1
Excitación. Nerviosismo.
Angelino Lo Mastro no comprendía el motivo de toda aquella excitación, de todo aquel nerviosismo.
De acuerdo, faltaban dos días para el «golpecito».
«No es que nos obligue nadie a hacerlo. Lo importante es que el “golpecito” se lleve a cabo, y que por fin se muevan las aguas. Hoy o mañana, o a final de mes, ¿qué más da?»
Stalin Rossetti ni siquiera se planteaba explicárselo.
Angelino pensaba en el «golpecito» y él, en cambio, en el gran final.
Y para que fuera grande, y sobre todo final, había que darse prisa. Mucha prisa.
Antes de que Scialoja encajara el golpe de Patrizia.
El asunto también había sido desagradable para el Tuerto. Estaba destrozado. Stalin lo había sorprendido saliendo de una iglesia. ¡El Tuerto rezaba! ¡El Tuerto pedía piedad para su alma inmunda! El Tuerto ya no servía. Los esclavos amenazaban con rebelarse. Stalin decidió mantenerlo apartado.
Tampoco Yáñez sabía nada. Aquel tipo no era nada de fiar. Perdía sumas ingentes jugando, y con Scialoja en pie de guerra podía representar un peligro. Si no fuera porque era muy bueno en su campo, Stalin lo habría liquidado sin dudar. Pero en un futuro podía resultarle útil para ciertos trabajitos.
Lo soportaría hasta que apareciera alguno mejor que él. Quizás alguno de los chicos que trabajaban para Scialoja. Cuando el equipo de Scialoja pasara a su servicio, con todas sus armas y sus recursos.
En definitiva, tendría que hacerlo todo solo. Conseguir los vehículos, preparar el relleno, calibrar el detonador, averiguar el lugar, la fecha y el objetivo.
Bueno, todo solo no. Angelino le había echado una mano.
Y además estaba Pino, naturalmente.
O lo que quedaba de él.
La pérdida de la drogadicta lo había dejado en nada. Ejecutaba las órdenes como un autómata. Había perdido quizá diez kilos, y eso que no era robusto. Ya no pintaba.
¡Mientras le aguantara dos días! ¡Sólo dos míseros días más!
Él era esencial para el éxito del proyecto.
Después…, después ya se libraría de él.
Quizá le sirviera para una última misión suicida.
¡Ya que tan poco le importaba la vida!
Pero mientras tanto, dos días. Y luego… ¡el triunfo!
Estaba tan inmerso en sus sueños de gloria que casi no oyó el móvil. No se decidió a responder hasta la quinta llamada. La voz de Yáñez sonaba agitada.
—Jefe, estamos jodidos. ¡Vienen a por mí!
—¿Quién?
—Scialoja. Ya están aquí…
Estuvo a punto de dejarse llevar por una oleada de pánico. ¡Scialoja! ¡Tan pronto! Y Yáñez… Lo primero que haría aquel desgraciado sería escupirlo todo… No lo sabía todo, desde luego, pero sí lo suficiente como para hacerle la vida imposible.
—Jefe, ¿qué hago?
Pero… un momento. Quizá no todo estuviera perdido. Dependía de la velocidad de reacción. Scialoja no tenía superpoderes. Había cierto margen. Exiguo, pero un margen al fin y al cabo.
—¡Jefe!
—Dame sólo seis horas, Yáñez. Seis horas. Y te cubriré de oro. Seis horas. Luego haz lo que te parezca.
—Lo intentaré.
¿Funcionaría el recurso de la codicia? ¡En cualquier caso, no tenía un minuto que perder!
Llamó al Tuerto y le ordenó que cambiara de escondrijo. Ya se encargaría él de buscarlo.
Pino se encargó de trasladar los coches a un lugar más seguro.
Él personalmente limpió todo lo que pudo el despacho.
Poco después de medianoche, con sus llaves, entró en el apartamento de Michelle.
El chulo de turno, un capullo alto y rubio con pendiente y tatuajes tribales, se levantó de entre las sábanas con aire chuleta, invitándole a que se volviera al geriátrico.
Stalin le rompió la nariz de un cabezazo y no aflojó la presión sobre las pelotas del rubio hasta que éste se puso a lloriquear llamando a su mamá.
—¡Coge tus trapos y vete a tomar por culo!
Michelle había observado la escena en completo silencio.
