La fuerza del sentimiento

1

A la vuelta de Portofino, durante dos días, Patrizia evitó a Scialoja. Al tercer día le pidió que la llevara al lago.

—¿Al lago? ¡Pero si es de lo más deprimente!

—Tengo que hablar contigo.

—Razón de más. ¿Qué te parecería una cena a la luz de las velas en Cannes?

—Llévame al lago, por favor.

Las palabras de Maya le habían llegado muy dentro: «Tienes que tomar una decisión. No puedes posponer más el momento de la verdad». En aquel momento se había mostrado de acuerdo con la sabia reflexión de la amiga. De vuelta a Roma, había caído presa de una rabia sorda. ¿Por qué? ¿Por qué tenía que elegir? ¿Por qué decidir? ¡Sería tan fácil desaparecer! Patrizia, lejos para siempre del alcance de uno y otro. El fantasma de Patrizia. Scialoja se resignaría, antes o después. Pero Stalin no le dejaría irse tan fácilmente. Patrizia había vaciado las cuentas del banco. Le había contado al director del banco que tenía intención de comprarse una casa nueva. Seguro que aquel hombre estaría en la nómina de Stalin y le pasaría la información. Que la creyera o no era lo de menos. A aquellas alturas no le suscitaba más que una leve repulsa. Y lo único que necesitaba era un poco de ventaja. Pero cuando ya tenía preparada la bolsa de viaje, cuando todo estaba listo, sintió que la dominaba una incomprensible sensación de pérdida. No puedes esconderte por siempre, Patrizia. Ya no te basta con sobrevivir. Hay una luz que te está esperando, en algún lugar. Y en aquel momento, mientras se quitaba las sandalias y sumergía los pies en el lago, mientras se estremecía al contacto con el agua fría, no sabía qué esperar de aquel encuentro: si la confirmación de los miedos que la habían acompañado durante toda una vida de errores o la explosión de la irracional esperanza que sentía crecer, día tras día, en su interior.

—Aquí estuve con mi primer novio. Se llamaba Gerardo, Gerry para los amigos. Era un camello de poca monta. Cultivaba hierba y la vendía en el patio del colegio. Decía que emigraría a América. Decía que conquistaría América. Y también decía que yo tenía que ir con él. Decía que América me salvaría de mí misma.

El verano se había abatido inexorablemente, también sobre Castelgandolfo. Una familia de filipinos se daba un banquete sobre los bancos alineados en el terraplén que parecía hundirse en el fondo fangoso del lago. Un hidroavión contra incendios, rojo y amarillo, llenaba la cisterna a intervalos regulares. Dos remeros paleaban con fuerza desafiándose con gritos y risas.

Scialoja le tomó una mano entre las suyas. Estaba a punto de decirle algo. Ella le hizo callar con un gesto.

—Pero con aquellas cuatro perras no íbamos a llegar a América. Un día, Gerry se dio cuenta de cómo me miraban los chicos mayores…, chicos de buena familia…, uno de ellos le hizo la propuesta. Él le dijo que me hablaría del asunto. Vamos, que me pidió que fuera con ellos. Por dinero. Yo dije que no. Lo mandé al diablo. Lloré desconsoladamente. Él se echó de rodillas, me pidió perdón. Le respondí que no nos veríamos nunca más. Aquella misma tarde llamé a uno de aquellos chicos. Nos pusimos de acuerdo sobre el precio y pasamos juntos el fin de semana en la casa de sus padres, en el Circeo. Luego él me presentó a sus amigos…

—Patrizia…

—Prefería todo aquello a mi familia de mierda. A mi vida de mierda. Todo. Si estaba escrito que tenía que venderme, al menos lo haría por mi cuenta. Sin chulos. De los chicos pasé a los profesores. Se extendió la voz. Hacían cola para estar conmigo. Y pagaban. Cuando un bedel nos sorprendió en clase de química, me puse a gritar que me estaban violando. El profesor intentó defenderse. Le contó a todo el mundo cómo era en realidad. No le creyeron. En aquella época se me daba muy bien hacerme la inocente. Convencí a mi padre para que no presentara denuncia. El profesor se fue a dar clase a otra parte. Yo dejé el colegio. El resto no es ningún secreto. Pero quiero que sepas una cosa: no me divertía, pero no sufría. Todo me era indiferente. De todo aquello lo único que me interesaba era el dinero con el que me había comprado la libertad. Ésa soy yo.

—¿Por qué? ¿Por qué me dices esto?

Ella rehuyó su mirada.

—El primer chico por el que sentí algo quiso utilizarme. Todo el mundo utiliza a alguien en este mundo. Por eso tienes que decirme la verdad, dottor Scialoja: ¿tú qué quieres de mí?

—Yo te amo, Patrizia.

—No me mientas. Yo no valgo nada. Nada, ¿entiendes?

Por un instante a Patrizia le pareció que Scialoja ya no la escuchaba. Estaba de rodillas en la orilla y se había puesto a remover el agua con un lento movimiento semicircular. Con la mirada parecía seguir las evoluciones del hidroavión. Cuando se puso en pie, se la quedó mirando con una sonrisa amarga.

—Yo no te amé a primera vista. Durante mucho tiempo no te amé, Patrizia. Deseé tu cuerpo. Tu insensibilidad me descomponía. Aquella indiferencia feroz que aplicabas al sexo. Habría querido ser todos los hombres con los que hacías el amor. Todos a la vez, en el mismo momento. Me excitaba saberte con ellos. Me excitaban los fotogramas de tu cuerpo al desnudo. Aquellas relaciones desapasionadas. La vulgaridad de la contratación. El dinero sobre la mesilla. Los preservativos tirados a la basura. El látex. Las esposas. Todos los objetos que habrías podido enseñarme a usar… Contigo y conmigo… Soñaba con irrumpir en tu habitación, meterle una bala en la cabeza al tipo que tenías encima y ponerme en su lugar, allí, dentro de ti… Soñaba con violarte y hacerte mi prisionera, día y noche, hasta el agotamiento… Despertarme de madrugada y ponerme a olisquear como un perro el olor de tu noche…

Patrizia le sonrió inesperadamente, más animada.

