno. Debí de volverme loco.
—No, en absoluto —replicó Sieben, amablemente—. Te guiaba el patriotismo. Mira, sé que a los embajadores no os pagan muy bien, así que me haré cargo de la apuesta. Dame el resguardo.
—Oh, no debería… Pero si es que lo están machacando.
—Por supuesto que debes. A fin de cuentas, Druss es mi amigo y debería haber apostado por él, por simple lealtad.
Sieben vio brillar la avaricia en los ojos oscuros del embajador.
—De acuerdo, si estás seguro… —El hombre se apresuró a introducir sus delgados dedos en la bolsa con perlas engarzadas que llevaba a la cadera, y sacó un pequeño papiro cuadrado que llevaba impreso el sello real y el monto de la apuesta. Sieben se lo guardó mientras Majon esperaba con la mano extendida.
—No me he traído el monedero —dijo Sieben—, pero esta noche te daré el dinero.
—Sí, por supuesto —respondió Majon, con disgusto.
—Voy a dar una vuelta por el coliseo —dijo Sieben—. Hay mucho que ver. Creo que hay tiendas y galerías de arte en los niveles inferiores.
—No pareces preocuparte mucho por tu amigo.
Sieben hizo caso omiso del reproche.
—Mi querido embajador, Druss pelea porque le encanta pelear. Por lo general, reservo mi preocupación para el infortunado que le hace frente. Nos veremos más tarde, en los festejos.
Sieben se levantó del asiento, subió las escaleras y se dirigió a la cabina de apuestas oficiales. Un chupatintas de dientes grandes y separados estaba sentado en ella. Junto a él, un soldado montaba guardia junto a las sacas de dinero.
—¿Deseas hacer una apuesta? —preguntó el encargado.
—No, estoy esperando para cobrar.
—¿Has apostado por el lentriano?
—No. Me gusta apostar por el ganador; es una costumbre que tengo —respondió Sieben, sonriendo—. Si fueses tan amable de ir preparando sesenta monedas de oro, además de mis diez iniciales…
El empleado soltó una risilla.
—¿Has apostado por el drenai? El infierno se helará antes de que recuperes esa inversión.
—Oh, cielos, creo que está bajando la temperatura… —replicó Sieben, sonriendo de nuevo.
Fuera, en la arena, el campeón lentriano se estaba cansando. La sangre manaba de su nariz rota, y tenía el ojo derecho cerrado a causa de la hinchazón. Aun así, era prodigiosamente fuerte. Druss esquivó un derechazo, se adelantó y clavó un puño en el vientre del lentriano; los músculos del hombre parecían de malla de acero. Un puño cayó en el cuello de Druss, que sintió que le temblaban las piernas. Gruñó de dolor, pero lanzó un gancho que se estrelló en el mentón barbado del lentriano e hizo que su cabeza saliera disparada hacia atrás. A continuación intentó conectar un derechazo, pero falló el objetivo y sólo rozó la sien de su adversario. El lentriano se limpió la sangre de la cara y, a continuación, acertó a Druss con un izquierdazo demoledor, seguido de un gancho de derecha que hizo que Druss girase sobre sí mismo.
La muchedumbre, convencida de que se acercaba el final, lanzó un rugido ensordecedor. Druss intentó adelantarse, sólo para verse detenido por un directo de izquierda que lo hizo recular. Consiguió bloquear un derechazo y respondió con otro gancho que, esta vez, alcanzó el blanco. El lentriano se tambaleó pero no cayó, y su contraataque acertó a Druss detrás de la oreja derecha. Pero el drenai no acusó tanto el golpe: la fuerza del lentriano se estaba agotando, y el puñetazo carecía de potencia y velocidad.
¡Era el momento! Druss acometió con una combinación de puñetazos que se alojó al completo en la cara del lentriano: tres directos de izquierda, seguidos de un gancho de derecha que alcanzó la desprotegida barbilla del hombre. El lentriano perdió el equilibrio e intentó mantenerse en pie, pero acabó cayendo de bruces en la arena.
Una ovación atronadora se alzó de las gradas y cubrió la arena como una ola. Druss inspiró profundamente, dio un paso atrás, alzó los brazos y recibió los vítores. La nueva bandera de Drenai, un caballo blanco sobre fondo azul, fue izada y se agitó en la brisa de la tarde. Druss caminó hasta el palco real e hizo una reverencia al Rey Dios, a quien no podía ver.
A su espalda, dos lentrianos fueron corriendo hasta su campeón caído y se arrodillaron a su lado. Los siguieron unos camilleros, y el luchador inconsciente fue sacado de la arena. Druss saludó al público y después caminó lentamente hacia la oscura entrada de la galería que conducía a los baños y a la zona de descanso de los atletas. Pellin, el lanzador de jabalina, esperaba en la entrada, sonriente.
—Creía que iba a acabar contigo, montañés.
—Ha estado cerca —dijo Druss. Escupió sangre. Tenía el rostro magullado y varios dientes flojos—. Era muy duro, tengo que admitirlo.
Los dos hombres cruzaron la galería y entraron en la primera zona de baños. Los gritos de la arena no llegaban hasta allí, y una docena de atletas se relajaban en las tres piscinas de mármol llenas de agua caliente. Druss se sentó junto a una. En la humeante superficie del agua flotaban pétalos de rosa y su aroma llenaba la sala. Pars, el corredor, se le acercó nadando.
—Parece como si una manada de caballos hubiese cruzado tu cara al galope-dijo.
Druss se inclinó hacia delante, apoyó la mano en la cabeza pelada del hombre y lo empujó bajo el agua. Pars se liberó y se apartó buceando, salió a la superficie un par de pasos más lejos y salpicó a Druss. Pellin, que ya se había quitado las calzas y la túnica, se introdujo en el agua. Druss se desvistió y lo imitó.
Al instante sintió el alivio en sus doloridos músculos, y se dedicó a nadar durante un rato antes de salir. Pars se unió a él.
—Estírate ahí y haré algo con esos dolores —dijo.
Druss se dirigió a una mesa de masaje y se tumbó boca abajo. Pars se echó aceite en la palma de las manos y comenzó a trabajar con habilidad en los músculos de la espalda del hachero.
Pellin se sentó junto a ellos, se secó la cabeza y se echó la toalla por los hombros.
—¿Has visto el otro combate? —le preguntó a Druss.
—No.
—Klay, el gothir, es increíble. Es rápido, y tiene una mandíbula recia. Y, además, una derecha como un martillo. En menos de veinte latidos, el combate había acabado. Nunca vi a nadie igual, Druss. El vagriano no sabía de dónde llegaban los golpes.
—Eso he oído decir. —Druss gruñó cuando los dedos de Pars se hundieron en los doloridos músculos de su cuello.
—Podrás con él, Druss. ¿Qué importa que sea más grande, más fuerte, más rápido y más guapo?