Stalin, que admiró su estilo, apoyó sobre la cama el maletín que se había traído de la oficina. Hizo saltar la cerradura y le mostró a la muchacha los fajos de billetes de cien mil liras.
—¡Vaya!
—¡Son para ti!
—¿Tengo que matar a alguien?
—Necesito tu casa. Puedes volver dentro de una semana.
—¿Nos volveremos a ver?
—¿Por qué no?
Una vez solo, echó un vistazo al Rolex. La una. Desde la llamada de Yáñez habían pasado menos de tres horas.
Una muestra de eficiencia prodigiosa.
Ahora faltaban «menos» de dos días.
Lo conseguiría.
2
Un grupo de terroristas del IRA secuestra a un soldado inglés de color y decide matarlo. Durante el cautiverio, el soldado traba amistad con un terrorista y le pide que sea él quien ejecute la condena. El terrorista, que en el fondo es una buena persona, se lo lleva al bosque, donde el soldado intenta alargar la cosa hablándole de su gran amor. Llega incluso a mostrarle la fotografía de su novia. El terrorista, que se debate entre sus obligaciones para con la causa revolucionaria y la piedad humana que le inspira aquel pobre hombre, se distrae, lo que permite que el rehén escape. Pero el soldado, al que evidentemente le persigue la mala suerte, acaba aplastado bajo un camión. Presa del remordimiento, el terrorista se traslada a Londres e intenta ponerse en contacto con la viuda.
El senador Argenti se agitaba en su butaca. La película no le gustaba, y no era amante del misterio. Más de una vez, Beatrice había tenido que reprenderlo. Para ella aquella película era una de las grandes obras de arte de los últimos años. Sería la cuarta o la quinta vez que la veía. Había insistido mucho en que también él la disfrutara con ella, y él había conseguido ir postergándolo —la película ya tenía unos meses; antes o después Beatrice se rendiría—, hasta que los dueños de la sala parroquial del Flaminio —que entre otras cosas era de una incomodidad inaudita— habían decidido reprogramarla de pronto. Y Argenti había tenido que ceder.
Entendía a Beatrice. Ella intentaba hacerle reaccionar. Ayudarle a superar aquel estado de hosca resignación que se había apoderado de él en los últimos tiempos.
—¿Quieres dejar de moverte?
Beatrice hacía lo que podía. Y él se sentía cada vez más en deuda con ella por su dedicación y su paciencia. Y culpable, obviamente.
Pero ¿qué podía hacer si aquella historia insulsa y romanticona le ponía de los nervios?
¡Y además, ya conocía el final! Lo habían comentado todos los periódicos. Ella no era ella, sino él. Un transexual. Y gracias a aquel truquito los listillos de los productores habían logrado una recaudación fenomenal.
Al oír el móvil, se sintió como si se le hubiera aparecido la Virgen.
—Eres un idiota —declaró Beatrice mientras se alejaba para responder con toda calma al desconocido salvador.
Fuera de la sala, ajeno a la tupida llovizna que le resbalaba por el impermeable azul, Scialoja esperaba al senador Argenti. Una repentina punzada en la boca del estómago le hizo vacilar. Las siluetas de Via Guido Reni se volvieron imprecisas. La vista empezó a fallarle. ¿Cuánto tiempo hacía que no se metía nada en el estómago? Extrajo un frasco del bolsillo y engulló dos comprimidos. El aturdimiento desapareció de inmediato y en su lugar sintió una lucidez malsana. Era como si los sentidos se le hubieran agudizado de golpe. Percibía hasta los ruidos más insignificantes, el murmullo de los neumáticos contra el asfalto empapado, el zumbido de las farolas, podía retener en la retina la estela luminosa de los faros de los coches… Anfetaminas. Hacía dos días que vivía de anfetaminas.
Todo había pasado con una rapidez impresionante.
Scialoja había ido a hacer una visita a Ciccio uno y a Ciccio dos.
Allí no había ningún Stalin Rossetti.
Scialoja le había mostrado la foto de Stalin Rossetti a Rocco Lepore. El guardián de la casa se había limitado a sacudir la cabeza.
¿Qué broma le había jugado el Viejo?
