Family life

1

El senador Argenti había sido feliz durante una buena parte de la mañana.

Al final Beatrice se había salido con la suya. Habían cerrado el apartamento de la zona universitaria. Armarios y altillos habían vomitado polos, sandalias y bañadores del año anterior. Habían llenado una bolsa con bordados de flores con toallas y albornoces pasados de moda. Habían apagado el ordenador. El monumental ensayo de Berti sobre los demócratas del sur y la conspiración se había visto sustituido por un par de recopilaciones de poesía y un montón de novelas de espionaje. Entre ellas, el fascistísimo De Villiers, que a Argenti le parecía irresistible en las escenas de sexo, caracterizadas por señoras de una belleza exagerada que, en el espacio de quince líneas tras la aparición de Su Alteza Serenísima, se veían dominadas por el irrefrenable impulso de procurar al aristocrático agente irregular del Occidente cristiano inauditos placeres sodomitas.

Beatrice se había llevado el gato al agua porque ningún texto sagrado imponía que: a) la única víctima de la guerra personal que el senador Argenti había declarado al ambiguo dottor Scialoja tuviera que ser la compañera del mencionado senador; b) la misión de salvar al mundo le correspondiera al senador Argenti; c) aun en el caso poco probable de que el mundo estuviera dispuesto a dejarse salvar, hubiera que salvarlo precisamente aquel fin de semana. Que, mira por dónde, coincidía con el tercer aniversario de su…, en fin, del día en el que habían iniciado su relación. Con aquel sol cómplice que invitaba a otros pas-à-deux. Con aquel mar que, pobrecito, se había pasado todo el invierno rugiendo, triste y solitario, y que solicitaba un poco de compañía…

Sí. Había sido una mañana decididamente feliz.

Habían ido a un hotelito porque, para un político de formación universitaria y una periodista/escritora autónoma, el sueño de poseer una casita en el triángulo de oro entre Ansedonia, Capalbio y Porto Ercole era precisamente eso, un sueño y nada más.

Y porque había sido allí donde se habían mostrado y declarado el uno al otro la primera vez, y también donde habían decidido solemnemente hacer oficial a sus respectivos ex el anuncio de una ruptura que ya estaba en el aire.

Habían ido al hotelito porque venían de unos meses duros. Argenti consideraba inaudito que no se pudiera, que no se tuviera que retirar de cualquier cargo a un gilipollas que proclamaba a los cuatro vientos su voluntad de pactar con la mafia. Que proponía tratos ignominiosos. Que disfrutaba de una protección innombrable. ¡Los célebres papeles de aquel viejo! Pero ¿era posible que el Estado estuviera destinado a ser para siempre un rehén sometido a vetos, chantajes, podredumbre? Scialoja se había convertido en su obsesión personal. El partido era un órgano inerte. El partido, oficialmente, estaba fuera de un Gobierno al que, no obstante, apoyaba con hechos. El partido le decía: «Paciencia, llegará el momento». Y mientras tanto pasaban los meses, y la obsesión crecía. En la esfera pública, el senador aún conseguía protegerse bajo la máscara de una fría y afilada ironía.

Sin embargo, había dos personas a las que no podía mentir. Uno era su asesor personal en la base: Bruno, el carnicero del mercado cubierto de Via Catania. Un comunista romano de toda la vida que le leía en la cara la amargura ante ciertas manifestaciones del secretario, que había volado a Wall Street para tranquilizar a los mercados con respecto a la ya probada fe democrática de los poscomunistas italianos. Siempre tranquilizando. Siempre remando contracorriente para quitarse de la cara y de la ropa aquel tufo a izquierdas. Como mayordomos admitidos a la comida de gala, que tienen que someterse al escrupuloso examen de etiqueta de avinagrados diplomáticos con muchos humos. ¡Manda cojones! Bruno le había echado una mirada y había sacudido aquel cabezón suyo.

