La luna se alzaba como una hoz sobre Dros Delnoch. Pellin observaba en silencio, a la tenue luz, el campamento nadir. En él se concentraban miles de guerreros que al día siguiente se lanzarían a la carga, aullando, a través de la estrecha franja de terreno manchada de sangre, cargados con las escalas y los garfios de asalto. Lanzarían gritos de guerra y muerte y, al igual que el día anterior, el sonido aterrorizaría a Pellin y le haría sentir que numerosas agujas de hielo le atravesaban la piel. El joven estaba más asustado que en toda su vida y deseaba huir, esconderse, tirar la armadura mal ajustada y correr hacia el sur, hacia su casa. Los nadir seguían llegando, oleada tras oleada, precedidos por estridentes gritos de guerra cargados de odio.
Pellin tenía en el hombro una herida leve, que le dolía y le escocía. Gilad le había asegurado que aquello significaba que estaba curándose, pero la experiencia le había servido para catar el dolor, y era un desagradable recordatorio de los daños aún peores que podría sufrir. Pellin había visto a sus compañeros retorciéndose y gritando, con el vientre abierto por las espadas de filo dentado…
Se esforzó por apartar esos recuerdos. Desde el norte comenzó a soplar un viento frío que empujaba nubes de tormenta. Pellin se estremeció y recordó las acogedoras estancias de su granja, con su tejado de paja y su gran chimenea de piedra. En las noches frías como aquella, Kara y él se arrebujaban en la cama; ella le apoyaba la cabeza en el hombro y pasaba una cálida pierna sobre sus muslos. Ambos permanecían tumbados juntos, al suave resplandor rojizo de las brasas de la chimenea, y escuchaban el melancólico ulular del viento en el exterior.
Pellin suspiró.
—Por favor, no quiero morir aquí —rogó.
Sólo quedaban nueve hombres de los veintitrés voluntarios que se habían alistado en su pueblo. Pellin se volvió y observó a los defensores que dormían en el suelo, entre la tercera muralla y la cuarta. Se preguntó si aquellos pocos hombres podrían resistir ante el mayor ejército jamás reunido. Pero sabía que no.
Volvió la mirada hacia el campamento nadir y observó la zona cercana a las montañas. Habían arrojado allí a los drenai muertos, después de haberlos despojado de sus armas y armaduras, y los habían incinerado. Durante horas, el humo negro y aceitoso había sido empujado por el viento hasta la fortaleza, transportando el aroma enfermizo y nauseabundo de la carne quemada.
«Podía haber sido yo», pensó Pellin, mientras recordaba la matanza que había tenido lugar cuando cayó la segunda muralla.
Se estremeció de nuevo. Dros Delnoch, la fortaleza más poderosa del mundo: seis murallas de piedra y una formidable torre del homenaje. Ningún enemigo había conseguido conquistarla. Pero, por otra parte, nunca la había asediado un ejército de tal magnitud. Pellin tenía la impresión de que había más nadir que estrellas en el cielo. Después de una lucha cruenta, los defensores se habían replegado desde la primera muralla, ya que era la más extensa y, por tanto, la más difícil de proteger. Se habían retirado al amparo de la noche, sacrificando la muralla para evitar más bajas.
Pero la segunda muralla les había costado demasiado; el enemigo había roto las defensas y se había desplegado para rodear a los defensores. Pellin había conseguido alcanzar a duras penas la protección de la tercera muralla, y recordaba el sabor acre del miedo en su boca y el incontrolable temblor de sus miembros después de trepar por las almenas, cuando logró guarecerse al otro lado de la muralla.
Se preguntó para qué servía todo aquello. ¿Qué más daba que los drenai pudieran gobernarse ellos mismos o quedaran bajo la soberanía de Ulric, el señor de la guerra? ¿Las granjas cosecharían menos trigo? ¿Se iba a morir el ganado, acaso?
Todo parecía una gran aventura doce semanas atrás, cuando los oficiales de reclutamiento de Drenai llegaron al pueblo. Pasarían unas cuantas semanas patrullando las enormes murallas y volverían a casa como héroes.
¡Héroes! Sovil fue un héroe, hasta que una flecha le arrancó un ojo. Jocan fue un héroe cuando cayó, gritando, mientras intentaba sujetarse las tripas con las manos empapadas de sangre.