Scialoja había ordenado a Camporesi que preguntara a los australianos. «Tengo que saber si este Rossetti y Patrizia estuvieron en las islas Fiyi, y cuándo. Cuándo, “cuándo”, no “si”; es un hecho demostrado. Quiero la fecha del vuelo, el nombre del hotel; quiero saber si durante su estancia sucedió algo. Quiero saberlo todo. No me importa cuánto tiempo tarde. Será demasiado. Quiero saberlo todo. Y quiero saberlo ya.»
Los chicos del equipo de teléfonos habían trabajado como locos con los números de Patrizia. Hallaron dos o tres datos relevantes. Stalin Rossetti y Patrizia —o, mejor dicho, Cinzia Vallesi— habían visitado las islas Fiyi en agosto de 1991. Del registro de la parroquia de No-sé-dónde salió incluso un certificado de matrimonio.
Era todo cierto. Todo terriblemente cierto.
Stalin y Patrizia eran marido y mujer. Si no ante la ley («No hay constancia en Italia, he preguntado en el Registro Civil, había puntualizado Camporesi»), sí ante Dios.
Marido y mujer.
Él. Stalin Rossetti.
Camporesi acudió enseguida con un vaso de whisky. Scialoja recuperó la compostura.
Él. Él se la había mandado. Había sido todo teatro. La había mandado a espiarle. Mientras hacían el amor, mientras poco a poco iba renaciendo en él la pasión…, ella… le era fiel a ese otro…
Después había llegado el amor.
Y ella había sido asesinada.
La había matado él.
Stalin Rossetti.
Un hombre del Viejo.
Los chicos del equipo de teléfonos se asomaron con cara de circunstancias:
—Tenemos un número. Aparecen frecuentes contactos con la señorita. Tenemos el número.
—¿Por qué ese aire de funeral, entonces?
—Es un número no registrado. Oficialmente no existe. No corresponde a ninguna identidad física.
—¡Sé perfectamente qué quiere decir! —gritó Scialoja. Luego añadió, en voz baja—: ¿Hemos sido nosotros, entonces? ¿He sido yo?
«¿Soy yo el que te ha condenado a muerte, Patrizia?»
—Nosotros no —protestaron los muchachos—. Nosotros estamos con usted, jefe. ¡Y además, se puede comprobar enseguida!
—¿Comprobar qué? Si no podéis hacerlo vosotros, ¿quién? ¿No sois los mejores? ¡Es más, los únicos! ¿No os he fichado precisamente por eso?
—Bueno, no exactamente. Puede que haya alguno por ahí, algún profesional extranjero, por ejemplo. Está aquella historia del apagón en la centralita de Palazzo Chigi la noche de las bombas…, eso desde luego no fue una obra nuestra, y sin embargo lo hicieron… No podemos pretender tener la exclusiva sobre la tecnología…
—Y luego está Yáñez —dijo el mayor de ellos.
—¿Yáñez? ¿Quién es ese Yáñez?
—Bah, un espabilado. Pero completamente loco. Por eso no ha hecho carrera.
—¿Loco? ¿Qué quiere decir loco?
—Quiere decir… ¡Yo qué sé, jefe! Digamos que en tiempos de la Gladio…, loco, Yáñez está loco. Por eso lo echaron.
—A ver si lo entiendo. Había un técnico de primerísima clase que reclutaron para la Gladio y que en un momento dado fue apartado…
—Exactamente.
¿Y dónde está ahora? ¡Quién sabe! Pero si era cierto lo que se decía de él, no hay más que darse una vuelta por los garitos y aparecerá.
—¡Porque no sabe estar lejos de las mesas de juego!
Scialoja revolvió en el fango de los informadores.
Y encontró a Yáñez.
Lo cogieron y él se dejó esposar con una sonrisa burlona.
Había aguantado seis horas en la salita insonorizada. Camporesi había tenido que amenazar con presentar una denuncia si Scialoja no abandonaba la violencia.
De madrugada, Yáñez pidió un cigarrillo y que lo dejaran a solas con Scialoja.
—¿Qué me dais si hablo?
Scialoja le prometió la libertad. Camporesi se rebeló:
—¡No tiene autoridad para hacerlo!
Scialoja se limitó a mirarlo. Camporesi bajó la vista.
Yáñez habló.
Seguía cayendo la lluvia. Y el senador seguía sin aparecer. Scialoja se metió otra anfeta.