—¡Mamma mia, lo que hace falta es que, ahora que os habéis vuelto importantes, no os pongáis a hacer el guarro como esos otros!

Es decir, como los de siempre. La Italia de los pillos, la Italia de «todo va bien mientras se coma». La Italia de «total, todos son iguales, todos un asco». La Italia de la sociedad de los escépticos, los de «yo no me lo trago». La Italia de siempre. La Italia de los Scialoja. Con una mano en los archivos que oficialmente no existen y la otra en la espoleta de la próxima bomba…

Y la otra voz de la conciencia, la otra a la que no podía mentir, naturalmente, era Beatrice.

Beatrice decepcionada y Beatrice peligrosamente próxima a alguna determinación.

Porque cuando la mujer que amas empieza a tener jaqueca demasiado a menudo, cuando la mujer que amas te dice: «Ya no te reconozco», cuando la mujer que amas te dice: «A ver si sientas la cabeza»…

Entonces hay que hacer algo.

Y se fueron al mar. El sexo, antes que el amor. Como cuando hay un hambre urgente que hay que saciar a cualquier precio. Después, un amor más meditado. Y finalmente el sexo sin urgencia. El sexo lento. El sexo y basta.

Después, un poco de espectáculo, que nunca va mal.

A Argenti no le gustaba vocearlo a los cuatro vientos, pero bajo el plúmbeo corsé del académico dedicado a la política palpitaban dos corazones sorprendentes. El corazón sensible de un amante de la poesía y el corazón anárquico de un viejo universitario enamorado del vodevil, del sainete, de las soubrettine, de la macchietta napolitana, de los pequeños montajes. Sólo una vez, una única vez, había perdido el control en una ocasión, por así decirlo, social. Se había autodefinido como «un cruce entre un dandi sentimental y un charlatán con una pasión inconfesable por nuestro trash más auténtico y casposo». En realidad había sido su lado reprimido el que había seducido a Beatrice. Lo que ella había entendido era que Mario no tenía necesidad de fingir que era un tipo complejo y algo loco. Mario era un tipo complejo y algo loco. Sólo que de vez en cuando se le olvidaba.

Pero aquella mañana inolvidable, trágica e inolvidable para ellos como para toda Italia, como intuirían unas horas después, Argenti estaba imparable.

Declamó para Beatrice a su querido Cardarelli y algunas estrofas inconmensurables de Pound: «And thus came the ship… O moon, my pin-up…». Pound, viejo y sublime chamán fascista…

Y la hizo estallar en carcajadas cuando, desnudo, con un sombrero de paja, cantó imitando a Fanfulla[23]:

«Había nacido en Novi, pero de novicia no tenía nada…».

Argenti había vuelto. Argenti era feliz. Beatrice tenía los ojos brillantes. Había sido una mañana espléndida.

Después llegaron Valente y Morales. Dos jóvenes esperanzas del pensamiento progresista. Con sus acompañantes respectivas. La del tipo «chincha revienta, que es mío y sólo mío» y la del tipo «Dios santo, cuánto ofende el hedor del mundo a mi delicada naricilla».

Y se acabó la fiesta. La felicidad, al garete. La paz, devastada.

Con una profusión irrefrenable de expresiones y coletillas pijas, las susodichas iniciaron un debate sobre la escuela a la que más convenía apuntar a sus retoños —convenientemente aparcados para la ocasión con la filipina de rigor— en vistas a los más brillantes futuros profesionales: «¿Chateaubriand? El francés está pasado de moda. O sea, eso creo. ¿Los jesuitas irlandeses? Quizá demasiado severos. ¿O no? ¿Merrymounth? ¿El colegio alemán? ¡Mientras dentro de diez años se les pueda enviar por lo menos a Los Ángeles!». La observación a media voz de Beatrice, «¿Y nuestra escuela pública…?», quedó subrayada por suspiros y sacudidas de rubias melenas: «Pero cariño, nuestra escuela pública es un desastre, eso es evidente, desgraciadamente no hay nada que hacer: irrecuperable».