—Y más entrenado —apuntó Pellin—. Todos los días corre un par de leguas en los montes de las afueras.
—Cierto, se me olvidaba lo del entrenamiento. Y también es más joven. ¿Cuántos años tienes, Druss? —preguntó Pars.
—Treinta —gruñó el hachero.
—Un viejo —dijo Pellin, guiñándole un ojo a Pars—. Aun así, estoy seguro de que ganarás. Bueno… casi seguro.
Druss se sentó.
—Me alegro de que los jóvenes me apoyéis tanto.
—Bueno, estamos en el mismo equipo —dijo Pellin—. Y desde que nos privaste de la deliciosa compañía de Grawal te hemos adoptado, en cierto modo. —Pars empezó a trabajar en los magullados nudillos de Druss—. Ahora en serio, Druss, amigo mío: tienes las manos hechas polvo. Si estuviésemos en casa usaríamos hielo para reducir la hinchazón.
Y deberías tenerlas en remojo, esta noche, en agua fría.
—Faltan tres días para la final. Estaré bien para entonces. ¿Cómo te ha ido a ti en la carrera?
—Me he clasificado el segundo, así que al menos participaré en la final. Pero no creo que acabe entre los tres primeros. El corredor gothir es mucho mejor que yo, y también lo son el chiatze y el vagriano. No podré igualarlos.
—Quizá te sorprendas —dijo Druss.
—No todos somos como tú, montañés —dijo Pellin—. Todavía no puedo creerme que hayas participado en los Juegos sin haberte entrenado y que hayas llegado a la final. La verdad es que eres legendario. —Sonrió—. Feo, viejo y lento, pero legendario.
Druss rió entre dientes.
—Por un momento casi me engañas, chico. Empezaba a creer que me ibas a mostrar respeto. —Se tumbó de nuevo y cerró los ojos.
Pars y Pellin fueron hasta donde aguardaba un criado con una jarra de agua fresca. El hombre los vio acercarse y llenó dos copas. Pellin vació la suya de un trago y pidió que se la rellenase; Pars bebió lentamente.
—No le has dicho nada sobre la profecía —dijo Pars.
—Tú tampoco. Pronto lo descubrirá por sí mismo.
—¿Qué crees que hará? —preguntó el corredor calvo. Pellin se encogió de hombros.
—Sólo lo conozco desde hace un mes, pero no creo que se preste a seguir la tradición.
—¡No tendrá más remedio! —insistió Pars.
Pellin sacudió la cabeza.
—No es como los demás, amigo mío. El lentriano debería haber ganado, pero no ha sido así. Druss es como una fuerza de la naturaleza, y no creo que la política pueda cambiar eso.
—Te apuesto veinte raks de oro a que te equivocas.
—No acepto, Pars. ¿Sabes? Por nuestro bien, espero que tengas razón.
En un palco privado, por encima de la multitud, Klay, el gigantesco luchador rubio, observó a Druss cuando daba el golpe definitivo a su rival. El lentriano tenía unos hombros y unos brazos pesados, lo que hacía que sus golpes fuesen increíblemente poderosos, pero lentos…, fáciles de prever. Pero el drenai hizo que el combate mereciese la pena. Klay sonrió.
—¿Encontráis divertido a ese hombre, mi señor Klay?
El luchador se volvió, sobresaltado. El rostro del recién llegado carecía de expresión y movimiento. «Es como una máscara —pensó Klay—, una máscara chiatze dorada, ajustada y sin fisuras». Incluso el cabello negro azabache, recogido en una coleta finísima, estaba tan aceitado y teñido que parecía falso, como pintado en aquel cráneo demasiado grande. Klay inspiró profundamente, irritado por haber sido sorprendido en su propio palco, y furioso por no haber oído las cortinas al descorrerse ni el susurro de la larga túnica de terciopelo negro del hombre.
—Te mueves como un asesino, Garen Tsen —dijo Klay.
—En ocasiones, mi señor, es preciso desplazarse con sigilo —respondió el chiatze con una voz amable y melodiosa. Klay miró los dispares ojos rasgados del hombre, agudos como puntas de lanza. Uno de ellos era de un curioso color castaño con motas verdes; el otro, azul como el cielo de verano.
—El sigilo sólo es necesario cuando se anda entre enemigos —dijo Klay.
—Cierto es. Pero los mayores enemigos pueden enmascararse como amigos. ¿Qué hay de ese drenai que te divierte? —Garen Tsen pasó junto a Klay, se asomó por la barandilla del palco y observó la arena—. No veo nada divertido. Es un bárbaro y pelea como tal. —Se volvió; su rostro descamado estaba enmarcado por el cuello alto y curvado de su túnica.
Klay sintió cómo crecía su disgusto por aquel hombre, pero ocultó sus sentimientos y meditó sobre la pregunta de Garen Tsen.
—No se trata de que me divierta, ministro. Lo admiro. Con el entrenamiento adecuado podría llegar a ser muy bueno. Y el público lo adora. La masa siempre se inclina ante un guerrero valiente y, por los cielos, si algo no le falta a Druss es coraje. Me gustaría tener la oportunidad de entrenarlo; el combate sería mejor.
—¿Creéis que terminará con rapidez?
Klay sacudió la cabeza.
—No. La fuerza de ese hombre es casi inagotable; nace de su orgullo y de su creencia en que es invencible; es algo que se puede observar cuando lucha. Será una batalla larga y cruenta.
—Pero ¿al final prevaleceréis? ¿Como ha profetizado el Dios Rey?
Por primera vez, Klay notó un ligerísimo cambio en la expresión del ministro.
—Debería vencerlo, Garen Tsen. Soy más grande, más fuerte y más rápido, y estoy mejor entrenado. Pero siempre hay elementos azarosos en un combate. Puedo resbalar en el momento en que un golpe alcanza el blanco. Puedo enfermar el día anterior, y estar lento y falto de energías. Puedo desconcentrarme un instante y dejar abierta la guardia…
Klay sonrió ampliamente; la expresión del ministro era de clara preocupación.
—No ocurrirá —dijo el chiatze—. La profecía ha de cumplirse.
Klay se lo pensó con calma antes de responder.
—La fe que deposita en mí el Dios Rey me llena de orgullo. Lucharé lo mejor posible.
—Bien. Esperemos que en los drenai tenga el efecto contrario. ¿Vendréis al banquete de esta noche, mi señor? El Dios Rey ha solicitado vuestra presencia. Desea que os sentéis a su lado.
—Será un inmenso honor —respondió Klay, inclinándose.
—Desde luego que sí. —Garen Tsen se dirigió a la entrada encortinada y se volvió—. ¿Conocéis a un atleta llamado Lepanto?
—¿El corredor? Sí. Se entrena en mi gimnasio. ¿Por qué?
