1
Tras volver de la misión en Las Marcas, Pino Marino fue enseguida a la comunidad en un Renault alquilado.
Uno de los muchachos, con el que tenía más confianza, lo cogió del brazo y le obligó a sentarse.
Casi parecía que esperase aquella visita.
—Valeria ha desaparecido —le dijo el joven. Después apartó la vista, porque lo que veía pasar por los ojos de Pino le dio miedo.
Stalin lo vio llegar en plena noche. El penoso espectáculo del muchacho hecho un mar de lágrimas le llevó a reflexionar, una vez más, sobre la fuerza devastadora del «factor humano». Stalin se mostró comprensivo, afectuoso, paterno. Exactamente lo que se espera de un padre ante el hijo pródigo. Evitó incluso recordar las sabias advertencias que le había dispensado —«¡Los toxicómanos! Hijo mío, los toxicómanos al final siempre te joden. ¡Estás equivocando el camino!»— y cuando Pino le dijo que si no la encontraba se volvería loco de dolor, que moriría de dolor, Stalin prometió que la buscarían juntos.
—Pero de momento has vuelto. Ésta es tu casa. ¡Y yo siempre seré como un padre para ti!
Más tarde, después de atiborrarlo de somníferos, llamó a Sonila, para asegurarse de que la situación estaba bajo control.
—Todo bien, Stalin.
—¡Mil gracias de nuevo, preciosa!
Sí. Desde luego, Sonila había hecho un trabajo excelente.
Cuando se conocieron, Stalin Rossetti estaba discutiendo con uno de los numerosos lugartenientes del jefe de Valona.
Estaban en el caserío de Salento que en aquella época usaba Stalin como base de operaciones. Era una tarde pesada y bochornosa, típica del verano en el Jónico. El esbirro no dejaba de toquetear la culata del kalashnikov y de jurar y perjurar que tanto él como su jefe eran de confianza. Junto a ellos había una muchacha dormida. Una drogadicta. Ya había iniciado la crisis de abstinencia. Había llegado al caserío hecha un guiñapo. Stalin Rossetti le había dado algo de mercancía y había ordenado que la mandaran de vuelta a Albania aquella misma noche. El esbirro del jefe sacudía la cabeza. ¿Por qué renunciar a una ganancia segura? Era una muchacha guapa, quizás un poco flaca. Podían revenderla a algún clan del norte. O a los griegos.
Stalin Rossetti se mostró inamovible. El jefe de Valona no había respetado el pacto. Él no quería drogadictas. El asunto estaba cerrado.
El albanés insistía. Estaba autorizado a aumentar hasta un diez por ciento el porcentaje de Stalin Rossetti. La familia de la chica ya había pagado. Repatriarla significaría un desprestigio. ¡Y el Jefe de Valona no podía perder prestigio!
Stalin Rossetti encendió un cigarrillo.
—Si no quieres que tu jefe pierda prestigio…, ¡pues mátala!
El albanés se rascó la cabeza. El Jefe ya le había dicho que el italiano era un cabrón. Pero no tan cabrón. El albanés ya había eliminado a dos putas unos meses antes. Pero aquélla era otra historia. Una se había ido de la lengua con los carabinieri y les había vendido a dos primos del Jefe que estaban de paso por Brescia. La otra había invadido el territorio. Aquellas dos se lo habían ganado. Pero esta chica, en cambio, estaba en regla. Su familia estaba en regla. Matarla significaría violar el código de las montañas. El albanés abrió los brazos y se encogió de hombros.
—Me la quedo yo.
—Haz lo que te parezca. Pero tendrás que resarcirme.
—¿Resarcirte con qué?
—Me conformo con poco. Un par de kilos de hierba. Y dile a tu jefe que no quiero mercancía mezclada. Nada de amoniaco ni de anfetaminas.
—Dos kilos… ¡Tú estás loco, italiano! ¡Me cago en tu hermana!
—Y yo en la tuya. Nos vemos con la próxima carga.
