La poesía de las bombas

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DE LA SENTENCIA DEL TRIBUNAL DE LO PENAL N.º 2

DE FLORENCIA

6 DE JUNIO DE 1998

El 27-7-93 una patrulla móvil de la Guardia Urbana de Milán transitaba, hacia las 23.00, por Via Palestro, en dirección a Corso Venezia-Piazza Cavour. En un momento dado se acercó a la patrulla, compuesta por los guardias Katia Cucchi y Alessandro Ferrari, un grupo de personas que señalaron la presencia de un coche que soltaba humo en la misma calle.

En efecto, unos metros más allá, los guardias descubrieron, en el lado izquierdo de la calle —en el sentido de la marcha—, justo frente al Pabellón de Arte Contemporáneo (PAC) 28, un Fiat Uno de color gris aparcado con el morro en dirección a la Piazza Cavour (por tanto, en sentido contrario). Enseguida observaron en el interior del habitáculo un humo blanquecino que salía por una de las ventanillas anteriores, que tenía una rendija abierta.

Solicitaron inmediatamente la intervención de los bomberos, que llegaron en pocos minutos (en el registro de los bomberos resulta que recibieron la llamada a las 23.04 y que llegaron a destino a las 23.08). Eran siete bomberos, a saber: Stefano Picerno (jefe de brigada), Carlo La Catena, Sergio Pasotto, Antonio Abbamonte, Paolo Mandelli, Antonio Maimone y Massimo Salsano.

Los bomberos abrieron la puerta del automóvil sin contratiempos y el humo desapareció enseguida. No advirtieron procesos de combustión activos.

El jefe de brigada Picerno y el bombero Pasotto abrieron la portezuela posterior, y en el portamaletas encontraron un paquete de grandes dimensiones que ocupaba gran parte del espacio. Estaba cuidadosamente embalado con cinta adhesiva ancha de color marrón; en la parte izquierda (para el observador) sobresalían uno o dos cables que desaparecían en el habitáculo.

Pasotto tuvo la impresión de que se trataba de un artefacto explosivo y comunicó dicha impresión a Picerno. Picerno ordenó evacuar la zona. Efectivamente, Cucchi y Ferrari se alejaron hacia Corso Venezia, y se detuvieron en el cruce entre Via Palestro y Via Marina. Los bomberos se alejaron hacia Piazza Cavour unos veinte metros, descendieron del vehículo en el que iban y empezaron a desenrollar la manguera.

No obstante, al cabo de unos minutos, el guardia urbano Ferrari, por orden de la central de mando de su brigada, volvió a acercarse al coche para tomar el número de matrícula; otros bomberos hicieron lo propio, con la intención de pasar al otro lado de la calle (donde se encontraban los guardias urbanos).

Precisamente en aquel momento el coche estalló.

Murieron el guardia Alessandro Ferrari y los bomberos Stefano Picerno, Sergio Pasotto y Carlo La Catena. Posteriormente, en el otro lado de la calle, en los jardines públicos frente a Villa Reale, fue hallado el ciudadano marroquí Mussafir Driss, agonizando (moriría durante su traslado al hospital).

Hubo numerosos heridos.

La explosión causó desperfectos en la calle, en una gasolinera cercana, en el sistema de iluminación pública y en muchos vehículos aparcados en la zona; rompió los cristales de las viviendas en un radio de unos 200-300 metros y dañó el mobiliario de 39; también provocó daños en la fachada exterior del PAC, aunque no cayó.

Por otra parte, la explosión alcanzó la conducción de gas subterránea, a la que prendió fuego. Durante horas hubo unas llamas altísimas, que los bomberos, pese a la intervención de choque, no conseguían controlar, hasta que hacia las 4.30 del 28-7-93 explotó también una bolsa de gas que se había ido formando precisamente bajo el PAC.

La segunda explosión tuvo efectos mucho más destructivos sobre el pabellón que la anterior, ya que lo reventó por completo. En aquel momento se estaba preparando una muestra de pintura que debía inaugurarse en septiembre de 1993: la explosión dañó unas treinta obras presentes para la ocasión; algunas quedaron completamente destruidas.