—Ha muerto esta mañana, durante un interrogatorio. Parecía tan fuerte… ¿Notasteis alguna vez que diese señales de debilidad en su corazón? ¿Tenía mareos? ¿Dolores en el pecho?
—No —respondió Klay, recordando al joven parlanchín de ojos brillantes que siempre bromeaba y contaba chistes—. ¿Por qué lo estaban interrogando?
—Estaba difundiendo calumnias, y teniamos motivos para creer que pertenecía a un grupo secreto juramentado para asesinar al Dios Rey.
—Tonterías. Era sólo un muchacho estúpido que contaba chistes de mal gusto.
—Eso parecía —accedió Garen Tsen—. Ahora es un muchacho muerto que no volverá a contar chistes de mal gusto. ¿Era un buen corredor?
—No.
—Excelente; no se ha perdido nada. —Los ojos dispares observaron a Klay durante unos instantes—. Sería conveniente, mi señor, que dejaseis de prestar oídos a ciertos chistes. En los casos de traición existe el cargo de complicidad.
—Recordaré tu consejo, Garen Tsen.
Después de que el ministro se marchase, Klay vagabundeó por la galería del coliseo. Hacía fresco allí, y disfrutaba paseando entre las antigüedades. La galería había sido incluida en el edificio a petición del rey, mucho antes de que su mente enferma cediese y perdiera la razón. Habría alrededor de cincuenta tiendas y tenderetes, donde compradores expertos podían hacerse con artefactos históricos o imitaciones exquisitamente trabajadas. Había libros antiguos, pinturas, porcelanas e incluso armas.
La gente que circulaba por la galería se detenía cuando él pasaba, y se inclinaba respetuosamente ante el campeón de Gothir. Klay respondía a cada saludo con una sonrisa y una inclinación de cabeza. Aunque era grande, se movía con la gracia y la facilidad de un atleta, siempre equilibrado y siempre alerta.
Se detuvo ante una estatuilla de bronce del Dios Rey. Se trataba de una pieza excelente, pero Klay encontró que el uso de lapislázuli para realizar los ojos resultaba estrafalario en un rostro de bronce. El mercader que vendía la pieza se le acercó. Era un tipo bajo y robusto, de barba ahorquillada y sonrisa obsequiosa.
—Tenéis un aspecto excelente, mi señor Klay —dijo—. Asistí a vuestro combate; bueno, a lo poco que hubo que ver. Estuvisteis magnífico.
—Gracias.
—¡Y pensar que vuestro contrincante vino desde tan lejos, sólo para ser humillado de esa forma!
—No fue humillado; simplemente, derrotado. Se ganó el derecho de enfrentarse a mí después de luchar contra otros buenos pugilistas. Tuvo la desgracia de resbalar en la arena justo cuando lo golpeé.
—¡Por supuesto, por supuesto! Vuestra humildad os honra, mi señor —dijo el hombre, con rapidez—. Os he visto mirar la estatuilla de bronce. Es un trabajo maravilloso de un nuevo escultor que llegará lejos. —El mercader bajó la voz—. Para cualquier otro, mi señor, el precio sería de mil monedas de plata. Pero al poderoso Klay no le costará más que ochocientas.
—Ya tengo dos bustos del emperador; me los regaló él mismo. Pero os agradezco vuestra oferta.
Klay se alejó del hombrecillo y una joven se detuvo ante él. La joven sujetaba la mano de un chiquillo rubio de unos diez años.
—Disculpadme, mi señor, por esta intromisión —dijo, haciéndole una profunda reverencia—, pero mi hijo ardía en deseos de conoceros.
—No pasa nada —dijo Klay, poniendo una rodilla en tierra y dirigiéndose al chiquillo—. ¿Cómo te llamas, muchacho?
—Atka, mi señor —respondió el niño—. He visto vuestras peleas. Sois… sois maravilloso.
—Me siento halagado. ¿Irás a la final?
—Oh, sí, mi señor. Estaré allí para ver cómo machacáis al drenai. También lo he visto a él. Hoy casi pierde.
—No lo creo así, Atka. Es un tipo duro, de roca y hierro. Yo voy a apostar por él.
—No podrá venceros, mi señor, ¿verdad? —preguntó el chiquillo, abriendo mucho los ojos con la sombra de una duda.
Klay sonrió.
—Todos los hombres pueden ser derrotados, Atka. Esperaremos unos días y lo averiguaremos.
Klay se puso en pie y sonrió a la joven, que se ruborizó.
—Es un buen chico —dijo el campeón. Tomó la mano de la joven y la besó; después siguió su camino, deteniéndose de vez en cuando para observar los cuadros de la pared contraria. La mayor parte representaba paisajes del desierto y las montañas; otros mostraban a muchachas en diferentes grados de desnudez. Había escenas de caza, y dos de las pinturas, que atrajeron la atención de Klay, eran de flores silvestres. Al fondo de la galería se alzaba un largo tenderete ocupado por un anciano chiatze. Klay se acercó al hombre y examinó los artículos esmeradamente presentados. Se trataba, principalmente, de estatuillas, broches, amuletos, brazaletes, pulseras y anillos. Klay alzó una pequeña figura de marfil que no llegaría a seis dedos de altura. Representaba a una hermosa joven con un vestido vaporoso. Llevaba flores en el pelo y sostenía en la mano una serpiente cuyo cuerpo se le enroscaba alrededor del antebrazo.
—Es una preciosidad —dijo.
El menudo chiatze asintió y sonrió.
—Es Shul Sen, la esposa de Oshikái, el Terror de los Demonios. La figura tiene casi mil años de antigüedad.
—¿Cómo puedes estar seguro?
—Soy Chorin Tsu, mi señor, el embalsamador real. Y un apasionado de la historia. Encontré esta pieza durante una exploración arqueológica, cerca del emplazamiento de la legendaria batalla de los cinco ejércitos. Estoy seguro de que no tiene menos de nueve siglos.
Klay se acercó la figura a los ojos. El rostro de la joven era ovalado y tenía los ojos rasgados; parecía sonreír.
—Shul Sen era chiatze, ¿verdad? —preguntó.
Chorin Tsu extendió las manos.
—Eso depende, mi señor, de vuestro punto de vista. Era, como os he dicho, la esposa de Oshikái, y a él se lo considera el padre de los nadir. Fue él quien guió a las tribus rebeldes que marcharon desde las tierras de Chiatze y se abrieron camino, luchando, hasta llegar a lo que ahora es Gothir. Tras su muerte, las tribus se dispersaron y se dedicaron a guerrear entre ellas, y así siguen. Si Oshikái fue el primer nadir, Shul Sen era… ¿quién sabe? ¿Nadir o chiatze?
—Ambas cosas —dijo Klay—. Y además era hermosa. ¿Qué fue de ella?