Al final, no obstante, Stalin Rossetti había decidido quedársela. Aunque iba puesta de heroína hasta las cejas, era incuestionable que la muchacha tenía una inteligencia y unas ganas que podrían llegar a resultarle útiles. El «factor humano», una vez más. Así que la había rescatado, pagando de su bolsillo al Jefe de Valona, le había conseguido el permiso de residencia, se había asegurado de que no fuera seropositiva, se la había llevado a la cama e incluso la había enviado a uno de esos curas que se ganan el Paraíso ocupándose de las almas descarriadas.
Y ella prácticamente le había devuelto a Pino Marino.
2
Sonila había llegado a la comunidad a principios de junio, sólo unos días antes de la marcha de Pino.
La habían enviado desde Vicenza en prácticas. Y no casualmente. En realidad, Valeria tenía que hacerle de maestra durante unas semanas, quizás un mes, hasta que estuviera preparada para volver y salvarles la piel a los desgraciados que llamaban a la puerta de la comunidad.
Sonila era menuda y graciosa. Sonila había vivido un infierno. Había sobrevivido de milagro. Los monitores de Vicenza decían que aquella muchacha tenía una voluntad de hierro y una fuerza contagiosa.
Desde el momento en que se había puesto en sus manos, Sonila había hecho de todo para hacerse amiga de Valeria. Al principio no tenían mucho que decirse. Los temas preferidos de Sonila eran la ropa, las discotecas y los famosos de la televisión. Y, por supuesto, los chicos en proceso de recuperación.
—Pero eso es trabajo, ¿no? Lo que nos da de comer y nos mantiene alejadas de las tentaciones, como dicen los curas. La vida es otra cosa. ¡Y tendremos que volver a ella antes o después!
A pesar de todo, Sonila era una excelente colaboradora. Inteligente y siempre a punto para sacar el mejor partido de cada situación. Y gustaba a los recién llegados, aún en pleno mono mental y físico. Su alegría algo insustancial era un excelente contrapeso frente a la austeridad de los otros monitores y los ayudaba a perder el miedo ante la dureza del tratamiento.
A Pino no le había gustado. Le parecía una entrometida, le irritaban sus zalamerías, su insistencia obsesiva. Valeria la justificaba porque comprendía su situación. Era la primera vez en dos años que abandonaba la protección de su comunidad. Tenía que adaptarse a caras nuevas, a rutinas diferentes. Era lógico que Sonila estuviera un poco angustiada, que le asustaran las opiniones y que se mostrara deseosa de que la aceptaran sin reservas. Sólo había que darle un poco de tiempo. Tiempo y confianza.
—Si tú lo dices. Pero a mí no me gusta.
—La salida es la fase más difícil, Pino. ¡Tendrás que tener mucha paciencia conmigo!
—Tú no eres como esa estúpida, Valeria.
—¡Y tú siempre con tantas… sombras!
—¡Los pinos siempre dan sombras!
—¡Déjalo estar, cariño! ¡El humor no es tu fuerte!
Lo cierto es que estaban volviéndose inseparables, y tras la marcha de Pino para su viaje de trabajo —«El último viaje, Valeria, y perdóname si no puedo venir a buscarte, voy a un sitio perdido, con unos artistas eslovenos…»—, incluso amigas. La tristeza sorda que había caído sobre Valeria al sentirse sola fue el detonante. En aquel trance, Sonila se mostró afectuosa, cómplice, discreta como nadie.
Una tarde, después de pasar revista a los nuevos ingresos, a Valeria se le escapó algún detalle de su historia con B.G.
Sonila se puso en pie de un salto, dando palmas como una niña entusiasmada.
—¡B.G.! ¡El cantante! ¿De verdad?
Valeria había observado que, en los momentos de excitación, su italiano neutro y controlado perdía calidad, y que en las últimas sílabas de las palabras afloraba cierta dureza gutural típica de su lengua materna. En aquellos momentos, Sonila podía incluso llegar a ser desagradable. Y le daban ganas de dar la razón a Pino Marino: sonaba a falso.
Pero ¿quién era ella para juzgar? ¿O para condenar?
—Sí, el mismo. B.G.
Sonila estaba extasiada. Le habló de su gran sueño. Trabajar en televisión. Sabía bailar, había tomado lecciones de canto, se sabía de memoria todo el repertorio de Mina. Tenía un físico que no estaba mal. A los hombres les gustaba, y sabía moverse. Sólo con que se le presentara una ocasión, una mínima e insignificante ocasión…
—Está bien. Cuando salgamos de aquí te lo presento.