Valente sacó a colación la invitación que había recibido para ir a un popular magazín de la tele. El primer político comunista al que se le pedía que cantara en público una canción melódica. Valente había optado por Questo piccolo grande amore, de Claudio Baglioni. Para demostrar de una vez por todas —se justificó con vehemencia— que también los rojos tienen su corazoncito y que no se comen a los niños.

En cuanto a Morales, intervenía únicamente para demostrar su dominio de la jerga marinera, recientemente adquirido. Morales procedía de un pueblecito perdido en medio de los Apeninos, y aunque su relación con el mar podría definirse cuanto menos de problemática, se acababa de inscribir en un curso de vela. Así podría reírle las gracias con más propiedad a D'Alema, y estar preparado en el feliz momento en el que, como era ya sabido, el sucesor de Togliatti se convirtiera por fin en jefe supremo.

Argenti sintió una arcada de resentimiento anarco-plebeyo que le subía por el esófago y le presionaba con violencia contra la campanilla, en busca de una liberación que, de permitirla —no había que ser un genio para intuirlo— sería acre, desagradable y muy comprometedora para su cursus honorum en el partido. Consiguió contenerla con un sonido que quedó a medio camino entre un eructo involuntario y un rictus histérico. Todos se giraron a mirarlo. Se salvó de la reprobación general con un oportuno acceso de tos. Se puso en pie con aire indolente, anunciando que estaba tostado de tanto sol y que necesitaba dar unas brazadas restauradoras. Beatrice lo siguió esbozando una sonrisa. A mar abierto lo besó con furia; después, de repente, le hundió la cabeza bajo el agua y la mantuvo allí hasta que él pidió clemencia agitando ostentosamente los brazos.

—¡Cuidadito de no envejecer antes de tiempo! —le amonestó después, mientras él se recuperaba, jadeando, de la broma—. ¡O la próxima vez vengo con tu amigo Scialoja!

2

Ilio paseaba, nervioso, por la sala de reuniones.

Maya agarraba con una mano el busto del Fundador, casi como si el broncíneo invitado de piedra pudiera transmitirle la energía necesaria para afrontar la tormenta que ella misma había desencadenado.

En la otra mano blandía una fina carpeta, y con un tono de voz que intentaba moderar repetía por enésima vez:

—¿Qué significa todo esto?

Ilio tenía ganas de fumar. Pero lo había dejado hacía años. Ilio querría encontrarse a mil kilómetros de allí. En mar abierto, en la cubierta del Nostromo. Libre y solitario, como antaño.

—¿Qué significa todo esto?

—¿De dónde has sacado esos papeles?

—Me los ha dado Mariani.

—¿Quién?

—El dottor Mariani, del estudio Mariani e Tursi. Deberías conocerlos, ¿no?

—Pero ¿qué tienen ellos que ver con…?

—Han realizado una auditoría contable…

—¿Y quién les ha…?

—Yo.

—¿Tú?

—Tranquilo, Ilio. Mariani está obligado al secreto profesional. Ni uno solo de estos documentos saldrá de esta empresa. No tenía otra salida. No me has dejado otra salida…

—Pero Viggianò…

—Viggianò ha dimitido. ¡Y ahora, si no te molesta, explícame qué significan estos papeles!

—Harías mejor en no meterte en esta historia.

—¡Esto también es asunto mío, no lo olvides! ¡Yo soy la hija del Fundador!