—¿Lo ves? Eso no es amor. Es la típica historia del poli y la puta…

Retiró los pies del agua, como si sintiera frío, y se agachó para recoger las sandalias.

Scialoja la agarró del brazo.

—Tienes razón. El amor llegó después. Cuando te metí en la cárcel. Nunca podré olvidar aquella mañana en que te presentaste al interrogatorio sucia, despeinada, perversa. Había un brillo en tus ojos…, un brillo desafiante…: «demuéstrame de qué eres capaz, poli…, pero no conseguirás doblegarme…». Y cuando le salvaste la piel a aquella terrorista… Descubrí a otra Patrizia. Una mujer generosa. Una reina. Pasabas indemne por un mar de fango. Inocente… Tu cuerpo ya no me bastaba. Yo quería la posesión absoluta, total, y fundirme contigo, desaparecer en tu interior… Si eso no es amor… ¿Y ahora me preguntas qué es lo que quiero de ti?

Patrizia se cogió la cabeza con las manos.

—No…, no… —murmuró.

Scialoja la abrazó con ternura. Ella se abandonó al llanto. Lloraba porque las palabras de Scialoja, su tono apasionado, le hacían sentir sucia, un ser horrible y sucio incapaz de hacer nada más que mentir y engañar. Lloraba porque no encontraba en su interior la fuerza necesaria para contener el torrente de aquel sentimiento que la arrollaba. Lloraba porque se había enamorado de él. Y aquello nunca debía haber sucedido.

De pronto lo apartó de un manotazo, y en sus ojos volvió a brillar aquella luz malvada que a aquellas alturas conocía tan bien.

—¡Vete! ¡No me sigas! Yo no valgo nada… Nada, ¿entiendes? ¡Nada!

2

Angelino había vuelto de Sicilia con funestas noticias. El tío Cosimo había caído por culpa de un traidor. Provenzano había multiplicado las precauciones. Se movía constantemente y cada contacto suponía semanas de espera. Los Brusca se habían fugado y habían cogido a un chaval como rehén, el hijo de un arrepentido al que amenazaban con fundir en ácido si su padre no se retractaba, y muchos decían que aquello iba en contra de las normas de la Cosa Nostra. Pero ¿quedaban normas a estas alturas?

En cualquier caso, se había decidido seguir adelante.

El proyecto del falso atentado había sido desestimado.

Stalin hizo un último intento de convencer a Angelino. Pero el mafioso había recibido órdenes precisas. Y por el tono perentorio y ligeramente angustiado con el que le hablaba, Stalin comprendió que, de algún modo, su posición en el seno de la Cosa Nostra no era tan segura como antes. En el fondo, los sicilianos tenían sus motivos. Scialoja había quemado los contactos con la imprudente tentativa de capturar a Angelino. Pero él, Stalin, aún no había ofrecido nada concreto. Sólo la promesa de un resultado. En fin, los mafiosos tenían sus motivos, y Angelino no estaba listo para dar el gran salto. La fuerza del vínculo aún era demasiado fuerte.

Así que habría que recurrir al plan alternativo.

—Está bien. Se hará como han decidido ellos. Me he enterado de una cosa, Angelino…

Stalin le habló del «salto a la arena política» de Berlusconi. El mafioso se quedó impasible.

—¿Tú crees que lo conseguirá? —le provocó Stalin.

—¿Quién sabe?

—Mejor él que los comunistas, ¿no?

—Cualquiera es mejor que los comunistas. A nosotros lo mismo nos da uno que otro.

«A vosotros quizá sí, amigos míos. Para mí cambia mucho, mucho. Yo tengo que saber quién va a ganar y ponerme a su servicio un minuto antes que Scialoja», pensó Stalin.

No puedo aceptar que me dejen de lado.

Así, el partido se jugará con mis reglas. ¡Y enseguida!

—¿Ya tenemos una fecha, un objetivo?

—Estamos pensando en ello.

—Tenemos que darnos prisa. Aprovechar la situación. Si os faltan hombres, podemos echarte una mano, Pino y yo.

—¿El chaval? Pero ¿no os habíais dado ya el besito de buenas noches?

Fue entonces cuando Stalin cedió a un infantil impulso de protagonismo, le contó cómo se había desembarazado de Valeria.

Más tarde Stalin llamó a Michelle y le dijo que no podrían verse en un par de días. Los típicos compromisos de trabajo, ya se sabía. A ella no pareció importarle demasiado. Seguramente la zorrilla habría encontrado algún sustituto. Stalin se propuso comprobarlo. Pero más adelante, con calma.

De momento tenía una cuestión más urgente que resolver.

Patrizia.

3

Cuando llamó por teléfono a Portofino, los criados le dijeron que Maya había tenido que volver a toda prisa a Milán. La situación de Ilio estaba complicándose por momentos. Patrizia la localizó en el móvil casi a medianoche. Por un largo y precioso momento, Maya consiguió dejar de lado su propia desesperación para concentrarse en la de su amiga.

—No me preguntes a mí qué tienes que hacer, Patrizia. Tú ya sabes lo que te conviene.

—Tengo miedo, Maya. Miedo de perderlo.

—Te quiere demasiado; no dejará que te vayas.

Sí, Maya tenía razón. Toda la razón del mundo. Sólo podía hacer una cosa. Habría tenido que hacerlo antes, mucho antes. Abandonar a Scialoja en el lago había sido el enésimo error. Cuando él había intentado retenerla, ella se había rebelado. Le había arañado. Le había herido. Un error. El último error. Ahora había vuelto la calma. Ahora, por fin, el futuro tenía sentido. Patrizia empleó un tiempo exagerado en maquillarse. Mientras tanto, se esforzaba en elaborar un discurso convincente. No es fácil darse cuenta de golpe de que hay alguien que da verdadero sentido a tu vida. No cuando una siempre ha estado convencida de no valer nada. Llámalo revelación. Llámalo algo que llevaba dentro, llámalo… Pero cada frase sonaba irremediablemente banal. Lo que lo decidiría todo sería el sentimiento. ¡Siempre que él la entendiera! Eligió un vestido de noche con un escote moderado, negro, de seda. Se puso dos gotas del perfume que tanto le gustaba a él. Si él decidiera que no quería verla más…, la última imagen tenía que ser espectacular, perfecta.