El chiatze se encogió de hombros, y Klay distinguió una sombra de tristeza en los ojos rasgados.
—Eso depende de qué versión de la historia se decide creer. Personalmente, estoy convencido de que fue asesinada poco después de la muerte de Oshikái. Todos los registros apuntan en esa dirección, aunque en algunas historias se dice que embarcó hacia una mítica tierra lejana, al otro lado del mar. Si sois de inclinación romántica, quizá sea esa la historia que debéis creer.
—Tiendo a preferir la verdad —dijo Klay—. Pero en esta ocasión creo que me gustaría pensar que acabó sus días felizmente en algún otro lugar. Supongo que nunca lo sabremos.
Chorin Tsu extendió sus manos de nuevo.
—Como apasionado de la historia, me gusta pensar que un día se despejarán las nieblas. Quizá encuentre alguna prueba, o algún documento.
—Si lo encuentras, házmelo saber. Entretanto, te compraré esta figura. Haz que la lleven a mi casa.
—Querréis saber el precio, mi señor.
—Estoy seguro de que será justo.
—Y así será, señor.
Klay comenzó a marcharse, pero se detuvo y se giró.
—Dime una cosa, Chorin Tsu, ¿cómo es que el embalsamador real regenta un tenderete de antigüedades?
—Embalsamar, mi señor, es mi oficio. La historia es mi pasión. Y como todas las pasiones, ha de compartirse para ser disfrutada. Vuestro interés por la estatuilla me ha causado un gran placer.
Klay se marchó, cruzó el pórtico de la galería y entró en el Salón de Cocina. Dos guardias le franquearon el paso a la hermosamente amueblada sala de comidas de la nobleza. Hacía mucho tiempo que Klay había dejado de sentirse incómodo al entrar en semejantes establecimientos, pues a pesar de que era de origen humilde, su leyenda había crecido tanto que se lo consideraba por encima de la mayoría de los nobles. El lugar no estaba muy concurrido, pero Klay distinguió a Majon, el embajador de Drenai, enzarzado en una acalorada discusión con un petimetre vestido con una enjoyada túnica azul. El lechuguino era alto y delgado, y bastante atractivo; tenía el cabello castaño claro sujeto con una cinta plateada adornada con un ópalo. Klay se acercó a la pareja. Al principio, Majon no se percató de la presencia del luchador y siguió lanzando recriminaciones a su acompañante.
—Creo que no es justo, Sieben, con todo lo que has ganado… —En aquel momento vio a Klay, e inmediatamente cambió de expresión y lució una amplia sonrisa—. Mi querido amigo, me alegro de volver a verte. Por favor, únete a nosotros; será un honor. Hablábamos de ti hace apenas un instante. Te presento a Sieben, el poeta.
—He oído recitar tus obras —dijo Klay— y he leído, con mucho interés, la saga de Druss el Legendario.
El poeta sonrió lobunamente.
—Habéis leído la obra, y pronto os enfrentaréis al hombre. He de advertiros, señor, que apostaré contra vos.
—Entonces, me disculparéis si no os deseo suerte —respondió Klay mientras se sentaba.
—¿Habéis visto el combate de hoy? —dijo Majon.
—Sí, embajador. Druss es un luchador interesante. Da la impresión de que el dolor lo obliga a redoblar sus esfuerzos. Es indomable; y muy fuerte.
—Y siempre gana —dijo Sieben, alegremente—. Es un don que tiene.
—Sieben está hoy particularmente feliz —dijo Majon, con voz gélida—. Ha ganado sesenta monedas de oro.
—Yo también he ganado —dijo Klay.
—¿Habéis apostado por Druss? —preguntó Sieben.
—En efecto. Estuve estudiando a los dos luchadores y no me pareció que el lentriano tuviese suficiente voluntad para superar a vuestro hombre. Además, no era muy rápido con la izquierda, lo que daba a Druss la oportunidad de escaparse de muchos de los golpes. Pero deberíais aconsejarle que cambie su posición de ataque. Tiende a adelantar la cabeza cuando carga, lo que lo convierte en un blanco fácil para un gancho.
—Se lo diré —prometió Sieben.
—Tengo un lugar de entrenamiento en mi casa; si desea usarlo, será bienvenido.
—Vuestra oferta es muy amable —intervino Majon.
—Parecéis muy confiado, señor —dijo Sieben—. ¿No os preocupa que Druss nunca haya sido derrotado?
—No más de lo que me preocupa que tampoco me hayan derrotado a mí. Ocurra lo que ocurra, uno de los dos saldrá con una mancha en su perfecto historial. Pero el sol seguirá saliendo, y la tierra no se hundirá. Y ahora, amigos míos, ¿pedimos algo de comer?
El aire era fresco y limpio; una suave brisa soplaba sobre el estanque de la fuente, y refrescaba a Sieben y a Druss mientras recorrían el sendero que llevaba a la cima de la colina central del gran parque. Sobre ellos, el cielo lucía el brillante azul de finales de verano; en el este se arremolinaban espesas nubes blancas que se movían lentamente. A lo lejos se distinguían rayos de sol que atravesaban la capa de nubes e iluminaban esporádicamente las montañas orientales, coloreándolas de rojo y dorado y haciéndolas brillar como joyas a la luz de una antorcha. Y cuando, de repente, las nubes bloqueaban de nuevo los rayos del sol, las rocas doradas volvían a ser grises. Druss contempló con nostalgia las montañas, recordando el aroma de los pinos y el sonido musical de los arroyos de su tierra natal.
Las nubes se abrieron, y el sol hizo brillar las cumbres una vez más. El paisaje era hermoso, pero Druss sabía que allí no habría pinares. Al este de Gulgothir se hallaban las estepas nadir, una enorme extensión de tierra desértica, seca, dura e inhóspita.
Sieben se sentó junto a la fuente y rozó el agua con los dedos.
—Ya ves por qué se llama la colina de las Seis Vírgenes —dijo. En el centro del estanque se alzaba una estatua que representaba a seis mujeres, tallada exquisitamente en un solo bloque de mármol. Las jóvenes formaban un círculo y miraban hacia el exterior, con los brazos extendidos en actitud suplicante. En el centro del círculo, por encima de ellas, se alzaba la figura de un anciano que sostenía un recipiente del cual brotaban los chorros de agua de la fuente; el agua salpicaba las estatuas blancas antes de caer en el estanque.
—Hace unos cientos de años —prosiguió Sieben—, un ejército norteño sitió Gulgothir. Las vírgenes fueron sacrificadas aquí, para lograr el favor de los dioses de la guerra. Fueron ahogadas ritualmente. Tras ello, los dioses favorecieron a los defensores y estos lograron rechazar el ataque.
Sieben sonrió al ver que Druss fruncía el ceño. El guerrero se mesó la negra barba con su enorme manaza, lo que en él era una clara señal de irritación.
