I left my heart in Portofino

1

Fue Ramino Rampoldi, con su consabido bon ton, quien informó a los hombres del grupo de que «la chica del romano era una que hacía la calle». Provocó un estallido de risas y un aluvión de comentarios sarcásticos a los que se unió incluso Ilio, venciendo el malhumor y la tristeza de aquellos días terribles para él, para ella, para todos ellos. Cuando se dieron cuenta de que Maya los estaba escuchando, los hombres intentaron contenerse. Maya pasó de largo, sin dignarse a prestarles atención. Ilio había intentado cogerle una mano, pero ella se soltó girando bruscamente la cadera. Ilio la siguió, resentido. ¿Por qué le hacía quedar mal ante sus invitados?

—Yo no sé quién es esa chica del romano. ¡Pero sé con quién se lo monta tu amigo Ramino!

—¿La chica albanesa, quieres decir? ¡Tampoco la hemos invitado!

—¡Sólo faltaría!

Patrizia llegó una hora más tarde. Agotada por la pronunciada cuesta, el único camino posible, que llevaba de la placita de Portofino a Villa Tre Orsi. Se dejó caer sobre un banco a la sombra y parecía que disfrutaba de la vista del golfo y sus aguas incandescentes al sol del segundo viernes de agosto. Parecía ajena a la tormenta hormonal que había desencadenado con su presencia. Los hombres estaban agitados como una manada de gorilas ante una hembra en celo. Ramino Rampoldi enseguida empezó a revolotear a su alrededor, preguntando si «la señora» deseaba algo fresco, o quizás algo más fuerte, una copa o quizás un helado porque, como es sabido, los helados tienen el poder de aliviar el calor sofocante del verano, y en la preparación de helados «nuestra adorable Maya» es insuperable.

Scialoja y Maya intercambiaron un saludo cordial, evocando con cierta ironía el episodio de la fiesta de Raffaella. Ilio la había reprendido por invitar al policía. Pero había sido idea de Carú. No habría podido negarse sin embarcarse en una interminable discusión o, peor aún, sin suscitar sospechas de algún tipo.

—Pero cuidado con él, Maya. ¡Scialoja es un enemigo!

—¿Un enemigo de quién, Ilio? ¿Tuyo, de Giulio, de la mafia?

—¡Maya, por amor de Dios, haz lo que te digo!

Fresco y sin una mancha de sudor en el traje de lino blanco, amable y ligeramente distante, Scialoja desapareció por la finca, conducido en su canónico peregrinaje precisamente por Ilio, que mostraba una cortesía casi pegajosa.

El acompasado Carú simulaba educada indiferencia, pero las miradas que lanzaba repetidamente a la chica del romano no se le pasaron por alto a su última pareja, una procaz periodista que lucía el último modelo de Via della Spiga: shorts —¡horrible visión!—, camiseta con cuentas de Krizia y zapatos de tacón vertiginoso (nada que temer: la cuesta la había subido con los Clarks y después había tardado más de media hora en cambiarse y retocarse el maquillaje). Ahora los dos estaban sumidos en una agitada conversación/explicación. Ramino Rampoldi había aprovechado para lanzar un ataque más decidido a la bella recién llegada.

Bella, sin duda, aunque no jovencísima. Alta, esbelta, de rostro irregular, pómulos de corte eslavo, una sobria camiseta blanca cuidadosamente desabotonada, tejanos ajustados y zapatos bajos, un bolso sin firma —¡gracias, Dios mío!—, apoyada descuidadamente contra el costado izquierdo. Manos largas, nerviosas y cuidadas. Maya decidió intervenir cuando resultó evidente que no soportaba más las maniobras de Ramino. Lo mandaban los cánones de la hospitalidad, pero al mismo tiempo sentía una curiosidad que, a pesar de todo, no podía contener. ¡Qué pérfidos y morbosos somos todos!

—Ramino, hazme un favor, prepáranos dos Martinis.

La chica del romano, la invitada (no conseguía acordarse del nombre), acogió a su salvadora con un suspiro levemente amargo.

—Un tipo agobiante, ¿no?

—¡Ya no sabía qué inventarme para quitármelo de encima! Y eso de Ramino, ¿de dónde viene?

—Su padre era jugador. Ganó su primera nave industrial a las cartas, jugando al ramino. Típico humor del norte.

—Bueno, gracias de todos modos, señora…

—Yo soy Maya.

—Cinzia. O Patrizia, si prefiere.