Tenía que ser una sorpresa para Scialoja. Típicamente femenino, comentaría él más tarde. Después de perdonarla.

Estaba metiendo las llaves en el bolso cuando Stalin y el Tuerto se materializaron a sus espaldas.

—¡Hola, mujercita mía!

—¿Y esta visita imprevista?

Stalin observó, sin inmutarse, los gestos nerviosos de ella. Sus mejillas rojas, aquel sospechoso estremecimiento… Aquel vestido de noche…, el leve rastro de perfume…, el silencio de los últimos días…, la cuestión del dinero… Decididamente, la situación se había complicado. ¡Patrizia, Patrizia!

—¿No me ofreces una copa?

Ella se apresuró a servirle un whisky. Las manos le temblaban ligeramente. ¡Patrizia, Patrizia!

—Bueno, qué te voy a decir… Hace un tiempo que no encontramos el modo de vernos… Cuando he sabido que has retirado todo ese efectivo me he preguntado: ¿no será que mi amorcito me está preparando alguna sorpresa desagradable?

—He decidido comprar una casa, ya lo sabes.

—Aaaah, una casa… ¿quizás un chalé junto al lago?

—¡Me has hecho seguir!

Stalin agitó el vaso y se encogió de hombros.

—Forma parte de las reglas del juego, tendrías que saberlo. Bonito vestido. ¿Sales?

—Tengo que ir a ver a una amiga.

—Entonces llegamos a punto. Tuerto, prepara el Mercedes. Acompañaremos a la señora Patrizia…

—Gracias, Stalin, pero ya he llamado un taxi…

—Ve con él.

No hubo tiempo de responder. Sonó el teléfono. Stalin, con un gesto decidido, le dio a entender que más le valía no moverse. El contestador saltó a la tercera llamada. Era Scialoja. Su voz decidida, llena de pasión. Mientras escuchaba el mensaje, Stalin apretaba los finos labios en una forzada sonrisa de decepción.

«No me digas que no vales nada… Patrizia, tú lo eres todo para mí…»

—¡Oh, Señor, estamos en pleno melodrama! ¡Patrizia, Patrizia!

—No te traicionaré —dijo ella, mirándole a los ojos.

Stalin se rio: «¡Cómo me gustaría creerte, palomita! Pero tu mirada te traiciona. El olor que emanas te traiciona. Olor a miedo. Olor a fuga. Olor a adiós. Así, por fin, la fuerza del sentimiento había acabado por tomar las riendas del “factor humano”. ¡Cómo se habría divertido el Viejo con aquel espectáculo!». Stalin cerró los ojos y se dejó mecer por los recuerdos. Patrizia que se prepara una copa. Patrizia que pone un disco con alguna sentida canción de amor, de aquellas un poco ramplonas, de noches de otros tiempos. Patrizia que se quita los zapatos, que se echa en el sofá de piel blanca, que encoge las piernas a la altura de los muslos. Patrizia que improvisa para él un striptease. «¡Qué lástima, este final!»

Stalin dio un paso en su dirección. Patrizia fue más rápida. Con un gesto decidido se lanzó hacia la puerta, colándose con agilidad entre él y el Tuerto.

—¡Cógela, Tuerto!

El Tuerto era lento. El Tuerto era pesado. El Tuerto sentía simpatía por aquella mujer. Pero el Tuerto era un soldado adiestrado. Aferró a Patrizia al vuelo, por la cintura, y la lanzó al suelo. Como si tuviera prisa por desembarazarse de su cuerpo. Ella cayó con un golpe seco. Stalin se inclinó sobre ella y le acarició el cabello.

Patrizia le escupió en la cara.

Stalin se limpió con calma y luego la golpeó en la cara. Una, dos, tres veces. El Tuerto gritó:

—¡Basta, jefe!

—¡Cállate!

Patrizia seguía mirándolo fijamente. Se esforzaba en dominar el dolor. Contenía las lágrimas. Tenía los ojos llenos de odio. Stalin suspiró.

—¿Por qué? ¿Por qué, Patrizia? Habrías podido tenerlo todo… ¿Por qué?

—¡Porque él es mejor que tú, Stalin!

Stalin volvió a golpearla. Patrizia perdió el sentido. El Tuerto se echó adelante.

—Jefe, ya me ocupo yo de la chica. Me la llevo a casa y me quedo con ella. Te garantizo que no la perderé de vista ni un momento. ¡Estará más segura que en una cárcel! Y luego, cuando acabe todo, ya no hará falta…

Stalin fijó la mirada en el Tuerto con una media sonrisa. ¡Él también había caído presa del encanto de esa puta! El Tuerto, mientras tanto, lo escrutaba, intentando descifrar con su primitiva mente qué significaba aquella media sonrisa.

—¿Así que quieres ocuparte tú de ella, Tuerto?

—Fíate de mí, Stalin. Todo irá bien.

—De acuerdo. Si quieres ocuparte de ella…, ¡tírala por la terraza!

—No.

No mataría a la mujer. Stalin estaba fuera de sus cabales. Stalin había perdido el control. Stalin no era un comandante iluminado. Stalin era un psicópata. No mataría a la mujer. Le había sucedido una sola vez, años atrás. Pero había sido un accidente. Aquella otra mujer podía considerarse el efecto colateral de una operación de limpieza en terreno hostil. Ahora las cosas eran diferentes. Hay cosas que no se hacen. Bajo ningún concepto. Hay límites que no pueden rebasarse. Hay cosas que antes o después se pagan. Y el Tuerto no quería pagar.

Stalin levantó el índice de la mano izquierda y se lo metió al Tuerto en el ojo sano. El Tuerto soltó un gruñido bestial.

—Cuando acabes de lloriquear, limpia los rastros.

Stalin se echó el cuerpo de Patrizia al hombro y se dirigió, decidido, a la terraza.