—¿No estás a favor de propiciar a los dioses? —preguntó Sieben, con expresión ingenua.
—No con sangre de inocentes.
—Pero vencieron, Druss. Así que el sacrificio mereció la pena, ¿no crees?
El hachero sacudió la cabeza.
—Si creían que el sacrificio les granjearía el favor de los dioses, probablemente los motivó para luchar con más energía. Pero un buen discurso habría logrado lo mismo.
—Supongamos que los dioses exigieron el sacrificio y, a cambio, ayudaron a ganar la batalla.
—Entonces, más les habría valido perder.
—¡Ajá! —exclamó Sieben, triunfal—. Pero si hubieran perdido habrían muerto muchos más inocentes; las mujeres habrían sido violadas, y los niños, asesinados en sus cunas. ¿Qué dices a eso?
—No tengo nada que decir. La mayoría de la gente conoce la diferencia entre el perfume y el olor de una boñiga de vaca; no es necesario debatir sobre ello.
—Vamos, vieja mula, no te estás esforzando. La respuesta es sencilla: los principios del bien y del mal no se pueden basar en los simples números. Se basan en el deseo de las personas de hacer, o de no hacer, lo que es bueno y justo según dictan la conciencia y la ley.
—¡Palabras, palabras! ¡No significan nada! —espetó Druss—. El deseo de las personas es lo que causa la mayoría de los males. Y en cuanto a la conciencia y la ley, ¿qué ocurre si un hombre carece de conciencia y la ley aprueba el sacrificio ritual? ¿Eso lo convierte en bueno? Deja de intentar meterme en otro de tus debates inútiles.
—Los poetas vivimos para esas discusiones… inútiles —dijo Sieben, esforzándose por contener la irritación—. Nos gusta ejercitar la inteligencia y desarrollar la mente; eso nos ayuda a ser más conscientes de las necesidades de nuestros semejantes. Hoy estás de mal humor, Druss. Yo creía que estarías encantado ante la perspectiva de otra pelea, de otro hombre al que machacar con tus puños. El campeonato, nada menos. Los vítores de la multitud y la adoración de tus compatriotas. ¡Ah, la sangre, las heridas y los interminables desfiles y banquetes en tu honor!
Druss maldijo, y su expresión se ensombreció.
—Sabes que odio todo eso.
Sieben sacudió la cabeza.
—Sólo en parte, Druss. Lo mejor de ti desprecia la adulación del público, pero aun así, cada uno de tus actos la atrae más y más. Viniste a los Juegos como invitado; como una mascota inspiradora, en cierto modo. ¿Y qué hiciste? Le rompiste la mandíbula al campeón de Drenai y ocupaste su lugar.
—No tenía intención de lisiar a ese hombre. Si hubiera sabido que tenía la mandíbula de porcelana, lo habría golpeado en la barriga.
—Estoy seguro de que lo crees sinceramente, vieja mula. Tan seguro como estoy de que yo no me lo creo. Dime una cosa: ¿cómo te sientes cuando la multitud entona tu nombre a gritos?
—Me estoy cansando de esto, poeta. ¿Qué pretendes?
Sieben inspiró profundamente e intentó relajarse.
—Las palabras son lo único que tenemos para describir nuestros sentimientos, para expresar lo que necesitamos de los demás. Sin ellas no podríamos enseñar a los jóvenes, ni expresar nuestras ilusiones para que las conozcan las generaciones venideras. Ves el mundo de una forma muy simple, Druss, como si todo fuera o hielo, o fuego. Por sí mismo, eso no importa un comino. Pero como todos los hombres de mente cerrada y escasas aspiraciones, tiendes a burlarte de los que no entiendes. Las civilizaciones se construyen con palabras, Druss, y se destruyen con hachas. ¿Significa eso algo para ti, hachero?
—Nada que no supiera ya. ¿Estamos en paz?
La irritación de Sieben se fue desvaneciendo. El poeta sonrió.
—Me caes bien, Druss. Siempre me has caído bien. Pero tienes una habilidad increíble para sacarme de mis casillas.
Druss asintió con seriedad.
—No soy ningún pensador —dijo—, pero tampoco soy estúpido. Soy un hombre como los demás. Podría haber sido granjero, carpintero o albañil. Maestro, no; y, desde luego, tampoco sacerdote. Los pensadores me ponen nervioso. Mira ese Majon. —Sacudió la cabeza—. He conocido a muchos embajadores y son todos iguales: obsequiosos, con sonrisas falsas y miradas penetrantes que no se pierden el menor detalle. ¿En qué creen? ¿Tienen sentido del honor o del patriotismo? ¿O en realidad se ríen de la gente corriente mientras se llenan las bolsas con nuestro oro? No soy muy culto, poeta, pero sé que los hombres como Majon, o como tú, para el caso, pueden hacer que aquello en lo que creo parezca tan insustancial como la nieve en verano. Me podéis hacer quedar como un idiota en una discusión. Yo puedo entender que el bien y el mal pueden reducirse a cifras, como ocurrió con esas mujeres de la fuente. Un ejército te asedia y dice: «Matad a seis mujeres y perdonaremos la ciudad». Lo cierto es que sólo hay una respuesta digna para eso, pero no puedo decirte por qué sé que es la respuesta correcta.
—Pero yo sí que puedo —dijo Sieben, ya completamente calmado—. Y es algo que, al menos en parte, he aprendido de ti. El peor acto que podemos cometer es obligar a alguien a hacer una mala acción. Lo que está diciendo en realidad el ejército que mencionabas era: «Si no cometes una pequeña mala acción, nosotros cometeremos una mayor». Por supuesto, la respuesta heroica sería rehusar, pero los diplomáticos y los políticos son pragmáticos, Druss. Viven sin entender en qué consiste el honor. ¿Tengo razón?
Druss sonrió y dio una palmada en el hombro de Sieben.
—Sí, poeta, la tienes. Pero sé muy bien que podrías argumentar exactamente lo contrario sin despeinarte, así que será mejor que lo dejemos como está.
—¡De acuerdo! Estamos en paz, pues.
Druss miró hacia el sur. Ante ellos se extendía el casco antiguo de Gulgothir, un revoltijo apretado y dispuesto en aparente azar de edificios, viviendas, tiendas y talleres, atravesado por docenas de avenidas y callejones. El palacio de la antigua torre del homenaje se alzaba en el centro, como una araña gris agazapada. La que en tiempos había sido residencia de reyes hacía de almacén y granero. Druss contempló, al oeste, el nuevo palacio del Dios Rey: una edificación colosal de piedra blanca, con columnas recubiertas con pan de oro; las estatuas, la mayoría del propio rey, portaban coronas de oro y plata. El lugar estaba rodeado de jardines, y desde donde se encontraba, Druss podía observar el esplendor de los árboles en flor.