Ilio se cogió la cabeza con las manos. ¿En qué se había equivocado con ella? ¿Qué le había negado? ¿De qué podía acusarlo? Nunca la había traicionado, nunca la había…, nunca había dejado de amarla, de desearla. Ella y Raffaella eran lo único que había hecho bien en su vida. Y ahora…, ahora… Intentó recordar cuándo había empezado aquella locura. Ah, sí, después de Navidad, en Cortina, con el exploit de aquel idiota de Ramino Rampoldi. Había sido en aquel momento cuando Maya había decidido embarcarse en la aventura de la escuela. Recordaba perfectamente la noche en que se lo había dejado caer. Una escuela para los hijos de los inmigrantes. Una escuela laica y gratuita, con los mejores profesores. Una escuela para la integración y la sociedad multiétnica, contra el racismo de los Rampoldis de turno. Él había asentido distraídamente, convencido de que se trataría de un capricho pasajero de su inquieta mujercita. Y aquél había sido su error. Había olvidado de quién era hija Maya. Había infravalorado una vez más el legado del Fundador. Maya había seguido adelante. Maya estaba decidida a llegar hasta el fondo. Viggianò había intentado hacérselo entender, con elegancia, a su modo. Cuando ella le pidió que desbloqueara ciertos fondos personales suyos y el ingeniero había salido corriendo a decírselo a él. Ilio había anulado la orden; seguro que antes o después se le pasaría. Pero no se le había pasado y ahora…, ahora estaba entre la espada y la pared. Y la sonrisa burlona en los finos labios de la estatua del Fundador parecía reflejar perfectamente la situación.

—Tenemos una crisis de liquidez —dijo, despacio, con un suspiro.

—Ya veo. Habéis recurrido incluso a mis reservas personales. Pero lo que no consigo explicarme es este concepto…, ya sabes cuál… Parece que has pagado una cantidad exorbitante a estas sociedades sicilianas… y a Giulio Gioioso…

—Él no ha hecho más que de intermediario.

—Conozco la diferencia entre una mediación y una donación a fondo perdido, Ilio.

—No hay ningún fondo perdido, Maya. Ese dinero está invertido y… de algún modo revierte…

—¿De qué modo, Ilio?

—Hay muchas maneras de…

—¿De qué modo?

—Favores…, seguridad… Sicilia es una tierra difícil, y nosotros la necesitamos para mantener la empresa…

—¿Me estás diciendo que pagamos a la mafia?

—Yo… no sería tan categórico…

—¿Y Giulio Gioioso está implicado?

—¡Pero qué dices! Él es un empresario como tantos…

—¿Ah, sí? ¿Y dónde están sus fábricas, sus almacenes, sus materias primas? ¿Sus materias elaboradas? ¿Las piezas? ¿Las cosas? ¿Dónde están las cosas, Ilio? ¿Dónde? ¿Dónde hay algo que se pueda tocar con las manos? ¿Dónde? ¿Qué hace exactamente Giulio Gioioso? ¿Quién es Giulio Gioioso? ¿Y dónde está Giulio Gioioso? ¡Erais inseparables, y hace semanas que no da señales de vida! ¿Te ha dejado con este marrón a cuestas y ha huido como un conejo?

Una secretaria asomó por la puerta. Había una llamada de Estados Unidos. Si el presidente podía… Ilio la despidió con un gesto fatigado. La mujer se retiró. Maya se había hundido en una de las butacas que rodeaban la gran mesa rectangular.

—Tendrás tu escuela, te lo juro —susurró Ilio—. Aún hay fondos que…

—No me interesa. No en estas condiciones, Ilio. ¡No quiero seguir así!

Maya se le acercó, se refugió entre sus brazos. Tenía muchísimas ganas de llorar. Como una niña entre los brazos de un padre afectuoso y… de un padre normal. No grande, ni envidiado, ni terrible como un Júpiter materializado en carne. No como aquel Fundador al que Ilio se había esforzado tanto en imitar.

—Vendámoslo todo. Ahora. Enseguida. Cojamos el Nostromo y echémonos al mar. Lo dijiste tú, aquella vez, en Grecia, ¿te acuerdas? Naveguemos a nuestro aire, lejos de esta porquería… Hagámoslo, Ilio, vámonos para siempre.

Ilio no sabía qué responder. Estaban en un punto muerto. Su vida estaba en un punto muerto.