Unas horas más tarde, Camporesi, con el rostro lívido, irrumpió sin llamar a la puerta en el despacho de Scialoja, enarbolando una nota escrita a mano.

Scialoja estaba al teléfono con Carú. Estaba buscando el tono ideal para comunicarle que habían aceptado la oferta. Con un gesto imperioso le comunicó a Camporesi que no quería que lo interrumpieran. El teniente le quitó delicadamente el auricular de las manos y le obligó a leer.

Camporesi se llevó las manos a los oídos: el grito de Scialoja tenía un tono inhumano que no podía soportar.

4

PLAN DE RENACIMIENTO DEMOCRÁTICO

Este documento fue incautado en 1982 a la hija de Licio Gelli, gran maestro de la Logia P2, junto al memorándum sobre la situación política en Italia.

Hecho público en la Comisión Parlamentaria de investigación sobre la logia masónica P2, IXª Legislatura.

PREÁMBULO

El adjetivo «democrático» implica que se excluyen del presente plan cualquier móvil o intención, oculta o no, de cambiar el sistema. El plan tiende a revitalizar el sistema a través de la participación de todos los mecanismos que prevé y contempla la Constitución, desde los órganos del Estado a los partidos políticos, a la prensa, a los sindicatos y a los ciudadanos electores.

El plan se articula en función de una sumaria declaración de objetivos, de un desarrollo de procedimientos de actuación —incluidos algunos alternativos— y, por último, un listado de programas a breve, medio y largo plazo.

Cabe mencionar, por otra parte, que los programas a medio y largo plazo prevén algunos retoques a la Constitución —posteriores a la rehabilitación de las instituciones fundamentales— que, sin alterar la armonía de su diseño original, permitan su buen funcionamiento para garantizar a la nación y a sus ciudadanos plena libertad y progreso civil en un contexto internacional actualmente muy diferente al de 1946…

Mientras le presentaba el texto del Plan de Renacimiento Democrático atribuido a Licio Gelli, el periodista de L'Espresso le miró con una sonrisita educada. Como diciendo: «¿Todavía?». Todavía, todavía y siempre, rebatiría Argenti. Aquello era lo que le había asegurado un puesto de honor en la lista de derechólogos-complotistas a ultranza. No podía quejarse. Tal como estaban las cosas, el grito y el silencio tenían el mismo valor. Cero.

El rumor de la vuelta a la acción de Berlusconi a la cabeza de un bloque moderado era ya de dominio público. Ya no era un rumor, sino una certeza. Argenti había sido el primero en saberlo, al menos de los de su partido. Había sucedido al final de un nuevo debate televisivo con Carú, dos semanas antes. Más que un debate, un monólogo en el transcurso del cual Carú, su ex camarada Carú, se había desahogado soltando las consabidas letanías contra los clérigos de su antigua iglesia. Argenti se había defendido lo mejor que había podido, pero la experiencia mediática de Carú no tenía rival. Lo había destrozado. El segundo asalto, por tanto, había sido para él una debacle. Cualquiera que asistiera a aquella representación volvería a casa con un claro convencimiento: Carú representaba el futuro, la novedad, la esperanza. Argenti era un pasado que olía a rancio, la vieja política. El brillante contra el burócrata. Era un anticipo en versión reducida del enfrentamiento que en breve se reproduciría en las elecciones generales. Porque no había duda de que habría elecciones. Un parlamento lleno a reventar de diputados procesados no podía durar. No sin partidos con una clara dirección política. Y los partidos se estaban disolviendo bajo la onda expansiva de los procedimientos judiciales.

¡Como si los jueces, a la chita callando, hubieran estado trabajando a sueldo para el nuevo jefe!

Elecciones, por tanto, y derrota.

En cuanto a lo de Berlusconi, Carú se lo había dejado claro al darse la mano en el camerino.

—Pero ¿de verdad creíais que os dejaríamos solos frente a los fascistas? ¿Vosotros de un lado, ellos del otro y en el centro nada? ¿De verdad creíais que el enorme espacio político que se abrió con la crisis de la Democrazia Cristiana quedaría vacío? ¡Ilusos!

—Ilusos vosotros —le había rebatido Argenti, mucho más por fidelidad a su ideología que por íntima convicción—. ¿Y quién debería ocupar ese espacio político?

—¡Ya hay quien se ocupa de eso, senador!

El resto no fue más que una hábil charla de pasillo. Y, naturalmente, cuando informó a la cúpula del partido, sus miedos fueron acogidos con un coro de carcajadas. ¿Berlusconi? ¡Pero si era un «impresentable»!

De modo que se los cargaría.

Nada ni nadie podía erradicar de la conciencia de Argenti el profundo convencimiento de que el ubi consistam del futuro poder italiano estaba allí, en aquel plan de Gelli.

Desde luego, releídos once años después de su hallazgo, aquellos papeles reflejaban el paso del tiempo. Aquel mundo de contraposiciones frontales ya no existía. El fantasma del viejo Marx con su amargo fardo de ilusiones perdidas y sus antiguos adversarios yacían ya, todos juntos, bajo los escombros del Muro de Berlín.

Algunas intuiciones del plan ya se habían hecho realidad: la caída del monopolio de la Rai, por ejemplo.

Aparte de todos los misterios y habladurías —¿habría alguien detrás de Gelli?, ¿quién?, ¿el hallazgo había sido casual o provocado?, ¿existía de verdad una segunda lista de masones, más amplia, llena de nombres insospechados y altisonantes?—, la línea central del proyecto impresionaba por lo concreto de sus ideas.

Un plan de transformación del país.

Menos vínculos y más espacios para la empresa.

La vuelta a la escena de la magistratura.

La sustitución de la relajación imperante por un nuevo orden.

La libertad de acción de los policías.

El control sobre la prensa.

El redimensionamiento de los sindicatos.

Ideas simples, un excelente punto de partida para aquella derecha que Berlusconi conduciría a la victoria.

¿Y qué importaba si no era político de oficio?

¡La gente ya no soportaba a los políticos de oficio!

¿Que se había hecho popular por el espectáculo? ¿Y qué?