—¿Has conseguido ver al Dios Rey? —preguntó el guerrero.
—Estuve cerca del palco real mientras estabas jugando con el lentriano, pero sólo alcancé a ver la espalda de los guardias. Se dice que el rey lleva el pelo teñido con oro de verdad.
—¿Cómo que estaba jugando? El tipo era duro de verdad. Aún siento los efectos de los golpes.
Sieben rió entre dientes.
—Entonces espera a ver al campeón gothir. Cuando pelea no parece humano; se dice que su puño cae como un rayo. Las apuestas están nueve a uno en contra tuya.
—Pues quizá pierda, entonces —gruñó Druss—, ¡pero no apuestes por ello!
—No pienso apostar ni un cuarto de cobre, esta vez. He conocido a Klay. Es único, Druss. En todo el tiempo que he estado contigo, jamás me había tropezado con nadie del que pensara que podría derrotarte en una pelea… hasta ahora.
—¡Bah! —gruñó Druss—. Me gustaría tener un rak de oro por cada vez que alguien me ha dicho que otro tipo es más fuerte, más rápido, mejor o más letal. ¿Y dónde están ahora?
—Bueno, vieja mula —respondió Sieben animadamente—, en su mayor parte están muertos… por culpa de tu incesante búsqueda de lo que es bueno, puro y correcto.
Druss frunció el ceño.
—Yo creía que íbamos a dejar eso.
Sieben extendió las manos.
—Lo siento; la tentación era irresistible.
Talismán, el guerrero nadir, entró en un callejón y siguió corriendo. Ya no oía los gritos de sus perseguidores, pero sabía que no los había perdido. Aún no. Salió a una plaza cuadrada y se detuvo. Había demasiadas puertas, seis a cada lado.
—¡Por aquí! ¡Por aquí! —oyó gritar a alguien.
La luna iluminaba los muros norte y oeste mientras Talismán corría hacia el lado sur de la plaza. Llegó a un soportal y apoyó la espalda en la pared. Allí, entre las sombras, envuelto en su larga capa negra y con la capucha echada, resultaba invisible. Inspiró profundamente y se esforzó en calmarse. Se llevó distraídamente una mano a la cadera, donde debería llevar el largo cuchillo de caza, y maldijo en silencio. Los guerreros nadir no estaban autorizados a portar armas en ninguna ciudad de Gothir. Talismán odiaba aquel lugar de piedra y adoquines, plagado de gente y saturado del consiguiente hedor a humanidad. Añoraba los espacios abiertos de la estepa nadir, las imponentes cumbres que se alzaban bajo el cielo abrasador, las llanuras infinitas y los amplios valles, donde un hombre podía cabalgar durante un año sin tropezarse con otra alma. En las estepas, un hombre estaba vivo, a diferencia de lo que ocurría en los nidos de ratas que eran las ciudades, con su aire apestoso y contaminado, que arrastraba el hedor vomitivo de los desechos humanos arrojados, como todos los desperdicios, por las ventanas que daban a los callejones.
Una rata le olisqueó la bota, pero Talismán no se movió. El enemigo estaba cerca; aunque aquella escoria procedente del peor barrio de Gulgothir apenas podía ser considerada digna de semejante título. Se dedicaban a matar el tiempo sin valor de su despreciable existencia persiguiendo a un nadir a través de las calles infestadas de alimañas, a disfrutar de un rato de diversión que animase su lamentable vida. Talismán volvió a maldecir. Nosta Jan lo había advertido sobre las bandas y le había explicado qué zonas convenía evitar, pero Talismán apenas había prestado atención. Por otro lado, nunca había visitado una ciudad tan grande como Gulgothir y no tenía idea de lo fácil que podía resultar perderse en aquel laberinto.
Le llegó el sonido de pasos a la carrera y apretó los puños. Si lo encontraban, lo matarían.
—¿Has visto por dónde ha ido? —dijo una voz gutural.
—¡No! ¿Igual por ahí abajo?
—Vosotros tres id por el callejón; nosotros seguiremos por la calle de la Taberna; nos reuniremos en la plaza.
Talismán se cubrió más con la capucha, dejando a la vista sólo sus ojos oscuros, y esperó. El primero de los tres hombres pasó corriendo por delante de su escondrijo, seguido del segundo, pero el tercero miró en su dirección y lo descubrió. Talismán avanzó un paso. El hombre le lanzó una puñalada, pero el guerrero nadir se hizo a un lado y estampó un puñetazo en la cara de su atacante. El hombre cayó de espaldas mientras Talismán giraba a la izquierda y echaba a correr por otra calle.
—¡Está aquí! —gritó el agresor.
Frente al nadir se alzaba un muro de seis codos de altura. Talismán dio un salto, se aferró al borde y trepó. Al otro lado había un jardín iluminado por la luna. Se dejó caer en la hierba, corrió hasta otro muro, saltó de nuevo, y aterrizó en una calle estrecha por la que siguió corriendo, cada vez más furioso. Se sentía avergonzado por tener que huir de aquellos sureños de ojos redondos.
Llegó a un cruce y dobló hacia el norte. No había señales de persecución, pero no se relajó. No tenía la menor idea de dónde se encontraba; todos aquellos feos edificios le parecían iguales. Nosta Jan le había ordenado ir en busca de Chorin Tsu, el embalsamador, que vivía en la calle de los Tejedores, en el barrio noroeste. El nadir se preguntó dónde estaría.
Un tipo alto surgió de entre las sombras, empuñando un cuchillo mellado.
—¡Te tengo, bastardo nadir! —dijo.
Talismán clavó su mirada en los ojillos crueles del hombre y su furia creció, fría y arrolladora.
—Lo que has encontrado es la muerte —respondió.
El matón alzó el cuchillo, cargó y lanzó un tajo hacia el cuello del nadir, pero este se inclinó a la derecha, bloqueó con el antebrazo izquierdo el brazo de su atacante y le sujetó la muñeca. Con un movimiento fluido levantó la mano derecha y la encajó bajo el hombro del cuchillero, dando a la vez un violento tirón con la otra mano. El codo de su atacante se dislocó, y este gritó y dejó caer el cuchillo. Talismán soltó al hombre, recogió el arma y se la hundió hasta la empuñadura entre las costillas.
Agarró al hombre por el pelo y lo miró de frente; los ojos oscuros del nadir contemplaron aquel rostro aterrorizado.
—Que ardas en muchos infiernos —susurró el nadir, e hizo girar el cuchillo dentro de la herida. El matón, mortalmente herido, abrió la boca para gritar de nuevo, pero murió antes de poder siquiera tomar aliento.