Todo había empezado en la época de la Gladio. Organización de «protección» interna creada a resultas de los pactos secretos entre Italia y Estados Unidos, que pasaría a la acción en caso de golpe de Estado comunista. O de victoria electoral de la izquierda, según muchas fuentes. El Viejo había sido uno de los supervisores de la operación. Y en un momento dado había decidido que la Gladio ya no bastaba.
Así que inventó la Cadena.
Funcionaba así: durante los periodos de instrucción regular, se seleccionaban algunos elementos de entre los reclutas de la Gladio. Con algún pretexto se los expulsaba. Luego se los recuperaba y desde aquel momento dejaban de ser Gladio y pertenecían a la Cadena.
La Cadena. Una banda de desgraciados y asesinos. La Cadena. Las SS del Viejo. La escoria del Viejo.
Stalin Rossetti había sido el último comandante operativo de la Cadena.
El Viejo la había disuelto tras la caída del Muro.
Todos se habían vuelto a casa.
Todos menos Stalin Rossetti, Yáñez y otro, un gorila apodado «el Tuerto».
Stalin había alcanzado un acuerdo con la mafia.
Y con Patrizia.
¡Y el Viejo nunca le había hablado de él!
El Viejo se la había jugado incluso después de morir.
Divide et impera.
El senador Argenti asomó por la puerta del cine, luchando contra un pequeño paraguas de color violeta que no parecía querer abrirse. En la torpeza de sus movimientos había algo de honesto y anticuado que resultaba enternecedor.
Scialoja fue a su encuentro, convencido de haber acertado con su elección.
3
Pino Marino aparcó el coche bomba entre un viejo Fiat Uno y la furgoneta de un panadero.
Del cercano Estadio Olímpico partían a intervalos irregulares gritos de rabia o de entusiasmo de los aficionados.
Angelino, al volante de su Saab, vio que el chaval toqueteaba algo en el maletero.
«Estará comprobando el contacto», se dijo.
Estaban cerca de la puerta G8. El partido acababa de empezar.
Al cabo de poco más de hora y media, los aficionados empezarían a aparecer, e invadirían las calles contiguas.
El coche bomba estaba colocado precisamente en una de esas calles.
Apostados en una plazoleta a cien metros, Pino y Angelino darían inicio al espectáculo cuando vieran pasar la columna de coches patrulla que acudirían para mantener el orden público.
Sería una carnicería.
Doscientos, quinientos, quizá mil entre policías y aficionados.
El «golpecito».
Eso es lo que pensaba Angelino Lo Mastro.
Y pensaba: «Ese chaval me gusta. Con todo lo que le ha hecho su jefe, aún tiene fuerzas para seguir adelante. El chaval es de esos que no tienen miedo de mirar a la cara a la muerte. Si no hubiera nacido en el lugar equivocado, podría ser uno de los nuestros».
Pero ¿por qué tardaba tanto en comprobar el artefacto?
¿Acaso había algo que no iba bien?
Tanteó el asiento de al lado; el contacto con el mando a distancia lo tranquilizaría.
No estaba.
Inspeccionó el asiento posterior. Nada.
¡Lo ha cogido el chaval! Pero ¿por qué?
¿Qué está pasando?
Angelino salió del Saab y se dirigió hacia el muchacho.
—Pero ¿por qué tardas tanto?
—Sólo un momento.
Angelino echó una ojeada por encima del hombro de Pino. ¡No era posible! Todos los hilos desconectados…, la caja abierta… ¡Pero aquello era…, era sabotaje! ¡El chaval se había sorbido el seso! Angelino quiso sacar el revólver. Pino fue más rápido. Con el cañón de la semiautomática apoyado entre los ojos, Angelino dio un paso atrás.
—Pero ¿qué coño está pasando?
—Cambiamos de plan. Volvemos a casa.
—¡Tú estás loco!
—No soy yo quien da las órdenes. Vamos.
El mafioso escupió al suelo. Pino Marino se preguntó cómo tenía que interpretar las órdenes de Stalin. «Tráetelo aquí si puedes —le había dicho—. Pero si opone resistencia, le plantas una bala en la frente y luego haces desaparecer el cuerpo». ¿Aquel escupitajo era «resistencia»? Por otra parte, aquello a él le daba igual. Ya todo le daba igual. Dejó resbalar el dedo por el gatillo. El mafioso se puso pálido.