También se registraron daños, producto tanto de la primera como de la segunda explosión, en Villa Reale, sede de la Galería de Arte Moderno, que albergaba una rica muestra pictórica y escultórica de arte italiano del siglo XIX (Hayez, Pellizza da Volpedo, Segantini, Mosè Bianchi, etc.). Se rompieron los postigos y los cristales de las ventanas, y también sufrieron daños las estructuras del falso techo.

Entre los bienes culturales afectados cabe mencionar también el Museo de Ciencias Naturales, sito en Corso Venezia, y la iglesia de San Bartolomeo, sita en Via Moscova; ambos registraron daños, aunque no graves.

La explosión se debió a una mezcla de explosivos de gran potencial colocada en el interior del Fiat Uno matrícula MI…

El explosivo utilizado resultó ser del mismo tipo que el hallado en Via Fauro (Roma) y en Via dei Georgofili (Florencia). Se usó una carga de unos 90-100 kilos de material explosivo.

ROMA. PIAZZA SAN GIOVANNI IN LATERANO,

28 DE JULIO DE 1993

El 28-7-93, a las 0.03 horas se registró otra explosión en la Piazza San Giovanni in Laterano de Roma, en la esquina entre el Palazzo del Vicariato y la Basílica de San Juan.

La explosión tuvo graves efectos sobre los edificios de la plaza y sobre la propia plaza. De hecho, quedaron completamente destruidos accesorios y elementos decorativos de la planta baja del Palazzo del Vicariato. En los pisos primero y segundo, los daños fueron menos evidentes, pero más graves (el techo de madera quedó gravemente dañado).

Se produjeron daños irreparables en los frescos que decoraban el nártex de la basílica, muchos de los cuales se pulverizaron; lo mismo ocurrió con los frescos que decoraban la logia superior del nártex.

Se registraron asimismo graves daños en el interior de la basílica (en las pinturas, en los elaborados confesionarios, en los mármoles del suelo y de las paredes).

Los ventanajes de la basílica y del palacio quedaron destruidos o gravemente dañados.

Se verificaron daños menores, aunque también significativos (rotura de cristales, desconchones, caída de techos falsos) en un radio de 100 metros, por ejemplo en el Policlínico Militar del Celio, en el hospital de San Giovanni y en Via Labicana.

Afortunadamente no se registraron víctimas, pero varias personas resultaron heridas de mayor o menor gravedad.

También en San Giovanni la explosión fue provocada por una mezcla de explosivos de alta potencia colocada en el interior de un Fiat Uno.

El coche bomba seguramente se situó en la esquina entre el Palazzo del Vicariato y la Basílica de San Juan, el lugar del cráter, con la parte anterior orientada hacia el Palazzo del Vicariato y ligeramente inclinada hacia la basílica.

También en este caso las investigaciones sobre los explosivos revelaron la presencia de Egdn-Ng-DNT-TNT-Pent y T-4 60.

El peso calculado, con una aproximación ligeramente mayor que en los otros casos, se eleva a unos 120 kilos de explosivo.

No hay duda de que en San Giovanni sólo una afortunada combinación de circunstancias evitó que, además de los bienes materiales, se perdieran también muchas vidas humanas.

ROMA, VIA DEL VELABRO,

28 DE JULIO DE 1993

0.08 HORAS

A las 0.08 horas del 28-7-93, se registró en Via del Velabro, de Roma, el último atentado con bomba del año.

La explosión abrió en la calzada adoquinada un cráter de forma ligeramente ovoidal, con un diámetro máximo de 280 cm, uno mínimo de 230 cm y una profundidad de 110,63 cm.

Como siempre, fueron gravísimos los daños perimetrales. La iglesia del Velabro, afectada especialmente por los efectos de la explosión, sufrió el derrumbe del pórtico frontal, del portal de entrada, del rebozado de la fachada, de algunas paredes internas, de una parte de las cerchas del techo y del falso techo de la sacristía, así como de diversos elementos decorativos.