¿Acaso Ronald Reagan no había sido un gran presidente?

Pero lo que más inquietaba era la fuerza de las ideas.

Ideas simples. Ideas con las que mucha gente se identificaba. Y en el futuro muchos otros se unirían al rebaño. La izquierda nunca tendría una capacidad de síntesis igual. Se lo impedía su ADN complicado y asambleario. La izquierda se andaba por las ramas. Aquéllos iban derechos hacia la meta.

Un país seguro, un país ordenado, un país dirigido por «la ley y el orden», donde unos cuantos elegidos decidían por todos y la masa nadaba tranquila en aguas acotadas, bajo el control de un ejército de polis y de jueces dispuestos a combatir el más mínimo delito.

Y a cerrar los ojos ante todo lo demás.

En el plan no se hablaba de mafia.

Para quien lo había escrito, ¿la mafia no era un problema?

Pero, en el fondo, ¿no era lo que todos deseaban?

¿Que alguien se encargara de resolver todos los problemas?

Y si los problemas eran irresolubles —había advertido una vez un sabio político de la vieja guardia—, ¿no era mejor pasarlos por alto y saltar al siguiente punto del orden del día?

Había momentos en los que la conciencia de saber y no poder le angustiaba tremendamente. «Yo no permitiré que todo esto suceda», había jurado. Pero, por lo que parecía, la historia no se resignaba a someterse a las ataduras que tan tenazmente quería imponerle. La historia dejaría a Italia en buenas manos.

Cuando Beatrice entró en la sala, él no le prestó atención. Fue al oír su llanto cuando se decidió a levantar la vista del plan de Gelli. Beatrice tenía los ojos rojos y la respiración entrecortada.

—¿Qué pasa? ¿Qué ha sucedido?

—¿Te acuerdas de la novia de Scialoja?

—Aquella…, sí, claro… Patrizia, ¿no?

—¡Ha muerto!

—¿La ha matado él? —preguntó Argenti con una punta de sarcasmo.

Pero enseguida se dio cuenta de que había cometido un error. Y corrió a consolar a Beatrice.

5

Ilio Donatoni había recibido al gabinete de crisis a primera hora de la tarde. Por motivos de seguridad, la reunión se había celebrado en su residencia privada. Hacía días que la empresa era objeto de una inquietante actividad con la presencia de inspectores de Hacienda.

Los abogados se mostraban convencidos de que la orden de captura, o como diablos se llamara ahora, ya estaba sobre la mesa del fiscal general.

Era cuestión de días, o quizá de horas.

Los periodistas llamaban sin cesar a los números de Ilio. Secretarias angustiadas respondían invariablemente que estaba reunido. Cuando empezaron a colapsar también el número de casa, Maya se rebeló con tal violencia que cabía pensar que el día de la detención acabaría en primera plana de los periódicos.

Sí. El día de la detención.

Quizá mañana. ¿Dónde había leído que solían arrestar a los sospechosos al amanecer para no darles tiempo a pensar, para aturdirlos con el terror de las esposas?

Mientras los abogados enhebraban, una tras otra, estrategias que uno o más colegas, por turno, se aprestaban diligentemente a echar por tierra, Ilio se giró varias veces a contemplar el cuadro colgado en la pared a sus espaldas.

El Fundador, con su cabello blanco al viento, apoyaba una mano sobre el hombro de Ilio, que le correspondía con una mirada llena de adoración y gratitud. Sobre el fondo de un cielo azul surcado de gruesas nubes de realismo socialista, la mirada límpida del Fundador se perdía en un horizonte poblado por una masa de obreros que se dedicaban a la construcción de la Ciudad Perfecta. La ciudad inspirada en los criterios del Fundador —sobriedad, holgura, compensación de conflictos—, destinada a convertirse, a todos los efectos, en la Ciudad de Ilio.

Aunque desde luego no podía decirse que aquel cuadro le hubiera dado al artista fama y gloria eternas (entre otras cosas, no recordaba siquiera su nombre), aquel pegote le había costado una buena cifra.

La escena representaba el traspaso de poderes. El momento en el que Ilio había conquistado la mayoría del accionariado y el Fundador le había dado el relevo.

Una escena encargada para inspirar «sobriedad, holgura y compensación de los conflictos». El padre que se hace a un lado para dejar el campo libre a su sucesor. Y todo bajo la insignia de la continuidad de la tradición…

¡Menuda mentira! ¡Una mentira colosal!

La retirada del Fundador había sido lenta, larga y dolorosa, y había estado salpicada de golpes bajos. Ilio no se sintió ganador hasta que vio que Maya se posicionaba por fin de su lado.

Todo el mundo pensaba que lo había hecho porque no aguantaba más la tutela del Fundador.

Pero no era así.

Lo había hecho por amor.

Maya lo había amado con un amor absoluto, incondicional.

Un amor loco, sí, loco. Porque sólo la locura podía haberla inducido a ver en él cualidades que no había poseído nunca, la grandeza que nunca le había correspondido.

Maya había creído ciegamente en él.

Y él le había correspondido llevándola a la ruina.

Recordaba las últimas palabras del Fundador. Durante aquella mañana fría y gris —¡nada de un cielo azul ni de blancas nubes!— en el que había sufrido la más amarga de las derrotas.

—¡Sólo espero que todo esto no quede reducido a cenizas algún día!

Los abogados habían llegado por fin a un acuerdo. Por lo que parecía había una posibilidad, aunque fuera vaga. La llamaban «constitución concordada». En un par de ocasiones había funcionado. ¿Por qué no intentarlo? Se trataba de presentarse voluntariamente ante la fiscalía para someterse a interrogatorio. Y sí, bueno, soltarlo todo. Confirmar todo lo que ellos ya sabían —la inspección de Hacienda, en este sentido, había resultado devastadora— y… dar nombres. ¿Éticamente reprobable? Quizá, pero dado que la mayor parte de aquellos nombres ya los habían descubierto…, y además, en la situación en la que estaban…

—Lo pensaré —se limitó a responder, y despidió a los letrados con un gesto fatigado.