Talismán soltó el cadáver, desclavó el cuchillo, lo limpió en la harapienta túnica del hombre y desapareció en la oscuridad. Todo estaba en silencio. A ambos lados del nadir se alzaban muros en los que se distinguían ventanas cerradas. Talismán salió a una calle más ancha, de unos sesenta pasos de largo, y vio el brillo de las luces tras las ventanas de una taberna. Ocultó el cuchillo bajo la capa y echó a andar. La puerta de la taberna se abrió, y salió un individuo alto con una espesa barba negra. Talismán se le acercó.
—Discúlpeme, señor —dijo el nadir; las palabras le quemaban la lengua como la bilis—. ¿Podría indicarme dónde se encuentra la calle de los Tejedores?
—Chico —dijo el hombre, caminando ébriamente hacia un banco de roble—, me sorprendería si supiera indicarte el camino a mi propia casa. Soy forastero, y esta noche ya me he perdido en este laberinto más de una vez. Por los cielos, no entiendo cómo es posible que alguien quiera vivir en semejante lugar. ¿Lo entiendes tú?
Talismán comenzó a alejarse. En aquel momento, los hombres que lo perseguían aparecieron a ambos lados de la calle: cinco en un extremo y cuatro en el otro.
—¡Te vamos a sacar las tripas! —gritó el jefe, un hombre gordo y calvo.
Talismán sacó el cuchillo mientras se acercaba el grupo de cinco atacantes. De repente, se produjo un movimiento inesperado a la izquierda del nadir, que miró de reojo. El desconocido borracho se había levantado y parecía que intentaba mover el banco de roble. No, moverlo, no: levantarlo. Resultaba tan incongruente y estrafalario que Talismán tuvo que obligarse a apartar la mirada para concentrarse en sus atacantes, que ya estaban cerca. Tres de ellos empuñaban cuchillos; los otros dos, porras de plomo.
De repente, el pesado banco de roble pasó volando ante Talismán, como si fuera una lanza, y se estrelló de lleno en la cara del jefe de los matones, haciéndole saltar los dientes y levantándolo del suelo. El mismo impulso hizo que golpease a otros dos hombres y los hiciese caer. Los dos que quedaban en pie saltaron sobre los caídos y se acercaron corriendo. Talismán hizo frente a uno, bloqueó el cuchillo atacante con el suyo y dio un codazo brutal en la barbilla del hombre, que cayó de bruces contra los adoquines. Intentó levantarse, pero Talismán le pateó la cara dos veces. A la segunda patada, el hombre quedó inconsciente.
Talismán giró, pero el otro atacante se debatía inútilmente en la presa de acero del desconocido, que lo había levantado del suelo sujetándolo por el cuello y la ingle, y en aquel momento lo alzaba sobre su cabeza. El nadir echó una ojeada y vio cómo los otros cuatro matones se acercaban desde el extremo opuesto del callejón. El desconocido corrió hacia ellos, lanzó un gruñido por el esfuerzo y les arrojó encima el cuerpo de su desventurada víctima. Tres de ellos cayeron, pero intentaron levantarse: El desconocido avanzó.
—Creo que es suficiente por hoy, chicos —dijo con voz fría—. Por ahora no he matado a nadie en Gulgothir, así que recoged a vuestros amigos y largaos con la música a otra parte.
Uno de los hombres se adelantó cautelosamente y lo observó.
—Eres el luchador drenai, ¿verdad? Druss.
—Así es. Y ahora, largaos. Se acabó la fiesta, a menos que tengáis ganas de más.
—¡Klay te hará trizas en la final, bastardo!
Sin decir una palabra más, el hombre enfundó su cuchillo y volvió con sus camaradas. Ayudaron a los heridos a levantarse y abandonaron el lugar llevándose a cuestas a su jefe, que seguía inconsciente.
Druss se volvió hacia Talismán.
—Un feo sitio —dijo con una amplia sonrisa—, pero tiene sus ventajas. ¿Te apetece tomar algo?
—Luchas bien —dijo Talismán. Echó una ojeada a su alrededor; los matones se agrupaban en el extremo más alejado del callejón—. Sí, beberé contigo, drenai, pero no aquí. Tengo la impresión de que van a estar charlando hasta que reúnan valor de nuevo, y volverán.
—Bueno, pues acompáñame, chico. Los gothir nos han dado alojamientos, que creo que no están muy lejos de aquí, y tengo una jarra de tinto lentriano que me ha estado llamando toda la tarde.
Juntos, caminaron hacia el oeste y salieron a la amplia avenida que llevaba hasta el coliseo. Los matones no los siguieron.
Talismán no había estado nunca en unos aposentos tan lujosos, y sus oscuros ojos rasgados se recrearon en los detalles; la larga escalera con paneles de roble, los tapices de terciopelo, los asientos de maderas talladas y chapadas, y las alfombras de seda chiatze. El enorme guerrero llamado Druss lo guió por las escaleras y por un largo pasillo, a cada lado del cual había puertas cada quince pasos. Druss se detuvo ante una de ellas, hizo girar el pomo de bronce, abrió y lo precedió a una estancia ricamente adornada. Lo primero que vio Talismán al entrar fue un espejo rectangular de dos varas de alto. El nadir parpadeó, sorprendido; había visto su reflejo en alguna ocasión, pero era la primera vez que se veía de cuerpo entero y con tanta nitidez. La capa negra robada y la túnica estaban ajadas por el viaje, y cubiertas de polvo, y sus ojos oscuros le devolvían la mirada con indisimulado cansancio. El rostro que contemplaba, a pesar de ser lampiño, aparentaba muchos años más que los dieciocho reales, y la boca trazaba una línea adusta y mostraba su determinación. La responsabilidad lo circundaba como un buitre, devorando su juventud.
El nadir se acercó al espejo y tocó la superficie. Parecía cristal, pero el cristal era transparente; ¿cómo podía reflejar con tanta nitidez?
Observó con más atención y descubrió que en el extremo inferior derecho había lo que parecía una mella. Se arrodilló y descubrió que podía ver, a través del defecto, la alfombra al otro lado.
—Pintan el cristal con plata —dijo Druss—. No tengo ni idea de cómo lo hacen.
Talismán dio la espalda al espejo y cruzó la habitación. Había seis sofás de cuero, algunas sillas, y una mesa larga y baja. En la mesa, una jarra de vino y cuatro copas de plata. La habitación era más grande que la tienda familiar de su padre, en la cual vivían catorce personas. Una puerta doble, en la pared más alejada, se abría a un balcón desde el cual se podía contemplar el coliseo, Talismán cruzó la sala pisando las suntuosas alfombras y salió al balcón. La arena estaba rodeada de postes de bronce, en cuyos extremos ardían antorchas que arrojaban una luz rojiza; parecía como si el enorme edificio estuviera en llamas. Talismán deseó que fuera así… y el resto de la ciudad, también.
—Bonito, ¿verdad? —dijo Druss.
—¿Lucharás ahí?