Pellin echó un poco más de carbón en el brasero de hierro e hizo un gesto con el brazo al centinela que estaba unos treinta pasos a su izquierda, pateando el suelo en un intento de luchar contra el frío. Una hora antes, Pellin y él habían intercambiado sus puestos, y pronto le llegaría de nuevo a aquel hombre el turno de montar guardia junto al brasero. Al pensar que pronto se alejaría del calor, Pellin le dio aún más importancia al fuego y acercó las manos al brasero, saboreando la sensación.
De repente vio una enorme figura que se abría paso cuidadosamente entre los dormidos defensores de la fortaleza y se dirigía hacia la muralla. El corazón del soldado se aceleró cuando Druss alcanzó los escalones.
Druss el Legendario, el salvador del paso de Skeln; el hombre que había atravesado el mundo, combate tras combate, para rescatar a su esposa. Druss el Hachero, la Muerte Gris. Los nadir lo llamaban Mensajero de la Muerte, y Pellin ya sabía por qué. Lo había visto mientras luchaba en las almenas, golpeando y destrozando a los enemigos con su temible hacha. No parecía un mortal, sino un sombrío dios de la guerra. Pellin deseó que aquel hombre se mantuviese lejos de él; ¿qué podía decirle un soldado novato a un héroe como Druss? Para alivio de Pellin, el Legendario se detuvo junto al otro centinela y los dos se pusieron a charlar. Pellin observó los movimientos nerviosos del centinela mientras el viejo guerrero hablaba con él.
Se le pasó por la cabeza la idea de que Druss era la encarnación de aquella vieja fortaleza, invicta pero ya castigada por el tiempo; menos de lo que había sido, pero aún magnífico. Pellin sonrió al recordar al heraldo nadir, cuando le dio a Druss un ultimátum: rendirse o morir. El viejo héroe se echó a reír.
—Al norte —había contestado—, las montañas pueden echarse a temblar cuando sopla Ulric. Pero esto es Drenai, y para mí no es más que otro salvaje panzudo que no sabría limpiarse el culo sin un mapa tatuado en el muslo.
La sonrisa de Pellin se difuminó cuando vio que Druss daba una palmada en el hombro al otro centinela y echaba a andar hacia donde se encontraba él. Había escampado, y la luna brillaba de nuevo. A Pellin le empezaron a sudar las palmas de las manos, y se las limpió en la capa. El joven centinela se puso firme cuando el Legendario se le acercó caminando enérgicamente por la muralla; el hacha lanzaba destellos plateados a la luz de la luna. Pellin tenía la boca seca cuando se golpeó el peto con el puño para saludar al guerrero.
—Descansa, chico —dijo Druss, apoyando la imponente hacha en el pretil de la muralla.
El viejo guerrero extendió las manos hacia el brasero para calentárselas. Después se sentó con la espalda apoyada contra el muro e hizo un gesto al joven para que se uniese a él. Pellin no había estado nunca tan cerca de Druss, y se percató de los surcos que la edad había marcado en el ancho rostro, confiriéndole el aspecto del granito desgastado. Los ojos del guerrero eran claros y brillaban bajo la sombra de las espesas cejas; Pellin se dio cuenta de que no era capaz de sostener la mirada del hachero.
—No vendrán durante la noche —dijo Druss—. Cargarán justo antes del amanecer, sin gritos de guerra; será un asalto silencioso.
—¿Cómo lo sabéis, señor?
Druss rió entre dientes.
—Me gustaría decirte que mis vastos conocimientos sobre la guerra me llevan a esa conclusión, pero es más sencillo: los Treinta lo han predicho, y son unos tipos bastante astutos. Normalmente no hago mucho caso de los magos y la gente de ese estilo, pero estos son buenos luchadores. —El guerrero se quitó el yelmo y se pasó la mano por el espeso pelo canoso—. Este yelmo me ha sido útil —le dijo a Pellin mientras hacía girar la pieza; la luz de la luna resaltó el adorno en forma de hacha grabado en la parte delantera—. Y estoy seguro de que mañana volverá a hacer su trabajo.