—Si vuelve a la carga… con sus extrañas maniobras, como agacharse con alguna excusa cualquiera y rozarle «casualmente» las tetas…, dígamelo. Lo cojo y lo tiro al mar. Son ochenta y seis metros de dura roca. ¡Llevo toda la vida soñando con hacerlo!

—¿También lo ha probado con usted?

—¡Que se atreva!

Maya se preguntó si quizá se había pasado con las confianzas. En el fondo eran dos perfectas desconocidas. Pero Cinzia/Patrizia le sonrió, divertida.

—Hagamos una cosa, señora. Ahora voy donde ese tipo y empiezo a trabajármelo. Le garantizo que en una hora, como máximo, estará bien cocido. Luego llega usted, y entre las dos lo tiramos al mar.

Maya se rio. Luego le ofreció la mano.

—¿Te parece que nos tuteemos?

—Trato hecho.

Ramino, que volvía jadeando y con los dos Martinis, fue acogido por las dos mujeres con una carcajada incomprensible. Maya le quitó las copas de la mano, le pasó una a Patrizia —había decidido que Patrizia le gustaba mucho más que Cinzia— y se puso en pie con aire solemne.

—Ven, que te enseñaré el lugar. Tu quédate aquí, Ramino. ¡Total, ya lo conoces!

Frente al imponente nogal araucano que había importado el Fundador de los terrenos de la familia en Argentina, Patrizia se lo quedó mirando con unos ojos enormes, luminosos. Su sonrisa, libre ya de la amenaza de antes, era realmente encantadora. Maya se sorprendió a sí misma al reconocer un atisbo de envidia. No era de extrañar que los hombres perdieran la cabeza por una mujer así. Pero enseguida se avergonzó de aquel efímero pensamiento rastrero. Ella empezó a contarle con todo lujo de detalles el viaje que habían hecho por la región. Su compañero, como definió a Scialoja, había transformado la invitación de Carú en un viaje sentimental. Habían ido en barca, al promontorio de Levanto, a un lujosísimo hotel no-sé-dónde y ahora allí, en Portofino.

—Y esto es…, ¡es magnífico! Es…, es Portofino, ¿no? Portofino es…

—¡Ahora no me digas que es el lugar más bonito del mundo!

—¡Para mí, el segundo más bonito del mundo!

—¿Y el primero cuál sería?

—¡Las islas Fiyi!

Maya se echó a reír, lo que atrajo una mirada esperanzada de Ramino, que esperaba la ocasión ideal para volver a la carga. Con un gesto brusco, la anfitriona dejó claro que no era bienvenido. El primate enseguida dio media vuelta. Patrizia se puso seria de pronto.

—¿Qué tienen de malo las islas Fiyi?

—Es un sitio falso, eso es lo que tienen.

Le pareció que Patrizia tardaba una eternidad en responder.

Y cuando después dijo: «artificial sí, pero desde luego falso no», se preguntó qué sentido podía tener aquel sutil juego de adjetivos. Y por qué había usado aquel tono tan cargado de una vehemente… ¿voluntad de creer? Era evidente que las Fiyi tenían un significado particular para ella. Así que su sarcasmo debía de haberla ofendido. Maya estaba buscando el modo de reparar su error cuando Patrizia le apretó fuerte una mano.

—¡Eres una mujer afortunada, Maya!

Ahora le tocaba a ella sentirse tocada. No. No era una mujer afortunada. No en el presente. Pero lo había sido, desde luego. Afortunada e ignorante de su propia suerte. Y de todo lo que le estaba costando. Y se traicionó. Con la sacudida violenta de la cabeza, que la había despeinado (se estaba dejando crecer el pelo de nuevo), quitándose y poniéndose sus inseparables gafas de espejo, con la risita neurótica con la que había respondido: «Sí, sí, claro». Patrizia la escrutaba como si hubiera intuido algo. Una desconocida. Pero siempre puedes decidir abrir el corazón a una desconocida. La sintió próxima, muy próxima. Si intuyes un terreno común… ¿Uno de aquellos flashes que los psicólogos de lo «femenino» definirían como «típicamente femenino»? ¿La eterna excusa ideada por los hombres para evitar adentrarse en el laberinto de la mente femenina, algo parecido al «Cariño, ¿estás nerviosa?» con el que defienden su tosquedad de base de nuestras ansias por profundizar?

Sin embargo, no hubo tiempo de profundizar. Se les acercaron Ilio y Ramino, hablando en voz alta, seguidos por el periodista, que se sentía abandonado y ponía cara de reproche. Había que ocuparse del catering. Había que dar órdenes al servicio para la distribución de los invitados. El deber llamaba a la anfitriona. Por una vez Ramino había atinado: ¡no era justo que Maya monopolizara de aquel modo a la bella romana!