—Sólo una vez más. Con Klay, el campeón gothir. Después me iré a casa; a mi granja, con mi esposa.
Druss le pasó a su invitado una copa de tinto lentriano. Talismán dio un trago.
—Hay muchas banderas, de muchos países. ¿Por qué? ¿Se está preparando una guerra?
—Por lo que tengo entendido, es justo lo contrario —respondió Druss—. Los distintos países han enviado emisarios para celebrar los Juegos de Hermandad. Se supone que fomentan la amistad y el comercio.
—Los nadir no hemos sido invitados. —Talismán se giró y entró de nuevo en la habitación.
—Es una cuestión de política, chico. Ni lo entiendo ni lo apruebo, pero, aunque invitasen a los nadir, ¿a quién invitarían? Hay cientos de tribus, en guerra unas con otras. No tienen un centro ni un gobernante único.
—Eso va a cambiar —dijo Talismán—. Se nos ha profetizado un líder, un gran hombre. ¡El Unificador!
—He oído hablar de muchos que se han proclamado unificadores.
—Este será distinto. Se dice que tendrá los ojos de color violeta y llevará un nombre que ningún nadir ha usado antes. Y está llegando. ¡Que el mundo se prepare!
—Bueno, pues os deseo suerte —dijo Druss. Se sentó en un sofá y puso los pies en la mesa—. Ojos violeta, ¿eh? Eso será algo digno de verse.
—Serán como los Ojos de Alcázar —dijo Talismán—. Él será la encamación del Gran Lobo de las Montañas de la Luna.
La puerta se abrió. Talismán se giró y vio entrar a un joven alto y apuesto. Tenía el pelo rubio atado en una cola de caballo y vestía una capa carmesí sobre una túnica de seda azul adornada con ópalos.
—Espero que hayas dejado algo de vino, vieja mula —dijo el recién llegado, dirigiéndose a Druss—. Vengo más seco que el sobaco de un lagarto.
—Tengo que irme —dijo Talismán. Se dirigió hacia la puerta.
—¡Espera! —lo interrumpió Druss, poniéndose en pie—. Sieben, ¿sabes dónde está la calle de los Tejedores?
—No, pero hay un plano en la habitación de al lado. Voy a por él.
Sieben regresó unos instantes después y desplegó un plano en la mesa baja.
—¿Cuál es el barrio? —le preguntó a Talismán.
—Noroeste.
Sieben recorrió el plano con un fino dedo.
—¡Aquí está! Junto al corredor de los Anticuarios. —Miró a Talismán—. Sal de aquí por la entrada principal y baja por la avenida hasta que llegues a la estatua de la diosa de la guerra, una mujer alta con una lanza y un halcón posado en un hombro. Ahí gira a la izquierda y camina un tercio de legua, hasta que te encuentres ante el parque de los Poetas. Ahí, gira a la derecha y sigue caminando hasta llegar al corredor de los Anticuarios. En el exterior hay cuatro columnas enormes con un dintel de piedra en el cual se ve el bajorrelieve de un águila. La calle de los Tejedores es la primera a la derecha, después del corredor. ¿Necesitas que te repita algo?
—No —contestó el nadir—. La encontraré.
Sin decir una palabra más, Talismán abandonó la estancia. Cuando se cerró la puerta, Sieben sonrió.
—Me siento abrumado por su gratitud. ¿De dónde sacas a esta gente?
—Estaba metido en un lío y le he echado una mano.
—¿Ha habido muertos?
—Ninguno, que yo sepa.
—Te estás haciendo viejo, Druss. Era nadir, ¿verdad? Hay que tener agallas para pasear por Gulgothir, en su caso.
—Cierto. Me cae bien. Me estaba hablando de la llegada del Unificador, un hombre con los Ojos de Alcázar, signifique eso lo que signifique.
—Conozco la explicación —dijo Sieben, mientras se llenaba una copa de vino—. Es una vieja leyenda nadir. Hace cientos de años, tres poderosos chamanes nadir decidieron erigir una estatua a los dioses de la piedra y del agua. Sacaron magia de la tierra y tallaron la estatua, a la que llamaron Alcázar, en piedra de las Montañas de la Luna. Tenía, o eso se cuenta, la forma de un lobo gigante. Los ojos eran de amatista; los colmillos, de marfil…
—¡Al grano, poeta!
—No tienes paciencia, Druss. Deja que me explique. Según la leyenda, los chamanes extrajeron toda la magia de la tierra y la depositaron en el lobo, para poder controlar el destino de los nadir. Pero uno de los chamanes robó los Ojos de Alcázar, y la magia se detuvo. Al verse despojados de sus dioses, las tribus nadir, que hasta entonces habían vivido en paz, se volvieron unas contra otras y dieron comienzo a la terrible guerra que continúa en nuestros días. ¡Y ya está! Una bonita fábula para ayudarte a conciliar el sueño.
—¿Qué pasó con el hombre que robó los Ojos?
—No tengo ni idea.
—Eso es lo que me fastidia de tus historias, poeta: les faltan detalles. ¿Por qué se quedó atrapada la magia? ¿Por qué robó los Ojos ese hombre? ¿Dónde están ahora?
—No pienso hacer caso de tus insultos, vieja mula —dijo Sieben, sonriendo—. ¿Sabes por qué? Porque cuando corra la voz de que estás enfermo, las apuestas se pondrán como mínimo doce a uno.
—¿Enfermo? No he estado enfermo en la vida. ¿De dónde ha salido ese rumor?
Sieben se encogió de hombros.
—Hum… Yo diría que de cuando no acudiste al banquete en honor al Dios Rey.
—¡Maldita sea! ¡Se me olvidó! ¿Has dicho que estaba enfermo?
—Creo que no dije enfermo, exactamente. Más bien… herido. Sí, eso fue. Convaleciente de tus heridas. Tu contrincante estaba allí y preguntó por ti. Es un buen tipo; dijo que esperaba que la profecía no afectase a tu estilo.
—¿Qué profecía?
—Algo sobre que perderías en la final —dijo Sieben, despreocupadamente—. Absolutamente nada por lo que debas perder el sueño. En cualquier caso, se lo puedes preguntar personalmente. Estás invitado a su casa mañana por la tarde, y yo te agradecería mucho que aceptases.
—¿Tú me lo agradecerías? Deduzco que hay alguna mujer de por medio.
—Ahora que lo mencionas, conocí a una camarera encantadora en el palacio. Parece creer que soy una especie de príncipe extranjero.
—Me gustaría saber de dónde se ha sacado eso.
—No tengo ni idea, viejo amigo. En cualquier caso, la he invitado a cenar aquí, mañana. Y creo que Klay te caerá bien: es ingenioso y cortés, y oculta cuidadosamente su arrogancia.
—Oh, sí —gruñó Druss—. Ya empieza a caerme bien.