Pellin pensó en la batalla que tenían por delante y lanzó una mirada nerviosa por encima del parapeto, hacia el lugar donde esperaban los nadir. Desde su puesto podía ver que, en su mayor parte, permanecían acostados junto a los centenares de hogueras del campamento. Algunos estaban despiertos, afilando sus armas o charlando en pequeños grupos. El joven se volvió y contempló a los drenai agotados, tendidos cerca de la muralla, envueltos en mantas, que intentaban conseguir unas horas de sueño reparador.
—Siéntate, muchacho —dijo Druss—. Por mucho que te preocupes, no conseguirás que se marchen.
El centinela apoyó la lanza en el parapeto y se sentó. La espada envainada golpeó la piedra, y se la recolocó torpemente.
—No me acostumbro a la armadura —dijo—, y me tropiezo con la espada todo el tiempo. Me temo que no valgo para soldado.
—Parecías un soldado de pies a cabeza hace tres días, en la segunda muralla —replicó Druss—. Vi cómo mataste a dos nadir y luego te abriste paso, luchando, hasta llegar a las cuerdas que colgaban de este muro. Vi cómo ayudabas a un camarada que tenía una herida en la pierna; subiste tras él, empujándolo.
—¿Visteis eso? Pero… Había tanta confusión… ¡Vos mismo estabais en el centro de la batalla!
—Yo veo muchas cosas, chico. ¿Cómo te llamas?
—Pellin… Cul Pellin, señor.
—Creo que podemos olvidar las formalidades, Pellin —dijo Druss, amistosamente—. Esta noche somos dos veteranos que esperan a que amanezca sentados tranquilamente. ¿Tienes miedo?
Pellin asintió y Druss sonrió.
—Y te preguntas: «¿Por qué yo? ¿Por qué tengo que estar aquí, enfrentándome al poder de los nadir?».
—Así es. Kara no quería que me marchase con los demás. Me dijo que era un idiota. Quiero decir, ¿qué diferencia hay si ganamos o perdemos?
—Dentro de cien años, ninguna —convino Druss—. Pero los ejércitos invasores traen consigo sus propios demonios, Pellin. Si atraviesan estas defensas se esparcirán por la llanura de Sentran portando fuego y destrucción, violando y asesinando. Por eso tenemos que detenerlos aquí. ¿Y por qué tú? Porque vales para ello.
—Creo que moriré aquí —dijo Pellin—. No quiero morir. Kara está embarazada, y me gustaría ver a mi hijo crecer y hacerse fuerte. Quiero… —Pellin se quedó en silencio; se le hizo un nudo en la garganta que le impedía hablar.
—Quieres lo que queremos todos, chico —dijo Druss en voz baja—. Pero eres un hombre; y los hombres han de enfrentarse a sus temores, para evitar ser destruidos por ellos.
—No sé si podré. A veces he pensado en unirme a los que desertan y dirigirme hacia el sur al amparo de la noche. En ir a casa.
—¿Por qué no lo has hecho?
Pellin se quedó pensativo unos instantes.
—No lo sé —dijo sin convicción.
—Yo te diré por qué, chico. Porque miras a tu alrededor y ves a los que se quedarán, que tendrán que luchar aún más enconadamente porque tú has abandonado tu puesto. No eres alguien que deje que los demás hagan el trabajo que le corresponde a él.
—Me gustaría creer eso. De verdad que me gustaría.
—Créelo, chico; se me da bien juzgar a la gente. —Druss sonrió—. Hace tiempo conocí a otro Pellin. Era lanzador de jabalina, y muy bueno. Gano el primer premio en los Juegos de Hermandad que se celebraron en Gulgothir.
—Yo creía que había ganado un tal Nicotas —dijo Pellin—. Me acuerdo del desfile que hubo cuando el equipo volvió a casa. Nicotas llevaba la bandera de Drenai.
El viejo guerrero sacudió la cabeza.
—Parece que fue ayer —dijo Druss, sonriendo—, pero estoy hablando de los quintos Juegos. Creo que fue hace unos treinta años; bastante antes de que tu madre pensase en tenerte… Pellin era un buen hombre.
—¿Esos fueron los Juegos en los que participasteis, señor? ¿Los de la corte del Rey Loco? —preguntó el centinela.
Druss asintió.