2

Carú, mientras tanto, se había llevado a Scialoja a una especie de pequeña cantina con mostrador y música de fondo. El aire acondicionado hacía que el local, lleno de plantas, diera la extraña impresión de ser una especie de invernadero frío. Intercambiaron el saludo masónico. Entre una bocanada de Cohíbas y un sorbo de Lagavulin, Carú profetizó que quizás ellos serían de los últimos en poder disfrutar del privilegio de una vista tan espléndida desde un lugar tan especial.

—¿Por qué? ¿Cree usted que hay peligro de que pongan aquí una bomba? —preguntó Scialoja, provocativo.

—Usted es el experto en seguridad, dottor Scialoja… No, no estoy pensando en una bomba… Es Donatoni el que saltará. El dueño de la casa. ¿Qué sabe usted de él?

—Que tiene una esposa muy guapa.

—Le gusta Maya, ¿eh? Bueno, ¡y a quién no! Aunque últimamente podría decirse que…

—¿Monta números? —completó Scialoja, interpretando el gesto inequívoco de Carú.

—Digamos que está un poco agotada —se rio el periodista—. Les sucede a las mujeres tan guapas, cuando sus maridos las descuidan…

—¿Él tiene a otra? —preguntó Scialoja, un poco cabreado, preguntándose si Carú habría organizado todo aquel montaje para ponerlo al corriente de los más recientes cotilleos de la capital milanesa.

—¡Ojalá! Donatoni no es más que un vanidoso que ha crecido a la sombra del dinero de la bella señora… Se cree la reencarnación del Fundador y le ha mandado la sociedad al cuerno… Parece ser que quiere vender y poner tierra de por medio…, siempre que se lo permitan…

—¿Quiénes?

—Los jueces. Le pisan los talones. No me sorprendería que uno de estos días lo viéramos en el noticiario esposado… Los jueces están convirtiéndose en los dueños de Italia, ¿no le parece?

Scialoja se limitó a asentir. La pregunta era retórica, al más puro estilo Carú.

—Pero nosotros dejaremos que se diviertan un poco más. ¡Luego las cosas cambiarán!

—¿Cambiarán?

—Y por eso le he pedido que se una a nuestra pequeña compañía…

Carú se inclinó hacia él, que empezó a contarle.

Berlusconi entraba en política.

Había fundado un partido prácticamente de la nada.

Un milagro de fantasía, ciencia, inventiva y… política.

Se llamaría Forza Italia-Asociación por el Buen Gobierno.

Berlusconi estaba en constante contacto con Craxi.

La noticia de momento era un secreto, aunque empezaba a circular, ya se sabía cómo iban las cosas en Italia…, muy pronto, no obstante, saldrían al descubierto.

Se perfilaba una alianza estratégica con la Liga Norte y Fini, si finalmente los viejos camaradas se decidían, como parecía, a proclamarse post-, si no ya antifascistas.

Se estaban sentando las bases para un nuevo bloque moderado que daría vida a la derecha moderna.

Las cosas iban a cambiar.

Llevarían las riendas del país los próximos cincuenta años.

Scialoja había escuchado como alelado, mientras el cerebro le trabajaba a mil por hora. Nuevo partido…, escenario impensable…, el empresario que se convierte en mánager de estado, es más, del Estado… Una idea fascinante, no, es más, seductora… Berlusconi…, tan simpático…, tan espabilado…, tan «italiano»…

—Necesitaremos colaboradores de confianza e inteligentes, como usted, dottore

Era una oferta. Una invitación. Una oferta seria. Una invitación tentadora.

Scialoja decidió servirse él también un poco de whisky.

—Yo no tomo partido por principio. Debería saberlo.

—Y hace mal. Un hombre con su talento…

—Digamos que con mis «papeles», señor Carú.

—Pues sí. Digámoslo. Seamos francos. Jugamos con las cartas descubiertas, si me acepta el juego de palabras. Únase a nosotros. No pierda esta ocasión.

Así era, y así sería siempre. Los papeles. Los papeles del Viejo. Estaba condenado para siempre a ser una pálida copia del Viejo. Un reflejo cada vez más distorsionado, cada vez más alejado del modelo. Scialoja. El guardián de los papeles.

—¿Así pues?

—¿Qué me dice de Giulio Gioioso?

Los ojos de Carú se iluminaron con un brillo divertido.