—Espera, espera, no perdamos la cabeza. Ha sido él quien te lo ha dicho, ¿no? ¡Aquel grandísimo hijo de puta! Bueno, amigo mío, pues espera que te cuente una historia…
Stalin estaba quince metros por detrás, protegido dentro de su Thema blindado. Lo había decidido en el último momento. Quería estar presente. Era el preludio del triunfo, al fin y al cabo. Y además… ¡Mejor no fiarse! Pino era un gran luchador, sí, pero no había que infravalorar a Angelino. Si algo saliera mal…, si la bomba explotara…, no habría una segunda ocasión… Hasta el momento parecía que todo salía según el plan. Pino armado, el mafioso que se echaba atrás. Pero ¿por qué se detenía Pino? ¿Por qué lo escuchaba tan concentrado? ¿Qué diablos estaba sucediendo?
Stalin se puso en marcha. Estaba corriendo hacia los dos cuando se oyó el tiro. Instintivamente se echó al suelo, rodó unos metros y al levantarse empuñaba su pequeña arma del calibre 22.
El mafioso se cogía una pierna y gritaba de dolor. ¡El peligro de que llegara alguien era altísimo! ¡Altísimo! ¿Y Pino? ¿Dónde se había metido Pino?
Un coche pasó a toda velocidad, rozándolo. Era el Saab del mafioso. Al volante iba Pino, con el rostro desencajado.
Stalin corrió junto a Angelino.
4
Pino Marino conducía a doscientos por hora, y las lágrimas le surcaban las mejillas.
Lágrimas de esperanza. Lágrimas de rabia.
Cerca de Bolonia llenó el depósito y se atiborró de café. Fue al baño. Más allá rompió el mando a distancia y tiró los pedazos por la ventanilla.
Había perdonado la vida al mafioso porque, en cierto modo, le había devuelto la vida.
Y había perdonado la vida a Stalin Rossetti porque no tenía tiempo de ocuparse de él.
Tenía que llegar enseguida junto a Valeria.
Valeria, que estaba en Milán.
La encontraría. Se irían juntos. Para siempre.
No le debía nada a Stalin Rossetti.
No mataría más por él.
Tenía que conseguir a Valeria.
Pero Stalin se la había arrebatado.
Habría tenido que matarlo.
Pero no mataría nunca más.
Valeria. Valeria le esperaba, en alguna parte, en Milán.
5
Si eras Stalin Rossetti, tenías que saber hacer un poco de todo.
Recomponer de urgencia la rótula machacada de un mafioso. No escuchar la letanía de insultos y de amenazas. Eres hombre muerto, rata de cloaca… Palabras… Recordarle que si lo dejas con vida desde luego no es por razones humanitarias, sino sólo porque te interesa. Atiborrarlo a somníferos asegurándole que todo irá bien.
«¡Y déjame trabajar, atontado! Con tu bombita de mierda no habríamos llegado a ninguna parte. Si lo hacemos a mi modo, lo tenemos ganado. Y el chaval, el chaval… Dejémoslo estar, al chaval. ¡Qué coño nos importa el chaval! ¡Estamos hablando de dominar toda Italia!»
El Tuerto llegó al descampado de Via Ostiense media hora después de la llamada montado en un ciclomotor desvencijado. Estaba sucio como un mendigo y apestaba como tal. Stalin lo esperaba a las puertas de la barraca. Mantenía abiertos los cuatro tablones claveteados que hacían de puerta de entrada y le invitó a pasar.
Cuando el Tuerto le dio la espalda, Stalin le apoyó su arma del calibre 22 en la sien y disparó. En sus últimos momentos de conciencia, el Tuerto pensó que, en el fondo, era justo. Ya sabía que lo pagaría.
Stalin arrastró el cuerpo al interior y apretó los dedos de la mano derecha del Tuerto contra la empuñadura del arma. Luego llamó a Scialoja.
De pronto, ya no era cuestión de tiempo.
6
Había hecho de la búsqueda de Stalin Rossetti su obsesión.
Nunca habría pensado que sería él quien le buscara.
—Tenemos que hablar —le había dicho—, tú y yo. A solas.
Así que era aquel tipo. Aquel cabrón. El marido de Patrizia. Scialoja le había dicho a Camporesi que no le siguiera. Camporesi había insistido en que al menos montara algún dispositivo de identificación, aunque sólo fuera con un móvil. Pero Scialoja había rechazado todas las propuestas razonables.
Era una partida a dos bandas. Stalin Rossetti y él.
Así que aquél era el asesino de Patrizia.