—No fue algo que hubiese planeado. Por entonces yo era granjero, pero Abalayn me invitó a ir a Gulgothir con la delegación de Drenai. Rowena, mi esposa, insistió en que aceptase la invitación. Pensaba que la vida en las montañas estaba aburriéndome. —Druss rió entre dientes.
Y tenía razón. Recuerdo que pasamos por Dros Delnoch. Había cuarenta y cinco competidores y un centenar de acompañantes: zorras, criados, entrenadores… He olvidado el nombre de la mayoría, pero de Pellin me acuerdo; lo pasaba bien con él y nos divertíamos.
El viejo guerrero guardó silencio, perdido en sus recuerdos.
—¿Cómo llegasteis a formar parte del equipo, señor?
—¡Ah, eso! Los drenai tenían un púgil llamado… Los demonios me lleven si lo recuerdo; la edad me está devorando la memoria. En cualquier caso, se trataba de un tipo con muy mal genio. Todos los luchadores iban acompañados por sus entrenadores y unos cuantos luchadores de menos nivel, con los que practicaban. Este tipo… ¡Grawal, eso es!… Era una bestia, y había lesionado gravemente a dos de sus ayudantes. Un día me pidió que me entrenase con él. Todavía faltaban tres días para llegar a Gulgothir, y para entonces yo estaba realmente aburrido. Es una maldición que me ha caído encima, chico: me aburro con facilidad. Así que acepté. Fue un error. Muchas de las mujeres de la comitiva tenían la costumbre de asistir a los entrenamientos de los luchadores, y debería haberme dado cuenta de que a Grawal le gustaba impresionar al público. En cualquier caso, empezamos a luchar. Al principio no fue mal. El tipo era bueno; fuerte y a la vez ágil. ¿Has participado alguna vez en una pelea de entrenamiento, Pellin?
—No, señor.
—Se parecen bastante a las peleas auténticas, pero los golpes se refrenan; su finalidad es aumentar los reflejos del luchador. Bueno, lo que ocurrió fue que llegó un puñado de mujeres y se sentó cerca de nosotros. Grawal quiso lucirse ante ellas y que viesen lo duro que era, y me lanzó una serie de golpes a plena potencia. Fue como si me hubiera coceado una mula, y me enfadé bastante. Di un paso atrás y le dije que aflojase un poco, pero el muy idiota no me hizo caso y siguió atacando, así que lo sacudí. Le rompí la mandíbula por tres sitios; los drenai se quedaron sin el único luchador que tenían, y me sentí obligado a ocupar su lugar.
—¿Qué paso entonces? —preguntó Pellin, mientras Druss se ponía de pie y miraba por encima del parapeto. Al este se distinguía la pálida claridad que precedía al amanecer.
—Tendremos que dejar el resto de la historia para la próxima noche, chico —respondió Druss en voz baja—. Ya vienen.
Pellin se levantó de un salto. Cientos de guerreros nadir avanzaban en silencio hacia la muralla. Druss gritó un aviso, y una cometa tocó a alerta. Los defensores drenai se levantaron a toda prisa.
Pellin desenvainó la espada con mano temblorosa, mientras observaba la marea humana que se acercaba. Centenares de guerreros cargaban con escalas, otros llevaban rollos de cuerda rematados con garfios. El corazón de Pellin latía desbocado.
—¡Oh, Missael! —susurró—. ¡Nada va a detenerlos!
El joven centinela dio un paso atrás, pero la ancha mano de Druss se apoyó en su hombro.
—¿Quién soy, chico? —preguntó, clavando sus acerados ojos azules en los de Pellin.
—¿Q… Qué? —tartamudeó Pellin.
—¿Quién soy?
Pellin parpadeó y se enjugó el sudor que le había entrado en los ojos.
—Eres Druss, el Legendario —respondió.
—Quédate a mi lado, Pellin —dijo el viejo guerrero con voz grave—, y los detendremos juntos. —De repente, el hachero sonrió—. No suelo contar historias, chico, y odio que me interrumpan cuando me da por contar alguna. Así que cuando nos hayamos ocupado de este asuntillo iremos a tomar unas copas de tinto lentriano, y te contaré la historia del Rey Dios de Gothir y los Ojos de Alcázar.
Pellin inspiró profundamente.
—Lucharé a vuestro lado, señor.