—Gioioso ha conservado profundos vínculos con su tierra de origen, lo cual es positivo, en estos tiempos tan inciertos. ¡Fíjese por lo que estamos pasando, dottor Scialoja! Suceden cosas que ni siquiera un hombre con su poder es capaz de prevenir. ¿Y sabe por qué? Porque este Estado es débil. Condescendiente. Porque los italianos han dejado de soñar. ¡Y eso es grave! Muy grave… Por otra parte, imagino que usted, como yo, como todos, ya estará harto de toda esta violencia… Obviamente, no pretendo una respuesta inmediata. Piénseselo, pero no se lo piense demasiado. Las cosas cambiarán muy rápido. Un día sus famosos papeles podrían acabar siendo sólo un montón de papel mojado.

El brunch era de un nivel excelente. Scialoja picoteaba distraídamente la deliciosa comida, demasiado concentrado en las revelaciones de Carú como para apreciarlo. Maya estaba enfrascada en sus obligaciones como anfitriona. Pero cada vez que se presentaba la ocasión, buscaba a Patrizia con la mirada. Y ella le correspondía con un rápido gesto, con su sonrisa luminosa y triste.

Se había establecido entre las dos un repentino y milagroso entendimiento. Pero Ramino perseveraba, con sus juegos de palabras y sus imitaciones de terroni y de romanos —«Sin ánimo de ofender, eh, dottore, nada personal»—. A continuación efectuaron el paseo social a Santa Margherita con aperitivo incluido, una cena ligera a base de pescado, helado, más charla y un juego de sociedad idiota propuesto por un divertido Ramino. Maya y Patrizia no consiguieron volver a coincidir hasta entrada la noche. Scialoja no dejaba de atormentarla con la historia de Berlusconi. Ella le dijo que el cavaliere le caía simpático y que, por intuición, instintivamente, le habría votado. Cuando Scialoja se durmió por fin, Patrizia se reunió con Maya en la terraza.

Maya le pasó un porro. Patrizia aspiró, y le dio un ataque de tos.

—Un poco de hierba no ha matado nunca a nadie. ¡Y además es buena para el ojo!

—He perdido el hábito, lo siento.

—Hoy me has dicho que soy una mujer afortunada, Patrizia.

—Y tú estabas a punto de responderme que no es verdad. Que me equivoco.

—Sí, te equivocas…

Le habló de Ilio. De la crisis entre los dos. De Raffaella, que se movía inquieta por la gran casa de Milán, en otra época acogedora y ahora de pronto fría y hostil, preguntándose por qué mamá y papá habían dejado de dirigirse la palabra. Le habló del proyecto fallido de la escuela, de las dificultades cada vez mayores de la empresa, de las cuentas hipotecadas. De Ilio, que le rehuía la mirada. De su incapacidad para tomar una decisión, la decisión, la única correcta. De la confianza perdida entre ellos.

Patrizia no había tenido más que una amiga: Palma, la ex terrorista a la que había salvado la vida en la cárcel. Ahora ella trabajaba de fotógrafa de moda y tenía la agenda siempre llena de compromisos: «Quedemos la semana que viene, Patrizia, cariño, ay, no, perdona, la semana que viene estoy en la Expo de Sevilla…».

Y ahora aquella mujer tan diferente a ella, y sin embargo tan parecida…, le abría el corazón… Patrizia sintió una pena inmensa por Maya. Y por sí misma.

—No me equivocaba. Eres una mujer afortunada. Sabes lo que quieres. Quieres a Ilio. Quieres a tu familia. Yo…, yo soy como tu hombre…, tampoco sé decidirme… y acabo por perderlo todo. Pero cuando lo quieres todo, antes o después lo pierdes todo.

—¿Te apetece hablar, Patrizia?

—Me apetece otra calada.

3

El sábado por la mañana, de común acuerdo, Maya y Patrizia decidieron no salir a navegar en el Nostromo. Después de nadar un buen rato en la piscina olímpica de Villa Tre Orsi se tendieron al sol, completamente desnudas. Bebieron vodka muy frio, se liaron porros, hablaron de la vida. Maya reveló a Patrizia algunos de sus sueños obscenos, como el de la mujer objeto a merced de una panda de brutos… Sueños que le habían creado un deseo seguramente insano. Y del miedo a lo que pudiera significar aquel deseo.

—Es como en aquella película, Belle de jour, no sé si la recuerdas…

—Aquello también era un sueño, Maya.

Patrizia la rozó con una caricia afectuosa.

—Yo he hecho cosas peores. Y no en sueños. En la realidad.

—Me lo habían dicho.

—No es un secreto.