—Antes de que me lo preguntes: ha sido él. Habría querido entregártelo vivo, pero ha sido más rápido que yo.
Scialoja se inclinó sobre el cadáver del Tuerto. Ninguna mueca de dolor, ninguna contracción en el último momento. Sólo una absurda serenidad.
—Este pobre desgraciado no tiene nada que ver. Has sido tú.
—¡Pero qué dices! ¡Qué dices! ¡Tú no te imaginas siquiera lo unidos que estábamos Patrizia y yo! Sí, es verdad, la utilicé para espiarte. Pero no lo habría hecho si el Viejo no me hubiera obligado.
—¿Qué tiene que ver el Viejo con todo esto?
—No tenía que haberte escogido a ti. No era justo. ¡No tenía que haberme dejado de lado como un trasto viejo! La culpa de todo esto es sólo suya. ¡Tú no sabes una mierda!
Parecía sincero. Fingía sinceramente. Scialoja ya no estaba en disposición de juzgar. Llevaba esperando aquel momento días enteros. Y ahora se sentía sin fuerzas, vacío, al borde del llanto. ¿De verdad Patrizia había amado a aquel hombre?
—Bueno, lo que querría proponerte…
—Tú no estás en disposición de proponer nada. Con lo que sé podría borrarte de la faz de la Tierra.
—¿Y quién lo niega? ¡Es más, tengo que felicitarte! Has estado brillante en tu búsqueda, has descubierto todo lo de la Cadena…, y sí, puedes hacer conmigo todo lo que quieras. ¡Siempre que aceptes llevar en la conciencia la vida de miles de víctimas inocentes!
—¿Qué quieres decir?
Con un suspiro, Stalin Rossetti le habló de la bomba. Scialoja se cogió la cabeza entre las manos. Mil muertos. Mil muertos. ¿Por qué el Viejo había puesto aquel peso sobre sus hombros? ¿Para «estropearlo»? ¿Para torturarlo? ¿Por qué? «Quiero huir. Quiero escapar de aquí. Ésta no es mi vida. No puedo escoger. Yo no. Ya no», pensó Scialoja.
—Podemos detener esta masacre. Tú y yo. Obviamente, habrá que hacer alguna concesión. Alguna cosita para tener a raya a los de abajo y para evitar que desagradables episodios como éste se repitan en el futuro… Pequeñeces, tal como están las cosas se contentan con algún traslado de las cárceles de seguridad…, a lo mejor podríamos hacer que cerraran la Asinara[24], los pabellones más duros…, aligerar un poco el régimen penitenciario…, en fin, una señal. Sólo para que entiendan que las cosas han cambiado… Por otra parte…
—Por otra parte…
—Hay una pequeña cuestión privada…
Con un gesto, Scialoja le indicó que siguiera. Stalin Rossetti juntó las manos, como si fuera a rezar.
—Quiero tu puesto, Scialoja.
Scialoja soltó una carcajada neurótica, incontrolable.
—¿Tú quieres mi puesto? ¿Tú quieres mi puesto?
Stalin Rossetti se quedó pálido.
—¿Qué coño te da tanta risa, eh? ¡Te hago saltar por los aires a esos mil gilipollas, te juro que lo hago! Hay una persona esperando mi llamada; si no lo llamo dentro de menos de una hora…
—Tú no sabes con qué ganas te habría cedido mi puesto —murmuró Scialoja, serio de pronto—. El Viejo se equivocó escogiéndome a mí. ¡Yo no era la persona ideal, lo eras tú!
¡Ahh, ahh! Qué dulces palabras. Stalin Rossetti le habría dado un abrazo a aquel imbécil. Claro que él no era la persona ideal. Sólo que era tan estúpido que no había entendido que el Viejo no se había equivocado lo más mínimo. Eso sí, vete a saber si el Viejo había cambiado…, si se le había metido en la cabeza volverse…, bueno…, ya se sabe, la perspectiva de la muerte lo ablanda a uno… Había visto a ateos declarados que se transformaban en beatonas temblorosas ante el primer amago de incontinencia… A lo mejor quería divertirse un poco a su estilo…, el estilo inimitable del Viejo… En fin, en cualquier caso, la cosa ya se estaba alargando demasiado…
—He hecho una propuesta. Espero una respuesta.
—Déjame hacer unas llamadas —suspiró Scialoja.