Se lo había dicho para quitársela de encima, porque el mero hecho de pensar en B.G. le resultaba insoportable. Pero Sonila se lo había tomado en serio. Tremendamente en serio. El ingenuo entusiasmo de Sonila, su risa sonora, encendida…, sí, tendría que hacerlo. Le presentaría a B.G. Al fin y al cabo era lo suficientemente fuerte como para verlo. Aquello pertenecía al pasado y estaba superado.
Y además tenía a Pino, ¿no?
La carta llegó dos días después. Sonila la leyó, se quedó pálida, se llevó una mano al pecho y se encerró en el baño. Valeria se temía alguna desgracia familiar y corrió tras ella. Sonila le gritó que se fuera, que no quería verla nunca más, ni siquiera hablar con ella. Valeria intentó hacer que entrara en razón. Al oír los gritos de Sonila acudieron unos cuantos chicos. Ella cambió de tono. No era más que un momento de malestar. Se le pasaría. Quería estar sola un rato, nada más.
Volvieron a verse por la noche. Sonila estaba pálida, demacrada, abatida. Le pidió perdón y le enseñó la carta. La carta de Pino.
Tiempo después, Valeria recordaría sólo algunos fragmentos. Y el hielo que le había penetrado en el corazón mientras recorría con la vista aquellas líneas frías, hostiles, incomprensibles.
Querida Sonila:
Perdóname si te escribo a ti, pero no he tenido el valor de […] viaje […] lo entenderás mejor que nadie […] Eslovenia […] el ambiente de los artistas […] he conocido a una persona […] muy dulce […] creo que me quedaré aquí un tiempo […] sé que le estoy haciendo daño pero he comprendido que con ella no habría funcionado nunca […] espero no haberle roto el corazón […] con el tiempo comprenderá […] será mejor que no me busque…
Valeria pidió permiso para usar el teléfono. No se atrevieron a negárselo. El móvil de Pino no daba señal. Siguió probando una y otra vez, hasta que Sonila la arrancó del aparato. Valeria se metió en la cama y no se levantó hasta dos días después. Sonila la justificó en público diciendo que estaba enferma. No se separó de ella, sin decir una palabra. Al tercer día le dijo que había pedido un permiso especial para visitar a unos familiares en Milán.
—He pensado que estaría bien que fuéramos juntas… Te irá bien cambiar de ambiente… Una semana y después volvemos y ya veremos lo que hacemos… ¡Venga, no me digas que no!
Valeria asintió en silencio. Ella la levantó de la cama. La llevó al baño y la metió bajo la ducha. La lavó y la vistió como a una niña. Por la noche salieron a hurtadillas de la comunidad («lo hago por ti, cariño, pero está todo en regla, he hablado con el responsable en persona»).
Descubrieron la fuga a la mañana siguiente. Y todos se preguntaban qué sentido tenía. Dos chicas como ellas, dos joyas de la comunidad…, tan de pronto… Iniciaron una investigación interna. Descubrieron que al llegar Sonila había dado datos falsos. En cuanto a Pino Marino, nadie, aparte de Valeria, sabía nada de él. Uno de los ancianos recordó que durante un tiempo la chica había recibido cartas de B.G., el cantante. Lo localizaron, pero él dijo que hacía meses que no se veían. Así que las dieron por perdidas.
Al llegar a Milán resultó que los familiares de Sonila se habían ido de vacaciones a Albania. De modo que las dos alquilaron una habitación en una pequeña pensión cerca de la estación central. Valeria era una presencia inerte, insensibilizada por el dolor. No se levantaba de la cama, y Sonila se veía obligada a meterle la comida en la boca para evitar que muriera de hambre. Sonila ya no podía más. La cosa estaba alargándose demasiado. Y cuando intentó introducir el tema de B.G., por toda respuesta obtuvo un suspiro agotado. Lo pagaba todo ella, y la cartera se le iba vaciando a ojos vistas. Si Stalin Rossetti no le hubiera prometido todo aquel dinero, la abría dejado pudriéndose en aquella pensión de mierda y se habría buscado la vida por su cuenta. Pero no podía. Era una cantidad realmente considerable. Y ella necesitaba el dinero.