Los vio alejarse en grupo, decepcionados, resignados.

Incrédulos. ¿Por qué rechazar una ocasión como aquélla, única e irrepetible?

Funcionaría. Tenía que funcionar.

Sí, quizá. En circunstancias ordinarias. En un contexto diferente. Quizás en tiempos del Fundador.

Ilio manoseaba nerviosamente una nota de Giulio Gioioso.

«Nosotros confiamos en ti.»

¡Una nota! Ya no usaban los teléfonos, porque estaban todos pinchados. De acudir en persona, ni hablar. Ahora todo el mundo lo evitaba, como si estuviera apestado: «Nosotros confiamos en ti».

«Sí, claro, queridos abogados. No se trata sólo de dar alguna comisión a algún político, de robos de poca monta, del funcionamiento habitual del “sistema”. Es ese “nosotros” el que marca la diferencia. Nosotros. Nosotros que saboteamos los frenos de los coches. Nosotros que hacemos que las fábricas salten por los aires. Nosotros que decidimos quién merece vivir y quién no. Nosotros que, viendo incluso las lágrimas en los ojos de Giulio Gioioso, no dudaríamos ni un momento en matar a tu bella mujercita y a tu avispada niñita.»

Sólo de pensar en Maya se le desgarraba el alma.

Ella le había dado su apoyo como nunca. Esperaba su decisión. Lo seguiría hasta el fin.

Únicamente esperaba una señal por su parte.

La hija del Fundador lucharía con toda la energía que a él siempre le había faltado.

Y la destrozarían.

Ilio Donatoni cerró la puerta del despacho con llave y se dirigió a la caja fuerte.

Introdujo la combinación y la gran puerta se abrió con un chasquido seco.

Se quedó mirando la Luger que el Fundador le había quitado a un soldado alemán caído en los Apeninos Emilianos en 1944.

Un empleado se encargaba de tenerla en perfecto estado de uso.

Ilio cogió el arma y la sopesó.

Comprobó que estuviera bien engrasada.

Colocó el cargador.

Introdujo la bala en la recámara.

Apoyó el cañón en la sien y con el índice tanteó el gatillo. Oponía demasiada resistencia. Se había olvidado del seguro.

Apoyó de nuevo el cañón en la sien.

Ojalá que Maya comprendiera que lo hacía por ella.

Después, sin pensárselo dos veces, disparó.

6

Cuando Scialoja se decidió por fin a abrir, Maya Donatoni sintió que se le encogía el corazón. ¿Qué había sido del frío y fascinante caballero de Portofino? ¿De su sonrisa educada y distante? Barba larga, ojos hundidos, camisa sucia, pies descalzos, pelo enredado, con un olor a leche cortada que daba arcadas…, realmente el dolor nos transforma. Su joven ayudante, Camporesi, le había dicho la verdad: «Ya no es él».

Ya no era Scialoja. Era un hombre enloquecido que había destrozado una oficina propiedad del Estado; que había amenazado, en plena crisis alcohólica, con tirar por la ventana a un coronel de los carabinieri; que había irrumpido en el despacho del fiscal general gritando que era un inútil o, peor aún, un corrupto. Porque sólo un inútil o un corrupto podía creer en el suicidio.

—Vamos, que ha perdido la cabeza. Nos ha hecho repasar diez mil veces los registros telefónicos, ha ordenado redadas, ha interrogado personalmente a testigos que no sabían nada, intimidándolos y…, bueno, eso es mejor que no se lo diga.

Que durante un interrogatorio un pobre hombre había tenido la desafortunada idea de responder con tono provocativo a la enésima pregunta exaltada, y que entonces Scialoja lo había aferrado por el cuello y había empezado a golpearle la cabeza contra la pared, y que si no hubiera intervenido él mismo, Camporesi, aquel desgraciado se habría dejado la piel… ¡Y que ahora tenía que hacer frente a una denuncia! ¡Un pez gordo del Estado como él, acabar así!

—La verdad es que no consigue entenderlo, pero se equivoca. Ha sido un suicidio. Él mismo ha declarado que, durante su último encuentro, en el lago, ella estaba desesperada… No consigue perdonarse por no haberla seguido, no haberse quedado con ella… Quizá, si no la hubiera dejado marchar, ella aún estaría aquí… ¡Pero lo que no consigo comprender, señora, es qué diablos veía Scialoja en esa mujer! Sabe que esa Cinzia Vallesi, en otro tiempo…

—¡Lo sé y me importa un rábano! —le había cortado ella con dureza.

—Era muy guapa —había susurrado Camporesi.

Después, aún ruborizado, le había escrito en un papelito la dirección y el teléfono.

—¿Puedo entrar?

Scialoja se hizo a un lado y, de malos modos, le dijo:

—Ha dicho que traía un mensaje de parte de ella. ¡Démelo enseguida y váyase!

Ella entró. Botellas vacías tiradas por el suelo. Dos lámparas tumbadas. Marcas rojas por las paredes. El televisor encendido. Se volvió a mirarlo, sintiendo por un momento vergüenza de su traje chaqueta fresco de lana, su melena perfectamente peinada y su moderno broche sobre el pecho. Vergüenza por haber decidido rechazar el papel de viuda desconsolada, por haber eliminado de su vestuario los tétricos símbolos del luto.

Vergüenza por haber intentado darle con la puerta en las narices al dolor.

Pero fue sólo un instante. Un brevísimo instante de debilidad. Todo lo que podía concederse la hija del Fundador.

—Primero quiero que eche un vistazo a estos papeles —dijo, tendiéndole la carpeta con el resultado de la auditoría de Mariani.

—Explican por qué se ha quitado la vida Ilio.