Junto a la iglesia había una residencia (Casa Kolbe) en la que se alojaban siete religiosos de la Orden de los Padres de la Santa Cruz. La onda expansiva y la metralla de la explosión afectaron a la fachada del edificio, desquiciaron las ventanas y elementos internos, así como las puertas de comunicación entre el pasillo y la sacristía y las ventanas del jardín, y provocaron el derrumbe parcial de tabiques y techos.

Sufrieron también graves daños el edificio situado al fondo de Via del Velabro (n.º 4 y el de enfrente (n.º 5); ambos registraron daños en la cubierta (que cayó en parte) y en las ventanas.

Frente a la iglesia se encontraba el aparcamiento del Ayuntamiento de Roma, en el que, además de los daños correspondientes a los elementos externos, se produjeron profundas grietas en los techos falsos; en las plantas superiores cayeron algunos techos.

Quedaron también destruidos o dañados los muebles y accesorios de la iglesia y de numerosas viviendas.

Unos quince vehículos aparcados en la zona sufrieron daños más o menos graves en carrocería, faros y cristales. Por último, algunos religiosos de la Casa Kolbe y algunos habitantes de la zona resultaron heridos leves.

También en este caso se empleó un explosivo de alta potencia colocado en el interior de un Fiat Uno.

2

¡Tres, cuatro y cinco! Seis, si se contaba también «la tontería» de Via dei Sabini, que, de hecho, era perfectamente computable.

La noche de los atentados, Stalin Rossetti había realizado su pequeña contribución mandando a Yáñez a dejar a oscuras las centralitas de la Presidencia del Gobierno. Un gran toque de estilo que Angelino había sabido apreciar.

—Pero a aquellos pueblerinos no vale la pena decírselo. No comprenderían lo sutil del gesto —le había sugerido Stalin.

Angelino se había mostrado de acuerdo. Al oírle llamar «pueblerinos» a los viejos jefes de la Cosa Nostra no había pestañeado siquiera. Se estaba separando lenta pero inexorablemente de una mentalidad o, mejor dicho, de una cultura. Stalin Rossetti sentía el mismo orgullo que cuando, en tiempos de La Cadena, conseguía transformar a un sincero idealista en un desalmado hijo de puta. El placer del reclutador, del demiurgo.

En Sicilia estaban de los nervios. Cinco «golpecitos» y aún nada.

Cinco «golpecitos» y quien tenía que mover ficha no daba señales de vida.

—¡Eso querrá decir que daremos otro! —había propuesto Stalin entre risas.

—¿Otro golpe? ¿Otro baño de sangre?

Stalin decidió que había llegado el momento de poner las cartas sobre la mesa. Le explicó al mafioso que pensaba en otro tipo de baño. Un baño… sí, exacto, un baño «inteligente». Inteligente como las bombas de tecnología avanzada que su amigo Billy Goat presumía de haber vendido en abundancia a la Administración Bush en tiempos de la Guerra del Golfo. Bombas selectivas para objetivos selectivos.

—En este caso —le confió Stalin— tendremos que acuñar la expresión «bomba sòla», así, en romano, es decir, bomba falsa, bomba señuelo.

Es decir: lo que necesitaban para recoger los frutos de tan duro trabajo era un cambio decidido de estrategia.

Flexibilidad: eso es lo que hacía falta.

Flexibilidad. Estrategias que cambian con el tiempo.

Flexibilidad. Los mafiosos eran demasiado rígidos. El Estado era demasiado rígido.

Flexibilidad.

Estaba llegando el momento justo.

Les tocaba a ellos ofrecer algo a cambio de otra cosa.

Las bombas no habían bastado para doblegarlos.

Habían preparado el terreno, de acuerdo, pero por sí solas habían demostrado ser un instrumento de presión insuficiente.

Cuando has ido demasiado lejos, lo que hace falta es dar un paso atrás.

A veces un paso atrás es mejor que un avance impetuoso.

Era más «conveniente».

En especial si antes el terreno se había sembrado convenientemente de minas.

Y tú eres el único que conoce su ubicación exacta.

Había que pasar a los anuncios de bomba.