Después, tras unos cuantos días de agonía, agravada por el calor sofocante del agosto milanés, hojeando una revista, Sonila se enteró de que había una fiesta en un local de los Navigli a la que asistiría el conocido cantante B.G. Obligó a Valeria a que la acompañara: sin ella, le sería imposible siquiera meter la nariz tras los cristales tintados del Nottiziario. Engalanadas al gusto de Sonila —más dinero gastado en humo para cubrir a aquel saco de huesos, ¡y menos mal que por lo menos se había decidido a ir a que le arreglaran el pelo!—, convertidas prácticamente en dos pelanduscas de barrio taconeando por el centro, se presentaron en la puerta principal unos minutos después de las ocho. El portero no se dignó siquiera mirarlas; se limitó a cerrarles la puerta con una mueca. Sonila le dio un codazo en la barriga.
—¡Esta señorita es amiga de B.G.!
—¿Cómo de amiga? —preguntó el tipo, con aire de suficiencia.
—Muy amiga —rebatió Sonila, sacando del microscópico bolsito dos billetes de cien.
El portero se echó a un lado. Sonila empujó a Valeria hasta la mesa donde pontificaba B.G. rodeado de señoronas operadas con cierta debilidad por los psicotrópicos, distinguidos cincuentones al borde de la apoplejía y jovencitas en avanzado estado de anorexia. Desde que se había vuelto respetable, B.G. había abandonado las chaquetas con flecos y las botas country. Corría la voz de que tenía intención de meterse en política.
Cuando vio aparecer ante sí a aquel fantasma de su pasado, B.G. se levantó de golpe, forzando una sonrisa y ofreciéndole educadamente la mano, como exigía su actitud de neoburgués. Pero cuando cruzó la mirada con la de Valeria se quedó rígido, paralizado por un acceso de terror.
Ojos apagados. Los ojos de una muerta.
Mientras tanto, Ramino Rampoldi, desde la cabecera de la mesa, había cruzado unas cuantas miradas con Sonila.
—¿No nos presentas a tus amigas, B.G.? Él recobró la compostura y con una sonrisa indefinida balbució:
—Ésta es Valeria. Somos… primos…
Se hizo un educado silencio, que se rompió con la risita contenida de Rampoldi. Valeria había sonreído. Era una sonrisa aún más aterradora que su mirada. Después clavó lo que le quedaba de las uñas en el dorso de la mano de B.G., hundiéndoselas con ganas.
—¡Te veo en gran forma, primito!
Y dio media vuelta. Sonila la alcanzó cuando ya había rebasado la puerta. La aferró por un brazo y la obligó a girarse.
—Pero ¿estás loca? ¿Qué te ha dado? ¡Lo estás estropeando todo!
—¡Suéltame o te mato!
Sonila se asustó. ¿Hasta dónde sería capaz de llegar aquella idiota? Soltó la presa, dio un par de pasos atrás. Y se encontró entre los brazos de Ramino Rampoldi.
—Un poco alterada la primita, ¿eh?
Sonila lanzó una mirada distraída a la silueta de Valeria, que corría con precario equilibrio sobre unos tacones de vértigo.
—Ya se le pasará. Está un poco estresada, sólo eso.
—Oye, ¿qué te parece si seguimos la fiesta en otro sitio…, nosotros dos solos?
—¿Por qué no?
A la mañana siguiente, desde la casa de Rampoldi (Ramino: amante gruñón, poco fantasioso y muy endeble, pero decididamente generoso, ¡por lo menos en promesas!), Sonila puso al corriente a Stalin Rossetti.
—Muy bien, buen trabajo.
—¿Y con ésa qué tengo que hacer?
—Déjala a su aire. Ahora ya está perdida.
Stalin Rossetti, como siempre, miraba al futuro.
Frente a la puerta del Nottiziario había pasado algo definitivo.
Valeria había reconocido a Sonila.
Y no era Sonila.
Era Lady Hero.
Lady Hero que la llamaba de nuevo.
Estaba decidido que se perdiera.
Y así sería.