—¿Te has psicoanalizado alguna vez, Patrizia?

—Me da miedo analizarme.

—¡Si supieras el miedo que me da a mí! Digamos que no creo en ello, ¿vale? Y además, ¿qué podría decirme el analista? ¿Problemas con mi madre? Yo, en todo caso, los tenía con mi padre…

—Háblame de él.

—Era agobiante. ¿Sabes por qué se llama esta finca Tre Orsi? Porque cuando tenía tres años mi cuento preferido era Ricitos de oro y los tres osos. Por eso, cuando el Fundador…

—¿El Fundador?

—Mi padre. Lo llamábamos así porque él estaba en el principio de todas las cosas, dentro de todo, alrededor de todo. El Fundador, vamos. En fin, cuando el Fundador decidió regalarme esta casita…

—¡Por llamarla de algún modo!

—Así lo explicaba él, Patrizia. Cuando decidió regalarme todo esto, me preguntó: «¿Cómo quieres que la llamemos, pequeña?». ¿Tú qué habrías respondido?

—A los tres años, mi padre, como mucho, me habrá regalado entradas para el circo. De hecho, una vez lo hizo. Al principio no quería ir. Después me convencí pensando en los payasos, en sus tropezones, en sus pedorretas y en todo lo demás. Pero los que me conquistaron fueron los animales. Me quedé literalmente fascinada por aquellos animales. ¿Sabes que tengo por lo menos quinientos peluches?

—Sí, pero ¿tú qué nombre le habrías puesto a la casa?

—Bueno, pues… Ricitos de oro, ¿no?

—Es lo mismo que dije yo. Pero él quiso llamarla Tres Osos. Porque en el fondo, decía, los protagonistas son los osos, especialmente el pequeñito, el osito que se queja siempre…

—¿Quién ha dormido en mi camita? ¿Quién ha comido de mi platito? —recitó Patrizia.

—Exacto. ¿Entiendes lo que quiero decir? ¡Ni siquiera era dueña de elegir el nombre de mi casa!

—¡Tenías sólo tres años!

—Si hubiera tenido treinta habría sido lo mismo, créeme. De modo que ahora soy una rica señora que sueña con escapar de este lugar de mierda, de esta gente de mierda, de esta vida de mierda…

—¿Por qué no lo haces?

—¡Porque no puedo hacerlo sola! ¡No voy a ninguna parte sin Ilio y la niña!

Patrizia se levantó de golpe.

—Entonces secuéstralos. Échales somnífero en la sopa y llévatelos de aquí. Pero hazlo enseguida. Hazlo antes de que la costumbre se imponga. ¡Hazlo antes de encontrarte como una esclava que no sabe cómo romper sus malditos grilletes!

Maya se la quedó mirando, pasmada. Patrizia se había transfigurado. Tenía el rostro contraído en una expresión rabiosa. Con los puños cerrados y un brillo de locura en la mirada. Maya se le acercó. Patrizia volvió en sí con un suspiro desgarrador.

—Te pido disculpas, Maya. ¡No sé qué me ha dado!

—¿Qué te pasa, Patrizia? ¿Qué es lo que te atormenta?

—No tengo ganas de hablar de ello.

—¡Tienes que hacerlo!

—No tengo derecho a involucrarte.

—Ya estoy involucrada.

—Podría contarte cosas que no te gustarían.

—No te juzgaré. Somos amigas, Patrizia.

El domingo por la mañana, mientras los invitados se preparaban para abandonar Villa Tre Orsi, Maya sintió un repentino ataque de remordimiento. Le había prometido a Patrizia que mantendría el secreto, y desde luego la historia que le había contado merecía el secreto más absoluto. ¡Pero a Scialoja se le veía tan apasionado! Y, además del amor, en su modo de dirigirse a ella, en las miradas que le lanzaba, en las caricias furtivas que intentaba robarle cuando creía que no lo veían, en todo eso se reflejaba una desesperada necesidad de ella, una necesidad que se había convertido en dependencia. Scialoja era adicto a Patrizia. Y ella tenía que tomar una decisión. En un sentido o en el otro. ¿Tendría fuerzas suficientes? ¿O se dejaría llevar, como había hecho toda su vida? Maya tuvo que dominarse para no intervenir. La decisión le correspondía únicamente a Patrizia. Nadie podía interferir. Pese a todas sus dudas, Maya respetó la consigna de silencio. Nunca traicionaría a una amiga. Pero mientras intercambiaba un beso cómplice con Patrizia, no pudo evitar pensar que muy probablemente no se verían nunca más.