Lo había decidido tras un largo tormento. A los jueces les había dicho que no sabía nada, que Ilio no le contaba nada de sus negocios. Y no había sido la sonrisa hipócrita de Giulio Gioioso la que la había inducido a… traicionar la voluntad de Ilio. Estaba segura, él se había pegado un tiro porque la amaba. La amaba a ella y a Raffaella y pensaría…, esperaría que con su muerte desapareciera el peligro. No. Lo había decidido cuando había visto en televisión a Ramino Rampoldi: «Yo, ¿amigo de ése? ¡Mire que le pongo una querella, señor mío! ¡Los tipos como ese Donatoni son una deshonra para la clase empresarial italiana! ¡Los tipos como Donatoni son una vergüenza para los laboriosos emprendedores milaneses! ¡Yo con esa escoria no he tenido nunca ninguna relación! ¿Y sabe qué le digo? Que descanse en paz, desde luego, pero… ¡Ha recibido su merecido!». Y no habían sido ni siquiera las palabras (¿qué otra cosa cabía esperarse de un tipo así?). Había sido el gesto. Aquellos tres dedos que se había llevado a la sien, en una grotesca simulación del tiro que se había llevado a su amor…

Había enviado a Raffaella y a la niñera a Argentina, donde tenían la única casa que no les podrían quitar.

Lucharía.

Y decidió implicar al policía.

Scialoja la miraba como si fuera de otro planeta. Cogió los papeles, los sopesó con una mueca sarcástica, sacudió la cabeza y tiró la carpeta sobre el sofá.

—No me interesan. Y además, ¿qué quiere que me digan esos papeles? ¿Que Giulio Gioioso es de la mafia y que su marido hacía negocios con él? ¡Hasta ahí ya había llegado por mi cuenta! Patrizia me había pedido que los ayudara a usted y a su marido…

—¿Lo habría hecho?

—Si hubiera tenido tiempo, sí. Pero ahora… ¿Qué sentido puede tener todo esto para mí?

—Tengo pruebas ahí dentro, dottor Scialoja.

—¡No me importan una mierda sus pruebas! ¡Deme ese maldito mensaje y quítese de en medio!

—No es el único que ha perdido a una persona querida —dijo ella con frialdad, marcando las sílabas—; no tiene el monopolio del dolor. Deje de compadecerse de sí mismo y vuelva a luchar.

—¡Váyase!

—Patrizia se equivocaba con usted. ¡Es usted un don nadie!

Lo vio encogerse, como si estuviera a punto de saltarle encima y sofocar aquella voz ofensiva, hiriente. De pronto se vino abajo y se echó la mano a la garganta. Instintivamente, ella le apoyó una mano en el hombro. Toda la rabia y la ira habían desaparecido.

No era más que un pobre hombre desesperado. No tenía derecho a hurgar en la herida. Tampoco ella poseía el monopolio del dolor.

Scialoja volvió en sí, asintió y abandonó la sala.

La espera duró media hora. Él volvió con ropa limpia, con el pelo aún húmedo y la barba arreglada. Maya le sonrió.

—Perdóneme. No tenía derecho…

—Miraré los papeles. Y si puedo, la ayudaré.

Maya le dio un sobre.

—Tenga.

Scialoja lo cogió con delicadeza. Como una reliquia. Dudó antes de abrirlo. Pasó una uña por el hueco de la solapa. Cuando vio la foto sintió ganas de llorar. Se contuvo.

¡Patrizia! ¿La había visto alguna vez tan luminosa, tan feliz, cuando estaba con él?

¿La había hecho feliz alguna vez?

Y aquel hombre… ¡Cómo lo miraba! ¡Con qué intensidad y qué orgullo! «Mi hombre», parecían decir aquellos ojos… Por detrás había una frase. «Bula… Patrizia… otra vida…» Pero ¿qué sentido tenía todo aquello? ¿Quién era aquel hombre? Le pasó la foto a Maya y la interrogó con la mirada.

—Se llama Stalin Rossetti —dijo Maya—. Ahora se lo cuento todo. Todo lo que ella no ha tenido tiempo de decirle.

7

Al principio, Stalin no había sido más que uno de tantos. Quizás algo más amable. Cinzia recordaba que colaboraba con dos espías, Zeta y Equis, que habían transformado su burdel en una especie de panóptico donde los vicios y los secretos de sus clientes más asiduos eran objeto de seguimiento constante gracias a unas sofisticadas cámaras de vídeo. Venía, miraba, recogía material, bromeaba con las muchachas, pero nunca se iba a la cama con ellas. Nunca. El Rana, el arquitecto mariquita, su refinado confidente, la había advertido: «Ése no es de la parroquia; ése es un hijo de puta». El Rana había probado suerte y había salido trasquilado con la reacción de Stalin. Nada violenta, desde luego, pero cargada de un sarcasmo lacerante. El Rana había llegado a la conclusión de que Stalin Rossetti era un hombre peligroso. Pero el Rana tenía debilidad por él, era más que evidente. ¡El Rana no era objetivo! Y ella lo olvidó enseguida. ¿Qué motivo tenía para recordar a uno cualquiera, uno de tantos? En aquellos años, ella se había retirado del oficio para convertirse en la mujer de un ambicioso traficante de droga que se hacía llamar Dandi. El Dandi había estado en busca y captura mucho tiempo. De pronto aparecía de improviso, con caros regalos, arriesgándose a que lo pillaran en cualquier ocasión. El otro, Scialoja, iba y venía, corroído por las obligaciones de su cargo: «Ayúdame a pillar a éste, cuéntame de este otro». Lo que le pedía, en el fondo, no distaba mucho del juego que le propondría después Stalin Rossetti.

Sin embargo, Stalin tenía una ventaja indiscutible: Stalin conseguiría hacerse con ella.

Había reaparecido en el verano de 1991. Sus primeros acercamientos la habían dejado fría.

Accedió a salir con él por curiosidad, porque era un caballero, porque conocía locales magníficos en los que se movía como pez en el agua. Bailaron pegados. Le envió montones de flores. En una exposición de animales de peluche le compró la pieza más cara, un cocodrilo sonriente de mirada ambigua.

La primera vez que subieron a casa de ella no se le echó encima. Se comportó como un galán discreto y charmant. Poco a poco, el juego empezó a parecerle interesante. Los hombres no solían perder su precioso tiempo cortejándola. Lo que hacían los hombres era echársele enseguida entre las piernas.

—¿Qué puedo hacer para que seas mía? —le preguntó aquella noche.