Presentarse una bonita mañana a quien correspondiera y soltarle un buen discurso: «Señores, hasta ahora han visto solamente una pequeña demostración de lo que sabemos hacer. Digamos que les hemos servido el aperitivo. Ha llegado el momento de pasar al plato fuerte. ¿Recuerdan Milán, Florencia, Roma? Bueno, pues imagínense algo inmensamente más atroz. De una devastación mucho más terrible. ¿Cien muertos? ¿Quinientos? ¿Mil? A lo mejor alguno más, uno arriba, uno abajo. Un trabajo perfecto. Una obra de arte sin precedentes en la historia. Y llegamos al objetivo de este encuentro. Yo puedo impedir que esto suceda. Sólo que ustedes tienen que darme algo a cambio».

Aceptarían. Stalin estaba tan seguro como de su propia existencia.

—¿Y tendríamos que conseguir con el engaño lo que no hemos conseguido con la sangre?

—La sangre es la semilla; el engaño es la cosecha.

—Me parece complicado.

—Así va el mundo, Angelino.

—Tengo que hablar con los de abajo…

Angelino no parecía convencido. ¿Habría ido demasiado lejos? ¿Acaso el proceso de emancipación del muchacho no estaba aún suficientemente avanzado? ¿Y si no conseguía convencer a los mafiosos de la validez del plan? ¿Y si insistían en provocar la enésima matanza? Angelino podía decidir actuar por su cuenta. Desoír las órdenes. En cuyo caso, ningún problema. Pero ¿y si a pesar de todo Angelino optaba por la obediencia?

Bueno, en aquella desgraciada eventualidad siempre podría contar con Pino Marino.

El chico se había perdido la parte final de los fuegos de artificio. Había sido el propio Stalin quien lo había mandado a Las Marcas para reorganizar la venta de droga, tras la desafortunada detención del primo de Catania que había ocupado el lugar del pobre Vitorchiano.

Stalin había alejado deliberadamente al muchacho.

Al muchacho que no dejaba de repetir: «Me iré, me iré».

Habría sido una locura renunciar a un colaborador como aquél.

Una locura y una injusticia. Había hecho mucho por aquel chico, y no se merecía que le correspondiera con una ingratitud tan evidente.

—Yáñez ha descubierto algún contacto extraño —le había dicho, mientras le entregaba un nuevo teléfono portátil—. Podría ser que nos estuvieran vigilando. Hay que extremar las precauciones… Ah, y no llames a la casa, no des este número a nadie…, a nadie. Pino, ¿me entiendes?

A nadie. Y mucho menos a esa Valeria. Porque el problema era ella, obviamente.

Y Stalin ya se había encargado de todo.

Todo, todo debía proceder en perfecta sintonía hasta el gran final.

Quién sabía qué pensaría el Viejo de todo aquello.

Quién sabía si desde su agujero, en las profundidades del Infierno, le estaba observando y daba su aprobación con un parco gesto con la cabeza.

¡Quién sabía si se arrepentía de haberse decantado por aquel idiota de Scialoja!

Teniendo en cuenta el puritanismo de fondo de su antiguo mentor y el empeño que ponía Michelle en ponérsela dura, probablemente era de suponer que el Viejo habría apartado la mirada.

Michelle. Es decir, Michelina Catinari, de Ferrandina. Michelle sonaba más exótico y misterioso, desde luego. Michelle. La chica del vestido rojo. Que sí, era hija de aquel hombre maduro, pero que decididamente sentía atracción por otro tipo de hombre maduro. El fascinante, amable y misterioso dottore Stalin Rossetti, tan hábil en la cama y tan «generoso» con una estudiante empleada a tiempo parcial y que daba sus primeros pasos en el rutilante y arriesgado mundo del espectáculo.

Michelle, con aquel tatuaje en forma de rosa que le nacía de la entrepierna y aquel precioso pisito en Via della Scala, tan anónimo, tan discreto, tan útil.

Michelle. Por fin algo se movió por la zona baja y decidió poner freno a sus cavilaciones.

«Gracias, Michelle. En el fondo, aquella tarde, en Via Veneto, no me alejaba tanto de la realidad.»