—Ya no trabajo —respondió ella, decepcionada.

—No hablo de eso. He dicho para que seas mía, no para follar contigo.

—Cásate conmigo —dejó caer ella, para ponerlo a prueba.

Una semana más tarde estaban en un avión. Business class. Dirección Nadi, en las islas Fiyi, con escala en Los Ángeles. Desde allí, en hidroavión, llegaron a su destino final: la isla de Taveuni.

Un sacerdote nativo con pantalones cortos los casó.

¿Qué mujer no ha soñado nunca con una boda en la Polinesia?

En el vuelo, ella se dio cuenta de lo mucho que Stalin se parecía a su padre. El Mariscal. El inflexible guardián de las normas de la Marina. El mismo semblante militar, la misma decisión, los mismos ojos de hielo que sabían ponerse de pronto lánguidos, tiernos. Pero el Mariscal se había ido demasiado pronto. Como una especie de héroe, le decía su madre, para consolarla. En la cubierta del barco, mientras a su alrededor los náufragos se aferraban a los cabos que él les tendía desafiando a la muerte. Hasta que una ola traicionera se lo llevó. Pero no hubo consuelo. Nadie debería crecer con un padre que desaparece demasiado pronto y con una madre «muerta».

Stalin Rossetti la hizo suya cuando le dio un nombre.

¿Qué mujer no ha soñado con una boda en la Polinesia?

Los engalanaron con guirnaldas de flores de colores y los pasearon en un baldaquín con una alfombra de hojas olorosas cubiertas de esterillas pintadas a mano.

Los indígenas a su alrededor gritaban: «¡Bula!».

Los indígenas a su alrededor reían y cantaban.

Para eso les habían pagado.

Les habían pagado, pero a ella no le importaba.

El cura leyó las fórmulas rituales con su grotesco acento inglés.

Ella dijo que sí. Stalin dijo que sí.

Los volvieron a embarcar en una canoa y les cantaron hasta que los engulló el gran disco rojo del sol del ocaso.

¿Qué mujer no ha soñado nunca con una boda en la Polinesia?

«Bueno, pues yo la tuve.»

«Toda aquella gente cantaba y reía para mí.» Para la pequeña Cinzia. Y la pequeña Cinzia, por una vez en su vida, tenía «realmente» ganas de llorar.

«Que Dios te bendiga por lo que me has dado», Stalin Rossetti.

«Y que Dios te maldiga por lo que me has obligado a hacer.»

Volvieron entrada la noche.

Habían bebido kava y habían hecho el amor.

La luna de miel duró dos semanas.

Habían nadado en el arrecife de coral, entre legiones de peces loro.

Habían bebido kava con los isleños.

Habían hecho el amor.

Un indígena los había fotografiado sin que Stalin se diera cuenta. Aquélla era la foto que un día mandaría a Scialoja.

Al partir, los isleños cantaron Isa Lei, la canción del adiós.

Para eso los habían pagado. Y era maravilloso que lo hicieran para ella.

En Roma se separaron con un beso y un «¡bula!» en los labios.

—Desapareceré a menudo. Tendrás que acostumbrarte. Pero siempre volveré a ti.

No le había creído, claro. Sabía a qué se dedicaba, agente secreto o algo parecido, igual que él sabía del pasado de ella. Y del mismo modo que a él no le había importado, ella tampoco tenía por qué atormentarse. Había durado poco, pero había sido bonito.

Y sin embargo, Stalin había mantenido su palabra. Había vuelto. Cada vez volvía.

Un día, por fin, él descubrió sus cartas.

—Quiero que retomes el contacto con un viejo amigo.

—No —respondió ella, instintivamente—, no. No quiero que me utilicen más.

—Él lo ha hecho contigo. Y seguiría haciéndolo, si tuviera ocasión. Es…, cómo decir, a fondo perdido…

—No.

—¡Lástima!

Stalin puso su canción. La cogió entre los brazos. Bailaron pegados. «Lástima —seguía susurrando él—, tú y yo juntos somos una fuerza de la naturaleza. El futuro nos pertenece…, ¿qué nos importa ese cabrón que ha buscado en ti sólo un cuerpo… o, peor aún, una informadora? No me digas que no, Cinzia, no lo hagas. O si quieres, hazlo. No cambiará nada entre nosotros. Pero… ¡qué lástima! ¡Qué lástima! My wonderful lady…»

Por supuesto, al final había cedido. Al fin y al cabo, era ella la sofisticada señora que elegía cuidadosamente el vestido que tenía que ponerse y que lo lucía en las fiestas, mientras él se complacía al ver las miradas de los otros hombres, y su sonrisa decía: «¿Veis? ¡Es mi chica!». Y ella que lo acariciaba luego, cuando él tenía aquel terrible dolor de cabeza y le preguntaba si había sido bonito, amor, y él, de pronto curado por el contacto de aquellos suaves labios perfumados, volvía a sonreír y le susurraba «Oh, my darling, you were wonderful tonight; sí, cariño, estabas guapísima esta noche».

Y ahora, de todo esto, de golpe, no le quedaba más que un puñado de rencor. Rencor y miseria.

—Patrizia al final comprendió que no había sido más que una esclava. Ha sido su amor, señor Scialoja, lo que la liberó del poder de aquel hombre. Por eso, cuando ella me habló de las islas Fiyi…, y yo reaccioné como…, como lo que soy… o lo que era…, una niña rica de buena familia… ¡Las islas Fiyi! ¡Dios mío, qué previsible que es todo! ¡Qué… falso! Aquella carcajada le rompió la ilusión…

Scialoja ya no la escuchaba. Scialoja repasaba mentalmente su primer encuentro con Patrizia. Cuando se introdujo en su casa y hurgó en la intimidad de una joven prostituta. Cuando se sintió por primera vez poseído por un deseo que el tiempo transformaría en amor. Entre los papeles y los peluches había un folleto publicitario. El desplegable de un viaje de ensueño por los mares del Sur. Nunca había estado tan cerca del corazón de ella, de su alma, como en aquel momento.

Y no lo había comprendido. Nunca había entendido nada.